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ArribaAbajoCapítulo X

La guerra y el congreso


(Junio y julio de 1880)


Comenzaron a diseñarse en el congreso de Chile los primeros síntomas de la lucha parlamentaria que crearía la sorda pero tenaz resistencia del presidente de la república para resolver a su manera y a su albedrío, a virtud de engreído y fomentado personalismo, las grandes, necesarias e históricas soluciones de la guerra en la Cámara de Diputados, desde el segundo día de sus funciones ordinarias y una o dos semanas más tarde en el pacífico Senado.

En la segunda sesión ordinaria que la Cámara de diputados celebró el 8 de junio, el enérgico representante por Santiago, don Carlos Walker Martínez, presentó, en efecto, por escrito y como para resumir el sentimiento y la opinión de aquel cuerpo político ante el país y el ejército, el siguiente proyecto de acuerdo para el cual solicité inmediata discusión:

«La cámara de diputados acuerda un voto de admiración y de gracias a los jefes, oficiales y soldados vencedores en Tacna y Arica y les anuncia que la opinión pública de Chile, les señala a Lima como corona y término de sus heroicos sacrificios».



Hubiera parecido que tan llano pensamiento y ovación tan ampliamente merecida estaban destinadas a encontrar el unánime y caluroso asentimiento de la sala, mucho más cuando aun no se apagaba en los horizontes el ruido lejano del cañón de las victorias.

Y en realidad, así habría tal vez acontecido si el diputado por Talca don Ricardo Letelier, no hubiera caracterizado lógicamente la proposición sometida al patriotismo de los representantes del pueblo atribuyéndole su verdadero alcance:

«A juicio del país -dijo el joven diputado, tan resuelto como su colega autor del proyecto de acuerdo- esta guerra debe concluir por la ocupación de Lima salvo el caso en que se determine el gobierno del Perú a pedir la paz. En otros términos, lo que consulta el proyecto del honorable diputado es que el gobierno de Chile no hará proposiciones de paz, como se ha insinuado sin fundamento, a mi juicio, por algunos, ni se paralizarán las operaciones de la guerra antes de que el Perú se haya sometido.

En este pensamiento todos estamos de acuerdo y creo que no habrá una sola persona en este recinto ni fuera de él que no piense de la misma manera».



Se equivocaba, sin embargo, el honorable representante por Talca en su cómputo total de las adhesiones, porque uno de los miembros del Congreso de mayor influencia en el bando político a que pertenecía, por sus relaciones, su briosa energía y su fortuna, el diputado por San Carlos don Francisco Puelma, rico salitrero de Antofagasta, y a cuya opinión se atribuía gran peso en los consejos de la Moneda desde la ocupación militar de aquella plaza, por él vivamente solicitada y obtenida, se levantó para formular una apreciación tan grave como contradictoria de los juicios y de los votos emitidos por sus predecesores en el debate. Esas palabras, que llevaron el asombro a todo el país, porque por no pocos se supuso eran el eco de opiniones y deseos constituidos a gran altura en la dirección de los negocios del Estado, fueron textualmente las siguientes, conforme al boletín oficial de aquel día:

«He pedido la palabra -dijo el señor Puelma- sólo para manifestar que no creo, como lo han asegurado los señores diputados por Santiago y Talca, que la opinión unánime del país sea que no debe pensarse en la paz mientras no lleguemos a Lima, y que el gobierno haría mal si diese cualquier paso por ahora en un sentido pacífico. Yo pienso, por el contrario, y ésta es también la opinión de todas las personas sensatas con quienes he tenido ocasión de hablar sobre este asunto, que en el estado de irritación a que han llegado los ánimos en ambos países, no será posible arribar a la paz sino por la mediación de potencias amigas, y que sería un deber del gobierno procurar esa mediación.

En la situación en que nos encontramos, después de los gloriosos triunfos que hemos alcanzado sobre el Perú, creo que Chile bien puede tender una mano generosa a su enemigo y ofrecerle la paz, sin que se nos acuse de debilidad.

En el estado de miseria y de completa impotencia a que ha llegado el Perú, yo creo que si él va adelante en la guerra, es sólo por la exaltación que en él producen los continuos bombardeos e incendios que diariamente está sufriendo, y si fuera posible darle algunos momentos de calma para que apreciase su situación y se le ofreciese la paz, sería muy probable que la guerra pudiera terminarse.

Yo no veo tampoco qué ventaja pudiera haber para Chile en llevar adelante esta guerra a sangre y fuego y en arribar a la paz por la ruina del Perú. Después de todo, el Perú es el único consumidor obligado de nuestros productos, así como nosotros lo somos de los suyos; tenemos, pues, que mantener por fuerza estrechas relaciones de comercio con él para lo futuro, y por lo tanto no está en el interés de Chile que la guerra se desenlace por la ruina de ese país.

Por consiguiente, yo no concibo -así concluyó el honorable diputado- que fuera una desgracia que el gobierno pensase ahora en la paz; y creo, por el contrario, que, por lo mismo que Chile está triunfante, y el Perú casi moribundo, sería un deber de nuestra parte tender una mano amiga a ese país que al fin y al cabo es nuestro hermano».



Saltó de su puesto como herido en parte noble de su ser el autor de la indicación, y en breve pero acentuado discurso replicó al diputado por San Carlos, mereciendo las congratulaciones de muchos de sus colegas y los aplausos de diversas poblaciones del país, que como Melipilla, expresamente le tributaron.

«Si hubiera sospechado, señor presidente -exclamó en efecto el diputado Walker Martínez- que el proyecto de acuerdo que he tenido el honor de presentar iba a promover una discusión de esta naturaleza, protesto que lo habría roto en mil pedazos antes de darle ocasión de tener el sentimiento de oír el discurso que acaba de pronunciar el honorable diputado señor Puelma.

La cuestión propuesta y combatida en los términos en que la ha tratado el honorable diputado, ocultando en su fondo algo que es profundamente irritante para el patriotismo chileno, es indigna del país y de la Cámara (Aplausos en los bancos de los diputados).

Yo sostengo que sería una mengua para Chile solicitar mediaciones extranjeras, y no somos nosotros los que debemos humillarnos hasta ese extremo, cuando toda nuestra campaña es una continua serie de triunfos y de glorias.

Yo sostengo que después de la conducta observada por el Perú antes de la guerra y durante toda ella hasta en los momentos presentes, no está ni en nuestra dignidad ni en nuestra honra ir a ofrecer esa paz de que habla con tanta humanidad el señor diputado; y sostengo, por último, que semejante paso enlutaría las banderas de la república que han flameado hasta aquí y deben flamear siempre, inmaculadas y puras.

Bien sé -añadió el diputado autor de la glorificación parlamentaria del ejército- que la guerra no es un fin sino un medio de llegar a la paz; pero sé también que los que pueden imponerla con el hierro no deben solicitarla por medio de súplicas. La escribirán a su debido tiempo nuestras bayonetas, no nos la darán las intervenciones extrañas. El país no aceptaría jamás tanto exceso de debilidad y de culpables complacencias, porque los que han triunfado con inmenso heroísmo en Tacna y Arica, no necesitan de nadie para llevar sus armas victoriosas a Lima, y para dictarla como vencedores, no como vencidos, ni siquiera como iguales.

Confieso que me ha sido doloroso oír al señor Puelma. ¡Oh! Su discurso habrá hecho estremecerse en sus tumbas a las ilustres cenizas de nuestros valientes soldados muertos en los campos de batalla.

Mal me ha comprendido el señor diputado cuando supone que mi proyecto de acuerdo lleva envuelto el pensamiento de hacer la guerra al Perú a sangre y fuego; ni mucho menos que considere como una desgracia el que Chile haga la paz con sus enemigos. Mi idea es completamente distinta. Lo que yo quiero es que esta página histórica concluya como empezó, con gloria y con valentía, no con proposiciones cobardes, ni con temperamentos tibios, que son los peores consejeros en los momentos supremos.

El proyecto de acuerdo que he propuesto es la interpretación de la opinión pública que clama: ‘¡A Lima!’; o sea, metafóricamente hablando, al corazón de nuestros enemigos.

Aprobarlo, es el más brillante testimonio que podremos dar a nuestros soldados de que sabemos apreciar en lo que valen su heroísmo y sus hazañas.

No discuto la conveniencia de ir a Lima, porque no es ocasión oportuna de hacerlo, dejo sólo consignado el hecho de que el país lo pide. Los romanos vencieron a Cartago yendo al pie de sus muros a imponerle sus condiciones, no deteniéndose en España ni en Sicilia».



Amainó, y no poco con este arranque de calor en su primera salida el diputado por San Carlos, que en su vida parlamentaria había solido bogar en mares bravíos, y se contentó con pedir que se agregase al proyecto de acuerdo sólo una breve frase de mitigación para aceptarlo. Esa frase era la de que se iría a Lima, si ello fuera preciso.

Manifestaciones análogas no tardaron en surgir en el seno de la otra Cámara, aprovechando uno de los senadores por Coquimbo la primera ocasión que se le presentaba para desarrollar su juicio sobre la manera como había sido conducida la guerra hasta esa hora, señalando los errores padecidos las faltas de obstinación y voluntad en la colecta de los soldados o en los planes de campaña y su ejecución, las continuas negligencias de mando tan cruelmente espiadas por el pueblo y el ejército, y por último los peligros que se diseñaban para lo venidero, todo esto con motivo de la lectura que su lacónico programa de gobierno y de guerra hizo el jefe del ministerio nombrado el 16 de junio en la sesión que aquel alto cuerpo celebró el día 18. Cierto es que el honorable señor Recabarren prometía a nombre del gobierno «una guerra activa», «tenaz» y «enérgica»; pero más allá de los fáciles epítetos que son a los gobiernos, lo que los rayos solares a las nubes, simples cambiantes de color, comenzaba ya a columbrarse claramente en el horizonte que los propósitos del ministro no eran en el fondo de su conciencia y de su voluntad suprema (irresistible para todo en Chile, aun para la inercia) los del presidente de la república, quien con honradez y perfecta franqueza no hacía para nadie misterio de sus planes y esperanzas de paz que en breve salieron a la luz del sol para recibir la repulsión del país y su castigo.

Tomando, en efecto, pie de la declaración del ministerio y desconfiando evidentemente, no de su sinceridad sino de su ejecución y de sus medios, el senador ya aludido solicitó el uso de la palabra, y analizando los diversos acontecimientos sobrevenidos en la guerra hasta ese momento y las tendencias que se diseñaban en los hombres de gobierno, es decir, en el presidente de la república cuyas inspiraciones personales habían seguido todos sus gabinetes, se expresó en estos términos, conforme a la versión oficial de aquella sesión y dando respuesta a las promesas de guerra del jefe del nuevo ministerio:

«... Y ahora, ¿qué decir, señor presidente, de la manera como el gobierno ha llevado la guerra y como se ha comprendido, considerada ésta como estrategia?

¿Puede calcular el país, puede darse cuenta el Senado de lo que cuesta a la nación en dinero, en tiempo, este oro invisible pero pagadero en buenas letras, en desprestigio ante nuestros vecinos y ante nuestros propios enemigos el bloqueo de Iquique, ese triste espasmo de 117 días que se acabó por sí solo, porque los fondos de nuestros buques estaban podridos, sus hornillas caldeadas, sus quillas inmóviles y agotadas hasta la desesperación, el escorbuto, la paciencia y las fibras de sus desgraciados tripulantes, sacrificados no sé a qué interés, no sé a qué porfía?

Y esta última y lamentable campaña de Moquegua, campaña de circunvalación, campaña mediterránea, absolutamente innecesaria, en la que hemos tirado deliberadamente a un lado del camino las cartas geográficas, los derroteros, las lecciones históricas de antaño y de ayer, los avisos de la ciencia y los avisos de la experiencia, que comenzaban en el arriero y acababan en Raimondy, ¿cuánto cuesta al país en vidas, en desesperación, en sed y en millones? Campaña de veinte leguas, emprendida en el mes de febrero y que ha venido a terminarse en junio gloriosamente en las cumbres de Tacna, que el inmortal valor de los chilenos ha acercado al cielo, envolviendo sus cimas en eterna y esplendente luz de victoria.

¡Ah! Si no hubiera sido, señores, por esos hombres de músculos de hierro y de almas de gigante que han atravesado los desiertos con los pies quemantes y las fauces enjutas, apoyados en el rifle y siguiendo la bandera, mudos, sombríos, irritados, pero invencibles, ¿adónde, a qué hondo abismo nos habrían llevado los autores de estas campañas al menudeo, en un país cuya topografía de desiertos y montañas aísla los valles y confedera los pueblos en el más completo aislamiento, de suerte que la parálisis reina en las extremidades, mientras la vida fluye en un solo órgano de fuerza y de expansión?

No, señor presidente. La guerra no tenía sino un objetivo claro, preciso, único, marcado por la historia, marcado por la victoria y por todos los genios que se han sucedido desde Cochrane y San Martín a Bulnes y al Pililo, este general ungido por el pueblo, porque ese general que no es sino una comunidad de deseos y de vulgar buen sentido, ha dicho desde el primer día: «¡A Lima! ¡A Lima!».

¡Ah! Si en lugar de ir a Iquique y a sus médanos, hubiésemos ido, como fueron antes todos, al corazón del Perú, la guerra que hoy ruge inmolando a ese país desventurado y poniendo a prueba al fuerte nuestro, no llevaría de seguro diecinueve meses de duración, ni habría necesitado de cuatro batallas campales que nos han dado sólo una provincia, porque es evidente que una sola gran batalla librada temprano y con los puños arremangados, habría solucionado esa guerra en la victoria y en la derrota de uno u otro de los dos contendientes.

Otra de las capitales faltas del sistema impulsivo de la guerra es, a mi juicio, señor presidente, la táctica de las demoras y de los aplazamientos en las operaciones, táctica que se ha constituido, a su vez, en sistema.

Por un motivo u otro, porque faltaban batallones o porque faltaban buques o lanchas, o faltaban odres o caballería, o cañones o cartuchos, nos empantanamos ocho meses en Antofagasta. Y cuando está probado que pudimos ir a Iquique en la primera quincena de mayo y tomarlo por asalto en media hora de fuegos, pues el enemigo no los tenía sino para veinte minutos, fuimos a Pisagua en octubre. Y cuando derrotamos a cañonazos el ejército aliado de la Encañada, y se retiró este desbandado, desnudo, hambriento, sin jefes, desenganchándose sus artilleros de los cañones que quedaban cargados a orillas del camino, y después del choque sangriento de Tarapacá, huyó como los gamos en tropel por la ceja de la montaña hasta Arica, convertidos los hombres en fantasmas, nosotros que éramos los dueños absolutos del mar, que éramos los dueños de la victoria y de sus alas y que habíamos enviado como vanguardia al campo del enemigo ese terrible auxiliar que se llama el pánico, nosotros nos cruzamos otra vez de brazos durante tres meses y nos empampamos en las salitreras del Tamarugal, como nos habíamos embarbascado en las salitreras de Antofagasta.

¿En qué país, señor, se llama esto hacer la guerra, a pedacitos y con plazos, cortando poco a poco los cupones? Si la victoria tiene alas, no es para plegar éstas sobre su pecho, como la mortaja de los ángeles, sino para remontarse a la altura y señalar con su espada refulgente el rápido sendero que conduce al desenlace. Señor presidente, ¿no hay por ventura en este país hombres de Estado?

¿Y qué decir del funesto, raquítico y empobrecedor sistema de reclutar el ejército a que ha obedecido el gobierno con una increíble obstinación?

Este país, señor presidente, en esta precisa hora tiene cien mil combatientes varoniles, prontos a marchar al sitio que se le señale en nombre de la patria, en nombre de la provincia, en nombre de la aldea.

Consta de datos estadísticos que cuando el gobierno de 1810 confió la defensa del país a un oficial de ingenieros natural de Irlanda, había veintitrés mil hombres enrolados bajo las milicias del rey, y ese general extranjero pidió para armarlos veinticinco mil fusiles, cifra que hoy espantaría a muchos ánimos melindrosos.

No hace mucho leía la Memoria de Guerra, suscrita por el ilustre coronel Vidal; y de sus cuadros resulta que el país tenía, en la medianía del siglo, sesenta y dos mil guardias nacionales perfectamente bien organizados. Y cuando se toma en cuenta que en 1810 nuestra población no llegaba a seiscientas mil almas, y en 1850 apenas pasaba de millón y medio, se comprenderá si es paradoja o si es un hecho estadístico, llano como la aritmética, el de que Chile tiene hoy cien mil combatientes, es decir, apenas el cuatro por ciento del total de sus dos millones y trescientos mil habitantes.

Pero el gobierno anterior, que ha conducido la guerra evidentemente con mano firme pero parsimoniosa, en vez de inspirarse en estas cifras que representan la igualdad de las cargas y de los sacrificios, ha vuelto la espalda a las prácticas saludables de todas las naciones militares modernas para seguir el sistema antiguo del bodegón, del real y medio y del cabo de vela, enganchando gente a granel en las pulperías, en las chinganas y en los campos indefensos, donde se alista por venganza, por mugre y por castigo».



Tal era, resumida en tosco lenguaje, pero con la fidelidad del calco sobre el papel, la expresión del sentimiento público del país acentuado por la discusión y por la prensa hasta en los últimos rincones del territorio en esas horas. Pero en medio de aquella calurosa unanimidad, comenzaba a señalarse por todos una sola excepción. Y ésta era la del palacio de la Moneda, que continuaba ciego en su optimismo, imperturbable en su reposo y devorado por el malsano e incurable apetito de la paz, que empezó bajo la administración del señor Pinto desde que en la medianía de su curso se declaró la guerra y no se acobardó en su propósito hasta que aquella terminó en septiembre de 1881, dejando la guerra, a fuerza de querer la paz, tan empedernida y tenaz como al principio.

No se hizo pues concepto alguno ni aun el más leve, ni aun el de la cortesía, sino el de la crítica y alegre murmuración palaciega, de aquellos conceptos y advertencias que arrancaban en ambas ramas del poder legislativo, por lo menos de almas sinceras y de pechos patrióticos.

Y antes por el contrario, empezaron por esos días a correr juntas la política y la guerra por su carril antiguo, divorciado en lo absoluto el anhelo presidencial, que era la paz sin Lima, y el empuje del país que era el de llegar cuanto antes a la capital del enemigo para imponer esa misma paz haciendo rodar nuestros cañones, como en Guía, por los guijarros del río que baña a aquella orgullosa ciudad y por aquel tiempo comenzaba a reflejar en su turbia onda su insolente dictadura.

Durante los primeros cuarenta días que se sucedieron a las victorias de Tacna y de Arica hasta aquel en que por el llamamiento del señor Vergara al ministerio de la guerra el 15 de julio, cesó tan mortificante interinato, no se dio, en efecto, un solo paso en el sentido de preparar una expedición a Lima, que era el complemento obligado de la campaña y su coronación natural, y se dejó vagar el maltratado esquife de la guerra a la merced de las olas de la pereza y del optimismo, precisamente cuando aun el gobierno más omiso no habría perdido un solo minuto para aprovechar el éxito alcanzado. Muy lejos de ello. Todos los días se esperaba en la Moneda un telegrama de Iquique anunciando una revolución en Lima, o la ruptura de la alianza, o la caída de Piérola, o la sumisión de este caudillo a la paz, como lo había asentado a manera de esperanza el jefe del estado en su mensaje del 1.º de junio. A esas horas era en verdad tema de burlesca charla la expedición a Lima en el palacio, y el presidente, que ha sido siempre hombre de verdad en su trato público como en su vida familiar, calificaba a cada paso semejante propósito como solemne desatino (eran sus palabras textuales), haciéndole naturalmente coro sus cortesanos y sus ministros.

Entre los últimos, el señor Vergara era a todas luces hombre de guerra, y en el fondo de su espíritu estaba indudablemente por la guerra; pero sea sumisión a las circunstancias, sea, como él lo aseguraba a sus íntimos, que había encontrado la atmósfera de palacio demasiado adversa, contemporizó desde luego y aguardó mejor hora.

Verdad era que el señor Recabarren había declarado en la medianía de junio, y a nuestro juicio con perfecta sinceridad en cuanto a su sentir propio, que el gobierno estaba resuelto a hacer guerra eficaz y activa, y que el ministro de la guerra había reiterado esta misma manifestación en el día de su primera conferencia ante el Congreso en la medianía de julio, asegurando que «estaba de acuerdo con S. E. el presidente de la República y el gobierno en la idea de activar las operaciones de la guerra».

Pero la verdad era que el ministro de la guerra era tan completamente sincero como el del interior, por cuanto se trataba sólo de «una idea» existiendo de hecho una paralización absoluta de las operaciones.

Más adelante nos haremos cargo de lo que esa idea de activar las operaciones significaba, y como de esa idea presidencial nació la más absurda, funesta y contraproducente de las empresas llevadas a cabo por aquel gobierno: la expedición Lynch. Pero desde luego nos limitaremos a recordar que, desdeñando todos los consejos prácticos y desinteresados que señalaban al gobierno la actitud del país puesto todo de pie para marchar a Lima, ofreciendo cada provincia y cada ciudad, cada montaña y cada villorrio, su generoso contingente de sangre, continuaba el antiguo torpe, ilegal, abusivo y hasta cobarde arbitrio de las antiguas levas, enrolando pequeños grupos de voluntarios, que cada día eran traídos al depósito central de Santiago bajo candado, por los trenes, conduciéndolos enseguida a través de la Alameda en la hora del paseo, cabizbajos e irritados entre dos filas de tropa y en la proporción de diez, quince o treinta cada día.

Era eso lo que se llamaba «llenar bajas», es decir, satisfacer las venganzas o las conveniencias de los subdelegados, de los jueces e inspectores de campo; permitir el negocio infame de los conchavadores de hombres en el juego, en la bebida y la crápula; pagar primas, como sucedía en Colchagua, a los que daban caza a balazos a los fugitivos asilados en los montes, y convertir, en conclusión, por tales medios la recluta del ejército en un acto de esterilizante villanía y despotismo lugareño cuando el país entero, como comunidad y como colectividad, tascaba el freno por enrolarse y partir. Se vería esto en breve, cuando al fin de porfiada brega, el congreso impuso su voluntad y la razón su ley.

Se levantaron a este propósito vivas protestas en el seno de la Cámara popular, y precisamente por aquellos representantes que más a pecho tenían la expedición a Lima, como los señores Walker Martínez, Jordán y Urzúa, que citaron casos irritantes de aquellas inútiles vejaciones, al punto de aseverar el primero de aquellos valerosos diputados que las autoridades subalternas tenían organizada en toda la república una verdadera «caza de hombres». Y, sin embargo, mientras esto se hacía, la mayor parte de los pueblos, y en especial Quillota, la Victoria, Linares, Chillán y otros departamentos que han enviado después batallones y regimientos a la guerra, firmaban solicitudes que eran llevadas al congreso por sus representantes para que se aceptase el ofrecimiento espontáneo y ardoroso de su voluntad y de su sangre.

Entre tanto, la acción del gobierno no pasaba de aquel menguado arbitrio. El general en jefe del ejército, según en su lugar lo comprobaremos, solicitaba instrucciones, recursos y órdenes para marchar a Lima, y aun indicaba desde el 8 de julio (una semana antes del nombramiento del señor Vergara) el sendero para llegar hasta el corazón del enemigo que fue el que más tarde se siguió.

Mas el gobierno a nada respondía.

Había tenido lugar, por otra parte, en los principios de ese mismo mes (el día 3 de julio) el horrible hundimiento del Loa por un traidor torpedo del enemigo, pero el sopor antiguo continuaba en las altas regiones de la política. Al fin el diputado por Linares, señor Jordán, formulando una momentánea interpelación sobre aquel espantoso suceso que crispó aun las más frías naturalezas en la república, pero sin sacudir una sola fibra del alma del gobierno, osó preguntar, si el último «no creía llegado el caso de una acción bélica que desenlazara pronto la guerra y de pedir al país todos los recursos que ella reclama».

Tenía esto lugar en la sesión del 13 de julio y el ministro de hacienda señor Alfonso, único de los miembros del gabinete que se hallaba presente, contestó evadiendo la insinuación y manifestando, como de costumbre, que el gobierno haría «con mayor energía la guerra».

Tenía esta declaración constante y cabalística cierto significado de actualidad, porque ya desde esa época, y especialmente desde que ocupó su puesto en el gobierno el señor Vergara, comenzó a hablarse de correrías de merodeo llevadas a las costas enemigas para apremiar, por medio de la confiscación y destrucción de los ricos ingenios de azúcar de los valles del norte del Perú «aquellos intereses conservadores» que se creían sobresaltados, prontos a sublevar a Lima para salvar sus zurrones y echar la dictadura por la ventana a fin de conservar intactos sus escudos, idea y plan favoritos del señor Pinto. Y, en efecto, se hizo venir para combinar empresa tan ingrata y falaz al gobernador militar de Iquique don Patricio Lynch, que desde el principio de la guerra en el mar, y en aquel pueblo con mayor acierto y fortuna, había prestado notorios servicios al país.

Esa expedición era el secreto de la «fortuna, energía, actividad y eficacia» de la guerra de que había hablado el señor Recabarren, porque en cuanto a la expedición a Lima que la cámara de diputados había votado implícitamente y por unanimidad desde su segunda sesión celebrada el 8 de junio, continuaba siendo en la tertulia cotidiana del presidente y de sus ministros un «delirio» y un «solemne disparate».

Proseguía entre tanto, por su parte, el congreso en su laboriosa tarea de prestar su desinteresado y patriótico concurso, no obstante su actitud de estudiosa reserva y de pusilanimidad notoria, al gabinete de junio, votando todos los proyectos de ley que el gobierno le presentaba, y aun duplicando, como lo hizo más tarde el senado, el monto de subsidios solicitado por el ministerio de hacienda para los gastos de la guerra.

Suscitó este proyecto algunos embarazos en la Cámara de Diputados; mas no por efecto de resistencia a otorgar cuantos fondos se exigiesen para la guerra, sino sobre meros detalles de emisión y especialmente sobre la visible desconfianza que sobre su inversión en objetos positivos de guerra reinaba en todos los espíritus, dada la actitud del gabinete, y, no obstante, la excitación profunda que había causado el aleve atentado contra una nave de la república en las aguas del Callao.

Tomando pie de esta situación que comenzaba a ser azarosa, el joven y ardiente diputado por Linares don Luis Jordán, en cuya sangre y en cuyo nombre el patriotismo en acción era vieja herencia, inició, según hace poco dijimos, una especie de interpelación de indignación contenida en las siguientes interrogaciones que eran en el fondo un cargo contra la supina atonía en que hasta esas horas (¡cuarenta y cuatro días después de la batalla de Tacna!) se mecía el gobierno y sus ministros llamados de urgencia y de remuda al pesado atalaje de la guerra:

  • «1.ª ¿Qué medidas ha tomado el gobierno con motivo del desastre del Loa?
  • 2.ª ¿Qué piensa de los bloqueos después de ese desastre y si cree que las ventajas que le han procurado bastan a compensarlo?
  • 3.ª Si no cree que ha llegado el momento de una acción bélica que desenlace prontamente la guerra y de pedir al país todos los recursos que ella reclame».


Dijimos que el ministro Alfonso dio brevísima respuesta por de pronto a estas preguntas, y para mayor eficacia aquí estampamos lo que dijo:

«Pido la palabra para decir solamente que después del último desgraciado suceso, acaecido en las aguas del Callao, el gobierno se propone imprimir a la guerra más actividad y energía».



La contestación ministerial era a la verdad sucinta, pero era sincera, y como cogida de sorpresa: el ministro prometía, «más actividad y más energía». Y esto claramente dejaba por sentado que unas y otras condiciones habían faltado hasta esa hora a la mente y al brazo del gabinete.

Replicó, sin embargo, con brioso aliento el diputado autor de aquella patriótica interpelación, y son dignas de ser conservadas por varoniles y por exactas algunas de sus palabras y conceptos:

«Este fracaso -exclamó el señor Jordán, aludiendo al naufragio del Loa, que más adelante habremos de contar con todos sus horribles detalles, este fracaso-, señor, es debido no sólo a los eternos bloqueos, sino a la lentitud, a las vacilaciones con que se viene dirigiendo la guerra; pero el país jamás se ha equivocado; el país ha reclamado guerra enérgica, y sólo el gobierno ha sido imprevisor y más de una vez no ha sabido aprovechar el sentimiento unánime de entusiasmo que animaba al país entero. Así vemos que este pequeño pero gran país ha ofrecido al gobierno desde el primer instante todo cuanto podía dar, siendo pródigo de su dinero, de sus vidas, ofreciéndolo todo a la patria.

Pero el gobierno no ha sabido comprender lo hermoso, lo grande del sacrificio que los hijos de Chile anhelaban por ofrecer: la opinión pública no ha errado hasta ahora en su patriótico y seguro instinto; el pueblo entero se levanta enérgico y decidido, sólo el gobierno se muestra vacilante y frío. ¿Será porque en ese palacio de la Moneda se enfría todo sentimiento, se hiela todo fervor patriótico?

El Estado, respecto al país, se puede llamar una pesada carreta que el pueblo ha obligado a marchar; pero, a pesar de su empuje, más de una vez ha permanecido inmóvil.

Así vemos que nuestro ejército queda largos meses clavado en la línea del Loa, consumiéndose inútilmente en estéril vida de guarnición.

A impulso del país conquistamos la provincia de Tarapacá, y volvemos a quedar largos meses estacionados en la línea de Camarones. Por fin, a impulsos, otra vez del país y de la opinión pública, manifestada por medio de meetings y por la prensa, el gobierno hizo la campaña de Tacna y Arica, y va corrido más de mes y medio y todavía no sabemos si se han tomado las medidas enérgicas que la situación reclama y que la nación viene exigiendo para reorganizar nuestro ejército, continuar la campaña, lanzando de una vez nuestras columnas sobre el Callao y Lima para dar una terminación pronta a la guerra.

Si el gobierno hubiera prestado oído a los hombres patriotas y a la opinión pública, tendría en estos momentos un medio fácil y expedito de llenar las bajas de nuestro ejército.

Si se hubiera pedido a cada provincia uno o más regimientos, según su población, y se le hubiera obligado, además, a mantener cada una un cuerpo de reserva bien disciplinado, las bajas de nuestro ejército se habrían llenado en 24 horas.

No se equivoque el gobierno -decía al terminar con entereza rara vez escuchada en aquellos bancos el diputado por Linares-: la única solución posible es dirigir nuestro ejército sobre Lima y el Callao y destruir el poder de ese déspota ridículo, que va ya tocando a su fin y que sólo se mantiene merced a la lentitud con que dirigimos la guerra».



Entrando, por su parte, no en el incidente doloroso, que era la pérdida casual e irresponsable del Loa con un centenar de nobles vidas, sino en el fondo de la cuestión en debate, que era el de los subsidios, solicitados con singular parsimonia y apocamiento por el gobierno, el diputado por Carelmapu don José Manuel Balmaceda, representante antiguo y prestigioso, como miembro de un partido que solía darle su voz y sus votos, creyó llegado el momento de apreciar la situación en general, a fin de llegar a una solución parlamentaria más o menos concreta, y uso extensamente de la palabra en aquella misma sesión del 10 de julio en pos del fogoso diputado por Linares:

«Llega el momento de considerar la cuantía de los recursos propuestos -dijo el honorable diputado-, y ellos son, a mi juicio, insuficientes. Lo son más aun si la Cámara medita en las razones que en mi juicio particular, y sin ánimo de imponerlo a los demás, obran para medir los recursos de guerra por las proporciones mismas de la guerra.

Seré explícito, manifestaré mi pensamiento todo entero y diré cuáles son las razones de guerra que me aconsejan proponer una base de recursos más vasta, más en armonía con la dignidad y riqueza del país.

El apresamiento del Huáscar nos dio el dominio del Pacífico. Pero la guerra, en cuanto era menester obligar a los enemigos a la paz, quedaba viva mientras no recorriéramos estas tres situaciones.

  • 1.ª Tomar al enemigo sus recursos de guerra, como riquezas o como crédito en la provincia de Tarapacá.
  • 2.ª Destrozar la alianza en el campo de batalla, aniquilando en el corazón de su organización más regular, las huestes enemigas; y,
  • 3.ª Obligar al Perú a la paz, venciéndole en sus fortalezas del Callao y en el legendario palacio de los virreyes.

