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La buena fama


Juan Valera






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- I -

Nada recuerdo yo con tanto gusto como las temporadas que he pasado en Villabermeja y los coloquios que allí he tenido con don Juan Fresco, mi querido tocayo. No había asunto sobre el que no hablásemos, dilucidándole hasta donde nuestro saber y nuestra inteligencia alcanzaban. Y cuando no estábamos de acuerdo, nos alegrábamos en vez de sentirlo, porque entonces nuestra conversación, con el apacible discutir, tomaba dulce y acalorada viveza.

A veces lamentaba yo que escritores extranjeros se nos hubiesen adelantado en coleccionar y en poner por escrito con primoroso adorno los cuentos que corren en boca del vulgo. Los mejores, a mi ver, eran los mismos, con raras variantes, en Alemania y en Francia que en España, de suerte que nos habían robado lo más hermoso y rico de aquella materia épica difusa, sin que pudiésemos ya darle forma original en nuestra lengua castellana.

Mi tocayo sostenía la contraria opinión, y afirmaba que había aún mil cuentos vulgares entre nosotros sin que nadie los hubiese recogido, y que no pocos de ellos eran deliciosos y hasta contenían veladas enseñanzas y misteriosas filosofías de subidísimo precio. El solía escudriñarlas y sacarlas a relucir, interpretando y comentando los tales cuentos como ciertos sabios neoplatónicos las antiguas fábulas griegas.

Varios de estos cuentos me refirió mi tocayo excitándome a que yo tomase la pluma y los escribiese; pero he de confesar que me parecieron casi todos tan absurdos que nunca me atreví a ceder a su súplica. Uno, sin embargo, el de LA BUENA FAMA, me bulle hace muchos años en la cabeza y pugna por escaparse de allí y derramarse en el papel, trascendiendo de la tradición oral a la escritura. El cuento es, sin duda, extraño, nada semejante a los demás de su género y amenísimamente tragicómico, si el narrador acierta a contarle como merece. Y no cabe la menor censura, sino estrepitosa alabanza, en lo que toca a la moralidad, ya que la de este cuento es ejemplar y severa. Sólo me han retraído de escribirle y me han hecho vacilar hasta hoy ciertos lances que hay en él, que no ofenden, sino que provocan la risa de la candorosa gente rústica cuando los relata o los oye; pero que acaso enojen a las damas melindrosas y a los pulcros cortesanos. A pesar de tan enorme dificultad, resuelto yo al fin a escribir el cuento, procuraré envolver lo substancial de los mencionados lances, algo escabrosos, en estuche de filigrana y entre perfumadas pleguerías, aunque el estilo tenga entonces que perder bastante de la sencillez y naturalidad que el argumento requiere.

Y dicho esto, para descargo y tranquilidad de mi conciencia, allá va la historia, según mi fresco tocayo me la contaba.




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- II -

En la populosa capital de un reino que me sería difícil señalar hoy en el mapa, vivía, hará ya lo menos seis o siete siglos, una honrada viuda, tan hidalga como pobre, y agobiadísima, si no por lo avanzado de su edad, por desengaños, enfermedades y otras desventuras. Su difunto esposo había sido caballero tan cabal, que los de su época pudieron mirarse en él como en limpio espejo y tomarle por norma, dechado y cifra de las caballerescas excelencias, ya que, sobre ser gentil, elegante, discreto y ágil, descollaba en bizarrías y arrestos. Había recorrido muchas tierras remotas buscando aventuras entre pueblos de diverso sentir y pensar de los que el suyo tenía. Y en sus altas empresas militares, con frecuencia felices, había alcanzado envidiable gloria y garbeado además no cortos provechos.

Deslució, no obstante, tan buenas condiciones y prendas tan raras la inclinación irresistible de este caballero al lujo, a los banquetes, a las daifas y bagazas y, lo que es peor, a los dados y a otros juegos de azar y envite.

Dio esto lamentable ocasión a su prematura y desastrada muerte, a los dos años de su boda, consumida su hacienda y derrochado el dote de su mujer, a quien dejó encinta y en la mayor miseria y abandono.

Fue el caso que unos tahures, a quienes llamó fulleros, sin que ellos cara a cara se atreviesen a vengar la afrenta, le armaron celada en los obscuros pasadizos de un garito y allí, a puñaladas, le atravesaron el corazón y los hígados.

Imaginemos ahora la desolación de la señora doña Eduvigis. Así llamaremos a la viuda, supliendo la falta que por lo común se advierte en las historias tradicionales en que el pueblo olvida los nombres propios, aunque no olvide ni el más diminuto ápice de los sucesos.

Ella, doña Eduvigis, a pesar de los despilfarros, infidelidades y travesuras de su esposo, le amaba con fervor, y le lloró durante algunos meses, al cabo de los cuales hubo de mitigarse el dolor de la viudez, o, mejor dicho, hubo de eclipsarse por los del parto, el cual vino en sazón y derecho, y dio por resultado a una hermosa niña, ojinegra y morena, a quien, por expresa voluntad del difunto, que mil veces había pronosticado su hermosura, pusieron el inaudito nombre de Calitea.

El tiempo vuela y pasa con tan endemoniada rapidez que nadie habrá de pasmarse de que, al empezar de lleno nuestra narración, Calitea haya crecido y espigado, tenga ya veinte años cumplidos, resplandezca con todos los hechizos de la salud y de la mocedad virgínea y posea diversas habilidades y artes, como son las de la costura y el bordado, con las cuales se ganaba la vida y sustentaba modestamente a su madre, quien, según hemos indicado ya, estaba hecha una plepa y casi no valía para nada sino para aturdir y marear, dando disposiciones y echando regaños, ya a la única antigua criada que cuidaba de la cocina y del arreglo y orden de la casa, ya a la propia Calitea con motivo de los novios vitandos o deseables.




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- III -

Salía de diario un río de elocuencia de la boca de doña Eduvigis. Imitemos a su hija, y, como ésta siempre, oigámosla nosotros con paciencia una vez siquiera.

En el cuarto menos malo del chiribitil en que vivían, cuarto que era a la vez estrado, comedor y sala de estudio y trabajo, bordaba Calitea en el bastidor, sentada cerca de la ventana, por donde penetraban, oblicuamente los alegres y gratos rayos del sol matutino, en un despejado y sereno día de invierno.

La madre, en medio de la estancia, sentada también, no diré junto, sino casi encima de un braserillo de azófar, tenía los pies sobre la tarima, y con la badila, en la diestra, ya accionaba al hablar, como si fuese la badila férula o signo de su magisterio, ya echaba firmas en la ceniza, haciendo brillar el rescoldo. Ella había extendido alrededor la falda de su vestido, y como el calor iba subiendo y recogiéndose en el amplio hueco, donde enrarecía el aire, doña Eduvigis, más seca y ligera que una paja, sentía el prurito, el conato y hasta el comienzo de una de las más extáticas maravillosas elevaciones. Sentía, además, a semejanza de la Pitonisa en Delfos, que le infundía inspiración aquel vaho.

-Niña, niña -decía, pues, con tono de inspirada-, cuan neciamente estás dejando pasar la edad florida y malgastando el tiempo propicio, que no volverá nunca. ¿De qué te vale todo lo que has estudiado, cavilado y alambicado, si no sabes vivir? Tú coses y bordas como las hadas; zurces con tamaña sutileza, que haces invisibles las huellas del rasgón más feo; tus dobladillos, calados, pespuntes y vainicas pasman a la costurera más hábil; y sobre ricos paños bordas en oro, seda y plata figuras prodigiosas de hombres, de animales y de seres imaginarios, que tú misma inventas y dibujas; pero, créeme, nadie pagará jamás tus puntadas sino con ruin tacañería. En cambio, ¿por qué no te percatas mejor, justipreciándolas y utilizándolas, de la sal y la pimienta con que el cielo te ha rociado? Eso sí que podría servirte en el mundo, poniéndote en andas y bajo palio y abriendo para ti el porvenir más halagüeño. Mira, hija mía, que te hablo, no con intenciones bellacas, porque yo he sido y soy rígida en mis costumbres, y, aunque me esté mal el decirlo, raro modelo de esposas, sino para que, sin el menor deterioro de tu honestidad y sin el más somero quebranto de la ley de Dios, aproveches la hermosura, la gracia y el garabato que tienes y los conviertas en anzuelo para pescar buen marido. No lo digo por mí. Ningún interés egoísta me mueve. Lo digo por tu bien. Discurro como madre previsora. El día menos pensado caerá por tierra el ruinoso edificio de mi cuerpo y te quedarás huérfana, desvalida y sin arrimo, en medio de esta gran ciudad, donde habrá mil peligros que te rodeen, como preciada navecilla sin piloto y con poco lastre que audaz se engolfa en mar borrascoso, lleno de escollos e infestado siempre de codiciosos piratas. Es menester, por consiguiente, que te cases pronto y bien, tanto para salir de los ahogos y estrechezas en que vivimos, si vivir así es vivir cuanto para que logres el marido que tu condición requiere, como enriscada alcazaba que, por inexpugnable que sea, requiere quien la mantenga y custodie. Este marido ha de ser respetado a fin de que te haga que te respeten, y vigile por tu honra y la acreciente con la suya; y ha de ser rico, a fin de que tú vivas con el regalo, la elegancia y el decoro que mereces, y a los que no me negarás que eres harto aficionada.

