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   ¡Sevilla! ¡Oh nombre mágico, que encanta
con su apacible son mi mente toda,
y de recuerdos plácidos circunda
mi helado corazón y mi memoria!

   Sevilla, reina del ameno clima
en que Guadalquivir su regia pompa
ostenta, caminando hacia los mares
do el sol se esconde al desdeñar a Europa.

   Sevilla, que, gallarda señoreas
de olivo y de laurel con la corona,
la parte más risueña de este mundo,
y do ingenio y valor la tierra brota,

   mientras más lejos de tus altos muros,
de tu inmensa basílica grandiosa,
y de tus odoríferos vergeles,
más te tengo presente a todas horas.

   En ti pasé mi juventud florida,
y el balsámico ambiente de que gozas
me restauró la sangre, que en los campos,
por mi patria y mi rey vertí con honra.

   Y en ti gocé de deliciosos días,
y del amor los bienes y zozobras,
y recogiendo aplausos y laureles,
de la felicidad bebí en la copa.

   Qué entusiasmado viendo de Murillo
y Zurbarán las encantadas obras,
admirando tu alcázar y tu templo,
y oyendo hablar a Herrera y a Rioja,

   me elevé de las brisas en las alas,
cual del jazmín y azahares los aromas
y el fuego celestial de la poesía
ardió en mi mente, y aspiré a sus glorias.

   Jamás, jamás te olvido, insigne emporio
de ingenio y gracia y de beldad; y ahora,
mientras de ti tan separado escribo
en alto verso esta olvidada historia,

   a la orilla de un mar que de esmeralda
revuelve alegre las risueñas olas,
inmediato al flamígero Vesubio,
y admirando su cumbre tronadora,

   que humo y ceniza lanza contra el Cielo,
y forma espesa nube, que el sol dora,
cercándome de flores coronadas
de Posílipo y Vómero las lomas;

   y en Nápoles, en fin, la que en el mundo
tanto renombre esclarecido goza,
a ti y tan sólo a ti tengo delante,
y en ti, ¡grata ilusión!, mi mente mora.

   Y miro alzarse tu Giralda esbelta
entre vapores de color de rosa,
y oigo la voz de sus sonoros bronces
que retumba en los montes de Carmona.

   Y que estrecho a mi seno me figuro
las dulces prendas, que de mí remotas
allá anhelan tan sólo mis noticias,
y sin cesar me llaman y me nombran.

   Y escenas ocurridas en tus campos
voy a contar, para aclarar la historia,
que de la tumba de la edad pasada
el sacro numen, que me inspira, evoca.

*  *  *

   Poco después que en la morisca Alhambra
la cruz de Cristo derrocó a la luna,
triunfó de la espantosa idolatría
en el bárbaro harén de Moctezuma.

   Pues el Reparador del Universo
dio de extender su nombre, y la fe suya
la alta misión a los esposos reyes,
que a Aragón y Castilla unen y juntan.

   Y abriendo las barreras de los mares
a las osadas españolas fustas,
regidas por un hombre extraordinario,
domador de huracanes y de furias,

   ofreció un nuevo mundo a su grandeza,
do la gloria aumentar que los circunda,
y do la santa luz del Evangelio
su influjo bienhechor muestra cual nunca,

   disipando las bárbaras tinieblas
de las espesas infernales brumas,
en que el rebelde arcángel envolvía
las regiones del globo más fecundas.

   Allí pocos valientes humillando,
a fuerza de constancia y de bravura,
el poder de cien bárbaras naciones,
y del tenaz infierno las astucias,

   dieron a los católicos monarcas
cien coronas riquísimas, que ocultas
para España guardó siglos y siglos
en tal región la Omnipotencia suma.

   Mas de tantas conquistas milagrosas,
que aun la envidia por fábulas reputa,
como hicieron los bravos españoles
allá en ocaso en incesante lucha,

   la más alta, admirable y portentosa,
la colmada de gloria cual ninguna,
fué el imponer Hernán Cortés, el grande,
al mejicano imperio la coyunda.

   ¡Hernán Cortés!... Coloso que descuella
entre los héroes que la fama adula,
como gigante pino en los jardines
se alza soberbio entre la humilde murta.

