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ArribaAbajo- XXXII -

Antes de referir lo que hablamos, conviene que diga algo del lugar y momento en que tales hechos pasaban, porque una cosa y otra interesan igualmente a la historia y a la relación de los sucesos de mi vida que voy refiriendo. El 21 por la tarde pasamos el Tormes, los unos por el puente de Salamanca, los otros por los vados inmediatos. Los franceses, según todas las conjeturas, habían pasado el mismo río por Alba de Tormes, y se encontraban al parecer en los bosques que hay más allá de Cavarrasa   —288→   de Arriba. Formamos nosotros una no muy extensa línea cuya izquierda se apoyaba junto al vado de Santa Marta, y la derecha en el Arapil Chico, junto al camino de Madrid. Una pequeña división inglesa con algunas tropas ligeras ocupaba el lugar de Cavarrasa de Abajo, punto el más avanzado de la línea anglo-hispano-portuguesa.

En la falda del Arapil Chico, y al borde del camino, fue donde se me apareció Athenais, que volvía a caballo de Cavarrasa, y pocos instantes después la señora condesa, mi adorada protectora y amiga. Corrí hacia ella, como he dicho, y con la más viva emoción besé sus hermosas manos que aún asomaban por la portezuela. El inmenso gozo que experimenté apenas me dejó articular otras voces que las de «madre y señora mía», voces en que mi alma, con espontaneidad y confianza sumas, esperaban iguales manifestaciones cariñosas de parte de ella. Mas con amargura y asombro advertí en los ojos de la condesa desdén, enojo, ira, ¡qué sé yo!... una severidad inexplicable que me dejó absorto y helado.

-¿Y mi hija? -preguntó con sequedad.

-En Salamanca, señora -repuse-. No podría usted llegar más a tiempo. Tribaldos, mi asistente, acompañará a usted. Ha sido casualidad que nos hayamos encontrado aquí.

-Ya sabía que estabas en este sitio que llaman el Arapil Chico -me dijo con el mismo tono severo, sin una sonrisa, sin una mirada cariñosa, sin un apretón de manos-. En Cavarrasa de Abajo, donde me detuve un instante,   —289→   encontré a sir Tomás Parr, el cual me dijo dónde estabas, con otras cosas acerca de tu conducta, que me han causado tanto asombro como indignación.

-¡Acerca de mi conducta, señora! -exclamé con dolor tan vivo como si una hoja de acero penetrara en mi corazón-. Yo creía que en mi conducta no había nada que pudiera desagradar a usted.

-Conocí en Cádiz a sir Tomás Parr, y es un caballero incapaz de mentir -añadió ella con indecible resplandor de ira en los ojos que tanta ternura habían tenido en otro tiempo para mí-. Has seducido a una joven inglesa, has cometido una iniquidad, una violencia, una acción villana.

-¡Yo, señora! ¡yo!... ¿Este hombre honrado que ha dado tantas pruebas de su lealtad...? ¿Este hombre ha hecho tales maldades?

-Todos lo dicen... No me lo ha dicho sólo sir Tomás Parr, sino otros muchos; me lo dirá también Wellesley.

-Pues si Wellesley lo afirmara -repliqué con desesperación-, si Wellesley lo afirmara, yo le diría...

-Que miente...

-No, el primer caballero de Inglaterra, el primer general de Europa no puede mentir; es imposible que el duque diga semejante cosa.

-Hay hechos que no pueden disimularse -añadió con pena-, que no pueden desfigurarse. Dicen que la persona agraviada se dispone a pedir que se te obligue al cumplimiento de las leyes inglesas sobre el matrimonio.

  —290→  

Al oír esto, una hilaridad expansiva y una indignación terrible cruzaron sus diversos efectos en mi alma, como dos rayos que se encuentran al caer sobre un mismo objeto, y por un instante se lo disputan. Me reí y estuve a punto de llorar de rabia.

-Señora, me han calumniado, es falso, es mentira que yo... -grité introduciendo por la portezuela del coche primero la cabeza y después medio cuerpo-. Me volveré loco si usted, si esta persona a quien respeto y adoro a quien no podré jamás engañar, da valor a tan infame calumnia.

-¿Con que es calumnia?... -dijo con verdadero dolor-. Jamás lo hubiera creído en ti... Vivimos para ver cosas horribles... Pero dime, ¿veré a mi hija en seguida?

-Repito que es falso. Señora, me está usted matando, me impulsará usted a extremos de locura, de desesperación.

-¿Nadie me estorbará que la recoja, que la lleve conmigo? -preguntó con afán y sin hacer caso del frenesí que me dominaba-. Que venga tu asistente. No puedo detenerme. ¿No decías en tu carta que todo estaba arreglado? ¿Ha muerto ese verdugo? ¿Está mi hija sola?... ¿Me espera?... ¿Puedo llevármela?... responde.

-No sé, señora; no sé nada; no me pregunte usted nada -dije confundido y absorto-. Desde el momento que usted duda de mí...

-Y mucho... ¿En quién puede tenerse confianza?... Déjame seguir... Tú ya no eres el mismo para mí.

-Señora, señora, no me diga usted eso,   —291→   porque me muero -exclamé con inmensa aflicción.

-Bueno, si eres inocente, tiempo tienes de probármelo.

-No... no... Mañana se da una gran batalla. Puedo morir. Moriré irritado y me condenaré... ¡Mañana! ¡sabe Dios dónde estaré mañana! Usted va a Salamanca, verá y hablará a su hija; entre las dos fraguarán una red de sospechas y falsos supuestos, donde se enmarañe para siempre la memoria del infeliz soldado, que agonizará quizás dentro de algunas horas en este mismo sitio donde nos encontramos. Es posible que no nos veamos más... Estamos en un campo de batalla. ¿Distingue usted aquellos encinares que hay hacia abajo? Pues allí detrás están los franceses. ¡Cuarenta y siete mil hombres, señora! Mañana este sitio estará cubierto de cadáveres. Dirija usted la vista por estos contornos. ¿Ve usted esa juventud de tres naciones? ¿Cuántos de estos tendrán vida mañana? Me creo destinado a perecer, a perecer rabiando, porque precipitará mi muerte la idea de haber perdido el amor de las dos personas a quienes he consagrado mi vida.

Mis palabras, ardientes como la voz de la verdad, hicieron algún efecto en la condesa, y la observé suspensa y conmovida. Tendió la vista por el campo, ocupado por tanta tropa, y luego cubriose el rostro con las manos, dejándose caer en el fondo del coche.

-¡Qué horror! -dijo-. ¡Una batalla! ¿No tienes miedo?

-Más miedo tengo a la calumnia.

  —292→  

-Si pruebas tu inocencia, creeré que he recobrado un hijo perdido.

-Sí, sí, lo recobrará usted -afirmé-. ¿Pero no basta que yo lo diga, no basta mi palabra?... ¿Nos conocemos de ayer? ¡Oh! Si a Inés se le dijera lo que a Vd. han dicho, no lo creería. Su alma generosa me habría absuelto sin oírme.

Una voz gritó:

-¡Ese coche, adelante o atrás!

-Adiós -dijo la condesa-, me echan de aquí.

-Adiós, señora -respondí con profunda tristeza-. Por si no nos vemos más, nunca más, sepa usted que en el último día de mi vida conservo todos, absolutamente todos los sentimientos de que he hecho gala en todos los instantes de mi vida ante usted y ante otra persona que a entrambos nos es muy cara. Agradezco a usted, hoy como ayer, el amor que me ha mostrado, la confianza que ha puesto en mí, la dignidad que me ha infundido, la elevación que ha dado a mi conciencia... No quiero dejar deudas... Si no nos vemos más...

El coche partió, obligado a ello por una batería a la cual era forzoso ceder el paso. Cuando dejé de ver a la condesa, llevaba ella el pañuelo a los ojos para ocultar sus lágrimas.

Sofocado y aturdido por la pena angustiosa que llenaba mi alma, no reparé que el cuartel general venía por el camino adelante en dirección al Arapil Chico. El duque y los de su comitiva echaron pie a tierra en la falda del cerro, dirigiendo sus miradas hacia Cavarrasa   —293→   de Arriba. Llamó el lord a los oficiales del regimiento de Ibernia, uno de los establecidos allí, y habiéndome yo presentado el primero, me dijo:

-¡Ah! Es usted el caballero Araceli...

-El mismo, mi general -contesté-, y si vuecencia me permite en esta ocasión hablar de un asunto particular, le suplicaré que haga luz9 sin pérdida de tiempo sobre las calumnias que pesan sobre mí después de mi viaje a Salamanca. No puedo soportar que se me juzgue con ligereza, por las hablillas de gente malévola.

Lord Wellington, ocupado sin duda con asunto más grave, apenas me hizo caso. Después de registrar rápidamente todo el horizonte con su anteojo, me dijo casi sin mirarme:

-Señor Araceli, no puedo contestar a usted que estoy decidido a que la Gran Bretaña sea respetada.

Como yo no había dejado nunca de respetar a la Gran Bretaña, ni a las demás potencias europeas, aquellas palabras que encerraba sin duda una amenaza, me desconcertó un poco. Los oficiales generales que rodeaban al duque, trabaron con él coloquio muy importante sobre el plan de batalla. Pareciéronme entonces inoportunas y aun ridículas mis reclamaciones, por lo cual un poco turbado, contesté de este modo:

-¡La Gran Bretaña! no deseo otra cosa que morir por ella.

-Brigadier Pack -dijo vivamente Wellington a uno de los que le acompañaban-, en la   —294→   ayudantía del 23 de línea que está vacante, ponga usted a este joven español, que desea morir por la Gran Bretaña.

-Por la gloria y honor de la Gran Bretaña - añadí.

El brigadier Pack me honró con una mirada de protectora simpatía.

-La desesperación -me dijo luego Wellington- no es la principal fuente del valor; pero me alegaré de ver mañana al señor de Araceli en la cumbre del Arapil Grande. Señor D. José Olawlor -añadió dirigiéndose a su íntimo amigo, que le acompañaba-, creo que los franceses se están disponiendo para adelantársenos mañana a ocupar el Arapil Grande.

El duque manifestó cierta inquietud, y por largo tiempo su anteojo exploró los lejanos encinares y cerros hacia Levante. Poco se veía ya, porque vino la noche. Los cuerpos de ejército seguían moviéndose para ocupar las posiciones dispuestas por el general en jefe, y me separé de mis compañeros de Ibernia y de la división española.

-Nosotros -me dijo España- vamos al lugar de Torres, en la extrema derecha de la línea, más bien para observar al enemigo que para atacarle. ¡Plan admirable! El general Picton y el portugués d'Urban parece que están encargados de guardar el paso del Tormes, de modo que la situación de los franceses no puede ser más desventajosa. No falta más que ocupar el Arapil Grande.

-De eso se trata, mi general. La brigada   —295→   Pack, a la cual desde hace un momento pertenezco, amanecerá mañana, con la ayuda de Dios en la ermita de Santa María de la Peña, y después... Así lo exige el honor de la Gran Bretaña...

-Adiós, mi querido Araceli, pórtate bien.

-Adiós, mi querido general. Saludo a mis compañeros desde la cumbre del Arapil Grande.




ArribaAbajo- XXXIII -

¡El Arapil Grande! Era la mayor de aquellas dos esfinges de tierra, levantadas la una frente a la otra, mirándose y mirándonos. Entre las dos debía desarrollarse al día siguiente uno de los más sangrientos dramas del siglo, el verdadero prefacio de Waterloo, donde sonaron por última vez las trompas de la Ilíada del Imperio. A un lado y otro del lugar llamado de Arapiles se elevaban los dos célebres cerros, pequeño el uno, grande el otro. El primero nos pertenecía, el segundo no pertenecía a nadie en la noche del 21. No pertenecía a nadie por lo mismo que era la presa más codiciada; y el leopardo de un lado y el águila del otro le miraban con anhelo deseando tomarlo y temiendo tomarlo. Cada cual temía encontrarse allí al contrario en el momento de poner la planta sobre la preciosa altura.

Más a la derecha del Arapil Grande, y más   —296→   cerca de nuestra línea, estaba Huerta, y a la izquierda en punto avanzado, formando el vértice de la cuña, Cavarrasa de Arriba. El de abajo, mucho más distante y a espaldas del gran Arapil, estaba en poder de los franceses.

La noche era como de Julio, serena y clara. Acampó la brigada Pack en un llano, para aguardar el día. Como no se permitía encender fuego, los pobrecitos ingleses tuvieron que comer carne fría; pero las mujeres, que en esto eran auxiliares poderosos de la milicia británica, traían de Aldeatejada y aun de Salamanca fiambres muy bien aderezados, que con el rom abundante devolvieron el alma a aquellos desmadejados cuerpos. Las mujeres (y no bajaban de veinte las que vi en la brigada), departían con sus esposos cariñosamente, y según pude entender, rezaban o se fortalecían el espíritu con recuerdos de la Verde Erín y de la bella Escocia. Gran martirio era para los highlanders, que no se les consintiera en aquel sitio tocar la zampoña, entonando las melancólicas canciones de su país; y formaban animados corrillos, en los cuales me metí bonitamente, para tener el extraño placer de oírles sin entenderles. Érame en extremo agradable ver la conformidad y alegría de aquella gente, transportada tan lejos de su patria, sostenida en su deber y conducida al sacrificio por la fe de la misma patria... Yo escuchaba con delicia sus palabras y aun entendiendo muy poco de ellas, creí comprender el espíritu de las ardientes conversaciones. Un   —297→   escocés fornido, alto, hermoso, de cabellos rubios como el oro y de mejillas sonrosadas como una doncella, levantose al ver que me acercaba al corrillo, y en chapurreado lenguaje, mitad español, mitad portugués, me dijo:

-Señor oficial español, dignaos honrarnos aceptando este pedazo de carne y este vaso de rom, y brindemos a la salud de España y de la vieja Escocia.

-¡A la salud del rey Jorge III! -exclamé aceptando sin vacilar el obsequio de aquellos valientes.

Sonoros hurras me contestaron.

-El hombre muere y las naciones viven -dijo dirigiéndose a mí otro escocés que llevaba bajo el brazo el enorme pellejo henchido de una zampoña-. ¡Hurra por Inglaterra! ¡Qué importa morir! Un grano de arena que el viento lleva de aquí para allá no significa nada en la superficie del mundo. Dios nos está mirando, amigos, por los bellos ojos de la madre Inglaterra.

No pude menos de abrazar al generoso escocés, que me estrechó contra su pecho, diciendo:

-¡Viva España!

-¡Viva lord Wellington! -grité yo.

Las mujeres lloraban, charlando por lo bajo. Su lenguaje incomprensible para mí, me pareció un coro de pájaras picoteando alrededor del nido.

Los escoceses se distinguían por el pintoresco traje de cuadros rojos y negros, la pierna desnuda, las hermosas cabezas osiánicas10   —298→   cubiertas con el sombrero de piel, y el cinto adornado con la guedeja que parecía cabellera arrancada del cráneo del vencedor en las salvajes guerras septentrionales. Mezclábanse con ellos los ingleses, cuyas casacas rojas les hacían muy visibles a pesar de la oscuridad. Los oficiales envueltos en capas blancas y cubiertos con los sombreritos picudos y emplumados, nada airosos por cierto, semejaban pájaros zancudos de anchas alas y movible cresta.

Con las primeras luces del día la brigada se puso en marcha hacia el Arapil Grande. A medida que nos acercábamos, más nos convencíamos de que los franceses se nos habían anticipado por hallarse en mejores condiciones para el movimiento, a causa de la proximidad de su línea. El brigadier distribuyó sus fuerzas, y las guerrillas se desplegaron. Los ojos de todos fijábanse en la ermita situada como a la mitad del cerro, y en las pocas casas dispersas, únicos edificios que interrumpían a larguísimos trechos la soledad y desnudez del paisaje.

Subieron algunas columnas sin tropiezo alguno, y llegábamos como a cien varas de Santa María de la Peña cuando la ondulación del terreno, descendiendo a nuestros ojos a medida que adelantábamos, nos dejó ver, primero, una línea de cabezas, luego una línea de bustos, después los cuerpos enteros. Eran los franceses. El sol naciente que aparecía a espaldas de nuestros enemigos nos deslumbraba, siendo causa de que los viésemos imperfectamente.   —299→   Un murmullo lejano llegó a nuestros oídos, y del lado acá también los escoceses profirieron algunas palabras; no fue preciso más para que brotase la chispa eléctrica. Rompiose el fuego. Las guerrillas lo sostenían, mientras algunos corrieron a ocupar la ermita.

Precedía a esta un patio, semejante a un cementerio. Entraron en él los ingleses; pero los imperiales, que se habían colado por el ábside, dominaron pronto lo principal del edificio con los anexos posteriores; así es que aún no habían forzado la puerta los nuestros cuando ya les hacían fuego desde la espadaña de las campanas y desde la claraboya abierta sobre el pórtico.

El brigadier Pack, uno de los hombres más valientes, más serenos y más caballerosos que he conocido, arengó a los highlanders. El coronel que mandaba el 3.º de cazadores arengó a los suyos, y todos arengaron, en suma, incluso yo, que les hablé en español el lenguaje más apropiado a las circunstancias. Tengo la seguridad de que me entendieron.

El 23 de línea no había entrado en el patio, sino que flanqueaba la ermita por su izquierda, observando si venían más fuerzas francesas. En caso contrario, la partida era nuestra, por la sencilla razón de que éramos más hasta entonces. Pero no tardó en aparecer otra columna enemiga. Esperarla, darle respiro, es decir, aparentar siquiera fuese por un momento que se la temía, habría sido renunciar de antemano a toda ventaja.

  —300→  

-¡A ellos! -grité a mi coronel.

-All right! -exclamó este.

Y el 23 de línea cayó como una avalancha sobre la columna francesa. Trabose un vivo combate cuerpo a cuerpo; vacilaron un poco nuestros ingleses, porque el empuje de los enemigos era terrible en el primer momento; pero tornando a cargar con aquella constancia imperturbable que, si no es el heroísmo mismo, es lo que más se le parece, toda la ventaja estuvo pronto de nuestra parte. Retiráronse en desorden los imperiales, o mejor dicho, variaron de táctica, dispersándose en pequeños grupos, mientras les venían refuerzos. Habíamos tenido pérdidas casi iguales en uno y otro lado, y bastantes cuerpos yacían en el suelo; pero aquello no era nada todavía, un juego de chicos, un prefacio inocente que casi hacía reír.

Nuestra desventaja real consistía en que ignorábamos la fuerza que podían enviar los franceses contra nosotros. Veíamos enfrente el espeso bosque de Cavarrasa, y nadie sabía lo que se ocultaba bajo aquel manto de verdura. ¿Serán muchos, serán pocos? Cuando la intuición, la inspiración o el genio zahorí de los grandes capitanes no sabe contestar a estas preguntas, la ciencia militar está muy expuesta a resultar vana y estéril como jerga de pedantes. Mirábamos al bosque, y el oscuro ramaje de las encinas no nos decía nada. No sabíamos leer en aquella verdinegra superficie que ofrecía misteriosos cambiantes de color y de luz, fajas movibles y oscilantes signos en su   —301→   vasta extensión. Era una masa enorme de verdura, un monstruo chato y horrible que se aplanaba en la tierra con la cabeza gacha y las alas extendidas, empollando quizás bajo ellas innumerables guerreros.