Había heredado Calitea los ímpetus y el desenfado de su padre, y así, sin poderse contener y atropellando un poco el respeto debido, interrumpió de este modo el bello discurso materno:

-Querida mamá, no te canses ni me canses. Ya te lo he dicho mil veces y te lo repito ahora. Yo no me casaré nunca para que me mantengan. Me casaré con el que me enamore, aunque sea pobre. Lo que es respetado, de fijo que lo será, que no he de poner yo mis ojos ni mi alma en un sujeto vil. Mas no necesitaré que me defienda ni que me vigile. Eso sé yo hacerlo sin auxilio de nadie. Ni quiero tampoco que su honra aumente la mía, pues me considero tan honrada que no cabe más. Y en punto a la elegancia y al regalo de que me dices que amo, y yo no te lo niego, sábete que el mayor regalo y la mayor elegancia para mí estriban en cumplir con mi regalado gusto, y mi gusto no se verá cumplido mientras no halle novio que me hechice por su discreción, valor y gallardía, robándome el corazón y cautivándome los sentidos y las potencias. Si no hallare yo y si no se me ofreciere esta joya, me quedaré para vestir santos y me iré con palma a la sepultura.

-Pero, ¡hija de mis entrañas! -interrumpió la madre-. ¿A qué viene ese caramillo que estás armando? De sobra sé que no se hizo la miel para la boca del asno, y de sobra sé que tú eres miel. ¿Cómo había yo de pensar en casarte por codicia con ningún mostrenco? Lo que me lleva a hablarte así es la certidumbre que tengo de que hay alguien que te quiere, que aspira a tu mano, que posee todas esas perfecciones de que hablas y que además es rico como un Creso. Algunos más años cuenta de los que convendría que contase para que la unión fuese proporcionada; pero, ¿cómo no perdonar esta desproporción a quien puede endulzarla con muchísimos millones de ducados? Vamos, es una bendición del cielo, una fortuna colosal la que se nos entra por las puertas de casa o nos cae encima como llovida. Delirio sería desdeñarla. Y todo ¿por qué? Porque el fruto, aunque jugoso y exquisito, está algo maduro.

-Pues, ¿te parece poco, mamá? Lo maduro se resiste a mi paladar. O nada, o fruto verde, aunque rejelee. Y dime, ya que, si bien lo sospecho, me agrada que me adulen el oído, ¿quién es ese gato relleno de oro que en forma de pretendiente me envía la misericordia del cielo?

-¿Pues quién ha de ser sino don Hermodoro? -contestó la madre.

-Ya me lo presumía yo -replicó Calitea-. Siempre que le llevo telas bordadas y paga mi trabajo, me mira con ojos picaruelos y encandilados y hasta se atreve a echarme piropos.

-No lo dudes, niña; el hombre está que se derrite, y, si no te muestras muy esquiva, con poco que hagas le conquistas del todo y se casa contigo.

-Pues no se casará, porque yo no pienso hacer ni haré nada para acabar de conquistarle.

-Eres muy ingrata -repuso la madre-. ¡Si supieras cuánto te admira y te elogia! ¡Con qué entusiasmo me habló de ti, pocos días ha, que vino a visitarme! Casi estuvo a punto de pedirte. Puso por las nubes tu bordado de la última casulla, y dijo que, así por su mérito artístico como por las bellísimas y delicadas manos que le hicieron, le pagaba el doble de lo que suele pagar.

-Por el mérito artístico de mi bordado cobré yo lo que cobré, y me pareció poco. Nada tiene ese necio que pagar ni nada que cobrarle yo por mis bellísimas manos, que sólo de balde han de servir para tirarle de las barbas y hartarle de pescozones si sigue desmandándose.

Justo es observar aquí, a fin de que nadie tilde a Calitea de señorita desaforada y de rompe y rasga, que ella vivió hace setecientos años, lo menos, en época más ruda; y que sin tener dueña ni escudero que la escoltase, como las señoritas de Madrid que llevan ahora, cuando van de paseo, una acompañanta a quien llaman la carabina, Calitea, por estar su madre enferma casi siempre, iba sola a sus negocios de costura, y entraba en almacenes y tiendas, y atravesaba calles, plazas y callejuelas, donde no había municipales, ni polizontes, ni alumbrado eléctrico. Era, pues, indispensable que, si quería defenderse, acudiese ella misma a la propia defensa, con algo de marcial, de arrogante y tremendo, como una doña María la Brava.




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- IV -

A pesar de la costumbre que había adquirido de oír con resignación los desatinos y las altiveces de Calitea, su madre quedó consternada después dea último diálogo. Poca esperanza le quedaba ya, conociendo la terquedad de su hija.

Don Hermodoro era el mercader de más crédito en la ciudad; viudo, sin hijos, ansioso de casarse para tener quien heredase su caudal, y prendado de Calitea hasta más no poder. Despreciar todo esto, desde tan humilde y menesterosa posición, era el último extremo de la locura; pero Calitea había llegado a ese extremo, y harto comprendía su desdichada madre que era dificilísimo, casi imposible, hacerla retroceder.

-¡Dios mío! -exclamaba doña Eduvigis, cuyas meditaciones y soliloquios tomaban a menudo forma de plegaria-. ¡Dios mío! ¿Está loca mi hija? Todavía comprendería yo, por más que lo deplorase, que la muchacha desairara tan brillante partido si estuviese enamorada de algún mozuelo barbilindo, de los muchos que la han pretendido; pero si ella los ha despedido a todos, ¿qué es lo que quiere? ¿Sueña con algún duque? Hasta ahora a todos los novios los ha hallado vulgares, ordinarios, ignorantes y feos. ¿Será menester que de encargo le fabriquen uno bonito, joven, noble, elegante y valeroso, Adonis y Marte en una sola pieza?

En esto atinaba doña Eduvigis. Así era el novio con quien Calitea soñaba. El sueño, con todo, no se trocaba en realidad.

Sólo don Hermodoro, cada vez más fino, no atreviéndose a declararse directamente a la hija, hizo su declaración en regia por medio de la madre. El desdén se renovó por estilo más solemne; pero don Hermodoro no quiso desengañarse y retirarse, y siguió en su inútil porfía.

Pasaron meses y llegó la alegre primavera.

Calitea, que era bondadosa, aficionada a reír y a burlar, y divertidísima en su conversación salpicada de chistes sin malicia, tenía por amigas a bastantes muchachas honradas y de buena familia, las cuales se desvivían por convidarla a sus jiras y meriendas campestres en los sotos y prados de las cercanías, que eran un encanto por su fertilidad y que entonces estaban floridos y llenos de lozana verdura.

A pesar de su vida laboriosa y de que el tiempo no le sobraba, Calitea, aceptaba a veces los convites. Su madre, aunque por estar sana del estómago y de los pulmones comía con apetito, y en la lluvia de sus discursos no solía descampar, mientras no se rendía al sueño, como se encontraba cada día más torpe de la vista y de las piernas, no podía ir a estas expediciones; pero a fin de que todo apareciese correcto, y no porque la niña necesitase custodia y vigilancia, confiaba a Calitea a la más autorizada y venerable de las madres de sus compañeras.

De esta suerte asistió nuestra heroína a varias jiras y meriendas. Todos los que en ellas tomaban parte reían y celebraban la graciosa desenvoltura de Calitea: los mozos admiraban su beldad; algunos, que eran guapos y no despreciables partidos para su clase, la pretendieron con el mejor fin; pero ella los desahuciaba siempre, aunque por arte tan suave y con tan buena crianza, que ninguno le guardaba rencor, sino que persistían todos en ser sus amigos, reconociendo que jamás había ella atraído ni provocado a nadie para desdeñarle después, y que sabía agradecer sin amar, cada vez que inspiraba amor a pesar suyo.

Tales recreos, por más que agradasen a Calitea y lisonjeasen su amor propio, eran, sin embargo, poco frecuentes. Las faenas continuas a que ella tenía que entregarse para ganar el sustento no se avenían con mayor disipación, y casi podía afirmarse que su vida era retirada y austera.

Largas horas del día se pasaba en casa cosiendo o bordando, y oyendo las disertaciones de su madre y sus alegatos en favor de don Hermodoro.

Sólo cuando la linda costurera y bordadora terminaba alguna tarea, solía salir para entregar el fruto de ella a quien se la había encomendado.

Nunca dejaba entonces de entrar en la hermosa catedral bizantina, que estaba muy cerca de su casa; y allí, hincada de rodillas en lo más sombrío y solitario del sagrado recinto, rezaba fervorosamente.

El sitio en que de ordinario se arrodillaba para sus rezos era delante de una capilla cerrada por bien labrada verja de bronce, y sobre cuyo altar, en el misterioso camarín de un retablo de roble dorado y de rica y prolija talla, se parecía la efigie de San Miguel, con el fulmíneo acero en la diestra y en la otra mano una cadena de hierro a la cual estaba atado Lucifer en persona. De su boca espantable, llena de espumarajos y muy abierta, se diría que brotaban mil blasfemas maldiciones; pero el Arcángel tenía bajo sus pies a nuestro común enemigo, y todas sus maldiciones y reniegos eran en balde.