Error y muy grave fue el de aquéllos que creyeron que la ocupación de Tarapacá nos había de colocar en condiciones de paz o de ver alejarse a Bolivia del teatro de la guerra.

De igual manera las jornadas de Tacna y Arica, no nos han conducido al término de la guerra, como algunos lo esperaban. Creí siempre lo mismo. La paz posible está en Lima o no está en ninguna parte. Lo quiera o no el gobierno, lo desee o no el ejército, los acontecimientos, más poderosos que los hombres y que sus preocupaciones, nos obligarán a ponernos en marcha a Lima.

No podemos permanecer con el arma al brazo, sufriendo todos los gravámenes de la guerra, sin recoger ninguna de sus ventajas.

No podemos prolongar la contienda sin abrir ancha huella a complicaciones imprevistas.

No podemos amenguar la virilidad de la república, siempre resuelta y siempre triunfante, sin menoscabar el prestigio de nuestras armas y la seriedad de nuestras fuerzas.

No podemos, señores, inclinarnos ante el destino que está en nuestras manos dominar.

Hemos de ser chilenos, y para no dejar de serlo, hemos de poner manos a la obra y llegar hasta donde lo exija el término de la guerra. Toda otra conducta es imprevisora, toda otra manera de discurrir, ocasionada a vacilaciones que nos pierden o a postraciones que nos humillan.

La empresa demanda 40.000 hombres. Diez mil para guardar el territorio ocupado, otros diez mil para la reserva y 20.000 para la operación directa.

¿Y qué se hace para servir a estas miras que están en la atmósfera del patriotismo de todos, en la conciencia pública? Hace más de un mes y medio que postramos a los aliados en Tacna; hace más de un mes que en jornada imperecedera le aniquilamos en Arica. ¿Y qué hemos hecho?

No penetro los secretos del gobierno; pero esta lentitud me inquieta. Mis palabras, nacidas de un hombre sin pasiones políticas y de un amigo leal del gobierno, son la expresión de un sentimiento superior a toda consideración personal: el interés de Chile, tan seriamente comprometido en la guerra contra dos Estados vecinos.

No veo que se alleguen rápidamente las fuerzas que demanda la situación. Se procuran soldados con violaciones imprudentes que hieren el patriotismo y la dignidad de la república. Se emplean procedimientos tardíos que exasperan el civismo y el anhelo natural por la acción.

Pues, señores, ¿Se quieren 15.000 hombres para enterar la fuerza efectiva de 40.000 soldados?

Si doce horas bastaron para dar una ley de curso forzoso, dos días bastarían para dar una ley de reclutamiento. Sería la última.

Pero en todos casos, que se obre con presteza. Toda demora es consumo de gasto sin fruto real, toda lentitud una falta que sobreexcita las naturales impaciencias del civismo común.

Bien, señores -concluyó diciendo el correcto y elocuente orador: Emprendamos la obra, lleguemos a Lima, y si somos felices, habremos hecho cuanto de nosotros exige el honor nacional, el derecho de las naciones y nuestros honrados y legítimos propósitos de paz».



Con el propósito de imprimir a sus ideas una forma más tangible y angulosa, sin que llegaran a constituir una agresión ni siquiera un conflicto pasajero para el ministerio de junio, ya tan fuertemente sacudido a virtud de los reveses del mar y su inacción, el diputado por Carelmapu, cuya moderación era notoria, concluyó proponiendo la siguiente indicación de aplazamiento:

«La cámara acuerda nombrar una comisión de siete miembros de su seno para que, tomando en cuenta las necesidades de la guerra, propongan todos los arbitrios dirigidos a obtener los recursos que se necesitan para llevarla a término».



No concurrió el ministro de la guerra ad interim (porque aún no había sido nombrado, en reemplazo del señor Lillo, el señor Vergara) a la sesión siguiente celebrada por la cámara de diputados el día 13 de julio. Y autorizándose con tan inusitado desaire, el diputado por Linares señor Jordán hizo formal indicación para que se suspendiese el debate sobre los subsidios solicitados por el gobierno hasta que su interpelación fuese contestada.

Se suscitó con este motivo largo y desorientado debate en que algunos diputados, como el señor Mac-Iver, secundando al ministro de hacienda, se oponían a toda idea de aplazamiento; otros, como el señor Errázuriz-Echaurren, encontrando fundada la resistencia de su colega de Linares, requerían de su condescendencia la aplazase; y otros, por último, como el honorable y patriota diputado por Combarbalá, don José Antonio Tagle Arrate, exigían se celebrase sesión secreta para darse cuenta de los planes del gobierno y de los propósitos con que pedía emisión tan considerable de papel moneda, negándose perentoriamente a decir cuál sería su inversión lo que no sólo era extraño sino insolente.

Reunió esta última idea muchas adhesiones en la sala, lo que ponía en clara y acusadora evidencia la ansiedad patriótica que comenzaba a prevalecer en el Congreso por conocer las miras secretas del gobierno, miras que nadie colegía ni divisaba, como si tenaz niebla se hubiese interpuesto entre los dos edificios casi colindantes por sus vientos en que tienen su asiento el poder que legisla y el poder que ejecuta. Y a la verdad, fue aquel un día excesivamente oscuro y lluvioso, ocurriendo un incidente casual que obligó a suspender largo rato la sesión, porque el ruido de la recia lluvia, al azotar las mamparas de vidrio de la alta claraboya de la sala, no permitía oír.

Convocados a segunda hora los representantes por la campanilla del entendido presidente de la Cámara, que a la sazón lo era don Demetrio Lastarria, empeñó el debate por un breve espacio el señor Huneeus, diputado por Elqui; y con esa diáfana transparencia de frase y la cristalina limpidez de su eco y su palabra que se desliza por la garganta y el oído como el agua que corre por el mármol, caracterizó perfectamente los graves síntomas de divorcio que comenzaban a prevalecer entre los dos grandes poderes políticos del país, por culpa del ministerio, caracterizando la flojedad y apartamiento sistemático y no motivado de uno de ellos.

«Las discusiones que diariamente -dijo su señoría- están teniendo lugar en esta Cámara; el giro que ha tomado el debate referente al proyecto que tiene por objeto proporcionar al Ejecutivo la suma de 6.000.000 de pesos, los sordos murmullos de descontento, de recelo y hasta de desconfianza que a cada instante se escuchan dentro y fuera del recinto de esta sala, revelan que la atmósfera que en ella respiramos es una atmósfera cargada, una atmósfera que no debe existir en las relaciones del Ministerio con el Congreso. Y, sin embargo, nunca más que ahora es menester que esas relaciones se mantengan en el pie de la más estrecha y perfecta armonía.

¿De qué proviene semejante situación?

Me parece, señor, presidente, que ella tiene su origen en la ignorancia completa que reina en la Cámara acerca de los propósitos del Ejecutivo en cuanto a la dirección que se propone dar a la guerra en que nos encontramos empeñados.

Las opiniones se encuentran divididas acerca de este punto, que está llamado a ejercer una influencia decisiva en la marcha de nuestras finanzas.

Algunos quieren, como lo quiere el honorable diputado por Carelmapu, que se emprenda una tercera campaña sobre Lima y el Callao, buscando en ella un medio de poner término a la guerra actual.

Si esa opinión hubiera de prevalecer, no digo seis, ni quince, ni veinte millones de pesos, tal vez, bastarían, aparte de lo que ya tenemos gastado, para llevar a efecto ese plan.

Otros querían que semejante operación no se emprendiera -continuó diciendo el hábil expositor, acostumbrado a la claridad enfática de la cátedra que regenta desde niño-. Teniendo presente que nuestro ejército y que nuestra escuadra han obtenido ya una larga y brillantísima serie de victorias; que hemos batido al enemigo donde quiera que nos ha presentado cara; que el brillo de nuestras armas resplandece hoy como nunca, y que el resultado positivo de esta guerra debe ser para Chile el restablecimiento del equilibrio, alterado desde hace ya algunos años, entre nuestros gastos y nuestras entradas, querrían que las operaciones ofensivas terrestres no pasaran más adelante en grandes proporciones».



Y, enseguida, tomando calor en el trayecto (que esto sucede a la palabra en oposición a la bala) su señoría terminaba enunciando la opinión de los que ya desde tan temprano no querían ir a Lima, alojándose en Arica como se alojan hoy los convoyes mortuorios en la mitad de su jornada de la mansión al cementerio, y concluía su notable arenga con la siguiente vigorosa acometida, no ciertamente contra el ministerio sino contra el Perú:

«Los que piensan de esta segunda manera creen que Chile debe limitarse a mantener la posesión de las porciones de territorio enemigo que hoy ocupa con sus armas, y a defenderlas con entereza. Creen que, si nuestros enemigos no aceptan, dentro de un breve y perentorio término las condiciones de paz que la victoria nos da el derecho de imponerles, Chile debe continuar con actividad, con decisión y con energía las operaciones marítimas, manteniendo en constante movimiento a nuestra gloriosa escuadra; intentando desembarques donde podamos hacer sentir al enemigo los efectos de la guerra: privándole de sus elementos de riqueza; arrancándole contribuciones donde ello fuere posible; y, aun si así persistiera en no ceder, arrasándole una población cada mes, cada quince días, cada ocho días, si ello fuere menester, para hacerle comprender que debe someterse a la dura ley del vencido».



Dio, entre tanto, por resultado tangible el debate de aquel día que el señor Balmaceda modificase su indicación primitiva y la del señor Jordán, aceptando por de pronto una sesión secreta de explicaciones previas y reduciendo a seis días el término de la prórroga para seguir conociendo del negocio de los millones. Pero la Cámara, obedeciendo lógicamente a la propia aprehensión patriótica que la trabajaba, no quiso aceptar ni siquiera la sombra de una resistencia opuesta a los planes del ejecutivo, cualesquiera que éstos fuesen, y mucho menos un retardo en el voto de subsidios pedidos para la guerra; y en consecuencia y por una votación de 42 votos entre 54 miembros presentes, rechazó la indicación de aplazamiento por seis días del debate.

Tal era la actitud de la Cámara de diputados netamente planteada por su voto. La sola idea de aplazar por una semana el suministro de recursos al gobierno para proseguir con empeño la guerra, era rechazada por casi la totalidad de sus miembros.

No era esto obstáculo, entre tanto para que el gobierno, desatendiendo tan noble actitud de la representación nacional, y manteniendo su absoluta incomunicación con los poderes colegisladores, mantuviese aplazada la guerra, empeñado, sin embargo, en hacer creer a las gentes que se hallaba empeñado en colosal y misteriosa empresa necesitada de millones y de silencio.

Al fin, y después de muchos incidentes parlamentarios de un carácter puramente económico, la cámara de diputados aprobó en su 23.ª sesión celebrada el 29 de julio, el proyecto de emitir seis millones, admitiendo en cambio depósitos graduales con el interés del cinco por ciento, a medida que la emisión echase al mercado sus billetes. En consecuencia, el gobierno tenía ya dinero, pero no sabía propiamente cómo ni en qué invertirlo, según quedó demostrado en la discusión del asunto en la otra cámara.

No se hace ahora preciso entrar en el fondo de ese arduo debate y de sus incidencias, que sólo encontraron término en la memorable sesión del 25 de septiembre y por la promesa más o menos velada y recelosa de que al fin se iría a Lima. El compaginador de este libro anticipó nuestro tema en el anterior capítulo arrancándolo a su curso natural, y en consecuencia nos cabe hoy sólo la penosa tarea de acentuar la gravedad de los hechos que preocupaban al país y al parlamento, empujando al taimado jefe de la nación a entrar en la obra definitiva, con los formidables aprestos de bloqueo echados sucesivamente a pique en los puertos del Perú.




ArribaAbajoCapítulo XI

Las defensas de Lima


Mientras el Congreso de Chile entablaba las prolongadas y esterilizadoras luchas de que dejamos dada cuenta en el capítulo precedente para sacar al camino real de las verdaderas soluciones de la guerra el pequeño y empequeñecedor gobierno del presidente Pinto, el dictador del Perú, aun en medio de su genial insensatez, inclinada en todo a fantástico desmán, encontraba fuerzas, arbitrios y la cordura suficiente para armar la capital, que era el Perú, y preparar lo que sería más tarde la sangrienta y triple hecatombe de San Juan, de Chorrillos y de Miraflores.

Durante el mes de marzo el dictador, ocioso con la expectativa de Tacna, se había entregado, en verdad, a las más singulares extravagancias del ocio y de su peregrina fantasía; porque mientras que por una parte declaraba indigno de ser ciudadano del Perú a su predecesor en el mando, el desgraciado general Prado, se decretaba a sí propio y a sus secuaces de motín los timbres de la gloria, creando una orden de caballería bajo los principios más incongruentes y disparatados, mezcla del Quijote y Napoleón I, y mandaba abrir el Gran Libro de la República para inscribir las acciones heroicas, por los mismos días en que declaraba cobardes a muchos de sus antiguos émulos, vencedores de su arrogancia en pasadas guerras civiles.

Se entretenía el dictador, en otro sentido, con las pompas de su Consejo de Estado, que era sólo una conjuración solemne de cómplices o adoradores silenciosos, y en decretar la unificación y confederación de los dos países aliados, simple quimera de un día de conflicto, cuyos protocolos firmó el 11 de junio con el ministro de Bolivia Terrazas, nombrado ad hoc para aquel ensueño internacional concebido en noche de zozobra y pesadilla.

Difícil y hasta inverosímil hubiera parecido que un cerebro sujeto a semejantes intermitencias y delirios tuviera la nutrición y médula requeridas para acometer la obra ardua de la defensa nacional encomendada por entero a su actividad física y mental.

Mas, a virtud de los fenómenos que la naturaleza humana, como la herbácea, suele ofrecer en los férvidos climas tropicales, había en aquella organización compleja y verdaderamente singular el pábulo suficiente para engendrar y mantener vívidas las inspiraciones más serias y trascendentales de un gobierno encargado por asalto de defender sin recursos el suelo y la causa de la patria en peligro.

Persuadido, en efecto, en la medianía de junio de la doble catástrofe de Tacna y Arica, en términos que acusaban la absoluta imposibilidad de emprender una campaña activa, el dictador se preocupó sólo de la defensa de Lima, que hasta ese momento podía considerarse como una plaza abierta de par en par al tardo vencedor.

Lanzó el jefe supremo del Perú al recibir aquellas nuevas, a la manera de hondo alarido una proclama que no carecía de elocuencia, apellidando al pueblo peruano a indómita resistencia. Y juntamente haciéndole eco patriótico la prensa de todos los matices de la política, invocó la concordia y la unión contra el inhumano invasor, cuyas cofas se divisaban con la vista desnuda desde las azoteas de Lima, y en cuya amena planicie creían divisar sus mujeres cada mañana el tenue humo de los primeros campamentos:

«¿Habéis oído? -exclamaba el diario que se había mostrado más resuelto y animoso contra la dictadura, el Nacional, y bajo la firma de su principal redactor, el inteligente doctor indígena Cesáreo Chacaltana-.

¿Habéis oído?

La virtud escarnecida, el honor ultrajado, la hacienda saqueada, pueblos indefensos entregados a las llamas, la infancia violada y presa enseguida del fuego alimentado por la misma mano, no es bastante todavía para el país del crimen.

Una horda feroz se une a otra para lanzarse sobre nuestro suelo privilegiado, para ejercer peores acciones; y si el sacrificio de nuestras vírgenes en Pisagua, Mollendo, Tacna y Arica; el asesinato de nuestros heridos en el lecho mismo del dolor; el incendio de nuestras ciudades; el menosprecio de nuestros derechos y la consigna infame a que se condenó hasta a la anciana y al niño, nos impuso una misión que quizás descuidáramos; la unión de esos salvajes y los nuevos aprestos nos prescriben el cumplimiento de especial deber.

El deber de no omitir medio, de no vacilar ante nada, de arrostrar todo y sacrificarnos gustosos, con tal que Chile encuentre su sepulcro en el suelo mismo que intenta profanar.

Lima debe ser y tiene que ser, o la tumba de todos, o la eterna capital de la república.

No hay medio.

O libres y señores de todo lo nuestro o que sólo un montón de cenizas determine en el porvenir el adónde existió Lima».



Pero descendiendo de la región de las palabras, de las proclamas y de los elogios, mar fosforescente en el que flota de ordinario la impresionable población de la Ciudad de los Reyes, el dictador con pulso resuelto ponía dos semanas más tarde (el 27 de julio) la capital y su departamento en pie de defensa militar y hacía el llamamiento inmediato de las reservas movilizables y sedentarias creadas en el papel desde fines de noviembre del año precedente.

Con mucha anterioridad a estas medidas de apremio, que el terror de una invasión inmediata avivó como un peligro de horas, el dictador había logrado, mediante eficaces medidas, y contando con bien remuneradas complicidades, aumentar el ejército activo de Lima con valiosos contingentes, de la costa del Norte, abundante en caballería, y con conscripciones de la Sierra, comarca vastísima e inagotable en indios, de los cuales, para el caso, se había declarado según vimos Apúcamachicuk, es decir, Protector.

Desde fines de marzo al 23 de abril habían ido llegando en efecto por los vapores de la compañía inglesa a los puertos de Chancay y de Ancón, y encaminándose desde allí a Lima por tierra, los cuerpos de caballería denominados Cazadores del Rimac, (éste desde su acantonamiento de Huarás) los tiradores de Pacasmayo y el escuadrón «Pascua», embarcados todos con disfraz de peones, pero previo pasaje adelantado.

El 7 y el 11 de junio llegaban también en dos partidas por los vapores Trujillo y Mendoza el batallón Piura, compuesto de los robustos habitantes de esta ciudad encargada de suministrar a sus ejércitos del Perú, por lo común de corta talla, sus más bizarros granaderos.

Por la parte de la sierra venían al mismo tiempo en marcha dos batallones desde el fondo de las regiones amazónicas, y hacia el 27 de junio, es decir, en el mismo día en que se decretaba el estado de defensa militar del departamento de Lima, hacía su aparición en Chicla, esto es, a la cabecera del ferrocarril de la Oroya, una división de cerca de tres mil indios del valle de Jauja, llamados a las armas por el entusiasmo y desprendimiento de un joven doctor y rico hacendado de la ciudad de la Concepción don Luis Milon Duarte. Tenemos a la vista un telegrama de ese entusiasta patriota en el cual, anunciando su arribo a aquel punto estratégico para el 27 de julio, solicitaba del jefe de ese cantón, el coronel movilizado don Antonio Bentín, activo industrial y minero en aquellas hondas quebradas, raciones para 3.200 plazas.

La división Duarte, compuesta de los batallones Tarija, Concepción, Tarma y Manco Capac, hizo su entrada solemne en Lima el 6 de julio, formando no menos de veintidós batallones del ejército para darle la bienvenida, en medio de repiques, músicas y cohetes, a usanza de limeños y de indios.

Las tropas indígenas que el coronel Duarte condujo del riñón de la sierra fronteriza a Lima pasaron a formar la primera división del Ejército del Centro, que fue confiado en primer término al anciano general don Fermín del Castillo, y por renuncia de éste el coronel don Juan Nepomuceno Vargas, veterano de la independencia tan viejo casi como el último y que ha muerto poco más tarde.

Tenía así puesto sobre las armas el Perú dos meses después de la batalla de Tacna un segundo ejército, y no hay exageración en decir, que mientras el gobierno de Chile se empecinaba en su sistema de reclutar por puñados los hombres, el dictador había logrado duplicar el número de los defensores efectivos y eficaces de la ciudad, que el universo entero, con la sola excepción del presidente de Chile y su gabinete, consideraba como el natural, necesario, inevitable objetivo de la guerra.

En cuanto a la reserva sedentaria, dispuso el dictador por un decreto que el domingo 11 de julio ocurrieran todos los habitantes de Lima, entre la edad de 16 a 60 años, a inscribirse sin «excluir estado, clase ni posición social», bajo penas de diez a diez mil incas, y el apremio de ser enrolados los que no cumplieran con lo mandado en el ejército activo. Se nombraba general en jefe de este tercer ejército al prefecto de Lima don Juan Martín Echenique, quien cedía su puesto al coronel don Juan Peña y Coronel, y se designaba como jefe de estado mayor a un rico azucarero de Lima, hijo de francés y entenado del coronel alemán Althaus llamado don Julio Thenaud.

Recibidas las inscripciones con patriótico fervor en los días señalados (del 11 al 18 de julio) al toque de arrebato de las campanas, al estrépito del cañón de Santa Catalina y al ruido de las músicas militares que recorrían la ciudad tocando generala, quedó durante un mes de asiduo trabajo formado el ejército doméstico de Lima, compuesto de todas sus clases distribuidas en diez divisiones y treinta batallones bajo la denominación de números pares desde el 2 al 62.

Ingeniosa y por demás característica de las costumbres de Lima que cantó el impúdico Terralla, era la composición de aquellas fuerzas, y la nomenclatura de sus divisiones dará mediana idea de su índole y estructura.

Se hallaba la primera división mandada por un caballero solterón y rico hacendado de Cañete, hijo del célebre Unánue, y estaba compuesta de los empleados del orden judicial desde el último ministril al presidente de la Corte Suprema. No había ni se admitía excepción alguna en toda la jerarquía.

La segunda división, cuyo jefe era el coronel provisional, o temporero, como se decía en Lima aun en documentos oficiales, don Pedro Correa y Santiago, comprendía todo el ramo de instrucción pública desde los maestros de escuela a los claustros de la famosa universidad de San Marcos. Era el coronel Correa y Santiago, antiguo y honorable miembro de la Beneficencia de Lima, hijo de un meritorio compañero de San Martín, el coronel argentino don Estanislao Correa, avecindado en Lima desde 1821.

Mandaba la tercera división, que cuajaba en sus filas la alta y baja finanza, desde el suertero de la lotería que callejea los portales y las plazas, hasta los jefes y directores de los bancos, el antiguo diputado, don Serapio Orbegoso, hermano del ministro del interior.

La cuarta división estaba a las órdenes de un descendiente de los opulentos marqueses de Lurigancho, don Juan Aliaga, gancho sin tronco, conocido únicamente en Lima (como el «Piquillo» de Soulié) con el nombre diminutivo de «Juanito Aliaga». Se componía esta tropa del ramo de edificadores, desde el albañil al arquitecto.

En la quinta división, que al principio mandó el coronel Peña y Coronel, entraban los encargados de vestir al cuerpo humano desde el calzado al sombrero.

Se componía la sexta, coronel Montero, del gremio de plateros, herreros, fundidores, la fragua entera de Vulcano.

La séptima, coronel Derteano, de los obreros de la prensa desde el entintador al redactor en jefe.

La octava, coronel Arrieta, del dulce y de suyo poco belicoso ramo de los que en Lima viven de la almíbar, el tamal y el almirez, como los bizcocheros, incluyendo en estos a los sirvientes, a los mozos de los hoteles y a los cantores de las chinganas.

Se componía la novena división, a cargo de don Bartolomé Figari, mestizo italiano enriquecido con el abarrote, de los decoradores de la ciudad y del rostro humano, comenzando por los barberos y acabando por los empapeladores...

Por último, la décima división, compuesta de los empleados de ferrocarril de la Oroya, del gas, del agua potable, etc., quedaba sometido al coronel Bentin, señor de las quebradas de la Oroya, según vimos.

En cuanto a los aguadores y otros trajinantes a caballo en acémilas o en borricos, se les reservaba para formar una brigada de caballería a las órdenes del coronel don Juan Francisco Elizalde, al paso que a los carroceros y en general a todo hombre que entendía en ruedas, se les destinaba el servicio de una brigada de artillería, que mandaría en jefe el conocido coronel don Adolfo Salmón, el de las famosas cartas a su «querido Patricio», antiguo cónsul del Perú en Valparaíso y que estuvo más tarde al ser fusilado por sus expresivas y poco cautelosas epístolas.

Entre las diversas secciones del estado mayor general, que pasaban de ocho, se creó también una especial de ingenieros, a cargo del apreciable joven don Francisco Paz Soldán, notable como ingeniero civil del Perú y a quien el dictador dio por subjefe a un entusiasta y hábil escritor llamado Daniel Desmaison, hijo de francés, mozo de 30 años.

Hecho todo esto, el dictador mandó suspender el 14 de julio todas las obras de defensa de la ciudad emprendidas por el alcalde vacunador Porras, alegando que no obedecían a un plan científico, y conforme a su índole original dividió todo el territorio del departamento de Lima en zonas, por haciendas, encargando a cada uno de sus propietarios formar una columna de reserva movilizable que tuviera por objeto hostilizar al enemigo en caso de desembarco, obrando como guerrilleros, y prestar auxilio, en calidad de exploradores, vanguardia y arriadores, etc., al ejército activo, en caso de salir a campaña.

Estas zonas, cada una de las cuales comprendía treinta o cuarenta haciendas, podían denominarse, según su ubicación, en la forma siguiente: 1.ª zona: Supe.- 2.ª: Huacho.- 3.ª: Chancay.- 4.ª: Carabaillo.- 5.ª: Lurigancho.- 6.ª: Magdalena.- 7.ª: Ate.- 8.ª: Chorrillos.- 9.ª: Junín.- 10.ª: Chilca.- 11.ª: Cañete.- y, 12.ª: Lunahuaná, esta última encima del valle de Cañete y al pie de la Sierra. Las seis últimas demoraban el sur de Lima, y, por consiguiente, iban a tener cierta importancia estratégica en la campaña que por esa dirección se desarrollaría seis meses más tarde.

No descuidó tampoco el dictador vestir su ejército a su gusto y a su usanza. Desde el principio de la guerra había realzado su diminuta figura con un caso prusiano cuyo sol reluciente había reemplazado al águila imperial de dos cabezas. Y enseguida, en conformidad a este modelo, trató con el sombrerero francés Segard de 20 a 30 mil cascos al precio de 3 1/4 incas para los soldados y 4 1/2 incas para los oficiales, comprometiéndose el contratista a entregar 500 morriones por semana con el nombre de Ros de Olano, llamados así por la forma del kepí especial que desde la campaña de África hizo adoptar este conocido general al ejército español. Los cascos de los soldados debían ser de cuero mate con un apéndice llamado «cubrenuca», que sería movible, y los de los oficiales tendrían, como el del dictador, el sol del Perú de bronce dorado.

El artículo 4.º de la contrata Segard era característico y textualmente decía como sigue:

«4.ª: Los morriones para jefes y oficiales de infantería, cubiertos de paño, orlados de cordón de seda amarilla, visera de hule, guarnecida con un sol en vez de cucarda, cubrenuca de lienzo y pompón de crin, siendo la parte metálica de cobre dorado, serán fabricados en la cantidad de tres incas veinticinco centavos cada uno. El plumaje y banda bordada para los comandantes de brigada y división y ayudantes de campo, no están comprendidos en los anteriores precios».



Uniformado de la manera que queda referida y que revela notable trabajo de detalles (en medio de risibles fruslerías), espíritu evidente de organización y una constancia y energía a toda prueba en país de suyo casi ingobernable, el dictador dispuso con clara percepción práctica que el ejército saliera por divisiones a acampar fuera de Lima, y que las reservas se ejercitasen todos los días en el manejo de las armas, desde las dos a las cinco de la tarde, debiéndose cerrar para esto al toque de un repique especial y sonoro de la Catedral, verdadero couvre feu de la ciudad en peligro, todos los negocios y oficinas de la metrópoli.

La ciudad de Lima hervía de tropas desde fines de julio, y aun la congregación numerosísima de extranjeros que en aquel lánguido clima del ocio hace el trabajo y la cosecha de los naturales, incitados por el dictador el 27 de junio a constituirse en guardia urbana contra «los feroces captores de Arica que todo lo habían pasado a cuchillo», habían celebrado algunas reuniones previas con aquel objeto, en sus respectivas legaciones. La de los ingleses tuvo lugar el 10 de julio.

Por lo demás, en Lima podían armarse de tres a cuatro mil extranjeros, tan numerosa era su colonia, aumentada ahora con la del Callao.

Pero en medio de esta abundancia de carne de cañón, que hacía subir los defensores de la Ciudad de los Reyes a no menos de 30 a 35 mil combatientes, reinaba casi irremediable penuria de un elemento indispensable, que no era el pan ni el dinero, sino las armas.

En otro lugar contamos cómo el coronel boliviano Aramayo había enviado por el mes de mayo de 1879 las armas que de Estados Unidos y del Callao, llevó la Pilcomayo a Arica, a Tacna e Iquique.

Pero rotos o capturados esos armamentos en las primeras victoriosas campañas de Chile, Lima había quedado a tal punto indefensa, y más que indefensa, desarmada, después de la revuelta de Piérola, que hubo de recurrirse, según antes vimos, al singular arbitrio de recuperar, mediante una prima, las armas dispersadas en los tumultos civiles.

Se dio, sin embargo, trazas el dictador para renovar sus pedidos al extranjero, y en el mes de abril partía para Nueva York un comisionado secreto llamado don José de los Reyes, provisto, entre otros valores de una libranza de 40.000£ a cargo del banquero Canevaro, la cual descontada en Nueva York por la favorecida casa de Grace hermanos, produjo 192.374 pesos 26 centavos, el 4 de junio subsiguiente.

Sirvió este fondo para encargos de fábrica, compras de armas al contado violento en el mercado y cohechos en el camino, porque todas las adquisiciones en número de no menos de quince a veinte mil rifles, cañones, ametralladoras, dinamita, cápsulas, etc., fue conducido salvo hasta Panamá. Y como una muestra del ilimitado derroche y cupida venalidad que todo aquello necesitó, será suficiente recordar que al superintendente nada menos del ferrocarril de Panamá, Mr. G. A. Burt, siendo director responsable de una empresa de millonarios, le pagaron los agentes peruanos cuatro mil incas de plata «por servicios personales». Hacía cabeza en el gremio de los cohechadores y servidores en Panamá, el coronel Larrañaga, hombre sumamente vivo, inteligente y resuelto, que con una pierna de palo, ha hecho más por la defensa de su patria que diez de sus generales a caballo.

El verdadero peligro de la remesa de armas comenzaba, sin embargo, en la playa del Pacífico y sus costas, que desde la captura del Huáscar habrían pagado amplio tributo a Chile si las hubieran visitado sus buques constituidos en cruceros y no en pontones de inacabables bloqueos.

Siquiera un sistema mixto habría producido excelentes resultados para el desarme del enemigo. Pero ni esto siquiera se hizo, y en varias expediciones sucesivas se remitieron a las costas de Tumbes y de Chimbote, desde mayo a septiembre de 1880, armas suficientes para un ejército de veinte mil hombres.

Intentaron los peruanos despachar el primer cargamento llegado a Panamá en la goleta norteamericana Enriqueta, sobornando a su capitán; pero el generoso denuedo de un grupo de chilenos que en los primeros días de mayo salió a cortarla en las afueras de Panamá, resueltos a tomarla al abordaje y al mando de los patriotas y meritorios jóvenes chilenos Hermida y Whiting, retardó por lo menos aquel importante socorro algunos meses, porque el barco enemigo cobardemente manejado y protegido por las autoridades del Istmo, ganadas vergonzosamente al Perú por dinero, se refugió dentro del puerto el mismo día de su escapada.

No haremos mención en este libro de las complicidades verdaderas o supuestas, francas o solapadas, de simpatía o de cohechos que el Perú en sus angustias logró propiciarse en las costas del Pacífico donde Chile no mantenía por desidia cruceros ni agentes diplomáticos por economía. Pero en la prensa diaria se han registrado documentos que acusan al presidente Guardia de Costa Rica de haber negociado con el Perú la venta de seis mil rifles y la apertura de un puerto especial denominado «Coco» para mayor comodidad de los envíos. El agente del Perú Lalama denunciaba también a su gobierno la complacencia del general Barrios, presidente de Guatemala, dirigida a ejecutar trasbordos de armas en San José, si bien sobre este particular el poco afortunado negociador se ha visto obligado después a cantar la palinodia.

Pero si es vedado al historiador entrar en este género de revelaciones cuando no alcanzan a revestir la suficiente comprobación internacional, se hace de legítimo derecho denunciar la infame conducta de unos cuantos capitanes de la compañía inglesa de vapores del Pacífico que se constituyeron en viles acarreadores de elementos de guerra a uno de los beligerantes, no a título de simpatías con el infortunio, que eso era excusable y en ocasiones noble, sino por cohechos viles.

