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La cabeza a componer

Emilia Pardo Bazán


[Nota preliminar: edición digital a partir de la edición de El Imparcial, 26 de marzo 1894, Arco Iris, y cotejada con la edición crítica de Juan Paredes Núñez, Cuentos completos, La Coruña, Fundación Pedro Barrié de la Maza, Conde de Fenosa, 1990, T. IV, pp. 238-240.]



Érase un hombre a quien le daba malísimos ratos su cabeza, hasta el extremo de hacerle la vida imposible. Tan pronto jaquecas nerviosas, en que no parecía sino que iba a estallar la caja del cráneo, como aturdimientos, mareos y zumbidos, cual si las olas del Océano se le hubiesen metido entre los parietales. Ya experimentaba la aguda sensación de un clavo que le barrenaba los sesos -y el clavo no era sino idea fija, terca y profunda-, ya notaba el rodar, ir y venir de bolitas de plomo que chocaban entre sí, haciendo retemblar la bóveda craneana y las bolitas de plomo se reducían a dudas, cavilaciones y agitados pensamientos.

Otras veces, en aquella maldita cabeza sucedían cosas más desagradables aún. Poblábase toda ella de imágenes vivas y rientes o melancólicas y terribles, y era cual si brotase en la masa cerebral un jardín de pintorreadas flores, o como la serie de cuadros de un calidoscopio. Recuerdos de lo pasado y horizontes de lo venidero, ritornelos de felicidades que hacían llorar y esperanzas de bienes que hacían sufrir, perspectivas y lontananzas azules y diamantinas, o envueltas en brumas tenebrosas, se aparecían al dueño de la cabeza destornillada, quemándole la sangre y sometiéndole a una serie de emociones y sobresaltos que no le dejaban vivir, porque le traían fatigado y caviloso entre las reminiscencias del ayer y las probabilidades inciertas del mañana.

No se conformaba con esto la pícara cabeza, pues también había dado en la manía de consagrarse a la investigación de la verdad y de los orígenes de las cosas, y andaba vuelta tarumba con el problema del conocimiento, el sujeto y el objeto, la apariencia y la substancia, el fenómeno y el noúmeno y otras cuestiones baldías, que recalentaban al rojo blanco aquel pobre meollo, emperrado en dar vueltas, lo mismo que una devanadera, alrededor de enigmas que hasta la presente no se sabe que hayan encontrado solución satisfactoria. ¿Qué se entiende por libertad humana? ¿Qué es la conciencia? ¿Qué significa la palabra querer? ¿Qué la cosa en sí? ¿Qué papel desempeña ante la percepción exterior la voluntad? ¿En qué consiste un hecho primordial metafísico? Al profundizar tan arduos qués, la cabeza latía queriendo romperse, los sesos echaban humo a modo de cabecera donde hierve el agua, y la sustancia gris, o lo que fuese, soltaba lumbres fosfóricas. El dueño de la cabeza enloquecía.

Nadie me negará que en casos semejantes urge ponerse en cura. Así lo decidió mi héroe, y se propuso consultar a todos los médicos de fama, hasta que alguno acertase a devolverle la tranquilidad y la salud.

El primer doctor a quien vio, levantando delicadamente el casquete del meollo, comprobó que todo el cerebro se encontraba en un estado de sobreexcitación y actividad febril, y que en eso consistía el padecimiento. La cabeza vivía con exceso, funcionaba de sobra, y el doctor, aplicando medicamentos emolientes, logró que sobreviniese por algunos días un estado de soñolencia y modorra que hizo al paciente muchísimo bien. No obstante, pareciéndole que el método de aquel doctor era sólo un paliativo, quiso recurrir a otros más radicales, que atacasen la enfermedad de frente.

Dirigiose, pues, a un célebre operador, que, registrando los sesos al microscopio, declaró que había encontrado medio seguro de combatir el mal, y en un santiamén practicó la ablación de la potencia imaginativa o fantasía. No más ensueños, no más poéticas figuraciones que unas veces se envolvían en grises tules de tristeza y otras revestían los radiantes colores del arco iris; no más palacios de jaspe y oro, no más monstruos y endriagos, no más pájaros azules, no más mariposas, no más nostalgias, no más quimeras... Y al apagarse los fuegos artificiales de la imaginación, el enfermo se quedó al pronto sosegado y lleno de bienestar, como el que huyendo de la luz y del ruido se recoge a un aposento retirado, oscuro y silencioso. Pero no tardó en notar que la cabeza continuaba descompuesta, por lo cual se dirigió a casa de otro doctor elogiado en todas las revistas científicas.

Lo mismo que su antecesor, practicó un registro en la sesera, manejó la lente, miró y remiró... y vino a decir que su colega la había errado de medio a medio, y que no eran la dorada fantasía ni la plástica y creadora imaginación lo que debía suprimirse para evitar tales daños, pues allí sólo estorbaba la razón ergotista y puntiaguda, atirantando todas las fibras de la masa encefálica y causando torsiones, dolores crueles. Sin encomendarse a Dios ni al diablo, sacando de su estuche instrumentos sutiles como pelos, practicó la extirpación de la razón y de la facultad discursiva, y el enfermo se encontró en la gloria, libre del ímprobo trabajo de raciocinar.

Lo malo fue que pasado algún tiempo remanecieron las molestias. Otra vez la cabeza en ebullición, y el dueño, desesperado. Ya sólo le quedaba por visitar el gabinete de un médico, quizás el más ilustre de los cuatro, que a la habilidad del cirujano reunía la inteligencia del pensador; y a él acudió llorando el de la cabeza desbaratada, pidiendo que de una vez le arreglasen aquella mala saboneta que no regía.

El doctor practicó su inevitable reconocimiento, y tuvo su meneo de cabeza, y fruncimiento de cejas, y desdeñosa sonrisilla, inevitables también. Desenvainando los no menos infalibles chirimbolos de bruñido acero, exclamó que de poco servía haber eliminado la imaginación y la razón, en verdad funestísimas, si dejaban persistir sus huellas y la reminiscencia de sus funciones en la maldita memoria, causa de todas nuestras penas y berrinches. Y añadiendo que ahora sí que el enfermo de la cabeza iba a quedar descansado, le rebañó diestra y rápidamente la memoria: lo único que le estorbaba.

Desde entonces, la cabeza fue una delicia. Ni volvió a doler, ni a calentarse, ni a perturbarse, ni a decir aquí me tienes: como que estaba hueca, vacía, limpia del todo. Al ex enfermo le pusieron de mote el idiota; pero él, tendido al sol, respirando el aire puro, durmiendo a ratos, dirigiendo, vegetando, era feliz.





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