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La broma literaria en nuestros días: Max Aub, Francisco Ayala, Ricardo Gullón, Carlos Ripoll, César Tiempo.

Estelle Irizarry

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INTRODUCCION

     En toda ficción hay un espíritu de juego en el sentido de que el lector es invitado a aceptar las invenciones literarias como si fuesen la verdad. Algunos autores, no satisfechos con esta milenaria convención narrativa, han querido extender la esfera de sus imaginaciones más allá de los confines de la obra escrita. De ahí nace la broma literaria, fenómeno que observamos en seis obras de idioma español en las que se lleva a cabo la superchería con particular ingenio.

     Se puede considerar como antecedente a la broma literaria el uso tradicional del anónimo y del seudónimo, detrás de los cuales innumerables autores han optado por ocultar su identidad por diversos motivos que no examinaremos aquí. Tales disfraces hicieron posibles enconadas guerras literarias en nuestro Siglo de Oro, y en el caso de Quevedo, un poema anónimo («Católica Sacra, Real Majestad...») puesto debajo de la servilleta del rey Felipe IV le costó cuatro años de cárcel. Muchos escritores famosos de España e Hispanoamérica han empleado seudónimos; el mejicano Manuel Gutiérrez Nájera (1), del siglo pasado, cambiaba de personalidad literaria con cada uno de los más de treinta seudónimos que adoptó porque para él «escribir sin seudónimo es como salir a la calle sin camisa». Existen diccionarios y manuales en diversos idiomas dedicados al [8] esclarecimiento de las máscaras literarias que son los seudónimos.

     El propósito principal de los autores que emplean seudónimos en algunas bromas que estudiamos no es ocultarse en forma evasiva, sino crear personajes-autores que parecen vivir fuera de las tapas del libro con identidad propia independiente de la de su creador. En algunas bromas la ficción empieza mucho antes de que se lea el texto del libro; otras provocan repercusiones que perduran después de concluída la lectura. El momento del descubrimiento depende de la perspicacia del lector o de la confesión del autor, pero puede postergarse indefinidamente si éste no se adelanta para aclararlo. A veces la mentira es difícil de desmentir porque, como veremos, las confesiones de los bromistas no se consideran siempre confiables.

     Todos los ejemplos que examinamos en este libro han sido reconocidos como supercherías, o por sus autores o por los lectores; es decir, que no es nuestra intención desenmascarar ninguna que no se haya revelado ya. Nos proponemos historiar las bromas y descubrir las razones de su éxito, los valores literarios que tienen, las posibles clases de lectura a que se prestan, las pistas que encierran y los motivos del autor, hasta el punto en que sean evidentes.

     Lo que nos parece de veras notable es que se hayan dado tantas bromas de tan alta categoría literaria en autores hispánicos de nuestros días. Estos no son escritores segundones obligados a buscarse artificios llamativos para imponerse en el mundo de las letras, porque todos han sobresalido como poetas, críticos o novelistas, antes o después de producir las bromas.

     Deseamos aclarar que las bromas literarias que consideramos aquí no intentan falsificar o defraudar por el motivo de lucro. La falsificación de manuscritos «originales», por ejemplo, fue común en la antigua Grecia en los tiempos de Pericles, y en el Renacimiento europeo. Citamos, por vía de ejemplo, dos famosos casos de falsificaciones, para que se [9] vea lo lejos que están de la llamada broma literaria. Su éxito se debía únicamente a la pericia técnica de su ejecución, y no a factores de arte literario: Thomas Ireland, nacido en 1776, empezó a fabricar manuscritos y documentos de Shakespeare a la edad de diecinueve años; tan convincentes eran sus manuscritos de «El rey Lear» y fragmentos de «Hamlet» con variantes, que los expertos más respetados, incluyendo a Boswell, apoyaban su autenticidad. Sólo se hizo evidente el fraude cuando el envalentonado falsificador presentó una obra suya, «Vortigern», como recuperado drama de Shakespeare. En 1796, Ireland confesó las supercherías, pero con un tono tan poco contrito que se dudaba de la veracidad de su confesión. Otro estafador, el griego Alcibiades Simonides (1818-1890), llevó a cabo una carrera de falsificaciones en toda Europa, pasando de un país a otro, exhumando supuestos manuscritos clásicos.

     Hay otro tipo de falsificación que se aproxima un poco a la broma literaria porque exige cierta habilidad imitativa y aún inventiva: la impostura, en que un autor atribuye sus propias creaciones a otro, del pasado, o inventado por él o ya conocido. En algunos casos, se atribuye la obra a personas vivas, lo cual acarrea el peligro de una reclamación jurídica por difamación. Ofrecemos los siguientes ejemplos de imposturas:

     Como es de esperar, en España las obras de Cervantes inspiraron algunas imposturas ilustres. Al año de publicar Cervantes la primera parte del Quijote, apareció una secuela apócrifa firmada por un tal «Alfonso Fernández de Avellaneda», cuya identidad ha sido objeto de conjetura. La obra ha sido atribuida a Lope de Vega, Ruiz de Alarcón, Guillén de Castro, Tirso de Molina, los hermanos Argensola y otros escritores de la época. Cervantes desmiente la autenticidad del falso Quijote, en su prólogo a la segunda parte de su libro publicada en 1615. El misterio sigue siendo una verdadera obsesión para los cervantistas. Otra impostura cervantina fue llevada a cabo con gran éxito por el [10] erudito Adolfo de Castro y Rosi (1826-1898). Debido a su pericia al imitar el estilo y el lenguaje de los clásicos, hizo pasar una obra suya, El Buscapié por obra de Cervantes en 1884. El Buscapié fue traducido a varios idiomas y suscitó muchas polémicas. Es interesante notar que Adolfo de Castro dedicó dos libros al tema de los inéditos: Varias obras inéditas de Cervantes (1874) y Una joya desconocida de Calderón (1881), y otro a El «Quijote» de Avellaneda (1899).

     Otro erudito español, el Abate José Marchena y Cueto (1768-1821), traductor de las espurias Obras de Ossian, fraguó en latín un fragmento que llenaba una laguna en el Satiricón de Petronio y que fue tenido por auténtico por los eruditos alemanes de más prestigio. Fabricó cuarenta versos de Catulo en 1806, pero como su editorial había revelado su primera superchería en 1800, parece que ésta nueva no tardó en descubrirse. ¡Fue llamado a capítulo a través de una broma cuando un profesor de Jena anunció que la biblioteca de esa ciudad poseía un manuscrito de los mismos versos, sin los errores del copista, faltas de prosodia y otras debilidades de la versión de Marchena!

     La literatura internacional ofrece numerosos ejemplos de imposturas muy originales, tales como las ya mencionadas Obras de Ossian, traducidas por Marchena. Un maestro de escuela inglés, James Macpherson, publicó en el siglo XVIII una epopeya y otros poemas, atribuyéndolos a un supuesto héroe escocés del siglo III de nombre Ossian. No se consideraban muy buenos los poemas, a pesar de que Napoleón los tenía por obras maestras y los llevaba consigo. El éxito de los libros fue tremendo en Inglaterra y en todo el mundo, sin que se descubriera la superchería, que sólo ha sido demostrada por la crítica moderna, pues Macpherson había asimilado perfectamente el estilo de los antiguos bardos gaélicos.

     Un sacerdote irlandés, padre Francis Mahony, que usó el seudónimo de padre Prout, inventó una forma de broma que consistía en traducir un poema famoso a otro idioma y [11] hacerlo pasar por una obra anterior, y además, por la original que sin duda inspiró la versión conocida. Perpetró varias supercherías de este tipo.

     Vanderbourg, un francés, publicó en 1803 poemas de Clotilde de Surville, supuestamente una contemporánea del rey Carlos VII de Francia. Los versos eran celebrados por su gracia y belleza.

     El catálogo Fortsas se publicó en 1840, con una descripción de cincuenta y dos libros completamente desconocidos que procedían de la biblioteca del difunto conde J.N.A. de Fortsas de Binche, Bélgica. Bibliófilos y colectores de la época trataron de conseguir los libros inexistentes.

     Prosper Mérimée (1803-1870), el notable novelista y ensayista francés, se estrenó como escritor con una colección de dramas cortos supuestamente traducidos del español: Le théâtre de Clara Gazul, y luego le inventó una biografía. Fue tan convincente la broma que hubo español que afirmara que las obras eran aún mejores en el español original. Mérimée también inventó una carta de Robespierre y las obras de un poeta húngaro.

     John Whitcomb Riley, conocido poeta norteamericano (1853-1916) publicó en un periódico en Indiana un poema encontrado por él y firmado con las iniciales E.A.P. Tan evidente era el estilo, que todo el mundo lo tomó por un original de Edgar Alan Poe.

     Friedrich Bodenstedt publicó en 1850 sus traducciones al alemán de una colección de poemas persas: Cantos de Mirza Schaffy, que gozaron de tremenda popularidad en Alemania y fueron traducidos a todos los idiomas. Bodenstedt confesó ser autor de los cantos y reveló que Mirza Schaffy efectivamente existía: era su maestro de idiomas tartárico y persa.

     Uno de los impostores más atrevidos de todos los tiempos fue Thomas Chatterton (1752-1770), quien a la edad de catorce años, empezó a falsificar obras antiguas. Convenció a todos los expertos de la autenticidad de sus poemas [12] atribuidos a un monje del siglo XV llamado Rowley. Los eruditos Gray y Mason detectaron la impostura y Chatterton, sin poder ganarse la vida con sus propios poemas, se suicidó a la edad de dieciocho años. (2)

     Clifford Irving y su esposa admitieron en 1972 que sus supuestas entrevistas con el multimillonario recluso Howard Hughes y su biografía basada en ellas eran fraudulentas. Como la editorial les había adelantado una suma muy considerable a base de una biografía auténtica, el episodio les costó a los Irving el encarcelamiento.