Si hemos de confesar la verdad, en aquel tiempo la escultura florecía poquísimo, y el San Miguel no era nada hermoso; pero en la obscuridad del camarín y contemplado con los ojos de la fe y desde lejos, podía dar ocasión, y la daba, a que se le imaginase y representase Calitea como un portento de juvenil y angelical hermosura. Era, pues, devotísima de aquel paladín del empíreo, y no dejaba de dirigirle muchas de sus oraciones.




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- V -

Tan embebecida estaba en ellas, al anochecer de cierto día, que no advirtió entre las sombras que se extendían ya por el interior del templo, que alguien la observaba con persistencia y fijeza, admirando, sin duda, su rostro y toda su persona, sobre los cuales caían de soslayo los últimos fulgores del moribundo día que penetraban por una ventana poco distante.

Levantose Calitea y se encaminó hacia la puerta. Su admirador la siguió, recatándose un poco y aun sin ser por ella advertido.

La iglesia estaba desierta.

Cerca ya de la pila del agua bendita, Calitea reparó en alguien que se adelantaba, pero en quien sólo podía descubrir un bulto negro. Amplia capa de dicho color le caía desde los hombros casi hasta los pies.

No fue pequeña, ni desagradable tampoco, la sorpresa de nuestra heroína cuando, al ir a tomar agua en la pila para ponérsela en la frente, haciendo la cruz, se interpuso el desconocido, que acababa de mojar sus dedos y le ofreció el agua con notable cortesía.

La muchacha, a pesar de su altivez y recato, no acertó a rechazar tan santo obsequio, ofrecido del modo más respetuoso. Tomó, pues, el agua, tocando con sus dedos los dedos húmedos de quien se la ofrecía, cuya mano, según ella notó al mirarla y tocarla, era blanca, suave, muy cuidada y muy bonita, y tan pequeña, que no era mayor que la suya, aunque ella no las tenía, por cierto, ni feas ni grandes.

Miró también Calitea a todo el sujeto de la mano, y vio que era un mozuelo, al parecer de menos edad que ella, casi un niño, pero vestido muy a lo guerrero, y tan gentil y gracioso, que hubiera podido tomarse por el propio Arcángel, a quien ella acababa de rezar, y que se había descolgado del camarín para venir a saludarla. Las calzas ceñidas, de paño verde obscuro, dejaban ver la forma de las piernas, firmes, enjutas y bien torneadas; sobre el jubón o coletín de gamuza relucía la malla de acero bruñido, y del cinturón, de adobado becerro montaraz, pendía en medio la escarcela, al lado derecho una daga y al otro lado la espada. Sobre el puño apoyaba el galancete la mano izquierda, calzado el guante y sosteniendo donosísima caperuza, cuyo copete era una gran pluma de águila.

Su cabeza, bien plantada y descubierta entonces, aparecía coronada por los bucles, de oro de la abundante y larga cabellera; eran sus ojos azules como el cielo; la frente, despejada; ligero bozo apenas sombreaba, o más bien doraba, el labio superior con una sospecha de bigote, y la nariz recta, la barba firme y la boca desdeñosa e imperativa se contraponían chistosamente a lo adamado del resto de la persona.

Todo lo dicho agradó en extremo a Calitea, la cual sintió que, como en fortaleza que asalta el enemigo cuando más segura y descuidada se halla, se le entraba en el pecho y le alborotaba el corazón un tropel de sentimientos sobrado tiernos y hasta aquel instante jamás por ella experimentados. Pero lo que más la hechizó, moviéndola a desechar toda cautela, desvaneciendo recelo y disuadiéndola de reparar su descuido y de precaverse para en adelante, fue la turbación que advirtió en el mozo que le ofreció el agua bendita y el encendido rubor que le arreboló la cara, aumentando su amabilidad inocente.

Al llegar a este punto hacía notar don Juan Fresco, y yo debo imitarle, que en el país y en la época en que ocurrieron estos sucesos, ni se necesitaban aún previas presentaciones para que se hablasen las gentes, ni éstas, cuando se consideraban iguales, se daban tratamiento, sino que, si bien las más ceremoniosas empezaban por hablarse en tercera persona, lo usual era tutearse de buenas a primeras. Así, pues, no ha de parecer a nadie falto de la conveniente circunspección y decoro el diálogo que sigue, entablado por Calitea, después de dar las gracias por el agua ofrecida y aceptada.

-Y dígame -preguntó ella-, ¿es por ventura el señor soldado forastero en esta ciudad?

-Lo soy -contestó el mancebo-. Ayer llegué del lugar en que me crié y donde vive retirado mi padre, hidalgo de poquísimos bienes de fortuna. A fin de que yo me la busque, de lo que estoy impaciente, mi padre medió su bendición y armas y caballo, y me dejó venir por aquí.

-¿Y cómo consintió tu padre en que vinieras solo, al verte tan niño como eres?

-No soy tan niño -dijo él algo picado-. Veintidós años he cumplido ya.

-No lo creerías no me lo dijeses. Eres más viejo que yo: tienes dos años más. Perdona, hombre, que te haya tratado como a un rapazuelo, sin los miramientos y atenciones que se deben a personas de mayor edad.

-De ti no quiero yo más miramientos sino que me mires con muy amistosa simpatía.

-Pues eso estoy por afirmar que lo has logrado, y de fijo que lo conservarás y aumentarás si eres, tan bien criado y juicioso como tu buena presencia promete.

-Lo que es bien criado, ¿cómo no serlo contigo hasta el más rendido acatamiento? En punto a juicio, difícil será que le conserve si tú me le robas.

El joven pronunció la última frase siguiendo a Calitea, que había salido ya de la iglesia e iba andando hacia su casa.

Volvió ella el rostro, y dijo sonriendo:

-Déjate de lisonjas. No gusto de ellas nada. Si sigues así, no llegarás a verme otra vez, para que ni en broma me acuses de que por mí te vuelves loco.

-No te enojes. Yo me quedaré cuerdo, pero consiente que te acompañe hasta tu casa.

-No; vete ya.

-Me iré, si lo mandas.

-Lo mando.

-Bien está; pero prométeme que vendrás mañana por aquí a la misma hora.

-¿Y para qué?

-Para que yo tenga da dicha de verte y de hablarte.

-Pero, desventurado, ¿no ves que perderlas así el tiempo? ¿Buscas fortuna? Pues mal modo de hallarla es andar en conversaciones ociosas.

-No serán ociosas. Tú eres, lo conozco, tan discreta como prudente, y deseo pedirte consejo.

-Eso ya es distinto. Aunque no presumo de buena consejera, la conciencia me remordería de negarte el consejo que pides. Me queda, con todo, un escrúpulo. Es sacrilegio citarnos en la iglesia para tratar asuntos profanos.

-Pues dime dónde vives, e iré a tu casa.

-¡Imposible! ¿Qué diría mi madre?

-Entonces, sal ya tarde a la reja, cuando tu madre se acueste.

-¡Jesús! ¿Qué estás diciendo, muchacho? ¿Qué pensarías de mí si yo tal hiciese? Apenas te conozco. No sé siquiera tu nombre.

-No quede por eso, hija mía. ¿Conque no me viste rezar con devoción junto a la capilla del Arcángel, donde, aun no sé si para mi desgracia o para mi ventura, te vi y te admiré? Fui allí, porque el Arcángel es mi santo. Me llamo Miguel.

-Bien está, Miguel. Márchate ahora, déjame en paz y no quieras convertirte en diablo.

-¡Cruel! La diablura es que me despidas. ¿Y por qué?

-Ya es de noche; pero mis vecinas están atisbando siempre, y tienen ojos de lince. ¿Qué no murmurarán si me ven con mancebo tan cubierto de armas? Supondrán que me llevas presa.

-El preso y el enredado soy yo en la mágica red que tienden cuando miran tus ojos divinos.

-Ya te he dicho que detesto los requiebros- exclamó Calitea, negando con la complacida expresión de su sonrisa, con su dulce mirar y con lo trémulo de su voz, las palabras que pronunciaban sus labios.

El ansia de amar, el torrente de afectos, contenido y represado hacía cuatro años, desde que Calitea era mujer, había roto los diques y brotaba con tal ímpetu de su alma, que no lograban atajarle la reflexión y la prudencia.

En abono de la joven, y a fin de que nadie la tilde de liviana, fácil y antojadiza, debemos observar que no era personaje ordinario, sino prodigioso por todos estilos, quien de tal suerte la trastornaba, grabándose, cual sello en blanda cera, en la dureza diamantina de su corazón hasta entonces desamorado y arisco.

Harto bien reconocía ella el inevitable vencimiento de su voluntad. Oía voces en lo interior de su alma que le cantaban cada vez que miraba a Miguel:

-¡Qué monada de muchacho! ¡Es un primor! ¡Es un brinquillo! ¡Es un dije!

Dominada por tan poderosos, íntimos ensalmos, no es de maravillar que Calitea, sin caer en lo que hacía, en vez de volver a su casa por el camino más corto, rodease bastante, prolongando la conversación.

-Vete, vete ya -dijo para terminarla-. Déjame, por Dios. No quiero que me vean contigo.

