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FALSOS POEMAS TRADUCIDOS DE MAX AUB



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ANTOLOGIA TRADUCIDA

     Max Aub, inventor del poeta Luis Alvarez Petreña y del pintor Jusep Torres Campalans, personajes de acusada individualidad, emprende una tarea aún más ambiciosa al crear una formidable Antología traducida: sesenta y nueve autores y muestras de sus obras. La edición completa fue publicada en España en 1972, incorporando la primera edición mexicana de 1963 y una «segunda entrega» que apareció en Papeles de Son Armadans en 1966.

     A diferencia de las otras bromas literarias que estudiamos aquí, la superchería se revela poco a poco durante la lectura del libro, comenzando con la «Nota preliminar», y luego a través de numerosos guiños humorísticos y anacronismos intencionados.

     El antólogo explica la razón de ser de su libro en los siguientes términos:

                ¿Por qué hay más poetas malos que buenos? Sin entrar a estudiar este extraño problema, no hay duda de que entre miles llamados menores existen algunos que escribieron un poema, tal vez dos o tres, tan buenos, como los mejores. Como si Dios hubiese querido marcarlos, manteniéndolos a flote, salvándolos del olvido, de un hilo. [112]
Husmeando aquí y allá di con algunos semiborrados de toda memoria. (7) (71)

     No deja de impresionarnos la suma arbitrariedad del criterio que sirve de inspiración al antólogo. Su motivo es salvar del olvido algunos poemas que son «tan buenos como los mejores», o sea, de su gusto, sin más criterio que éste.

     Cada poeta está colocado en orden cronológico, con su fechas de nacimiento y muerte, y una brevísima semblanza --especie de mini-biografía, seguida de las selecciones. Manuel Durán describe el procedimiento, con referencia a Versiones y sub-versiones, pero como este libro es una versión del que estudiamos, la descripción resulta apta: «...Aub inventa un poeta; nos da una breve nota biográfica, totalmente fantástica, y luego procede a construir un texto --poesía o prosa-- correspondiente a esa personalidad recién creada y a la época en que vive. Los textos son siempre habilísimos, capaces de engañar a un experto; pero, sobre todo, se mantienen con frecuencia cerca de la parodia; cerca de la caricatura, si bien en algunos casos resultan admirable». (72)

     Lo primero que nos sorprende es la enorme diversidad de temas, países de origen, lenguas traducidas y formas literarias. Los temas incluyen el odio, los maricas, el incesto, los órganos sexuales, la mujer, la muerte, el tiempo, la historia, el lugar del bien y del mal en el mundo, el alma, los animales, la nostalgia por la patria perdida, la luna, los jardines, la literatura y la era atómica. Encontramos la jarcha, el zéjel, haikai, epigrama, prosa, poema épico, verso libre y prosa.

     Aub indica en su «Nota preliminar» que contó con la ayuda de dos traductores, uno de lenguas eslavas y el otro del árabe y sánscrito. Hay, efectivamente, algunos poemas traducidos de estos idiomas, pero muchos más provienen de una plétora de otras lenguas, como el hebreo, yidish, griego, alemán, húngaro, arameo, chino, italiano, inglés y francés, sin que se explique cómo se efectuara su traducción. También se puede percibir aún otro aspecto algo insensato: es evidente [113] que el antólogo habrá tenido que dedicarse a la tarea bastante inútil de traducir una gran cantidad de obras inferiores para poder encontrar estas joyas poéticas que a su modo de ver merecen salvarse del olvido entre la producción de estos escritores segundones. Y con tantas alusiones a los trabajos de Emilio García Gómez y E. Lévi-Provencal, resulta obviamente irónico que se viera obligado a recurrir a las traducciones de un pintoresco amigo en vez de consultar las versiones en castellano de tantos poemas árabes realizadas por estos conocidos estudiosos de la materia.

     Sólo al llegar al final de la Antología traducida nos damos cuenta de que una advertencia ambigua ofrecida en la «Nota preliminar» es del todo absurda: Al dar las gracias a sus traductores, el autor reconoce que «ambos me permitieron dar en castellano la mayoría de los textos que siguen» (9), puesto que no hay ninguno que esté escrito en otro idioma que el castellano.

     Durante la lectura, nos vamos dando cuenta de que la mayor parte de los poemas distan mucho de ser «tan buenos como los mejores», a menos que se repare en el valor completamente subjetivo de este criterio. Aún así, Max Aub provee una lógica disculpa: «Las poesías, traducidas, pierden tanta sangre que no hay transfusión que valga... Cuando me fue posible procuré remedar medidas originales, malacogerme a algunas rimas» (7). A continuación, confiesa su ineptitud para la poesía, así que entre la traducción, en sí difícil, y la versificación realizada por un poeta sin «el menor sentido de la música» (7), hay razón de más para las debilidades. Por otra parte, cuando nos encontramos con algunos poemas excelentes, los llegamos a apreciar más, porque, como dijo Pedro Dalle Vigne (¿1196-1250?), según Max Aub: «Bendito sea el mal, Señor, que permite el bien» (52).

     Al percibir la superchería, se nos hace increíble que un escritor haya podido asumir la vida y obra de tantos diferentes poetas. Como todo autor tiende a tener una voz propia e identificable, no es poco triunfo el de haber logrado [114] dividirse en sesenta y tantos poetas antiguos y modernos de todas partes del mundo. Ha comentado José García Lora en un artículo titulado «Unidad y pluralidad en Max Aub» que «son millares los personajes teatrales o novelescos que se sacó del magín o tomó en parte de la realidad, transfigurados por su capacidad creadora». (73) ¡La Antología traducida presenta a sesenta y nueve de ellos --incluyendo al propio Max Aub ficcionalizado-- con sus respectivas creaciones poéticas en solamente 164 páginas!

     Max Aub, el heteromorfo, llega al límite de estirar la plausibilidad de personajes tan eclécticos. Hay una vertiginosa mezcla de nacionalidades, países de residencia y viajes. Subandhú, poeta persa del siglo VII escribió en sánscrito, pero Aub saca su versión de la alemana. Alejandro Vacaresco, del siglo XIX, «nacido en Constantinopla, de padres de origen rumano, escribió en italiano. Fue profesor de lenguas orientales en Bolonia, donde falleció» y es autor de un haikai que reproduce el antólogo. El poeta contemporáneo Arthur Maddow nació en Filadelfia, murió en Casablanca y vivió en Sicilia y en Túnez. Los autores han vivido en Rusia, Holanda, Nápoles, Gales, Brasil, Dublin, Polonia, Grecia, Creta, Bélgica, Suiza, Estados Unidos, Inglaterra, España, Tibet, Egipto, etc. La inverosimilitud de elementos geográficos tan exageradamente disímiles en las biografías de los poetas denunciarían la naturaleza espuria del libro en un autor que no fuese Max Aub. Nacido en París, de padre alemán y madre francesa, de nacionalidad española, vivió en España (Valencia), Francia, Argelia y Méjico. La vida de Max Aub es tan inverosímil como las que les inventa a sus poetas, trozos de un monumental espejo que lo refleja.