   ¡Hernán Cortés!..., cuyo glorioso nombre
el primer puesto de la Historia ocupa,
entre cuantos alzarse ha visto el mundo,
en brazos de la bélica fortuna.

   El que llevó la cruz de su estandarte
de triunfo en triunfo, vencedora, augusta,
desde la fértil vega de Tabasco
hasta las altas torres de Cholula,

   tan sólo con seiscientos españoles
de guerreros cien mil domó la furia,
a fuerza de constancia y de denuedo,
en los valles hondísimos de Otumba.

   Y plantó audaz el pabellón hispano,
con gloria eterna de la patria suya,
en la opulenta Méjico, que el orbe
del Occidente emperatriz titula.

   ¡Ay!... Al trazar estos sonoros versos
con noble orgullo la entusiasta pluma,
de tanta gloria mis ardientes ojos
en aquella región el templo buscan.

   Y la ven, ¡oh dolor!, presa infelice
de raza infiel, advenediza, oscura,
que a la fe del glorioso Recaredo
con sus dogmas heréticos insulta.

   Raza de mercaderes... ¿Y no queda,
y allí no queda ya gota ninguna
de castellana sangre, que valiente
tan horrenda agresión pasme y confunda?

   Queda, sí, y se derrama valerosa,
mas sin fuerza y poder. La desvirtúan
rebeliones, discordias, impiedades,
delirios, ambiciones y disputas,

   que la pérfida Albión con larga mano,
hundiéndolos en mar de desventuras,
sembró en aquellos pueblos infelices,
que niños son, y adultos se figuran.

   ¿Y por qué España, la ofendida España,
no alza la frente, y sus valientes junta,
y a la venganza y al socorro vuela,
perdonando cual madre las injurias?

   ¿Más qué pronuncio? ¡Oh Dios! Basta, y un velo
impenetrable las miserias cubra,
que el poder roban a la Patria mía,
y que la gloria de su nombre anublan.

   Y volvamos la mente a aquellos siglos,
para consuelo de tan grande angustia,
en que su fe y lealtad la colocaron
más alta que ese sol que nos alumbra.

*  *  *

   Triunfantes los castillos y leones
en la regia mansión de Moctezuma,
y la insignia del Gólgota humillando
del ídolo infernal la frente inmunda,

   ya recibía el mejicano imperio,
sumiso, reposado y con fe pura,
las suaves leyes y los santos ritos,
que paz y eternas dichas aseguran.

   Y el grande Hernán Cortés, modelo insigne
de lealtad española cual ninguna,
a poner de su rey ante las plantas
aquella gran conquista se apresura.

   Y cargada de bálsamos y aromas,
perlas, tejidos y esmaltadas plumas,
oro, alimañas de pintadas pieles,
indios guerreros y exquisitas frutas,

   mandó partir una ligera nave
desde las playas de San Juan de Ulúa,
que lleve a España y al monarca ofrezca
de aquel imperio la diadema augusta.

   Mar bonancible y favorable viento
halagan al bajel, que la fortuna
conduce hacia el Oriente, y que gallardo
las crespas olas sin peligro surca.

   Ya mira desde lejos coronadas
de olivos las montañas andaluzas,
y sin temer escollos ni bajíos,
y humillando la barra de Sanlúcar,

   del gran Guadalquivir las dulces aguas
riza y encrespa de argentada espuma,
y entre olorosos, verdes naranjales,
pomposa pasa y presurosa cruza.

   Ya ve de la Giralda desde lejos
alzarse altiva la delgada aguja,
y del coloso, que en su cumbre gira
los fúlgidos destellos la deslumbran.

   De Sevilla las torres y atalayas
que nave llega de Occidente anuncian,
y a muelles y riberas acudían
a saludarla las curiosas turbas.

   La nave majestuosa, cuyas velas
las frescas brisas de la tarde empujan,
con flámulas jugando y gallardetes,
que en los ingentes mástiles ondulan,

   de la Torre del Oro a los pies llega,
las pardas lonas en la verga anuda,
y rompe con las áncoras el río,
que fondo en que cebar el diente buscan.

   Y con alegre salva, que un momento
en blanco humo la envuelve, y que retumba
de los lejanos montes en los valles,
a la ciudad clarísima saluda.