El primero en hacerse reo de esa fea mancha, después del capitán Cross que a bordo del Ilo había servido de espía a los marinos peruanos desde el comienzo de la guerra, fue el capitán Stedman del Bolivia. Tomando a remolque en el golfo de Darién la goleta portuguesa Guadiana, despachaba no obstante las protestas del activo cónsul de Chile en Panamá don Carlos Rivera Jofré, para el puerto de Esmeraldas, la condujo, no sin merecidas peripecias de sobresaltos y de fugas, al puerto peruano de Máncora, junto a Tumbes, y allí desembarcó el 7 de julio dos mil bultos que fueron inmediatamente internados. El diligentísimo cónsul Larrañaga vino a cargo de esta remesa, y aunque se dijo que trajo consigo veinte mil rifles, los bultos de embarque, que eran 2.042, descubren un número algo inferior. Larrañaga se hallaba otra vez expedito en Paita el 11 de ese mes, y en un telegrama de servicio decía ese día al prefecto de Lima y su antiguo camarada de empresas pierolistas: «¿Por qué no contestas? Dime, ¿qué resuelve el jefe supremo? ¿Voy a Panamá o a Lima?»

Vino en pos de la Guadiana, la goleta Estrella repleta de armas, y logró meterse en Paita, no obstante la vigilancia tardía del Amazonas que fue enviado a virtud de un denuncio a Tumbes y a Guayaquil. El 27 de julio se hallaba aquel transporte chileno en observación frente al Amortajado a la entrada del río Guayaquil, cuando hacía dos semanas que el cojo Larrañaga, semejante en esto al gato que calzaba botas de siete leguas, había echado a tierra su segunda remesa.

El Amazonas había partido del Callao el 19 de julio con el objeto de apoderarse del armamento que según el denuncio de un marinero griego extraído o expulsado del vapor Pizarro, había quedado en la playa de Tumbes. Mas, habiendo bajado éste a tierra con dos marineros encargados de explorar lo que pasaba en tierra, ni el griego ni sus compañeros, que tenían órdenes de matarlo en caso de traición, regresaron jamás a bordo, cayendo los dos últimos en manos de los peruanos.

El último en llegar a su destino fue el transporte Enriqueta, porque sólo cuando el capitán Nodder del vapor Mendoza, un hombre sin honor, aceptó traer la goleta a remolque, pudo verificarse su viaje en condiciones de seguridad. El precio ordinario de cohecho por cada remolque era de dos mil libras esterlinas al contado, es decir, el sueldo de cuatro años de cada capitán, ganado así en cuatro días, pero cambiando el trabajo honrado y a plazo, por flagrante infamia sin descuento.

El Mendoza entró a Guayaquil el 3 de agosto, dejando la goleta pintada de negro a cargo de su capitán, un aventurero norteamericano, junto a Tumbes; y volviendo a salir al día siguiente, la encontró pintada de plomo y en esta forma la condujo con su valiosa carga a Pacasmayo el día 6 de aquel mes. De allí la goleta fue llevada a remo hasta Chimbote, donde se hizo el reparto de las armas vía Huarás y Huacho en millares de mulas, y borricos que para el efecto se aporrataron en todos los campos del norte.

Pero ni aun esto, que constaba en Chile a todo el país y era noticia casi cuotidiana de los vapores, de los avisos de los cónsules y de las reclamaciones de la prensa, movía al gobierno ni a su almirante a desprenderse de un buque de una manera permanente ni siquiera ocasional para dar caza a los acarreos.

Clamaba esta incuria al cielo, y en la escuadra misma se murmuraba sin rebozo contra ella:

«Nada de lo que está sucediendo -exclamaba con este motivo un inteligente oficial de marina en carta confidencial al autor, de principios de agosto-, nada se remediará si no se piensa en mandar un crucero hasta Panamá o de estación en ese punto para evitar que el enemigo esté armándose hasta los dientes, cuando dentro de tres o más meses venga a llegar aquí nuestro ejército. Cada día que pasa el enemigo fortifica a Lima y Callao y levanta más tropas y las arma como buenos Peabody, esto sin contar con las minas que son su fuerte. También están trabajando con empeño cañones, que por malos que sean, le servirán de mucho».



Al fin, pero en las postrimerías de septiembre o en octubre, cuando ya no había casi objeto, se puso de guardia en Panamá, el transporte Amazonas; y los peruanos, que ya habían remesado cuanto necesitaban para las próximas batallas, se limitaron a fastidiar con notas a los agentes de Chile, solicitando del gobierno del Istmo y del de Colombia la expulsión de aquel barco de guerra que con su permanencia violaba (a su decir) los tratados y la neutralidad.

Queda todavía, a propósito de la acumulación de elementos de defensa que con tanta tenacidad como fortuna hizo el dictador del Perú durante los meses de profunda quietud y de fe ciega en la paz que sucedió en Chile a la batalla de Tacna, un punto importante que tocar.

Era éste el de los recursos financieros que puso en juego la dictadura para procurarse los citados socorros del extranjero que dejamos enumerados, y para vivir además con desahogo y aun con prodigalidad dentro de su propia casa.

En hombres del temple de don Nicolás de Piérola, acostumbrados a maniobrar sin escrúpulo con los millones, todo esto entraba sencillamente en la vida corriente de aquel desventurado país.

Desde su apoderamiento del mando había contado, en efecto, el dictador con los 32 millones de soles que faltaban por emitir a las autorizaciones otorgadas al presidente Prado; con las cantidades misteriosas que estipuló recibir en puntos suspensivos en su contrato con Dreyfus, cuando le regaló 20 millones de pesos mediante una rúbrica; con la venta paulatina del huano en los dos stocks principales de Europa, a cargo de los mismos Dreyfus y de la Peruviana; con los cargamentos que a mansalva y sobre las quillas de los buques chilenos estuvieron sacando los contratistas ya nombrados de las islas de Lobos; con el producto de la suscripción popular para comprar un blindado que se llamaría el Almirante Grau, que alcanzó a más de un millón de soles; con el producto de los derechos de azúcar, lanas y algodón, que se pagaban en letras sobre Europa por los exportadores, y por último, con los bienes de las iglesias que de acuerdo con el arzobispo Orueta y Castillón, fueron aplicados, desde fines de junio, al sostén de la guerra.

Había ocurrido también el dictador al singular arbitrio de convertir el papel en oro por decreto, creando una moneda llamada «inca» que se sellaba juntamente en la casa de Moneda y en las litografías, en estas últimas con la cabeza de un inca, y de aquí el nombre.

A fin de atribuir al inca de papel el mismo valor que al inca de plata que valía 48 peniques (por decreto) se le imponía un interés de tres por ciento, se le declaraba redimible en oro y se aceptaba a su responsabilidad directa todas las rentas inmediatas del estado. En consecuencia, el inca de papel valía diez soles papel.

Pero el nivel de los negocios y de los cambios se impuso desde el primer momento por sí solo, y todos pedían y aceptaban el inca de plata dejando en las arcas del tesoro los incas de papel, más o menos como se dejaban los antiguos soles.

Más adelante y a virtud del informe de una comisión en que figuraban Derteano, Figari, Thenaud y otros capitalistas y banqueros, Piérola ordenó emitir un empréstito de cinco millones de incas, por mensualidades de quinientos mil incas, o sea cien mil libras esterlinas, con derecho a ser recibidos como metálico, en pago por mitad de contribuciones y derechos de aduana después del transcurso de un corto tiempo, a fin de mantener su ilusoria y deleznable circulación en el mercado.

No descuidaba tampoco el activo dictador del Perú, que a virtud de su peculiar organización cerebral y su temperamento eminentemente nervioso velaba cuando el presidente de Chile dormía, la agresión marítima de la escuadra que le bloqueaba, por medio de torpedos, ya que de quillas de guerra había quedado limpio el mar peruano.

Pero como este asunto, digno de ser tratado aparte por las desastrosas consecuencias que para la armada de Chile tuvo en las aguas del Callao y de Chancay, juzgamos oportuno reservarlo para el próximo capítulo.




ArribaAbajoCapítulo XII

El siniestro del Loa


Desde que en la mañana del 1.º de junio se apareciera en las aguas del Callao el aviso El Toro, emisario de gratas nuevas para los ya fatigados bloqueadores, el asedio del puerto volvió a su antigua, inalterable y estéril monotonía. Las nieblas del invierno se asentaron como un sudario sobre la costa; y así, a manera de fantasmas, cruzando entre las olas y el espacio, permanecieron nuestros sufridos marinos durante los meses de junio, julio y agosto que en aquellos parajes son un solo nublado.

De cuando en cuando, la llegada de algún transporte que traía noticias del hogar, periódicos, municiones y víveres frescos para las escuálidas bodegas de los buques, era toda la variedad y toda la alegría de aquella operación de guerra tan justamente caída en desuso y que tan funesta fue para Chile desde el bloqueo de Iquique.

En la mañana del 22 de junio se presentó en la rada el rápido transporte Loa, despachado de Arica el día 16 por el general en jefe del ejército chileno bajo la Cruz Roja y conduciendo 510 heridos de los combates de Tacna y Arica.

El día 29 de ese mismo mes llegaba al cabezo de la isla el portatorpedos Fresia, lancha a vapor, de dos chimeneas y de rapidísimo andar, adquirida en Inglaterra, que venía a reemplazar a la pérdida Janequeo, a cargo del entendido y bizarro teniente don Ramón Serrano Montaner, hermano del «abordador». La Fresia era susceptible de recorrer hasta 21 millas en una hora, y había hecho la travesía desde Valparaíso por sí sola. Por lo demás, los nombres araucanos de la flotilla sutil de Chile en las aguas del Callao, la Janequeo, la Guacolda y la Fresia, no se avenían mal ciertamente, a virtud de las leyes de la poligamia que en la tierra de aquellos héroes rige todavía, a una flota mandada por un almirante que se llamaba «Galvarino».

Hizo su aparición algo más tarde el transporte Lamar, conduciendo víveres, pertrechos y sesenta heridos del sur.

En el intervalo de tiempo que medió entre los dos transportes chilenos, se dirigió a Arica el Limeña, transporte peruano, para acarrear los últimos restos de los enfermos y mutilados de las batallas del sur. Solicitó esta gracia, por conducto del encargado de negocios del Brasil, señor Mello e Alvin, el presidente de la Cruz Roja del Perú, monseñor Roca; pero este sacerdote, mucho más engreído y atrabiliario que evangélico, se hizo reo de poca delicadeza al confiar el mando de aquel barco, despachado a una misión de gracia, al traidor Cross, que había sido expulsado del servicio de la compañía inglesa de vapores por sus innumerables infidencias durante la guerra. El representante del Brasil había solicitado aquel favor con apremiantes palabras de humanidad el día 11 de junio, y habiendo accedido el almirante por nota del día siguiente, el buque peruano se hizo a la vela, como el Luxor en enero, en su misión de consuelos y dolores, el 24 de junio.

Mientras esto sucedía, el Loa se había atracado al Blanco para entregarle su carga de pertrechos y cañones, inclusa una pieza de a 70 de retrocarga destinada a aquel acorazado; y verificada en gran parte esta operación, quedó el transporte haciendo la guardia del puerto al mando de su comandante el capitán de corbeta don Guillermo Peña, natural de Concepción.

Hasta esos días y durante cerca de tres meses, los peruanos no habían alcanzado ninguna fortuna con sus ponderadas defensas de torpedos fijos o movibles. Existía en el Callao una numerosa división de torpedistas de diversas nacionalidades y a cargo del relamido ministro de fomento Echegaray. Habían los últimos sembrado la bahía de todo género de máquinas infernales, sin que ninguna de ellas causara el menor mal a los bloqueadores y ni siquiera a los neutrales que en ello, por su proximidad, corrían mayor riesgo, si bien tenían éstos una zona fijada para su estadía y aun para sus conflictos.

Esto, no obstante, eran aquellos aparatos tan mal construidos que habiendo entrado al fondeadero en uno de los primeros días de junio la corbeta de guerra italiana Archimedes, pasó a llevarse con su quilla una red de torpedos, ninguno de los cuales hizo explosión; y ésta fue la historia de aquella tan temida arma de guerra desde el comienzo hasta el fin de la campaña marítima para uno y otro beligerante. A la verdad, se lograron por los peruanos únicamente aquellos que nuestros marinos por culpable incautela o voluntariamente se echaron encima para volar en astillas, según aconteció al Loa el 3 de julio, y al Covadonga el 13 de septiembre. A su turno los buques peruanos no volaron sino por su propia dinamita en la terrible noche del 16 de enero de 1881.

Llegado es por tanto el momento de narrar el primero de aquellos desastres.

Desde que la corbeta O’Higgins había entablado a fines de mayo el bloqueo del puerto de Ancón, distante del Callao sólo cinco leguas y casi a su vista, los peruanos se habían esforzado en quemarla por medio de un brulote ingeniosamente preparado: pero esta noticia llegó a Chile por algún oficioso o bien pagado aviso, y el presidente de la República lo transmitió por telégrafo al gobernador de Iquique a fin de que fuera oportunamente comunicado al almirante de la escuadra bloqueadora. Según parece, la nueva llegó al Callao en tiempo oportuno, y el jefe de la escuadra, por demás reservado, se limitó a comunicarlo al capitán Montt que bloqueaba a Ancón en la primera semana de julio. El aviso exacto y salvador, que sólo se dio en la orden general del día 4 de julio, decía textualmente así:

«Orden del día:

Julio 4 de 1880:

Por telegrama S. E. dice lo que sigue:

En Ancón preparando joven Manuel Cuadros un segundo torpedo, a pesar de haber tenido un fin desgraciado el primero.

He oído decir que el torpedo es de esta manera:

Se compone de una lancha grande de vela, cargada con comestibles, carneros, etc.; al quitar el último bulto hay un resorte que hará reventar el torpedo».



Los peruanos no se daban, en efecto, por vencidos en sus ardides, y para ello contaban con el ingenio y perseverancia de un joven químico e ingeniero de minas que había sido educado en un laboratorio europeo y tenía gran experiencia y habilidad para el manejo de los mixtos. Se cree que este entendido manipulador fuese el ya nombrado químico Cuadros, hijo único de un caballero arequipeño de su mismo nombre a quien conocimos en 1860 ya muy anciano, y que casado en la familia del rico minero de Huancavélica y Morococha Mr. Flucker, tenía tanta pericia como caudal y tiempo disponible para sus ensayos.

El joven Cuadros, que preparó los torpedos del Loa y de la Covadonga, no pertenecía a la división cosmopolita del ministro Echegaray, sino a una sección de voluntarios que trabajaban bajo la hábil dirección del subsecretario de marina don Leopoldo Sánchez, joven de distinguidos antecedentes, y a la que pertenecían el capitán Cortínez, el teniente de marina Oyague y otros entusiastas.

Con el propósito de tentar la gula de los bloqueadores, azuzada por una cruel vigilia que duraba ya el doble del ayuno de los santos en el desierto, se dieron los torpedistas peruanos a lanzar pequeñas balandras y lanchas de cabotaje cargadas de apetitosos comestibles, gallinas, plátanos, verduras, arroz, patos, camotes, un verdadero banquete de Tántalo confiado al azar de las olas desde sus caletas; y hay motivos para creer que tal propósito había sido puesto en ejercicio desde los primeros días de junio, porque con fecha 11 de ese mes encontramos un telegrama del dictador dirigido a las autoridades de la costa septentrional del Callao, que textualmente dice así, datado a las doce de la noche:

«Palacio, junio 11 de 1880.

Señor comandante de fuerzas estacionadas en Infantas:

Prevenga U. inmediatamente a las fuerzas que guarnecen la costa de Bocanegra o Márquez que si alguna embarcación menor llega por allí no la hostilicen en manera alguna.

Piérola».



¿Era ésta la misma embarcación que veinte días más tarde echó a pique el transporte Loa?

Lo ignoramos, pero es más que posible que ésa u otra semejante rondara desde esa época con aquel intento. Personas que por su inmediación al dictador han podido saberlo, aseguran que el verdadero y bien meditado objeto de aquel torpedo era el buque almirante, porque los astutos torpedistas del Callao tenían bien observado que todas las presas que se hacían en la bahía eran llevadas inmediatamente al costado de aquella nave y a su bordo se ejecutaba la descarga.

Sea ello como fuere, lo que está suficientemente averiguado es que en la noche del 2 de julio una de esas balandras cargadas con exquisitas provisiones fue dejada al ancla siete u ocho millas al norte del Callao, con sus velas flotantes, como abandonada de improviso y cargada con un torpedo de 300 libras de dinamita colocado bajo una falsa quilla, atado a un saco de arroz que cubría el aparato, y el cual, al ser izado, provocaría la fatal explosión. Tres quintales de dinamita equivalían a 45 quintales de pólvora.

Durante todo el día 3 el traidor brulote se mantuvo desapercibido aun para los anteojos vigilantes de la escuadra, por más que los peruanos, con refinada astucia, le dejaran colgado el velamen al mastelero para darle horizonte.

Al fin, y cuando ya la temprana tarde invernal caía a plomo sobre la costa y el océano, el Loa, que estaba ese día de servicio y de ronda, se adelantó a toda vela hacia el norte para reconocer el extraño aparecido. ¡Y singular acaso! A esa misma hora se desprendía de la playa un bote tripulado para recoger el brulote, por temor de que zafándose de sus amarras fuese a estallar entre los buques neutrales fondeados hacia el norte de la bahía. Cuando los remeros peruanos columbraron al transporte chileno que se dirigía a su perdición, regresaron a todo remo y desde la playa se pusieron en acecho.

Después de navegar tres cuartos de hora a toda máquina, el capitán Peña detuvo su buque sobre 18 brazas de agua y ordenó al teniente 2.º don Pedro N. Martínez fuese a reconocer la balandra anclada e inmóvil a pocos cables de su proa.

Desde el primer momento nació a bordo en todos los pechos, desde el segundo jefe, que lo era el entendido teniente don Leoncio Señoret, hasta el último grumete la sospecha de que lo que tenían a la vista era un torpedo. Se hicieron en consecuencia generales las conversaciones y los comentarios y hasta las apuestas sobre el particular. El peligro parecía tan evidente, que era preciso cerrar voluntariamente los ojos para no verlo.

Pero había a bordo un marino, uno solo, que no abrigaba tales temores, ni oía aquellos avisos ni hacía caso, ni como hombre ni como jefe, de ningún consejo, y ese hombre era el comandante del buque don Guillermo Peña.

El capitán Peña, hijo de un honrado administrador de correos de Concepción, en cuya ciudad naciera en 1843, era, tomado en conjunto, un buen marino, instruido, rígido y esforzado, compañero del curso de Prat y de Latorre, de Uribe, de Montt, de Condell y demás bizarros y cumplidos capitanes de la armada. Pero se hallaba dotado de una ciega obstinación, de una propensión casi brutal a los caprichos que una creciente falta de sobriedad avivaba, lejos de amortiguar. Notorias se habían hecho con este motivo en toda la escuadra sus faltas y sus traspiés. Mandando accidentalmente el Huáscar después de su captura, había dado un fiero encontrón al Abtao en Pisagua dentro de la bahía alumbrada por esplendorosa luna; bloqueando enseguida a Mollendo fue causa de que se ahogasen dos de los heroicos marineros sobrevivientes de la Esmeralda, por haber dado orden de poner el buque en movimiento cuando aquéllos no habían sido aún izados. En el combate de Arica se negó con su invencible, característica porfía a cortar el camino a la lancha torpedo Alianza, que logró escaparse por su sola culpa; y así cada cual en la escuadra hacía caudal, por su parte, de algún grave rasgo de sus genialidades o de sus faltas en el servicio, derivadas todas de una causa principal: la torpeza de la obstinación. A la verdad, no habría sido posible encontrar en toda la flota de Chile sino un barco a propósito para ser mandado por aquel desventurado marino, y éste (por su nombre al menos) era El Toro... Se ha asegurado además que el gobierno había manifestado su más decidida voluntad para que el capitán Peña no estuviese en el mar, y se le destinaba a la capitanía de puerto de Talcahuano, donde en breve debería casarse con una señorita de Concepción.

Aseguraban que solo el almirante Riveros le sostenía como jefe y como amigo en aquel universal denuncio de su incompetencia. ¡Funestísimo error!

En vista de lo que pasaba y que a todos infundía natural recelo, el segundo del buque, Señoret, manifestó sus vivos temores al comandante Peña; pero conforme a su costumbre, éste se encogió de hombros. Aun el segundo piloto del buque, un sueco llamado Stabell, hombre sumiso y complaciente con sus superiores, se atrevió a participarle sus inquietudes, más con el mismo resultado. El comandante Peña se limitó a decir secamente: «Los peruanos no tienen derecho para introducir víveres en el puerto».

Mientras esto sucedía a bordo, el advertido teniente Martínez, despachado al peligroso servicio de reconocer la balandra sospechosa, se había acercado a ella con la mayor desconfianza y casi seguro de que escondía un aparato de destrucción, hizo pasar a su bordo un marinero llamado Donato Castillo. Y éste, participando, a su vez, de la universal zozobra, cortó con su navaja la amarra del ancla, por temor de que al izarla se produjese una explosión.

De regreso a bordo, el teniente Martínez repitió sus justas inquietudes al comandante; mas fue en vano, y al contrario, dirigiéndose el último al castillo de popa ordenó izasen la sabrosa carga por el portalón de estribor, descendiendo ocho marineros al fondo de la lancha, agrupándose no menos de sesenta de los últimos en la borda para asistir a aquel banquete de los Borgias en las remansas aguas que luego serían su horrible sepultura. La tripulación del transporte se componía de 181 hombres, de capitán a paje.

Eran las cinco y media de la tarde. Se ocultaba el sol tibio y rojo de los trópicos tras el pardo peñón de San Lorenzo, y la mayor parte de los oficiales bajaban a esa hora a la cámara, comentando la obstinación invencible de su jefe, cuando penetró a su turno en el salón el teniente Señoret para participar su desazón, cada momento más viva, a sus camaradas. Y no había acabado de hablar, cuando horrísimo estruendo derribó a todos de sus asientos, haciendo trizas la cámara. El joven capitán alcanzó a exclamar únicamente: «¡No ven, pues!»

En efecto, al izar por medio de un aparato el último saco de arroz, como estaba matemáticamente anunciado desde Arica y desde Santiago, la explosión se había producido, y los ocho hombres que hacían la operación de la descarga habían sido aventados como menudos átomos en el espacio.

No había sido menor ni menos instantáneo el estrago entre los infelices que se hallaban afirmados en la borda, pudiendo asegurarse que todos perecieron por la concusión espantosa del torpedo.

Cayó entre éstos, desgarrados los vestidos hasta la cintura, con una oreja desprendida por un filón de dinamita, sustancia terrible que convierte las ráfagas de aire en acerados cuchillos, vomitando sangre por la boca y las narices, pero entero y obstinado todavía, el desventurado capitán Peña.

Sin aturdirse, subió al puente y ordenó al teniente Señoret, disparase el cañón de caza situado a proa, en señal de alarma y de socorro.

Pero esto no era ya posible. El estallido de la dinamita había abierto en la popa del valioso transporte de fierro un portillo de catorce metros de largo y dos de ancho, y en el acto mismo el buque comenzó a irse a pique por ese compartimiento, encabritándose de proa.

Para mayor desdicha, todas las embarcaciones, con excepción de dos, fueron destrozadas, y una de éstas demasiado cargada de gente se fue a pique, salvándose solamente en la segunda los ingenieros Duncan y Craig con trece hombres de la tripulación. El animoso marinero Castillo, el mismo que había cortado la amarra del torpedo, se echó sobre el chinchorro con cinco de sus compañeros, y aunque estuvo esta embarcación corto rato a flote, logró salvar al cirujano don Demetrio Zañartu que nadaba aturdido en el agua y al infantil aspirante don Florencio Guzmán, quien, en el acto de estallar el torpedo, saboreaba un plátano cautivo con apetito y delicia de niño.

Entre tanto el último en abandonar el buque había sido el capitán Peña en obedecimiento a su deber. Le instó a salvarse su segundo y rehusó. Hizo igual empeño el teniente Martínez con igual resultado, como en el caso del aviso, contentándose el jefe interpelado con dar a su subalterno un salvavidas de dos que tenía en sus manos. Sólo cuando la nave se sumergió arrastrando en espumoso remolino todo lo que en su derredor flotaba, se dejó arrebatar el obstinado mozo por el destino y la corriente.

Afirman los que desde el agua le divisaron, como el alférez Bianchi, que su aspecto era terrible, de pie sobre la borda, desgreñado y cubierto de sangre, esperando el instante de la fatal inmersión. Se le hubiera tomado por la encarnación heroica y casi feroz del deber cumplido aun en la culpa y en la expiación; y en aquel tiempo se contó que aun para morir había sido obstinado negándose a nadar con calma, según se lo suplicaban, a porfía, los que a su lado luchaban con mejor fortuna con la muerte.

Entre tanto, llegaba apresuradamente la noche, y un centenar de infelices había ya perecido. Ningún socorro de nuestros buques, fondeados a siete u ocho millas de distancia, se columbraba entre las sombras. El Amazonas se acercó un instante como una esperanza para los pocos que aun exánimes sobrenadaban agonizantes; pero de repente el tímido transporte paró su máquina y de ello se hizo grave cargo a su comandante el teniente Riofrío, quien diera por excusa el temor de los torpedos.

En cambio, los buques neutrales que se hallaban más cerca enviaron todas sus embarcaciones. Y a sus abnegados tripulantes, especialmente a los de la fragata inglesa Thetis que salvó 31, y a los de la Alaska, Garibaldi y la Decrés se debió el salvamento de los que escaparon:

«Los últimos que fueron librados de la muerte -dice una relación verídica del siniestro- por las embarcaciones de esta nave de S. M. B. fueron los señores Bianchi, Bordalí y el ingeniero 1.º del Loa.

Ya los botes se retiraban cuando el subteniente Bianchi, reuniendo todas las fuerzas que le quedaban dio voces. Una de las embarcaciones se acercó entonces y lo tomó a su bordo. Privado del habla, completamente sordo y ya casi exánime, Bianchi les indicó, sin embargo, con una mano que cerca de él había otros compañeros de naufragio. Los humanitarios ingleses comprendieron las señales y no tardaron en dar con el contador don Ricardo Bordalí y el ingeniero primero señor Wyllie que estaban ya acalambrados y próximos a expirar. Al instante se les suministró una dosis de ron, les frotaron el cuerpo y los abrigaron dándoles sus propias camisas de lana.

Como a las nueve de la noche todos ellos eran trasbordados al Blanco. Iban medio muertos por el cansancio, por las heridas que recibieron al hacer explosión el torpedo y por el frío del agua. Al doctor Zañartu costó no poco salvarle la vida, pues era el que se encontraba en peor estado».



A 63 llegó el número de los rescatados del Loa, contando con ocho que en la tarde habían pasado a bordo del Lamar a proveerse de víveres. Pero el de las víctimas alcanzó a la espantosa cifra de 119, cabiendo esta triste suerte a tres jóvenes guardiamarinas llamados Fierro, Oportus y Huidobro, que dos días más tarde fueron encontrados enredados en las jarcias del buque náufrago devorados por los tiburones.

El primero de aquellos desventurados niños era hijo del antiguo comandante de artillería don Francisco Fierro que hizo el crucero de la Rosa de los Andes en 1820 y de la señora Lorenza Beitía. Se había educado en la Academia Militar, y en el combate de Angamos quedó completamente sordo, por lo cual deseó quedarse en Santiago. Mas como no tenía favor, no lo consiguió.

El joven Oportus fue hijo de Curicó y del inteligente y entusiasta juez de letras de esa provincia don Rodolfo Oportus, mozo de 23 años.

El guardiamarina Huidobro fue también muy lamentado. Era natural de San Fernando y hermano del juez de letras de Santiago don Ramón Huidobro.

Sucumbió también en aquella fatal, casi inconcebible celada, el joven ingeniero chileno don Emilio Cuevas, descendiente de los Cuevas de Rancagua, y el mismo que condujera con experta mano y animoso corazón la goleta Covadonga por entre los arrecifes de Punta Gruesa el día memorable en que, persiguiéndola, se encalló la Independencia. Este desgraciado joven, que hacía por esos días un año recibiera en Santiago las más calurosas ovaciones, a la par con Condell y con Orella, se hallaba en depósito en ese transporte para regresar a Chile, y tristemente se ahogó.

En cuando a los que ufanos y gozosos contemplaban desde tierra aquel bárbaro espectáculo, se ha dicho que el telégrafo había ido transmitiendo al palacio de Lima y en la hora de la sobremesa cada una de las peripecias del siniestro, desde que el Loa comenzó a acercarse al brulote. Pero en honor de la verdad debemos declarar que en nuestras colecciones de despachos inéditos figuran sólo los dos siguientes:

«Callao, julio de 1880.

(Sin fecha y sin hora.)

Viniendo del Norte el Loa se sintió hace pocos momentos una fuerte explosión. Hace un minuto acaba de hundirse completamente dicho transporte. Los demás buques chilenos caldean.

Neto».



«Callao, julio 3.

(6:33 p. m.)

Huáscar y Blanco han dejado sus fondeaderos respectivos, uno de los transportes enemigos se dirige a fuerza de máquina hacia el lugar del hecho, el Blanco avanza lentamente en la misma dirección y el Huáscar ha ocupado el lugar del Blanco.

Neto».



Tal fue el siniestro del Loa, obra casi exclusiva de la fatalidad porque en él hicieron conjunción la refinada astucia de los agresores con la ciega torpeza del agredido. Fue un torpedo de tentación y de estómago, como hay muchos cuando después de la vigilia se busca la hartura en el exceso.

Por parte de los peruanos hubo más perfidia que inhumanidad, porque con igual intento iniciaron los chilenos el bloqueo, y la dura ley de la reciprocidad es legítima en la guerra. Pero como si el destino hubiese querido echar en cara lo horrible de la casual matanza a sus perpetradores, al día siguiente del hecho, esto es, el 4 de julio, regresaba de Arica, a título de buque de misericordia, con pasavante chileno, el transporte Limeña, conduciendo los últimos restos de los heridos de Tacna y los despojos mortales de Bolognesi, Moore y Zabala, a quienes los chilenos habían dado en el país de su sacrificio cristiana y honrosa sepultura. El Limeña había dejado parte de su carga humana en Mollendo y condujo hasta el Callao algunas familias y 149 heridos, pertenecientes en su mayor número al batallón Canevaro y al Ayacucho número 3, tropa limeña.

El día 6 de julio celebró el prefecto del Callao las honras solemnes de sus más ínclitas víctimas y caudillos del sur, disparando la Unión un cañonazo cada media hora, y llevando los féretros en sus brazos los jefes más caracterizados del ejército y de la marina. Igual pero mucho más suntuosa ceremonia tuvo lugar en Lima el 8 de julio, recorriendo la fúnebre comitiva toda la ciudad hasta el cementerio, en un día encapotado de sombrías nubes y marchando en pos de los féretros los caballos de batalla de los infortunados defensores del honor peruano.

Después del desastre del 3 de julio una calma parecida a la melancolía, al duelo y a la muerte, reinó en las aguas del Callao. Los buzos del Blanco, a modo de sepultureros comenzaron a descender, desde el día 5, al fondo del mar en el sitio de la catástrofe, y lograron recobrar algunos objetos de guerra, especialmente el cañón de retrocarga destinado a la nave almiranta, y esto no sin sostener rudos y tenebrosos combates con los tiburones de los trópicos, cebados en aquel opíparo y horrible banquete de carne humana.

Por lo demás, a manera de manto funeral, la niebla perpetua del invierno en aquella costa inclemente, húmeda pero sin lluvias, es decir, sin vientos y sin sol, entumecía los miembros de los desdichados bloqueadores, y comenzaba a producirles, junto con la carencia ocasional de víveres frescos, mortificantes enfermedades al estómago y a la vista.

El boletín del bloqueo era siempre por esto una ráfaga de niebla alternada con otra de profundo tedio:

«Julio 11:

Intensa neblina.

El enemigo en las posiciones de costumbre.

Huáscar de guardia.

Neto».



«Julio 21.

Sigue la niebla.