     Si en esta obra el autor se divide en múltiples poetas en vez de inventar a solamente uno, debe de ser porque este procedimiento le permite adoptar divergentes puntos de vista contradictorios, como el nihilismo y la fe, el desprecio del cuerpo y la filosofía de carpe diem, preocupación metafísica y juego gratuito. Le libró de la obligación de [115] mantener una actitud cohesiva y única para dar rienda suelta a su sensibilidad inherentemente anárquica, lo que Carlos Mainer llama su «medular vanguardismo, actitud dadá» e «irrefrenable tendencia al collage». (74) Manuel Durán, al comentar el libro Versiones y sub-versiones, que contiene muchos de los textos anteriormente publicados en la Antología traducida, nota que «la gama es casi infinita, la riqueza de matices, de actitudes, de estilos, desafía toda descripción, todo intento de resumen». (75) El mismo crítico dice que si Jorge Luis Borges hubiera firmado el libro, habría causado revuelo internacional. El nombre de Borges está bien traído aquí, porque el venerable autor argentino también inventa autores, libros y vidas, pero hay una diferencia fundamental entre estas actividades en Aub y en Borges. Este ha confesado siempre el carácter falso de gran parte de sus datos eruditos. «Más razonable, más inepto, más haragán,» dice Borges en su introducción a Ficciones, «he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios». (76) Max Aub, en cambio, no confiesa la ficción. Es una auténtica broma literaria, porque le toca al lector descubrir mediante una cuidadosa lectura que las supuestas obras maestras escritas por poetas menores son tan fraudulentas como son fantásticos sus autores.

     Si el lector tarda en darse cuenta de la broma, es por la estupenda habilidad del autor para engañarnos. Nos convence, por ejemplo, de la existencia de sus escritores como hecho muy plausible a través de un juego sumamente sagaz. ¿Por qué no hemos oído hablar de ellos antes? Evidentemente porque la fama y el olvido son factores muy variables. El lector atribuye a su propia ignorancia no conocer a Hagesícora, «famosa conductora de coros femeninos espartanos» de cuya vida «no se sabe gran cosa. Más vale así» (13). Asmida es una «famosa poetisa cretense del siglo VII a. C. de la que, como es natural, poco se sabe dejando aparte alguna referencia muy posterior» (15). Muchos son los poetas presentados de quienes poco se sabe. [116] Se atribuye el olvido de Nahum Ben Gamliel al odio de los talmudistas. Al ofrecer un apellido que se parece a alguno famoso, se apresura a asegurarnos que Vicenzo dalla Robbia no es «de la familia de los famosos escultores», y para confundirnos más, agrega que «es curioso comparar el último verso con el tan conocido de Salvatore Quasimodo», sin aclarar quién es este autor.

     Hay varios comentarios sobre el tema de la fama, como el siguiente de un tal Norman Allstock: «Lo más extraordinario es que los poetas creen en la perdurabilidad de su obra. Es verdaderamente emocionante y un poco ridículo darse cuenta de que suponen que, en cualquier esquina, pueden tropezar --personalmente-- con algún Dios o la muerte» (156). Josef Waskiewitz (1857-1907) increpa a los poetas que creen que les entiende la gente porque «sólo os leen los que no os necesitan, roto el espejo --a trozos, a trozos no escogidos, a trozos recogidos-- sólo esos solos, para mirarse en sus espejos y no en el vuestro» (110). Tal vez sirva este comentario para explicar por qué nuestro autor se fragmenta en distintos poetas en su Antología traducida. Como Josef Waskiewitz observa que los lectores sólo recogen de un poemario los trozos que tengan significado para ellos, Max Aub se adelanta a romperse a sí mismo en trozos para evitar que lo hagan los lectores. Prefiere ser autor de broma antes que víctima.



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APOYO HISTORICO Y ANACRONISMO

     La Antología traducida resiste todo intento de deslindar las esferas de la verdad y la mentira, debido a lo que Carlos Mainer llama «la deliberada confusión que practicó [Aub] entre literatura y vida, imaginación e historia.» (77) Si uno consulta los libros de referencia en busca de datos que puedan comprobar o desmentir los informes de nuestro autor, se siente aún más víctima de su broma, y si no lo hace, no puede salir de la duda. [117]

     Las alusiones de más fácil acceso son las que tienen que ver con escritores y autoridades de nuestros tiempos. Aub afirma que Manuel de Alcalá (autor de El cervantismo de Alfonso Reyes) es descendiente del poeta converso Alfredo de Alcalá (1573-1626), que la versión inglesa de su poema de Fu-Po (801-?) fue hecha por su amigo Alistair Reid, y que María Zambrano le pasó manuscrito un haikai de Alejandro Vacaresco (1802-1854). Entre las autoridades mencionadas figuran los conocidos críticos e investigadores Lévi-Provencal, Emilio García Gómez, Slane, y Corrales (Egea). La «Nota preliminar» asegura que su traductor, Juan de la Salle, «pasó no pocas horas con Pedro Salinas y Jorge Guillén, de quienes fue amigo» (9), pero agrega que «era --o es-- hombre de pocos amigos.» Los lectores que hayan leído Jusep Torres Campalans ya saben que cuando Max Aub dota a sus personajes de ilustres amigos, es motivo de sospecha con respecto a su autenticidad, por ser un recurso que emplea a menudo para crear una ilusión de verdad.

     Desfilan por las mini-biografías y las poesías, numerosos personajes históricos como Anofis IV, Alcman (poeta griego, fundador de la poesía coral), César Augusto, Velázquez, Tolstoi, Browning, Shelley y el papa Nicolás III, cuyos puntos de contacto con los poetas inventados son a veces muy tenues y rebuscados, como sus amigos, enemigos o lectores. Las alusiones históricas en ciertas ocasiones son muy exactas, con la consecuencia de dotar a las criaturas del autor de convincente verosimilitud. Un poeta turco anónimo de principios del siglo XIX «posiblemente vivió durante el reinado de Mahmud II, seguramente presenció la batalla de Navarino» (94) y Pedro dalle Vigne asistió al Concilio de Lyon en 1245 como representante de Federico II, hechos plausibles en vista de sus fechas: ¿1196-1250?, aunque éstas no sean, quizá, exactas.

     Sería una tarea interminable --y además caer en la red del autor-- indagar la validez de todos los informes históricos incluidos en el texto, pero de vez en cuando se asoma un [118] guiño que nos indica una irregularidad anacrónica. Tal sucede en la biografía de Marco Bruto Crespo (48-17 a.C.):

           Natural de Padua, amigo a lo primero de Ovidio, perteneció al círculo de Mecenas, del que salió por sus malas artes. Tal vez tuviera que ver con el destierro del poeta de Sulmona... Cayó a su vez en desgracia el año 13 y Augusto prohibió que se volviera a hablar de él (20).