Y añadió, para que él supiese también el nombre de ella.

-Calitea te lo suplica.

-Yo te obedeceré, porque soy tu esclavo; pero no seas tirana, dulcísima Calitea, y no me hagas víctima de la más negra desesperación. Necesito hablarte con más reposo. ¡Sal esta noche a la ventana!

-¡Qué locura, cielos santos! ¡Qué locura!

-Apiádate de mí. ¡Sal a hablar con quien te adora!

-Me avergüenzo de mí misma. ¡Cuán ruin concepto vas a formar de mí!... Ya estamos junto a mi casa. ¡Vete, vete!... ¿La ves? Es allí. Ven esta noche, a las doce.

Dijo esto poniéndose colorada como la grana. Redobló el paso, casi echó a correr, y entró en su casa con precipitación, dejando al galán en medio de la calle.




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- VI -

Bien se comprenden la puntualidad y el contento con que el galán acudiría a la cita, a la que tampoco faltó Calitea.

La cita se repitió muchas noches, y en cada una crecían el entusiasmo de los dos enamorados, el alborozo que sentían al verse y la pura llama de aquellos dulces amores.

Calitea, sobre los planes y propósitos que Miguel le había confiado, levantaba en su imaginación un monte, un cúmulo gigantesco de futuras y brillantes prosperidades y triunfos.

Se casaría con Miguel cuando él conquistase una posición desahogada. Acaso sería menester aguardar cinco o seis años; pero ella y él eran muy mozos, y ella tenía constancia, calma y brío para aguardar. Entre tanto, se enorgullecía del papel que le tocaba hacer. Ella habla descubierto todo el talento, todas las aptitudes de Miguel, y era ya y seguiría siendo luz más clara que revelase a él su propio valer, estrella que le sirviese de guía y estímulo poderoso que despertase más su noble ambición y le moviese a emprender y llevar a cabo actos de virtud y obras de ingenio.

Soñaba Calitea que, como jardinera hábil que cultiva con esmero una planta generosa, la cual da al cabo sazonadísimo fruto, iba ella con influjo magistral a sacar de su amigo un héroe, un sabio, un político eminente, por donde, desde la obscuridad y pobreza en que vivían, acabarían ambos por alzarse unidos a las más luminosas y sublimes esferas sociales.

Y no soñaba así Calitea porque fuese ambiciosa. Ella se contentaba con la posición más humilde. Todo lo anhelaba por él y para él, y para que en mucha parte se lo debiese a ella, a la inspiración, al aliento, a la confianza y a la fe que en él tenía y que se lisonjeaba de comunicarle, llenando su corazón de egregias esperanzas.

Tenía Calitea un gusto acendrado, y lejos de hablar de tales cosas con persistente seriedad, procuraba que la conversación fuese alegre, burlando, riendo y tratando de su cariño. Y hasta donde su limpia honestidad lo consentía, y con infantil candor, solía hacer a su amigo muy regalados favores. Tal vez le tomaba la mano, y, poniéndola palma con palma sobre la suya, celebraba lo bonita y lo pequeña que era. Tal vez se atrevía a tocar su bigotillo, que hallaba suave como seda. Y tal vez enredaba entre sus dedos, y alisaba y acariciaba después, con delectación artística, los dorados rizos del muchacho.

Como éste distaba infinito de ser de piedra, no dejaba de alborotarse, y deseaba y pedía; pero la dignidad natural y la no fingida inocencia de la joven, más aún que la interposición de la reja, le tenían muy a raya. El más señalado favor que consiguió, en una ocasión sola, fue que ella acercara la frente para que él la besase; pero el beso fue fugitivo y tan somero, que apenas se posaron en aquella fresca tez los labios sedientos.

Aunque tan deliciosas entrevistas se celebraban con extraordinario sigilo, nada bastó a evitar que alguna vecina, de las que llamaba Calitea, con sobrada razón, atisbadoras, se enterase perfectamente de todo y fuese al punto a referir el chisme a la persona a quien imaginó que más podía doler: al propio don Hermodoro. Este, mortificado y lleno de celos y de envidia, acudió a quejarse y a lamentarse con doña Eduvigis, contándole lo que ocurría, con mil malignos rasgos y perfiles que lo tornaban reprensible y aun pecaminoso.

¿Quién acertará a describir el furor que se apoderó de doña Eduvigis al saber sucesos tan graves? Las filípicas que echaba a Calitea eran elocuentes y feroces.

-Tú me vas a matar a disgustos -exclamaba-. ¡Ay, ay! Si viviese tu padre no estarías tú tan emancipada. De él harías caso, ya que de mí no le haces. Al saber tu conducta se pondría hecho un tigre: te daría una soba y te metería de patitas en un convento. Mira en lo que han venido a parar tus arrogancias: en rendir tu voluntad realenga a un rapazuelo vulgar; en enamorarte como una loca de un pelafustán, gandul, sin oficio ni beneficio, que, según me aseguran, no tiene sobre qué caerse muerto ni para mandar rezar a un ciego. Y... ¡si fuese capaz de ganárselo con sus puños! Pero... nada... ¿qué ha de ser capaz? Todos están de acuerdo en que es un chiquilicuatro, un mequetrefe, un alfeñique, un soldadete de caramelo o de alcorza. ¡Lindo avío estamos haciendo! Medrada andará tu reputación en boca de los maldicientes. Te sacarán el pellejo a túrdigas. A mí me va a dar un soponcio, y me voy a quedar en él si no despides a tu almibarado mozalbete. Es necesario que le despidas, que le mandes muy enhoramala y cuanto antes.

Con pocas variaciones, pero con muchas amplificaciones, pronunciaba doña Eduvigis este discurso seis o siete veces cada día. A Calitea le entraba por un oído y la salía por el otro; mas aunque estaba hecha a las voces como los pájaros del ruedo, trataba de calmar a su madre, haciéndole caricias, diciéndole chistes hasta que la excitaba a reír, y asegurándole que Miguel era el mejor novio posible, y, sobre todo, que ella le quería; que jamás tendría otro novio; que estaba decidida a esperar años hasta que él tuviese medios para vivir con cierta holgura y casarse, y, por último, que si esto no se lograba, ella se quedaría soltera. Calitea, además, ponderaba los méritos de su novio y cuánto había que confiar en su porvenir por poco que la suerte le favoreciera.

La madre se aquietaba al fin, y toda su energía se gastaba en palabras, sin que hiciese ni pudiese hacer cosa alguna en contra de la resuelta y firme determinación de su hija.

Don Hermodoro, entre tanto, estaba picadísimo de que un descamisadillo obscuro le hubiese vencido y se hubiese hecho dueño de la joya que él codiciaba tanto; y como no podía desahogarse reprendiendo a Calitea, la cólera reconcentrada le atenaceaba el corazón y le estimulaba y le pinchaba de continuo para que se vengase. Horrible era la pelea que habían trabado dentro de su alma las contrapuestas pasiones. Los celos no se andaban con chiquitas y podían la muerte de aquel odioso rival; pero don Hermodoro era un señor grueso, sano, colorado y floreciente, que estimaba no poco la vida de los otros y mucho más la suya. Su caridad era tan inmensa, que si bien irradiaba sobre el linaje humano, le amparaba y le fomentaba a él más que a nadie, como su centro o su foco. De aquí que don Hermodoro fuese caritativo con su propio ser y con los demás seres, hasta el punto de procurar desentenderse, para que no se le indigestasen, de que los cerdos, las perdices y los pollos que le servían habían recibido violenta muerte a fin de que él se los comiera.

Con tal condición y disposición de espíritu, su sed de venganza era atroz; pero no sabía cómo dejarla satisfecha. Lo suponía todo con previsión admirable, y descubría colosales inconvenientes. Daba ya por hecho que ciertos jaques, pagados por él, iban a espantar, nada más que a espantar, al mozuelo, y a hacerle huir de la ventana y aun de la calle; pero, ¿y si él mozuelo tenía valor y se resistía? Entonces las cuchilladas y las estocadas eran inevitables; y en su mente se presentaba ya muerto el rival, cuyo espectro ensangrentado venía por la noche a tirarle de los pies y a sacarle arrastrando de la cama. Otras veces se figuraba que se entablaba proceso judicial por la muerte de Miguelito; que se descubría que él había pagado a los asesinos, y que (no había más remedio) a él, a don Hermodoro, le llevaban a la horca. Era tal la excitación de sus nervios, que en sueños, y aun durante la vigilia, sentía el áspero roce de la soga que empezaba apretarle el pescuezo.

La fuerza de estos remordimientos anticipados no hubiera consentido jamás que se proyectase nada contra Miguelito, si el Pacífico mercader no hubiese tenido un secretario muy pícaro y muy adulador, que privaba con él, que le dominaba, y a quien él confiaba todas sus penas y planes, pidiéndole consejo. El secretario presumía de valiente, y el medio que más empleaba para ganarse la estimación y la amistad de su amo era referirle sus aventuras, atrevimientos, proezas y peligros.