   El sol en el ocaso se escondía
entre vapores férvidos, que ofuscan
su deslustrada faz, y en el Oriente
se alzaba rica de esplendor la luna.

   Del principio dichoso del verano
una noche tranquila, hermosa y pura
empezando a lucir, de calma llena,
anunciando reposo y paz profunda;

   ríndese al sueño la cansada gente
de la nave, ya inmóvil y segura,
y la gente de tierra se retira,
ansiando sólo que la aurora luzca.

   Rayó por fin en el remoto Oriente,
aun de celajes y vapor desnuda,
y el sueño desterrado de Sevilla
a la Giralda con su luz saluda,

   cuando enjambres de lanchas y bateles,
de barcazas, de botes y falúas,
cercan la gruesa nave, y las riquezas
ansían de que preñada la reputan.

   Y entre el común estruendo y algazara,
y voces diferentes y confusas,
a la radiante luz del nuevo día
el desembarque ansiado se apresura.

   Y ya van a los muelles y riberas
pesados fardos de riqueza suma,
aves que nunca el cielo aquel cruzaron,
de verdes, rojas y amarillas plumas;

   maderas exquisitas, que la cara
de los bruñidos mármoles ofuscan;
especias del sabor más delicado,
que olfato y paladar a un tiempo adulan.

   Barras de oro y de plata refulgentes,
armas de pedernal y de tortuga,
coseletes y escudos con labores
que a las del gran Cellini sobrepujan.

   Tejidos de algodón cual blanca nieve,
o teñidos de grana que deslumbra,
plantas de pomposísimos follajes,
con prodigiosas, odorantes frutas.

   Gruesas perlas, espléndidos penachos,
copal y aromas, y con rara industria
cueros, búcaros, cobres, filigranas
labrados en fantásticas figuras.

   Gomas medicinales, y hasta hierba,
cuyo humo el marinero aspira y chupa,
lanzándolo después en blanca nube,
que el ambiente en redor llena y perfuma.

   Y hombres de otro color, y de un lenguaje
que aullido de las fieras se reputa
y aunque lampiños sus feroces rostros,
audacia y furia bárbara denuncian.

   En fin, las producciones exquisitas
de un clima remotísimo, que ocultan
hinchados mares; producciones raras
que hasta entonces la Europa no vio nunca.

   Tanta extraña riqueza y tanto objeto
admirable y magnífico deslumbran
a los entusiasmados sevillanos,
y su imaginación, rica y fecunda,

   ve aun mucho más de lo que ve delante,
y pondera, engrandece, aumenta, encumbra
el bajel, y la carga, y la conquista,
y alto portento cuanto mira juzga.

   La ribera tocar los pasajeros
entre tan grande confusión procuran,
y en los ligeros botes, y en las lanchas
saltan, y se acomodan y se agrupan.

   Y en llegando a los muelles, de rodillas
con gran fervor, y con las manos juntas,
dan gracias al Señor Omnipotente,
que en tan extenso mar les dió su ayuda.

   Y abrazan de la infancia a los amigos,
y noticias solícitas escuchan
de la corte, y las grandes novedades
en su ausencia ocurridas los conturban.

   Y luego satisfacen como pueden,
oyendo atenta una curiosa turba,
a mil necias cuestiones inconexas,
y a disparatadísimas preguntas.

   Unos cuentan hazañas portentosas,
otros riquezas sin reparo abultan,
otros muestran horrendas cicatrices,
y todo es confusión y barahúnda.

   Tan sólo un pasajero no demuestra
para desembarcar prisa ninguna,
y a todo aquel bullicio indiferente,
se apoya a un mástil con la boca muda.

   Y ya entrada la noche, por la escala,
desciende y toma asiento en la falúa,
y manda que a la orilla más distante,
no al bullicioso muelle, lo conduzcan.

   En sitio solitario en tierra salta,
nadie repara en él, y no tributa
gracias al Cielo hincada la rodilla,
de que en la tierra firme el pie asegura.

   Vaga un momento de uno al otro lado,
y párase después. Los brazos cruza,
con horror la ciudad cercana mira,
y torna el rostro a la creciente luna.