Su caída en desgracia que corresponde al año 13 tendría que ser póstuma, y como Ovidio fue desterrado por Augusto en el año 9, o sea veintiséis años después de la muerte de Crespo, se desmiente la afirmación de que «tal vez tuviera que ver con el destierro del poeta de Sulmona». Este es el primero de varios anacronismos que se encuentran en la antología y que sirven de pistas para el «buen entendedor». Sin embargo, con gran sagacidad, el autor ha anticipado en su «Nota preliminar» una posible disculpa por estos anacronismos: su pobre memoria. Hace constar, con su buen humor tan característico, que «un tiempo creí que el ritmo se me escapaba por mi mala memoria; después he leído, no recuerdo dónde, como es natural, que nada tiene que ver lo uno con lo otro; de un mal, dos» (7). El lector puede escoger entre dos opciones: considerar los anacronismos como avisos o atribuirlos a la supuesta «mala memoria» del antólogo. Agregamos, por el interés que pueda tener la observación, que Agustín Yáñez, en su homenaje póstumo a Max Aub, hace destacar la buena memoria de nuestro autor. (78)

     El lector tiene que estar sobre aviso y fijarse en las fechas que provee el antólogo para darse cuenta de algunas equivocaciones tan sutilmente introducidas que pueden pasar inadvertidas. Al presentar una versión hecha por Alfredo de Alcalá (1574-1606) del poema de Simón Gómez (1550-1595) que aparece en las dos páginas anteriores, el examen de las fechas de los respectivos autores hace perfectamente plausible que se realizara tal adaptación. Sin embargo, resulta completamente anacrónica la explicación de [119] que «esta curiosa versión del poema de Simón Gómez se publicó en Amberes en 1517, otorgando todos los 'créditos' a su autor portugués» (87), puesto que en ese año aún no había nacido ninguno de los dos.

     En otro ejemplo, informa el antólogo que Josef Ibn Zakkariya (1124-1180?) fue «padre o abuelo del famoso cabalista del mismo apellido que quiso, en su tiempo, convertir al papa Nicolás III» (49). Aparte de lo insólito del hecho, hay que señalar que Nicolás III fue papa desde 1277 a 1280, o sea, un siglo después de la muerte del poeta, lo cual haría muy dudoso que un hijo suyo lo intentara cien años después de la muerte de su padre, a menos que fuese admirablemente longevo. Resulta posible, sin embargo, que el poeta fuera abuelo del cabalista.

     Aún más difícil de advertir es el anacronismo que viene mezclado con datos plausibles, como la caracterización de Robert Richardson (1817-1861) como amigo de Shelly y de su tocayo Browning. Bien podía ser Richardson amigo de éste, pero es dudoso que lo fuera de Shelley, puesto que el autor inglés murió en 1822, cuando Richardson tendría sólo cinco años de edad.

     El anacronismo más patente se ofrece más adelante, al mismo tiempo que otras pistas van haciendo más obvio el carácter fraudulento del libro. No hace falta tener ni buena memoria ni libros de referencia para advertir la equivocación: «Wilfred Poucas Martos (1857-1909)... Estos poemas fueron escritos en 1907, a raíz de un ataque de apoplejía --tenía entonces el poeta cincuenta años-- que le privó de movimiento durante los nueve que todavía vivió» (116).

     En general, los nombres de los supuestos autores son plausibles, sin ser caricaturescos, pero hay algunos que se asemejan mucho a los de autores verdaderos, y por eso nos suenan conocidos. De Vladimiro Nabukov (1821-1872), dice que nació en Kíev, murió en Berlín y fue amigo de Tolstoi. Falta una sola letra para convertir su apellido en el de Vladimiro Nabokov, famoso escritor ruso nacido en 1899. [120] Otro nombre que suena a verdad es el del sefardita Yojanán ben Ezra Ibn Al-Zakkai, quien escribió versos a imitación de Yehuda Halevi. A pesar de los cambios efectuados en el nombre, y lo sospechoso del germánico «Yojanán», nos recuerda el apellido del amigo de Yejuda Halevi: Mosé Ibn-Ezra. El único nombre que el lector puede aceptar como real es el de Max Aub, pero no por eso son menos fantásticos algunos de los datos que acompañan su aparición en el libro.



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EL TEMA DE LA MENTIRA

     Max Aub reproduce el zéjel XX báquico-erótico de un tal Abu Abd al-Jatib Talik, autor «estudiado con amor por Emilio García Gómez.» Si se puede decir que un poeta fue «estudiado con amor» por este ilustre arabista, tiene que ser Ben Quzmn, a quien dedicó tres tomos. ¿Por qué casualidad tropezamos con unos versos de su cancionero XX, un zéjel que podría servir de lema para la Antología traducida?

           No es una letra verdad lo que oyes,
y ojo, por Dios, con que puedes creerme,
aunque me parta por medio en jurarlo,
pues soy chancero, burlón, como sabes. (79)

Aub nunca confiesa la superchería como lo hace Ben Quzmn, pero llama la atención la frecuencia con que aparece, como uno de los temas más sostenidos a través de la antología, el de la mentira, con sus corolarios, la duda, la impostura y la falsa atribución. En numerosos autores surge la posibilidad de que el nombre del autor no sea de fiar. El antólogo comenta acerca de la poetisa cretense Asmida que «tal vez no sea suyo este texto, sino disfraz de alguna poetisa romana. No es más que una suposición». (15). En muchos casos se podría sustituir el nombre con el tradicional «anónimo». «De Ti Kappur Maitili sólo queda el nombre sin que se sepa a ciencia cierta --¿hay alguna?-- si corresponde al autor de lo [121] que sigue» (40). ¿Qué más da agregar el nombre de Max Aub a las posibles atribuciones sugeridas en torno a la poesía de Pedro Dalle Vigne?:

           Reconozco que resulta aventurado atribuir este curioso poema al canciller de Federico II... ¿O será de su compañero Tadeo de Suessa? Pedro dalle Vigne fue personaje conocido en el Concilio de Lyon, en 1245, al que asistió. La extraordinaria personalidad del Emperador --al que representaba--, su corte, espejo de lo que pudo ser España cien años antes, permiten, sin mayor daño para la verosimilitud, atribuir esta letanía a cualquier vasallo --cristiano, moro o judío-- del verdugo de Gregorio IX (52).