La ocasión se ofrecía pintiparada para lucirse y prestar un gran servicio al mercader. Asegurole el secretario que él se encargaba de ahuyentar al mozuelo sin hacerle apenas daño. Y don Hermodoro, diciendo que no, sin comprometerse, explicando siempre su intención de que no pasase el caso de lo que pudiera calificarse de bronca incruenta, consintió en lo que el secretario tramaba, y éste quedó comprometido a dar cima a un acto que, si bien algo violento, no podía tener consecuencias muy serias, por ser contra débil enemigo.




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- VII -

Sin recelar desaguisado, Calitea y Miguel estaban, como de costumbre, hablando una noche a la reja. La calle era estrecha y tortuosa; pero en el cielo sin nubes relucían millares de estrellas. La Luna creciente bañaba la amplitud del espacio en resplandor apacible y tenue. Las casas, que entonces no tenían más de un piso, no impedían que la luz penetrase en la calle, y en ésta no reinaba la obscuridad, sino grata penumbra.

El silencio y el reposo eran completos.

Calitea, refrenando, con no estudiada ni aprendida maña, toda exigencia audaz y todo arrojo de su novio, sabía entretenerle con su charla y hacer que las horas volasen como por encanto.

Eran ya las dos de la madrugada.

Una sola cosa enojaba, a veces, al galán y le ponía enfurruñado. Calitea, sin saber y sin querer acaso disimularlo, le trataba con tono protector y con un afecto que tenía algo de maternal; como la hermana mayor, aunque ella no lo era, trata al hermanito menor mimado. El se resentía tal vez, sin declarar su resentimiento, porque le hubiera humillado, de que ella jugase con él como un niño; pero pronto conjuraba ella la pasajera nube, haciéndole comprender que si gustaba de él como de precioso juguete, también le tomaba por lo serio, le estimaba como joya y le consideraba como a un hombre de quien podían esperarse los más nobles hechos.

Aquella noche había habido una de estas pasajeras nubes, y Calitea, a fin de disiparla, dilató la conversación adrede y más que de costumbre. Había hablado con gravedad de sus proyectos, de todo cuanto él debía ambicionar y era capaz de conseguir.

Volviendo luego a las risas y a los juegos, porque la formalidad muy continuada la aburría y le infundía temor de aburrir, Calitea ponderó la pequeñez del pie de su novio y se empeñó en demostrar que no le tenía mayor que el de ella. Para esta demostración, después de obtener de Miguel, bajo palabra de honor, la promesa de que le devolvería un objeto que iba a darle prestado, se quitó un chapín para alargársele a través de los hierros y ver si se le calzaba.

Iba él a tomarle ya, cuando notó (lo que hasta entonces no había notado, ni Calitea tampoco, por lo distraídos que ambos estaban) que dos hombres se le venían encima y se hallaban a cuatro o cinco pasos de distancia.

Miguel echó mano a la espada; pero, aun antes de sacarla, dijo tranquilamente:

-Atrás, amigos. Y si quieren pasar, pasen pronto por la otra acera. Yo no les atajo el paso.

-Quien se va a largar eres tú -contestó entonces con voz destemplada y ronca uno de aquellos espantajos-. ¡Ea... pies en polvorosa, si no quieres que te zurre la badana!

La réplica de Miguel fue sacar la espada y caer sobre el desconocido, el cual no era torpe, y, encontrando imprevista resistencia, trataba de herir de todos modos, menudeando las estocadas con incansable fuerza de brazo y con alguna destreza. Por dicha, era mucho mayor la destreza de Miguel, y paraba siempre con calma y primor inverosímil en mozo tan de corta edad y de tan dulce aspecto.

Todo fue rápido: obra de tres o cuatro minutos. Las estocadas que dio el jaque, si no se hubieran quedado en el aire, hubieran podido poblar un gran cementerio. Miguel, por lo pronto, se limitaba a parar y no respondía. Al fin, el jaque se echó a fondo con tan descompuesta furia, que se descubrió sin atinar a reponerse. Miguel paró bien, y con cierto desdén de gran maestro, y para terminar el lance con poca tragedia, atravesó al jaque el brazo, del cual, mal herido, se le cayó la espada.

El jaque fue entonces quien echó a correr, abandonando el campo y dejando en él un reguero de sangre.

El otro desconocido, que era, según se supo después, el secretario de don Hermodoro, aunque estaba con la espada desnuda, o porque no, tuvo tiempo, o de pura longanimidad, no la había esgrimido; y apenas vio que huía su valeroso compañero, cuando consideró que no era vergüenza el huir, y trató de imitarle. Con turbación no pequeña anduvo algo lento y vacilante, y Miguel tuvo tiempo de llegar hasta él y de sacudirle de plano con la espada dos o tres azotes, diciéndole: «¡Arre, arre!», como si fuese una acémila.

Despejada ya la calle, Miguel recogió la espada caída y se la trajo a Calitea, quien había presenciado el suceso harto sobresaltada al principio y después maravillada y complacida hasta lo sumo.

-Guarda esa arma -dijo el galán- y cuélgala en tu cuarto como trofeo.

Recibió Calitea la espada entre risa y lágrimas, y con ímpetu irresistible sacó ambos brazos a través de la reja, cogió entre sus manos la cabeza del mozo, se la acercó cuanto pudo y cubrió de precipitados besos su frente, sus mejillas, sus párpados y sus hueles de oro.

-¡Viva! ¡Viva! ¡Hermoso mío! ¡Señor y rey de mi alma! Pero... vaya... es necedad... es delirio... no, no quiero que expongas tu vida... sin razón y sin gloria. Esta calle es medrosa y solitaria a altas horas de la noche. No volveré a salir a la reja. Ven a casa de día. Mi madre te aguantará; no te pondrá mala cara; acabará por quererte como yo te quiero. Las vecinas, ¿qué importa que te vean? ¿Es pecado tener novio?

Hablaba Calitea tan a escape, que Miguel no podía interponer palabra.

De repente lanzó Calitea un grito de terror, mira, mira, es un tropel de rufianes, de asesinos, que vienen contra ti.

En efecto, eran seis los jaques que en silencio y en buen orden de batalla avanzaban entonces.

El secretario, a retaguardia, los seguía, anhelando vengarse de los azotes.

Había tenido de reserva a toda aquella gente en una taberna cercana y había venido nada más que con uno la primera vez, creyendo la empresa fácil y a fin de recoger solo los laureles. Ahora acudía con todas sus fuerzas, menos el que en la taberna quedaba herido.

-No te asustes, Calitea -dijo Miguel-; ya te probé que no soy manco. Ahora te probaré que tampoco soy tonto. ¿Para qué aventurarme contra media docena de matones?

-Huye-exclamó ella.

-Eso no; pues no faltaba más -repuso Miguel, y tocó un silbato, que sonó agudamente en el silencio de la noche. Lejos para no estorbar y cerca para acudir en sazón, me guardan las espaldas las dos mejores espadas de este reino -añadió sin quedar ocioso mientras hablaba, porque se lió la capa al brazo izquierdo, desenvainó la espada, se puso en guardia y aguardó la acometida, amparando la espalda contra la reja misma, detrás de la cual se agitaba Calitea como furiosa y enjaulada leona. Hubiera salido a la calle a gritar, a pedir socorro, a defender a su amigo sin saber de qué suerte, si no guardase la llave de la puerta su madre, que dormía encerrada y que solía acostarse del lado no sordo, y no despertaba aunque el universo se hundiese.

Calitea apelaba al único recurso que se le ofrecía, y como si su voz tuviese poder de aterrar, gritaba a los jaques:

-¡Atrás, infames! ¡Atrás, cobardes asesinos!

Luego, con más altos gritos, clamaba:

-¡Socorro! ¡Socorro! ¡Qué me levan a matar!

No porque la hubiesen oído, sino porque oyeron el silbato, dos hombres aparecieron por la dirección opuesta a la que los jaques habían traído.

Estos cercaban ya a Miguel. Algunos llevaban broqueles; otros esgrimían espada y daga.

Toda la agilidad portentosa de Miguel hubiera sido inútil si no acude tan pronto la gente que llamó en su auxilio.

-Hola -dijo cuando los vio-, a mi, Leoncio; a mí, Tristán; y sacudid recio.

Brava pelea se trabó entonces.

La imprevista llegada de aquellos dos hombres aturdió y descompuso la banda de los que cercaban a Miguel.

El secretario, que se había quedado detrás para exponerse menos, fue el primero sobre quien cayó uno de los recién llegados; pero el secretario, en vez de defenderse, se puso en fuga, y, como si le brotasen alas en los pies, desapareció volando de aquella, en su ya trocado sentir, horrorosa escena. Nadie le persiguió, porque había que acudir a mayor peligro y vencer a contrarios de más alientos.

Pronto se repusieron los jaques del desorden ocasionado por la sorpresa. También ellos tenían su negra honrilla, y eran seis contra tres. Bien notaron en seguida que eran estos tres tan diestros como valientes; pero en la retirada, a más de la vergüenza, había acaso, con tan obstinados contrarios, no menor peligro que en resistir.

La continuación de la batalla se hizo, pues, inevitable, si bien tomó aspecto muy otro del que al empezar presentaba.

Sin más pérdida que la leve herida de uno de ellos, los jaques se replegaron hacia la acera opuesta, haciendo cara a los tres que ahora en fila los atacaban.