Al ver en retirada la segunda columna francesa, mandó Pack redoblar la tentativa contra la ermita, y los highlandersintentaron asaltarla por distintos puntos, lo cual hubiera sido fácil si al sonar los primeros tiros no ocurriese del lado del bosque algo de particular. Creeríase que el monstruo se movía; que alzaba una de las alas; que echaba de sí un enjambre de homúnculos, los cuales distinguíanse allá lejos al costado de la madre, pequeños como hormigas. Luego iban creciendo, íbanse acercando... de pigmeos tornábanse en gigantes; lucían sus cascos: sus espadas semejaban rayos flamígeros; subían en ademán amenazador columna tras columna, hombre tras hombre.

El coronel me miró y nos miramos los jefes todos sin decirnos nada. Con la presteza del buen táctico, Pack, sin abandonar el asedio de la ermita, nos mandó más gente y esperamos tranquilos. El bosque seguía vomitando gente.

-Es preciso combatir a la defensiva -dijo el coronel.

-A la defensiva, sí. ¡Viva Inglaterra!

-¡Viva el emperador! -repitieron los ecos allá lejos.

-¡Ingleses, la Inglaterra os mira!

El clamor que antes nos contestara de lejos   —302→   diciendo: ¡viva el emperador! resonó con más fuerza. El animal se acercaba y su feroz bramido infundía zozobra.




ArribaAbajo- XXXIV -

Ocupáronse al instante unas casas viejas y unos tejares que había como a 60 varas a un lado y otro de la ermita, estableciéndose imaginaria línea defensiva, cuyo único apoyo material era una depresión del terreno, una especie de zanja sin profundidad que parecía marcar el linde entre dos heredades. Si yo hubiera mandado toda la fuerza del brigadier Pack, habría intentado jugar el todo por el todo y desconcertar al enemigo antes que embistiera; pero los ingleses no hacían nunca estas locuras que salen bien una vez, y veinte se malogran. Por el contrario, Pack dispuso sus fuerzas a la defensiva; con ojo admirable y rápido se hizo cargo de todos los accidentes del terreno, de las suaves ondulaciones del cerro por aquella parte, del peñón aislado, del árbol solitario, de la tapia ruinosa, y todo lo aprovechó.

Llegaron los franceses. Nos miraban desde lejos con recelo, nos olían, nos escuchaban.

¿Habéis visto a la cigüeña alargar el cuello a un lado y otro, de tal modo que no se sabe si mira o si oye, sostenerse en un pie, alzando el otro con intento de no fijarlo en tierra hasta   —303→   no hallar suelo seguro? Pues así se acercaban los franceses. Entre nosotros, algunos reían.

No puedo dar idea del silencio que reinaba en las filas en aquel momento. ¿Eran soldados en acecho o monjes en oración?... Pero instantáneamente, la cigüeña puso los dos pies en tierra. Estaba en terreno firme. Sonaron mil tiros a la vez y se nos vino encima una oleada humana compuesta de bayonetas, de gritos, de patadas, de ferocidades sin nombre.

-¡Fuego! ¡muerte! ¡sangre! ¡canallas! -tales son las palabras con que puedo indicar, por lo poco que entendía, aquella algazara de la indignación inglesa, que mugía en torno mío, un concierto de articulaciones guturales, un graznido al mismo tiempo discorde y sublime como de mil celestiales loros y cotorras charlando a la vez.

Yo había visto cosas admirables en soldados españoles y franceses, tratándose de atacar; pero no había visto nada comparable a los ingleses tratando de resistir. Yo no había visto que las columnas se dejaran acuchillar. El viejo tronco inerte no recibe con tanta paciencia el golpe de la segur que lo corta, como aquellos hombres la bayoneta que los destrozaba. Repetidas veces rechazaron a los franceses haciéndoles correr mucho más allá de la ermita. Había gente para todo; para morir resistiendo y para matar empujando. Por momentos parecía que les rechazábamos definitivamente; pero el bosque, sacando de su plumaje nuevas empolladuras de gente, nos ponía en   —304→   desventaja numérica, pues si bien del Arapil Chico venían a ayudarnos algunas compañías, no eran en número suficiente.

La mortandad era grande por un lado y por otro, más por el nuestro, y a tanto llegó que nos vimos en gran apuro para retirar los muchos muertos y heridos que imposibilitaban los movimientos. El combate se suspendía y se trababa en cortos intervalos. No retrocedíamos ni una línea; pero tampoco avanzábamos, y habíamos abandonado el patio de la ermita por ser imposible sostenerse allí. Las casas de labor y tejares sí eran nuestros y no parecían los highlanders dispuestos a dejárselos quitar, pero esta serie de ventajas y desventajas que equilibraba las dos potencias enemigas, este contrapeso sostenido a fuerza de arrojo no podía durar mucho. Que los franceses enviasen gente, que, por el contrario, las enviase lord Wellington, y la cuestión había de decidirse pronto; que la enviasen los dos al mismo tiempo y entonces... sólo Dios sabía el resultado.

El brigadier Pack me llamó, diciéndome:

-Corred al cuartel general y decid al lord lo que pasa.

Monté a caballo y a todo escape me dirigí al cuartel general. Cuando bajaba la pendiente en dirección a las líneas del ejército aliado, distinguí muy bien las masas del ejército francés moviéndose sin cesar; pero entre el centro de uno y otro ejército no se disparaba aún ni un solo tiro. Todo el interés estaba todavía en aquella apartada escena del Arapil Grande,   —305→   en aquello que parecía un detalle insignificante, un capricho del genio militar que a la sazón meditaba la gran batalla.

Cuando pasé junto a los diversos cuerpos de la línea aliada, llamó mi atención verles quietos y tranquilos, esperando órdenes mano sobre mano. No había batalla: es más, no parecía que iba a haber batalla, sino simulacro. Pero los jefes, todos en pie sobre las elevaciones del terreno, sobre los carros de municiones y aun sobre las cureñas, observaban, ayudados de sus anteojos, la peripecia del Arapil Grande, junto a la ermita.

-¿Por qué toda esta gente no corre a ayudar al brigadier Pack? -me preguntaba yo lleno de confusiones.

Era que ni Wellington ni Marmont querían aparentar gran deseo de ocupar el Arapil Grande, por lo mismo que uno y otro consideraban aquella posición como la clave de la batalla. Marmont fingía movimientos diversos para desconcertar a Wellington: amenazaba correr hacia el Tormes para que el ojo imperturbable del capitán inglés se apartase del Arapil; luego afectaba retirarse como si no quisiera librar batalla, y en tanto Wellington, quieto, inmutable, sereno, atento, vigilante, permanecía en su puesto observando las evoluciones del francés, y sostenía con poderosa mano las mil riendas de aquel ejército que quería lanzarse antes de tiempo.

Marmont quería engañar a Wellington; pero Wellington no sólo quería engañar sino que estaba engañando a Marmont. Este se   —306→   movía para desconcertar a su enemigo, y el inglés atento a las correrías del otro, espiaba la más ligera falta del francés para caerle encima. Al mismo tiempo afectaba no hacer caso del Arapil Grande y colocó bastantes tropas en la derecha del Tormes para hacer creer que allí quería poner todo el interés de la batalla. En tanto tenía dispuestas fuerzas enormes para un caso de apuro en el gran cerro. Pero ese caso de apuro, según él, no había llegado todavía, ni llegaría, mientras hubiera carne viva en Santa María de la Peña. Eran las diez de la mañana y fuera de la breve acción que he descrito, los dos ejércitos no habían disparado un tiro.

Cuando atravesé las filas, muchos jefes apostados en distintos puntos me dirigían preguntas a que era imposible contestar, y cuando llegué al cuartel general, vi a Wellington a caballo, rodeado de multitud de generales.

Antes de acercarme a él, ya había dicho yo expresivamente con el gesto, con la mirada:

-No se puede.

-¿Qué no se puede? -exclamó con calma imperturbable, después que verbalmente le manifesté lo que pasaba allá.

-Dominar el Arapil Grande.

-Yo no he mandado a Pack que dominara el Arapil Grande, porque es imposible -repuso-. Los franceses están muy cerca y desde ayer tienen hechos mil preparativos para disputarnos esa posición, aunque lo disimulan.

-Entonces...

-Yo no he mandado a Pack que dominase   —307→   por completo el cerro, sino que impidiese a los franceses que se establecieran allí definitivamente. ¿Se establecerán? ¿No existen ya el 23 de línea, ni el 3.º de cazadores, ni el 7.º de highlanders?

-Existen... un poco todavía, mi general.

-Con las fuerzas que han ido después basta para el objeto, que es resistir, nada más que resistir. Basta con que ni un francés pise la vertiente que cae hacia acá. Si no se puede dominar la ermita, no creo que falte gente para entretener al enemigo unas cuantas horas.

-En efecto, mi general -dije-. Por muy aprisa que se muera, ochocientos cuerpos dan mucho de sí. Se puede conservar hasta el medio día lo que poseemos.

Cuando esto decía, atendiendo más a las lejanas líneas enemigas que a mí, observé en él un movimiento súbito; volviose al general Álava, que estaba a su lado y dijo:

-Esto cambia de repente. Los franceses extienden demasiado su línea. Su derecha quiere envolverme...

Una formidable masa de franceses se extendía hacia el Tormes, dejando un claro bastante notable entre ella y Cavarrasa. Era necesario ser ciego para no comprender que por aquel claro, por aquella juntura iba a introducir su terrible espada hasta la empuñadura el genio del ejército aliado.



  —308→  

ArribaAbajo- XXXV -

El cuartel general retrocedió, diéronse órdenes, corrieron los oficiales de un lado para otro, resonó un murmullo elocuente en todo el ejército, avanzaron los cañones, piafaron los caballos. Sin esperar más, corrí al Arapil para anunciar que todo cambiaba. Veíanse oscilar las líneas de los regimientos, y los reflejos de las bayonetas figuraban movibles ondas luminosas; los cuerpos de ejército se estremecían conmovidos por las palpitaciones íntimas de ese miedo singular que precede siempre al heroísmo. La respiración y la emoción de tantos hombres daba a la atmósfera no sé qué extraño calor. El aire ardiente y pesado no bastaba para todos.

Las órdenes trasmitidas con rapidez inmensa llevaban en sí el pensamiento del general en jefe. Todos lo adivinamos en virtud de la extraña solidaridad que en momentos dados se establece entre la voluntad y los miembros, entre el cerebro que piensa y las manos que ejecutan. El plan era precipitar el centro contra el claro de la línea enemiga y al mismo tiempo arrojar sobre el Arapil Grande toda la fuerza de la derecha, que hasta entonces había permanecido en el llano en actitud expectativa.

Hallábame cerca del lugar de partida, cuando un estrépito horrible hirió mis oídos.   —309→   Era la artillería de la izquierda enemiga, que tronaba contra el gran cerro. Le atacaba con empuje colosal. Nuestra derecha, compuesta de valientes cuerpos de ejército, subía en el mismo instante a sacar de su aprieto a los incomparables highlanders, 23 de línea y 3.º de ligeros, cuyas proezas he descrito.

Pasé por entre la quinta división al mando del general Leith, que desde el pueblo de los Arapiles marchaba al cerro; pasé por entre la tercera división, mandada por el mayor general Packenham, la caballería del general d'Urban y los dragones del decimocuarto regimiento, que iban en cuatro columnas a envolver la izquierda del enemigo en la famosa altura; y vi desde lejos la brigada del general Bradford, la de Cole y la caballería de Stapleton Cotton, que marchaban en otra dirección contra el centro enemigo; distinguí asimismo a lo lejos a mis compañeros de la división española formando parte de la reserva mandada por Hope.

La ermita antes nombrada no coronaba el Arapil Grande, pues había alturas mucho mayores. Era en realidad aquella eminencia regular y escalonada, y si desde lejos no lo parecía, al aventurarse en ella hallábanse grandes depresiones del terreno, ondulaciones, pendientes, ora suaves ora ásperas, y suelo de tierra ligeramente pedregoso.

Los franceses, desde el momento en que creyeron oportuno no disimular su pensamiento, aparecieron por distintos puntos y ocuparon la parte más alta y sitios eminentes, amenazando de todos ellos las escasas fuerzas   —310→   que operaban allí desde por la mañana. La primera división que rompió el fuego contra el enemigo fue la de Packenham, que intentó subir y subió por la vertiente que cae al pueblo. Sostúvole la caballería portuguesa de d'Urban; pero sus progresos no fueron grandes, porque los franceses, que acababan de salir del bosque, habían tomado posiciones en lo más alto, y aunque la pendiente era suave, dábales bastante ventaja.

Cuando llegué a las inmediaciones de la ermita, el brigadier Pack no había perdido una línea de sus anteriores posiciones; pero sus bravos regimientos estaban reducidos a menos de la mitad. El general Leith acababa de llegar con la quinta división, y el aspecto de las cosas había cambiado completamente porque si el enemigo enviaba numerosas fuerzas a la cumbre del cerro, nosotros no le íbamos en zaga en número ni en bravura.

Pero no había tiempo que perder. Era preciso arrojar hombres y más hombres sobre aquel montón de tierra, despreciando los fuegos de la artillería francesa, que nos cañoneaba desde el bosque, aunque sin hacernos gran daño. Era preciso echar a los franceses de Santa María de la Peña y después seguir subiendo, subiendo hasta plantar los pabellones ingleses en lo más alto del Arapil Grande.

-El refuerzo ha venido casi antes que la contestación -dije al brigadier Pack-. ¿Qué debo hacer?

-Tomar el mando del 23 de línea, que ha quedado sin jefes. ¡Arriba, siempre arriba! Ya   —311→   veo lo que tenemos que hacer. Sostenernos aquí, atraer el mayor número posible de tropas enemigas, para que Cole y Bradford no hallen gran resistencia en el centro. Esta es la llave de la batalla. ¡Arriba, siempre arriba!

Los franceses parecían no dar ya gran importancia a Santa María de la Peña, y coronaron la altura. Las columnas escalonadas con gran arte, nos esperaban a pie firme. Allí no había posibilidad de destrozarlas con la caballería, ni de hacerles gran daño con los cañones situados a mucha distancia. Era preciso subir a pecho descubierto y echarles de allí como Dios nos diera a entender. El problema era difícil, la tarea inmensa, el peligro horrible.

Tocó al 23 de línea la gloria de avanzar el primero contra las inmóviles columnas francesas que ocupaban la altura. ¡Espantoso momento! La escalera, señores, era terrible, y en cada uno de sus fúnebres peldaños, el soldado se admiraba de encontrarse con vida. Si en vez de subir bajase, aquélla sería la escalera del infierno. Y sin embargo, las tropas de Pack y de Leith subían. ¿Cómo? No lo sé. En virtud de un prodigio inexplicable. Aquellos ingleses no se parecían a los hombres que yo había visto. Se les mandaba una cosa, un absurdo, un imposible, y lo hacían, o al menos lo intentaban.

Al referir lo que allí pasó, no me es posible precisar los movimientos de cada batallón, ni las órdenes de cada jefe, ni lo que cada cual hacía dentro de su esfera. La imaginación conserva   —312→   con caracteres indelebles y pavorosos lo principal; pero lo accesorio no, y lo principal era entonces que subíamos empujados por una fuerza irresistible, por no sé qué manos poderosas que se agarraban a nuestra espalda. Veíamos la muerte delante, arriba; pero la propia muerte nos atraía. ¡Oh! Quien no ha subido nunca más que las escaleras de su casa, no comprenderá esto.

Como el terreno era desigual, había sitios en que la pendiente desaparecía. En aquellos escalones se trababan combates parciales de un encarnizamiento y ferocidad inauditos. Los valientes del Mediodía, que conocen rara vez el heroísmo pasivo de dejarse matar antes que descomponer las filas separándose de ellas, no comprenderán aquella locura imperturbable a que nos conducía la separación convertida en virtud. Fácil es a la alta cumbre desprenderse y precipitarse, aumentando su velocidad con el movimiento, y caer sobre el llano y arrollarlo e invadirlo; pero nosotros éramos el llano, empeñado en subir a la cumbre, y deseoso de aplastarla, y hundirla y abollarla. En la guerra como en la naturaleza, la altura domina y triunfa, es la superioridad material, y una forma simbólica de la victoria, porque la victoria es realmente algo que con flamígera velocidad baja rodando y atropellando, hendiendo y destruyendo. El que está arriba tiene la fuerza material y moral, y por consiguiente el pensamiento de la lucha, que puede dirigir a su antojo. Como la cabeza en el cuerpo humano, dispone de los   —313→   sentidos y de la idea... nosotros éramos pobres fuerzas rastreras que arañando el suelo, estábamos a merced de los de arriba, y sin embargo queríamos destronarlos. Figuraos que los pies se empeñaran en arrojar la cabeza de los hombros para ponerse encima ellos, ¡estúpidos que no saben más que andar!

Los primeros escalones no ofrecieron gran dificultad. Moría mucha gente; pero se subía. Después ya fue distinto. Creeríase que los franceses nos permitían el ascenso a fin de cogernos luego más a mano. Las disposiciones de Pack para que sufriésemos lo menos posible eran admirables. Inútil es decir que todos los jefes habían dejado sus caballos, y unos detrás, otros a la cabeza de las líneas, llevaban, por decirlo así, de la mano a los obedientes soldados. Un orden preciso en medio de las muertes, un paso seguro, un aplomo sin igual regimentando la maniobra, impedían que los estragos fuesen excesivos. Con las armas modernas, aquel hecho hubiera sido imposible.

Era indispensable aprovechar los intervalos en que el enemigo cargaba los fusiles, para correr nosotros a la bayoneta. Teníamos en contra nuestra el cansancio, pues si en algunos sitios la inclinación era poco más que rampa, en otros era regular cuesta. Los franceses reposados, satisfechos y seguros de su posición, nos abrasaban a fuego certero y nos recibían a bayoneta limpia. A veces una columna nuestra lograba, con su constancia abrumadora, abrirse paso por encima de los cadáveres de los enemigos; mas para esto se necesitaba   —314→   duplicar y triplicar los empujes, duplicar y triplicar los muertos, y el resultado no correspondía a la inmensidad del esfuerzo.

¡Qué espantosa ascensión! Cuando se empeñaban en algún descanso combates parciales, las voces, el tumulto, el hervidero de aquellos cráteres no son comparables a nada de cuanto la cólera de los hombres ha inventado para remedar la ferocidad de las bestias. Entre mil muertes se conquistaba el terreno palmo a palmo, y una vez que se le dominaba, se sostenía con encarnizamiento el pedazo de tierra necesario para poner los pies. Inglaterra no cedía el espacio en que fijaba las suelas de sus zapatos, y para quitárselo y vencer aquel prodigio de constancia, era preciso a los franceses desplegar todo su arrojo favorecido por la altura. Aun así no lograban echar a los británicos por la pendiente abajo. ¡Ay del que rodase primero! Conociendo el peligro inmenso de un pasajero desmayo, de un retroceso, de una mirada atrás, los pies de aquellos hombres echaban raíces. Aun después de muertas, parecía que sus largas piernas se enclavaban en el suelo hasta las rodillas, como jalones que debían marcar eternamente la conquista del poderoso genio de Inglaterra.