     De Almutamid IV (1440-1528), dice el antólogo que «de la colección de versos que dejó es difícil saber cuáles son suyos y cuáles no» (75) y Bertrand de Crenne (1501-1547) es autor de un poema posiblemente escrito por «su prima segunda Hélisenne de Crenne, la autora de... la primera novela autobiográfica francesa» (77). Justo Jiménez Martínez de Ostos murió en fecha desconocida, porque «en 1956, con la salud muy quebrantada, tomó un barco, con nombre supuesto» de Brasil a Lisboa, donde desapareció. La poetisa Rosa Maaktara inventa situaciones que «tal vez, no correspondieron a la realidad» (98). Otro falsificador es Max Aub, según su biografía:

           Nacido en París, en 1903. Aunque sale su nombre con cierta periodicidad sospechosa en libros y revistas, no se sabe dónde está. Lo único que consta es que escribió muchas películas mexicanas carentes de interés. Nadie lo conoce. Sus fotografías son evidentes trucos. Nada tiene que ver con su homónimo Leandro Fernández de Moratín... Si pudiésemos fechar estas sentencias tal vez pudiera ponerse en claro. No hay tal. Mientras tanto recomiéndase la abstención que es lo único que, con seguridad, da fruto. (148).

     No sólo sus fotografías son trucos, sino también sus escritos en la Antología traducida, y si «nadie lo conoce», es [122] porque se oculta detrás de sesenta y ocho «homónimos» tan insólitos como el citado, Leandro Fernández de Moratín.

     Innumerables son las referencias a la ambigüedad y la mentira, que podemos ver como avisos al buen entendedor. Marco Bruto Crespo insiste en el poder de sus escritos para crear una realidad o destruirla. Por eso, dice en su poema «A César»: «Si me mandas asesinar acabaré contigo/ haciendo de mentira verdad» (21). Nahum ben Gamliel acusa al Sanedrín de mentir y Josef ibn Zakkariya describe los males implícitos en la defensa de la verdad, por su naturaleza subjetiva: «Porque para ti puede ser noche lo que sólo es un eclipse. Nadie te lo probará y será tu verdad mentira» (49). Un poeta turco anónimo del siglo XIX dice que la verdad no puede existir, porque nada se continúa y lo que se muere no puede ser verdad.

     Algunos poemas en torno a la mentira y la identidad pueden verse como retos al lector, invitándole a penetrar la confusión entre burlas y veras. Juan Manuel Wilkenstein del siglo XVII escribe, dirigiéndose al «gran juez»:

           Tú sabes distinguir sin duda alguna,
entre verdad y mentira,
y donde acaba lo cierto» (89).

Mose ibn Barun, del siglo XIII reconoce que «tú no sabes quién soy,/ tampoco lo sé yo» (55) y Jean Louis Camard, supuesto amigo de Aub, pregunta en su poema «Midas»: «¿Qué soy o qué somos/ si no tu reflejo?» (152), a un ambiguo destinatario, pero la interrogación asume ironía para el lector que contempla a todos los poetas como reflejos de Max Aub, su creador. De la misma manera, la envidia que expresa Robert van Moore Dupuit (1856-1911) es irónica, puesto que él es tan inventado como sus personajes de ficción. En una carta a Rodenbach nota que sus creaciones «quedarán así, en la frase final de la novela --página 305-- cuando yo muera. ¿Qué hice para no merecer lo mismo? ¿No me inventaron igual, sin pedirlo? ¿No soy, no fui?... Trabajé en serio, [123] tomando la vida en serio, y ahora --de Pisa a Roma-- en el tren, leyendo este libro, envidio los personajes de esta novela que no hicieron nada para llegar a ser. Queda aquí mi formal protesta contra esta fenomenal injusticia» (109). Otro poeta nos confronta con la imposibilidad de conocer a nadie: «¿Qué creéis? ¿Ser alguien? ¿Quién es alguien? No lo sabéis. Ninguno de vosotros sabe quién es alguien» (Josef Waskiewitz, 110). El lector se da cuenta de que en este laberinto de autores y poemas no sabemos quién es alguien ni en qué consiste ser alguien. «No eres lo que te ves en el espejo» (105), advierte Iván M. Ivánov (1852-1910), y bien puede ser, porque el espejo refleja una sola imagen y nuestra realidad es múltiple, como lo son las máscaras de Max Aub. Con mucha razón lo ha llamado Manuel Durán «el Héroe de las Mil Caras».



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PLAGIOS Y AUTOPLAGIOS INTENCIONADOS

     El lector de la Antología traducida se extraña a veces al encontrarse con versos que le parecen algo conocidos. Estas son, efectivamente, repeticiones y plagios, y en gran parte, autoplagios, por ser autor de todos el mismo Max Aub. Hay que advertir que sólo se descubren a través de una lectura seguida del libro, porque al saltar de un autor a otro, uno no puede estar seguro de no haberse equivocado o de no haber leído al mismo poeta dos veces. Como ya queda apuntada la «mala memoria» del antólogo en la «Nota preliminar», este factor puede servir de disculpa, pero en cambio, la buena memoria del lector descubre varias repeticiones en los textos. Aub introduce estos plagios, casi siempre hechos con cambios liberales, de una manera gradual, preparándonos para un caso tan notorio que en él se cifra toda la superchería de la antología.

     Casi imperceptible al principio es la repetición del verso «sólo Alá es grande,» que ocurre primero en un poeta [124] anónimo de Lorca, del siglo XIV. Lo repite, sin que nos sorprendamos, Almutamid IV, rey de Marruecos (1440-1528): «Sólo entiendo/ las miradas/ de mis perros./ Sólo Alá es grande» (76). Más tarde un ecléctico poeta turco anónimo del siglo XIX repite: «Soy turco y sólo Alá es grande» (94). Ya conocemos la fórmula, así que no podemos menos de reírnos ante la variante aportada por Luigi Coevo (1902-1920): «Sólo el vino es bueno» (143).

     El primer ejemplo de un préstamo obvio es la adaptación que realiza el converso español Alfredo de Alcalá (1574-1626) de un poema del judío portugués Simón Gómez (1550-1595), a quien otorga todos los «créditos», según nos asegura el antólogo. Yuxtaponemos los dos poemas para que se pueda advertir con más facilidad lo que Aub describe con ironía regocijada como «la conversión al futuro del texto primitivo y el relativo optimismo de esta versión, debido sin duda a que se escribió en un país de mejor standard de vida, de aspiraciones más concretas y menos ecuménicas» (87)

                Simón Gómez:      Alfredo de Alcalá:
A las siete de la noche A la hora señalada
innumerable voz clamó una gran voz clamará
que las estrellas por todo el cielo
daban sus vueltas al revés que eternalmente
eternalmente el mundo rodará al revés
Y todo fue para atrás Y todo el mundo
Y volvióse a vivir lo ya vivido volverá
sin olvidar lo pasado. a vivir lo que vivió
Nadie dudó del fin del mundo... (85) sin olvidar el pasado.
No será el fin del mundo
sino el principio:
Dios de la cuerda
cada quien se arrepentirá
y el que no se arrepienta
perdido es definitivamente (88).