Sólo se distingue a la Magallanes y al Toltén en el sitio en que naufragó el Loa.

Neto».



La niebla se ha, tal vez, alzado una semana más tarde, porque el corresponsal telegráfico de la prefectura de Lima, el oriental Neto, escribe en la mañana del clásico 28 de julio la siguiente baladronada:

«Los enemigos han defraudado las esperanzas que abrigábamos de celebrar dignamente el día de la patria».



«Julio 30:

Noche tranquila. Los enemigos en el cabezo de la isla.

Neto».



La guardia de la bahía se había aumentado entre tanto con dos nuevos custodios desocupados de su larga faena de Arica, el Cochrane y la Magallanes. Dos pequeñas lanchas a vapor, denominada una de ellas Tucapel, habían llegado también de Valparaíso.

Se decía que el blindado captor del Huáscar venía en reemplazo de éste y del Blanco, cuyos fondos se hallaban extremadamente sucios. Era esto de tal manera que los tripulantes de la nave almiranta solían darse el pasatiempo de comerse en sopas los sabrosos choros y jugosos picos que se pegaban a su quilla...

Dio también su vuelta de Tumbes el Amazonas el día 31 de julio, después de la fábula del griego ya contada que nos costó dos prisioneros; y como los limeños no sólo continuaban viviendo con hartura y hasta con prodigalidad con los suministros de la Sierra y de los valles vecinos, por el sur y por el norte, desde Pisco a Huaura, el almirante resolvió cerrarles las caletas inmediatas de Chorrillos y Chira que les servían para recibir por mar abundantes provisiones al pie del Morro Solar. Con este objeto se dirigió el último buque a Chorrillos el 2 de agosto e intimó el bloqueo, otorgando un plazo perentorio de 24 horas a dos buques que allí se hallaban. Al día siguiente el capitán del Amazonas, para hacer efectiva su notificación de la víspera, intentó apoderarse de algunas pequeñas embarcaciones de Chorrillos, pero los peruanos hicieron insolentemente fuego de rifle sobre nuestros botes, hiriendo en un pie a un marinero inglés, y, con extraña mansedumbre, regresó a su fondeadero el insultado buque chileno, sin haber castigado aquel desmán con un solo cañonazo, ni ese día ni más tarde.

El bloqueo comenzaba a degenerar en una simple guardia de honor de los puertos peruanos.

Chorrillos había sido hasta ese día puerto franco bajo la quilla de nuestros buques bloqueadores. El 13 de julio la Garibaldi había embarcado allí varias familias italianas que huían ya del próximo asedio de Lima; y cuando el día 2 de agosto el Amazonas notificó el bloqueo de la caleta de Chira, estaban al ancla descargando los barcos ingleses Stuart y Dunelm y la alemana Wm. Röhl.

No por esto se paralizó, sin embargo, el tráfico, y veinte días más tarde se recibía en Lima el siguiente telegrama que ponía de manifiesto la ineficacia de los bloqueos modernos, tal cual el de los puertos peruanos por nuestras naves se llevaba a cabo:

«Chorrillos, agosto 21.

Señor subsecretario de marina:

Botes mandados Jaguay regresan cargados arroz y carbón. Esta noche salen nuevamente canoas allá.

F. M. Frías».



La monotonía del asedio marítimo de Lima continuaba así cada día más tenaz y con menores resultados.

El 14 de agosto el dictador visitó a caballo las baterías, especialmente las de la Punta, a que se había dado su propio nombre y el de Tarapacá.

Mas por vía de pasatiempo que de ensayo, hizo el jefe supremo disparar sobre la isla de San Lorenzo una de las piezas de a mil, y el día 15 se arrojó al peñón un proyectil de a 500 desde la nueva batería denominada «Dos de Mayo».

El boletín del día 16 volvía a acusar la somnolencia del bloqueo con estas palabras:

«Callao, agosto 16.

El Huáscar ha permanecido hoy cruzando frente al puerto.

El Amazonas se halla en el cabezo de la isla, al costado del Blanco.

Neto».



Y así prosiguieron las cosas hasta que en los días 30 y 31 de agosto el Angamos, que había ido a los puertos de Chile y se hallaba en mejor disposición de emprender de nuevo los bombardeos de mayo y de junio, comenzó a tirar sobre la dársena a distancia variable de 6 a 8 mil metros, apuntando especialmente a la Unión el capitán Moraga, quien en dos ocasiones logró herir en parte vital aquel importante buque. Prosiguió por este orden el bombardeo durante los días 1.º y 2 de septiembre, disparando el Angamos su gran cañón cada 7 minutos por término medio y respondiéndole con la misma lentitud los buques y baterías de tierra.

En el bombardeo del 1.º de septiembre se cambiaron de esta manera 38 proyectiles y en el del 2 de septiembre 27, contando sólo hasta el mediodía, porque estos tiroteos solían hacerse en tres jornadas, para que «comiera la gente».

Dio lugar, sin embargo, el penúltimo de estos, así llamados «combates» a una peregrina ocurrencia de los peruanos, según la cual la pequeña lancha Urcos mandada por el teniente don Santiago Torrico puso en fuga al Angamos, a la O’Higgins y aun a toda la escuadra.

«Después de mi carta de hoy doce y media -decía, en efecto, el portugués Horta al Nacional-, en la que di cuenta que el Angamos hacía fuego en retirada, se le unió la O’Higgins y ambos buques se han empeñado en un combate, asómbrese el mundo entero con tres pequeñas lanchas a vapor, que enarbolan nuestra gloriosa bandera.

Y no se crea, que combatían de cerca, no, siempre a una distancia inmensa.

Los buques ingleses, americanos, italianos y franceses, deben estar sorprendidos, absortos del triste y vergonzoso papel desempeñado hoy por los buques de guerra de una nación que en medio de su ridícula jactancia se ha titulado la primera potencia marítima de Sudamérica...

¿Qué dicen hoy los Riveros, los Latorre, esa pléyade de héroes formados por la prensa de Chile?

¿Qué dirá mañana mismo esa prensa al extranjero, cuando sepa que las naves de guerra, de esas mismas naciones han presenciado los hechos de hoy?».



Después de estos empeños intermitentes que a nada efectivo conducían sino al gasto de pólvora y de fierro, de tinta y de paciencia, el bloqueo continuaba con su letal, eterno aburrimiento, fatigando aun los cuerpos más membrudos y los ánimos más acerados entre los tripulantes de la armada de Chile. Sólo el contralmirante Riveros, cuya constancia parecía a toda prueba, se mantenía impasible; no obstante, su deteriorada salud, en medio de las torturas de la incertidumbre y las penurias de la lejanía. Era un hombre eminentemente de deber, y lo cumplía con admirable entereza.

Entre tanto, a lo que habían llegado todos los espíritus como conclusión práctica era a la convicción de que el bloqueo del Callao sería eficaz solamente para mantener a raya a los desarmados buques peruanos, especialmente La Unión.

De suerte que por evitar las correrías de este barco ligero, malgastábamos la fuerza de toda nuestra escuadra, dando lugar a que los peruanos se armaran a nuestras barbas, al punto de erigir nuevas baterías con nuevos cañones para dominar el peñón de San Lorenzo y nuestro fondeadero.

«De una semana a esta parte -decía un inteligente corresponsal escribiendo desde la escuadra el 13 de septiembre y abundando en las ideas que ahora y siempre hemos mantenido sobre los bloqueos favoritos del Jefe del Estado-, las naves bloqueadoras han tomado ocho o diez lanchas en las cercanías de Chorrillos. El bloqueo ha sido extendido hasta Chilca, 40 millas al sur del Callao, y al norte comprende una costa de 25 millas hasta Chancay. Las naves están en constante movimiento. La O’Higgins visitó recientemente el puerto de Huacho, pero no hizo daño. Examinó los papeles del vapor Charrúa y de dos o tres buques costaneros y los encontró en regla. El Huáscar ha ido para Valparaíso a componerse. Los blindados Blanco Encalada y Almirante Cochrane continúan frente al Callao, acompañados siempre de un par de transportes y de las lanchas torpedos. En esta semana no han tratado de bombardear al Callao, por haberse convencido tal vez de que es una tarea inútil. Siempre han dirigido sus tiros contra el muelle dársena, donde están guarecidas las naves peruanas. La dársena tiene una área de ocho acres, y por lo general las bombas han caído en ella, y sólo dos o tres veces han dado en los buques, sin causar averías de consideración. La mayor parte de ellas han pasado por alto sin causar daño a la población. A un extremo del muelle dársena, hay tres baterías ligeras, y todas han quedado intactas, a pesar de haber servido de blanco a centenares de proyectiles».



En cambio, los marinos de Chile habían comenzado a sufrir después de la nostalgia la natural y mortificante enfermedad de alarmas, insomnios, rondas, fantasmas y sobresaltos que se ha llamado con propiedad «torpeditis».

Y a la verdad, desde el hundimiento del Loa existía más que sobrado motivo para tales inquietudes, porque por esos mismos días (11 de septiembre) el almibarado ministro de fomento Echegaray, general en jefe de la división de torpedistas del Callao, había firmado con dos aventureros llamados Pedro Beausejour, que de maestro de niños había descendido al de volador de buques por contrata, y un Aquiles Conti, obligándose a pagarles 600.000 pesos oro por cada uno de los blindados, un millón de soles papel por el Huáscar y ochocientos mil soles papel por cualquiera de los demás buques de la escuadra.

«Con respecto a los que trabajan en torpedos para hundir nuestras naves -nos decía a este propósito uno de nuestros corresponsales de la escuadra- se comprende su empeño desde que les salió tan bien el que echó a pique el Loa. Los ingleses de los buques de guerra nos han dicho que desconfiemos hasta de las banderas neutrales».



Y en efecto, un hecho profundamente doloroso y aleve no tardaría en venir a dar razón a los que sin esperar nada de los bloqueos todo lo temían de ellos.




ArribaAbajoCapítulo XIII

El hundimiento de la Covadonga y sus consecuencias


Desde mediados de junio de 1880 el bloqueo del Callao se había extendido por el norte primero hacia Ancón y después hasta Chancay, pobre pero agradable caleta de mar situada en el camino de fierro de Lima a Huacho, que pone en comunicación los ricos valles de Huaura y del Rimac. Dista Chancay 12 o 15 millas de Ancón, y Ancón algo más del Callao.

Sostenían alternativamente el bloqueo de Ancón la O’Higgins y el Amazonas, y el de Chancay había sido establecido el 11 de junio por la Pilcomayo, otorgando su capitán un plazo de 48 horas a los dos únicos buques mercantes que allí se encontraban, las barcas Lilly Grace y Spartan.

Tenía por objeto el bloqueo de Chancay, no tanto el cierre del puerto, sino impedir el tráfico del ferrocarril, evitando así en lo posible el paso de armas y víveres hacia Lima desde Huacho, término de aquél y de los ricos valles que van tejiendo una red de fertilidad hacia el norte hasta Trujillo y hasta Piura. El bloqueo de Ancón obedecía al mismo propósito.

Daba esto lugar a un constante ejercicio de cañón sobre los rieles, los carros y las recuas de mulas, pero con tan poco éxito que quedaba allí justificado el dicho antiguo de que para matar a un hombre en la guerra «se necesita todo su peso en plomo». Estando a la estadística de los boletines telegráficos de Chancay firmados por un Menacho, la Pilcomayo disparó el 23 de junio cuatro tiros sobre una recua de mulas, sin causar el menor daño ni a los arrieros ni a las acémilas. El 1.º de julio igual número de disparos y la misma impunidad. El 3 de julio 25 tiros y ninguna avería. El 4 de julio se hizo fuego a la playa con ametralladora, pero con resultado negativo. El 14 de julio 11 tiros sobre el cerro de Peraloillo; más el cerro quedó inmutable, y no mojó sus rocas azotadas por las olas ni una sola gota de sangre peruana, ni siquiera de cuadrúpedo.

Notando tal vez el poco acierto de las punterías, o por otros motivos de servicio, dispuso el almirante el 1.º de septiembre que la goleta Covadonga que bloqueaba a Ancón desde el 21 de agosto, pasase a relevar a la Pilcomayo, al mando del intrépido y cuidadoso Orella, el mejor artillero de la armada.

Por desgracia, la permanencia de Orella no fue larga en Chancay, porque a los pocos días el almirante, que le distinguía sobre manera, le confió el mando de la O’Higgins; y como era diestro en los desembarques, envió el ayudante a ayudar al comandante Lynch en la expedición al Norte en la medianía de septiembre.

En su lugar quedó uno de los oficiales de la O’Higgins, el teniente primero don Luis Ferrari, mozo instruido pero un tanto excéntrico y despótico, como el capitán Peña del Loa. El teniente Ferrari padecía una enfermedad de insomnios que producía en su existencia una irritabilidad continua, pérfida consejera de resoluciones en el delicado servicio del mar y sus bloqueos.

Mientras esto sucedía en la escuadra bloqueadora los peruanos, alentados por el éxito terrible del Loa, no cesaban de poner a prueba su fecunda inventiva para dañarlo; y en consecuencia en los mismos días en que el comandante Orella se dirigía al norte, llegaba por tierra a Chancay el teniente Oyague (septiembre 9) a cargo de un torpedo ingeniosamente colocado en las cajas de aire de un bote perteneciente a la capitanía de puerto del Callao que había sido coquetamente pintado de blanco y provisto de todo género de adminículos, inclusas las chumaceras de reluciente bronce, para tentar la codicia de los bloqueadores. Habían sido probablemente los inventores de este ardid el químico Cuadros y el subsecretario Sánchez, como lo fueran de la balandra del Loa. Un patrón de bote del Callao llamado Sosa había conducido el pérfido bote hábilmente por mar, burlando de noche la vigilancia del bloqueo.

Se le vino en mientes al capitán Ferrari, una semana después de haber tomado el mando provisional de la gloriosa goleta chilena, entrarse al puerto para reconocerlo y tirar sobre los rieles y el muelle de fierro que sirve de cómodo desembarcadero al puerto. Y como desde hacía algunos días se observara allí una lancha y el bote mencionado, ordenó echar una y otra embarcación a pique a cañonazos.

Se conformaba en esto el capitán chileno a las órdenes terminantes del almirante que tal había dispuesto en las instrucciones confiadas a todos los comandantes de buque, por orden general del 7 de julio, estableciendo que no se reconociese ninguna embarcación sin permiso previo de la nave de la insignia, y ordenando algunos días más tarde (julio 25) que no se permitiera acercarse a la amura de los barcos de la escuadra a menos de mil metros ninguna embarcación menor, cualquiera que fuese su bandera, a fin de evitar toda celada.

La lancha que pertenecía a los Grace, de Nueva York, estos Dreyfus marítimos del Perú, fue sumergida con facilidad, pero el bote torpedo escapó. Y como a la simple vista todos admiraran sus elegantes formas, ordenó el capitán Ferrari al aspirante don Melitón Guajardo se dirigiese con el calafate José María Avila a reconocerlo. No encontrando estos nada sospechoso a su bordo lo trajeron al costado de la goleta para izarlo.

Era el mismo desvarío, la misma codicia, la idéntica fatalidad del Loa cuarenta días hacía. Los bloqueos producen en el organismo humano una perturbación singular de criterio y de indiferencia que explica muchos de los sucesos de que venimos dando cuenta. Para el que navega en alta mar sobrevienen de ordinario percances, azares, emociones que mantienen toda la vitalidad de su espíritu despierta y estimulada. Pero en los asedios que duran dos, tres, seis meses, un año entero, la nostalgia que comienza en el alma y en el spleen del hígado va a rematar al fin en el cerebro. Y esto fue evidentemente lo que aconteció a los infortunados capitanes Peña y Ferrari.

El calafate de la Covadonga, hombre rudo y sin malicia, que sobrevivió singularmente al desastre que su jactanciosa torpeza motivara, se cercioró a su manera de la inocencia del barquichuelo, pasando un cabo en banda por su quilla para verificar que no contenía ningún aparato peligroso; y habiendo dado cuenta de su inspección, el comandante expidió distraídamente orden al oficial de guardia, el teniente don Froilán González, para hacerlo izar, amarrándolo de las argollas que para tal objeto existían a popa y a proa de la embarcación. Y era precisamente en esos aparatos donde los torpedistas peruanos habían colocado el resorte de ignición de la máquina infernal.

Ejecutaban esta operación por la popa de la goleta el oficial de guardia González, y el contramaestre Constantino Micalví, rodeado de un grupo de griegos que como él se habían hallado en el combate de Iquique, Kakaldi, Paculun, Chapullí, Cancino, etc., y es de justicia declarar que a ninguno de aquellos hombres expertos en las cosas del mar les había asaltado la sospecha de una traición después del reconocimiento del calafate Ávila. Al contrario, se jactaba éste en el puente de haber regalado tan linda presa a su comandante.

Mas cuando ya estaban amarrados los cabos que debían servir para izar el bote sobre la amura, y el contramaestre griego tenía el pito en los labios, esperando la señal del oficial de guardia, se asomó a un portalón el joven teniente don Vicente Merino Jarpa, que por sus dos apellidos es arribano, es decir, ladino; y observando la embarcación peruana un poco sentada de popa, gritó a González: «¿Qué va a hacer compañero? En esas cajas de aire caben por lo menos 80 libras de dinamita, y nadie las ha reconocido!».

Aceptó el oficial de guardia la discreta insinuación de su compañero de servicio y ordenó suspender la operación gritando en términos de mar: «Forte la iza del bote»; y se dirigió hacia la proa a tomar la venia del segundo jefe del buque, que en esa coyuntura lo era el teniente primero don Enrique Gutiérrez.

Mas no había hecho todavía el joven oficial la mitad de su camino en demanda de su diligencia, cuando sintió el estridente ruido del pito de metal del contramaestre, e instantáneamente una detonación espantosa que un marinero sobreviviente comparaba en Lima al estallido de «cuarenta cañonazos a un tiempo».

Como en el caso del Loa, todo había salido al paladar de los peruanos, recayendo la culpa exclusiva del desastre sobre la impericia, tenacidad o aturdimiento de los jefes chilenos. E igual cosa acontecía respecto de las embarcaciones de salvamento, porque o se hallaban estas en reparación sobre la cubierta (y esto dio tal vez pábulo al deseo de adquirir un nuevo bote) o fueron voladas por el terrífico estallido. Sólo quedó ilesa la canoa del comandante, y en ella lograron embarcarse hasta 29 de los 140 tripulantes de la náufraga goleta, la mayor parte oficiales e ingenieros. El capitán Ferrari que en el momento de la explosión se ocupaba en examinar tranquilamente a popa una ametralladora, rehusó noblemente, como el comandante Peña, salvarse en su propio bote, porque tal vez no quería sobrevivir a su responsabilidad.

El destrozado casco del buque chileno no tardó entre tanto sino dos minutos en hundirse (la mitad del tiempo del Loa); pero hallándose por fortuna solo en ocho brazas de agua, dejó en descubierto su arboladura y en ella se salvaron no menos de cuarenta infelices. El tope de guardia llamado Mellado había caído con el sacudón del buque, y hecho pedazos sobre la cubierta.

En cuanto al desgraciado Ferrari, sin desnudarse, se aferró de un madero; y como en ese momento hubiese una fuerte marejada, se le vio que era arrastrado hacia el norte. Ésta fue la última noticia que de él se tuvo. Los demás fueron salvados por embarcaciones peruanas que, dando pruebas de laudable humanidad, vinieron de la playa. Entre los últimos fue recobrado el aspirante don Melitón Guajardo, horriblemente herido pero que mejoró más tarde en Lima. Se contaba también en el número de los salvados al ingeniero 3.º del buque don Ángel Feites que había trabajado en el ferrocarril de la Oroya y hacía poco se había embarcado en Valparaíso.

Entre tanto, conducido el único bote salvado por el hábil teniente Merino que llevaba el timón, hizo rumbo con mar gruesa hacia los peñones de las Hormigas de tierra, esperando encontrar en su camino alguno de los buques chilenos que sostenían el bloqueo de la costa. Mientras hubo luz se vieron perseguidos a fusilazos por un bote que los peruanos tenían listo en el puerto, y después por las olas que encapillaba la canoa donde apenas era posible bogar por la apretura. Iban treinta en un bote hecho para cinco, el comandante y sus cuatro bogadores.

Después de mil angustias, a las diez de la noche y en medio de lóbrega oscuridad, el capitán Moraga que hacía la ronda de Ancón, divisó en la cumbre de una ola el bote náufrago, y aunque en el primer momento iban los marineros a hacerle fuego, presumiendo fuera un torpedo enemigo, a los gritos reconoció a sus compañeros y los recogió a su bordo cuando iban ya a sucumbir.

Se adelantó el capitán Moraga aquella noche a reconocer el sitio de la catástrofe, y no encontrando en la solitaria arboladura sino las pavesas del naufragio, regresó apresuradamente al Callao a cuyo punto llegaba a las seis de la mañana del martes 14 de septiembre y daba inmediatamente cuenta de lo sucedido al almirante:

«Jamás he visto un hombre más angustiado -nos escribía por esos días el emisario de la fatal noticia-. Me dio pena ver el inmenso sufrimiento que se pintó en su fisonomía, y cuando supo que casi todos los oficiales se habían salvado se limitó a exclamar:

-¡Loado sea Dios!».



¿Y no habría el país de exclamar de igual manera y a su vez, revistiéndose de más ruda entereza, al saber que los dos capitanes náufragos del Loa y de la Covadonga no habían sobrevivido a su fatal credulidad o desobediencia? Porque eso, probaba al menos que los marinos de Chile que no sabían cumplir con los deberes rutinarios de su puesto, sabían siquiera morir.

Sordo estremecimiento de horror sacudió las quillas de las naves de Chile, condenadas desde hacía seis meses a inglorioso bloqueo, de retos no contestados y de cobardes impunidades, al cundir la nueva de que fuera mensajero el capitán Moraga en la mañana del 14 de septiembre. No era aquella pequeña goleta ciertamente el barco más importante de la armada, pero era el más querido y acariciado por el país y su marina. No había sido comprado en arsenales extranjeros al precio de libras esterlinas, sino adquirido con fornidos brazos chilenos en el mar de nuestros hogares y a su vista, aparte de que su nombre estaba vinculado a todos los encuentros marítimos de las guerras de la república, desde el Papudo a Abtao, desde Punta gruesa a la Poza de Antofagasta, desde el desembarco de Pisagua a los bombardeos de Arica. Con excepción del Huáscar, su digno consorte, o tal vez tanto como él, la Virgen de Covadonga había sido la nave más batalladora del Pacífico.

Se reunió en consecuencia inmediatamente a bordo del barco almirante una junta de guerra para tomar una resolución suprema. Y, triste es recordarlo, se apareció allí como única resolución la voluntad del presidente de la república que había ordenado al almirante por cartas particulares no bombardear ninguna plaza enemiga sin su autorización previa. La idea de comprometer sus ensueños de paz preocupaba más intensamente el alma del señor Pinto que todas las emergencias y todas las justas iras de la guerra. A la verdad, el único de los comandantes de buque que estuvo por la acción inmediata y escarmentada fue el joven capitán de la Pilcomayo don Carlos Moraga. Se hizo esto público, y el mismo bizarro mozo nos lo escribió por esos días.

«En el acto -nos decía en efecto, el capitán Moraga desde Chancay, en carta del 13 de septiembre- ordenó el almirante la reunión de un consejo de jefes para acordar el temperamento que debía adoptarse.

Después de leernos el almirante las instrucciones que tenía, se procedió a deliberar. Yo opiné porque se bombardease en el acto, si posible fuera, toda la costa peruana, y me fundé para ello en la clase de hostilidades que los enemigos nos hacían. Yo considero plazas fortificadas no sólo las que tienen cañones sino también aquéllas que están defendidas por torpedos, armas tan terribles como traidoras.

En Chorrillos se nos ha hecho fuego hiriéndonos un hombre, en el Callao se nos echó a pique un buque con un torpedo traído de Ancón, en Chancay se nos echó a pique otro. ¿Puede haber vacilación en tomar una condigna represalia?».



La junta de guerra se atuvo sólo a las instrucciones del almirante, es decir, a las órdenes del señor Pinto, en consecuencia de las resoluciones acordadas de consultar a Santiago sobre el género y tiempo del castigo que se debía infligir al enemigo, se despachó aquel mismo día el veloz transporte Angamos a Arica. Y al hacer este buque su aparición en aquellas aguas en la mañana del 17 de septiembre, víspera de regocijos para la república, el telégrafo mudó los aprestos en luto. Aun los diarios más adictos a la administración tronaron contra el alto funcionario a quien voz universal y ya implacable acusaba de aquellos atentados sin castigo, de aquellas menguas sin reparación.

«Ha llegado -exclamaba La Patria de Valparaíso el día 20 de septiembre, al reaparecer después de las amortiguadas fiestas cívicas-, ha llegado la hora de la acción. Que cesen en Santiago los bailes y tertulias, los banquetes y las comidas de felicitación. Que la capital imite el noble ejemplo de este pueblo varonil; que todo el país se ponga de pie y no tenga sino una sola voz para exigir guerra enérgica, guerra de exterminio a fin de llegar pronto a la paz.

Si no lo hace, volvamos atrás; entreguemos todo el territorio conquistado; no pensemos más en expedición a Lima y resignémonos a soportar todo el rubor de nuestra vergüenza.

El país debe mostrarse a la altura de la situación y dejarse de vanas recriminaciones: haciéndolo no habrá gobierno que pueda oponerse a su voluntad soberana».



Y al día siguiente, entrando con voz de apremio en el coro de todas las condenaciones, ese mismo diario agregaba en su artículo de fondo del 21 de septiembre estas palabras de profunda pero acaso tardía sinceridad, bajo el rubro de «Deber y Responsabilidad»:

«La pérdida de nuestra gloriosa Covadonga ha producido, como es natural, una profunda indignación en los pueblos de Chile, indignación legítima y perfectamente motivada si se considera que hemos vuelto a ser víctimas de una celada de nuestros enemigos, casi a sabiendas.

Cuando ocurrió la pérdida del Loa, despedazado también por un torpedo peruano, la palabra oficial inculpó del siniestro al comandante de ese crucero. Hoy se pretende hacer exactamente lo mismo en cuanto a la Covadonga; mas no es fácil contar en esta vez con la inocente credulidad del público.

Lo cierto, lo que nadie ignora en Chile, es que llevamos perdidos tres buques, sin otra razón que las punibles omisiones o errores del jefe del Estado.

¿Qué órdenes se impartieron a la escuadra después del hundimiento del Loa?

Nadie lo ha sabido en el país, a pesar de las protestas y declaraciones del ministerio de entonces.

¿Y ahora qué se ha hecho?

Esto es lo que nos preguntamos todos con afán.

El fracaso de la Covadonga, ocurrido precisamente en momentos en que la opinión acusaba al presidente de haber estado tratando de negociar una paz inoportuna y absurda con los enemigos de Chile, ha venido a acentuar más las protestas repetidas del país contra la funesta credulidad de sus hombres públicos que ha sido y está siendo aún un manantial de contrariedades para la patria».



«El país -exclamaba por su parte el prudente Mercurio de Valparaíso del día 20, en un artículo de colaboración que llevaba con fecha de la víspera la firma del autor de esta historia-, el país al menos lo sabe, y sabrá valorizar todo lo que pasa. Pero las operaciones de la guerra, incluso el triste y vergonzoso tributo de los cien mil pesos de Chimbote, limosna vergonzante impuesta a nuestros gloriosos soldados por la insensatez gubernativa, taimada para la empresa de la guerra en grande, todo lo que pasaba puede trazarse física y moralmente al apetito voraz de una paz tan imposible como menguada... ¡Ah!, si pudiéramos hablar; si pudiéramos decir al país cómo se ha jugado con su honra, a su ejército el precio que se ha asignado a su sangre, a la marina cuál ha sido la tasa de su gloria... ¡y por quién otra vez como en la misión Lavalle, que fue un preludio de vergüenza oficial para esta guerra de dos años en que todo y casi todo ha sido hecho por el brazo del pueblo combatiente!...

Pero no nos anticipemos a la historia, que hoy por fortuna pisa la huella fresca todavía de los que delinquen y aun de los que tropiezan».



Y bien. La hora de la historia ha llegado, y se halla ésta en el deber imprescindible de ratificar todas sus apreciaciones y todos sus castigos, porque en los instantes en que todo eso se escribía y el país palpitaba de cólera, como el toro maniatado en el redil de la matanza, ponía su proa al Callao el aviso Angamos llevando la orden condicional de bombardeo de los puertos vecinos al Callao, precedida de una condición que iba a imponer al país una afrenta más terrible que la de las catástrofes, la afrenta del ridículo.

Por el rubor de la historia nacional quisiéramos cubrir con denso velo semejante incomprensible procedimiento en que presidente y gabinete fueron cómplices, pero dejamos encomendada a las tristes páginas de la diplomacia el consignar en sus helados documentos aquellos acuerdos que siquiera ahorran al narrador la fatiga y el dolor de recordarlos.

El Angamos se hallaba, en efecto, de regreso en el Callao el 21 de septiembre, habiéndole bastado una corta semana para ir y volver a Arica; y apenas había echado su ancla al costado del buque almirante, se destacaba de éste una embarcación con bandera de parlamento y entregaba al prefecto Astete, que había reemplazado el 5 de agosto al doctor Saavedra, la siguiente comunicación en la cual se había vaciado por entero la palabra y la responsabilidad presidencial de Chile:

«Comandancia en jefe de la escuadra.

Rada del Callao, septiembre 21 de 1880.

Señor:

Con motivo de la alevosa celada que ha ocasionado la pérdida de la goleta Covadonga en el puerto de Chancay, he recibido instrucciones de mi gobierno para bombardear los puertos de Chorrillos, Ancón y Chancay, si en el término de veinticuatro horas el gobierno del Perú no ha entregado a esta escuadra la corbeta Unión y el transporte Rimac.

Lo que digo a V. S. para los fines consiguientes, previniéndole que si mañana 22 del corriente, a las 12 m. no me han sido entregados los citados buques Unión y Rimac, se llevará a cabo el bombardeo de los puertos arriba nombrados, sin otra prevención.

Dios guarde a V. S.

Galvarino Riveros.

Señor jefe político y militar del Callao».



La respuesta del dictador, transmitida por el órgano del prefecto del Callao, su antiguo cómplice a bordo del Huáscar, no tardó en llegar a manos del contralmirante Riveros, y ella estaba concebida en los términos siguientes:

«Callao, septiembre 21 de 1880.

Señor jefe de las fuerzas navales de Chile, presentes en este puerto.

Señor:

Acuso a V. S. recibo de su nota de la fecha.

Mi gobierno, en cuyo conocimiento puse el contenido de su citada comunicación, es de sentir, que teniendo V. S. al frente y en las mismas aguas a los buques peruanos Unión y Rimac, puede V. S. venir a tomarlos, si le acomoda; y que el bombardeo de poblaciones indefensas como Chorrillos, Ancón y Chancay, es digno de la manera como Chile hace la guerra; sin que esto pueda tomarle al Perú de nuevo, pues se ha hecho ya fuego sobre Ancón, y Chancay fue bombardeado diariamente, antes de la destrucción de la Covadonga.

El hundimiento de esta nave, llamado por V. S. ‘alevosa celada’, no ha sido más que la condigna pena que reciben los salteadores en mar y en tierra: ser castigados por su propio crimen.

Queda de esta manera contestada la vergonzosa intimación de V. S., extrañando de mi parte, que debiendo merecer los quilates del noble corazón peruano, se haya avanzado a suponer que pudiera pasar por tan indigna propuesta.

De las naciones civilizadas y grandes en carácter, es luchar con lealtad, y no ensayar su saña con poblaciones desarmadas.

Honroso sería para V. S. avanzar sobre las fortalezas de esta plaza, y no hacer el simple papel de espectador, en el largo espacio de cinco meses transcurridos desde el establecimiento del bloqueo.

Dios guarde a V. S.

L. G. Astete».



Y como si los peruanos hubieran querido hacer más acervo su agravio y más intensa su despreciativa burla «a los salteadores» (¡oh, mengua!) que les pedían con empeño dos de sus buques por habernos echado a pique igual número de quillas, publicaban el mismo día el siguiente telegrama del ministro de la guerra al jefe militar de la plaza del Callao:

«Lima, 21 de septiembre de 1880.