     Lo que llamamos broma literaria es una travesura emprendida con propósitos esencialmente literarios y humorísticos. Casi siempre incluye todas las pistas necesarias para conducir al lector al descubrimiento de la superchería, y una confesión --o por lo menos admisión-- de paternidad. Se pueden considerar como antecedentes los siguientes casos internacionales:

     Sir Walter Scott (1771-1832), famoso novelista inglés, usaba en sus obras falsos epígrafes atribuidos a baladas antiguas.

     G. W. Häring, inspirado por una apuesta, publicó en Lepsic en 1824 una supuesta traducción de una novela de Walter Scott titulada Walladmor. Como la versión original no aparecía, DeQuincey la iba a traducir al inglés, pero dándose cuenta de que era una superchería --y bastante mala-- decidió fabricar su propia novela, resultando así una concatenación de bromas.

     Reiteramos que las bromas de autores hispánicos que tratamos a continuación impresionan tanto por sus valores literarios como por la calidad de su superchería. En vista de los ejemplos antes citados, es evidente que representan formas nuevas de gran imaginación dentro de un género ya tradicional.

     Uno de los peligros inherentes a la ejecución de una broma literaria, sin embargo, es que sea malentendida debido al resentimiento de quien no sabe reírse. Hemos [13] tratado de establecer deslindes entre la falsificación, la impostura comercial y la broma, y en todas las apreciaciones críticas que hemos examinado en torno a las bromas aquí tratadas, sólo aparece una censura, completamente injusta a nuestro modo de ver: «No es buena táctica la del engaño. Sobre todo cuando produce la sensación de una tomadura de pelo... La ficción va más allá de los campos literarios a que tiene derecho.» (3) Otra reacción, menos alarmante que la acusación de «fraude editorial» pero también perjudicial a la larga, es el silencio motivado por cautela ante el riesgo de equivocarse o por la turbación de sentirse víctima de la broma. En algunos casos el doble carácter de broma y obra literaria constituye una desventaja frente al peligro de que, descubierta la superchería, venga a perder su encanto original para el público y los críticos. Así no se le dedica una segunda lectura, que puede ser aún más rica que la primera al rendir nuevas intuiciones y pistas antes inadvertidas.

     La omisión de las obras de Jorge Luis Borges se explica por su confesión explícita y abierta, hecha de antemano, del carácter apócrifo de muchas de sus bibliografías y notas, como puede apreciarse en su prólogo a Ficciones, cuyo título en sí lo declara. Por las mismas razones tampoco nos referimos a las Falsas novelas de Ramón Gómez de Serna, los cancioneros apócrifos de Antonio Machado, y por ser de similar inspiración, Coplas de Juan Panadero de Rafael Alberti.

     Incluimos sólo bromas literarias destinadas a la lectura pública, y no las que tienen por objeto engañar a un individuo. César Tiempo nos informa sobre una broma privada (que tal vez influyera en su propia creación de Clara Beter), ocurrida en 1904. Dos jóvenes limeños, José Gálvez (después vice-presidente de la República) y su compañero de tareas en la Sociedad de Beneficencia Pública de Lima, Carlos Rodríguez Hübner, vieron algunos poemas de Juan Ramón Jiménez en un periódico madrileño, pero no podían conseguir ningún libro suyo. Resolvieron escribirle con el [14] nombre de Georgina Hübner, prima de Carlos en realidad. Juan Ramón le envió Jardines solos con una dedicatoria ardiente. Citamos las palabras de Tiempo:

           Carta va carta viene (las cartas las escribía Gálvez con una letra muy femenina); lo cierto es que el poeta terminó enamorándose de la corresponsal. Anunció viajar, Georgina, enterada de la patraña, llamó a capítulo a los impostores. Entonces los mozalbetes resolvieron aparentarla muy enferma. En eso llegó una rogativa del poeta: «Iré hacia ti por sobre todas las dificultades; a casarme contigo al borde del sepulcro si es preciso.» No hubo más remedio que «matar»a la tierna criatura. El Cónsul de Lima (o del Perú) en Sevilla, transmitió la triste nueva al poeta, que enloquecido escribió aquellos versos famosos: «El cónsul del Perú me lo dice: 'Georgina/ Hübner ha muerto.'/ ¡Has muerto! ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué día?»

Agrega Tiempo que probablemente nunca supo el gran poeta que había sido objeto de semejante broma.

     El episodio, aunque sí dio por resultado una creación literaria, no pasa de ser una broma privada, alimentada tanto por la exaltada imaginación juanramoniana como por la de sus autores. Las bromas que analizamos aquí, en cambio, fueron concebidas como obras literarias, publicadas en libros y en una revista, y destinadas a un amplio público lector.

     Por razones de pura conveniencia estructural, las obras están estudiadas en orden cronológico, sólo alterado al mantener juntas las dos de Max Aub. No están sometidas a pautas uniformes preconcebidas, porque no consienten ser tratadas de la misma manera. Son tan distintas entre sí como lo son las creaciones dentro de otros géneros, aunque algunas semejanzas serán anotadas en nuestras conclusiones. Por ahora basta decir que todas estas bromas, pese al espíritu de juego que las ha inspirado, plantean la pregunta muy seria de dónde termina la verdad literaria y comienza la de la vida, o bien de si existe tal deslinde.

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