   Parece que al poner el pie en España,
y al mirarse en su tierra, le atribula
algún grave recuerdo, o que le espera
alguna miserable desventura.

   Sesenta años de edad manifestaba,
era su complexión árida y dura,
que peregrinaciones y trabajos
hicieron aun más fuerte y más robusta.

   Su calva frente erguida y altanera
surcaban profundísimas arrugas,
huellas de violentísimas pasiones,
dando a su faz una expresión adusta.

   De los ardientes soles tropicales
mostraba en él semblante las injurias,
y en los brazos y pecho cicatrices,
que de bravo guerrero lo gradúan.

   Era su porte majestuoso y noble,
aunque pobre y vulgar su vestidura,
y su aspecto total era de aquellos
que miedo y compasión a un tiempo inculcan.

   Sin nombre, oscuro, aventurero y pobre,
con Cristóbal Colón se lanzó en busca
del ignorado mundo; acaso, acaso
anhelando que el mar fuera su tumba.

   Mas no lo consiguió; sí los portentos
ver, y en las prodigiosas aventuras
de aquel descubrimiento y gran conquista
parte tomar con importancia suma.

   Y tal vez por su arrojo y fortaleza
la frágil carabela logró alguna
borrasca superar, y de bajíos
y escollos salva continuar su ruta.

   Y le vieron también la isla española,
y los manglares ásperos de Cuba,
romper con duro pecho las corrientes,
y de saetas despreciar la lluvia.

   Y más tarde, en el río de Grijalva
de aquel caudillo la infeliz fortuna
corrió, y con riesgo, a nado y malherido,
pudo al cabo salvarse en las falúas.

   Y después las macanas de Tabasco
le abollaron el yelmo y la armadura,
y de las flechas de Tlascala luego
pudo probar la envenenada punta.

   Y combatió a los rudos Totonaques,
y venció las traiciones de Cholula,
y regó con su sangre las calzadas,
y lidió con despecho en las lagunas.

   Y al lado de Cortés el estandarte,
de oro tejido, y de rizadas plumas,
del imperio de ocaso vió rendirse
en la victoria espléndida de Otumba.

   Y por fin prosternarse el señorío
de la estirpe feroz de Moctezuma,
por favor especial del cielo santo,
a los pies de la hispánica fortuna.

   Pero siempre escondido guardó el nombre,
y envuelta de misterio en noche oscura
su condición. Hablaba raras veces,
y jamás recompensa admitió alguna.

   Ni se sabe por qué regresa a España,
y se ignora también si es patria suya,
pues en treinta y dos años a su boca
no se ha escuchado recordarla nunca.

   Y no faltó tampoco quien tuviera
de si era el tal o no cristiano duda,
pues blasfemias y horribles maldiciones
lanzaban en los momentos de gran furia.

   Y en los grandes apuros y desastres
jamás pidió devoto al Cielo ayuda;
antes bien, con sonrisa del infierno
de los que la impetraban hizo burla.

   Mas por el alto esfuerzo y bizarría
con que arrollaba las indianas turbas,
y porque acaso se debió a su arrojo
glorioso triunfo en ocasiones muchas,

   y porque desdeñaba generoso
tomar de los despojos parte alguna,
ni tener tierras, ni adquirir esclavos,
y en juego y embriaguez no se halló nunca,

   tuvo en los capitanes indulgencia,
y sin horror la soldadesca ruda
le miraba, cual flor de los valientes,
llamando extravagancia a su locura.

   Personaje tan raro y misterioso
es el que mira a la argentada luna
del gran Guadalquivir en la ribera,
y que acercarse a la ciudad repugna,

   pues, la espalda volviéndole, camina
a buscar de Tablada la llanura,
y sin senda la fresca hierba hollando,
ni fija dirección, lento la cruza.

*  *  *

   Era una noche serena
del principio del verano,
cuando tan rico y lozano
se muestra el suelo andaluz.

   Y de encanto y plata llena
el cielo señoreaba,
y en la tierra derramaba
la luna su blanca luz.

   El puro ambiente dormía
en el sueño delicioso,
que da el bálsamo oloroso
del jazmín y del azahar.

   Y Tablada parecía,
sin árbol, casa ni sombra,
una inmensa verde alfombra
tendida de mar a mar.