La muestra de Simón Gómez «explica, si no justifica cumplidamente, la severidad de sus jueces» al condenarle «a convertirse en tizón en un auto de fe.» [125]

     También hay coincidencias en el campo de las ideas y las imágenes. Lo que cabe en la mano es un motivo repetido en tantos poemas que parece ser un chiste privado del autor. Josef Ibn Zakkariya del siglo XII y Robert Richardson, del XIX, expresan su deseo de dejar su cadáver expuesto a los elementos, tendido en tierras de sol.

     Donde se revela de modo más espectacular el carácter fraudulento de la antología es en las páginas 120 y 121, donde se reproducen tres párrafos de prosa poética escritos por John O'Mulleady (1881-1914). Son idénticos a los que aparecen veinte páginas antes, atribuidos a Robert Richardson (1817-1861), aunque omiten las siete líneas en que éste expresa su anhelo de ser llevado a los países del Sur para dejarse expuesto a los rayos del sol, o sea, los versos sacados del poeta Ibn Zakkariya.

     La prosa de O'Mulleady, con su insólita metáfora de «gris perla sardina nácar» es suficientemente llamativa para que el lector se dé cuenta en seguida de haberla visto antes:

           Todo ese tiempo muerto que arrastro a las espaldas de mi memoria, como una gran red que aprisionara miles de peces de ojén --gris perla sardina nácar-- todavía tremantes de la amarga agua del mar. ¡Rémora pesada que me dobla la espalda al esfuerzo del arrastre! Ir siempre adelante con el fardo cada vez mayor --quiérase o no-- por el solo hecho del tiempo, ¡oh pesca involuntaria!

Lo que hace aún más gracioso el plagio es el hecho de que el tema del materia idéntico sea la memoria.

     El lector ya está preparado para el próximo caso de plagio (o autoplagio) al reconocer el poema de Julio Monegal Brandâo (1901-1936), amigo de Aub, como paráfrasis del poema «Adán» de Bertrand de Crenne (1501-1947).

                Brandâo:      Crenne:
  La primera vez que Adán
La primera vez que Adán atravesó a Eva
atravesó a Eva creyó morir habiéndola matado.
creyó morir habiéndola matado. con su falo ensangrentado. [126]
Desesperado gritó Mas no tenía idea de la muerte
--Amor! ¡Amor! y clamó.
Conocía solamente  
a la muerte Por vez primera oyó el silencio
por los pregones de Dios. (141) y la mujer abrió los ojos
  y le sonrió (77).

La frase repetida no es fácilmente olvidable, por cuya razón el lector cae sin dificultad en el plagio intencionado. Este Bertrand de Crenne resulta ser autor muy admirado en la antología, puesto que es plagiado por nada menos que el mismísimo Max Aub. He aquí los dos poemas:

                Crenne:      Aub:
¿Cómo pagarte ser           I
ese que fui? Cerrado en mí,
Cerrado en mí, Cegado, mudo,
sin luz, olor o gusto, en lo que ha sido me hundo
sin un resquicio, pagando lo que fui.
en lo que fue me hundo.  
Tú eres, mi vida,         II
la vida como será Eres lo que fue y será.
si vivo todavía.  
Por ti fui         III
te fuiste Te fuiste y fui,
nada queda de mí (78). Nada queda de mí (148-149).

     Además de las repeticiones ya citadas, hay versos que remedan otros más conocidos de autores verdaderos, sin ser plagios exactos. Son más bien parodias de obras bastante famosas, como se ve en el poema III de Robert van Moore Dupuit (1856-1911):

           Esta que miro grande Roma ahora
huésped, fue hierba fue collado:
primero apacentó ganado.
Ya del mundo la ves dueña y señora.
Así soñé mi vida. Sigo siendo
huésped de mí, tristísimo desierto.

Una nota después de la palabra «señora» despista al avisar que el antólogo utiliza «para mi traducción cuatro versos de Quevedo; el poeta belga vino a decir --peor-- lo mismo en este [127] poema» (108). Lo asombroso es que haya podido sugerir, con tan pocas palabras sacadas del original, el famoso poema del siglo XVII, «A las ruinas de Itálica,» escrito por Rodrigo Caro:

           Estos, Fabio, ¡ay dolor! que ves ahora
campos de soledad, mustio collado
fueron un tiempo Itálica famosa...

Así también, al leer el desvergonzado poema de la espartana Hagesícora sobre la superioridad del órgano sexual femenino, se advierten ecos de las famosas redondillas de Sor Juana Inés de la Cruz: «Hombres necios, que acusáis/ a la mujer sin razón» en el comienzo: «¡Ay, hombres miserables,» aunque el resto del poema no se parece en nada al de la venerable escritora mejicana. El «poeta nacional careliano» Wilfred Poucas Martos (1857-1909) escribe al estilo de Jorge Guillén:

      Punto, circunferencia.
Rueda. Manzana. Seno.
Principio y fin redondo.

      Sin duda el motivo principal de tan regocijado calco es la diversión del antólogo al hacerlo. El lector, al descubrir las parodias, también experimenta cierta satisfacción, más que nada porque en ellas se denuncia la naturaleza espuria de la antología.



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HUMOR Y JUEGO EN LA «ANTOLOGIA TRADUCIDA»

     La presencia del humor en sí no denuncia una superchería literaria, especialmente en un autor dado a los giros burlescos en gran parte de su obra, pero resulta muy difícil tomar en serio una antología tan llena de comicidad como es la que estudiamos. Manuel Durán ha notado la variedad del humorismo de Max Aub en esta y otras obras suyas que emplean la parodia, la caricatura, ingenio e ironía alegre y mordaz. Hay un tono regocijado, apenas mitigado por [128] biografías y poemas a veces tristes, que nos pone sobre aviso desde la «Nota preliminar», y la presencia de juegos y bromas hace sospechar que la auto-diversión debía de ser un motivo tan importante para el autor como el de divertir al lector.

     El primer guiño humorístico ocurre en la «Nota preliminar», al expresar el antólogo su agradecimiento a dos especialistas en lenguas que lo ayudaron en la preparación del libro. Informa que el profesor de lenguas y literaturas eslavas de las universidades de Washington y Oberlin, Howard L. Middleton, pasó diez meses en México, en año sabático, y como el erudito murió en 1959, Aub comunica sus gracias a su «dignísima Mabel, tan devota de nuestro trabajo» agregando que Middleton «fue hombre no sólo de estudio sino de gusto. Había nacido en Nueva York en 1899, de familia humilde; logró lo que fue gracias a su tesón sin falla y a su inteligencia, si lenta mucho más que mediana» (subrayado nuestro). El juego dudosamente halagüeño con el apellido Middleton despierta sospechas, igual que la breve nota biográfica en torno a Juan de la Salle:

           A Juan de la Salle le conocí en Madrid, hacia 1930; fue de los pocos que supo, a fondo, árabe y sánscrito. En Medinaceli 4, pasó no pocas horas con Pedro Salinas y Jorge Guillén, de quienes fue amigo. Le volví a encontrar en Rabat y Casablanca, en 1942. Hombre de muchos posibles, trabajaba con Lévi-Provencal; en 1951, desapareció en un convento canadiense. Era --o es-- hombre de pocos amigos. Si le llegan estas líneas sepa que le llevo en el corazón (9).