(2 p. m.)

Señor prefecto y comandante general de armas del Callao:

En este momento se recibe el oficio de V. S., elevando la vergonzosa intimación del almirante chileno.

La destrucción del Covadonga, llamada por él ‘alevosa celada’, no ha sido sino la condigna pena que reciben los salteadores en mar y tierra: ser castigados por su propio crimen.

Conteste usted al almirante chileno que, teniendo al frente de las aguas mismas del Callao la Unión y el Rimac, venga a tomarlos si le acomoda; y que en cuanto al bombardeo de poblaciones indefensas, como Chorrillos, Ancón y Chancay, es digno de la manera como Chile hace la guerra; y que no puede tomarnos de nuevo, pues se ha hecho ya fuego sobre Ancón, y Chancay es bombardeado diariamente desde antes de la destrucción del Covadonga.

Rúbrica de S. S.

Villar».



Y fuera de esto, los peruanos, profundamente irritados con los destrozos que a esas mismas horas ejecutaba la división Lynch en el norte, destruyendo por la tea con insensato y contraproducente encarnizamiento propiedades de particulares y de neutrales que sólo podían tasarse por millones de pesos, no sólo acentuaban la insolencia de su provocación en sus notas oficiales, sino en los hechos. Durante dos noches sucesivas habían venido desde las baterías de la Punta a dar un asalto a nuestra guarnición de San Lorenzo, desembarcando en la madrugada del 16 de septiembre 200 hombres y presentándose en la noche del 17 al derredor de la isla una verdadera flotilla de lanchas al mando del comandante don Manuel Antonio Villavicencio.

En una y otra ocasión los asaltantes habían sido rechazados por la guarnición de la isla compuesta de 75 soldados de la Artillería de marina que comandaba el oficial don Pío Guerrero y el antiguo y bravo sargento de la Covadonga (ahora subteniente) don Ramón Olave. Las lanchas a vapor Princesa Luisa (comandante R. Osorio) y la Fresia (comandante R. Amengual) tomaron parte principal en estos combates nocturnos, cañoneando la flotilla sutil de los peruanos y dispersándola. En el último de aquellos encuentros el bizarro teniente Amengual se metió en medio de las lanchas enemigas y las ahuyentó con el botalón de su torpedo, recibiendo uno de sus tripulantes llamado Castillo mortal herida de rifle. Por fortuna de los tripulantes peruanos, el torpedo de la Fresia en dos ocasiones no dio fuego.

Tres días más tarde y antes del regreso del Angamos con su singular notificación de trueque de buques echados a pique por buques a flote, la guarnición peruana de Chancay había hecho también fuego sobre las lanchas de la Pilcomayo que se ocupaban en buscar y extraer del fondo de la náufraga Covadonga, su ametralladora, sus cañones y parte de su armamento menor.

Después de la arrogante cuanto insolente y provocadora respuesta del dictador y de su lugarteniente del Callao, reagravada por los actos anteriores, no quedaba al almirante otra alternativa que la de formular la renuncia de su puesto o cumplir las tímidas y potestativas instrucciones de la Moneda, y a esto último se dispuso, ordenando que simultáneamente se ejecutase el día 22 de septiembre el bombardeo de todas las caletas y puertos peruanos en el orden siguiente:

«El Cochrane, acompañado del Toltén, buquecillo que sostenía el bloqueo de Chorrillos, bombardearía este puerto.

El Blanco y la Princesa Luisa se dirigirían con igual propósito a la playa de Ancón, y la Pilcomayo verificaría a la misma hora el bombardeo de Chancay».



Conforme a estas órdenes, cumplidas con evidente desgano por el almirante y sus principales lugartenientes, y desoyendo una protesta colectiva del cuerpo diplomático de Lima sobre el bombardeo de plazas indefensas, los buques designados se encontraron en sus puestos antes de las doce del día 22, y rompieron sus fuegos, el Cochrane sobre Chorrillos a las 12 y 10 del medio día, el Blanco algo más temprano y la Pilcomayo en el intermedio.

Duró aquel ataque, a que los enemigos sólo respondieron en la primera de las ciudades agredidas, cerca de cinco horas, y con tan poco efecto, que habiendo arrojado los buques chilenos cerca de mil quintales de hierro sobre aquellas poblaciones construidas de delgada caña, no se produjo ningún incendio ni siquiera causaron averías de consideración. El Cochrane se había colocado, por recelo de los torpedos, tras el morro Solar, y tirando por elevación (mientras el Toltén por medio de señales rectificaba sus punterías) logró poner sólo 13 de sus proyectiles dentro de la ciudad sin dañarla, extraviando 73 disparos en el campo. En cambio, el dictador que, trasnochado en la noche precedente, había improvisado dos baterías de piezas Krupp, la una en el morro Solar y la otra en el Salto (Asalto del Fraile -decía el jefe de ella, don Guillermo Yáñez) mantuvieron nutrido fuego sobre el blindado a la distancia de 4.000 metros, y aun lograron meterle un proyectil en su costado.

A las cinco de la tarde aquel triste, ineficaz y sobre todo tardío simulacro, que había carecido de su principal justificativo, la instantaneidad como represión, como castigo, y como enmienda, había terminado por completo, y nuestros barcos, como si hubiesen sido humillados por ingloriosa tarea, volvían lentamente a su fondeadero, después de haber arrojado inútilmente a la playa enemiga 424 bombas desde el calibre de 70 al de 250, en esta forma. El Cochrane 84, el Blanco 140 y la Pilcomayo 100: unas cuarenta o cincuenta toneladas de metal y un centenar de barriles de pólvora para abrir algunos agujeros en la caña de Guayaquil de las ciudades de baños del litoral de Lima.

Chorrillos, el Barranco y Miraflores habían escapado ilesos, cual si estuviera escrito que implacable destino los reservaba intactos para más horrenda y fatal hecatombe.

Los bombardeos decretados tímida y tardíamente por la Moneda fueron de esta suerte no sólo completamente ineficaces en su ejecución, sino que contribuyeron no poco a aumentar la soberbia del dictador, que a esas horas andaba, por otra parte, solicitado en tratos de paz por agentes que habían venido de Chile tomando el nombre de su gobierno como promotor de imposibles avenimientos. Y en consecuencia de todo lo que pasaba y que no podía ser más desdoroso para nuestro prestigio alcanzado en tan duras pruebas, las operaciones marítimas del bloqueo comenzaron a languidecer de una manera lamentable. De cuando en cuando nuestras lanchas a vapor se dirigían hacia el fondo de la bahía a perturbar el sueño de las guarniciones de las baterías disparando al aire cohetes Hall, pero sin más resultado que el entretenimiento recíproco de los soldados y los marinos: cohetes contra cohetes. Se había en otro sentido, después de los ataques nocturnos de mediados de septiembre, intentado fortificar la isla de San Lorenzo, y al efecto el transporte Barnard Castle condujo de Valparaíso cañones y albañiles; pero aquellos jamás fueron sacados de su bodega, se les tuvo varios días atareados en erigir un monumento fúnebre de cal y ladrillo a los que habían perecido en el bloqueo... ¿Y por ventura no habría sido de mayor acierto consagrarlo a la memoria de los errores, que por culpas más de ajenos que de propios, habían convertido el soporífero bloqueo del Callao en uno de los medios más poderosos de armamento y resistencia ulterior para el enemigo?

A la verdad, el bloqueo del Callao que había durado ya cerca de seis meses y que en manera alguna había evitado que el Perú se armase y ni siquiera que Lima viviese con desahogo y aun con esplendor, nos costaba la pérdida de doscientas vidas, un transporte valorizado en medio millón de pesos, un barco que no admitía tasación posible en dinero, una valiosa lancha cañonera, unas cuantas toneladas de proyectiles, innumerables cargamentos de carbón, el tedio moral de la escuadra, el menoscabo de la salud de sus tripulaciones, la continua zozobra de los torpedos, uno de los cuales cargado con trescientos quintales de pólvora reventó cerca del Cochrane en la mañana del 10 de octubre; el deterioro de todos nuestros buques, especialmente el del Huáscar, que había regresado a Chile a componerse y el del Blanco que recorrían los buzos en su propio fondeadero, y por encima de todos estos daños, las humillaciones que en este capítulo dejamos recordadas: tal era el sucinto epítome de la vida y el fruto del bloqueo del Callao, sin contar la impunidad con que de todas partes llegaban a las caletas y puertos del Perú víveres y armamentos.

Por otra parte, y gracias a la parsimonia con que ha sido costumbre atender a las necesidades de nuestra marina desde los tiempos del gobernador marítimo don Luis de la Cruz que ordenaba entregar a Lord Cochrane «medio cable» cuando el último pedía un calabrote, las tripulaciones enfermas, descontentas y desalentadas se hallaban insuficientemente provistas para su duro servicio.

«Da risa -escribía un marino del Blanco, en los últimos días de octubre y cuando el bloqueo estaba en su séptimo mes-, da risa oír por las tardes al guardián dar la voz de ‘¡vestirse de abrigo!’ y quedar tanto o menos abrigado que en el día, según cual haya sido la librea que hayan tenido puesta.

Muchos he visto hacer su servicio con camiseta y blusa de dril. Así, no es extraño que el número de enfermos en los blindados fluctúe entre 12 y 20, y aun suba a 25, pues no son pocos los catarros y reumatismos que se agarran con motivo del cambio brusco de temperatura entre el día y la noche y de las perpetuas neblinas y frescos terrales.

También deja mucho que desear la alimentación, la cual no es de las más a propósito para mantener la salud y el vigor de la gente de mar. En estaciones tan largas como ésta (no se puede dar otro nombre) convendría dar más raciones frescas que secas; pero aquí rara vez toman las primeras, y su alimento diario consiste en charqui, carne salada, porotos, pan o galleta y la chica de aguardiente. Ya que estamos de estación en San Lorenzo, debería haber frecuentemente bueyes para dar a la gente por lo menos dos veces a la semana ración fresca y guardar el charqui y carne salada para cuando se tiene que hacer un largo viaje en que es difícil llevar animales; pero sucede que aquí se carece hasta de las papas y cebollas...».



Tal era el bloqueo del Callao en las postrimerías del mes de octubre, y tales habían sido en épocas anteriores los bloqueos de Iquique y de Arica y lo continúa siendo hasta hoy (después de tres años con corta diferencia) el bloqueo de Mollendo. Pero si sus frutos habían sido escasos y aun negativos, había que admirar en ellos la laudable paciencia, la constancia inquebrantable, la resignación de verdaderos santos que hacía a nuestros marinos y a su digno jefe aguantarse meses de meses sobre el puente de sus naves, sin dormir, casi sin comer, pasando una estación en pos de otra, el otoño, el invierno, la primavera y el estío, en indecibles zozobras, siendo para ellos y especialmente para el almirante cuya escasez de salud era notoria, asunto de regocijo y aun de lujo, poderse desnudar de cuando en cuando para reparar sus fuerzas después de las veladas y de los torpedos.

Por fortuna, el estado de las cosas iba a cambiar radicalmente haciendo aparecer en el plomizo horizonte del mar, algo que sólo los que en su elemento viven alcanzan a comprender -la esperanza- luz de un faro invisible que guía los pechos y las quillas a lo único que se apetece de veras e intensamente en las guerras, al desenlace.

En la medianía de octubre se sabía en efecto que el ministro de la guerra en campaña, señor Vergara, acompañado de un grupo de generales había llegado a Arica el 10 de ese mes; y citado al almirante Riveros a una conferencia en ese puerto, iba y volvía en el transporte Carlos Roberto, instalándose en el Callao el 16 de octubre para ejecutar operaciones que serían al fin el principio del fin.

No se precipitaría el último, sin embargo, a su cauce natural con toda la energía de una evolución final sino después de pruebas y dolores de otro género, conocidos en la república y en la historia con los nombres de la «Misión Christiancy» y la «Expedición Lynch», a cuyo desarrollo, duro pero ineludible deber nos obliga a consagrar algunas páginas antes de narrar las grandes, gloriosas y definitivas jornadas de la guerra.




ArribaAbajoCapítulo XIV

La paz de Arica


Una de las benéficas modificaciones que la civilización y el derecho moderno han impuesto a la guerra es sin duda la de los «buenos oficios» de amistad de las potencias neutrales y amigas, sea para evitar en tiempo los rompimientos armados, sea para mitigar los desmanes de la guerra, de suyo violentos y en ocasiones bárbaros, sea para poner término, acechando la ocasión oportuna, a sangrienta y prolongada lucha de pueblos o de ejércitos.

Y esto fue precisamente lo que aconteció desde las primeras horas en la guerra entre Chile y las repúblicas aliadas del Pacífico, anticipándose, según su costumbre, la poderosa, comedida e influyente Inglaterra a ofrecer a nombre de su amistad, en las apariencias, y en el fondo, de sus vastos intereses mercantiles comprometidos, su mediación oficiosa a los beligerantes.

Tuvo este acto diplomático lugar antes que de hecho estallase la guerra con el Perú, elevando el ministro de S. M. B. Saint-John el 24 de abril de 1879 al gabinete de Lima una nota llena de moderación encaminada a interponer únicamente sus buenos oficios en hora oportuna. Pero el ministro Irigoyen, rebosando de infatuación y de odio, tuvo a bien no darle curso, contestando al benévolo agente de la reina que no le era dable aceptar la oficiosidad de terceros, desde que Chile fundaba su agresión contra Bolivia en un principio de usurpación, y a esas horas había dado ya comienzo a la guerra con actos que revestían un carácter de barbarie, cual habían sido, en su concepto, los bombardeos de Pisagua, Huanillos y Pabellón de Pica.

Esta respuesta puso término al primer propósito de ofrecimiento, no propiamente de una mediación, que es acto internacional harto grave, sino de los simples buenos oficios de una caballerosa y desinteresada cordialidad entre amigos:

«Los buenos oficios -decía el ministro de Relaciones Exteriores de la reina Victoria, Lord Granville, en un célebre despacho al embajador de Prusia en Londres, el conde de Bernstorff, cuando París se hallaba ya asediado por Moltke y por Bismark el 21 de octubre de 1870-, los buenos oficios (good offices) de un gobierno pueden ser benévolos, mas no así la mediación».



Conviene por tanto tener entendido que lo que la Gran Bretaña ofrecía no era su mediación sino simplemente sus buenos oficios, y esto era lo que de derecho y nada más le correspondía.

El gobierno de Chile no aceptó tampoco, por su parte, el ofrecimiento de pacificación de S. M. B., porque ya la guerra estaba entablada de hecho, y los buenos oficios tienen cabida, por lo común, como en los casos del duelo privado, sólo antes de la consumación del lance. E igual respuesta dio el gabinete de Santiago a los plausibles actos de fraternidad americana dirigidos al mismo propósito que en los primeros meses de la guerra, de abril a junio, tuvieron a bien manifestarle los gabinetes de Bogotá y de Quito, el primero por conducto de su encargado de negocios en Chile, el apreciable caballero don Ricardo de Francisco y enseguida por su ministro especial el señor Arosemena; y el último, acreditando como ministro plenipotenciario ad hoc al general Urbina, uno de los veteranos de su independencia.

Mas, trabada la acción bélica y ejecutados los peligrosos bombardeos de puertos y caletas industriales a que se entregó el almirante Williams en las costas de Tarapacá, sin prever consecuencias diplomáticas ni nuestro propio negocio futuro, comenzaron a surgir en las cancillerías europeas, y especialmente en la de San James, que era la más directamente interesada y damnificada, veleidades no ya de buenos oficios, que no cabían en el estado de las operaciones de la guerra, sino de mediación positiva, lo que era harto más trascendental y ominoso para las aspiraciones de Chile.

El sábado 3 de mayo de 1879 se presentaron, en efecto, en el despacho del conde de Salisbury, ministro de Relaciones Exteriores de la reina en el gabinete que el año precedente había formado el conocido y ya difunto Disraeli, hombre sagaz pero dado a turbulencias diplomáticas, varios comerciantes de fuste a reclamar contra los actos bélicos de Chile, ejecutados en marzo y abril en las costas contra los intereses semibritánicos del departamento de Tarapacá.

La diputación de mercaderes y capitalistas que resueltamente solicitaba la acción directa del gobierno inglés para sujetar la mano y aun el cañón de Chile con el brazo y el cañón inglés, presidida por los señores Jorge Browne, de Glasgow, y H. W. Lowe, de Londres, solicitó del noble lord por conducto de su subsecretario Mr. Bourke, en aquella conferencia, entre otras cosas de menor cuantía, lo siguiente que era de considerable y significativa entidad:

«1.º Que el gobierno británico requiriese al de Chile para que permitiera la reconstrucción de las máquinas y muelles que sus buques habían destruido en las costas del Perú, especialmente en Pabellón de Pica y en Huanillos;

2.º Que no se interrumpiese el embarque de huano en esos muelles, y de ninguna manera el carguío de los buques británicos que ahora se hallan en esas costas;

3.º Que el gobierno inglés reclamase del de Chile el pago de los daños y perjuicios causados a los armadores británicos por la destrucción de dichas máquinas y muelles en los depósitos de huano, y por haber impedido, en consecuencia, que completaran su cargamento los buques ocupados en este tráfico».



Como de costumbre, los negociantes ingleses, que ante todo son gentes prácticas y no hablan jamás a secas, solicitaron que el almirantazgo enviara al Pacífico suficientes cañones para hacerse oír.

El Times del 6 de mayo de 1879, dando cuenta de la entrevista de los «damnificados de Tarapacá», agregaba en efecto, que entre las conclusiones que aquéllos habían sometido a su gobierno, figuraba la siguiente:

«4.º Que haya en las costas de Chile y del Perú una fuerza suficiente para proteger como se debe los intereses de los armadores ingleses».



Estas manifestaciones sordamente desfavorables, si no abiertamente hostiles a Chile, comenzaron a tomar cuerpo poco a poco en la prensa y en los actos de los gobiernos europeos, y con rápido crecimiento en la prensa y en las esperanzas de nuestros enemigos. Se hablaba en verdad y se telegrafiaba con frecuencia en Berlín, en Roma, en París y especialmente en Londres, a propósito de una «intervención colectiva» (joint action), como la de la Santa Alianza de 1823, en la guerra del Pacífico, guerra incómoda, tasada por peniques, y que tanta perturbación llevaba diariamente a los escritorios de comercio de aquellos países exportadores.

Se veía al mismo tiempo llegar a nuestros puertos y a los del Perú una verdadera flota de barcos de guerra, y mientras esto se divisaba a la distancia, los diarios de Lima se complacían en anunciar, a la llegada de cada paquete de Panamá, que la hora del castigo de Chile, por ajena mano, iba a llegar.

Y en efecto, era cosa fuera de toda duda que el ministerio «Tory», que presidía en la calle de Downing el inquieto israelita Disraeli, eterno perturbador de Europa y del universo, miraba con enfado a Chile y meditaba bajo influencias y presiones poderosas la manera cómo sujetarle el brazo antes que nuestras gloriosas bayonetas descerrajaran en Pisagua las puertas del imperio del huano y del salitre, sustancias hipotecadas o semihipotecadas por los peruanos al inglés.

Se llegó, a la verdad, en esa época (julio de 1879) hasta decir en voz baja que el gobierno de la reina acumulaba en sus pontones del Pacífico ingentes cantidades de víveres, carbón y pertrechos navales y militares, en prevención de futuras y tal vez próximas eventualidades.

Es este lugar oportuno para decir que esos rumores, ciertos o exagerados, ejercieron cierta influencia positiva en los acontecimientos internacionales, que fueron a tener un año más tarde tan desairado desenlace a bordo de la corbeta Lackawanna; porque por esos días (julio de 1879) venía de viaje de Nueva York para Chile en el vapor de Panamá un coronel norteamericano, entusiasta admirador de nuestro suelo; y éste creyó entrever en las conversaciones que a bordo tuvo con un oficial de la marina inglesa, el teniente E., (que por aquella vía venía a juntarse a su bandera) el peligro inminente de una coalición europea contra Chile, o al menos contra la guerra que habíamos emprendido sin éxito y sin prestigio hasta ese momento. Recuérdese que julio fue el mes del Rimac...

En consecuencia, cuando aquel paquete inglés entró de subida a Guayaquil, el coronel F..., a quien nos referimos, escribió desde esa ciudad al subsecretario de Relaciones Exteriores de Washington Mr. Federico Seward, hijo del eminente estadista de este nombre, una carta fecha 13 y 14 de julio (carta que hemos visto) en la que le participaba sus temores sobre la intervención de los europeos en los negocios domésticos de la América, lo cual, a su juicio, lesionaba a claras vistas una doctrina internacional intermitente y acomodaticia, pero que los americanos del norte han mantenido de vez en cuando como una teoría de gobierno propia: «la doctrina Monroe».- America for the americans.

Las revelaciones y alarmas del comedido comisario bostonense estaban principalmente fundadas en las noticias secretas e indiscretas del teniente E... Y hora fueran éstas de grave y urgente carácter como lo parecían, ora fuese sólo arranque de generosa zozobra, es lo cierto que por esos días, coincidiendo las fechas con los avisos enviados desde Guayaquil, comenzó a sentirse algún movimiento en el gabinete de Washington, dirigido a cruzar los planes que se atribuían a las naciones rivales de su comercio en el otro lado del océano.

«De buen origen se anuncia -decía a este propósito una correspondencia semioficial dirigida al Heraldo de Nueva York el 16 de agosto del año último- que nuestro gobierno ha enviado instrucciones al ministro Christianey, en Lima, y al ministro Thomas A. Osborn, en Santiago de Chile, a fin de que comuniquen a los gobiernos cerca de los cuales están acreditados, que el de los Estados Unidos siente profundamente el rompimiento desgraciado de las buenas relaciones entre Chile y el Perú que ha conducido a las dos naciones a hacerse la guerra; y que, aun cuando nuestro gobierno no desea interponer su mediación, sin embargo, siendo mucho su anhelo por la paz y la prosperidad de ambos países, está dispuesto, si lo desean mutuamente, a interponer sus buenos oficios, a fin de conseguir un arreglo honorable de las diferencias entre los dos gobiernos beligerantes, cuando quiera que ellos indiquen que aceptan esos servicios».



Según en diversos pasajes de esta historia lo tenemos recordado, a título de lealtad, ignoramos entonces y continuamos ignorándolo hasta el presente, cual fuera el rumbo diplomático que aquellas insinuaciones, no poco osadas de parte del alto comercio inglés, recibieron de su gobierno y del nuestro propio, porque, como lo tenemos declarado, de propósito nos hemos abstenido siempre de levantar siquiera (pudiéndolo) la tapa superior de la carpeta que guarda nuestros secretos diplomáticos, dejando intacto este depósito para futuros historiadores, y dirigiéndonos sólo por lo que la prensa y las revelaciones parlamentarias, hechas públicas, han venido poniendo en transparencia. Pero se dijo entonces que desde agosto de 1879, a virtud tal vez de las sugestiones interesadas de Lord Salisbury, o más bien por el celo monroano que ellas despertaron en el ánimo susceptible del gobierno de Washington, acostumbrado a saltar sobre la brecha en todo negocio en que cupiera participación directa o indirecta al Nuevo Mundo, insinuó por su parte y en aquella época temprana de la guerra sus buenos oficios para moderarla o acercarla a una solución americana, con prescindencia absoluta de los influjos europeos puestos en juego por los peruanos o los ingleses. Sobre este particular, todo lo que por hoy se sabe, es que cada vez que el honorable representante de los Estados Unidos en Chile Mr. Thomas A. Osborn, caballero leal y sagaz, se acercaba en aquel tiempo ya remoto (en las postrimerías de 1879) al honorable señor Amunátegui, ministro de relaciones exteriores de Chile, con el objeto de hablarle de paz, encontraba en éste distinguido hombre público blanda y cariñosa acogida. Eso iba de molde al carácter personal de aquel funcionario, de suyo tranquilo, acomodaticio, enemigo de ruidos y por naturaleza bondadoso.

Mas vinieron una en pos de otra nuestras victorias; y éstas, si no crean derechos, como alguien ha dicho, crean siempre respetos, porque desde entonces los gabinetes europeos comenzaron a desilusionarse de la eficacia y oportunidad de su joint action, y parecían dispuestos a dejarnos expedito el camino y la repartición de los ricos fósiles conquistados con nuestra sangre, entre sus súbditos acreedores hipotecarios del suelo redimido.

Hubo, por consiguiente, una tregua internacional de más de seis meses de duración, desde Pisagua a Tacna, en toda la línea de la presión diplomática sobre nuestras operaciones: era la tregua de la victoria.

El gobierno de Estados Unidos, egoísta como su raza, terco como su poder, desafecto a complicaciones internacionales en razón de su propio orgullo, no menos de los sanos consejos de una tradición que remonta hasta Jorge Washington, fundador de la República, no se había sentido dispuesto a entrometerse en las querellas de las revueltas naciones hispanoamericanas, por las cuales ha manifestado siempre un estudioso desdén, al punto de que para reconocer su independencia, su gobierno fue llevado a remolque por el de Inglaterra. Canning arrastró a Clay.

Mas, tentado ahora por las sugestiones europeas, se dejaba deslizar lentamente en el camino de una intervención amistosa, si bien casi desinteresada de influencias políticas y especialmente mercantiles. Y tan cierto era el desgano que aquejaba a aquel gobierno por envolverse en la guerra del Pacífico, bajo cualquier concepto, que habiendo venido a Chile por el mes de junio de 1879 un personaje diplomático y soltado éste algunas palabras ambiguas de intervención o protesta, recibió explícito rechazo de su gobierno. Este primer heraldo de las intrigas que han ido después en creces, y que tienen su asiento más en los escritorios de caoba de Nueva York que bajo la cúpula del capitolio de Washington, se llamaba Mr. Peters, e iba a su patria en viaje desde Bolivia, donde había sido ministro de su patria.

Ajustándose a estos antecedentes, el director de la política internacional de los Estados Unidos, Mr. Evarts, traducía neta y honradamente su pensamiento en instrucciones que han llegado hasta nosotros de una manera privada y sólo como fragmentos, careciendo por tanto de fecha, si bien su autenticidad se halla perfectamente comprobada.

«Debo manifestar -decía en efecto Mr. Evarts a sus representantes en Lima y en Santiago-, debo manifestar a usted mi aprobación de sus ideas, expresadas en la forma que usted me indica con respecto a la actual guerra entre Chile y el Perú, como asimismo sobre la posibilidad de una mediación por parte de este gobierno una vez que esta fuese solicitada por parte de los beligerantes con el propósito de una arbitración pacífica y honorable. Hace algunos meses y en contestación a las indicaciones de la Gran Bretaña y Alemania sobre esta misma materia, este gobierno contestó explícitamente que consideraría una medida semejante como intempestiva en aquel momento y que no tomaría parte en una intervención cualquiera que pudiese menoscabar los derechos de los beligerantes.

H. de la C. de Lima».



Se veía en estas graves palabras, de cuya autenticidad respondió ante el Congreso el autor de esta historia en la hora oportuna, confirmado con un alto e irrecusable testimonio cuanto hemos venido diciendo respecto de la intentada coalición (joint action) de la Alemania, de la Gran Bretaña y tal vez en secreto de la Italia y de la República Francesa, en nuestros negocios domésticos. Era aquello asunto de mano levantada, en tales empresas hombres como Bismark, Disraeli y aun Gambetta necesitan sólo de una guiñada para ponerse de acuerdo.

Cierto es que entre un año y otro año, de 1879 a 1880, desde el mes del Rimac al mes de Tacna y Arica, habían surgido para el viejo mundo nuestros gloriosos éxitos militares, y respecto de los Estados Unidos se había acentuado con hechos y protestas el plan de los europeos de hacer de Panamá una compuerta del viejo mundo dejada en manos y a su arbitrio, plan de invasión mercantil que, como el nivel de las aguas desposeería a la América del norte de la visible influencia que ejercita en su desencuadernada consorte de mediodía. Pero sea como sea, el gabinete de Washington resucitó en provecho propio y el de Chile la doctrina Monroe (la misma por la cual 15 años atrás metieron a la cárcel de Nueva York al que esto escribe); y sea por el canal de Balboa, sea por el desfiladero de Monroe, los Estados Unidos hicieron a Chile un servicio positivo que obliga a perpetuidad todo honrado reconocimiento.

A la verdad, el probo y circunspecto Mr. Evarts había ido aun más lejos, porque habiendo tenido noticias de las veleidades de intervención de que hablara a su paso por Santiago el ya mencionado Mr. Peters, lo desautorizó por completo en la nota tan caballeresca como honrada de que venimos haciendo mérito.

«La visita de Mr. P... -decía el canciller americano en el despacho citado- fue enteramente sin autorización por parte de su gobierno, y tengo entendido que el carácter no oficial de sus esfuerzos ha sido plenamente conocido por los gabinetes de las tres potencias. La relación que hace este señor de sus entrevistas con los señores ministros de relaciones exteriores del Perú y Chile hace imposible creer que su lenguaje pudo haber sido recibido como abrigando una amenaza por parte de los Estados Unidos hacia cualquiera de los tres y mucho menos contra Chile».



«En el caso que usted encuentre -agregaba Mr. Evarts más adelante a su representante en Chile- que exista en los círculos oficiales de ese país cualquiera idea desfavorable nacida de los dichos o hechos del señor P..., podrá usted, si así le pareciere, robustecer sus manifestaciones, asegurándoles que este gobierno ni intenta, ni propone unirse a movimiento alguno en el sentido de una intervención amigable, a menos que no sea evidente que los deseos de todos los interesados en la lucha son en favor de tal medida y en obsequio de la paz».



Se echa de ver a la distancia de leguas la extremada y tradicional cautela con que el conductor de la política internacional de los Estados Unidos, hombre anciano, docto y prudentísimo, pone la mano en la llaga de la guerra, a fuer de experto cirujano. Pero ese procedimiento no es enteramente personal en el manejo de las relaciones diplomáticas de la Gran República. Al contrario: los americanos del norte acarician como un dogma sagrado el sabio consejo de Washington en su Farewell Adress, testamento político de aquel grande hombre, en que aconseja a sus compatriotas, con el sagaz y previsor egoísmo de su raza, no mezclarse jamás en cosa ajena que, cual más cual menos, resultará siempre en pleitos de casados...

«No entangling alliances», es el principio que modera en los consejos del Potomac los ímpetus de la doctrina Monroe y la encierra casi siempre dentro de los fríos límites de un pliego de papel, jamás en la recámara de un cañón, ni siquiera en el cilindro de un revólver. ¡Alianzas con nadie! Ésa ha sido la divisa permanente de la Unión del Norte, y como consecuencia su egoísta pero sabio retraimiento internacional de los demás pueblos de la tierra, con excepción de aquéllos cuya inmediata y dócil comunicación está en sus intereses explotar. Y en comprobación de todo esto y con conocida mala gana el ministro Evarts terminaba su nota, que entendemos es de agosto de 1879, ofreciendo su condicionalísima y solicitada mediación en los fríos términos que pasamos a copiar de un despacho reservado:

«En el caso de que exista semejante deseo para verificar un arreglo de la disputa y ese plan se limite a pedir los buenos oficios de los Estados Unidos por sí solos, sobre una base racional de arbitración de todas o una parte de las causas de las diferencias, está usted autorizado para desempeñar los servicios de este gobierno para su inmediata y seria consideración, con el fin de hacer uso de todos sus esfuerzos para lograr la paz».



Mas para desdicha de Chile, que a virtud de su tradicional perenne fortuna avivaba la desabrida, mezquina y recelosa acción del gobierno norteamericano, sobrevino una circunstancia de orden privado pero en sí mismo tierno y elevado que sería parte en no pequeño grado para precipitar los vacilantes deseos de la política del Potomac a la funesta gestión tripartita llamada de la Lackawana, que tuvo a bordo de ese buque un desenlace aparente y de actualidad, pero dejó vivas las heces que engendraría más tarde la levadura de funestos apetitos. Y vamos a narrar, poniendo a tributo nuestros recuerdos íntimos, pero ya consagrados oportunamente en el papel, la manera como aquello tuvo lugar.