Mas al fin llegó un momento terrible; un momento en que las columnas subían y morían, en que la mucha gente que se lanzaba por aquel talud, destrozada, abrasada, diezmada, sintiéndose mermar a cada paso, entendió que sus fuerzas no traían gran ventaja. Tras las columnas francesas arrolladas, aparecían   —315→   otras. Como en el espantoso bosque de Macbeth, en la cresta del Grande Arapil cada rama era un hombre. Nos acercábamos arriba, y aquel cráter superior vomitaba soldados. Se ignoraba de dónde podía salir tanta gente, y era que la meseta del cerro tenía cabida para un ejército. Llegó, pues, un momento, en que los ingleses vieron venir sobre ellos la cima del cerro mismo, una monstruosidad horrenda que esgrimía mil bayonetas y apuntaba con miles de cañones de fusil. El pánico se apoderó de todos, no aquel pánico nervioso que obliga a correr, sino una angustia soberana y grave que quita toda esperanza, dando resignación. Era imposible, de todo punto imposible, seguir subiendo.

Pero bajar era el punto más difícil. Nada más fácil si se dejaban acuchillar por los franceses, resignándose a rodar sobre la tierra vivos o muertos. Una retirada en declive paso a paso y dando al enemigo cada palmo de terreno con tanta parsimonia como se le quitó, es el colmo de la dificultad. Pack bramaba de ira, y la sangre agolpada en la carnaza encendida de su rostro parecía querer brotar por cada poro. Era hombre que tenía alma para plantarse solo en la cumbre del cerro. Daba órdenes con ronca voz; pero sus órdenes no se oían ya: esgrimía la espada acuchillando al cielo, porque el cielo tenía sin duda la culpa de que los ingleses no pudiesen continuar adelante.

Había llegado la ocasión de que muriese estoicamente uno para resguardar con su   —316→   cuerpo al que daba un paso atrás. De este modo se salvaba la mitad de la carne. Una mala retirada arroja en las brasas todo cuanto hay en el asador. Las columnas se escalonaban con arte admirable; el fuego era más vivo, y cada vez que descendía de lo alto desgajándose uno de aquellos pesados aludes, creeríase que todo había concluido; pero la confusión momentánea desaparecía al instante, las masas inglesas aparecían de nuevo compactas y formidables, y la muerte tenía que contentarse con la mitad. Así se fue cediendo lentamente parte del terreno, hasta que los imperiales dejaron de atacarnos. Habían llegado a un punto en que el cañón inglés les molestaba mucho, y además los progresos de Packenham por el flanco del Grande Arapil les inquietaban bastante. Reconcentráronse y aguardaron.

En tanto, por otro lado ocurrían sucesos admirables y gloriosos. Todo iba bien en todas partes menos en nuestro malhadado cerro. El general Cole destrozaba el centro francés. La caballería de Stapleton Cotton, penetrando por entre las descompuestas filas, daba una de las cargas más brillantes, más sublimes y al mismo tiempo más horrorosas que pueden verse. Desde la posición a que nos retiramos, no avergonzados pero sí humillados, distinguíamos a lo lejos aquella admirable función que nos causaba envidia. Las columnas de dragones, las falanges de caballos, los más ligeros, los más vivos, los más guerreros que pueden verse, penetraban como inmensas culebras por entre la infantería francesa. Los   —317→   golpes de los sables ofrecían a la vista un salpicar perenne de pequeños rayos, menuda lluvia de acero que destrozaba pechos, aniquilaba gente, atropellaba y deshacía como el huracán. Los gritos de los jinetes, el brillo de sus cascos, el relinchar de los corceles que regocijaban en aquella fiesta sangrienta sus brutales e imperfectas almas, ofrecían espectáculo aterrador. Indiferentes como es natural, a las desdichas del enemigo, los corazones guerreros se endiosaban con aquel espectáculo. La confianza huye de los combates, deidad asustada y llorosa, conducida por el miedo; no queda más que la ira guerrera que nada perdona, y el bárbaro instinto de la fuerza, que por misterioso enigma del espíritu se convierte en virtud admirable.

Los escuadrones de Stapleton Cotton, como he dicho, estaban realizando el gran prodigio de aquella batalla. En vano los franceses alcanzaban algunas ventajas por otro lado; en vano habían logrado apoderarse de algunas casas del pueblo de Arapiles. Creyendo que poseer la aldea era importante, tomaron briosamente los primeros edificios y los defendieron con bravura. Se agarraban a las paredes de tierra y se pegaban a ella, como los moluscos a la piedra; se dejaban espachurrar contra las tapias antes que abandonarlas, barridos por la metralla inglesa. Precisamente cuando los franceses creían obtener gran ventaja poseyendo el pueblo, y cuando nosotros descendíamos del Arapil Grande, fue cuando la caballería de Cotton11 penetró como un gran puñal   —318→   en el corazón del ejército imperial; viose el gran cuerpo partido en dos, crujiendo y estallando al violento roce de la poderosa cuña. Todo cedía ante ella, fuerza, previsión, pericia, valor, arrojo, porque era una potencia admirable, una unidad abrumadora, compuesta de miles de piezas que obraban armónicamente sin que una sola discrepara. Las miles de corazas daban idea del testudo romano, pero aquella inmensa tortuga con conchas de acero tenía la ligereza del reptil y millares de patas y millares de bocas para gritar y morder. Sus dentelladas ensanchaban el agujero en que se había metido; todo caía ante ella. Gimieron con espanto los batallones enemigos. Corrió Marmont a poner orden y una bala de cañón le quitó el brazo derecho. Corrió luego Bonnet a sustituirle y cayó también. Ferey, Thomieres y Desgraviers, generales ilustres, perecieron con millares de soldados.

En la falda de nuestro cerro se había suspendido el fuego. Un oficial que había caído junto a mí al verificar el descenso, era transportado por dos soldados. Le vi al pasar y él casi moribundo, me llamó con una seña. Era sir Thomas Parr. Puesto en el suelo, el cirujano, examinando su pecho destrozado, dio a entender que aquello no tenía remedio. Otros oficiales ingleses, la mayor parte heridos también, le rodeaban. El pobre Parr volvió hacia mí los ojos en que se extinguían lentamente los últimos resplandores de la vida, y con voz débil me habló así:

-Me han dicho antes de la batalla que tenéis   —319→   resentimientos contra mí y que os disponíais a pedirme satisfacción por no sé qué agravios.

-Amigo -exclamé conmovido-, en esta ocasión no puede quedar en mi pecho ni rastro de cólera. Lo perdono y lo olvido todo. La calumnia de que usted se ha hecho eco, seguramente sin malicia, no puede dañar a mi honor; es una ligereza de esas que todos cometemos.

-¿Quién no comete alguna, caballero Araceli? -dijo con voz grave-. Reconoced, sin embargo, que no he podido ofenderos. Muero sin la zozobra de ser odiado... ¿Decís que os calumnié? ¿Os referís al caso de miss Fly? ¿Y a eso llamáis calumnia? Yo he repetido lo que he oído.

-¿Miss Fly?

-Como se dice que forzosamente os casaréis con ella, nada tengo que echaros en cara. ¿Reconocéis que no os he ofendido?

-Lo reconozco -respondí sin saber lo que respondía.

Parr, volviéndose a sus compatriotas, dijo:

-Parece que perdemos la batalla.

-La batalla se ganará -le respondieron.

Sacó su reló12 y lo entregó a uno de los presentes.

-¡Que la Inglaterra sepa que muero por ella! ¡Que no se olvide mi nombre!... -murmuró con voz que se iba apagando por grados.

Nombró a su mujer, a sus hijos, pronunció   —320→   algunas palabras cariñosas, estrechando la mano de sus amigos.

-La batalla se ganará... ¡Muero por Inglaterra!... -dijo cerrando los ojos.

Algunos leves movimientos y ligeras oscilaciones de sus labios fueron las últimas señales de la vida en el cuerpo de aquel valiente y generoso soldado. Un momento después se añadía un número a la cifra espantosa de los muertos que se había tragado el Arapil Grande.




ArribaAbajo- XXXVI -

La tremenda carga de Stapleton Cotton había variado la situación de las cosas. Leith se apareció de nuevo entre nosotros, acompañado del brigadier Spry. En sus semblantes, en sus gestos lo mismo que en las vociferaciones de Pack comprendí que se preparaba un nuevo ataque al cerro. La situación del enemigo era ya mucho menos favorable que anteriormente, porque las ventajas obtenidas en nuestro centro con el avance de la caballería y los progresos del general Cole modificaban completamente el aspecto de la batalla. Packenham, después de rechazarles del pueblo, les apretaba bastante por la falda oriental del cerro, de modo que estaban expuestos a sufrir las consecuencias de un movimiento envolvente. Pero tenía poderosa fuerza en la vasta   —321→   colina y además retirada segura por los montes de Cavarrasa. La brigada de Spry que antes maniobrara en las inmediaciones del pueblo, corriose a la derecha para apoyar a Packenham. La división de Leith, la brigada de Pack con el 23 de línea, el 3.º y 5.º de ligeros entraron de nuevo en fuego.

Los franceses reconcentrándose en sus posiciones de la ermita para arriba, esperaban con imponente actitud. Sonó el tiroteo por diversos puntos; las columnas marcharon en silencio. Ya conocíamos el terreno, el enemigo y los tropiezos de aquella ascensión. Como antes, los franceses parecían dispuestos a dejarnos que avanzáramos, para recibirnos a lo mejor con una lluvia de balas; pero no fue así, porque de súbito desgajáronse con ímpetu amenazador sobre Packenham y sobre Leith atacando con tanto coraje que era preciso ser inglés para resistirlo. Las columnas de uno y otro lado habían perdido su alineación, y formadas de irregulares y deformes grupos ofrecían frentes erizados de picos, si se me permite expresarlo así, los cuales se engastaban unos en otros. Los dos ejércitos se clavaban mutuamente las uñas desgarrándose. Arroyos de sangre surcaban el suelo. Los cuerpos que caían eran a veces el principal obstáculo para avanzar; a ratos se interrumpían aquellos al modo de abrazos de muerte y cada cual se retiraba un poco hacia atrás a fin de cobrar nueva fuerza para una nueva embestida. Observábamos los claros del suelo ensangrentado y lleno de cadáveres, y lejos de desmayar ante   —322→   aquel espectáculo terrible, reproducíamos con doble furia los mismos choques. Cubierto de sangre, que ignoraba si había salido de mis propias venas o de las de otro, yo me lanzaba a los mismos delirios que veía en los demás, olvidado de todo, sintiendo (y esto es evidente), como una segunda, o mejor dicho, una nueva alma que no existía más que para regocijarse en aquellas ferocidades sin nombre, una nueva alma, en cuyas potencias irritadas se borraba toda memoria de lo pasado, toda idea extraña al frenesí en que estaba metida. Bramaba como los highlanders13, y ¡cosa extraordinaria! en aquella ocasión yo hablaba inglés. Ni antes ni después supe una palabra de ese lenguaje; pero es lo cierto que cuanto aullé en la batalla me lo entendían, y a mi vez les entendía yo.

El poderoso esfuerzo de los escoceses desconcertó un poco las líneas imperiales, precisamente en el instante en que llegó a nuestro campo la división de Clinton, que hasta entonces había estado en la reserva. Tropas frescas y sin cansancio entraron en acción, y desde aquel momento vimos que las horribles filas de franceses se mantuvieron inactivas aunque firmes. Poco después las vimos replegarse, sin dejar de hacer fuego muy vivo. A pesar de esto, los ingleses no se lanzaban sobre ellos. Corrió algún tiempo más, y entonces observamos que las tropas que ocupaban lo alto del cerro lo abandonaban lentamente, resguardadas por el frente que seguía haciendo fuego.

No sé si dieron órdenes para ello; lo que   —323→   sé es que súbitamente los regimientos ingleses, que en distintos puntos ocupaban la pendiente, avanzaron hacia arriba con calma, sin precipitación. La cumbre del Grande Arapil era una extensión irregular y vasta, compuesta de otros pequeños cerros y vallecitos. Inmenso número de soldados cabían en ella, pero venía la noche, el centro del ejército enemigo estaba derrotado, su izquierda hacia el Tormes también, de modo que les era imposible defender la disputada altura. Francia empezaba a retirarse, y la batalla estaba ganada.

Sin embargo, no era fácil acuchillar, como algunos hubieran querido, a los franceses que aún ocupaban varias alturas, porque se defendían con aliento y sabían cubrir la retirada. Por nuestro lado fue donde más daño se les hizo. Mucho se trabajó para romper sus filas, para quebrantar y deshacer aquella muralla que protegía la huida de los demás hacia el bosque; pero al principio no fue fácil. El espectáculo de las considerables fuerzas que se retiraban casi ilesas y tranquilamente nos impulsó a cargar con más brío sobre ellas, y al cabo, tanto se golpeó y machacó en la infortunada línea francesa, que la vimos agrietarse, romperse, desmenuzarse, y en sus innúmeros claros penetraron el puño y la garra del vencedor para no dejar nada con vida. ¡Terrible hora aquella en que un ejército vencido tiene que organizar su fuga ante la amenazadora e implacable saña del vencedor, que si huye le destroza y si se queda le destroza también!

Caía la tarde; iba oscureciéndose lentamente   —324→   el paisaje. Los desparramados grupos del ejército enemigo, rayas fugaces que serpenteaban en el suelo a lo lejos, se desvanecían absorbidos por la tierra y los bosques, entre la triste música de los roncos tambores. Estos y la algazara cercana y el ruido del cañón, que aún cantaba las últimas lúgubres estrofas del poema, producían un estrépito loco que desvanecía el cerebro. No era posible escuchar ni la voz del amigo gritando en nuestro oído. Había llegado el momento en que todo lo dicen las facciones y los gestos, y era inútil dar órdenes, porque no se entendían. El soldado veía llegada la ocasión de las proezas individuales, para lo cual no necesitaba de los jefes, y todo estaba ya reducido a ver quién mataba más enemigos en fuga, quién cogía más prisioneros, quién podía echar la zarpa a un general, quién lograba poner la mano en una de aquellas veneradas águilas que se habían pavoneado orgullosas por toda Europa, desde Berlín hasta Lisboa.

El rugido que atronó los espacios cuando el vencedor, lleno de ira y sediento de venganza se precipitó sobre el vencido para ahogarle, no es susceptible de descripción. Quien no ha oído retumbar el rayo en el seno de las tempestades de los hombres, ignorará siempre lo que son tales escenas. Ciegos y locos, sin ver el peligro ni la muerte, sin oír más que el zumbar del torbellino, nos arrojábamos dentro de aquel volcán de rabia. Nos confundíamos con ellos: unos eran desarmados, otros tendían a sus pies al atrevido que les quería coger   —325→   prisioneros, cuál moría matando, cuál se dejaba atrapar estoicamente. Muchos ingleses eran sacrificados en el último pataleo de la bestia herida y desesperada: se acuchillaban sin piedad: miles de manos repartían la muerte en todas direcciones, y vencidos y vencedores caían juntos revueltos y enlazados, confundiendo la abrasada sangre.

No hay en la historia odio comparable al de ingleses y franceses en aquella época. Güelfos y gibelinos, cartagineses y romanos, árabes y españoles se perdonaban alguna vez; pero Inglaterra y Francia en tiempo del Imperio se aborrecían como Satanes. La envidia simultánea de estos dos pueblos, de los cuales uno dominaba los mares del globo y otro las tierras, estallaba en los campos de batalla de un modo horrible. Desde Talavera hasta Waterloo, los duelos de estos dos rivales tendieron en tierra un millón de cuerpos. En los Arapiles, una de sus más encarnizadas reyertas, llegaron ambos al colmo de la ferocidad.

Para coger prisioneros, se destrozaba todo lo que se podía en la vida del enemigo. Con unos cuantos portugueses e ingleses, me interné tal vez más de lo conveniente en el seno de la desconcertada y fugitiva infantería enemiga. Por todos lados presenciaba luchas insanas y oía los vocablos más insultantes de aquellas dos lenguas que peleaban con sus injurias como los hombres con las armas. El torbellino, la espiral me llevaba consigo, ignorante yo de lo que hacía; el alma no conservaba más conocimiento de sí misma que un anhelo   —326→   vivísimo de matar algo. En aquella confusión de gritos, de brazos alzados, de semblantes infernales, de ojos desfigurados por la pasión, vi un águila dorada puesta en la punta de un palo, donde se enrollaba inmundo trapo, una arpillera sin color, cual si con ella se hubieran fregado todos los platos de la mesa de todos los reyes europeos. Devoré con los ojos aquel harapo, que en una de las oscilaciones de la turba fue desplegado por el viento y mostró una N que había sido de oro y se dibujaba sobre tres fajas cuyo matiz era un pastel de tierra, de sangre, de lodo y de polvo. Todo el ejército de Bonaparte se había limpiado el sudor de mil combates con aquel pañuelo agujereado que ya no tenía forma ni color.

Yo vi aquel glorioso signo de guerra a una distancia como de cinco varas. Yo no sé lo que pasó: yo no sé si la bandera vino hasta mí, o si yo corrí hacia la bandera. Si creyese en milagros, creería que mi brazo derecho se alargó cinco varas, porque sin saber cómo, yo agarré el palo de la bandera, y lo así tan fuertemente, que mi mano se pegó a él y lo sacudió y quiso arrancarlo de donde estaba. Tales momentos no caben dentro de la apreciación de los sentidos. Yo me vi rodeado de gente; caían, rodaban, unos muriendo, otros defendiéndose. Hice esfuerzos para arrancar el asta, y una voz gritó en francés:

-Tómala.

En el mismo segundo una pistola se disparó sobre mí. Una bayoneta penetró en mi   —327→   carne; no supe por dónde, pero sí que penetró. Ante mí había una figura lívida, un rostro cubierto de sangre, unos ojos que despedían fuego, unas garras que hacían presa en el asta de la bandera y una boca contraída que parecía iba a comerse águila, trapo y asta, y a comerme también a mí. Decir cuánto odié a aquel monstruo, me es imposible; nos miramos un rato y luego forcejeamos. Él cayó de rodillas; una de sus piernas, no era pierna, sino un pedazo de carne. Pugné por arrancar de sus manos la insignia. Alguien vino en auxilio mío, y alguien le ayudó a él. Me hirieron de nuevo, me encendí en ira más salvaje aún, y estreché a la bestia apretándola contra el suelo con mis rodillas. Con ambas manos agarraba ambas cosas, el palo de la bandera y la espada. Pero esto no podía durar así, y mi mano derecha se quedó sólo con la espada. Creí perder la bandera; pero el acero empujado por mí se hundía más cada vez en una blandura inexplicable, y un hilo de sangre vino derecho a mi rostro como una aguja. La bandera quedó en mi poder; pero de aquel cuerpo que se revolvía bajo el mío surgieron al modo de antenas, garras, o no sé qué tentáculo rabioso y pegajoso, y una boca se precipitó sobre mí clavando sus agudos dientes en mi brazo con tanta fuerza, que lancé un grito de dolor.

Caí, abrazado y constreñido por aquel dragón, pues dragón me parecía. Me sentí apretado por él, y rodamos por no sé qué declives de tierra, entre mil cuerpos, los unos muertos e inertes, los otros vivos y que corrían.   —328→   Yo no vi más; sólo sentí que en aquel rodar veloz, llevaba el águila fuertemente cogida entre mis brazos. La boca terrible del monstruo apretaba cada vez más mi brazo, y me llevaba consigo, los dos envueltos, confundidos, el uno sobre el otro y contra el otro, bajo mil patas que nos pisaban; entre la tierra que nos cegaba los ojos; entre una oscuridad tenebrosa, entre un zumbido tan grande, como si todo el mundo fuese un solo abejón; sin conciencia de lo que era arriba y abajo, con todos los síntomas confusos y vagos de haberme convertido en constelación, en una como criatura circunvoladora, en la cual todos los miembros, todas las entrañas, toda la carne y sangre y nervios dieron vueltas infinitas y vertiginosas alrededor del ardiente cerebro.