     Es precisamente, en el corazón, donde Max Aub lleva a todos estos seres que pueblan su Antología traducida. Si el lector ya conoce los escritos de nuestro autor, y en particular su Jusep Torres Campalans, desconfía en el acto de la fórmula «era amigo de...», que liga a la Salle con autores ilustres. En todo caso, nos quedamos perplejos. Como se trata de gente desconocida, es difícil comprobar su [129] autenticidad. Aub logra mixtificar al lector a través del humor: si los personajes existen de veras, el tono festivo nos hace dudar de ellos; si son inventados, los detalles personales los hacen parecer verdaderos, a pesar del tratamiento humorístico.

     Muchas de las mini-biografías llegan a la caricatura porque utilizan el recurso principal de este tipo de humor: hipertrofiar ciertos rasgos. Una selección rigurosa de datos rinde unos brochazos caricaturescos que reducen a un par de líneas una vida entera. A Publio Nervo (335-381), le llama Aub «versificador fácil, lleno de reminiscencias clásicas», juicio que no sería de extrañar, dadas las fechas del escritor. De Juan Manuel Wilkenstein (siglo XVII), «dicen sus contemporáneos que no salió de las tabernas» (89); Pietro Simonetto (siglo XIX) fue «aventurero, farsante, poeta místico» (90); Guillermo Brakett (1780-1824) «fue seminarista antes de dedicarse al comercio de ferretería» y «dicen que era un hombre taciturno y amigo de la cerveza» (92). Robert van Moore Dupuit (1856-1911) era «cojo, pequeño, feo» (107) y Samuel Ebronsohn (1890-1948) «según me cuentan era un hombre pequeño, con una gran barba, muy amigo de los animales y poco del agua» (127). Se ve que la fórmula «amigo de...» se altera de vez en cuando con giros humorísticos que sustituyen la cerveza y los animales por amigos famosos. El único dato digno de relatar de Joao Da Silva Botelho, cuyo segundo apellido es sugestivo, es que «vive en París dedicado al turismo» (158). Michael McGuleen (1941-1964) «viajó mucho en su corta vida; comió poco; bebió y habló mucho, pintó, grabó, hizo cerámica, se cortó el pelo y se vistió de cualquier manera» (163). Finalmente, hay que mencionar un toque de humor negro. De pronto sucede que un autor tras otro es suicida; tres suicidios nos preparan para el final del libro, que es la desaparición de todos los alter egos de Max Aub.

     Como hemos indicado, el efecto humorístico que producen las pequeñas biografías denuncia su inverosimilitud. Sin [130] embargo, su carácter de parodia no dista mucho del efecto extraño que procede del intento de reducir toda vida entera a unos breves renglones, aún en los libros de referencia auténticos. Ofrecemos los siguientes apuntes por vía de ejemplo:

           Iván M. Ivánov (1852-1910). Nació en Moscú, estudió medicina en Berlín y Londres. Luego se dedicó a la pintura. Famoso porque fue amigo de Oscar Wilde. Regresó luego a Rusia donde se dedicó a pintar banqueros y terratenientes. Pasados los cincuenta años, en contra de la mayoría de los de su calaña, se convirtió en adorador del sexo contrario, con el que dilapidó su no corta fortuna. Murió en Odesa, de peste.
Vyacheslav Ivanovich Ivanov. Novelista y dramaturgo ruso. Nació (1895) en una aldea de la estepa, de familia indigente. Fue clown de circo, tipógrafo y vagabundo. Máximo Gorki le inició en la literatura y le protegió durante la Revolución. Por natural inclinación y con entusiasmo auténtico, se unió a los bolcheviques, y ha puesto su ingenio grande, pero tosco, y su pluma fuerte, al servicio de los Soviets.

     La primera semblanza es de la Antología traducida; la segunda, del Ensayo de un diccionario de la literatura, tomo II de Federico Carlos Sainz de Robles, conocido libro de referencia. Se puede notar en la biografía auténtica algunos de los mismos elementos que emplea Aub en las suyas, inventadas: los nombres repetidos o raros, los más diversos e increíbles oficios, alusiones a personas de alguna fama, y comentarios que encierran un humor a veces socarrón («su ingenio grande, pero tosco»). Cabe conjeturar que Aub trata de parodiar este tipo de biografía en cápsula que se encuentra en los diccionarios y las enciclopedias, y que hace parecer cómicamente inverosímil hasta una vida auténtica.

     Además de las mini-biografías, muchos poemas encierran gran humorismo en sus temas o en su estilo. Dentro de los límites de este breve trabajo, sería imposible citar todos los [131] ejemplos, así que traemos a colación sólo algunos.

     Uno de los aspectos humorísticos aparentes en la antología de Aub es el juego verbal, ilustrado en un haikai de Alejandro Vacaresco, que le encontró María Zambrano:

                Poesía
forma dicha
de la vida (97).

     Aub se pregunta si hay dos puntos después de «poesía», como entre «forma» y «dicha» y otra al final del segundo verso. Opta por suprimir la puntuación, «recurriendo a una estratagema moderna, dando facilidades y añadiendo dificultades al lector.» Luego, éste tiene que decidir otro caso parecido, cuando Luigi Coevo termina su poema «Sólo el vino es bueno» con el verso: «Por donde vino voy, dulce vereda» (143), ya que se puede tomar la palabra «vino» por sustantivo alcohólico, o por verbo pretérito.

     Aub parece burlarse de la verbosidad barroca en el poema «Espejo» de Luis Romaña (1916-1954):

           ¿Qué busco?
¿Qué encuentro?
Ni encuentro lo que busco
(¿qué busco?)
ni busco lo que encuentro,
mas encuentro el encuentro
de mí mismo...(154).

Es evidente que estos versos reflejan una notoria falta de contenido.

     Sorprende encontrar verso bajo el título «De un prosista maniqueo» del siglo III, prosas escritas por el poeta persa Subandhu, y apenas cuatro eneasílabos sacados de un «larguísimo poema» del Bachiller Benito Figuereido Da Frías.

     Hay puro regocijo en el poema de Josef Waskiewitz sobre el tema palpitante de «¿Qué pasaría si, como dice aquél, las patatas se volvieran locas?» (113) y en los escandalosos juegos con el idioma y palabrotas de Justo Jiménez Martínez [132] de Ostos, «académico brasileño y hombre de buen humor».