Grandes desgracias y muertes hubiera habido allí, ya que nadie acudía a separar a los combatientes, a pesar del estruendo que metían con el choque y el ludir de las espadas, con el crujir y restallar de los golpes en los broqueles y con sus muchos reniegos y maldiciones, si el tabernero, que era avisado y piadoso, al ver al herido que le dejaban en casa, y al notar que los otros jaques iban resueltos a proseguir la riña para tomar el desquite, no hubiera salido a escape y dado cuenta de todo al señor corregidor, el cual, por extraordinario, andaba rondando la ciudad con gente de armas de a pie y de a caballo. La misma asistencia del señor corregidor en la ronda hacía presumir al tabernero, que todo lo olía y todo lo calculaba, que pudiera recelarse algo grave.

En efecto, el corregidor acudió al lugar de la batalla con la mayor diligencia. La calle se puso de bote en bote, rebosando de corchetes y de alguaciles.

Ambas huestes beligerantes depusieron las armas y se rindieron a la autoridad.

El corregidor, personaje de muchas campanillas, como que había sido nada menos que ayo del rey, se apeó del caballo que montaba y se dio a buscar a alguien, como si buscase al peor de los alborotadores. Miguel, recatándose, se había refugiado al pie de la ventana de Calitea.

El corregidor llegó allí, se dirigió a Miguel e hizo ademán de ir a agarrarle por una oreja.

Miguel le dio un empellón, y le dijo riendo:

-¡Estate quieto, viejo chocho!

Entonces el corregidor, en vez de agarrarle la oreja, le tomó la mano y se la besó, lleno de profundo respeto.

Sorprendida oyó Calitea, aunque pronunciado en voz baja, el diálogo siguiente:

-¿Y cómo no he de estar chocho, señor, cuando ni tu augusta madre ni las señoras infantas, tus hermanas, me dejan en paz un instante desde hace algunos días? Saben que todas las noches te escapas de palacio y no vuelves hasta las dos o más tarde; ignoran dónde vas, y se afligen con el temor de que ocurra el mayor de los infortunios. Por tu culpa ando yo de ronda a mis años. Ganas me dan de ser insolente contigo, y de llamarte el príncipe de menos juicio que hay sobre la tierra.

-¡Bueno! Échame un sermón ahora, como cuando me tomabas la lección y yo no la sabía; pero déjate de averiguaciones y castigos. A esos galopines que han peleado contra mí, que se los lleven a dormir a la cárcel pero que los traten bien y que les den de cenar y libertad mañana. Así lo quiero y lo ordeno. Que no sepan de fijo, aunque lo sospechen, que han cruzado conmigo las espadas.

-Y gracias a Dios que llegué a tiempo.

-¡Gracias a Dios! Pero también sin ti hubiéramos salido airosos. Vete ya con tu gente y déjame.

-Pero, señor, ¿por qué no te vuelves a palacio? ¿Por qué eres tan poco prudente?

-Vete, te digo.

-¿Y a quién dejo por aquí?

-A nadie. Me basta y me sobra con Tristán y Leoncio.

-Señor, ¿te recogerás pronto? ¿Escarmentarás?

-No escarmentaré; pero me recogeré antes de media hora, si me dejas. Vete; ya sabes que te quiero mucho; pero déjame en paz. Mi madre y mis hermanas se irán acostumbrando a mis vuelos y los tomarán con más calma en lo sucesivo.

A poco de terminar esta conversación, la calle se veía otra vez sin gente y muy tranquila. El rey estaba solo a la reja de Calitea.




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- VIII -

Mucho me alegraría yo de poder evitarlo o remediarlo, pero no parece sino que el mismo diablo lo hace a fin de que me caiga encima, con algún fundamento la censura de varios críticos que acusan a mis heroínas de que discretean demasiado. Sólo diré, y válgame por disculpa, que yo no he inventado esta historia: que esta historia es verdaderamente popular y tradicional, y que no es sólo a don Juan Fresco a quien se la he oído, sino también a gañanes y a mujeres del pueblo. Todos, con más o menos arte, prestaban a Calitea los sentimientos y pensamientos que voy a expresar aquí.

Sobre ser ella discretísima, era decidida, imperiosa, y en el hablar no menos expedita que doña Eduvigis, aunque mil veces más oportuna. Hablaba asimismo tan briosa y rápidamente, si alguna pasión la agitaba, que no había medio de interrumpirla ni de contradecirla. Era menester oírla hasta el fin sin desplegar los labios.

No se extrañe, pues, que Miguel, en quien hemos descubierto tan egregia persona, escuchase a Calitea en silencio, aunque impaciente, y que ella, con acento conmovido, pero con entereza, se expresase así:

-Mi señor y rey: no califiques, por Dios, de desacato la noble libertad de mis palabras. No te ofendas aunque te lo diga: tú me has engañado taimadamente; pero no me quejo: te lo perdono; es más, te lo agradezco con toda mi alma. No hubieran nacido en ella sin tu engaño tan risueñas esperanzas. Sin tu engaño jamás la hubieran hechizado tan celestiales ensueños. Muy triste es el despertar y el volver a la realidad de la vida; pero yo tendré valor para sufrirlo todo. Quiero suponer que, enamorada de ti, fuese yo capaz de perder el pudor y la vergüenza; de echar a rodar mi reputación y mi recato; de desafiar la ira del cielo; de faltar a todos los mandamientos divinos. No hablaré, pues, ni de religión, ni de moral, ni de honra. No me jactaré de mi virtud, ni de mi honestidad, ni de mi soberbia siquiera. Todo voy a darlo en este momento como perdido por causa tuya. Aun hay algo que es imposible dar por perdido. No: yo no me resignaré jamás a transformar la peregrina historia que me había forjado, en el más vil, ordinario y rastrero de los sucesos. No puedo ser ya, primero tu guía, casi tu iniciadora, ni él estímulo de tu ambición, ni la causa de tu elevación y tu mujer legítima luego; pero no me allanaré ni me humillaré nunca hasta ser tu manceba. No me vuelvas a ver. No me busques. No turbes la paz de mi pecho. Sea un sueño para ti lo que entre nosotros ha pasado. Mi resolución es firme e inquebrantable. Yo pensaré en ti, y te recordaré y amaré tu recuerdo como algo que no es real ni de esta esfera y mundo en que vivimos, sino de otros mundos inasequibles y de regiones remotas y aéreas, donde los duendes y las hadas habitan. Pero en este mundo real, bien puedes darme por muerta para ti, porque yo, señor, por muerto, por desvanecido y por hundido te tengo. ¡Adiós para siempre!

Así dijo, y, sin aguardar contestación, se retiró Calitea de la ventana y cerró las puertas de madera.

El rey se quedó en la calle atortolado y confuso.




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- IX -

A diversas personas he oído yo la historia que trato de fijar para siempre en estas páginas, dándole forma adecuada. En lo esencial la historia es siempre la misma: sólo varía por tal o cual menudencia, y más aún por ciertas explicaciones y aclaraciones, que ni la vieja aldeana ni el mozo de mulas saben dar, y que don Juan Fresco, hombre ilustrado y muy filósofo, pone en abundancia.

Yo entiendo que conviene adoptar un término medio; así, aunque no me limitaré, con el modo escueto y por el estilo mondo y lirondo que los rústicos usan, a referir los lances extraños que luego sobrevienen, sin tener al lector algo prevenido, todavía, en obsequio de la brevedad, he de suprimir aquí las dos terceras partes de las filosofías, moralidades y razonamientos que mi tocayo prodiga.

Ya dije que el rey se quedó turulato al oír el discurso de Calitea. En esto convienen todos. El caso no era para menos.

Había sido educado este joven príncipe hábil y severamente por su señora madre, dechado de reinas viudas. El refrán escolástico, sin embargo, tiene razón que le sobra:


Quod natura non dat Salamanca non prestat.



El esmero de la madre hubiera valido poquísimo sin las nobles prendas de carácter, inteligencia e ingenio que naturalmente adornaban al rey. Como el labrador en terreno fértil, bien podían exclamar y exclamaban los maestros, con arrogancia y con júbilo, que no trabajaban en balde y que era su azadonar para ganar. El rey aprendía todo lo que le enseñaban y adivinaba el resto. A los dieciocho años, cuando verdaderamente tomó las riendas y empezó su reinado, ya sabía cuanto entonces había que saber del trivio y del cuadrivio, y poseía además extraordinarios conocimientos en historia, leyes y otras ciencias políticas. Los cortesanos, entusiasmados, veían en él a un Salomón flamante.

Y no se crea que, por el afán de cultivar el espíritu, se había desatendido la educación del cuerpo. Aprendiendo la danza, arte que enlaza la música con la gimnástica, y es como el guión entre lo que debe aprender el alma y los corporales ejercicios, el rey había adquirido soltura fina, o sea agilidad y gracia en sus movimientos y ademanes, lo cual realzaba su gallardía y su belleza. Era capaz de luchar, como el oso, a pesar de la esbeltez aristocrática de su persona. Corría como el galgo, brincaba como la ardilla, nadaba como la trucha y montaba a caballo con firmeza y primor, domando los potros más bravos y cerriles.

En lo tocante al manejo de las armas, ya hemos visto lo que sabía hacer cuando las circunstancias lo requerían.