Yo no sé cuánto tiempo estuve rodando; debió de ser poco; pero a mí me pareció algo al modo de siglos. Yo no sé cuándo paré; lo que sé es que el monstruo no dejaba de formar conmigo una sola persona, ni su feroz boca de morderme... por último, no se contentaba con comerme el brazo, sino que, al parecer, hundía su envenenado diente en mi corazón. Lo que también sé es que el águila seguía sobre mi pecho, yo la sentía. Sentía el asta cual si la tuviera clavada en mis entrañas. Mi pensamiento se hacía cargo de todo con extravío y delirio, porque él mismo era una luz ardiente que caía no sé de dónde, y en la inapreciable velocidad de su carrera describía una raya de fuego, una línea sin fin, que... tampoco sé a dónde iba. ¡Tormento mayor no lo experimenté   —329→   jamás! Este se acabó cuando perdí toda noción de existencia. La batalla de los Arapiles concluyó, al menos para mí.




ArribaAbajo- XXXVII -

Dejadme descansar un instante y luego contestaré a las preguntas que se me dirigen. Yo no recobré el sentido en un momento, sino que fui entrando poco a poco en la misteriosa claridad del conocer; fui renaciendo poco a poco con percepciones vagas; fui recobrando el uso de algunos sentidos y había dentro de mí una especie de aurora; pero muy lenta, sumamente lenta y penosa. Me dolía la nueva vida, me mortificaba como mortifica al ciego la luz que en mucho tiempo no ha visto. Pero todo era turbación. Veía algunos objetos y no sabía lo que eran; oía voces y tampoco sabía lo que eran. Parecía haber perdido completamente la memoria.

Yo estaba en un sitio (porque indudablemente era un sitio del globo terráqueo); yo veía en torno a mí formas; pero no sabía que las paredes fueran paredes, ni que el techo fuese techo; oía los lamentos, pero desconocía aquellas vibraciones quejumbrosas que lastimaban mi oído. Delante, muy cerca, frente por frente a mí, vi una cara. Al verla, mi espíritu hizo un esfuerzo para apreciar la forma visible; pero no pudo. Yo no sabía qué   —330→   cara era aquella; lo ignoraba como se ignora lo que piensa otro. Pero la cara tenía dos ojos hermosísimos que me miraban amorosamente. Todo esto se determinaba en mí por sentimiento, porque ¿entender?... no entendía nada. Así es que por sentimiento adiviné en la persona que tenía delante una como tendencia compasiva y tierna y cariñosa hacia mí.

Pero lo más extraño es que aquel cariño que pendía sobre mí y me protegía como un ángel de la Guarda, tenía también voz y la voz vibró en los espacios, agitando todas las partículas del aire y con las partículas del aire todos los átomos de mi ser desde el centro del corazón hasta la punta del cabello. Oí la voz que decía:

-Estáis vivo, estáis vivo... y estaréis también sano.

El hermoso semblante se puso tan alegre que yo también me alegré.

-¿Me conocéis? - dijo la voz.

No debí de contestar nada, porque la voz repitió la pregunta. Mi sensibilidad era tan grande, que cada palabra cual hoja acerada me atravesaba el pecho. El dolor, la debilidad me vencieron de nuevo, sin duda porque había hecho esfuerzos de atención superiores a mi estado, y recaí en el desvanecimiento. Cerrando los ojos, dejé de oír la voz. Entonces experimenté una molestia material. Un objeto extraño rozaba mi frente cayéndome sobre los ojos. Como si el ángel protector lo adivinara, al punto noté que me quitaban aquel estorbo. Era el cabello en desorden que me caía   —331→   sobre la frente y las cejas. Sentí una tibia suavidad cariñosa que debía de ser una mano, la cual desembarazó mi frente del contacto enojoso.

Poco después (continuaba con los ojos cerrados) me pareció que por encima de mi cabeza revoloteaba una mariposa, y que después de trazar varias curvas y giros, en señal de indecisión, se posaba sobre mi frente. Sentí sus dos alas abatidas sobre mi piel; pero las alas eran calientes, pesadas y carnosas: estuvieron largo rato impresas en mí, y luego se levantaron produciendo cierto rumor, un suave estallido que me hizo abrir los ojos.

Si rápidamente los abrí, más rápidamente huyó el alado insecto. Pero la misma cara de antes estaba tan cerca de la mía, tan cerca, que su calor me molestaba un poco. Había en ella cierto rubor. Al verla, mi espíritu hizo un esfuerzo, un gran esfuerzo, y se dijo: -¿Qué rostro es este? Creo que conozco este rostro.

Pero no habiendo resuelto el problema, se resignó a la ignorancia. La voz sonó entonces de nuevo, diciendo con acento patético:

-¡Vivid, vivid por Dios!... ¿Me conocéis? ¿Qué tal os sentís? No tenéis heridas graves... habéis contraído un ataque cerebral, pero la fiebre ha cedido... Viviréis, viviréis sin remedio, porque yo lo quiero... Si la voluntad humana no resucitara a los muertos, ¿de qué serviría?

En el fondo, allá en el fondo de mi ser, no sé qué facultad, saliendo entumecida de profundo   —332→   sopor, emitió misteriosas voces de asentimiento.

-¿No me veis? -continuó ella (repito que no sabía quién era)-. ¿Por qué no me habláis? ¿Estáis enfadado conmigo? Imposible, porque no os he ofendido... Si no os vi, si no os hablé con más frecuencia en los últimos días, fue porque no me lo permitían. Ha faltado poco para que me enviasen a mi país dentro de una jaula... Pero no me pueden impedir que cuide a los heridos, y estoy aquí velando por vos... ¡Cuánto he penado esperando a que abrieseis los ojos!

Sentí mi mano estrechada con fuerza. El rostro se apartó de mí.

-¿Tenéis sed? -dijo la voz.

Quise contestar con la lengua; pero el don de la palabra me era negado todavía. De algún modo, empero, me expliqué afirmativamente, porque el ángel tutelar aplicó una taza a mis labios. Aquello me produjo un bienestar inmenso. Cuando bebía apareció otra figura delante de mí. Tampoco sabía precisamente quién era; pero dentro, muy dentro de mí bullía inquieta una chispa de memoria, esforzándose en explicarme con su indeciso resplandor el enigma de aquel otro ser flaco, escuálido, huesoso, triste, de cuyo esqueleto pendía negro traje talar semejante a una mortaja. Cruzando sus manos, me miró con lástima profunda. La mujer dijo entonces:

-Hermano, podéis retiraros a cuidar de los otros heridos y enfermos. Yo le velaré esta noche.

  —333→  

De dentro de aquella funda negra que envolvía los huesos vivos de un hombre, salió otra voz que dijo:

-¡Pobre Sr. D. Gabriel de Araceli! ¡En qué estado tan lastimoso se halla!

Al oír esto, mi espíritu experimentó un gran alborozo. Se regocijó, se conmovió todo, como debió de conmoverse el de Colón al descubrir el Nuevo Mundo. Gozándose en su gran conquista, pensó mi espíritu así:

-¿Con que yo me llamo Gabriel Araceli?... Luego yo soy uno que se halló en la batalla de Trafalgar y en el 2 de Mayo... Luego yo soy aquel que...

Este esfuerzo, el mayor de los que hasta entonces había hecho, me postró de nuevo. Sentime aletargado. Se extinguía la claridad: venía la noche. Luz rojiza, procedente de triste farol, iluminaba aquel hueco donde yo estaba. El hombre había desaparecido, y sólo quedó la hermosa mujer. Por largo rato me estuvo mirando sin decirme cosa alguna. Su imagen muda, triste y fija delante de mí, cual si estuviese pintada en un lienzo, fue borrándose y desvaneciéndose a medida que yo me sumergía de nuevo en aquella noche oscura de mi alma, de cuyo seno sin fondo poco antes saliera. Dormí no sé cuánto tiempo, y al volver en mi acuerdo, había ganado poco en la claridad de mis facultades. El estupor seguía, aunque no tan denso. El deshielo iba muy despacio.

Mi protectora angelical no se había apartado de mí, y después de darme de beber una sustancia que me causara gran alivio y reanimación,   —334→   acomodó mi cabeza en la almohada, y me dijo: -¿Os sentís mejor?

Un soplo corrió de mi cerebro a mis labios, que articularon: -Sí.

-Ya se conoce -añadió la voz-. Vuestra cara es otra. Creo que va desapareciendo la fiebre.

Contesté segunda vez que sí. En la estupidez que me dominaba no sabía decir otra cosa, y me deleitaba el usar constantemente el único tesoro adquirido hasta entonces en los inmensos dominios de la palabra. El es vocabulario completo de los idiotas. Para contestar a todo que sí, para dar asentimiento a cuanto existe, no es necesario raciocinio ni comparación, ni juicio siquiera. Otro ha hecho antes el trabajo. En cambio para decir no es preciso oponer un razonamiento nuevo al de aquel que pregunta, y esto exige cierto grado de inteligencia. Como yo me encontraba en los albores del raciocinio, contestar negativamente habría sido un portento de genio, de precocidad, de inspiración.

-Esta noche habéis dormido muy tranquilo -dijo la voz de mi enfermera-. Pronto estaréis bien. Dadme vuestras manos que están algo frías: os las calentaré.

Cuando lo hacía, un rayo pasó por mi mente, pero tan débil, tan rápido, que no era todavía certeza, sino un presentimiento, una esperanza de conocer, un aviso precursor. En mi cerebro se desembrollaba la madeja; pero tan despacio, tan despacio...

-Me debéis la vida... -continuó la voz   —335→   perteneciente a la persona cuyas manos apretaban y calentaban las mías-, me debéis la vida.

La madeja de mi cerebro agitó sus hilos; tal esfuerzo hacía por desenredarlos que estuvo a punto de romperlos.

-En vuestro delirio -prosiguió- se os han escapado palabras muy lisonjeras para mí. El alma cuando se ve libre del imperio de la razón se presenta desnuda y sin mordaza; enseña todas sus bellezas y dice todo lo que sabe. Así la vuestra no me ha ocultado nada... ¿Por qué me miráis con esos ojos fijos, negros y tristes como noches? Si con ellos me suplicáis que lo diga, lo diré, aunque atropelle la ley de las conveniencias. Sabed que os amo.

La madeja entonces tiró tan fuertemente de sus hilos, que se iba a romper, se rompía sin remedio.

-No necesitaría decíroslo porque ya lo sabéis -continuó después de larga pausa-. Lo que no sabéis es que os amaba antes de conoceros... Yo tenía una hermana gemela más hermosa y más pura que los ángeles. Apuesto a que no sabéis nada de esto... Pues bien, un libertino la engañó, la sedujo, la robó a Dios y a su familia, y mi pobrecita, mi adorada, mi idolatrada Lillian, tuvo un momento de desesperación y se dio a sí propia la muerte. El mayor de mis hermanos persiguió al malvado, autor de nuestra vergüenza: ambos fueron una noche a orillas del mar, se batieron y mi pobre Carlos cayó para no levantarse más. Poco después mi madre, trastornada por el   —336→   dolor se fue desprendiendo de la tierra y en una mañana del mes de Mayo nos dijo adiós y huyó al cielo. Seguramente nada sabíais de esto.

Continuaba siendo idiota y contesté que sí.

-Después de estos acontecimientos, sobre la haz de la tierra existía un hombre más aborrecido que Satanás. Para mí su sólo nombre era una execración. Le odiaba de tal modo que si le viera arrepentido y caminando al cielo, mis labios no hubieran pronunciado para él una palabra de perdón. Figurándomelo cadáver, le pisoteaba...

La madeja daba unas vueltas, unos giros, y hacía tales enredos y embrollos, que me dolía el cerebro vivamente. Allí había un hilo tirante y rígido, el cual, doliéndome más que los demás me hizo decir:

-Soy Araceli, el mismo que se halló en Trafalgar y naufragó en el Rayo y vivió en Cádiz... En Cádiz hay una taberna, de que es amo el Sr. Poenco.

-Un día -prosiguió-, hallándome en España, a donde vine siguiendo a mi segundo hermano, dijéronme que aquel hombre había sido muerto por otro en duelo de honor. Pregunté con tanto anhelo, con tan profunda curiosidad el nombre del vencedor, que casi lo supe antes que lo revelaran. Me dijeron vuestro nombre; me refirieron algunos pormenores del caso, y desde aquel momento ¿por qué ocultarlo? os adoré.

Mi espíritu hizo inexplicables equilibrios   —337→   sobre dos imágenes grotescas, y puestos en una balanza dos figurones llamados Poenco y D. Pedro del Congosto, el uno subía mientras el otro bajaba. En aquel instante debí de decir algo más sustancioso que los primitivos sís, porque ella (yo continuaba ignorando quién era) puso la mano sobre mi frente, y habló así:

-Me adivinabais sin duda, me veíais desde lejos con los ojos del corazón. Yo os busqué durante muchos meses. Tanto tardasteis en aparecer, que llegué a creeros desprovisto de existencia real. Yo leía romances y todos a vos los aplicaba. Erais el Cid, Bernardo del Carpio, Zaide, Abenamar, Celindos, Lanzarote del Lago, Fernán González y Pedro Ansúrez... Tomabais cuerpo en mi fantasía y yo cuidaba de haceros crecer en ella; pero mis ojos registraban la tierra y no podían encontraros. Cuando os encontré, me pareció que ibais a achicaros; pero os vi subir de pronto y tocar el altísimo punto de talla con que yo os había medido. Hasta entonces cuantos hombres traté, o se burlaban de mí o no me comprendían. Vos tan sólo me mirasteis cara a cara y afrontasteis las excelsas temeridades de mi pensamiento sin asustaros. Os vi espontáneamente inclinado a la realización de acciones no comunes. Asocieme a ellas, quise llevaros más adelante todavía y me seguisteis ciegamente. Vuestra alma y la mía se dieron la mano y tocaron su frente la una con la otra, para convencerse de que eran las dos de un mismo tamaño. La luz de entrambos se confundía en una sola.

  —338→  

La madeja de mi conocimiento se revolvió de un modo extraordinario. Los hilos entraban, salían los unos por entre los otros y culebreaban para separarse y ponerse en orden. Ya aparecían en grupos de distintos colores, y aunque harto enmarañados todavía, muchos de ellos, si no todos, parecían haber encontrado su puesto.

-Vos amabais a otra -prosiguió aquélla que empezaba ya a no serme desconocida-. La vi y la observé. Quise tratarla por algún tiempo y la traté y la conocí; la hallé tan indigna de vos, que desde luego me consideré vencedora. Es imposible que me equivoque.

Al oír esto, el corazón mío, que hasta entonces había permanecido quieto y mudo, y dormido como un niño en su cuna, empezó a dar unos saltitos tan vivarachos, y a llamarme con una vocecita tan dulce que realmente me hacía daño. Dentro de mí se fue levantando no sé si diré un vapor, una onda que fue primero tibia y después ardiente, y me subía desde el fondo a la superficie del ser, despertando a su paso todo lo que dormía; una oleada invasora, dominante, que poseía el don de la palabra, y al ascender por mí iba diciendo: «Arriba, arriba todo».

-¿Qué tenéis? -continuó aquella mujer-. Estáis agitado. Vuestro rostro se enciende... ahora palidece... ¿Vais a llorar? Yo también lloro. La salud vuelve a vuestro cuerpo, como la sensibilidad a vuestra noble alma. ¿Será posible que os haya conmovido la revelación que he hecho? No juzguéis mi atrevimiento con   —339→   criterio vulgar, creyendo que no falto al decoro, a las conveniencias y al pudor diciendo a un hombre que le amo. Yo, al mismo tiempo soy pura como los ángeles y libre como el aire. Los necios que me rodean podrán calumniarme y calumniaros; pero no mancharán mi honra, como no la mancha un amor ideal y celeste al pasar del pensamiento a la palabra... Si durante mucho tiempo he disimulado y aparentado huir de vos, no ha sido por temor a los tontos, sino por provecho de entrambos. Cuando os he visto casi muerto, cuando os he recogido en mis brazos del campo de batalla, cuando os traje aquí y os atendí y os cuidé, tratando de devolveros la vida, tenía gran pena de que murieseis ignorando mi secreto.

El estupor mío tocaba a su fin. Pensamiento y corazón recobraban su prístino ser; pero la palabra tardaba; vaya si tardaba...

-Dios me ha escuchado -añadió ella-. No sólo podéis oírme, sino que vivís; y podréis hablarme y contestarme. Decidme que me amáis, y si morís después, siempre me quedará algo vuestro.

Una figura celestial, tan celestial que no parecía de este mundo, se entró dentro de mí, agasajándome y plegándose toda para que no hubiese en mi interior un solo hueco que no estuviese lleno con ella.

-No me contestáis una sola palabra -dijo la voz de mi enfermera-. Ni siquiera me miráis. ¿Por qué cerráis los ojos...? ¿Así se contesta, caballero...? Sabed que no sólo tengo dudas, sino también celos. ¿Os habré desagradado   —340→   en lo que últimamente he hecho? No os lo ocultaré, porque jamás he mentido. Mi lengua nació para la verdad... ¿Ignoráis tal vez que vuestra princesa encantada y el bribón de su padre estaban en Salamanca? Quien los trajo, es cosa que ignoro. El desgraciado masón anhelaba la libertad y se la he dado con el mayor gusto, consiguiendo del general un salvo conducto para que saliese de aquí y pudiese atravesar toda España sin ser molestado.

Al oír esto, razón, memoria, sentimientos, palabra, todo volvió súbito a mí con violencia, con ímpetu, con estrépito, como una catarata despeñándose de las alturas del cielo. Di un grito, me incorporé en el lecho, agité los brazos, arrojé lejos de mí con instintiva brutalidad aquella hermosa figura que tenía delante, y prorrumpí en exclamaciones de ira. Miré a la dama y la nombré, porque ya la había conocido.




ArribaAbajo- XXXVIII -

El hospitalario que antes vi, entró al oír mis gritos, y ambos procuraron calmarme.

-Otra vez le empieza el delirio -dijo Juan de Dios.

-Yo he sido la causa de esta alteración -dijo miss Fly muy afligida.

Mi propia debilidad me rindió, y caí en el   —341→   lecho, sofocado por la indignación que sordamente se reconcentraba en mí, no encontrando ni voz suficiente ni fuerzas para expresarse fuera.

-El pobre Sr. Araceli -dijo Juan de Dios con sentimiento piadoso- se volverá loco como yo. El demonio ha puesto su mano en él.

-Callad, hermano, y no digáis tonterías -dijo miss Fly cubriendo mis brazos con la manta y limpiando el sudor de mi frente-. ¿Qué habláis ahí de demonios?

-Sé lo que me digo -añadió el agustino, mirándome con profunda lástima-. El pobre D. Gabriel está bajo una influencia maléfica... Lo he visto, lo he visto.

Diciendo esto, destacaba de su puño cerrado dos dedos flacos y puntiagudos, y con ellos se señalaba los ojos.

-Marchad fuera a cuidar de los otros enfermos -dijo miss Fly jovialmente- y no vengáis a fastidiarnos con vuestras necedades.