   Y en ella, sola y aislada,
aquella extraña figura,
que se dibujaba oscura
de la luna al resplandor,

   alguna sombra evocada
parecía, por un mago,
o fantasma incierto y vago
de congelado vapor.

   Hondo silencio reinaba
do sólo, como un arrullo,
el apacible murmullo
del manso Guadalquivir;

   o algún rumor que llegaba
confuso, incierto, lejano,
del gran pueblo sevillano,
se dejaba percibir.

   Cuando la torre eminente
de lejos, con diez pausadas
y sonoras campanadas,
las tinieblas conmovió.

   Y oyéndolas aquel ente
misterioso, cual si oyera
rugidos de oculta fiera,
sus pasos aceleró.

   Y la yerba larga hollando
empapada de rocío,
en su seno húmedo y frío
algo tocó con el pie.

   Algo que salió rodando...
Redonda piedra sería,
pues que tanto se movía,
y corto el impulso fue.

   Mas torna a hallar el estorbo,
que otra vez rueda delante,
y que un ruido semejante
a cosa hueca formó.

   A tropezar vuelve, y torvo
quiere ver que le importuna,
y al resplandor de la luna
blanca calavera vio.

   Obsérvala horrorizado,
y en las órbitas desiertas,
y de carne no cubiertas,
ve dos chispas relucir:

   dos ojos, ¡desventurado!,
que lo miran y confunden,
y tal desmayo le infunden,
que no puede el triste huir.

   Y crece su angustia fiera
cuando en sepulcral acento
a la boca sin aliento
oyó: «¡Nuño Garcerán!»

   Su nombre de tal manera
pronunciado lo anonada,
y con la sangre cuajada
faltándole fuerzas van.

   Pero en mármol convertido,
inmoble, insensible, yerto,
para escuchar a aquel muerto
allí plantado quedó;

   y, tras lúgubre gemido,
la ya monda calavera
de esta terrible manera
desde la yerba le habló:

   «Escúchame atentamente;
oye, Nuño Garcerán,
que te está hablando Rodrigo,
aquel tu amigo leal.
Y este triste resto suyo
veinte años hace que está
esperando tu regreso,
en aquesta soledad;
conservando, como notas,
por decreto celestial,
ojos con luz para verte,
lengua fresca para hablar,
y revelarte un misterio
de tanta importancia, y tan
interesante a tu alma,
como tú mismo verás.

   »A diez horas de la noche
hoy treinta y tres años ha
que a tu esposa doña Blanca
diste muerte sin piedad,
juzgando que te ofendía,
y hasta viéndolo, que es más.

   »Pero es falso muchas veces
lo que se ve, Garcerán.
Pues te amaba delirante,
con pasión y con lealtad,
y era tan santo y tan puro
su pecho como un altar.

   »Cuanto viste fue mentira,
fue trama vil y falaz,
que me sugirió el infierno,
que me inspiró Satanás,
para vengar rencoroso
el desdén y el ademán
con que desdeñó orgullosa
mi seducción pertinaz.
Y temiendo de una parte
que os revelara quizá
los atrevidos intentos
de mi inicua deslealtad;
y por otra de venganza
ardiendo en la ansia voraz
sólo, sólo su exterminio
fue ya mi anhelo y mi afán.

   »Yo detuve los correos,
yo, astuto, nunca tornar
dejé, Nuño, a los criados
que tú mandastes allá.
Y poco después, viniendo
de Provenza y Perpiñán,
de doña Blanca el hermano
su tierno amparo a buscar,
porque del padre de entrambos
iban los negocios mal,
intercepté yo las cartas
en que de esta novedad
cariñosa te dio parte,
y tracé el horrendo plan.

   »Te llamé, volaste ciego
donde te esperaba ya,
y hasta el jardín te conduje,
como puedes recordar.

   »Allí a tu esposa miraste,
sol puro, ángel celestial,
con su hermano don García
en inocente solaz;
y creyendo ofensa tuya
el cariño fraternal,
de tus celos furibundos
reventó el hondo volcán.