Era el representante de los Estados Unidos en Chile desde 1876 el honorable Thomas A. Osborn, uno de esos hombres que todo lo deben a sí propios y hacen de esa suerte el mayor elogio posible de su carácter y de su raza. Hijo, como Lincoln, como Grant, como Garfield, como Hayes, como el mismo Mr. Christiancy y probablemente como Mr. Adams, sus colegas futuros en la Lackawana, de un simple campesino (farmer) de Pensilvania, Mr. Osborn, a la edad de veintiún años había abandonado esa comunidad rica y culta para hacerse colono de la en aquella época no remota (1857) semi-salvaje Kansas. Y, cosa digna de ser tomada en cuenta en nuestro país en que la juventud de los hombres públicos es óbice constante a sus servicios y a su engrandecimiento, a los dos años de estadía en su ciudad adoptiva de Elwood, el joven emigrado de Pensilvania era electo senador a los 23 años de edad, y enseguida, durante la guerra civil, presidente de esa corporación. En 1862 era nombrado teniente gobernador, y en 1864 gobernador del Estado.

Cuando el emigrante de Pensilvania presidía el senado de Kansas había cumplido apenas 23 años; cuando gobernaba el Estado como vicegobernador 26, y cuando fue propietario, por elección directa, tenía 28 años porque había nacido en Meadville por octubre de 1836. En los Estados Unidos la electricidad es la fuerza universal de la dinámica material, y la juventud, electricidad de la vida, es la fuerza impulsiva del mundo moral en todos sus sublimes giros.

Alistado en el partido republicano que acaba de triunfar con Garfield y con Arthur en la Unión del Norte, amigo personal de Lincoln, que le ayudó con su palabra en los campos y en las aldeas del naciente Estado, antes de ser presidente de la Unión; reelecto gobernador de Kansas en 1874 por una mayoría que equivalía casi a la unanimidad, y poderoso cooperador político en la elección del presidente Hayes, le ofreció este, apenas subió al supremo poder ejecutivo en 1876, la tranquila y codiciada legación de Chile, a cuyo país vimos llegar al simpático emisario por el mes de agosto del año subsiguiente.

Desde entonces el honorable Mr. Osborn, acompañado por una esposa joven, bella y madre de una encantadora criatura, vivió entre sus compatriotas y entre los chilenos rodeado de igual respeto, por su cortesía, su republicana franqueza, su noble porte como amigo y como funcionario.

Pero el viaje, la ausencia y el cambio súbito de clima y lo que los franceses llaman con propiedad pero sin definirlo -le mal de la patrie-, afectó en breve profundamente la delicada complexión de la afectuosa y amada compañera del delegado americano, situación que vino a agravar un accidente casual ocurrido en el verano que precedió a la guerra en el Hotel de Viña del Mar.

Preocupado con esta doble dolencia del físico y del alma, el noble ministro solicitó del presidente Hayes un corto permiso para conducir a su esposa a los aires nativos, geniales a su índole; y el adiós de esa partida tuvo lugar en el Hotel Inglés de Santiago el 17 de marzo de 1879, cuando la guerra con el Perú aún no era sino un peligro.

Se embarcó en consecuencia el honorable Mr. Osborn con su dulce compañera el 4 de abril en Valparaíso, rumbo de Panamá. Pero un fatal cablegrama de su gobierno le atajó de súbito en Iquique, y tuvo el dolor de ver partir a su esposa, delicada y enferma sin más compañía que la de un tierno niño, en guerrera costa y por mal sanos climas.

Con sorpresa, pero no sin placer, todos los amigos de Mr. Osborn le vieron de regreso en Santiago a fines de abril. El gabinete de Washington le ordenaba perentoriamente no abandonar su puesto en el Pacífico hasta la conclusión definitiva de la guerra, fuera por larga tregua, fuera por la paz de hecho o de derecho.

Pero el amor no sólo tiene ingenio sino alas, y como Miguel Ángel, el inquieto ministro, cautivo en la lejana ciudad, pudo decir, pensando en sus floridos bosques de Elwood de Kansas:

«Chi ama qual chi muore

Non ha da gire al ciel dal Monde altr’ale».



Forjó en consecuencia el ministro prisionero en Chile en su alma y en su pensamiento, estas dos alas de la vida, un plan ingenioso para escaparse, siquiera por breves días, siquiera volando, al apartado nido.

Había en efecto, según vimos, intimado al ministro viudo el severo Mr. Evarts, cuyo rugoso rostro a nosotros mismo nos puso respeto cuando fue nuestro abogado contra la «Doctrina de Monroe» en 1866, que no le sería lícito levantar su tienda de peregrino en Chile sino cuando la guerra del Pacífico hubiese tenido una solución cualquiera; y en consecuencia todos los anhelos del cautivo se encaminaron a procurar aquella paz que era la propia suya. Por esto dijimos antes que en este negocio de la Lackawana había como origen una historia interna del corazón, rey del universo, junto con el sol.

Y no tardó aquél en sugerir, a la preocupada inquietud del ministro, prisionero sin canje posible, un afortunado arbitrio.

Sabedor de que en los adentros de la Moneda y entre holgados divanes de tertulia o de platónicas lecturas de revistas quincenales, se suspiraba por la paz, se dijo a sí mismo:

«Si yo logro poner al habla al fiero caudillo del Rimac con el manso conductor de Chile, sería algo como aproximar a la viga que arde entre las ruinas una tina de agua fría; y así, con un poco de afán y otro poco de maña puedo apagar, si más no sea temporalmente, el tenaz incendio. Y una vez alcanzado esto, yo logro visitar mis lares».



Para todo esto y mucho más era suficiente una cortés invitación enviada al palacio de adobe de Lima y al palacio de cal y ladrillo de Santiago, una vez obtenida la indispensable venia del cauto Mr. Evarts y el préstamo obsequioso hecho por el comodoro Rogers de uno de los muchos buques que con la bandera de las estrellas en lo alto de sus mástiles cruzaban en aquellas horas las aguas del alborotado Pacífico.

Llenaba así además el digno señor Osborn de la más cumplida manera su cometido público, según el cual debía acechar cualquiera oportunidad para aceptar los tratos de paz de los beligerantes.

Según lo tenemos dicho, la nota remisoria de estas ideas tenía la fecha de 10 de mayo de 1879 un mes después del regreso forzado del ministro de Estados Unidos en Chile.

Parece que estas ideas de futuras conferencias bajo la dirección suprema del gabinete de Washington encontraron fácil acogida a orillas del Potomac, y habiendo partido de Chile en mayo como simples indicaciones, regresaban el 10 de agosto a Santiago como órdenes y como un plan definitivamente acordado entre partes.

Pero cuando iban tal vez a tomar su curso natural las negociaciones así iniciadas, surgió un nuevo y peregrino incidente que no era, como el móvil secreto del empeño del diplomático de Santiago, dulce llama de amor sino su triste pavesa. En uno y otro caso era una mujer la que agitaba los ánimos y hacía, sin pretenderlo, de procuradora en los negocios de la paz, que al fin por esto se convirtieron en antojo y aborto de mujer.

Precisamente en los días en que el Perú aceptaba la guerra que le había declarado Chile (abril de 1879) llegaba a las playas de aquel país con el carácter de ministro de Estados Unidos el extraño personaje que ha sido más tarde universalmente conocido por sus aventuras y que llevaba el nombre de Mr. Christiancy, anciano de 70 años nacido en Montgomery (Michigan) en 1812, y que de juez de la Corte Suprema de su Estado había sido enviado al senado de Estados Unidos en 1835 por la unanimidad de votos de su partido en la ciudad de su residencia, Detroit, capital de su Estado.

Como anciano, como juez y como político era hombre de respetos; pero habiendo enviudado de una mujer epiléptica que le dejara hijos ya ocupados en destinos de cuenta en su país, le tentó el demonio de la vejez haciéndole encontrar una vivaz Susana en una joven de quince abriles, tan hermosa como descontentadiza que no llevaría flores sino espinas a su tálamo y a su hogar.

Motivó probablemente este desgraciado y desigual enlace su renuncia del puesto de senador en Washington y su viaje al Perú como ministro, en edad ya avanzada, a lánguido clima y sin saber una sola sílaba del idioma nacional.

Sus desavenencias domésticas no se calmaron siquiera en la blanda atmósfera del Rimac, y al contrario llegaron al punto de un fulminante divorcio por sospechas o por ira. La señora Christiancy ha declarado más tarde que su esposo la maltrató de hecho y hubo de fugarse del lecho conyugal acompañada de uno de sus propios entenados.

Las cosas llegaron a la verdad al punto que se hizo necesaria una separación de cuerpo, y en los primeros meses de 1880 la joven esposa del ministro dejó el hogar vacío de sus gracias y sus mimos, emprendiendo su vuelo hacia la patria.

Honda melancolía se apoderó entonces del anciano. Vagó unos cuantos meses en Lima como aturdido por golpe asestado al corazón, y al fin, así como por sus amores había venido al Perú, por sus amores, es decir, por sus tristezas y sus desengaños, tomó la resolución de hacer un paseo marítimo a Chile en la medianía de agosto de 1880.

Hizo alistar con este fin la cañonera Wachussetts, surta en el Callao, y un buen día (el 15 de agosto) sin decir adiós a nadie, ni enviar siquiera la notificación diplomática usual al gobierno ante quien estaba acreditado ni a sus colegas, puso rumbo hacia Iquique, donde tenía algunos reclamos de cancillería que evacuar contra Chile, y enseguida a Valparaíso.

Tan singular había sido aquel procedimiento, que la prensa misma de Lima, ávida de novedades, no acertaba a explicarse los motivos ni los propósitos de aquel viaje tan súbito como misterioso.

«Varios son los rumores que han circulado con motivo de la reciente partida al sur del respetable señor Christiancy -decía la Opinión Nacional de Lima del 20 de agosto, esto es, cinco días después de la partida del honorable caballero y cuando ya su sombra, proyectándose con el sol poniente sobre los pardos farellones de Angamos, traía la inquietud antigua de Sharp y de Grau a todas nuestras costas-. Entre los que corren con más insistencia -añadía el mismo diario limeño-, dicen unos que la Gran República no puede permitir que en América se hagan guerras de conquista, porque ellas traerían por consecuencia inmediata la ruptura del equilibrio continental y la guerra perpetua entre las diversas secciones de Sudamérica, con todas sus fatales consecuencias para los mismos Estados.

Y los que tal dicen creen que el viaje del ministro americano no tiene otro objeto que hacer dicha notificación a Chile.

Otros, que no son los menos por cierto, y que creen poseer la noticia de autorizadas fuentes, manifiestan que el viaje del ya nombrado diplomático no tiene otro fin que entablar una reclamación con motivo de la extracción de 27 de nuestros compatriotas del consulado de Arica».



Entre tanto tan tranquila y reposadamente hacía su viaje de placer, o más propiamente de descanso o de consuelo el anciano juez de Michigan, que habiendo sido avistado el Wachussetts el día 22 de agosto desde Mejillones, Tocopilla y Taltal alternativamente, produciendo este hecho, transmitido desde Illapel, no pequeña alarma por la sospecha de que el buque aparecido fuese la Unión, echaba sus anclas en Caldera el 23 de agosto y sólo el 26 por la tarde en Valparaíso.

Al día siguiente, y con la calma del que pasea y se refresca por su sola cuenta (porque ésta era la verdad desnuda del caso), Mr. Christiancy tomaba el tren lento de 4 y media, viajaba como curioso de Valparaíso a Santiago y se hospedaba tranquilamente en el Gran Hotel Inglés aquella noche.

Visitaba al día siguiente a su colega Mr. Osborn en su casa habitación número 16 calle de San Antonio, y sólo entonces tomaba conocimiento de los planes que el último había adelantado hasta hacer necesaria una explicación de los tres gobiernos beligerantes y precisaba por consiguiente su inmediato regreso a Lima. A la verdad, si Mr. Christiancy hubiese demorado dos días más su partida del Callao, habría recibido la notificación oficial de su gobierno para quedarse y ofrecer su mediación para realizar el plan de avenimiento sugerido desde el mes de mayo por el honorable Mr. Osborn. Y tan era ello así, que hallándose a mucho mayor distancia el ministro Adams recibió su respectiva notificación en la Paz el 26 de agosto, es decir, el mismo día que, ignorándolo todo, llegaba a Valparaíso el ministro de Estados Unidos en Lima, y que en hora tan poco propicia dejara su puesto para visitar de capricho a uno de los beligerantes.

Quiso un destino adverso a Chile que ello así sucediera y que las insinuaciones de paz, que nunca debieron partir sino del campo enemigo y vencido, tomaran arranque en el palacio de la Moneda, según en un capítulo anterior lo dejamos recordado, ofreciendo comprobarlo.

El mismo día (sábado 28 de agosto) en que los dos enviados norteamericanos conferenciaban sobre sus planes, se presentó en efecto, de visita en su alojamiento el señor Jorge Huneeus, y en el acto, con la expedición que es peculiar a este hombre público y de negocios, quedó trabada una acción por parte del gobierno de Chile o, más propiamente, del presidente Pinto, a cuyo nombre habló siempre el señor Huneeus «a título de amigo personal y oficioso». Venía de aquí aquella excusa, verdadera sólo en apariencias, hipócrita en el fondo, que había dado alas al señor Valderrama para sostener en la Cámara de Diputados, en la sesión del 14 de septiembre ya mencionada, que el gobierno no trataba oficialmente, limitándose a declarar que se habían dado «pasos» para tentar un avenimiento. A la verdad, y según consta de las notas del general Adams al ministro Carrillo de Bolivia y que éste publicó en su manifiesto, el gobierno del señor Pinto había aceptado de hecho la mediación, mucho antes que de ello tuvieran siquiera conocimiento los gobiernos del Perú y de Bolivia.

Aquella misma tarde, que fue nublada y un tanto lluviosa, los dos ministros norteamericanos hicieron una visita de cortesía y de generalidades al presidente Pinto en su despacho; el 29 (día domingo) fue de encierro a puerta cerrada con el comisario de palacio que iba y venía; el 30 almorzó el señor Christiancy en el Santa Lucía, como un simple viajero, y el 31 se marchó a Valparaíso, embarcándose ese mismo día para el Callao. A la calma del viaje de subida sucedía ahora inusitada y costosa celeridad.

¿Qué había acontecido entre tanto entre los representantes de Estados Unidos y el gobierno de Chile? ¿Qué entre los señores Huneeus y Christiancy, puesto al habla por el señor Osborn? Nadie lo supo a punto fijo, y esto probablemente no se sabrá sino cuando los actores de la triste comedia diplomática, que a la ligera recordamos, hablen y se defiendan. Se dijo únicamente que el ministro Christiancy aseguró como convicción propia y personal (puesto que para nada tenía autorización ni mandato, ni insinuación siquiera del gobierno del Perú), que el dictador Piérola estaba dispuesto a hacer la paz bajo la base de la cesión a Chile del departamento de Tarapacá.

No había nada que estuviera más lejos de la lógica, de la racionalidad, de la posibilidad misma de las cosas humanas (aun en el Perú) de que tal propósito existiera, como lo demostraban los hechos, las declaraciones terminantes y la actitud cada vez más arrogante del dictador de Lima y de su pueblo; pero tomando aquel desvarío como «una demostración, que, si no era matemática podía considerarse como tal», el presidente Pinto ahogado por sus ansias de paz, se embarcó con todo su bagaje en aquella ridícula e ilusoria negociación en la que el país no recogería sino afrentas y la guerra sólo sangre.

El 4 de septiembre el Wachussetts tocaba de regreso en Arica, y de ese puerto partía a media rienda un expreso a La Paz, llevando la citación de la mediación, ya acordada en Chile, al ministro de Estados Unidos, general Adams, y a los plenipotenciarios bolivianos que el gobierno para el caso designase. El 10 de septiembre entraba la cañonera portadora de la palabra de Chile a la dársena del Callao, después de un viaje redondo de 25 días, e inmediatamente el señor Christiancy redactaba un mensaje diplomático conteniendo estas palabras, que verdaderas o falsas, harían subir el tinte del rubor a la frente de la nación fuerte y feliz que en todas partes y en todas épocas había humillado a sus enemigos castigándolos:

«Acabo de regresar de Santiago, donde con el ministro americano M. Osborn tuve largas conferencias con el gobierno chileno, que aceptó la mediación de los Estados Unidos para entrar en negociaciones de paz con el Perú y Bolivia.

Ahora estoy autorizado para decir que el Perú acepta la mediación y que las negociaciones de paz se iniciarán enseguida. Cuando conferencié con el gobierno chileno, no estaba autorizado para decir que el Perú aceptaría la mediación de los Estados Unidos; pero ahora estoy autorizado para decir que el Perú la acepta y que los plenipotenciarios de los beligerantes se reunirán en los primeros días de octubre con ese objeto».



Tenía esto lugar en Lima en las mismas horas en que en el palacio de la Moneda se designaban los negociadores que concurrirían por parte de Chile a las conferencias de Arica, según lo tenemos ya referido, y aquí los recordamos sólo para demostrar cuán grandes eran la confianza y la culpa del gobierno en la locura que había acometido, sin más razón ni antecedentes que el propósito de no proseguir la guerra y no marchar a Lima, como continuaba solicitándolo con incesante clamoreo el país entero, el congreso y el ejército.

A la verdad, temeroso de la opinión pública que comenzaba a inquietarse, el gobierno por un acto de cortesía diplomática, se hizo ofrecer la mediación con fecha seis de octubre, cuando constaba que en La Paz se había declarado oficialmente su formal aceptación con fecha veintisiete de agosto y cuando en Lima la aceptó Piérola el 29 de septiembre, esto es, cuarenta días antes en Bolivia y con anterioridad de una semana en Lima, según consta todo de tristes documentos oficiales.

No tenemos el propósito de profundizar estas vergüenzas sino el de bosquejarlas para imponer a sus perpetradores el castigo de su propio engaño y para que el país y la posteridad recojan de mano de la historia una lección provechosa. Y por lo mismo bastará decir que el dictador del Perú, dándose aires de solicitado y haciéndolo constar así estudiosamente de documentos públicos, nombró como negociadores de paz el 29 de septiembre (cuando los de Chile estaban designados hacía tres semanas) a los señores Antonio Arenas y Aurelio García y García, con un personal numeroso de secretarios, y los despachó al puerto de Mollendo en el transporte Chalaco el 30 de septiembre.

Por su parte, el gobierno de Bolivia había designado a los señores Baptista y Carrillo, que se unieron a sus aliados en aquel puerto, y el de Chile a los señores Eusebio Lillo, a la sazón jefe político de Tacna, al ministro de la guerra en campaña señor Vergara, que había llegado a Arica el 10 de octubre, y, en reemplazo del señor Santa María, al señor Altamirano. Partió este el 15 o 16 de octubre en el Lontué y el día 20 llegaba a las aguas de Arica junto con el Chalaco que traía a los negociadores de la Alianza, y que habían hecho punto de honor celebrar su conferencia en un puerto suyo ocupado por las armas de Chile. El digno ministro Osborn, que se había adelantado hacía tres días en el Santa Rosa, puso enérgico término a aquellos resabios de vanidad de vencidos, empeñados en presentarse como vencedores, declarando que si las conferencias no tenían lugar en Arica no se celebrarían en parte alguna.

Reunidos, en consecuencia, en la cámara de sombría caoba de Honduras de la Lackawana los siete emisarios de la paz, celebraron durante los días 22, 23 y 25 de octubre las curiosas y bombásticas conferencias que, por prolijas, estériles y de todos conocidas, no detallamos aquí. Sobrará con decir para el rubor de la historia y su enseñanza que, empleado el primer día en el canje de poderes y en la presentación de la minuta de las condiciones de Chile (que hasta esta humillación nos cupo, cuando lo obvio era oír lo que los vencidos solicitaban), en la sesión del 25 se descubrió el enigma de un complot que desde entonces ha seguido su sorda marcha como una amenaza para la república, por cuanto el plenipotenciario García y García propuso lisa y llanamente el arbitraje de los Estados Unidos en todas las cuestiones, apoyándolo no sin algún calor el ministro Adams, mientras que el infeliz juez de Michigan hacia el papel de un convidado de piedra en su propio banquete, y el señor Osborn, que presidía, el de un perfecto caballero y hombre honrado.

A la verdad, la única sesión efectiva y eficaz de las conferencias fue la que tuvo lugar el 25 de octubre en que se discutió la minuta durante tres horas y se pronunciaron los discursos grandilocuentes de los plenipotenciarios, que a hurtadillas apenas disimulaban, los unos, sus zozobras, los otros su mal humor y todos su absoluta incredulidad en el resultado. Por lo demás, las principales incidencias de aquel día fueron transmitidas a la prensa por sus corresponsales, y una de las más sobrias de esas comunicaciones estaba concebida en los términos siguientes:

«La segunda reunión de plenipotenciarios duró desde la 1 hasta las 4:30 p. m., hora en que regresaron a tierra los nuestros. En ese mismo día debió quedar terminado definitivamente todo, pues no había arreglo posible ni la más remota esperanza de que él pudiera llegar a tener lugar.

El ministro peruano señor Arenas, al pronunciarse sobre las bases chilenas, para rechazarlas, pronunció un discurso que a juicio de sus mismos compañeros era sumamente estudiado para producir efecto y conmover corazones. ¡Estuvo elegante, florido, sentimental y patético!

El señor Baptista, boliviano, se expresó con menos sentimentalismo, pero más práctico y varonil. Dicen que lo hizo bien.

El señor Altamirano, según lo hemos oído a miembros de la plenipotencia boliviana, habló con mucha altura y elocuencia, e hizo una pequeña alusión honrosa en favor del señor Baptista, a propósito de su discurso. Los plenipotenciarios aliados se han formado una alta idea del señor Altamirano.

La conferencia duró casi todo el día. Al fin, el honorable señor Baptista, deseoso de dar más tiempo a los peruanos para estudiar su situación y de arbitrar algún medio a fin de llegar a la paz, indicó la idea de que el Perú reconociera una cantidad de millones como deuda a Chile, cediéndole en calidad de prenda pretoria los territorios de Tarapacá hasta Camarones, con derecho de explotación y usufructo hasta el pago total de la deuda.

Para discutir esta nueva proposición, pidió una última conferencia, con la esperanza de poder conseguir en el ínterin inducir a su aliada por el camino de la paz. Se le concedió la nueva conferencia, debiendo tenerse presente que el señor Osborn, ministro de los Estados Unidos, residente en Santiago, manifestó en un elocuente discurso que no arribándose a conclusiones ningunas de paz, declararía terminada su misión mediadora, garantizando que su gobierno mantendría en lo sucesivo la más absoluta abstención y neutralidad sobre la guerra del Pacífico.

La última conferencia otorgada tuvo lugar ayer 27, desde las 12 m. hasta las cinco de la tarde.

Como a las dos bajó a tierra el señor comandante de la Lackawana, y por él supimos que ya todo estaba roto, que no había paz, y que los ministros norteamericanos habían declarado concluida su misión y continuaban guardando la más severa neutralidad. En virtud de este aviso recibido por conducto tan fidedigno y severo, les comunicamos lo ocurrido por cablegrama de ayer.

A las cinco bajaron nuestros plenipotenciarios y hoy firmaron los protocolos de la última conferencia, los cuales constaban de quince pliegos. Todo quedó concluido. No hay paz y es imposible que pueda haberla sin que vayamos a dictarla con las bayonetas en Lima.

Ahora, en 30 minutos más, parten los aliados para el norte».



La comedia había concluido como comenzara. Los males causados al país y en general a los beligerantes no podían medirse ni siquiera calcularse; pero el capricho supremo estaba ampliamente satisfecho, y el 27 de octubre por la noche dos telegramas simultáneos, recibidos, el uno con profunda angustia en la Moneda por el jefe del Estado y otro con intenso regocijo por los jefes y soldados de Chile en los campamentos de Tacna, anunciaban que la hora de los desvaríos y del apoltronamiento había pasado para abrir ancho camino a la solución y a la gloria.




ArribaAbajoCapítulo XV

La expedición Lynch en Chimbote


Por una de esas aberraciones que acusan la incurable flaqueza del espíritu humano, sea en los gobiernos que osan o se engañan, sea en los pueblos que aplauden o se resignan, durante las mismas horas en que el ministro de Estados Unidos Mr. Christiancy recalaba a Arica en su misión de paz, el 4 de septiembre, y desde allí, agitando en el horizonte blanca bandera de parlamento hacia a su colega de la altiplanicie boliviana y a su gobierno un explícito llamamiento a la paz, surcaba aquellas aguas en plácida noche la expedición que iba a llevar la tea del estrago, de la esterilidad y de la provocación de implacable guerra y eternos rencores a los mismos pueblos que por ocultos protocolos convidábamos a la reconciliación. ¿Cuándo hubo jamás en la historia absurdo ni contradicción semejantes?

Aquella cruzada de apremio y destrucción era la que es ya conocida históricamente con el nombre de «La Expedición Lynch», la cual embarcada en los transportes Itata y Copiapó, se dirigía a asolar los ricos valles e ingenios del norte del Perú, a título de presión de guerra para empujar aquel desgobernado país hacia la paz.

No habría podido, a la verdad, idearse, ni aun dentro de un cerebro enfermo empresa más fuera de razón, de propósito y de oportunidad, sin tomar en cuenta la implícita barbarie que a toda expedición de destrucción de propiedades va afecta, sea en el mar o sea en tierra firme. Y en efecto, prescindiendo de la cuestión de derecho internacional que sin duda faculta el mayor daño del enemigo, pero encerrándolo cada vez en más estrechos límites de civilización y de clemencia, aquella cruzada, destinada en apariencias contra el Perú lo era en realidad contra nosotros mismos, cual lo habían demostrado las funestas devastaciones marítimas del litoral de Tarapacá que ahora era nuestro litoral. Ibamos a resucitar los días de los corsarios en nuestro propio suelo, cuando el mundo entero, de común acuerdo, acababa de abolirlos.

Hechos sucesivos y elocuentes se encargarían de demostrar esta verdad y de dar amplia razón a la protesta que el autor de esta historia hizo desde su asiento de senador contra semejantes empresas, apenas comenzó a hablarse de ellas vagamente en el público en los primeros días de agosto.

Porque si la guerra nos conducía fatalmente a adueñarnos de las riquezas y de los destinos del Perú, como ha acontecido, lo que estaba en nuestra manifiesta utilidad era conservar con los menores menoscabos posibles aquellos bienes que íbamos a usufructuar a título de indemnizaciones y de reparo.

Por otra parte, si bien era cierto que los valores sobre los cuales expedicionábamos eran de importancia, no rendían a nuestros enemigos sino leve utilidad para sus armamentos, porque la industria del azúcar era naciente en aquellos climas como artículo de exportación al extranjero y se hallaba sometido a un régimen de protección en el cual el fisco utilizaba sólo cortas entradas. Por manera que el daño que íbamos a causar era más a la industria local que al centro de la resistencia armada que a la sazón estaba radicada exclusivamente en Lima.

Pero existía aún una consideración de mayor valía para no llevar nuestras armas, su prestigio y su poder a aquellas remotísimas comarcas separadas por centenares de leguas de desiertos de la enloquecida capital. Y era aquélla la de que los deterioros, los apremios y destrucciones en cuya prosecución nos embarcábamos no tendrían la menor influencia de reacción en el ánimo de las naciones que sostenían la dictadura, porque además de las causales que dejamos apuntadas, casi la totalidad de los intereses efectivos que la expedición encontraría delante de sus quillas o de sus bayonetas no pertenecían a peruanos, a virtud del ocio eterno de aquellas gentes, sino a sus habilitadores ingleses, franceses, italianos y alemanes. El Perú, el país más portentosamente rico del universo, que tiene cerros de plata en sus cumbres andinas, un litoral que vale como el oro a orillas del océano y valles en que rivalizan en lujo y opulencia las producciones más valiosas de la naturaleza, es una colmena en la cual sólo trabajan abejas forasteras desde el chileno al chino.

Y aun de este último endeble y peligroso elemento de prosperidad futura, la raza amarilla, íbamos a privar a las comarcas de la azúcar prieta que meses más tarde ocuparíamos con nuestras armas en demanda de una justa devolución de valores y que por lo mismo no hallaríamos en estado de producir resarcimiento. La expedición Lynch, entre otros inmensos irreparables males iba a sublevar forzosamente una colonia de cincuenta mil asiáticos y a volverlos o salteadores o parias, como de hecho ha sucedido.

El mayor de los males que una empresa de ese género traería aparejados no sería sin embargo el cúmulo de peligros y de perjuicios, que dejamos a la ligera recorridos, sino el de que mientras por una parte despejábamos la guerra de su carácter noble y heroico, lanzaríamos a nuestros soldados en el terreno de aventuras que no reportarían bien alguno a su moralidad actual ni a nuestra civilización futura, siendo todavía más grave y trascendental que todo esto, el que una cruzada de merodeo en la cual los intereses neutrales serían casi exclusivamente afectados, nos enajenaría por completo las simpatías de las naciones extranjeras y daría origen a una verdadera montaña de reclamaciones diplomáticas, origen de las más graves perturbaciones ulteriores. ¿Acaso con lo sucedido seis meses antes en Mollendo no teníamos sobrado?

Pero a nada de todo esto, daños positivos y peligros inminentes a que un patriotismo sano y desinteresado dio formulas como alerta y como amenaza, se prestó oído por los empíricos que al amparo de una naturaleza completamente vedada a las grandes resoluciones, se habían apoderado de las riendas del país y de la guerra. Lo más que sus conductores eficaces solían decir por excusa, era que aquella expedición sería sólo un ensayo de transacción con el presidente de la república, que esperaba de aquel apremio de paz, y que no viéndola venir, se decidiría al fin por emprender sobre Lima.

Tales eran, bosquejadas muy a la ligera, las condiciones en que se emprendía en los primeros días de septiembre la por todos títulos fatal, ingloriosa y no sólo estéril y esterilizadora sino contraproducente expedición confiada al capitán de navío don Patricio Lynch desde principios del mes precedente.

Por fortuna, el caudillo había sido bien elegido. Frío, sereno, sagaz, bravo sin arrogancia ni precipitación, conocedor profundo no sólo de la superficie del corazón humano sino de sus abismos, sumiso al deber y a la consigna, el coronel Lynch, educado, por otra parte, desde la niñez en la escuela de las aventuras y de los peligros, era tal vez el único jefe de nuestro ejército que habría tenido hígados suficiente para realizar las responsabilidades de aquella misión y aun para aceptarlas.

Se le dio por esto facultades discrecionales, y eligiendo de preferencia aquellos cuerpos que le habían acompañado como guarnición durante su corta pero brillante administración de Tarapacá, formó un núcleo de dos mil hombres que embarcó el día 2 de septiembre en Iquique y el 4 en Arica en los dos transportes mencionados. La composición de la fuerza de las tres armas era la siguiente:

Regimiento Buin, comandante J. L. García800 plazas.
Batallón Talca, comandante J. S. Urízar550 plazas.
Batallón Colchagua, comandante J. M. Soffia550 plazas.
Cien Cazadores a caballo, capitán Montauban y cien Granaderos, capitán Larenas, al mando en jefe del comandante Muñoz Bezanilla 200 plazas.
Una sección de artillería Krupp, a cargo del capitán don Emilio Contreras30 plazas.
Total:2.130 plazas.

Con la agregación del cuerpo de ayudantes, entre los que figuraban el bravo inglés Roberto Souper y el mayor movilizado don Juan Francisco Larraín, el servicio sanitario, la maestranza y demás impedimenta, la expedición excedía de dos mil doscientos hombres, y tomando en cuenta la tripulación de los transportes y de los buques de guerra destinados a convoyarlos, no descendería en mucho de la cifra de tres mil plazas efectivas; un pequeño ejército en suma.

Acompañaban al jefe de la expedición en calidad de auxiliares tres hombres que valían por un regimiento, y eran estos el infatigable cuanto patriota comandante de ingenieros don Federico Stuven, jefe de las maestranzas del ejército y de la armada en campaña, apenas recobrado de sus heridas en Pacay, y sus dos lugartenientes el capitán Marcos Lahtam, verdadero Hércules de trabajo y el ingeniero catalán Quellart.

El secretario del jefe de la expedición don Daniel Carrasco Albano, aunque muy joven, se había hecho ya de cierto nombre por su habilidad como secretario de la gobernación de Iquique, y su conducta durante la azarosa campaña que iba en cierta manera a dirigir bajo su delicado punto de vista internacional, confirmaría plenamente cuanto de él se esperaba.