Engolfadísimo en sus estudios, prestando seria atención y empleando horas y horas en el gobierno de la monarquía, que estaba floreciente con su desvelo y su tino, y solazándose en la caza, a la que tenía mucha afición, y en la que robustecía sus miembros y aun los fatigaba para hacer luego más grato y profundo el reposo y el alimento más apetecible y más sano, nuestro joven príncipe, ¡oh insólito prodigio!, cuando conoció a Calitea, la primera vez que se escapó de palacio, de noche, y a hurtadillas de su madre, acababa de cumplir veintidós años, y hasta entonces no se había acordado para nada de que había mujeres. Sus dulces e inocentes amores con Calitea fueron el estreno práctico, la doctrina inicial que recibió sobre este punto.

Importa que se sepa que el clero secular y regular, los consejeros y magistrados, algunos palaciegos vetustos y bastantes señoronas devotas, rígidas y principales, ponían por las nubes la honestidad y pureza del rey, a quien, sobre declararle doctor y celebrarle como a valiente y diestro en las armas, preconizaban por santo. Pero, en cambio, y eso que no era entonces fin de siglo, había no pocas damas guapas, elegantes y alegres, harto mal avenidas y aun picadas de aquel retraimiento del monarca. Las más prudentes le llamaban hurón, y la mayoría de ellas, que era levantisca y desaforada, prescindía del comedimiento que se debe a los sujetos augustos; inventaba mil patrañas para desacreditar al rey; se reía de su austeridad, y hasta llegó a calificarle de papandujo.

Fácil es inferir de lo expuesto cuánto se alborotaría aquel cotarro, y la sorpresa, el asombro y la envidia que se apoderarían de todo él, apenas vino a traslucirse, si bien de un modo vago, merced a lo circunspecto y sigiloso que era el corregidor, que el egregio niño, de quien se burlaban por suponerle cosido a las faldas de su madre, sin buscar otras faldas a que coserse o hilvanarse, había sacado los pies del plato, se había ido muchas noches a correr aventuras por las calles de la ciudad, y hasta había tenido citas amorosas y andado a cuchilladas.

Reconociendo ya aquellas damas que en el rey había elementos para todo, cantaron la palinodia sobre lo más agrio de las censuras, y se limitaron a murmurar del mal gusto de su majestad, dando por averiguado que galanteaba a alguna mozuela zafia y plebeya. A fin de ennoblecer las regias aficiones enseñando estética, ciencia cuyo nombre no se había inventado aún, pero que ya existía, las damas que eran o que presumían de ser más bellas redoblaron su afán en adobarse y emperejilarse cuando se mostraban en fiestas y reuniones, y aun enviaron por elixires, aguas de olor, sahumerios y nuevas galas a Milán, a Florencia y al propio París, que ya empezaba en aquella edad remota a ser el laboratorio de las mudas y de los afeites, y el taller y el foco de las elegancias femeniles.




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- X -

El rey, a quien, fuese el que fuese su verdadero nombre, seguiremos llamando Miguel, o más bien don Miguel, para no ser irrespetuosos, no dejaba, entre tanto, de pensar en Calitea, cuya beldad, evocada por el recuerdo, eclipsaba la de todas las damas que eran el ornato y el orgullo de la corte.

Él, al pronto, se había enojado bastante de la repentina brusquedad con que la joven le había despedido.

«¿Qué culpa -decía para sus adentros- tengo yo de haber nacido rey? Y, por lo demás, por el disimulo o el engaño, con que oculté que lo era, ella misma confiesa que estuvo muy en su lugar; que hubiera sido yo tonto de capirote si le digo en seguida: mira que soy el rey; que me perdona el no habérselo dicho, y que de tan leve falta, si lo fue, nació la ventura de que durante algunos días hemos gozado. Ahora bien; ¿a qué tanto desvío a los pocos minutos de haberme mostrado el más entrañable afecto? Es evidente que yo no puedo ni debo hacer de Calitea mi reina; pero...».

Y aquí tomaban las regias cavilaciones un giro tan enmarañado y nebuloso, que yo no atino a trazarle con palabras. Luego sus pensamientos volvían a aclararse y se resumían en estas cláusulas:

«No; yo no la creo ladina, ni fríamente astuta y calculadora. No me despidió para prenderme mejor en sus redes, haciéndome formar un concepto elevadísimo de su virtud. Pero, ¿quién sabe?... Sus propósitos eran leales... de buena fe... Y, sin embargo, ¿por qué ha de persistir en ellos? ¿Por qué no ha de quebrantarlos y rendirse si me obstino en obsequiarla y en pretenderla?».

Después de discurrir así, nuestro don Miguel fue no pocas tardes, entre dos luces, a la catedral, y se estuvo horas de plantón, junto a la capilla de su santo patrono. Calitea no pareció nunca. Le paseé la calle a ver si ella salía a la reja o volvía para entrar en su casa. Tampoco tuvieron buen éxito estas tentativas.

El rey se dio a sospechar que estaba haciendo un papel ridículo. ¡Si las damas y los caballeros de su corte llegaban a descubrir que él suspiraba por una costurerilla que no le hacía caso, aunque le rondaba la calle, las burlas iban a ser crueles y a darle inmortal reputación de memo. Cesó, pues, en sus rondas, pero no desistió de la empresa.

Como era celosísimo de su dignidad y muy avisado, no cayó nunca en la tentación de escribir cartas a la muchacha, quejándose, en verso o en prosa, de sus ingratitudes. Verba. volant, scripta manent. Omnímoda confianza le infundía Calitea; pero, a pesar de ella, podía caer cualquiera de las cartas que él escribiese entre las manos de algún curioso, y, si bien entonces aun no había periódicos, circular en copia y al cabo ser insertada en las Crónicas y en los Anales, a fin de que, hasta en los venideros siglos, se enterase todo el mundo de su sandez.

El rey, pues, no escribió carta ninguna. Halló mejor Y menos comprometido recurso.

Leoncio, el principal de sus escuderos, era un hidalgo de edad provecta, que había servido al rey su padre; tenía facha tan grave y señoril, que inspiraba veneración, y su mente, a par que abismo insondable para esconder problemas, era oficina muy apta para resolverlos. Don Miguel había averiguado, porque era difícil que nada se le ocultase, que su augusto padre había tenido bastantes devaneos, y que Leoncio había terciado en ellos como cauteloso y eficaz paraninfo.

El rey confió a Leoncio todos sus pesares y le encomendó que le buscase el conveniente remedio.

Calitea, en aquella confusión de la noche de la pendencia, no había visto sino el bulto de Leoncio, de modo que éste pudo sin dificultad introducirse en casa de la joven, bajo el plausible pretexto de encargarle que bordase un magnífico terno que para cumplir cierto voto debía él regalar a la iglesia de los monjes benedictinos.

Mientras examinaba muestras y dibujos, en repetidas visitas y sin acabar de decidirse, no tardó Leoncio, con su venerable aspecto y sus finísimos modales, en ganar la confianza de Calitea, y, cuando creyó llegada la sazón oportuna, con toda la habilidad y pericia del hombre más experto y curtido en las artes proxenéticas, descubrió quién era, los mensajes melifluos que traía y los fervorosos anhelos y atrevidos pensamientos de su majestad.

Terrible fue el desengaño. Calitea, sin descomponerse ni alterarse, zapeó muy de firme a Leoncio, y hasta hubo de afear, con bonitos circunloquios que doraban la píldora, que en aquel oficio ruin se emplease persona tan encopetada, tan entrada en años y al parecer de tanto respeto.

Ello es que Leoncio volvió al rey con las orejas gachas y harto afligido del mal éxito y del peor recado.

Aun no desistió el rey, que era tenaz y estaba prendadísimo de Calitea. Ocurriósele que tal vez un rico presente la ablandaría. Dádivas quebrantan peñas, pensó, y sin más reflexiones envió a Leoncio tres o cuatro días después con un rico presente.

Nadie hubiera podido desempeñar esta comisión con mayor delicadeza que la desempeñó Leoncio. Pidió a Calitea perdón de su audacia, se disculpó del oficio que había ejercido por la fidelidad y gratitud que debía a quien le enviaba, y, dando a entender que el rey conocía y respetaba la entereza y la virtud, y que, si bien seguía enamorado, sufriría en silencio y no volvería ya a perseguir a la esquiva señora de su alma, aseguró que le enviaba, como final despedida, aquel recuerdo, y le suplicaba humildemente que le aceptase.

Dicho esto, sin dar tiempo a contestación alguna, Leoncio se despidió y se fue, dejando sobre la mesa de la costurera un sencillísimo estuche donde encerraba un costoso aderezo de perlas y diamantes. Pasaron tres días sin que Calitea se diese por entendida de haber recibido las joyas.

El confidente decía al rey:

-Señor, el triunfo es ya seguro. El pez tragó el anzuelo. Tu espléndido venablo atravesó, al fin, el empedernido corazón de aquella leona; pero debes refrenar tu impaciencia. Parecería en esta ocasión muy poco magnánimo apremiar para el pago, ir al punto a cobrar la res que va herida.

Al día siguiente de pronunciado este lacónico discurso, el rey, previa concesión de audiencia, tuvo que recibir a un pobre sacerdote muy conocido por sus virtudes y vida ejemplar, y que se llamaba don Prudencio.