Fuese Juan de Dios y nos quedamos de nuevo solos Athenais y yo. Hallándome ya en posesión completa de mi pensamiento, le hablé así:

-Señora, repítame usted lo que hace poco ha dicho. No entendí bien. Creo que ni mis sentidos ni mi razón están serenos. Estoy delirando, como ha dicho aquel buen hombre.

-Os he hablado largo rato -dijo miss Fly con cierta turbación.

-Señora, no puedo apreciar sino de un modo muy confuso lo que he visto y oído esta noche... Efectivamente, he visto delante de   —342→   mí una figura hermosa y consoladora; he oído palabras... no sé qué palabras. En mi cerebro se confunden el eco de voces lejanas y el son misterioso de otras que yo mismo habré pronunciado... No distingo bien lo real de lo verdadero; durante algún tiempo he visto los objetos y los semblantes sin conocerlos.

-¡Sin conocerlos!

-He oído palabras. Algunas las recuerdo, otras no.

-Tratad de repetir lo sustancial de lo mucho que os he dicho -murmuró Athenais, pálida y grave-. Y si no habéis entendido bien, os lo repetiré.

-En verdad no puedo repetir nada. Hay dentro de mí una confusión espantosa... He creído ver delante de mí a una persona, cuya representación ideal no me abandona jamás en mis sueños, una figura que quiero y respeto, porque la creo lo más perfecto que ha puesto Dios sobre la tierra... He creído oír no sé qué palabras dulces y claras, mezcladas con otras que no comprendía... He creído escuchar tan pronto una música del cielo, tan pronto el fragor de cien tempestades que bramaban dentro de un corazón... Nada puedo precisar... al fin he visto claramente a usted, la he conocido...

-¿Y me habéis oído claramente también? -preguntó acercando su rostro al mío-. Ya sé que no debe darse conversación a los enfermos. Os habré molestado. Pero es lo cierto que yo esperaba con ansia que pudierais oírme. Si por desgracia murierais...

  —343→  

-De lo que he oído, señora, sólo recuerdo claramente que había usted puesto en libertad a una persona a quien yo aprisioné.

-¿Y esto os disgusta? -preguntó la Mosquita con terror.

-No sólo me disgusta, sino que me contraría mucho, pero mucho -exclamé con inquietud, sacudiendo las ropas del lecho para sacar los brazos.

Athenais gimió. Después de breve pausa, mirome con fijeza y orgullo y dijo:

-Caballero Araceli, ¿tanto coraje es porque se os ha escapado el ave encantada de la calle del Cáliz?

-Por eso, por eso es -repetí.

-¿Y seguramente la amáis?...

-La adoro, la he adorado toda mi vida. Ha tiempo que mi existencia y la suya están tan enlazadas como si fueran una sola. Mis alegrías son sus alegrías, y sus penas son mis penas. ¿En dónde está? Si ha desaparecido otra vez, señora Athenais de mi alma, juro a usted que todos los romances de Bernardo, del Cid, de Lanzarote y de Celindos, me parecerían pocos para buscarla.

Athenais estaba lastimosamente desfigurada. Diríase que era ella el enfermo y yo el enfermero. Largo rato la vi como sosteniendo no sé qué horrible lucha consigo misma. Volvía el rostro para que no viese yo su emoción: me miraba después con ira violentísima que se trocaba sin quererlo ella misma en inexplicable dulzura, hasta que levantándose con ademán de majestuosa soberbia, me dijo:

  —344→  

-Caballero Araceli, adiós.

-¿Se va usted? -dije con tristeza y tomando su mano que ella separó vivamente de la mía-. Me quedaré solo... Merezco que usted me desprecie, porque he vuelto a la vida, y mi primera palabra no ha sido para dar las gracias a esta amiga cariñosa, a esta alma caritativa que me recogió sin duda del campo de batalla, que me ha curado y asistido... ¡Señora, señora mía! La vida que usted ha ganado a la muerte vería con gusto el momento en que tuviera que volverse a perder por usted.

-Palabras hermosas, caballero Araceli -me dijo con acento solemne, sin acercarse a mí, mirándome pálida y triste y seria desde lejos, como una sibila sentenciosa que pronunciase las revelaciones de mi destino-. Palabras hermosas; pero no tanto que encubran la vulgaridad de vuestra alma vacía. Yo aparto esa hojarasca y no encuentro nada. Estáis compuesto de grandeza y pequeñez.

-Como todo, como todo lo creado, señora -interrumpí.

-No, no -dijo con viveza-. Yo conozco algo que no es así; yo conozco algo donde todo es grande. Habéis hecho en vuestra vida y aun en estos mismos días cosas admirables. Pero el mismo pensamiento que concibió la muerte de lord Gray, lo entregáis a una vulgar y prosaica ama de casa como un papel en blanco para que escriba las cuentas de la lavandera. Vuestro corazón, que tan bien sabe sentir en algunos momentos, no os sirve para nada y lo entregáis a las costureras para que hagan de él   —345→   un cojincillo en que clavar sus alfileres. Caballero Araceli, me fastidio aquí.

-¡Señora, señora, por Dios, no me deje usted! Estoy muy enfermo todavía.

-¿Acaso no tengo yo rango más alto que el de enfermera? Soy muy orgullosa, caballero. El hermano hospitalario os cuidará.

-Usted bromea, apreciable amiga, encantadora Athenais, usted se burla del verdadero afecto, de la admiración que me ha inspirado. Siéntese usted a mi lado; hablaremos de cosas diversas, de la batalla, del pobre sir Thomas Parr a quien vi morir...

-Todavía creo que valgo para algo más que para dar conversación a los ociosos y a los aburridos -me contestó con desdén-. Caballero, me tratáis con una familiaridad que me causa sorpresa.

-¡Oh! Recordaremos las proezas inauditas que hemos realizado juntos. ¿Se acuerda usted de Jean-Jean?

-En verdad sois impertinente. Bastante os he asistido; bastantes horas he pasado junto a vos. Mientras delirabais, me he reído, oyendo las necedades y graciosos absurdos que continuamente decíais; pero ya estáis en vuestro sano juicio y de nuevo sois tonto.

-Pues bien, señora, deliraré, deliraré y diré todas las majaderías que usted quiera, con tal que me acompañe -exclamé jovialmente-. No quiero que usted se marche enojada conmigo.

Miss Fly se apoyó en la pared para no caer. Advertí que la expresión de su rostro   —346→   pasaba de una furia insensata a una emoción profunda. Sus ojos se inundaron de lágrimas, y como si no le pareciese que sus manos las ocultaban bien, corrió rápidamente hacia afuera. Su intención primera fue sin duda salir; mas se quedó junto a la puerta y en sitio donde difícilmente la veía. Con todo, bastaron a revelarme su presencia, ignoro si los suspiros que creí oír o la sombra que se proyectaba en la pared y subía hasta el techo. Lo que sí no tiene duda alguna para mí, es que después de estar largo tiempo sumergido en tristes cavilaciones, me sentí con sueño, y lentamente caí en uno profundísimo que duró hasta por la mañana. ¿Debo decir que cuando me hallaba próximo a perder completamente el uso de los sentidos, se repitieron los fenómenos extraños que habían acompañado mi penoso regreso a la vida? ¿Debo decir que me pareció ver volar encima y alrededor de mi cabeza un insecto alado, que después vino a posar sobre mi frente sus dos alas blandas, pesadas y ardientes?

Eso no era más que repetición de lo que antes había soñado: el fenómeno más raro entre todos los de aquella rarísima noche vino después, poniendo digno remate a mis confusiones, y fue, señores míos, que no desvanecida aún mi confusión por aquello de la Pajarita, advertí que se cernía sobre mi frente una cosa negra, larga, no muy grande, aunque me era muy difícil precisar su tamaño, el cual objeto o animalucho tenía dos largas piernas y dos picudas alas, que abría y cerraba alternativamente,   —347→   todo negro, áspero, rígido y extremadamente feo. Aquel horrible crustáceo se replegaba, y entonces parecía un puñal negro; después abría sus patas y sus alas y parecía un escorpión. Lentamente bajaba acercándose a mí, y cuando tocó mi frente sentí frío en todo mi cuerpo. Agitose mucho, meneó las horribles extremidades repetidas veces, emitiendo un chillido estridente, seco, áspero, que estremecía los nervios, y después huyó.




ArribaAbajo- XXXIX -

Tras un sueño tan largo como profundo, desperté en pleno día notablemente mejorado. La hermosa claridad del sol me produjo bienestar inmenso, y además del alivio corporal experimentaba cierto apacible reposo del alma. Me recreaba en mi salud como un fatuo en su hermosura.

A mi lado estaban dos hombres, el hospitalario y un médico militar, que después de reconocerme, hizo alegres pronósticos acerca de mi enfermedad y me mandó que comiese algo suculento si encontraba almas caritativas que me lo proporcionasen. Marchose a cortar no sé cuántas piernas, y el hermano, luego que nos quedamos solos, se sentó junto a mí, y compungidamente me dijo:

-Siga usted los consejos de un pobre penitente,   —348→   Sr. D. Gabriel, y en vez de cuidarse del alimento del cuerpo, atienda al del alma, que harto lo ha menester.

-¿Pues qué, Sr. Juan de Dios, acaso voy a morir? -le dije recelando que quisiera ensayar en mí el sistema de las silvestres yerbecillas.

-Para vivir como usted vive -afirmó el fraile con acento lúgubre-, vale más mil veces la muerte. Yo al menos la preferiría.

-No entiendo...

-Sr. Araceli, Sr. Araceli -exclamó, no ya inquieto sino con verdadera alarma-, piense usted en Dios, llame usted a Dios en su ayuda, elimine usted de su pensamiento toda idea mundana, abstráigase usted. Para conseguirlo recemos, amigo mío, recemos fervorosamente por espacio de cuatro, cinco o seis horas, sin distraernos un momento, y nos veremos libres del inmenso, del horrible peligro que nos amenaza.

-Pero este hombre me va a matar -dije con miedo-. Me manda el médico que coma, y ahora resulta que necesito una ración de seis horas de rezo. Hermanuco, por amor de Dios, tráigame una gallina, un pavo, un carnero, un buey.

-¡Perdido, irremisiblemente perdido!... -exclamó con aflicción suma, elevando los ojos al cielo y cruzando las manos-. ¡Comer, comer! Regalar el cuerpo con incitativos manjares cuando el alma está amenazada; amenazada, Sr. Araceli... Vuelva usted en sí... recemos juntos, nada más que seis horas, sin un instante   —349→   de distracción... con el pensamiento clavado en lo alto... De esta manera el pérfido se ahuyentará, vacilará al menos antes de poner su infernal mano en un alma inocente, la encontrará atada al cielo con la santas cadenas de la oración, y quizás renuncie a sus execrables propósitos.

-Hermano Juan de Dios, quíteseme de delante o no sé lo que haré. Si usted es loco de atar, yo por fortuna no lo soy, y quiero alimentarme.

-Por piedad, por todos los santos, por la salvación de su alma, amado hermano mío, modérese usted, refrene esos livianos apetitos, ponga cien cadenas a la concupiscencia del mascar, pues por la puerta de la gastronomía entran todos los melindres pecaminosos.

Le miré entre colérico y risueño, porque su austeridad, que había empezado a ser grotesca, me enfadaba, y al mismo tiempo me divertía. No, no me es posible pintarle tal como era, tal como le vi en aquel momento. Para reproducir en el lienzo la extraña figura de aquel hombre, a quien los ayunos y la exaltación de la fantasía llevaran a estado tan lastimoso, no bastaría el pincel de Zurbarán, no; sería preciso revolver la paleta del gran Velázquez para buscar allí algo de lo que sirvió para la hechura de sus inmortales bobos.

Me reí de él, diciéndole:

-Tráigame usted de comer y después rezaremos.

Por única contestación, el hospitalario se arrodilló, y sacando un libro de rezos, me dijo:

  —350→  

-Repita usted lo que yo vaya leyendo.

-¡Que me mata este hombre, que me mata! ¡Favor! -grité encolerizado.

Juan de Dios se levantó, y poniendo su mano sobre mi pecho, espantado y tembloroso, me habló así:

-¡Que viene! ¡que va a venir!

-¿Quién? -pregunté cansado de aquella farsa.

-¿Quién ha de ser, desgraciado, quién ha de ser? -dijo en voz baja y con abatimiento-. ¿Quién ha de ser sino el torpe enemigo del linaje humano, el negro rey que gobierna el imperio de las tinieblas como Dios el de la luz; aquel que odia la santidad y tiende mil lazos a la virtud para que se enrede? ¿Quién ha de ser sino la inmunda bestia que posee el arte de mudarse y embellecerse, tomando la figura y traje que más fácilmente seducen al descuidado pecador? ¿Quién ha de ser? ¡Extraña pregunta por cierto! ¡Me asombro de la inocente calma con que usted me habla, hallándose, como se halla, en el mismo estado que yo!

Mis carcajadas atronaban la estancia.

-Me alegraré en extremo de que venga -le dije-. ¿Cómo sabe usted que va a venir?

-Porque ya ha estado, pobrecito; porque ya ha puesto sus aleves manos sobre usted en señal de posesión y dominio, porque dijo que iba a volver.

-Eso me alegra sobremanera. ¿Y cuándo he tenido el honor de tal visita? No he visto nada.

  —351→  

-¡Cómo había usted de verlo si dormía, desgraciado! -exclamó con lástima-. ¡Dormir, dormir! he aquí el gran peligro. Él aprovecha las ocasiones en que el alma está suelta y haciendo travesuras, libre de la vigilancia de la oración. Por eso yo no duermo nunca, por eso velo constantemente.

-¿Vino mientras yo dormía?

-Sí; anoche... ¡horrible momento! La señora inglesa que tan bien ha cuidado a usted había salido. Yo estaba solo y me distraje un poco en mis rezos. Sin saber cómo, había dejado volar el pensamiento por espacios voluptuosos y sonrosados... ¡pecador indigno, mil veces indigno!... Yo había puesto el libro sobre mis rodillas, y cerrado los ojos, y dejádome aletargar en sabroso desvanecimiento, cuya vaporosa niebla y blando calor recreaban mi cuerpo y mi espíritu...

-Y entonces, cuando mi bendito hermanuco se regocijaba con tales liviandades; abriose la tierra, salió una llama de azufre...

-No se abrió la tierra, sino la puerta, y apareció... ¡Ay! apareció en aquella forma celestial, robada a las criaturas de la más alta esfera angélica; apareció cual siempre le ven mis pecadores ojos.

-Hermano, hermano, soy feliz y sentiría que estuviera usted cuerdo.

-Apareció, como he dicho, y su vista me convirtió en estatua. Otra de igual catadura le acompañaba, también en forma mujeril, representando más edad que la primera, la tan aborrecida como adorada, que es el terror de   —352→   mis noches y el espanto de mis días, y el abismo que se traga mi alma.

-¿Y en cuanto me vieron...? Adoro a esos demonios, Sr. Juan de Dios, y ahora mismo voy a mandarles un recadito con usted.

-¿Conmigo? ¡Infeliz precito! Ya vendrán por usted y se lo llevarán con sus satánicas artes.

-Quiero saber qué hicieron, qué dijeron.

-Dijeron: «aquí nos han asegurado que está», y luego sus ojos, que todo lo ven en la lobreguez de la horrenda noche, vieron el miserable cuerpo, y se abalanzaron hacia él con aullidos que parecían sollozos tiernísimos, con lamentos que parecían la dulce armonía del amor materno, llorando junto a la cuna del niño moribundo.

-¡Y yo dormido como un poste! ¡Padre Juan, es usted un imbécil, un majadero! ¿Por qué no me despertó?

-Usted deliraba aún; las dos ¡ay! aquellas dos apariencias hermosísimas, y tan acabadas y perfectas que sólo yo con los perspicuos ojos del alma podía adivinar bajo su deslumbradora estructura la mano del infernal artífice; las dos mujeres, digo, derramaron sobre el pecho y la frente de usted demoníacas chispas, con tan ingeniosa alquimia desfiguradas, que parecían lágrimas de ternura. Pusieron sus labios de fuego en las manos de usted como si las besaran, le arreglaron las ropas del lecho, y después...

-¿Y después?

-Y después, buscáronme con los ojos como   —253→   para preguntarme algo; mas yo, más muerto que vivo, habíame escondido bajo aquella mesa y temblaba allí y me moría. Sr. D. Gabriel, me moría queriendo rezar y sin poder rezar, queriendo dejar de ver aquel espectáculo y viéndolo siempre... Por fin, resolvieron marcharse... ya eran dueños del alma de usted y no necesitaban más.

-Se fueron, pues.

-Se fueron diciendo que iban a pedir licencia a no sé quién para trasladar a usted a otro punto mejor... al infierno cuando menos. De esta manera desapareció de entre los vivos un hermano hospitalario que era gran pecador; se lo llevaron una mañana enterito y sin dejar una sola pieza de su corporal estructura.

-¿Y después...? Estoy muy alegre, hermano Juan.

-Después vino esa señora a quien llaman Doña Flay, la cual es una criatura angelical, que le quiere a usted mucho. Usted empezó a salir de aquel marasmo o trastorno en que le dejaron las embajadoras del negro averno: la señora inglesa habló largamente con usted y yo, que me puse a escuchar tras la puerta, oí que le decía mil cositas tiernas, melosas y hechiceras.

-¿Y después?

-Y después usted se puso furioso y entré yo, y la inglesa me mandó salir, y a lo que entendí, mi don Gabriel se durmió. La inglesa entraba y salía, sin cesar de llorar.

-¿Y nada más?

-Algo más hay, sí, sin duda lo más terrible   —354→   y espantoso, porque el atormentador del linaje humano, aquél que, según un santo Padre, tiene por cómplice de su infame industria a la mujer, la cual es hornillo de sus alquimias, y fundamento de sus feas hechuras; aquel que me atormenta y quiere perderme, entró de nuevo en la misma duplicada forma de mujer linda...

-Y yo, ¿dormía también?

-Dormía usted con sueño tranquilo y reposado. La señora inglesa estaba junto a aquella mesa envolviendo no sé qué cosa en un papel. Entraron ellas... no expiré en aquel momento por milagro de Dios... se acercaron a usted y vuelta a los aullidos que parecían llantos, y a los signos quirománticos semejantes a blandas y amorosas caricias.

-¿Y no dijeron nada? ¿No dijeron nada a miss Fly ni a usted?

-Sí -continuó después de tomar aliento, porque la fatiga de su oprimido pecho apenas le permitía hablar-, dijeron que ya tenían la licencia y que iban a buscar una litera para trasladar a usted a un sitio que no nombraron... Pero lo más extraño es que al oír esto la señora inglesa, que no estaba menos absorta, ni menos suspendida, ni menos espantada que yo, debió de conocer que las tan aparatosas beldades eran obra de aquel que llevó a Jesús a la cima de la montaña y a la cúspide de la ciudad; y sobrecogida como yo, lanzó un grito agudísimo precipitándose fuera de la habitación. Seguila y ambos corrimos largo trecho, hasta que ella puso fin a su atropellada carrera,   —355→   y apoyando la cabeza contra una pared, allí fue el verter lágrimas, el exhalar hondos suspiros y el proferir palabras vehementes, con las cuales pedía a Dios misericordia. Una hora después volví, despertó usted, y nada más. Sólo falta que recemos, como antes dije, porque sólo la oración y la vigilancia del espíritu ahuyenta al Malo, así como el pérfido sueño, las regaladas comidas y las conversaciones mundanas le llaman.

Juan de Dios no dijo más; atendía a extraños ruidos que sonaban fuera, y estaba trémulo y lívido.