Terminados los últimos aprestos de la marcha, la expedición se hizo al mar, según dijimos, en la noche del 4 de septiembre, conduciendo el Itata todas las fuerzas con excepción del Buin acondicionado en el Copiapó. Y sin más contratiempo que la pérdida de una pequeña lancha a vapor que el último transporte llevaba a remolque y se fue en la tercera noche de viaje al garete y a pique, el convoy se hallaba el 8 de septiembre frente al Callao en las islas de las Hormigas; y desde allí enviaba el jefe de la expedición a la corbeta Chacabuco (comandante Viel), que a su paso había tomado en Mollendo, a solicitar noticias y a recibir instrucciones del almirante Riveros.

Se había dado por punto inicial a las operaciones del coronel Lynch el apoderamiento por sorpresa de uno de los numerosos cargamentos de armas de que antes extensamente hemos dado cuenta y que habían sido desembarcados en Tumbes, en Paita y en Chimbote; y si bien para el logro de esta tentativa habría sido mucho más eficaz un simple crucero, era ya tarde aun para quitarlas por la fuerza a una tropa de arrieros, mucho más a una fuerte división internada con su presa en las sierras.

En consecuencia, y con mucho más acertada inspiración, olfato certero del hombre de mar, el coronel Lynch resolvió dejarse caer en Chimbote, donde hacía en esos momentos quince o veinte días había fondeado con su valiosa carga la goleta Enriqueta.

Puesto de acuerdo sobre aquel particular con el contralmirante que bloqueaba el Callao, el jefe de la expedición apresuró su marcha, y a las siete de la mañana del 10 de septiembre anclaban sus barcos en las remansas aguas de la espléndida bahía de Chimbote, cerrada por altos cerros y blanquecinas islas, y demoninado con propiedad por su amplitud y por su abrigo el Ferrol del Perú.

Constituye la comarca de Chimbote, verdadero portento de fecundidad, el centro geográfico y mercantil de los valles y puertos azucareros del Perú. Y su ferrocarril, iniciado ya hacia Huarás, en el corazón de las sierras, y su sistema de irrigación calcado sobre el prodigioso mecanismo de los incas, o más propiamente del émulo de los últimos el Gran Chimú, rey de Chimbote y de Chicama (Trujillo), están destinados a hacer de su vasta y cálida planicie no sólo el rival del Callao en el porvenir sino el competidor de Valparaíso y Guayaquil. Y precisamente allí, entre los dos ríos que fecundizan sus terrenos llanos, inverosímilmente ricos, el «rápido» Santa y el azulado remanso Virú, que dio su nombre (Pelú) a toda la tierra, fue donde Francisco Pizarro puso por la primera vez, como Bulnes trescientos años justos más tarde, su planta de conquistador victorioso en las playas del continente al sur del Ecuador.

«Lo que más admiré cuando pasé por este valle -dice el viejo Cieza de León, intendente de los Pizarro- fue ve la muchedumbre que tienen de sepulturas; y que por todas las sierras y secadales en los altos del valle hay número grande de apartados, hechos a su usanza, todo cubiertos de huesos de muertos. De manera que lo que hay en este valle más que ver es las sepulturas de los muertos, y los campos que labraron siendo vivos».



Esta labranza primitiva era verdaderamente prodigiosa, y con haber aprovechado sólo un ramal de la acequia llamada «Del Inca» que sale del río Santa y tiene una extensión de 50 kilómetros, uno de los propietarios del valle, vuelto solitario por la matanza y dispersión de cien mil pobladores, había habilitado en los últimos años una extensión de seis mil fanegadas, o sea 103 millones de metros en cultivo.

Tenía Chimbote en 1862 sólo 452 habitantes; pero habiendo heredado, por su tálamo, del dueño principal de aquellos terrenos don Luis González del Riego (que fuera el primero en regarlos) anciano más aficionado a los gallos que a los cilindros, su dependiente don Dionisio Derteano, joven sagaz, natural de Lima, que casó con su viuda (la señora Mercedes Saavedra), mediante el impulso que en poco tiempo diera con capitales extranjeros, a las haciendas casi eriazas de Puente y Palo Seco, la heredad de González del Riego, las puso desde 1873 en el pie de producción cerca de medio millón de quintales de azúcar, que importan cinco o seis millones de exportación al año.

Tomó con esto tal incremento el puerto de Chimbote, que al comenzar la guerra era una pequeña ciudad y su estancia vecina de Palo Seco un palacio. Construido su ingenio y sus dependencias en 1873, con capitales suministrados especialmente por la casa inglesa de Graham Rowe y por los Dreyfus de París, a cuyo favor reconocía una hipoteca de cuatro millones de pesos, aquel establecimiento azucarero pasaba en septiembre de 1880 como el más valioso del Perú.

«Sus capitales semovientes y ferrocarriles -decía un diario de Lima a este respecto- costaban 150 mil libras esterlinas.

Los edificios que ocupaban los talleres de carpintería, carrocería, herrería, fábrica de gas, tonelería, hojalatería, etc., con sus respectivos útiles, representaban un valor de 80.000 libras esterlinas.

Las casas para empleados, incluyendo 36 casas de fierro y madera construidas en Estados Unidos, valían más de 40.000 libras esterlinas.

La oficina de destilación, tan completa y excelente como puede serlo la mejor de Europa y que poseía un alambique de la conocida casa de Mac-Laren de Escocia, alambique que producía 180 galones de alcohol de 40 grados por hora, significaba un desembolso de 40.000 libras esterlinas.

La casa de pailas y aparatos para elaborar la azúcar mandada construir por el inteligente e infatigable ingeniero don Santiago Cahill, bajo su inmediata inspección y la del apreciable y laborioso caballero don Jeremías Murphy, de cuya competencia responden los resultados obtenidos durante la elaboración, tenía un valor de 240.000 libras esterlinas.

Su importe total podía estimarse por esto en un millón de libras esterlinas o sea cinco millones de pesos fuertes».



Ahora bien, apenas hubo desembarcado el diligente cuanto inexorable coronel Lynch, en medio de la sorprendida población del puerto y la campiña, se dirigió con 300 hombres del Colchagua y un pelotón de Granaderos a la hacienda de Palo Seco, por el tren, y conforme a sus instrucciones intimó al hijo del propietario que allí se hallaba, don Arturo Derteano, el pago de una contribución de rescate en especies o en dinero sonante hasta el importe de cien mil pesos que debería pagar en el término perentorio de tres días, so pena de destruir por el fuego aquel gran establecimiento, orgullo de la industria sudamericana.

Se prestó de buen grado el joven Derteano a aquel avenimiento que le hacía ahorrar varios millones, y consultado por el telégrafo con su padre, que se hallaba en Lima, ratificó su palabra. Y de hecho se había comenzado a llevar por los rieles al puerto, del que distaba sólo tres leguas, una gran cantidad de valores en azúcar y otras especies, siendo opinión común que éstas habrían bastado para cubrir por sí solas el cupo exigido, aun sin necesidad de ocurrir a letras de cambio o a metálico.

Mas cuando se hacía el transporte de las mercaderías a los buques, durante los días 11, 12 y 13 de septiembre, llegó por la tarde del último día un fatal telegrama de Piérola, el cual se mostraba inexorable dentro de la lógica de su derecho y de su política, prohibiendo el pago de un sólo maravedí so pena de traición a la patria y su castigo.

«Apenas conocida esta resolución -dice la pluma que mejor ha relatado estos horribles sucesos y a cuya narración la nuestra invenciblemente se resiste- se comunicó al comandante Soffia, del Colchagua, para que procediera a tomar las medidas oportunas a fin de destruir el ingenio.

Se dio al instante suelta a los trescientos o cuatrocientos chinos que desde la llegada de nuestras fuerzas habían sido encerrados por el administrador como en un corral de vacas, y era de ver el gozo con que aquellos infelices abandonaban su duro cautiverio y el entusiasmo con que corrían en todas direcciones en busca de combustible para quemar los suntuosos edificios, en medio de alegres gritos: «¡Flegue, patlon! ¡Viva Chile! ¡Muela Pelú!»; salpicados de orangutanescas gesticulaciones.

Un poco más tarde, preparados ya los elementos de destrucción, recibía el comandante Stuven la orden de destrozar la maquinaria, y he aquí cómo nos describe él mismo esta importante operación:

‘El día 13, a las dos y media de la tarde, recibí orden de destruir la preciosa maquinaria de la hacienda. Daba lástima emprender esta destrucción.

Conocedor de la maquinaria, di orden de aplicar dinamita a las piezas nobles; los balancines de las máquinas a vapor saltaron en pedazos; los cilindros de las mismas se inutilizaron, las pilastras de fierro del establecimiento se rompieron con dinamita; el tiempo era corto para una destrucción completa. El fuego invadía los pisos superiores; las escalas de fierro fundido se derretían al calor del fuego intenso; los tachos vacíos de cobre se inutilizaban con dinamita; la maestranza perdió sus máquinas importantes; los ternos, taladros y herramientas se inutilizaron; los calderos que dan vapor a las muchas máquinas a vapor, no pudieron destruirse completamente; el humo, el fuego otras circunstancias dificultaron la operación. El inmenso trapiche para exprimir el jugo de la caña quedó por esto casi intacto, y no me extrañará que se pueda hacer chancaca usando los dos calderos poco deteriorados.

El alambique, lo más completo que he visto, hermoso edificio, preciosos cubos, estanques, etc., quedó completamente roto e inutilizado; el ingenio de arroz se destruyó del todo; las casas de habitación del ingenio y de la azúcar, quemadas completamente; allí se encontraban cuadros, pianos, espejos y toda clase de muebles; no quedó nada; ruina completa, excepto los trapiches de la caña y calderos’.



Al mismo tiempo que la dinamita del comandante Stuven causaba en la maquinaria tan terribles estragos, el fuego devoraba los edificios, los muebles y los cañaverales, sin cesar atizado por los chinos de la hacienda, que, minuciosos y concienzudos en su tarea, se metían en medio de las llamas para remover los tizones y hacer que no quedaran ni vestigios de los muebles, útiles y herramientas que no habían sido aún del todo consumidos.

Los soldados, por otro lado, trituraban y despedazaban las piezas pequeñas de la maquinaria y contribuían a dar más pábulo al incendio, derramando el ron que contenían las pipas y atracando a las paredes el bagazo o residuo de la caña elaborada.

Esta misma precipitación de los nuestros y de los chinos para hacer que ardiera pronto el edificio, perjudicó la tarea de destruir concienzudamente la enorme maquinaria. Pero a pesar de eso, la ruina puede decirse que fue completa, ya a las cinco de la tarde estaba el enorme establecimiento convertido en una inmensa e inextinguible hoguera. Sólo se habían salvado los animales de lujo y las principales obras de la escogida biblioteca; todo lo demás, hasta los alfombrados y pipas de ron y de pisco, fue devorado por las llamas.

A las ocho de la noche reunía el comandante Stuven todas las locomotoras y carros de la hacienda, se embarcaba en ellos el Colchagua y abandonaban todos el lugar en donde había existido la hacienda o haciendas del Puente, Palo Seco y Rinconada. Los chinos continuaban ahora la obra de devastación, después de haberse apoderado de todas las mercaderías y comestibles que existían en la tienda, y desde lejos se contemplaba con emoción aquella enorme masa de llamas coronada de espesa cabellera de humo, que anunciaba a los pueblos de las cercanías el castigo y la venganza de Chile».



Y, sin embargo, hacía pocos meses que formulando el programa de la guerra activa y eficaz el gobierno del señor Pinto por el órgano de su ministro en campaña, el lamentado señor Sotomayor, se había expresado en los términos que siguen con el aplauso de todas las almas honradas y especialmente de todas las almas patriotas:

«Nada de destrucciones insensatas de propiedad, que a nadie aprovechan y que redundarían en esta ocasión en daño de nosotros mismos. Nada de violencias criminales contra personas indefensas e inofensivas. El ejército de Chile se halla obligado por la grandeza de sus hechos pasados a manifestarse tan humano en el campamento como es irresistible en el campo de batalla».



Mientras tan horribles escenas de devastación tenían lugar tierra adentro, se había aparecido en Chimbote, viniendo del Callao, la corbeta O’Higgins, según antes vimos, trayendo graves pliegos de protesta de los neutrales, y la noticia de que al pasar frente a la caleta de Supe, había visto su comandante Orella, que tenía ojos de lince y con el auxilio del anteojo, la playa repleta de bultos que no podían ser sino de armas.

Con laudable celeridad se embarcó en esa misma noche el coronel Lynch llevando en el Copiapó un batallón del Buin, y durante el día 14, si bien no dio alcance a las armas, que eran, a su decir, cinco mil rifles Peabody, hizo quemar un centenar o dos de miles de cartuchos que quedaron rezagados en la fuga de los arrieros, y enseguida, como para castigar a estos, hizo volar con dinamita y arder con petróleo el ingenio azucarero de San Nicolás de Laos, que por su propia tasación valía un millón de pesos.

Ejecutado deprisa todo esto el día 14, el incansable exterminador de la fortuna pública y particular del Perú regresaba el 16 de septiembre a Chimbote, y después de haber hecho destrozar a golpes de dinamita siete locomotoras y quemar la aduana de madera «de la que no quedó el más leve vestigio», volvió a hacerse a la vela hacia el norte en la madrugada del 17 de septiembre.

La caballería chilena había llegado por ese mismo rumbo hasta el río Virú, pasando y repasando el Santa, y si bien no había hecho por fortuna ningún daño a la propiedad particular, ni alcanzó a descubrir las armas que perseguía, destruyeron los jinetes del comandante Muñoz Bezanilla con sus sables no menos de diez leguas de telégrafos.

Consuela dar testimonio de que en medio de tantos desmanes de la guerra, el coronel Lynch mantenía su tropa dentro de los límites de una disciplina de hierro, y esto al punto de que sólo por una leve sospecha, semejante a la que hacía cuarenta años había obligado al almirante Blanco Encalada a fusilar en la plaza de Arica al bravo capitán Carrillo (1837), el segundo jefe del Buin, que se justificó espléndidamente más tarde y fue absuelto en Tacna, quedó separado de su cuerpo y obligado a hacer en calidad de preso la campaña, siendo un jefe valentísimo.

La expedición del coronel Lynch se había reembarcado con cierta premura en Chimbote después de una semana de estadía, y este apresuramiento tenía por causas motivos importantes que serían origen de la más valiosa y de la más legítima presa de su expedición. Pero antes de partir será de justicia recordar, al dar cuenta de tamaños estragos, una dolorosa si bien casi equitativa compensación del destino y de la guerra: y era aquélla la de que cuando el coronel Lynch ordenó la destrucción de la aduana de Chimbote, del material rodante de su ferrocarril a Huarás y del muelle mismo (que sólo parcialmente pudo llevarse a efecto) acababa de tener noticia del horrible siniestro de la Covadonga ocurrido en Chancay, el mismo día (13 de septiembre) en que el ingenio de Palo Seco, convertido en inmensa pira, era reducido a cenizas.




ArribaAbajoCapítulo XVI

La expedición Lynch


(Desde Payta a Arica)


Decíamos al finalizar al capítulo precedente que la corbeta O’Higgins, llegada del Callao a Chimbote (navegación de veinticuatro horas) el 13 de septiembre, había conducido pliegos de reclamaciones diplomáticas de casi todas las legaciones extranjeras acreditadas en el Perú, en previsión, guarda y aun amenaza de los daños que la expedición Lynch pudiera ocasionar a los intereses neutrales, directa o indirectamente comprometidos en el vasto giro de la producción de la azúcar de exportación que el Perú comenzaba a producir en escala considerable y aun prodigiosa; y asimismo, dejamos ya demostrado como esta industria era casi exclusivamente extranjera en el territorio norte del Perú, con relación al capital, a la maquinaria y a la administración, porque sólo la tierra y las hipotecas eran legítimamente peruanas.

Y en efecto, sucesivamente fueron llegando a manos del coronel Lynch y de su entendido secretario protestas cada vez más vivas contra el plan de destrucción que había comenzado en el ingenio de Palo Seco, hipotecado a los Dreyfus y a Graham Rowe (súbditos de Francia y de Inglaterra) el 13 de septiembre. El ministro de S. M. B. denunciaba no menos de cinco propiedades de sus nacionales, puestas bajo el amparo de su bandera y expresaba formalmente que la expedición chilena estaba obligada a respetarlas en el curso de sus operaciones, especialmente la del ferrocarril de Eten a Lambayeque. El representante de la reina Victoria agregaba a su enumeración estas graves palabras -graves, sobre todo en un despacho británico:

«Cualquier daño que se haga a esta propiedad expondrá a usted a las más serias reclamaciones que serán sostenidas por el gobierno de S. M. B.».



El ministro de Francia M. de Vorges señalaba, por su parte, la neutralidad de Palo Seco en la víspera de su destrucción por su hipoteca a los Dreyfus; el de Italia, señor Viviani, ponía reparo en los intereses del conde Giusepe Canevaro, su súbdito, residente en Florencia, amenazando al coronel Lynch con «la reserva expresa de los derechos de los ciudadanos italianos y la acción del gobierno del rey», y por último, con menos escrúpulo y mayor avilantez, el ministro de Estados Unidos Mr. Christiancy, en dos despachos sucesivos del 14 y 17 de septiembre que llegaron en pos de la O’Higgins, declaraba que por su parte haría respetar la propiedad y los derechos de sus nacionales comprometidos en el ferrocarril de Chimbote, cuyo material rodante, a su decir, pertenecía a ciudadanos de la Unión, así como las haciendas de Suchiman, propiedad del ingeniero Dubois, Clichin y hacienda de Arriba de J. W. Grace, y las de Lache, Palmilla y otras varias situadas en el valle de Chicana, que, como las anteriores, se hallaban fuertemente afectadas a la casa habilitadora de Prevost. Y aunque resultó más tarde, como el jefe chileno lo previera en sus sagaces respuestas evasivas o afirmativas del derecho de Chile, que muchos de aquellos títulos eran acomodaticios o de última hora, como la reclamación de la rica hacienda de Cayalti, propiedad de los peruanos Aspillaga, no por esto la situación que aquella funesta cruzada iba a crear en el porvenir al gobierno ciego y sordo que la había ordenado, podía ser ni más embarazosa, ni más ocasionada a gravísimos peligros y desazones.

«No quiero ni puedo -escribía, en efecto, el ministro Christiancy al coronel Lynch el 3 de octubre- asumir la responsabilidad de contrariar las instrucciones que V. S. haya recibido de su gobierno, ni tampoco la línea de conducta que V. S. ha adoptado. Pero V. S., lo espero, apreciará mis razones y las del gobierno que represento (que es igualmente amigo de todos los beligerantes), al sugerirle yo, tanto como sus órdenes se lo permitan, lo prudente que sería y lo favorable a la pronta conclusión de la paz, evitar toda depredación y causas de encono que no sean obligatorias por sus órdenes.

Y V. S. me permitirá decirle que los ministros extranjeros, tanto aquí como en Santiago, lamentan las depredaciones en propiedades privadas no exigidas por las necesidades militares, al atacar las fuerzas armadas del enemigo, e imponerles contribuciones; y si especialmente esas depredaciones vienen a convertirse en contribuciones forzadas sobre la propiedad privada conocida como propiedad de ciudadanos neutrales y de naciones amigas, fácil es de ver que surgirán de esto muchas complicaciones y reclamaciones. El gobierno de Chile será instruido desde luego de la aceptación por parte del Perú de la amigable mediación de los Estados Unidos y su prontitud para entrar en negociaciones bajo tales auspicios.

Si yo hubiese podido, mientras estuve en Santiago, asegurar al gobierno chileno la buena voluntad del gobierno del Perú para entrar en estas negociaciones, como Chile convenía en hacerlo, me inclino a creer que su expedición no se habría realizado de modo alguno y quizás le habrían dado órdenes más restringidas y menos apremiantes que las que tiene actualmente; pero yo no pido a V. S. que adopte mi opinión, y reconozco por completo el hecho de que V. S. debe obrar según su mejor parecer en vista de las circunstancias y de las órdenes que haya recibido de su gobierno».



Los ingleses, por su parte, y como para acentuar más su actitud, enviaron a Chimbote la cañonera de guerra Pinguin, con orden de seguir como su sombra a los chilenos, y así con verdadera persistencia británica lo cumplió el comandante de aquel barco.

Participando, a su manera, y dentro de la legítima esfera de su patriotismo, de su franqueza y de su deber, como representante del pueblo, el único senador que antes de emprenderse aquella operación bajo todos títulos desastrosa protestó contra ella como un peligro para el futuro y una esterilidad manifiesta para las operaciones de la guerra, volvió a alzar su voz en el Senado en la sesión secreta del 29 de septiembre a fin de reiterar sus protestas solemnes y sus avisos patrióticos, siempre y sistemáticamente desdeñados por el gobierno.

«Antes de pasar a la orden del día -dice el acta respectiva que se publicó sólo un año más tarde- el señor Vicuña Mackenna, tomando pie de declaraciones explícitas que había hecho en la sesión secreta de 9 de agosto condenando toda expedición de merodeo que no tuviera por objeto exclusivo y directo la ocupación de Lima y el Callao, objetivo único de las operaciones que desde la primera hora de la guerra debieron tener nuestro ejército y escuadra, a su entender, se hallaba en el caso de protestar de nuevo contra ese género de hacer la guerra, con motivo de los despachos telegráficos en que se anunciaba la destrucción, no sólo de las propiedades fiscales del gobierno del Perú en el puerto de Chimbote, sino el incendio de valiosísimas propiedades particulares, embarcándose por cuenta de la república mercaderías y frutos cuyos precios se indicaban como en una factura de comercio.

A juicio de su señoría, esas operaciones eran indignas de nuestro ejército y constituían una verdadera deshonra para la república, para su grandeza moral y su historia futura; además de creerlas no sólo ineficaces como medida de guerra, sino contraproducentes, puesto que Lima y el Perú eran hoy gobernados por un dictador inmoral y omnipotente, levantado en hombros de una soldadesca en medio de la cual habían desaparecido, como en una vorágine, todos los elementos conservadores de las sociedades bien organizadas. Su señoría pidió quedara constancia expresa de esta segunda protesta suya para salvar así, ya que su voz no era escuchada, los deberes que le imponía la representación del pueblo».



¿Y por ventura tardaron mucho los hechos en dar razón a estas apreciaciones, a estos anuncios, a estos graves temores y consecuencias?

Pero fuerza es seguir a la expedición Lynch, en su itinerario marcado en todas partes por la huella de la dinamita, de Chimbote a Paita, de Paita a Lambayeque, de Lambayeque a Trujillo, de Trujillo y sus cercanías a Quilca y a Arica.

Referíamos antes que un aviso importante había apresurado la salida de la expedición de Chimbote en la noche del 16 al 17 de septiembre; y aquel era nada menos que un telegrama encontrado en la oficina de ese puerto, del cual resultaba que a bordo del Islay, vapor de la compañía inglesa del Pacífico, venía un verdadero cargamento de dinero para el exhausto erario del Perú, exactamente como los renombrados tesoros que, «El Draque» y lord Anson persiguieron en los galeones del mar del sur en sus respectivos siglos. La diferencia de tiempos requería únicamente que en lugar de las pesadas y relucientes barras de plata de Potosí, la riqueza se hallara representada por pequeñas tiras de papel litografiadas en Nueva York y contenidas en treinta y tres cajas con un importe de cerca de 8 millones de pesos nominales o sea 800 mil pesos valor efectivo.

El Islay conducía en efecto la cantidad de 7.290.000 soles papel y un importe de 375.000 soles en estampillas de correo de la Unión postal; y sorprendido in fraganti el barco contrabandista a la salida de Chimbote por la Chacabuco, que seguía con la O’Higgins convoyando la expedición, aquellos papeles listos para la circulación fueron extraídos e incorporados por su valor efectivo al tesoro nacional. Esta importante y valiosa presa, debida propiamente al servicio de crucero marítimo que iba haciendo el convoy, fue un poderoso auxilio para el ejército de Chile, y puede decirse que lo que produjo el resto de las operaciones en efectivo no alcanzó a la mitad de su importe, sin contar extravíos, menoscabos e inevitables usurpaciones.

¿Adónde se dirigía entre tanto la expedición Lynch?

Nadie lo sabía.

El resultado de sus operaciones en Chimbote había sido diametralmente opuesto a las expectativas del gobierno, por cuanto, en lugar de amilanar a los ricos y a los «conservadores» de Lima, los había irritado hasta la desesperación, robusteciendo así a la dictadura con el encono mismo de los egoísmos provocados. El incendio de Palo Seco había dado calor y pábulo al patriotismo de los peruanos en la misma proporción que había debilitado las simpatías de los neutrales, damnificados o amenazados, hacia nuestra causa. Pero era forzoso al jefe de la escuadrilla seguir su rumbo, conforme a sus instrucciones; y después de haber acabado de destruir lo poco que quedaba en pie como aperos de carguío en las islas de Lobos de Afuera (para reconstruirlos después por cuenta del gobierno de Chile o a expensas de sus contratistas), la expedición se apareció en la mañana del 19 de septiembre en Paita, espléndida bahía situada doscientas leguas al norte de Lima, y en una posición análoga a la de Caldera respecto de Santiago.

A fin de abarcar en un sólo cuadro el conjunto de las operaciones de devastación encomendadas al coronel Lynch, será suficiente decir que el puerto de Paita, célebre por su luna y su chancaca (porque en todo lo demás es sólo una sucia ranchería) formaba el límite norte de aquella excursión por todos los valles azucareros del Perú, que propiamente arranca del grupo de Supe, Huaura y Huacho hacia el norte, hasta Piura.

Verdad es que el cultivo de la caña comienza en el Perú propiamente en el valle de Locumba y con más particularidad en los de Tambo y Camaná, del departamento de Arequipa, encontrándose en la última de aquellas comarcas la famosa hacienda de Chocaventos, del italiano don Pedro Denegri. Pero la producción sacarina de esos lugares se destina de preferencia a los alambiques para emborrachar a los indios bolivianos, al paso que el pingüe rendimiento de las haciendas del valle de Chincha, cien leguas más al norte, y las de Cañete, cuyos ocho poderosos ingenios producen 400 mil quintales de azúcar, tienen un consumo más local que forastero, así como los ricos establecimientos que rodean a Lima, especialmente los de Villa, San Juan, Infantas y otros de menor cuenta.

Mas, los centros productores de azúcar en bruto y destinada a la exportación se hallan esparcidos en diversos grupos desde el ya mencionado de Supe, visitado deprisa por el coronel Lynch el 14 de septiembre, hasta Piura, en una extensión de cerca de 200 leguas, alternadas de estériles médanos y horribles desiertos, como los de Guarmey, Pativilca y Sechura, con valles feracísimos. Para mejor comprensión del lector chileno agruparemos esos centros de riquezas, siguiendo el itinerario de tierra desde Lima.

El grupo azucarero de los valles de Chancay, Huaura y Supe, dista 30 leguas de Lima, promediándose el primero a doce leguas y el segundo a veinticuatro. De Huaura a Supe hay sólo seis leguas peruanas.

Desde allí, es preciso atravesar 70 leguas de páramos y despoblados para llegar al valle de Santa, emporio futuro de la azúcar y región comparativamente aislada porque la vieja villa de igual nombre dista 101 leguas de Lima. Chimbote, regado profusamente por las aguas de aquel río y sus ramificaciones, es el segundo centro productivo en grande escala de azúcar de exportación en el Perú.

Siguen después sucesivamente los valles de Virú, diez leguas al norte del río Santa y el de Trujillo, hoy día el más opulento de aquella tierra colmada de dones por la naturaleza. Trujillo dista por tierra de Chimbote unas 25 leguas chilenas, y tan sólo en su famosa planicie de Chicama, jardín y míes opípara del gran Chimu, se ostentan las chimeneas de 42 ingenios de azúcar que valen de seguro otros tantos millones y valdrían probablemente el doble si el agua destinada a la sedienta caña fuera más copiosa. El ingenio de Casa grande, propiedad del caballero alemán don Luis Albrecht, situado entre Ascope y Chocope, recuerda por su extensión y magnificencia el de Palo Seco.

Cuarenta leguas al norte de Trujillo se dilatan los tres cálidos y opulentísimos valles de Chiclayo, Lambayeque y Zaña, famoso el último desde los yesqueros de la colonia por su plebeyo tabaco y su riquísimo arroz.

La azúcar ha ido expulsando aquellas antiguas producciones coloniales, y todas las haciendas que riegan las aguas de aquellos poderosos ríos, desde Monsefú a Ferriñafe y Pátapos, propiedad esta última del chileno don José Tomás Ramos, no son hoy sino una serie de valiosas fábricas de azúcar, prieta llamado «Emilia Rosa» y de «concreta», desparramadas en una extensión de 44 kilómetros. En su conjunto todas ellas van a tener su salida en el puerto artificial de Eten, formado, como Mollendo, para propósitos de agio, de cohechos y ferrocarriles. El antiguo puerto de Lambayeque era San José situado un poco más al norte, como el de Trujillo era Huanchaco y el de Arequipa primero Quilca y más adelante Islay.

Desde hace seis u ocho años ha sustituido al famoso puerto de Huanchaco, casi inaccesible por sus rompientes, pero unido a Trujillo por una deliciosa alameda de sauces de dos leguas de curso, la caleta artificial de Salaverry, una o dos leguas más al sur. De este puerto arranca el ferrocarril que, pasando por Trujillo, hace una amplia curva al través del valle o planicie de Chicama, recorriendo y explotando todas sus haciendas y va a terminar en Ascope, pueblo de porvenir seguro, situado cerca de la ceja de los Andes y en el paso de los departamentos de Cajamarca y Loreto que conducen a las regiones amazónicas.

Fue concesionario del ferrocarril de Salaverry a Cajamarca un especulador español, llamado Larrañaga, y éste como todos sus predecesores hizo cambiar de puerto de entrada a la línea férrea, más por el negocio de vender sitios eriazos a los pobladores que por la comodidad del tráfico. Es la misma vieja historia de Pacocha sustituyendo a Ilo; Mollendo a Islay, Salaverry a Huanchaco y Eten a San José. El inventor del puerto de Eten fue el conocido diplomático don José Antonio García y García.

Entre los valles de Trujillo y de Lambayeque existe una zona intermedia de desiertos y de oasis de azúcar, en medio de los cuales los más famosos son los de San Pedro, Pueblo Nuevo y Guadalupe, y éstos van a encontrar su salida por el antiguo puerto de Pacasmayo, la caleta de Malabrigo y otras inferiores en importancia. De San Pedro a Pacasmayo existe un corto ramal de ferrocarril.

Por lo demás, ha sido tan rápido el crecimiento de la industria azucarera en los valles del norte del Perú, que habiendo alcanzado su exportación en 1870 sólo a 251 toneladas, cuatro años más tarde (1874) había subido a 25.700 toneladas. Y al año subsiguiente (1875) se duplicó esa suma, rindiendo la estadística una cifra de 50.000 mil toneladas.

La producción continuaba en aumento hasta 1878 en que alcanzó a 83.800 toneladas, y si bien la guerra paralizó en 1879 un tanto su vuelo, haciéndola descender a 81.500 toneladas, la expedición Lynch la hizo quebrar de golpe en un tercio. La exportación de 1880 decayó en efecto a 62 mil toneladas, y hoy se dice que no alcanza a producir la mitad del valor que antes rindiera, todo en detrimento efectivo del país que ocupa aquellas regiones y que con sus hombres y sus fiebres las domina desde hace ya un año.

Tal era el teatro en el cual, conforme a las desatentadas órdenes de la Moneda, tristísima transacción entre la poltronería del jefe del Estado que no quería comprender la guerra en grande escala y el enérgico grito del país que la exigía como solución, ajustaron en mala hora sus ministros, y especialmente el que divorciado de hecho con el ejército sepultado en Tacna, acababa de tomar la dirección del ramo especial de las armas y la marina.

No nos detendremos, por consiguiente, en aquella dolorosa cruzada que duró sesenta y siete días (desde el 4 de septiembre al 10 de noviembre), y nos contentaremos con ir marcando en el mapa las etapas de su marcha que la tea y no la gloria de Chile fue alumbrando.