     El tema de las mujeres provee mucho humor en los poemas, como se ve en versos de Pedro Dalle Vigne, del siglo XIII, quien bendice todos los males y a los perversos, entre ellos «los viles, los ruines, los malignos, los ladrones» y las mujeres. Pietro Simonetto, del siglo XIII, plantea una serie de preguntas metafísicas en una comedia en que otro personaje responde con la interrogación burlesca: «¿Por qué hay tantas mujeres apetecibles/ y me tengo que contentar con la mía?» (91). El antólogo cita unos versos famosos de Abu Abd Al-Jatib Talik que se «han convertido en refranes», como: «Me quiere mi caballo/ porque le hablo./ Me quiere mi mujer/ porque no le hablo» (59-60).

     Varios poemas pertenecen al género satírico en la vena de Quevedo, en torno a temas eróticos y las enemistades. La antología ofrece al lector todos los grados del humor aubiano, desde la suave ironía hasta la sátira más mordaz.



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DESTERRADOS Y PERSEGUIDOS

     Uno de los temas más constantes en la Antología traducida es el de la persecución, con la circunstancia particularmente llamativa del destierro, reflejando la experiencia vital de Max Aub en contextos universales de todas las épocas y en las más variadas naciones. Como las biografías son muy sucintas, resulta significativo que entre los datos elegidos, siempre tan escuetos, figure la mala suerte del destierro y la persecución. De Cste Yuan Wu, dice Aub sencillamente que «vivió bajo la dinastía Ts'in, en el siglo III. Fue perseguido, murió joven» (22). Pere Porfiat (1148-1173) «nació en Perpignan; murió ajusticiado, con razón, en Marsella» (51).

     Con Jacobo de Parma (1236-1301) comienza el tema del destierro: «Como su nombre lo indica, nació en Parma; murió en Venecia, desterrado, como era normal en aquél y tantos [133] tiempos anteriores y posteriores» (61). El destierro y la añoranza por la patria perdida están poetizados por autores árabes y judíos en la antología. Un hecho que merece tomarse en cuenta es que Max Aub pertenecía al pueblo de la Diáspora, puesto que tanto su madre francesa como su padre alemán eran judíos, y el escritor evidentemente sentía la tragedia del destierro como español y también como judío. Se recordará que en su obra de teatro «San Juan» abordó el problema de los judíos sin patria. Raúl Cardel Reyes llama la atención sobre la importancia de esta tragedia para su autor: «Cuando pudo salir de su prisión, gracias a la acogida que México dispensó a la inteligencia española, lo primero que salió a la luz pública fue la tragedia del buque 'San Juan', no la guerra española, no el sitio de Madrid, ni sus penalidades en el campo de concentración. Primero Israel, luego España». (80) Por eso, en los poemas supuestamente escritos por árabes y judíos acerca de la nostalgia por España, hay una nota de autenticidad autobiográfica, pese a la identidad falsa de los escritores.

     Ibn Hassan Al-Abbar, poeta marroquí del siglo XIII sueña con la tierra perdida:

           El que ve España no regresa nunca.
 
     Aún nosotros
que sólo la conocemos de nombre
morimos por volver a verla.
 
     El que la sueña
allí se queda.

Una nota avisa que «existe una variante tardía en la que se lee Granada en vez de España» (67), pero en verdad se pueden sustituir otros nombres también.

     Otro desterrado es Yojanan ben Ezra Ibn al-Zakkali, sefardita de Salónica, del siglo XVI, quien escribe en hebreo una imitación de versos de Yehuda Halevi, sin poder olvidar por completo su «patria miserable»:

           Si es así, y te has olvidado de España, [134]
¿por qué no te mueres?
¿Por qué, de una vez,
no te mueres de tu muerte atrasada? (81)

En otros versos examina sus propios sentimientos, tal vez contradictorios, acerca del progreso de su país en su ausencia:

           ¿Es peor
que la patria abandonada,
dirigida
por los enemigos,
perdida, progrese
o que, al contrario,
sea un montón de ruinas?
Sólo el político puede tener duda,
por eso los reyes son dignos de lástima. (81)

     Los lectores que conocen el cuento de Aub, «La verdadera historia de la muerte de F.F.», verán en el poema de Aba ben Muhammad al-Jatib (siglo XIV) una alusión al caudillo en España:

           Dice la vieja sabiduría
de nuestro pueblo:
«Siéntate a la puerta de tu tienda
y espera tranquilo el sepelio
del cadáver de tu enemigo.»
Parece hermoso y satisfactorio,
pero es engañoso.
 
     ¿De qué enemigo esperar el paso?
Entiéndeme, no me juzgues mal:
ninguno hay que valga la pena
del tiempo que se pueda perder
esperándole sentado. Vive. (68).

     El antólogo hace destacar la universalidad del destierro a través de otro poeta, Teodoro Lavren, que repasa fotografías viejas y mapas de su patria, Polonia, lamentando: «Tengo una patria/ y es como si no la tuviera» (126). Comenta Aub: «Salvando todas las distancias poéticas y terrestres, me recuerda a López Velarde. Además me conmueve su tristeza [135] por su patria inexistente». En muchos otros casos, no se menciona explícitamente el destierro, pero es obvio que los poetas mueren lejos de sus tierras de origen.

     Varios escritores sufren persecución, entre ellos el judío Simón Gómez, del siglo XVI, víctima de un auto de fe; Pietro Simonetto, del siglo XVIII, quien «murió asesinado, en circunstancias oscuras en Lyon;» y Julio Monegal Brandao, del siglo XX, nacido en Madera, quien «vivió desterrado largos años en Madrid, donde murió de mala manera» (139).

     Otro escritor, sin embargo, es perseguidor. En su vitriólica «Anatema de un converso holandés» el antiguo colaborador nazi Gustav Rosenbluth, quien «sigue en el manicomio, con una larga barba blanca y prejuicios de profeta», lanza su odio contra los judíos. A través del contrasentido, convierte la palabra «judíos» en una imprecación general: «Todos los ateos son judíos» (137). En su demencia grita que los judíos son «¡hijos de Erasmo y de Américo Castro!» (138).



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MAX AUB, POETA

     Es sumamente difícil formar una imagen de un poeta que es a la vez sesenta y nueve poetas de todos los tiempos y los más diversos lugares y razas. ¿Dónde está el verdadero Max Aub detrás de todas las máscaras poéticas? Juzgando por los parcos versos que se atribuyen al poeta «Max Aub» en la antología, debe de ser un poeta muy malo, pero estos versos pueden ser tan falsos como sus fotografías, así que es poco aconsejable fundar una opinión en tan dudosa evidencia.