-¡Aquí, aquí estoy, Inesilla... señora condesa! -exclamé reconociendo las dulces voces que desde mi lecho oía-. Aquí estoy vivo y sano y contento, y queriéndolas a las dos más que a mi vida.

¡Ay! Entraron ambas y desoladas corrieron hacia mí. Una me abrazó por un costado y otra por otro. Casi me desvanecí de alegría cuando las dos adoradas cabezas oprimían mi pecho.

Juan de Dios huyó de un salto, de un vuelo o no sé cómo.

Quise hablar y la emoción me lo impedía. Ellas lloraban y no decían nada tampoco. Al fin, Inés levantó los ojos sobre mi frente y la observé con curiosidad y atención.

-¿Qué miras? -le dije-. ¿Estoy tan desfigurado que no me conoces?

-No es eso.

La condesa miró también.

-Es que noto que te falta algo -dijo Inés sonriendo.

  —356→  

Me llevé la mano a la frente, y en efecto, algo me faltaba.

-¿Dónde han ido a parar los dos largos mechones de pelo que tenías aquí?

Al decir esto, con sus deditos tocaba mi cabeza.

-Pues no sé... tal vez en la batalla...

Las dos se rieron.

-Queridas mías, recuerdo haber visto en sueños encima de mi cabeza un animalejo frío y negro, y ahora comprendo lo que era aquello: unas tijeras. Tengo aquí sobre la sien una rozadura... ¿la ven ustedes?... Esos pelos me molestaban, y aquí del cirujano. Es hombre entendido que no olvida el más mínimo detalle.

Tantas preguntas tenía que hacer, que no sabía por cuál empezar.

-¿Y en qué paró esa batalla? -dije-. ¿Dónde está lord Wellington?

-La batalla paró en lo que paran todas, en que se acabó cuando se cansaron de matarse -me respondió una de ellas, no sé cuál.

-Pero los franceses se retiraban cuando yo caí.

-Tanto se retiraron -dijo la condesa-, que todavía están corriendo. Wellington les va a los alcances. No tengas cuidado por eso, que ya lo harán bien sin ti... Veremos si te dan algún grado por haber cogido el águila.

-Conque yo cogí un águila...

-Un águila toda dorada, con las alas abiertas y el pico roto, puesta sobre un palo, y con rayos en las garras: la he visto -dijo Inés con   —357→   satisfacción, extendiéndose en pomposas descripciones de la insignia imperial.

-Te encontraron -añadió la condesa-, entre muchos muertos y heridos, abrazado con el cadáver de un abanderado francés, el cual te mordía el brazo.

Era la parte de mi cuerpo que más me dolía.

-Te hemos buscado desde el 22 -dijo Inés-, y hasta anoche todo ha sido correr y más correr sin resultado alguno. Creímos que habías muerto. Fui a la zanja grande donde están enterrando los pobres cuerpos. Había tantos, tantos, que no los pude ver todos... Aquello parecía una maldición de Dios. Si cuando tal vi hubiera tenido en mi mano el águila que cogiste, la habría echado también en la zanja, y luego tierra, mucha tierra encima.

-Bien, Inesilla, nadie mejor que tú dice las mayores verdades de un modo más sencillo. La gloria militar y los muertos de las batallas debieran enterrarse en una misma fosa... En fin, adoradas mías, vivo estoy para quererlas muchísimo, y para casarme con la una, previo el consentimiento de la otra.

La condesa frunció ligeramente el ceño e Inés me miró el cabello. La felicidad que inundaba mi alma se desbordó en francas risas y expresiones gozosas, a que Inés habría contestado de algún modo, si la seriedad de su madre se lo hubiera permitido.

-Saquemos ahora de aquí a este bergante -dijo la condesa- y después se verá. Debemos dar gracias a esa señora inglesa que te recogió   —358→   en el campo de batalla y que te ha cuidado tan bien, según nos han dicho. Sé quien es y la hemos visto. La conocí en el Puerto... Por cierto, caballerito, que tenemos que hablar tú y yo.

-¿No está por aquí? ¡Athenais, Athenais!... Se empeñará en no venir cuando la necesitamos. Me alegro infinito de que se conozcan ustedes, creo que este conocimiento me ahorra un disgusto. Miss Fly es persona leal y generosa. ¡Sr. Juan de Dios!... Ese no vendrá aunque le ahorquen. Ha dado en decir que son ustedes el demonio.

-¿Ese bendito hospitalario? -indicó la condesa-. El médico nos dijo que se había ya escapado dos veces de la casa de locos... Vamos, a ver cómo te arreglamos en la camilla. Llamaremos a otro enfermero.

Cuando salió la condesa, dije a Inés:

-No me has dicho nada de aquella persona...

-Ya lo sabrás todo -me contestó, sin oponerse a que le comiese a besos las manos-. Ven pronto a casa... prueba a levantarte.

-No puedo, hijita, estoy muy débil. Ese hospitalario de mil demonios se propuso hoy matarme de hambre. El agustino empeñado en que no había de comer, y miss Fly volviéndome loco con sus habladurías...

-¡Oh! -dijo Inés con encantadora expresión de amenaza-. ¿Esa inglesa ha de estar contigo en todas partes...? Tengo una sospecha, una sospecha terrible, y si fuera cierto... ¿Seré yo demasiado buena, demasiado confiada   —359→   e inocente, y tú un grandísimo tunante?

Miró de nuevo mi frente, no ya con inquietud, sino con verdadera alarma.

-¡Inesilla de mi corazón! -exclamé-. ¡Si tienes sospechas, yo las disiparé! ¿Dudas de mí? Eso no puede ser. No ha sucedido nunca y no sucederá ahora. ¿Puedo yo dudar de ti? ¿Puede quebrantarse la fe de esta religión mutua en que ha mucho tiempo vivimos y entrañablemente nos adoramos?

-Así ha sido hasta aquí; pero ahora... tú me ocultas algo... mi madre ha pronunciado al descuido algunas palabras... No, Gabriel, no me engañes. Dímelo, dímelo pronto. Miss Fly te recogió del campo de batalla. Ella lo ha negado; pero es verdad. Nos lo han dicho.

-¡Engañarte yo!... Eso sí que es gracioso. Aunque fuese malo y quisiera hacerlo no podría... Pero te debo decir la verdad, toda la verdad, mujer mía, y empiezo desde este momento... ¿por qué me miras la frente?

-Porque... porque -dijo pálida, grave y amenazadora- porque ese mechón de pelo te lo ha quitado miss Fly. Yo lo adivino.

-Pues sí, ella misma ha sido -contesté con serenidad imperturbable.

-¡Ella misma!... ¡Y lo confiesa! -exclamó entre suspensa y aterrada.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Yo no sabía qué decirle. Pero la verdad salía en onda impetuosa de mi corazón a mis labios. Mentir, fingir, tergiversar, disimular era indigno de mí y de ella. Incorporándome con dificultad le dije:

  —360→  

-Yo te contaré muchas cosas que te sorprenderán, querida mía. Demos tú y yo las gracias a esa generosa mujer que me recogió de entre los muertos en el Arapil Grande, para que no te quedases viuda.

-En marcha, vamos -dijo la condesa entrando de súbito e interrumpiéndome-. En esta litera irás bien.




ArribaAbajo- XL -14

La casa de la calle del Cáliz, a donde por dos veces he transportado a mis oyentes, y a cuyo recinto de nuevo me han de seguir, si quieren saber el fin de esta puntual historia, era la habitación patrimonial de Santorcaz, que la había heredado de su padre un año antes, con algunas tierras productivas. Componíase el tal caserón de dos o tres edificios diversos en tamaño y estructura, que compró, unió y comunicó entre sí el Sr. D. Juan de Santorcaz, aldeano enriquecido a principios del siglo pasado. Faltaba a aquella vivienda elegancia y belleza; pero no solidez, ni magnitud, ni comodidades, aunque algunas piezas se hallaban demasiado distantes unas de otras y era excesiva la longitud de los corredores, así como el número de escalones que al discurrir de una parte a otra se encontraban.

En los aposentos donde anteriormente les vimos estaba Santorcaz con su hija el 22 de   —361→   Julio durante la batalla. Esta última circunstancia hará comprender a mis oyentes que no presencié lo que voy a contar, mas si lo cuento de referencia, si lo pongo en el lugar de los hechos presenciados por mí es porque doy tanta fe a la palabra de quien me los contó, como a mis propios ojos y oídos; y así téngase esto por verídico y real.

Estaban, pues, según he dicho, el infortunado D. Luis y su hija en la sala; lamentábase ella de que existieran guerras y maldecía él su triste estado de salud que no le permitía presenciar el espectáculo de aquel día, cuando sonó con terrible estruendo la famosa aldaba del culebrón, y al poco rato el único criado que les servía y el militar que les guardaba anunciaron a los solitarios dueños que una señora quería entrar. Como miss Fly había estado allí algunos días antes, ofreciendo al masón un salvo-conducto para salir de Salamanca y de España, alegrósele a aquel el alma y dio orden de que al punto dejasen pasar e internasen hasta su presencia a la generosa visitante. Transcurridos algunos minutos, entró en la sala la condesa.

Santorcaz rugió como la fiera herida cuando no puede defenderse. Largo rato estuvieron abrazadas madre e hija, confundiendo sus lágrimas, y tan olvidadas del resto de la creación, cual si ellas solas existieran en el mundo. Vueltas al fin en su acuerdo, la madre, observando con terror a aquel hombre rabioso y sombrío que clavaba los ojos en el suelo como si quisiera con la sola fuerza de su mirada   —362→   abrir un agujero en que meterse, quiso llevar a su hija consigo, y dijo palabras muy parecidas a las que yo pronuncié en circunstancias semejantes.

Los que vieron mi sorpresa, juzguen cuál sería la de Amaranta cuando Inés se separó de ella, y hecha un mar de lágrimas corrió con los brazos abiertos hacia el anciano, en ademán cariñoso. Absorta miró tan increíble movimiento la condesa. Santorcaz, cuando su hija estuvo próxima, volvió el rostro y alargó los brazos para rechazarla.

-Vete de aquí -dijo-, no quiero verte, no te conozco.

-¡Loco! -gritó la muchacha con dolor-. Si dices otra vez que me marche, me marcharé.

Revolvió Santorcaz los fieros ojos de un lado a otro de la estancia, miró con igual rencor a la condesa y a su hija, y temblando de cólera, repitió:

-Vete, vete, te he dicho que te vayas. No quiero verte más. Sal de esta casa con esa mujer, y no vuelvas.

-Padre -dijo Inés sin dar gran importancia al frenesí del anciano-. ¿No me has dicho que esta casa es mía? ¿No me has entregado las llaves? Pues voy a acomodar a esta señora en una habitación de las de la calle, porque hoy es imposible que encuentre posada, y mañana las dos nos iremos, dejándote tranquilo.

Tomando un manojo de llaves y repiqueteando con él, no sin cierta intención zumbona, Inés salió de la estancia seguida de   —363→   Amaranta, que nada comprendía de aquella tragicomedia.

Luego que se quedó solo, Santorcaz dio algunos paseos por la habitación, recorriéndola en giros y vueltas sin fin, cual macho de noria. Su fisonomía expresaba todo cuanto puede expresar la fisonomía humana, desde la saña más terrible15 a la emoción más tierna. Tomó después un libro, pero lo arrojó en el suelo a los pocos minutos. Cogió luego una pluma, y después de rasguñar el papel breve rato, la destrozó y la pisoteó. Levantose, y con pasos vacilantes e inseguro ademán dirigiose a la puerta vidriera, penetró en la estancia próxima, donde había un tocador de mujer y un lecho blanco. De rodillas en el suelo, hizo de la cama reclinatorio, y apoyando el rostro sobre ella, estuvo llorando todo el día.

Si Santorcaz hubiera tenido un oído agudo y finísimo, como el de algunas especies ornitológicas, habría percibido el rumor de tenues pasos en el corredor cercano; si Santorcaz hubiera poseído la doble vista, que es un absurdo para la fisiología, pero que no lo parecería si se llegaran a conocer los misteriosos órganos del espíritu, habría visto que no estaba enteramente solo; que una figura celestial batía sus alas en las inmediaciones de la triste alcoba; que sin tocar el suelo con su ligero paso, venía y se acercaba, y aplicaba con gracioso gesto su linda cabeza a la puerta para escuchar, y luego introducía un rayo de sus ojos por un resquicio para observar lo que dentro pasaba; y como si lo que veía y oía la contentase,   —364→   iluminaba aquellos sombríos espacios con una sonrisa, y se marchaba para volver al poco rato y atender lo mismo. Pero el pobre masón no veía nada de esto. Aquella tarde un ordenanza inglés le trajo un salvo-conducto para salir de Salamanca; pero el masón lo rompió. La condesa e Inés, excepto en los intervalos que esta salía, hablaban por los codos en las habitaciones de la calle. Figuraos la tarea de dos lenguas de mujer que quieren decir en un día todo lo que han callado en un año. Hablaban sin cesar, pasando de un asunto a otro, sin agotar ninguno, experimentando emociones diversas, siempre sorprendidas, siempre conmovidas, quitándose una a otra la palabra, refiriendo, ponderando, encareciendo, comentando, afirmando y negando.

Esto pasaba el 22 de Julio. De vez en cuando las interrumpía zumbido lejano, estremecimiento sordo de la tierra y del aire. Era la voz de los cañones de Inglaterra y Francia que estaban batiéndose donde todos sabemos. Las dos mujeres cruzaban las manos, elevando los ojos al cielo... Los cañonazos se repetían cada vez más. Por la tarde era un mugido incesante como el del Océano tempestuoso. En madre e hija pudo tanto el terror, que se callaron: es cuanto hay que decir. Pensaban en la cantidad de hombres que se tragaría en cada una de sus sacudidas el mar irritado que bramaba a lo lejos.

Llegó la noche y los cañonazos cesaron. Muy tarde entró Tribaldos en la casa. El pobre muchacho estaba consternado, y aunque   —365→   se la echaba de valiente, derramó algunas lágrimas.

-¿A dónde vas? -preguntó con inquietud la madre a la hija, viendo que esta se ponía el manto sin decir para qué.

-Al Arapil -contestó Inés entregando otro manto a la condesa, que se lo puso también sin decir nada.

Visitó Inés por breves momentos al anciano y salió de la casa y de la ciudad, acompañada de su madre y del fiel Tribaldos. Inmenso gentío de curiosos llenaba el camino. La batalla había sido horrenda, y querían ver las sobras todos los que no pudieron ver el festín. Anduvieron largo tiempo, toda la noche, hacia arriba y hacia abajo, y de acá para allá sin encontrar lo que buscaban, ni quien razón les diera de ello. Cerca del día vieron a miss Fly que regresaba del campo de batalla delante de una camilla bien arreglada y cubierta, donde traían a un hombre que fue encontrado en el Arapil Grande, lleno de heridas, sin conocimiento y con una horrible mordida en el brazo.

Acercáronse Inés, la condesa y Tribaldos a miss Fly para hacerle preguntas; pero esta, impaciente por seguir, les contestó:

-No sé una palabra. Dejadme continuar; llevo en esta camilla al pobre sir Thomas Parr, que está herido de gravedad.

Siguieron ellas y Tribaldos y recorrieron el campo de batalla, que la luz del naciente día les permitió ver en todo su horror; vieron los cuerpos tendidos y revueltos, conservando   —366→   en sus fisonomías la expresión de rabia y espanto con que les sorprendiera la muerte. Miles de ojos sin brillo y sin luz, como los ojos de las estatuas de mármol, miraban al cielo sin verlo. Las manos se agarrotaban en los fusiles y en las empuñaduras de los sables, como si fueran a alzarse para disparar y acuchillar de nuevo. Los caballos alzaban sus patas tiesas y mostraban los blancos dientes con lúgubre sonrisa. Las dos desconsoladas mujeres vieron todo esto, y examinaron los cuerpos uno a uno; vieron los charcos, las zanjas, los surcos hechos por las ruedas y los hoyos que tantos millares de pies abrieran en el bailoteo de la lucha; vieron las flores del campo machacadas, y las mariposas que alzaban el vuelo con sus alas teñidas de sangre. Regresaron a Salamanca, volvieron por la noche al campo de batalla, no ya conmovidas sino desesperadas; rezaban por el camino, preguntaban a todos los vivos y también a los muertos.

Por último, después de repetidos viajes y exploraciones dentro y fuera de la ciudad, en los cuales emplearon tres días, con ligeros intervalos de residencia y descanso en la casa de la calle del Cáliz, encontraron lo que buscaban en el hospital de sangre; improvisado en la Merced. Lo hallaron separado de los demás, en una habitación solitaria y en poder de un pobre fraile demente. Hicieron diligencias cerca de la autoridad militar, y, por último, consiguieron poder llevarle, es decir, llevarme consigo.



  —367→  

ArribaAbajo- XLI -

Acomodáronme en una estancia clara y bonita y en un buen lecho, que atropelladamente dispusieron para mí. Me dieron de comer, lo cual agradecí con toda mi alma, y empecé a encontrarme muy bien. Lo que más contribuía a precipitar mi restablecimiento era la alegría inexplicable que llenaba mi alma. Síntoma externo de este gozo era una jovialidad expansiva que me impulsaba a reír por cualquier frívolo motivo.

La noche de mi entrada en la casa, mientras la condesa escribía cartas a todo ser viviente en la sala inmediata, Inés me daba de cenar.

Nos hallábamos solos, y le conté toda, absolutamente toda la casi increíble novela de miss Fly, sin omitir nada que me perjudicase o me engrandeciese a los ojos de mi interlocutora. Oyome esta con atención profunda, mas no sin tristeza, y cuando concluí, diríase que mi constante amiga había perdido el uso de la palabra. No sé en qué vagas perplejidades se quedó suspenso y flotante su grande ánimo. En su fisonomía observé el enojo luchando con la compasión, y el orgullo tal vez en pugna con la hilaridad. Pero no decía nada, y sus grandes ojos se cebaban en mí. Por mi parte, mientras más duraba su abstracción contemplativa,   —368→   más inclinado me sentía yo a burlarme de las nubes que oscurecían mi cielo.

-¿Es posible que pienses todavía en eso? -le dije.

-Espero que me enseñes el mechón rubio con que te han pagado el negro... Buena pieza, piensas que me casaré contigo, con un perdido, con un bribón... Te cuidaremos, y luego que estés bueno te marcharás con tu adorada inglesa. Ninguna falta me haces.

Quería ponerse seria, y casi, casi lo lograba.

-No me marcharé, no -le dije-, porque te quiero más que a las niñas de mis ojos; me has enamorado porque eres una criatura de otros tiempos, porque vuestra alma, señora (me gusta tratar de vos a las personas) da la mano a la mía y ambas suben a las alturas donde jamás llega la vulgaridad y bajeza de los nacidos. Por vos, señora, seré Bernardo del Carpio, el Cid y Lanzarote del Lago, acometeré las empresas más absurdas, mataré a medio mundo y me comeré al otro medio.

-Si piensas embobarme con tales tonterías... -dijo sin quererse reír pero riendo.

-Señora -exclamé con dramático acento-, vos sois el imán de mi existencia, la única pareja digna de la inmensidad de mi alma; adoro las águilas que vuelan mirando cara a cara al sol, y no las gallinas que sólo saben poner huevos, criar pollos, cacarear en los corrales y morir por el hombre. Llevadme, llevadme con vos, señora, a los espacios de las grandes emociones y a las excelsitudes del pensamiento. Si me abandonáis, yo os lloraré en las ruinas; si   —369→   me amáis, seré vuestro esclavo y conquistaré diez reinos para poneros uno en cada dedo de las manos.

