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La calamidad europea1

Mariano José de Larra

Muchas y grandes han sido las calamidades con que la Providencia, en sus secretos fines, quiso afligir en distintas épocas al hombre. Ya desde un principio pudo conocer el más lego la desgracia que presidía la creación de este mísero globo. El que vio en los primeros tiempos que fue preciso arrancar al hombre de su propia costilla la mujer, o había de tener poco olfato, o debía ya decir para su capote (permítaseme el anacronismo) que había de venir presto abajo nuestra felicidad. Así fue: habló una serpiente; la mujer dio oídos al primer advenedizo, fragilidad que desgraciadamente se ha transmitido de siglo en siglo; cortose la manzana del árbol del bien y del mal, que por lo visto sólo tenía el mal para nosotros, hincole el diente el crédulo esposo, y vínose abajo a renglón seguido todo el edificio del primaveral paraíso. Primera calamidad, y no la más floja. Henos aquí ya habitando la tierra, merced a la picia del primer hombre: nace el segundo mortal, y segunda picia; lo primero que hace es matar al tercero; he aquí una raza maldecida, y la segunda calamidad. Con tan galanos principios no debió de ser difícil augurar los fines. El primer homicidio no debía de ser el último. Endurécese el hombre en el mal, sucédele un vicio a otro, un crimen abona el anterior, y pónese la cosa tan de mala data, que cansado y arrepentido el Hacedor, lluévele encima al hombre, y pónelo perdido. ¡Día del agua! Ni sirven ramas, ni valen altos montes. Se abren las cataratas del cielo, derrámase el líquido abundante, ahógase todo bicho, y he aquí la tercera calamidad.

Vuelve el hombre a poblar, y ya de aquí en adelante imposible fuera poner orden en las calamidades. No bien sale del reciente escarmiento, lánzase de nuevo al crimen: olvida su Dios y su religión; de nada ha servido el diluvio; el Criador lo conoce, y vista la ineficacia del agua, aquí prueba, con Sodoma y Gomorra la virtud del fuego: igual resultado. Allá convierte en sal al curioso. Acá confunde en Babel las lenguas insolentes, y vuélvese la torre una cazuela de un teatro de Madrid. Tiempo perdido. Desde entonces todos hablan y ninguno se entiende; pero no por eso se ha mejorado nuestra condición. Caiga agua, baje fuego, venga sal, lluevan lenguas sobre nosotros; el hombre insolente todo lo aprovecha. Inventa barcos, y anda sobre el agua; recoge la lumbre, y caliéntase a ella; toma la sal, y échala en el puchero; aprende las lenguas, y corre a enseñarlas por el equitativo estipendio de treinta reales al mes...

¿Quién tendría desde entonces el vano proyecto de seguir en su curso las calamidades del hombre? Poco antes de llegar a la tierra de promisión, adora el becerro de oro, figura simbólica del siglo XIX, que había de adorar el oro, aunque fuese en un becerro; en Jericó hace añicos todos los cántaros de la provincia; en Egipto adora la cebolla, ídolo por cierto de muy mal tono; en el Indostán tributa honores al sol y al fuego; en la India occidental, que tenía más de occidental que de India, adora la luna entera; más económico en Asia, adora media luna no más; en África reverencia a los bichos ponzoñosos; en Europa rinde culto a sus grandes ladrones y asesinos, y erige altares a sus tiranos; aquí se hunde la Atlántida, preparando a navegantes con su hundimiento descubrimientos fatales; ábrense volcanes por todas partes, vomitando lumbre sobre él; las tempestades aquí, la peste allí, la guerra de nación en nación, las preocupaciones doquiera, la mujer en todas partes; todo es error y desgracia, todo crimen y confusión el mundo; todo es, en fin, calamidades.

Dejemos, pues, a un lado las del mundo para ocuparnos sólo de las de Europa.

Nace apenas la sociedad europea, y surgiendo de ella Elena, lánzase aquélla contra el Asia en mil frágiles barquillos a llevar a las playas troyanas el hierro y la destrucción. Nótese que la primera calamidad europea emanó de la importancia dada a la fidelidad de una mujer.

El adulterio, el asesinato y el incesto reciben a su vuelta a los vencedores argivos. Cien repúblicas enseguida, ansiosas de libertad, se aherrojan mutuamente, y un ejército de persas viene hasta Maratón a sembrar el luto en la sociedad europea. Nótese que la segunda calamidad es una intervención extranjera.

Dos bandoleros famosos, Remo y Rómulo, echan los cimientos de la ciudad universal, que con las armas en la mano avasalla después y esclaviza a la Europa entera. Nótese que el principio de la tercera calamidad fueron dos ladrones públicos.

El Norte vomita sobre el Mediodía hordas innumerables de vándalos y godos, que mudan a sangre y fuego la faz de la malhadada Europa. Nótese que la cuarta calamidad vínole a Europa del Norte.