   »Yo la maldición oyendo
sobre mi frente tronar
de los cielos, por el monte,
del horrendo temporal
envuelto en las densas sombras,
y huyendo de mi maldad,
perdíme; y diez años luego
vagué por el mundo, tan
perseguido de fantasmas,
de despecho, de ansiedad,
que anhelaba del sepulcro
el hondo sueño y la paz.

   »Al cabo vine a Sevilla,
sin propósito y sin plan,
y en su muelle una mañana
vi un hombre, cuyo ademán
me ofreció vagos recuerdos
de otro tiempo y de otra edad.
Y clavando en mí los ojos,
y nombrándome además,
con irresistible fuerza
me arrastró hasta este lugar,
en donde nuestras espadas
lucha trabaron mortal.

   »Era el mismo don García,
tu cuñado, que escapar
logró, bien que malherido,
de tu cólera infernal.
Y no aquel tierno mancebo
lindo y débil era ya,
sino hombre de fortaleza,
valiente, orgulloso, audaz.

   »Muy poco duró el combate,
pues su espada atravesar
logró mi pecho; y al punto
que en este mismo lugar
cayó sin vida mi cuerpo,
en el báratro infernal
se precipitó mi alma
por toda la eternidad.

   »Mas Dios, en su omnipotencia,
dejándome para hablar
lengua, y ojos para verte,
porque así te convendrá,
mandóme en aqueste sitio
firme tu vuelta esperar,
y descubrirte el misterio
como lo he cumplido ya.»

   Dijo, y la lengua en polvo convirtióse,
los fosfóricos ojos se apagaron,
a don Nuño las fuerzas le faltaron,
y en tierra como muerto desplomóse.

   Bañó la fresca aurora
en púrpura el Oriente,
y en pos el sol ardiente,
entre celajes que perfila y dora,
alzó con majestad la augusta frente.

   Del soñoliento río
tornó el raudal en oro,
y nítido tesoro
en los prados las gotas de rocío,
y saludó a la torre obra del moro.

   Y vio solo y desierto
el campo de Tablada,
de la noche pasada
con el vapor levísimo aun cubierto,
y su abundante hierba aljofarada.

   Y de través derrama
por la inmensa Sevilla,
del orbe maravilla,
la pura lumbre de su hermosa llama,
que en altas torres y en palacios brilla.

   E hiriendo de soslayo
una alta vidriera,
do ardiente reverbera,
en una pobre celda metió un rayo,
de un monasterio de los muros fuera.

   Y dentro de ella, hundido,
casi fuera del mundo
en letargo profundo
alumbró a Nuño Garcerán, tendido,
en pobre lecho inmóvil, moribundo.

   Y a un monje venerable
de rodillas al lado,
que el rostro al cielo alzado
ruega por aquel ente miserable
al Supremo Señor que lo ha criado.

   Volviendo el religioso
de lejana alquería,
donde auxiliado había
a otro infeliz, cruzaba presuroso
el campo de Tablada antes del día;

   y aquel hombre tendido,
sin herida, en el suelo
halló, y con santo celo,
de que aún no estaba muerto convencido,
en salvarlo cifró todo su anhelo.

   Y de temor desnudo,
y tan sólo ayudado
de su fervor sagrado,
lo transportó a su celda como pudo,
mas ya reputa inútil su cuidado,

   cuando el rayo amoroso
del sol bañó el semblante
del enfermo, y triunfante
de aquel febril letargo soporoso,
tornó la vida al seno palpitante.

   Que el calor es la vida,
y el del sol reanimando
a Garcerán, y dando
movimiento a su sangre detenida,
fue sus inertes miembros restaurando.

   Y al que lloraba muerto
viendo de pronto vivo,
el monje compasivo,
y que torna a mover el cuerpo yerto,
prodígale el socorro más activo.

   Abre Nuño los ojos,
sus mejillas de nieve
toman color, y mueve
los labios, de la Parca antes despojos,
y a raudales respira el aura leve.

   Hondamente suspira,
al cabo se incorpora,
dónde se encuentra ignora,
asombrado en redor los ojos gira,
y del benigno Dios la ayuda implora.

   El religioso, en tanto,
su caridad duplica;
en dónde está le explica,
y con santo fervor y celo santo
el más vivo interés le testifica.