     José Emilio Pacheco ofrece alguna orientación con respecto al valor poético de nuestro autor:

           En principio, uno se inclina a negarle a Max Aub ese título, el de poeta, que por su naturaleza involuntaria se tiene o no, se resiste a las aspiraciones y los afanes humanos. Quien poseyó un prodigioso oído para [136] reproducir el coloquio, aceptó su aplastante incapacidad auditiva para el verso. Los poemas firmados por Max Aub son en verdad renglones encogidos. Pero si el verso es el vehículo natural y privilegiado, no es desde luego el único posible conductor de poesía: en la prosa cortada de su magnífica Antología traducida --compilación de pseudoapócrifos en la línea de Jusep Torres Campalans--, en algunos libros como Yo, vivo, Max Aub demostró con creces que era poeta. (81)

Se recordará que en la «Nota preliminar,» Aub desprecia su habilidad para la poesía, confesando que «escribí muchos renglones cortos con la esperanza de que fuesen versos» (8). No hay por qué tomar esta autocrítica más en serio que otras afirmaciones de poco crédito que aparecen en la introducción, pero se puede notar que algunos poemas efectivamente son guiados por ese procedimiento. Por otra parte, algunas de las selecciones en prosa son tan poéticas que piden ser divididas en «renglones cortos» para convertirse en verso.

     Hay numerosas expresiones de ars poetica incrustadas en los textos, verbigracia estos versos de Teodoro Lavren (1886-1927).

           A veces me pongo a escribir
sin saber lo que quiero decir
nada más por ver
lo que me saco de la cabeza
y mirarlo luego
como algo desconocido (129)

Se pueden observar en la antología muchos poemas cuya creación obedece a este impulso de escribir «a lo que salga».

     Es más difícil expresar lo trillado que hacer preguntas profundas, indica un «poeta anónimo de Lorca», que describe la manera de ser un poeta grande o pequeño:

           Ser gran poeta
o profeta
es muy fácil.
Basta con preguntar
quién soy, qué fuiste o qué serás,
sin contestar. [137]
     Pero ser un pequeño poeta
es mucho más difícil.
Necesito explicar
por qué tus labios son el mundo entero,
tus dientes como perlas
y decírtelo (74).

La antología está llena de poetas de los dos tipos, aunque predominan, quizás, los que optan por el camino fácil de las preguntas metafísicas, como el mismo poeta de Lorca:

           ¿Qué sé de ti?
¿Qué sabes de mí?
¿Qué saben estos árboles de nosotros? (73)

     Aub se burla de los poetas que abusan de la antítesis al citar algunos versos de los ocho mil que forman «El cementerio», por Guilhaume de Bourgogne, «cansada retahila de antítesis» (70), y al contemplar el fenómeno en el poema XX de Norman Allstock (1918):

           Curioso: cuando el hombre inventa
una palabra
en seguida se halla la contraria;
hermoso-feo, vida-muerte,
etc., etc.
Contra bendito surge maldito
etc., etc.
¿Será que nada existe de verdad
o que la voz no sirve para nada? (157)

Es evidente que los ocho mil versos de Bourgogne pueden reducirse a un par de «etcéteras.»

     Hay versos de gran belleza en el libro, pero también los hay muy malos. El poema de Pedro Dalle Vigne (¿1196-1250?) señala la necesidad del mal para poder distinguir el bien; tal vez sea verdad en el arte.

     Vemos la inspiración de la Antología traducida mejor expuesta en dos observaciones acerca de la naturaleza de la poesía. Un poeta de la corte del rey Muñja escribe en el siglo XI:

           Los hombres aman siempre [138]
la misma mujer.
Los poetas escriben siempre
el mismo poema.
Por eso hubo siempre tantos errores (45).

Nueve siglos más tarde, ofrece Norman Allstock la siguiente opinión, según el antólogo:

           Como decía mi amigo Lartim, creen que lo nuevo, en poesía, vale la pena de ser leído porque representa un paso adelante; lo cual es absurdo porque entonces no debería morir uno nunca. La poesía --por serlo-- es muy parecida a sí misma desde siempre; sus cambios han sido muy pocos, yo diría que imperceptibles, en cualquier idioma. La poesía no tiene que ver con la Historia, lo que depende de ésta es en los aspectos menores (156).

Hemos visto que los plagios que ocurren en el libro comprueban el hecho de que «los poetas escriben siempre/ el mismo poema», por cuya razón es perfectamente lógico que sean todos el mismo poeta: Max Aub. [140]



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BIBLIOGRAFIA DE MAX AUB

     Presentamos a continuación una bibliografía de las obras que tratamos aquí y de algunas publicaciones especializadas. El excelente libro La obra narrativa de Max Aub de Ignacio Soldevila Durante (Madrid: Editorial Gredos, 1973) contiene una bibliografía completa de la enorme producción de nuestro autor en distintos géneros.

     Obras narrativas:

     Novelas escogidas, prólogo y notas de Manuel Tuñón de Lara, México, 1970. Comprende las siguientes obras: La calle de Valverde, Las buenas intenciones, Jusep Torres Campalans, Luis Alvarez Petreña, Yo vivo, cuentos y fábulas.

     Ediciones de «Jusep Torres Campalans» (en español)

México: Tezontle, 1958.

Madrid: Editorial Lumen, 1970.

Madrid: Alianza Editorial, 1975.

     Ediciones de «Antología traducida»:

México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1963. «Antología traducida (Segunda entrega)», en Papeles de Son Armadans, 122, mayo 1966, págs. 153-173.

Barcelona: Seix Barral (Biblioteca Breve de Bolsillo), 1972.

     Homenajes a Max Aub. Contienen muchos artículos de interés.

Cuadernos Americanos, Año XXXII, Vol. XLXXXVII, 2, marzo-abril 1973, págs. 57-104.

Insula, Año XXVIII, Nos. 320-321, julio-agosto 1973. [141]

     Artículos y comentarios extensos dedicados a «Jusep Torres Campalans»:

Calvo Hernando, Manuel. «Un pintor que nunca existió», Ya, Madrid, 7 febrero 1965.

Cano, José Luis. «Max Aub, biógrafo: Jusepe Torres Campalans», Insula, Núm. 288, noviembre 1970, págs. 8-9.

Durán, Manuel. «Jusep Torres Campalans», Cuadernos, París, 39, noviembre-diciembre 1959, págs. 115-116.

Fouchet, Max-Pol, «J. T. Campalans, par Max Aub», L'Express, núm 512, 6 abril 1961, pág. 32.

     Siebenmann, Gustav: «Max Aub, inventor de existencias (Acerca de 'Jusep Torres Campalans'), Insula, Nos. 320-321, julio-agosto 1973, págs. 10-11.

Soldevila Durante, Ignacio. La obra narrativa de Max Aub (1929-1969), Madrid, Editorial Gredos, 1973, véase págs. 148-156.

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