El Hijo de Dios había descendido ya a morir en la tierra por los hombres: una religión nueva alzaba sus bienhechoras cruces por todas partes; mas cien hijos espúreos, saliendo del río principal, como sangrías de licor ponzoñoso, inundan el mundo de sectas parciales: los hijos de un innovador atrevido se arrojan de Asia a Europa con el alfanje en una mano y el Corán en la otra; numerosas cruzadas se levantan por la religión, y encienden la guerra general: nuevas sectas derraman luego la sangre alemana, y poco después la inglesa y la francesa. La reacción, sangrienta, como la acción, establece tribunales horribles, y cada pueblo, durante siglos enteros, aquí por la guerra civil, allí por la conquista de otro hemisferio, es una ara inmensa cubierta de mártires; los hombres son mitad víctimas, mitad sacrificadores. Obsérvese que la quinta calamidad le vino al hombre de la preocupación religiosa, de la superstición, del fanatismo.

Sobre la sangre humeante de los autos de fe nace la política, y con ella el soñado equilibrio de los reinos; guerras de sucesión, guerras de familia suceden a las guerras religiosas; pueblos enteros perecen víctimas de guerras personales de sus reyes, y de etiquetas palaciegas. Adviértase que la sexta calamidad le vino a Europa de la importancia dada al apellido de sus pretendidos dueños absolutos.

Vencedores éstos contemplan como instrumentos a sus súbditos; pero cansados al fin los pueblos, caen en la cuenta de sus derechos, y un grito unánime de libertad resuena, en el universo. La Europa le acoge, y responde a él; se abre una lucha sangrienta de principios; una revolución espantosa traspasa todos los límites posibles; un coloso nace de ella a detenerla; vencido empero el coloso, la libertad vuelve a desplegar sus alas. Desde entonces los hombres siguen vertiendo anchos ríos de sangre para reconquistar de la rutina el derecho más sencillo y claro de todos: su propia voluntad. Nótese que la séptima calamidad nos viene de haber conferido nuestros poderes sin restricción, sin prenda, sin garantía; de haber dejado prescribir un derecho.

Hemos llegado a la octava calamidad europea. ¿Pues cuál otra horrible calamidad nos amenaza? ¿Otro cólera? Si el hombre nació para morir, la peste es una muerte cualquiera. Mayor es la calamidad que nos amaga; más terrible la prueba a que nos sujeta la Providencia. ¿Algún reglamento? Eso sería una gota más en el mar. ¿Algún empréstito? El deber es calamidad sólo para quien ha de pagar, o para quien presta. ¿Otra invasión de rusos? Más todavía. ¿Qué sería una invasión de rusos? Algunos años de despotismo. Para pueblos tan acostumbrados, para pueblos donde hay aún quien pelee por él, nada. Es volver la tortilla. No faltaría quien la comiera.

La gran calamidad europea, la calamidad de las calamidades, he aquí cómo la hallamos consignada en un comunicado que en un periódico leemos.

«Que conmigo se haga una injusticia -nos dice un personaje, un tanto cuanto atropellado en las formas- puede ser un triunfo para mis enemigos; pero en el caso presente, la violencia usada hacia mí es un desastre para todos, es una brecha abierta en el corazón de nuestras instituciones, es una calamidad nacional; ¿y quién sabe si no podrá hacerse una calamidad europea? Los trastornos que podrían resultar de tan evidente violación de los principios conservadores de nuestro régimen, podrían ir más allá de los Pirineos.»

He aquí bien clara la gran calamidad, que entretanto que lo es para la Europa, lo es indudablemente para el que escribe. La cosa en verdad no es insignificante como muchos creen; bien pudiera ser trascendental; pero lo que ni nosotros habíamos presumido, ni nuestros lectores tampoco, es que esto podría trastornar el mundo. Curiosos por demás de lo que nos podría acontecer, hemos recorrido, como ha visto el lector, la historia del mundo y de sus calamidades. Hemos temblado por nosotros y por la Europa. ¿Obrará este accidente como el robo de Elena? ¿Será Troya nuestra patria? ¿Tendrá los resultados del levantamiento de Remo y Rómulo? ¿Será la voz del destituido el grito de Lutero? ¿ Imperará a los mares como el quos ego de Virgilio? ¿Será su desgracia, justa o injusta, legal o ilegalmente llevada a cabo, el Waterloo de nuestra pequeña libertad? ¿Qué parte del mundo se hundirá? ¿ Obrará como un diluvio, como un castigo del cielo, o como una calamidad puramente humana?

¡Ah! ¡Plegue al cielo apartar de nosotros tan terribles infortunios! ¡Lejos, pobre España, lejos de nosotros el profeta y la profecía!

Artículo publicado en Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, Madrid, Imprenta de Repullés, 1835.