-Calla, calla, tonto, farsante -dijo Inés defendiéndose como podía contra la hilaridad que la ahogaba.

-¡Ah, señora y dueña mía16! -proseguí yo reforzando mi entonación-. Me rechazáis. Vuestro corazón es indigno del mío. Yo lo creí templado en el fuego de la pasión, y es un pedazo de carne fofa y blanda. Os lo pedía yo para unirlo al mío y vos le arrojáis a los soldados para que claven en él sus bayonetas. Sois indigna de mí, señora. Os digo estas sublimidades, y en vez de oírme, os estáis cosiendo todo el día; tembláis cuando voy a la guerra, no pensáis más que en vuestros chiquillos, en vez de pensar en mi gloria; y os ocupáis en hacer guisotes y platos diversos para darme de comer: yo no como, señora; en la región donde yo habito no se come... De veras sois tonta: os habéis empeñado en amarme con cariño dulce y tranquilo propio de costureras, boticarios, sargentos, covachuelistas y sastres de portal. ¡Oh! amadme con exaltación, con frenesí, con delirio, como amaba Bernardo del Carpio a doña Estela, y cantad las hazañas de los héroes que son norte y faro de mi vida, y poneos delante de mí cual figura histórica, sin cuidaros de que mi ropa esté hecha pedazos, mi mesa sin comida, y mis hijos desnudos. ¿Qué veo? ¿Os reís? ¡Miseria! ¡Yo me muero por vos y os reís! ¡Yo peno y vos os regocijáis! ¡Yo enflaquezco y vos   —370→   os presentáis a mí fresca, alegre y gordita!

Inés lloraba de risa, pero de una manera tan franca y natural, que todo el enojo se iba desvaneciendo en aquellas17 chispas de alegría. Mi corazón se entendió con el suyo, como los hermanos que por un momento riñen, para quererse más.

-Os abandono, porque amáis a otro, a una criatura vulgar y antipoética, señora -continué mirando su frente y haciendo con mis dedos movimiento semejante al abrir y cerrar de unas tijeras-; pero quiero llevarme un recuerdo vuestro, y así os corto ese mechón que os cuelga sobre la frente.

Diciéndolo, cogí la preciosa cabeza y le di mil besos.

-Que me lastimas, bárbaro -gritó sin cesar de reír.

Acudió la condesa que en la cercana habitación estaba, y al verla, Inés, más roja que una amapola, le dijo:

-Es Gabriel, que la está echando de gracioso.

-No hagáis ruido que estoy escribiendo. Todavía me faltan muchas cartas, pues tengo que escribir a Wellington, a Graham, a Castaños, a Cabarrús, a Azanza, a Soult, a O'Donnell y al Rey José.

Mi adorada suegra tenía la manía de las cartas. Escribía a todo el mundo, y de todos lograba respuesta. Su colección epistolar era un riquísimo archivo histórico, del cual sacaré algún día no pocas preciosidades.

Al día siguiente mi suegra fue a visitar a   —371→   miss Fly, a quien como he dicho, había tratado en el Puerto y reconocido últimamente en Salamanca. Athenais pagó la visita a la condesa en el mismo día. Vino elegantemente vestida, deslumbradora de hermosura y de gracia. Servíale de caballero el coronel Simpson, siempre encarnadito, vivaracho, acicalado y compuesto como un figurín, y siempre honrando todos los objetos y personas con la cuádruple mirada de dos ojos y dos vidrios que jamás descansaban en su investigadora observación. Yo me había levantado y desde un sillón asistí sin moverme a la visita, que no fue larga, aunque sí digna de ocupar el penúltimo lugar en esta verídica historia.

-¿De modo que parte usted definitivamente para Inglaterra? -dijo la condesa.

-Sí, señora -repuso Athenais, que no se dignaba mirarme- estoy cansada de la guerra y de España, y deseo abrazar a mi padre y hermanas. Si alguna vez vuelvo a España tendré el gusto de visitaros.

-Antes quizás tenga yo el de escribir a usted -dijo mi suegra acordándose de que había papel y plumas en el mundo-. Por falta de tiempo no he escrito ya a lord Byron a quien conocí en Cádiz. No llevará usted malos recuerdos de España.

-Muy buenos. Me he divertido mucho en este extraño país; he estudiado las costumbres, he hecho muchos dibujos de los trajes y gran número de paisajes en lápiz y acuarela. Espero que mi álbum llame la atención.

-También llevará usted memoria de las   —372→   tristes escenas de la guerra -dijo Amaranta con emoción.

-Los franceses nada respetan -indicó miss Fly con la indiferencia que se emplea en las visitas para hablar del tiempo.

-En su retirada -afirmó Simpson- han destruido todos los pueblos de la ribera del Tormes. No nos perdonan que les hayamos matado cinco mil hombres y cogido siete mil prisioneros con dos águilas, seis banderas y once cañones... ¡Grandiosa e importante batalla! No puedo menos de felicitar al Sr. de Araceli -añadió haciéndome el honor de dirigirse a mí- por su buen comportamiento durante la acción. El brigadier Pack y el honorable general Leith han hecho delante de mí grandes elogios de usted. Me consta que su excelencia el gran Wellington no ignora nada de lo que tanto os favorece.

-En ese caso -dije- tal vez se disipe la prevención que su excelencia tenía contra mí por motivos que nunca pude saber.

Athenais se puso pálida; mas dominándose al instante, no sólo se atrevió a fijar en mí sus lindos ojos de cielo, sino que se rió y de muy buena gana, según parecía.

-Este caballero -contestó con jovialidad asombrosa por lo bien fingida- ha tenido la desgracia y la fortuna de pasar por mi amante a los ojos de los ociosos del campamento. En España, el honor de las damas está a merced de cualquier malicioso.

-¡Pero cómo! ¿Es posible, señora? -exclamé fingiéndome sorprendido y además de sorprendido   —373→   encolerizado-. ¿Es posible que por aquel felicísimo encuentro nuestro...? No sabía nada ciertamente. ¡Y se han atrevido a calumniar a usted!... ¡Qué horror!

-Y poco ha faltado para que me supusieran casada con vos -añadió apartando los ojos de mí, contra lo que las conveniencias del diálogo exigían-. Me ha servido de gran diversión, porque a la verdad, aunque os tengo por persona estimable...

-No tanto que pudiera merecer el honor... -añadí completando la frase-. Eso es claro como el agua.

-Todo provino de que alguien nos vio juntos en la ciudad, cuando para salvaros de aquellos infames soldados, pasasteis por mi criado durante unas cuantas horas -dijo Athenais, coqueteando y haciendo monerías-. Ahora falta saber si por vanidad pueril fuisteis vos mismo quien se atrevió a propalar rumores tan ridículos acerca de una noble dama inglesa, que jamás ha pensado enamorarse en España, y menos de un hombre como vos.

-¡Yo, señora! El coronel Simpson es testigo de lo que pensaba yo sobre el particular.

-Los rumores -dijo el simpático Abraham-, partieron de la oficialidad inglesa y empezaron a circular cuando Araceli volvió de Salamanca y Athenais no.

-Y vos, mi querido sir Abraham Simpson -dijo miss Fly con cierto enojo-, disteis circulación a las groserías que corrían acerca de mí.

-Permitidme decir, mi querida Athenais   —374→   -indicó Simpson en español- que vuestra conducta ha sido algo extraña en este asunto. Sois orgullosa... lo sé... creíais rebajaros sólo ocupándoos del asunto... Lo cierto es que oíais todo, y callabais. Vuestra tristeza, vuestro silencio hacían creer...

-Me parece que no conocéis bien los hechos -dijo Athenais empezando a ruborizarse.

-Todos hablaban del asunto; el mismo Wellington se ocupó de él. Os interrogaron con delicadeza, y contestasteis de un modo vago. Se dijo que pensabais pedir el cumplimiento de las leyes inglesas sobre el matrimonio; calumnia, pura calumnia; pero ello es que lo decían y vos no lo negabais... yo mismo os llamé la atención sobre tan grave asunto, y callasteis...

-Conocéis mal los hechos -repitió Athenais más ruborizada-, y además sois muy indiscreto.

-Es que, según mi opinión -dijo Simpson-, llevasteis la delicadeza hasta un extremo lamentable, mi querida Athenais... Os sentíais ultrajada sólo por la idea de que creyeran... pues... una mujer de vuestra clase... No quiero ofender al señor; pero... es absurdo, monstruoso. La Inglaterra, señora, se hubiera estremecido en sus cimientos de granito.

-¡Sí, en sus cimientos de granito! -repetí yo-. ¡Qué hubiera sido de la Gran Bretaña!... Es cosa que espanta.

Miss Fly me dirigió una mirada terrible.

-En fin -dijo la condesa-, los rumores circularon... yo misma lo supe... Pero la cosa no   —275→   vale la pena. Si la Gran Bretaña se mantiene sin mancilla...

Miss Fly se levantó.

-Señora -le dije con el mayor respeto-, sentiría que usted dejase a España sin que yo pudiese manifestarle la profundísima gratitud que siento...

-¿Por qué, caballero? -preguntó llevando el pañuelo a su agraciada boca.

-Por su bondad, por su caridad. Mientras viva, señora, bendeciré a la persona que me recogió del campo de batalla con otros infelices compañeros.

-Estáis en gran error -exclamó riendo-. Yo no he pensado en tal cosa. Vos sin duda lo deseabais. Recogí a varios, sí; pero no a vos. Os han engañado. Me visteis en la Merced recorriendo las salas y dormitorios... No quiero que me atribuyan el mérito de obras que no me pertenecen.

-Entonces, señora, permítame usted que le dé las gracias por... No, lo que quiero decir es que ruego a usted no me guarde rencor por haber sido causa, aunque inocente, de esos ridículos rumores.

-¡Oh, oh!... No haga caso de semejante necedad. Soy muy superior a tales miserias... ¡La calumnia! Acaso me importa algo... ¡Vuestra persona! ¿Significa algo para mí? Sois vanidoso y petulante.

Miss Fly hacía esfuerzos extraordinarios por conservar en su semblante aquella calma inglesa que sirve de modelo a la majestuosa impasibilidad de la escultura. Miraba a los   —376→   cristales, a los viejos cuadros, al suelo, a Inés, a todos menos a mí.

-Entonces, señora -añadí-, puesto que ningún daño ha padecido usted por causa mía...

-Ninguno, absolutamente ninguno. Os hacéis demasiado honor, caballero Araceli, y sólo con pedirme excusas por la vil calumnia, sólo con asociar vuestra persona a la mía, estáis faltando al comedimiento, sí, faltando a la consideración que debe inspirar en todo lo habitado una hija de la Gran Bretaña.

-Perdón, señora, mil veces perdón. Sólo me resta decir a usted que deseo ser su humildísimo servidor y criado aquí y en todas partes y en todas las ocasiones de mi vida. ¿También así falto al comedimiento?

-También... pero, en fin, admito vuestros homenajes. Gracias, gracias -dijo con altivez-. Adiós.

Al fin de la visita, aunque repetidas veces se empeñó en reír, no pudo conseguirlo sino a medias. Sus manos temblaban, destrozando las puntas del chal amarillo. Despidiose cariñosamente de la condesa, y con mucha ceremonia de Inés y de mí.

-¿Y no será usted tan buena que nos escriba alguna vez para enterarnos de su salud? -le dije.

-¿Os importa algo?

-¡Mucho, muchísimo! -respondí con vehemencia y sinceridad profunda.

-¡Escribiros! Para eso necesitaría acordarme   —377→   de vos. Soy muy desmemoriada, señor de Araceli.

-Yo, mientras viva, no olvidaré la generosidad de usted, Athenais. Me cuesta mucho trabajo olvidar.

-Pues a mí no -,dijo mirándome por última vez.

Y en aquella mirada postrera que sus ojos me echaron, puso tanto orgullo, tanta soberbia, tanta irritación que sentí verdadera pena. Al fin salió de la sala. La palidez de su rostro y la furia de su alma la hacían terrible y majestuosamente bella.

Pocos momentos después aquel hermoso insecto de mil colores, que por unos días revoloteara en caprichosos círculos y juegos alrededor de mí, había desaparecido para siempre.

Muchas personas que anteriormente me han oído contar esto sostienen que jamás ha existido miss Fly; que toda esta parte de mi historia es una invención mía para recrearme a mí propio y entretener a los demás; pero ¿no debe creerse ciegamente la palabra de un hombre honrado? Por ventura, quien de tanta rectitud dio pruebas, ¿será capaz ahora de oscurecer su reputación con ficciones absurdas y con fábricas de la imaginación que no tengan por base y fundamento a la misma verdad, hija de Dios?

Poco después de que los dos ingleses nos dejaron solos, la condesa dijo a Inés:

-Hija mía, ¿tienes inconveniente en casarte con Gabriel?

  —378→  

-No, ninguno -repuso ella con tanto aplomo, que me dejó sorprendido.

Con inefable afecto besé su hermosa mano que tenía entre las mías.

-¿Está tranquila y satisfecha tu alma, hija mía?

-Tranquila y satisfecha -repuso-. ¡Pobrecita miss Fly!

Ambos nos miramos. Un cielo lleno de luz divina, y de inexplicable música de ángeles flotaba entre uno y otro semblante... Si es posible ver a Dios, yo lo veía, yo.

-¡Qué hermoso es vivir! -exclamé-. ¡Qué bien hizo Dios en criarnos a los dos, a los tres! ¿Hay felicidad comparable a la mía? ¿Pero esto qué es, es vivir o es morir?

Al oír esto, la condesa, que había corrido a abrazamos, se apartó de nosotros. Fijó los ojos en el suelo con tristeza. Inés y yo pensamos al mismo tiempo en lo mismo y sentimos la misma pena, una lástima íntima y honda que turbaba nuestra dicha.

-¿Qué tal está hoy? -preguntó Amaranta.

-Muy mal -repuso Inés-. Vamos los dos allá. Hace ya hora y media que no me ha visto, y estará muy taciturno.

Aunque extenuado y débil, me levanté y la seguí apoyado en su brazo.

-Haré la última tentativa y venceré -dijo cerca de la guarida del masón-. Le he observado muy bien todo el día, y el pobrecito no desea ya sino rendirse.



  —379→  

ArribaAbajo- XLII -

Al entrar en la solitaria y triste estancia, vimos a Santorcaz apoltronado en el sillón y leyendo atentamente un libro. Alzó la vista para mirarnos. Inés, poniendo la mano en su hombro, le dijo con cariñoso gracejo:

-Padre, ¿sabes que me caso?

-¿Te casas? -dijo con asombro el anciano soltando el libro y devorándonos con los ojos-. ¡Tú!...

-Sí -continuó Inés en el mismo tono-. Me caso con este pícaro Gabriel, con un opresor del pueblo, con un verdugo de la humanidad, con un satélite del despotismo.

Santorcaz quiso hablar, pero la emoción entorpecía su lengua. Quiso reír, quiso después ponerse serio y aun colérico; mas su semblante no podía expresar más que turbación, vacilación y desasosiego.

-Y como mi marido tendrá que servir a los reyes, porque éste es su oficio -prosiguió Inés-, me veré obligada, querido padre, a reñir contigo. Ahora me ha dado por la nobleza; quiero ir a la corte, tener palacio, coches y muchos y muy lujosos criados... Yo soy así.

-Bromea usted, señora doña Inesita -dijo Santorcaz en tono agri-dulce, recobrando al fin el uso de la palabra-. ¿No hay más que casarse con el primero que llega?

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-Hace tiempo que le conozco, bien lo sabes -dijo ella riendo-. Muchas veces te lo he dicho... Ahora, padre, tú te quedarás aquí con Juan y Ramoncilla, y yo me voy a Madrid con mi marido. Te entretendrás en fundar una gran logia y en leer libros de revoluciones y guillotinas para que acabes de volverte loco, como D. Quijote con los de caballerías.

Diciendo esto abrazó al anciano y se dejó besar por él.

-¡Adiós, adiós! -repitió ella- puesto que no nos hemos de ver más, despidámonos bien.

-Picarona -dijo él estrechándola amorosamente contra su pecho y sentándola sobre sus rodillas-. ¿Piensas que te voy a dejar marchar?

-¿Y piensas que yo voy a esperar a que tú me dejes salir? Padre, ¿te has vuelto tonto? ¿Has olvidado a la persona que ha estado en casa y que tiene tanto poder?... ¿No sabes que estás preso?... ¿crees que no hay justicia ni leyes, ni corregidores? Atrévete a respirar...

El masón apartó de sí a la muchacha, trató de levantarse, mas impidiéronselo sus doloridas piernas, y golpeando los brazos del sillón, habló así:

-Pues no faltaba más... marcharte tú y dejarme... Araceli -añadió dirigiéndose a mí con bondad-. Ya que mi hija tiene la debilidad de quererte, te permito que seas su marido; pero tú y ella os quedaréis conmigo.

-A buena parte vas con súplicas -dijo Inés riendo-. A fe que mi marido hace buenas migas con los masones. Él y yo detestamos   —281→   el populacho y adoramos a reyes y frailes.

-Bueno, me quedaré -dijo Santorcaz con ligera inflexión de broma en su tono-. Me moriré aquí. Ya sabes cómo está mi salud, hija mía: vivo de milagro. En estos días que has estado enojada conmigo, yo sentía que la vida se me iba por momentos, como un vaso que se vacía. ¡Ay! queda tan poco, que ya veo, ya estoy viendo el fondo negro.

-Todo se arreglará -dije yo acercando mi asiento al del enfermo-. Nos llevaremos con nosotros al enemigo de los reyes.

-Eso es, eso... Gabriel ha hablado con tanto talento como Voltaire -dijo el masón con repentino brío-. Me llevaréis con vosotros... No tengo inconveniente, la verdad.

-Bueno, le llevaremos -dijo Inés abrazando a su padre-, le llevaremos a Madrid, donde tenemos una casa muy grande, grandísima, y en la cual estaremos muy anchos, porque mi madre se va con todos sus criados a vivir a Andalucía para no volver más.

-¡Para no volver más! -dijo el enfermo con turbación-. ¿Quién te lo ha dicho?

-Ella misma. Se separa de mí mientras tú vivas.

-¡Mientras yo viva!... Ya lo ves. Por eso conocerás la inmensidad de su aborrecimiento.

-Al contrario, padre -dijo Inés con dulzura-, se marcha porque tú no la puedes ver, y para dejarme en libertad de que te cuide y esté contigo en tu enfermedad. Lo que te decía hace poco de abandonarte y marcharme sola con mi marido era una broma.

  —382→  

En los párpados del anciano asomaban algunas lágrimas que él hubiera deseado poder contener:

-Lo creo; pero eso de que tu madre se separe de ti por concederme el inestimable beneficio de tu compañía, me parece una farsa.

-¿No lo crees?

-No: ¿a que no se atreve a venir aquí y a decirlo delante de mí?

-Eso quisieras tú, padrito. ¿Cómo ha de venir a decirte eso, ni ninguna otra cosa, cuando se ha marchado?

-¡Se ha marchado! ¡Se ha marchado! -exclamó Santorcaz con un desconsuelo tan profundo que por largo rato quedó estupefacto.

-¿Pues no lo sabes? ¿No sentiste la voz de unos señores ingleses? Esos la acompañan hasta Madrid, de donde partirá para Andalucía.