   Y Nuño, compulsado
acaso del tremendo
espectáculo horrendo,
que Dios en el letargo le ha mostrado,
y en lágrimas amargas prorrumpiendo,

   confesión con ferviente
voz demanda anheloso,
y viendo el religioso
que ya el menor retardo no consiente,
en confesión le escucha silencioso.

*  *  *

   Con nueva vida y restaurado aliento,
y revolviendo Nuño la memoria,
de tantos años la terrible historia
al santo cenobita reveló.

   Al cenobita, que escuchóla atento,
y que el nombre al oír del penitente,
cubrió de horrenda palidez la frente,
y cual de mármol gélido quedó.

   Y de la confesión en el discurso,
ya las lágrimas queman su semblante,
ya el corazón del pecho palpitante
parece va a salir con ansiedad.

   Ya da a suspiros dolorosos curso...;
mas tranquiliza la virtud su alma,
y en su rostro renuévase la calma
que dan la abnegación y caridad.

   Nuño, convulso, ronco, anonadado,
de aquellos largos años que pasara
blasfemando de Dios con furia rara,
cual pudiera un espíritu infernal,

   en la incredulidad precipitado,
abiertamente con el Cielo en guerra,
maldiciendo frenético a la Tierra,
y ansiando ver su destrucción final,

   como si el santo Cielo bondadoso
para el acto solemne le volviera
de su antiguo vigor la fuerza entera,
hizo la más completa confesión.

   Demostrando al prudente religioso
que Dios su corazón tocado había,
y que en él a raudales difundía
el bálsamo de humilde contrición.

   Y cuando al concluir la penitencia
esperaba en la tierra prosternado,
de su pasada vida horrorizado,
dispuesto a renunciar al mundo atroz,

   en pie el monje, mostrando en su presencia
noble que el Cielo santo le ilumina,
que arde en su mente inspiración divina,
así prorrumpe con solemne voz:

   «¡Oh admirable, oh magnífica
Omnipotencia suma!...
¿Hay mortal que presuma
tus ocultos arcanos penetrar?

   »¡Oh adorable, oh santísima
misericordia!... ¡Cuánto
es inmenso tu manto!
¿Quién no debe en tu amparo confiar?

   »La gloria más espléndida,
¡oh Garcerán!, te aguarda,
si es que no te acobarda
la penitencia que te impone Dios.

   »Corre, corre solícito
de León a la sierra,
a tu Patria, a tu tierra
de bienaventuranza eterna en pos.

   »Allí del hondo báratro
todo el poder confunde,
sus asechanzas hunde,
y gánate la palma angelical.

   »Con penitencias ásperas,
con oración constante,
con fe perseverante,
implora la clemencia celestial.

   »Y señal segurísima
será de que la obtienes,
y que tu gracia tienes,
del Cielo santo singular favor,

   »de una joya riquísima
el hallazgo impensado,
joya que de tu estado
restaurará la fama y esplendor.

   »En cuanto brille fúlgida,
el cielo serenarse,
y el suelo engalanarse
de hermosos dones súbito verás.

   »Y luego una flor cándida
a tus plantas nacida,
te anunciará otra vida,
y con ella a la gloria volarás.

   »Porvenir tan magnífico
el Señor te reserva,
si en penitencia acerba
persistes, largos años de expiación.

   »Y en el nombre santísimo
del Dios omnipotente
doy a tu humilde frente
de tu pasada vida absolución.

   »Y ahora en tu seno estréchame
y al Cielo bendigamos,
porque aquí nos juntamos,
desventurado Nuño Garcerán.

   »Llega, sí, reconóceme,
soy de Blanca el hermano,
y de tu hierro insano
aun las señales en mi pecho están.

   »¡Oh juicios del Altísimo!...
Yo soy, yo, don García,
que de tu saña impía
logré salvarme en noche tan fatal,

   »porque Dios piadosísimo
me eligió en el momento
para humilde instrumento
que te abriera el camino celestial.»

   Diciendo así aquel monje venerable,
en cuyo labio Dios hablado había,
el macilento pecho descubría
con cicatriz en él honda, espantable;

   y Nuño, en llanto de dolor deshecho,
en su seno se lanza confundido,
«¡Perdón..., perdón!», gritando arrepentido,
y quedan mudos en abrazo estrecho.