El sacerdote no hizo más que entregar silenciosamente al rey un pliego cerrado y sellado.

Creyó el rey que sería un memorial y que el clérigo pediría que le hiciesen canónigo.

No sabemos qué despertó, no obstante, su curiosidad, y abrió pronto el pliego y se enteró de su contenido.

Su sorpresa fue grande y mayor su despecho. Aunque sabía reprimirse, se mordió los labios de rabia, y aun hay historiadores que afirman que, a pesar de su moderación y buen tono se le escaparon cuatro reniegos.

El pliego contenía tres hojas, y decía la principal:

«¡Señor! A tamaña generosidad no debe Calitea responder con groserías. Acepta, pues, el presente y le agradece con toda su alma; pero no acierta a darle más digno empleo que el que declaran los documentos adjuntos.»

Uno de estos documentos era la tasación de las joyas y la declaración del joyero más acreditado de la capital de haberlas comprado, pagando dieciocho mil ducados por ellas.

El otro era un testimonio fehaciente, donde con todos los requisitos, fórmulas y reglas que entonces se empleaban, el tesorero del Hospital general afirmaba, para la exactitud de las cuentas y resguardos de don Prudencio, aunque bajo sigilo, a fin de no ofender la modestia de su majestad, que había recibido, por orden y mandato de dicha augusta persona, y hecho ingresar en caja, la suma de dieciocho mil ducados.

Después de esto, el rey se dio por vencido, por burlado y por desahuciado; procuró borrar la imagen de Calitea de su corazón y de su memoria, y se esforzó, aunque en vano, por figurársela, más que entera y honradísima, engreída, soberbia y loca.

Leoncio era quien no quería cejar. Lamentando lo deslucido que iba a salir del primer empeño en que por acreditado zurcidor de voluntades le había puesto el rey, y emperrándose en que hubiese función de desagravios, se atrevió a insinuar el rapto de Calitea.

El rey, que tenía muy buena pasta, no se incomodó, pero rechazó la insinuación con risa. Aunque apenas había cursado el arte de amar, salvo en los prolegómenos y parte especulativa, daba él por cierto que en tan deleitosa asignatura no debía entrar la violencia para nada, sino ser todo armonía, alegre cordialidad y mutuo consentimiento y abandono. Nada de lágrimas. Nada de quejas. Por eso sostenía él que Tarquino, Apio Claudio y otros tiranos por el estilo habían sido unos solemnes majaderos; o bien, adelantándose en escepticismo histórico a Masdeu y a Niebuhr, dudaba de cuanto se dice que les ocurrió con Lucrecia, con Virginia o con otras doncellas o matronas cogotudas, suponiéndolo invención, calumnia de los republicanos y demócratas; lo que ahora llamamos una filfa.

De aquí que el rey sólo aceptase como juicioso el consejo implícitamente encerrado en cierta coplilla vulgar que entonces se oía en boca de las cocineras al compás del almirez en que manejaban los aliños para sus guisos. La coplilla responde con toda exactitud a ésta, no menos famosa en nuestro idioma:


   Me han dicho que no me quieres;
no me da pena maldita,
que la mancha de la mora
con otra verde se quita.

En el fondo, el rey, a pesar de su despecho, no quería ni podía persuadirse de que hubiese Calitea dejado de amarle. Tampoco se le ocultaba que la esquivez sublime de aquella mujer lo dolía de veras en lo íntimo del corazón y le daba pena maldita; pero era joven, nada quejumbroso y menos inclinado a melancolías, por donde, sin aprobar las premisas de la copla, aprobó la consecuencia y se echó a buscar moras verdes.

Poco trabajo le costó hallarlas. En su corte casi sobraba verdura, y pronto notó su majestad que estaba en intrincado bosque de zarzas y de moreras.

Leoncio, cargado de laureles, olvidó por completo su primer descalabro, y muy orondo con las victorias que se alcanzaban de continuo, formó lista de ellas, no menos larga que la que saca hoy Leporello en la ópera Don Juan.

Se diría que el rey trataba de recobrar el tiempo perdido. En grande tomaba el desquite. Bien podían llamarle tardío, pero cierto.

Como era natural, los prelados, los sacerdotes, las beatas y otras muchas personas formales y la reina misma se afligieron y se escandalizaron de todo esto; pero como pasaron tres años y no hubo enmienda, tuvieron al fin que resignarse y acostumbrarse.

Don Miguel, por dicha, no se dejaba dominar por ninguna señora; no tuvo en aquel tiempo camarillas, y sus amoríos y deportes no le impidieron seguir gobernando con acierto, gloria y fortuna.

El reino todo, en paz y en orden, prosperaba por su industria y comercio.

En un país vecino había un pueblo bárbaro, muy belicoso, entregado a la rapiña y dado aún a supersticiones gentílicas.

Hubo que hacer la guerra a dicho pueblo para acabar con sus depredaciones, y el triunfo de don Miguel fue rápido y brillante. Sometió a toda aquella gente feroz, se enseñoreó de su territorio, y redujo territorio y gente a buen régimen político y a vivir culto y decoroso.

Mucho le valieron en tan alta ocasión los frailes de Santo Domingo y de San Francisco, que empezaban ya a figurar en el mundo, compitiendo por mostrarse blandos y amorosos con amigos de la fe cristiana, y avinagrados y crudos con los que no la reconocían o renegaban de ella. Aquellos benditos padres acudieron al país recién conquistado como gorriones a la parva que desmenuzó el trillo, y en un periquete catequizaron miles y miles de semisalvajes y edificaron iglesias y monasterios suntuosos.

Por este y por otros indicios, que se irán notando más adelante, don Juan Fresco rastrea la época de esta historia y la coloca en los primeros veinte o treinta años del siglo XIII.

A par de los frailes, si bien por más profanos medios, concurrió a la civilización de las tribus conquistadas un ilustre duque, sabio en todas las artes, de la paz y de la guerra, y a quien don Miguel, después de la conquista, en que le ayudó como general, puso allí por gobernador y virrey.

La duquesa se quedó en la corte, y como era la señora más licurga, graciosa y linda que en ella había, logró detener los caprichosos revoloteos de su majestad no de otra suerte que la rosa, emperatriz de las flores, consigue que se pose, se quede como dormida entre sus frescos pétalos y se embriague con su miel y su aroma la más inconstante y alborotada mariposilla.

El rey veneraba al duque y le comparaba can Marco Aurelio, el cual, a pesar de ser tan sabio, nunca cayó en la cuenta de los extravíos de Faustina.

En alabanza de la conducta del duque en el virreinato su majestad le escribía cartas cariñosas y lisonjeras, siendo los párrafos más dulces los que inspiraba o dictaba la duquesa misma, mejor sabedora que nadie de lo que halagaba y enorgullecía a su marido.

Entiéndase, sin embargo, que el rey, si bien tenía por la duquesa constante predilección, distaba mucho de concederle un afecto exclusivo. A la duquesa no le faltaban rivales, y descollaba entre todas cierta alegre cantarina que había venido al Norte, desde Sicilia, en pos de la resplandeciente y trovadoresca comitiva de un soberano que, según don Juan Fresco, no pudo ser otro que Federico II de Suabia, emperador de Alemania.

En resolución, el rey se divertía a más no poder; pero como era amable, generoso, claro espejo de valentía y llano y alegre en su trato con los humildes, el pueblo le idolatraba, y lejos de condenar, aplaudía y reía sus travesuras. Los sujetos timoratos, aunque no podían hacer la vista gorda, porque su majestad procedía con harto poco disimulo, tenían que disculparle y pensaban con esta intención en Carlo Magno, en el santo rey David, y en otros grandes monarcas que habían pecado como él, con la diferencia de que él, en vez de matar a los Urías, los colmaba de atenciones y de beneficios.

En medio de esta vida algo escandalosa, don Miguel no lograba olvidar a Calitea. Aquellas primeros castos amores le parecían más bellos que cuantos después había tenido. La iniciación había superado para él todo el ulterior y pleno conocimiento de los misterios. La casi divina ventura que la iniciación prometía jamás se había realizado.

Don Miguel, no obstante (menester es confesarlo aunque nos sea muy simpático), empleaba, tal vez involuntariamente, las sutilezas más refinadas del egoísmo para evaporar el amor de Calitea en la alquitara de su pensamiento y reducirle a vago sueño deleitable. La superioridad con que brillaba Calitea en su memoria dependía, según él, de la luz de la aurora de la vida que en su memoria la iluminaba. Tal superioridad no debía existir en el mundo visible. Y así, para no tocar el desengaño y para que su grato sueño no se disipara, don Miguel, por amor al recuerdo de Calitea, procuraba no saber de ella, ni oírla mentar, ni volver a verla nunca. Hasta le entraba miedo a veces de que, el día menos pensado, después de transcurrir mucho tiempo, volviese él a encontrarla, por casualidad, ajada, jamona, mal vestida, casada con algún pobre diablo, y rodeada de seis o siete chiquillos poco limpios y más feos y ordinarios que su padre. ¡Cómo se desvanecerían entonces todas las ilusiones! No; lo mejor era que, en la realidad, y para él, Calitea hubiese dejado ya de existir



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