El dominio de aquella hermosa y excelente criatura sobre su padre era tan grande que Santorcaz pareció creerlo todo tal como ella lo decía. Clavaba los ojos en el suelo y lentamente se acariciaba la barba.

-Búscala por toda la casa -prosiguió Inés-. A fe que tendría gusto la señora en vivir dentro de esta jaula de locos.

-¡Se ha marchado! -repitió sombríamente Santorcaz, hablando consigo mismo.

-Y no me costó poco quedarme -añadió ella haciendo con manos y rostro encantadoras monerías-. Su deseo era llevarme consigo. Allá le dijo no sé quién... nada se puede tener oculto... que yo te había tomado gran cariño. Sólo por esta razón venía dispuesta a perdonarte,   —383→   a reconciliarse contigo... Esto era lo más natural, pues tú la habías amado mucho, y ella te había amado a ti... Pero tú estás loco... la recibiste como se recibe a un enemigo... te pusiste furioso... te negaste a ser bueno con ella. Me has hecho pasar unos ratos que no te perdono.

Las lágrimas corrieron hilo a hilo por la cara de Santorcaz.

-Mi deber era huir de esta casa aborrecida, huir con ella, abandonándote a las perversidades y rencores de tu corazón -dijo Inés que reunía a la santidad de los ángeles cierta astucia de diplomático-. Pero me acordé de que estabas enfermo y postrado; se lo dije...

El masón miró a su hija, preguntándole con los ojos cuanto es posible preguntar.

-Se lo dije, sí -prosiguió ella-, y como esa señora tiene un corazón bueno, generoso y amante; como nunca, nunca ha deseado el mal ajeno, ni ha vivido del odio; como sabe perdonar las ofensas y hacer bien a los que la aborrecen... ¡ay! no lo creerás ni lo comprenderás, porque un corazón de hierro como el tuyo, no puede comprender esto.

-Sí, lo creo, lo comprendo -dijo Santorcaz secando sus lágrimas.

-Pues bien; ella misma convino en que no me separase de ti, para consolarte y fortalecerte en tus últimos días; y como ella y tú no podéis estar juntos en un mismo sitio, determinó retirarse. Acordamos que me case con el verdugo de la humanidad y que Gabriel y yo te llevemos a vivir con nosotros.

  —384→  

-¿Y se marchó?... ¿pero se marchó? -preguntó Santorcaz con un resto de esperanza.

-Y se marchó, sí señor. Venía dispuesta a reconciliarse contigo, a quererte como yo te quiero. Ha llorado mucho la pobrecita, al ver que después de tantos años, después de tantas desgracias como le han ocurrido por ti, después de tanto daño como le has hecho, aún te niegas a pronunciar una palabra cristiana, a borrar con un momento de generosidad todas las culpas de tu vida, a descargar tu conciencia y también la suya del peso de un resentimiento insoportable. Se ha marchado perdonándote. Dios se encargará de juzgarte a ti, cuando en el momento del juicio le presentes como únicos méritos de tu existencia, ese corazón insensible y perverso, o mejor dicho, ese nido de culebras, a las cuales has criado, a las cuales echas de comer todos los días para que crezcan y vivan siempre, y te muerdan aquí y en la eternidad de la otra vida.

El masón se revolvía con angustia en su sillón; el llanto había cesado de afluir de sus ojos; tenía el rostro encendido, las manos crispadas, echada la cabeza hacia atrás, y entrecortaba su aliento una sofocación fatigosa.

-Padre -exclamó Inés echándole los brazos al cuello-. Sé bueno, sé generoso y te querré más todavía. Ya sabes mi deseo: prepárate a cumplirlo, y mi madre volverá. Yo la llamaré y volverá.

Los músculos de Santorcaz se tendieron, poniéndose rígidos, cerró los ojos, inclinó la   —385→   cabeza, y su aspecto fue el de un cadáver. En aquel mismo instante abriose la puerta y penetró la condesa, pálida, llorosa. Andando lentamente, adelantó hasta llegar al lado del enfermo que seguía inerte, mudo y aparentemente sin vida. Alarmados todos, acudimos a él, y con ayuda de Juan y Ramoncilla le acostamos en su lecho; al instante hicimos venir el médico que ordinariamente le asistía.

Inés y la condesa le observaban atentamente, y fijaban sus ojos en el semblante demacrado, pero siempre hermoso, del desgraciado masón. Miraban con espanto aquella sima, aterradas de lo que en su profundidad había, sin comprenderlo bien.

El médico, luego que le examinara, anunció su próximo fin, añadiendo que se maravillaba de que alargase tanto su vida, pues el día anterior casi le diputó por muerto, aunque ocultó a Inés el fatal pronóstico. Cerca ya de la noche, un hondo suspiro nos anunció que recobraba de nuevo el conocimiento; abrió los ojos, y revolviéndolos con espanto por todo el recinto de la estancia, fijolos en la condesa, cuyo semblante iluminaba la triste luz.

-¡Otra vez estás aquí! -exclamó con voz torpe y expresión de hastío y cólera-; ¿otra vez aquí? Mujer, sabe que te aborrezco. ¡La cárcel, el destierro, el patíbulo... todo te ha parecido poco para perseguirme!... ¿Por qué vienes a turbar mi felicidad? Vete, ¿por qué agarras a mi hija con esa mano amarilla como la de la muerte? ¿Por qué me miras con esos ojos plateados que parecen rayos de luna?

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-Padre, no hables así, que me das miedo -gritó Inés abrazándole, llenos los ojos de lágrimas.

La condesa no decía nada y lloraba también.

Santorcaz, después de aquella crisis de su espíritu, cayó en nuevo sopor profundísimo,y cerca de la madrugada, recobró el conocimiento con un despertar sereno y sosegado. Su mirar era tranquilo, su voz clara y entera, cuando dijo:

-Inés, niña mía, ángel querido ¿estás aquí?

-Aquí estoy, padre -respondió ella acudiendo cariñosamente a su lado-. ¿No me ves?

Inés tembló al observar que los ojos de su padre se fijaban en los de la condesa.

-¡Ah! -dijo Santorcaz sonriendo ligeramente-. Está ahí... la veo... viene hacia acá... ¿Pero por qué no habla?

La condesa había dado algunos pasos hacia el lecho, pero permanecía muda.

-¿Por qué no habla? - repitió el enfermo.

-Porque te tiene miedo -dijo Inés- como te lo tengo yo, y no se atreve la pobrecita a decirte nada. Tú tampoco le dices nada.

-¿Qué no? -indicó el masón con asombro-. Hace dos horas que estoy dirigiéndole la palabra... tengo la boca seca de tanto hablar, y no me contesta. ¡Ay! -añadió con dolor y volviendo el rostro- es demasiado cruel con este infeliz.

-¿La quieres mucho, padre? -preguntó Inés tan conmovida que apenas entendimos sus palabras.

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-¡Oh, mucho, muchísimo! -exclamó el enfermo oprimiéndose el corazón.

-Por eso desde que la has visto -continuó la muchacha- le has pedido perdón por los ligeros perjuicios que sin querer le has causado. Todos te hemos oído y hemos alabado a Dios por tu buen comportamiento.

-¿Me habéis oído?... -dijo él con asombro, mirándonos a todos-. ¿Me has oído tú... me ha oído ella... me ha oído también Araceli? Lo había dicho bajo, muy bajito para que sólo Dios me oyera, y lo ignorara todo ser.

Amaranta, tomando la mano de Santorcaz, dijo:

-Hace mucho, mucho tiempo que deseaba perdonarte; si en cualquiera ocasión, desde que Inés vino a mi poder, te hubieras presentado a mí como amigo... Yo también he tenido resentimientos; pero la desgracia me ha enseñado pronto a sofocarlos...

Lágrimas abundantes cortaron su voz.

-Y yo -dijo Santorcaz con voz apacible y ademán sereno-. Yo que voy a morir, no sé lo que pasa en mi corazón. Él nació para amar. Él mismo no sabe si ha amado o ha aborrecido toda su vida.

Después de estas palabras todos callaron por breve rato. Las almas de aquellos tres individuos, tan unidos por la Naturaleza y tan separados por las tempestades del mundo, se sumergían, por decirlo así, en lo profundo de una meditación religiosa y solemne sobre su respectiva situación. Inés fue la primera que rompió el grave silencio, diciendo:

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-Bien se conoce, querido padre, que eres un hombre bueno, honrado, generoso. Si has tenido fama de lo contrario, es porque te han calumniado. Pero nosotras, nosotras dos y también Araceli, te conocemos bien. Por eso te amamos tanto.

-Sí -respondió el masón, como responde el moribundo a las preguntas del confesor.

-Si has hecho algunas cosas malas -continuó Inés- es decir, que parecen malas, ha sido por broma... Esto lo comprendo perfectamente. Por ejemplo: cuando te perseguían... apuesto a que la persecución no era ni la mitad de lo que tú te figurabas... pero, en fin, sea lo que quiera. Lo cierto es que te enfadaste, y con muchísima razón, porque tú estabas enamorado, querías ser bueno, querías... Pero hay familias orgullosas... Es preciso también considerar que una familia noble debe tener cierto punto... Dios primero y el mundo después no han querido que todos sean iguales.

-Pero se ven castigos, o si no castigos, justicias providenciales en la tierra -dijo Santorcaz bruscamente, mirando a Amaranta-. Señora condesa, hoy mismo ha consentido usted que su hija única y noble heredera se case con un chico de las playas de la Caleta. ¡Bravo abolengo, por cierto!

-Mejor sería -repuso la condesa- decir con un joven honrado, digno, generoso, de mérito verdadero y de porvenir.

-¡Oh! señora mía, eso mismo era yo hace veinte años -afirmó Santorcaz con tristeza.

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Después cerró los ojos, como para apartar de sí imágenes dolorosas.

-Es verdad -dijo Inés entre broma y veras-; pero tú te entregaste a la desesperación, padre querido, tú no tuviste la fortaleza de ánimo de este opresor de los pueblos, tú no luchaste como él contra la adversidad, ni conquistaste escalón por escalón un puesto honroso en el mundo. Tú te dejaste vencer por la desgracia; corriste a París, te uniste a los pícaros revolucionarios que entonces se divertían en matar gente. Agraviados ellos como tú y tú como ellos, todos creíais que cortando cabezas ajenas ganabais alguna cosa y valían más los que se quedaran con ella sobre los hombros... Viniste luego a España con el corazón lleno de venganza. Tú querías que nos divirtiéramos aquí con lo que se divertían allá; la gente no ha querido darte gusto y te entretuviste con las mojigangas y gansadas de los masones, que según ellos dicen, hacen mucho, y según yo veo, no hacen nada...

-Sí -dijo el anciano.

-Al mismo tiempo procurabas hacer daño a la persona que más debías amar... Yo sé que si ella no te hubiera despreciado como te despreciaba, tú habrías sido bueno, muy bueno, y te habrías desvivido por ella...

-Sí, sí - repitió él.

-Esto es claro: Dios consiente tales cosas. A veces dos personas buenas parece que se ponen de acuerdo para hacer maldades, sin caer en la cuenta de que diciéndose dos palabras, concluirían por abrazarse y quererse mucho.

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-Sí, sí.

-Y no me queda duda -continuó Inés derramando sin cesar aquel torrente de generosidad sobre el alma del pobre enfermo-, no me queda duda de que te apoderaste de mí porque me querías mucho y deseabas que te acompañara.

Santorcaz no afirmó ni negó nada.

-Lo cual me place mucho -prosiguió ella-. Has sido para mí un padre cariñoso. Declaro que eres el mejor de los hombres, que me has amado, que eres digno de ser respetado y querido, como te quiero y te respeto yo, dando el ejemplo a todos los que están presentes.

El revolucionario miró a su hija con inefable expresión de agradecimiento. La religión no hubiera ganado mejor un alma.

-Muero -dijo con voz conmovida D. Luis, alargando la mano derecha a Amaranta y la izquierda a su hija- sin saber cómo me recibirá Dios. Me presentaré con mi carga de culpas y con mi carga de desgracias, tan grandes la una y la otra, que ignoro cuál será de más peso... Mi pecho ha respirado venganza y aborrecimiento por mucho tiempo... he creído demasiado en las justicias de la tierra: he desconfiado de la Providencia; he querido conquistar con el terror y la violencia lo que a mi entender me pertenecía; he tenido más fe en la maldad que en la virtud de los hombres; he visto en Dios una superioridad irritada y tiránica, empeñada en proteger las desigualdades del mundo; he carecido por completo de humildad; he sido soberbio como Satán, y me he burlado del paraíso a que no podía llegar;   —391→   he hecho daño, conservando en el fondo de mi alma cierto interés inexplicable por la persona ofendida; he corrido tras el placer de la venganza, como corre en el desierto el sediento tras un agua imaginaria; he vivido en perpetua cólera, despedazándome el corazón con mis propias uñas. Mi espíritu no ha conocido el reposo hasta que traje a mi lado un ángel de paz que me consoló con su dulzura, cuando yo la mortificaba con mi cólera. Hasta entonces no supe que existían las dos virtudes consoladoras del corazón, la caridad y la paciencia. Que las dos llenen mi alma, que cierren mis ojos y me lleven delante de Dios.

Diciendo esto, se desvaneció poco a poco. Parecía dormido. Las dos mujeres, arrodilladas a un lado y otro, no se movían. Creí que había muerto; pero acercándome, observe su respiración tranquila. Retireme a la sala inmediata, e Inés me siguió poco después. Entre los dos convenimos en llamar al prior de Agustinos, varón venerable, que había sido amigo muy querido del padre de Santorcaz.

Por la mañana, después de la piadosa ceremonia espiritual, Santorcaz nos rogó que le dejásemos solo con la condesa. Largo rato hablaron a solas los dos; mas como de pronto sintiéramos ruido, entramos y vimos a Amaranta de rodillas al pie del lecho, y a él incorporado, inquieto, con todos los síntomas de un delirio atormentador. Con sus extraviados ojos miraba a todos lados, sin vernos, atento sólo a los objetos imaginados con que su espíritu poblaba la oscura estancia.

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-Ya me voy - decía-, ya me voy... ¡adiós! es de día... No tiembles... esos pasos que se sienten son los de tu padre que viene con un ejército de lacayos armados para matarme... No me encontrarán... Saldré por la ventana del torreón... ¡Cielo santo! han quitado la escala me arrojaré aunque muera... Dices bien, mi cuerpo, encontrado al pie de estos muros, será tu vergüenza y la deshonra de esta casa... ¿Esperaré? ¿No quieres que aguarde?... Ya están ahí; tu padre golpea la puerta y te llama... Adiós: me arrojaré al campo... También allá abajo hay criados con palos y escopetas. Dios nos abandona porque somos criminales. Me ocurre una idea feliz. Estás salvada... escóndete allí... pasa a tu alcoba. Déjame recoger estos vasos de valor, estos candelabros de plata. Los llevaré conmigo, y procuraré escurrirme con mi tesoro robado por la cornisa del torreón hasta llegar al techo de las cuadras. Adiós... saldré; abre la puerta y grita: ¡al ladrón, al ladrón! Conocerán tu deshonra Dios y tu padre, si quieres revelársela; pero no esa turba soez. Vieron entrar un hombre, pero ignoran quién es y a lo que vino. Alma mía, ten valor; haz bien tu papel. Grita ¡al ladrón, al ladrón!... Adiós... Ya salgo; me escurro por estas piedras resbaladizas y verdosas... Aún no me han visto los de abajo. Es preciso que me vean... ¡Oh! Ya me ven los miserables con mi carga de preciosidades, y todos gritan: ¡al ladrón, al ladrón! ¡Qué inmensa alegría siento! Nadie sabrá nada, vida y corazón mío; nadie sabrá nada, nada...

  —393→  

Cayó hacia atrás, estremeciéndose ligeramente, y su alma hundiose en el piélago sin fondo y sin orillas. Inés y yo nos acercamos con religioso respeto al exánime cuerpo. En nuestro estupor y emoción creímos sentir el rumor de las aguas negras y eternas, agitándose al impulso de aquel ser que había caído en ellas; pero lo que oíamos era la agitada respiración de la condesa, que lloraba con amargura, sin atreverse a alzar su frente pecadora.




Arriba- XLIII -

Los que quieran saber cómo y cuándo me casé, con otras particularidades tan preciosas como ignoradas acerca de mi casi inalterable tranquilidad durante tantos años, lean, si para ello tienen paciencia, lo que otras lenguas menos cansadas que la mía narrarán en lo sucesivo. Yo pongo aquí punto final, con no poco gusto de mis fatigados oyentes y gran placer mío por haber llegado a la más alta ocasión de mi vida, cual fue el suceso de mis bodas, primer fundamento de los sesenta años de tranquilidad que he disfrutado, haciendo todo el bien posible, amado de los míos y bienquisto de los extraños. Dios me ha dado lo que da a todos cuando lo piden buscándolo, y lo buscan sin dejar de pedirlo. Soy hombre práctico en la vida y religioso en mi conciencia. La vida   —394→   fue mi escuela, y la desgracia mi maestra. Todo lo aprendí y todo lo tuve.

Si queréis que os diga algo más (aunque otros se encargarán de sacarme nuevamente a plaza, a pesar de mi amor a la oscuridad), sabed que una serie de circunstancias, difíciles de enumerar por su muchedumbre y complicación, hicieron que no tomase parte en el resto de la guerra; pero lo más extraño es que desde mi alejamiento del servicio empecé a ascender de tal modo que aquello era una bendición.

Habiendo recobrado el aprecio y la consideración de lord Wellington, recibí de este hombre insigne pruebas de cordial afecto, y tanto me atendió y agasajó en Madrid que he vivido siempre profundamente agradecido a sus bondades. Uno de los días más felices de mi vida fue aquel en que supimos que el duque de Ciudad-Rodrigo había ganado la batalla de Waterloo.

Obtuve poco después de los Arapiles el grado de teniente coronel. Pero mi suegra, con el talismán de su jamás interrumpida correspondencia, me hizo coronel, luego brigadier, y aún no me había repuesto del susto, cuando una mañana me encontré hecho general.

-Basta -exclamé con indignación después de leer mi hoja de servicios-. Si no pongo remedio, serán capaces de hacerme capitán general sin mérito alguno.

Y pedí mi retiro.

Mi suegra seguía escribiendo para aumentar por diversos modos nuestro bienestar, y   —395→   con esto y un trabajo incesante, y el orden admirable que mi mujer estableció en mi casa (porque mi mujer tenía la manía del orden como mi suegra la de las cartas) adquirí lo que llamaban los antiguos aurea mediocritas; viví y vivo con holgura, casi fui y soy rico, tuve y tengo un ejército brillante de descendientes entre hijos, nietos y biznietos.

Adiós, mis queridos amigos. No me atrevo a deciros que me imitéis, porque sería inmodestia; pero si sois jóvenes, si os halláis postergados por la fortuna, si encontráis ante vuestros ojos montañas escarpadas, inaccesibles alturas, y no tenéis escalas ni cuerdas, pero sí manos vigorosas; si os halláis imposibilitados para realizar en el mundo los generosos impulsos del pensamiento y las leyes del corazón, acordaos de Gabriel Araceli, que nació sin nada y lo tuvo todo.




 
 
FIN DE «LA BATALLA DE LOS ARAPILES»
Y DE LA PRIMERA SERIE DE LOS EPISODIOS NACIONALES.
 
 


Febrero-Marzo de 1875.