Desembarcada en Paita una parte del batallón Talca (al cual ahora tocaba el turno de ir a tierra y a quemar), el coronel Lynch impuso al pueblo una contribución de 10 mil pesos, y como nadie la pagara porque las autoridades huyeron, se ordenó volar con dinamita la valiosa aduana de hierro del puerto y enseguida incendiar su contenido, excepto lo reconocido y reclamado como propiedad neutral y la parte de saqueo que cupo a la hambrienta plebe lugareña. Igual suerte corrió la estación del ferrocarril y otras dependencias fiscales. Por su parte, la caballería conducida por el comandante Muñoz Bezanilla, llegó por los rieles hasta la estación de la Huaca, situada 30 kilómetros hacia el interior en dirección a Piura, junto al río de la Chira de azules y aterciopeladas aguas, y allí quemó unos cuantos carros y garitas.

Después de tres días en que imperó sólo la dinamita, la expedición chilena dejó a Paita en la tarde del 22 de septiembre, llevando por única presa de importancia unas cincuenta pacas de algodón y el vapor Isluga que con bandera norteamericana había estado haciendo el servicio de los peruanos pero que sus tripulantes impávidamente no entregaron sino con falsas protestas de neutralidad.

Después de visitar con propósitos de innecesaria y contraproducente destrucción las islas de Lobos llamadas «de Tierra», la expedición Lynch se presentó en el puerto de Eten, cabecera de los valles de Chiclayo y Lambayeque en la mañana del 24 de septiembre, pero con paso tan tardío que cinco locomotoras se escaparon sucesivamente del puerto por los rieles. Se culpó a la Chacabuco de la demora.

Es el puerto artificial de Eten sumamente peligroso por sus bravezas, como la mayor parte de los del norte del Perú, y en general de su costa, con excepción de los del Callao, Santa, Chimbote y Paita; y de ellos dice no sin espiritualidad y malicia un viajero inglés que los visitara en 1872, que al observar su incesante furia, le parecía que «habían sido creados expresamente por Dios para que nadie entrase a aquella tierra ni nadie saliera de ella».

Luchando con grandísimas dificultades no obstante la ventaja de un espléndido muelle de setecientos metros de extensión que los peruanos pudieron defender con siete hombres en un desfiladero, y echando una escalera de mano dos marineros del Itata, pudieron subir aquel día a tierra tres compañías del Colchagua, y en la noche, por temor de un asalto sobre tan débil fuerza en valle poblado por más de 50 mil moradores, desembarcó, uno a uno, por medio de cordeles los 92 hombres de su compañía guerrillera el capitán del Buin don Parmenio Sánchez, natural de Quirihue y agregado hoy a la asamblea de Lebu.

Continuó el desembarco con mil peripecias, especialmente para la caballería durante los días 25 y 26, y sólo en la tarde del último logró ponerse en marcha hacia el interior el infatigable comandante Stuven en persecución de las máquinas escapadas en la mañana del 24.

El comandante Stuven iba a pie con un bastón en la mano y escoltado sólo por la compañía del capitán Sánchez que marchaba a retaguardia, y así fue ocupando, uno en pos de otro, todos los pueblos del valle, sin el menor amago de resistencia de aquellas poblaciones degradadas por el vicio, el clima y el chino. Hubiera parecido que la embriaguez asiática del opio y la estúpida apatía que en el organismo produce la coca en los que abusan de su estímulo, se hubiesen aliado para sumergir aquellos valles en la infame inopia de la cobardía. El prefecto Aguirre, lleno de baladronadas, hizo en la primera hora del peligro poner a arrebato las campanas de Chiclayo y de Lambayeque, ciudades de 12 y 14 mil almas que han solido librar sangrientas batallas de rivalidad civil o lugareñas, pero fue aquello sólo para huir. Ostentando falsa energía, se adelantó en un tren con tropas hasta Monsefú, pueblo distante seis kilómetros del puerto; pero no bien columbró en la distancia los buines del capitán Sánchez, que avanzaban con Stuven por los rieles, cuando se retiró a todo el bramar de la máquina para no volver a vérsele.

El comandante Stuven, sin más armas que su bastón y sin más arreo que su sombrero de cucalón (modelo de los oficiales de la India), ocupó, según dijimos, en la tarde del 26 de septiembre el pueblo de Eten, que dista tres kilómetros de la costa, y no siete leguas según apunta el geógrafo peruano Paz Soldan, localidad curiosa, como la geografía del último, que posee además, al decir de los curiosos, la particularidad de que los chinos que llegan del Asia se entienden con sus indios tejedores de esteras y cigarreras en un común idioma. Y probablemente de esta farsa filológica proviene se diga que Ancón procede de Honcong y Chancay de Shangay...

Enseguida, el enérgico mestizo se hizo dueño de Monsefú, cuyo cura salió a ofrecerle su iglesia y cuyo alcalde le brindó su tálamo... Pero aunque Monsefú contaba con una población de 4 mil almas, el jefe de la vanguardia chilena se limitó a pedir por oprobio y castigo de cobardes al coronel Trujillo, especie de orangután que manda aquel cantón y cuyo retrato, debido al feliz lápiz de un oficial chileno, tenemos en nuestras colecciones, una contribución simbólica de doscientas gallinas, la cual fue en el acto cubierta y desplumada.

Marchando inmediatamente parte de la noche y sin soltar su bastón, apropiado para las gallinas y los que se les parecían, el comandante Stuven, conocedor antiguo de aquellos parajes y que pasaba ahora con el nombre del «coronel inglés», llegó a las 11 de esa noche a Chiclayo, después de haber recorrido 18 kilómetros; y volviendo a resumir su marcha a las 6 de la mañana, almorzaba en Lambayeque suculenta cazuela a las 10 de la mañana del 27 de septiembre, habiendo ocupado en el espacio de 24 horas con 92 hombres, y sin disparar un tiro, tres ciudades que encerraban en conjunto una población de 30 mil almas. ¿Cuándo se vio jamás mayor oprobio para un pueblo?

En la tarde de aquel mismo día continuó el feliz explorador su viaje a Ferriñafe pueblo, situado a 43 kilómetros de la costa, siempre en persecución de las fugitivas máquinas, y sólo en el día siguiente y en los sucesivos vino a recobrarlas en la hacienda de Pátapos, escondidas las principales piezas en los cañaverales y denunciadas por los chinos, los implacables enemigos del peruano.

Entre tanto, el coronel Lynch se había avanzado, por su parte, con la división entera en pos de Stuven; y ocupaba a Chiclayo el 27 de septiembre imponiéndole un cupo de 20 mil pesos. Mas, como nadie se presentara a pagarlo, comenzó, cual en Chimbote y como en Paita, la tarea fatal y horrible de la pira, haciendo saquear las propiedades señaladas para la destrucción antes de aplicarles los tizones.

Escuchemos otra vez de ajenos labios estas ominosas relaciones.

«Dos horas antes de vencer el plazo señalado -dice el corresponsal Caviedes- para el pago de la contribución de guerra, se dio la orden de principiar la destrucción de propiedades enemigas. La primera que se designó para presa de las llamas fue la de un ricacho llamado don José María Arbulú, la que era grande y espaciosa y tenía buenos muebles y muchos objetos de valor.

Después de ésta siguió la de un manco Lastres, muy conocido en Chiclayo por su apodo, y que a pesar de ser manco era el brazo derecho del prefecto Aguirre y su compañero inseparable de chupeta y de parrandas.

Antes de incendiar ambas casas se dio permiso al pueblo chiclayano para que las desocupara, y entonces era de ver la pecha de los cholos para penetrar a las habitaciones y la alegría con que se apoderaban de todos los objetos. Salían cargados como mulas, llevando a cuestas sillas, mesas, alfombras, platos, ollas y toda una infinidad de menudencias que a veces se arrebataban unos a otros en medio de disputas que degeneraban en encarnizadas peloteras.

Nuestros soldados, mientras tanto, dejando tranquilos a los cholos que hicieran su agosto a costillas de sus paisanos, contemplaban aquellas escenas en medio de pullas y de carcajadas, sintiendo más bien lástima que desprecio hacia aquellos infelices cholos a quienes la prensa limeña representa como héroes destinados a aniquilarnos entre sus brazos varoniles. Ningún soldado chileno ‘se ensuciaba’ en granjear utensilios, muebles o ropas, y sólo servían, en ocasiones, para mantener el orden y apartar a los contrincantes, y en otras para dar justicieros fallos respecto de los objetos en disputa.

El día siguiente continuaron las destrucciones, incendiándose el local del cabildo, gran edificio que tenía una elegante y elevada torre con reloj, tres casas ocupadas por la subprefectura y oficinas fiscales, y la propiedad de un señor Villasis. Estos incendios se verificaban, por supuesto, después de abrir las puertas al cholaje chiclayano, que por su número parecía haber brotado de la tierra, y que dejaba peladas las paredes y pisos de las casas.

Fue perdonado de la destrucción el teatro, edificio que tiene mucha semejanza con el de Variedades de Santiago y que era en parte de extranjeros, como igualmente la casa de una señora Salazar, que se supo era viuda y tenía siete hijos menores sin contar con otros bienes que su casa. Se perdonó también el local de un colegio de niñas, para acceder al pedido de una comisión de veinte niñitas que vinieron a suplicar al coronel Lynch revocara la orden que había dado para prenderle fuego.

Al incendiar una de las casas designadas, situada entre dos propiedades extranjeras, se encontraron éstas en grave peligro de ser también presa de las llamas. Pero entonces los soldados que contemplaban el incendio divirtiéndose como de costumbre con las escenas de disputa y afanes de los cholos, organizaron el servicio de salvamento con baldes de agua y hachas, trabajando con el entusiasmo, ardor y arrojo de verdaderos bomberos.

Sus esfuerzos fueron coronados con el más feliz éxito, pues lograron salvar de todo daño las propiedades de neutrales. Los oficiales de la Penguin, que habían seguido a la fuerza chilena en sus peregrinaciones por el departamento, felicitaron calurosamente a nuestros jefes por la conducta de la tropa, alabando su abnegación y su arrojo, y lo mismo hicieron muchos vecinos de diversas nacionalidades».



En cuanto a las extorsiones ejecutadas en el campo, he aquí lo que decía una relación peruana, evidentemente falsa o exagerada, publicada por el Huáscar, periódico de Chiclayo, bajo la firma de su redactor Carvajal.

«Las haciendas incendiadas hasta hoy son las del Combo, de don José María Arburú y la Vista Florida de don Ramón Pinto.

Se llevan grandes cantidades de arroz, azúcar, tabaco y concreta, y reses y caballos, todo lo que han encontrado a su paso; fuera de alhajas arrebatadas al prestamista don Ramón Palacios y dinero sellado que puede estimarse en más de 20.000 soles plata, sin contar diferentes casas donde han descubierto entierros de dinero.

Han dado libertad a todos los chinos de las haciendas en que han tocado, pudiéndose calcular todas las pérdidas sufridas en el departamento en más de 1.000.000 soles plata».



Las haciendas que mejor escaparon fueron las del chileno Ramos, a la cual se impuso sólo una contribución en animales y en especies, y la de Tuman, propiedad del difunto presidente Pardo, y que como casi todas las estancias de azúcar del Perú estaba hipotecada por su capital y su administración a un extranjero. La hacienda de Combo, que la relación peruana antes citada da por incendiada, pagó por vía de rescate 500 pesos plata.

Verificado todo esto en el espacio de dos semanas, el coronel Lynch resolvió animosamente conducir por tierra su expedición hasta Trujillo a fin de poner a rescate las haciendas del trayecto, especialmente las de San Pedro, Pueblo Nuevo y las del distrito de Guadalupe, célebre por su feria de noviembre y por hallarse situada dentro de sus lindes la renombrada hacienda de Talambo que dio origen a la guerra con España de 1864-66, con motivo de las riñas de sus colonos vascos. Compró este fundo, que todavía posee su antiguo dueño Salcedo, su inmunidad al barato precio de cinco mil soles papel.

Aquella marcha de cincuenta leguas chilenas y de dos semanas fue dura y penosa, y he aquí como la compendia en fragmentos uno de los que a caballo la ejecutara:

«El 5 de octubre a las cinco de la mañana -dice el inteligente cirujano del Buin, varias veces citado en esta relación, en carta familiar a su hermano- salimos de Eten para la hacienda de Llape, propiedad de una señora Voca. Recorrimos siete leguas de un desierto arenoso y pesado, cubierto de trecho en trecho de montones de arena fina y sutil.

A las 4 tres cuartos p. m. llegamos a la hacienda, que es hermosa, y tiene extensos planteles de caña de azúcar, alfalfales y muchos bosques y montañas. Se le ha puesto una contribución de 2.000 soles, 1.000 quintales de chancaca y algunos cientos de sacos de azúcar.

A la hacienda de unos señores Aspillaga, (Cayalti) que está cerca de ésta, se le sacaron 2.000 libras esterlinas y bastante azúcar, que se embarcará como la otra por la caleta de Chenipe.

A las 10 y media del 6 de octubre, salimos en dirección de Pueblo Nuevo, sufriendo todo el calor de esa hora. Se quedaron en Llape el secretario señor Carrasco y los Granaderos para recibir y hacer embarcar lo que se pagó.

Atravesamos la hacienda por en medio de bosques y montañas inmensas, formados por tamarugos muy altos y antiguos y gran variedad de árboles y arbustos. Si hubiéramos salido por la mañana temprano, habría sido un paseo agradable.

Enseguida pasamos una extensión de algunas leguas, de una pampa árida y arenosa, cubierta de árboles secos. Recorrimos seis leguas, y a las 9 p. m. alojamos en un campo agradable y con agua, a pocas cuadras de Pueblo Nuevo.

El coronel ha recibido la noticia de que dos correos nos buscan, para anunciarnos la suspensión de las hostilidades.

El pueblecito es pequeño, de tres o cuatro callejuelas de ranchos viejos y miserables.

La mejor casa es la de la hacienda de Montevideo, donde estamos, que es propiedad de un señor Palan.

A la 1 p. m. del 7, después de almorzar la tropa, emprendimos camino para el pueblo de Guadalupe. El camino que seguimos en agosto, rodeado por canales de agua cristalina que corren por cercos de árboles tupidos y frondosos.

La vegetación es muy rica y es el campo más precioso que he recorrido de todo el Perú. Bosques, montañas, potreros de verde y tierna alfalfa, trigo, arroz, platanales, limoneros, naranjales, jardines, etc., íbamos encontrando a nuestro paso.

A las 4 y media p. m., entramos al pueblo por la calle central que da a la playa; la tropa llevaba armadas sus bayonetas y la banda tocaba marchas marciales.

El pueblo, aunque pequeño, presenta una vista agradable, mucho más estando colocado en medio de un valle tan fértil.

Su plaza es extensa y tiene algunos edificios cómodos, como el que ocupa en la plaza el jefe de la división, de propiedad de un coronel Goiburo, y el que sirve de alojamiento al Buin, de unas señoritas Pardo.

Las máquinas y trenes que comunican a esta población con el puerto de Pacasmayo y la sierra, las han llevado a este último punto, a una distancia de 30 leguas, y no se ha mandado a buscarlas.

... Hoy reunió el coronel a algunos peruanos del pueblo para el asunto de contribuciones.

Como en todos los otros pueblos que hemos recorrido, las familias se han ido y sólo queda alguna gente del pueblo.

Los hoteles también son de chinos y a pesar de la escasez que reina por nuestra llegada, la comida no es tan mala.

Como se paga en billetes peruanos, los precios son muy bajos y una comida o un almuerzo cuesta dos soles, que vienen siendo menos de veinte centavos, plata.

Guadalupe y sus alrededores ha dado 1.453 libras esterlinas. Un caballero español que se ha encontrado en los arreglos (señor Larrañaga) me asegura que Guadalupe ha dado 900 libras. La hacienda de Lurifico, que está cerca, es de propiedad de Dreyfus hermanos, de mucho valor, y su maquinaria para la elaboración del azúcar, es igual a la de Derteano. Una comisión de extranjeros ha venido del pueblo de Chepin, que está a distancia de dos millas, y ha dado 100 libras. El comandante García ha recibido de la hacienda de Talambo, 5.000 soles peruanos.

... A la diana del 11, el coronel y sus ayudantes se pusieron en marcha.

El comandante Muñoz Bezanilla y el secretario, que se habían quedado en Llape, llegan en la tarde con la caballería. Nosotros salimos a las 6 p. m. Atravesamos campos que me hacían recordar a los de Chile, por su aspecto ameno y bello. Después de costear unos cerros, llegamos con una noche pura y una luna brillante, al centro de un bosque, el que atravesamos a pesar del pequeño sendero practicable y debajo de un techo verde y compacto.

El camino se nos perdía en la abundancia de la vegetación, lo que nos hacía caminar despacio y sigilosos, temiendo el extraviarnos, pero gozando del espectáculo más magnífico de la naturaleza.

En los puntos donde descansábamos, los 300 chinos, que con tanto gusto nos seguían, encendían grandes hogueras en los árboles inmensos de la montaña, que nos alumbraban a gran distancia y producían en su vorágine rápida e invasora, un ruido parecido al fuego de fusilería.

Poco después atravesamos los dos brazos del río Lequetepegue, que es el más caudaloso que he visto en el Perú.

Cansados y rendidos, a las 3 de la mañana se dio la orden de detenernos.

A las 5 a. m. del 12 de octubre estábamos otra vez en pie, vimos con la luz del día, que habíamos perdido un tiempo precioso en la noche y contramarchando más de dos leguas en dirección al punto de partida. Siguiendo la línea del ferrocarril, llegamos a las 10 y media a. m. a San Pedro, y fuimos a ocupar, como cuartel, el edificio de la recova. En este mismo punto estuvo alojado un tal Barrenechea, que estaba formando una legión de caballería y que sólo le sirvió para hacer su negocio con los reclutamientos. Esto pinta bien el patriotismo abnegado de los peruanos del norte y también de los del sur».



Comenzaron a llegar desde este puerto a los alojamientos del coronel Lynch, por medio de mensajeros sigilosos, las famosas cartas del prefecto Salmón, y aun vino éste a San Pedro, sin poderse explicar a sus anchas con el coronel Lynch, su antiguo amigo, por hallarse rodeado de «impertinentes tábanos».

Son tan curiosos y especialmente tan peruanos estos mensajes de un coronel de artillería a un capitán de navío, que más que retos de guerra habrían parecido citas de amor, que no podemos menos de reproducir algunas de ellas que así dicen:

«Octubre, 9.

Señor coronel don Patricio Lynch.

Mi querido amigo:

Nunca creí que llegara el día de que Chile y Perú, Patricio Lynch y Adolfo Salmón, se pegaran de balazos y se procuraran su ruina.

Antes de separarnos, quizás para siempre, le daría el abrazo de despedida como símbolo anticipado de la necesaria reconciliación de los países.

Suyo siempre y en toda circunstancia amigo afectísimo y S. S.

A. Salmón».



«Chocope, octubre 13 de 1880.

Señor coronel Patricio Lynch, etc., etc.

Mi querido Patricio:

Rodeado de impertinentes tábanos, no pude encontrar oportunidad de hablar a solas con usted, cuando mi viaje a San Pedro no tuvo otro objeto. Impaciente por lograr este propósito, he ideado mandar el parlamento que le entregará el pliego oficial, que usted no debe aceptar, evadiéndose cortésmente, y aprovechando la oportunidad, me escribe indicándome dónde y cómo nos vemos a solas. Creo que el mejor lugar sería Pacasmayo, en casa de Kauffman, persona circunspecta y reservadísima. Si le parece bien, avísemelo para salir en el acto, a fin de llegar tarde de la noche. Mucho tenemos que conversar.

Suyo afectísimo.

Adolfo».



A estas extraordinarias insinuaciones de un jefe encargado de la defensa y de la honra de su suelo y que era seguido de numerosa hueste de gente armada y de «impertinentes tábanos», contestó el jefe de la expedición chilena desde San Pedro el día 13 de octubre en los concisos y sobrios términos que siguen:

«Señor coronel don Adolfo Salmón.

San Pedro, octubre 13 de 1880.

Estimado amigo:

He sentido mucho, por la suerte que probablemente correrá Trujillo y el rico valle de Chicama, que no hubiera tenido usted paciencia para esperarme en este pueblo.

El tiempo, que es tan capital en las operaciones de la guerra, me obliga hoy a no postergar mi marcha para dar lugar a una entrevista de resultados desconocidos. Lo único que puedo hacer en obsequio a nuestra cordial amistad y al deseo que tengo de no causar daño inútiles a poblaciones que no han tomado una parte directa en la guerra, es esperarlo mañana en la noche en el lugar que me indica, no para discutir arreglos, sino para recibir la cantidad de ciento cincuenta mil soles en plata u oro, como contribución de guerra que le impondría hoy a Trujillo y su valle.

Si no puede venir con el objeto que le indico, seria mejor que ahorrara un viaje penoso, que no tendría para usted ningún resultado práctico.

Para que pese bien las consecuencias que podría tener una negativa de su parte para el pago de la cantidad indicada, será bien que tenga presente que a mi división sigue una falange de más de mil chinos, que no puedo dedicarme a cuidar y que son los que podrían saquear algún lugar a mi pasada.

Cualquiera que sea su resolución, las fuerzas de mi división se pondrán pronto en marcha en dirección al lugar en que usted se encuentra acampado.

Deseándole felicidad, lo saluda su afectísimo amigo que desea verlo.

Patricio Lynch».



No se desanimó por esto el prefecto de Trujillo, apasionado de su rival, como Pedro el grande de Carlos XII en Putalwa, y al día siguiente le envió todavía por expreso desde Chocope la siguiente curiosa misiva:

«Chocope, octubre 14 de 1880.

Señor coronel don Patricio Lynch.

Mi querido Patricio:

Su carta de hoy me pone en apuros. ¿Cómo reunir en horas a cuarenta y cinco hacendados, consultarles, resolver y disponer el pago de la fuerte suma que usted exige con perfecto derecho como contribución de guerra? Porque en puridad de verdad, hoy en el Perú es cuestión seria disponer de ciento cincuenta mil soles plata, y aun menor suma.

Justo me parece darme veinticuatro horas más. Espero respuesta para ir a Trujillo y volver el mismo día.

¿Qué le ha parecido la rica costa del Perú? ¡Cuánto campo hay en estas comarcas para el trabajo y la industria y todo perdido en esta funesta guerra!

Le estrecha la mano su afectísimo amigo.

A. Salmón».



Era Chocope, pueblo de una sola calle, situado a lo largo del ferrocarril de Trujillo a Cajamarca, y que hoy termina en Ascope (cuatro o cinco leguas más al oriente) el cuartel general de las fuerzas del departamento de la Libertad, la antigua Huaylas de la colonia; pero más que ciudad peruana parece aquel un barrio del Celeste Imperio, especie de Pekín en miniatura, en el cual corre como refrán lugareño que sólo dos de sus vecinos llamados don Juan Flores y don Marcos Carranza «no sabían beber», sin embargo de andar de continuo como la uva... A la verdad, mucho más cruel había sido para el Perú el flagelo de los chinos que el de los chilenos. Junto al pueblo de Chocope existe también la hacienda de la Viñita, propiedad de don Aurelio García y García que se rescató con 500 libras en libranzas. Igual rescate pagó la hacienda de la Viña y diez o doce más del valle de Chicama.

Resuelto entre tanto el coronel Lynch a poner término a aquellas ridículas idas y venidas envueltas en almibaradas epístolas, se puso en marcha hacia Trujillo el 14 de octubre, empeñado en tomar posesión del ferrocarril en Chocope, núcleo de las más valiosas haciendas.

Desde el pueblo de San Pedro al viejo caserío de Paiján, situado a la cabecera del fertilísimo valle de Chicama, esplendor de Trujillo, se extiende un despoblado de doce leguas, y en consecuencia juzgó el coronel Lynch prudente organizar su división en aquel pueblo para marchar en orden a cobrar por sí mismo el dinero del rescate, que en varias parcialidades venían a brindarle voluntariamente los hacendados del valle, especialmente el rico alemán Albrecht, que entre ellos, por anciano, por opulento y por neutral, hacía cabeza.

Mas, como mientras el prefecto Salmón, al paso que ofrecía todo género de rendimientos al jefe chileno escribía por el telégrafo al dictador que lo recibiría a balazos, a fin de fingir que cumplía su palabra, se situó con 800 hombres en un paraje adecuado a la entrada de Paiján llamado Monte Seco; y no hizo sino divisar el despliegue de nuestras primeras guerrillas, como el prefecto Aguirre de Monsefú, cuando fugó cobardemente. Y de esa suerte la columna chilena comprometida en aquella marcha de quinientas leguas por cinco florecientes departamentos del Perú, no encontró un solo hombre que supiese defender su suelo, ni su hogar, ni siquiera su azúcar... Y a la verdad esta demostración de eterna mengua para el Perú y de pujanza viril para Chile fue el único resultado verdaderamente satisfactorio de aquella cruel cruzada.

Únicamente en San Pedro o en Chocope, unos cuantos desalmados atacaron en un bosque a un soldado del Colchagua y lo hirieron con cuchillo y un tiro de pistola; pero cuando el jefe de la división se preparaba a vengar aquélla con un condigno escarmiento, el soldado herido fue traído a su presencia en demanda de perdón. Y aquel rasguño fue toda la defensa que medio millón de peruanos hizo durante dos meses contra dos mil chilenos.

De Paiján se dirigió la columna chilena a Chocope camino de Trujillo y allí recibió su jefe, el coronel Lynch, orden de sujetar su marcha y regresar a Arica con premura. Se limitó en consecuencia a recoger las contribuciones que los extranjeros le ofrecían en letras sobre Inglaterra; hizo volar el magnífico viaducto de Chicama, que había costado medio millón de pesos plata (y nos costó a nosotros hartas vidas y sacrificios repararlo), volando 21 de sus 24 magníficos arcos. Y mientras esto ejecutaba el mayor Latham, el ingeniero Quellart destrozaba la maestranza, estación y locomotoras en Chocope, centro importante de la línea de Trujillo.

Ejecutado todo esto, que importaba, sumando la destrucción con sus anteriores ítems, la suma de cinco millones de pesos, y después de una expedición nocturna llevada por los comandantes García y Muñoz Bezanilla contra Salmón, quien después de su fuga de Monte Seco se había refugiado en el pueblo de Ascope y volvió a huir, la columna se dirigió a la costa para embarcarse.

En consecuencia de todo esto la infantería se embarcaba el 24 de octubre en el puerto de Malabrigo, no sin perder en sus terribles rompientes algunos soldados del Buin (dos o tres y otros tantos marineros), y la caballería en Pacasmayo.

El 29 de octubre la expedición Lynch pasaba de esta manera en su regreso por delante del Callao, y mientras los peruanos los esperaban en Pisco desde el 20 octubre, iba a recalar a Quilca el 1.º de noviembre, fingiendo hábilmente un movimiento de agresión sobre Arequipa.

Diez días después, esto es, el 10 de noviembre, la expedición entraba con su escaso y triste botín al puerto de partida, en el cual por fortuna y para indemnizar a la guerra y a la historia de los dolorosos trances que hemos venido resumiendo, todo a esas horas era allí alegres y varoniles aprestos para marchar a Lima.

La expedición Lynch, que fue un dogal, había terminado casi a un tiempo con la misión Christiancy y las conferencias de Arica, que fueron sólo una vergüenza.

Terminaba así aquella famosa empresa de guerra que no quemó un sólo grano de pólvora y sí muchos quintales de dinamita. En manera alguna logró el objeto primordial y casi único a que fue destinada, esto es, atemorizar a los ricos de Lima mediante la destrucción de sus intereses, a fin de arrancar al dictador una paz pronta; y por el contrario con la ruina de sus propiedades se habían envalentonado hasta llamarnos «salteadores», cuando ellos probaban ser de hecho tristísimos cobardes.

En cuanto al botín de guerra, que ni la riqueza, ni la moralidad, ni el buen nombre de Chile para nada necesitaba, y fuera de la captura importante del Islay y la del Isluga, consistía aquel en definitiva en unos tres mil sacos de azúcar, 700 a 800 sacos de arroz, 500 pacas de algodón, 17 bultos de chafalonía de plata, 29.500 libras esterlinas en giros sobre Europa, que no sabemos si fueron alguna vez cubiertos, 11.428 pesos plata, cinco mil soles papel, y cuatrocientos chinos del peor tipo de la raza amarilla que desde entonces comenzó a invadir desde Arica los puertos de Chile, sin hacer cuenta de una infinidad de pequeños artefactos o ingredientes que por rubor no nombramos.

Y quedaba así plenamente confirmado el hecho y la predicción tantas veces sostenida con calor en esta historia, en la prensa y en el parlamento de Chile, de que no había sino una guerra digna, eficaz y de positivos resultados: la guerra en grande, única digna de los grandes pueblos.

Para dicha y honra de la patria esa guerra iba ya a comenzar, y ella haría tal vez acreedoras al olvido y casi a la absolución todas aquellas faltas que eran el fruto del empecinamiento y pequeñez de ánimo, si bien no de la carencia de patriotismo del jefe del estado y de su círculo íntimo y oficial.

A contar tan grandes hechos está reservada la segunda parte del presente volumen y último de la historia de la guerra.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Las expediciones de los chilenos a Tarata, a Moquegua y a Huanchaca


(Mayo-octubre de 1880)


Las conferencias de Arica tuvieron un desenlace, que hubiera sido desastroso si no hubiera sido risible, el 27 de octubre; y en consecuencia, en ese mismo día, o en el siguiente, se cambiaron entre el diplomático que hacía cabeza en el triunvirato de los negociadores por parte de Chile y el general en jefe, los siguientes telegramas:

«La diplomacia ha dejado la palabra. La tiene ahora el ejército!

E. Altamirano».



«Si la diplomacia ha cesado, el ejército celebrará la paz en Lima.

M. Baquedano».



¡Era ya tiempo!

El día mismo en que se cerraron aquellos inverosímiles trámites de la guerra, se cumplían a la verdad cinco meses desde que el ejército chileno entrara victorioso a Tacna, y aunque en ese lapso de tiempo una escuadra y aun un ejército hubieran podido dar desahogadamente la vuelta al mundo, las operaciones de la guerra encomendadas a la voluntad del presidente de la república, no habían avanzado una sola pulgada en el territorio enemigo después de aquel maravilloso y completo triunfo.

Al contrario, todo lo que habíamos hecho era perder tres buques, algunos centenares de miles de pesos en carbón de piedra, no pocos millones en efectivo y el doble en justas expectativas de indemnización, reduciendo a cenizas algunos de los más saneados bienes de nuestros adversarios y deudores. Y de esta serie de males, hijas de la inacción y de la pereza, se derivaban todavía dos de mayor entidad, cuales eran el armamento completo del enemigo y las reclamaciones diplomáticas que por todas partes seguían el paso depredatorio de nuestros soldados.

¡Ah!, cuánta sangre, cuántas complicaciones, cuántos dolores habría evitado a la república un solo momento de decisión! ¿Qué decimos? Cuanto más rápida, feliz y eficaz habría sido la solución de la guerra, a la que se había puesto esposas en las manos y grilletes en los pies, si el gobierno hubiera querido oír un solo día la voz del Congreso, la súplica siquiera del general en jefe que desde los primeros días de julio pedía sólo tres mil hombres para llenar sus bajas y marchar arma al brazo sobre Lima.

Llegará en breve la oportunidad, grata a la historia, de dejar demostrada esta última e interesante faz de la campaña, la acción personal del general en jefe en sus operaciones. Mas, por ahora será suficiente dejar demostrado que éste no se mantuvo un sólo momento en el ocio ni en la expectativa después de las victorias caramente compradas de Tacna y Arica.

Al contrario, permaneció el general Baquedano en el último puerto hasta fines de junio empeñado en despachar a Chile, a Lima y a La Paz los heridos de los combatientes que en número de tres o cuatro mil yacían en hospitales insuficientes o en descuidadas ambulancias; y ya hemos visto cómo sucesivamente fue remitiendo al Callao en el Limeña, en el Loa y el Lamar la carga humana que correspondía al Perú. Los heridos de Chile habían sido enviados con anterioridad hacia Iquique y Antofagasta, la Serena, Valparaíso y Santiago, cuando no había riesgo en su traslación, y en el Itata marcharon al sur los prisioneros de las dos batallas a cargo del comandante Salvo el 12 de junio.

En los primeros días de julio el general en jefe visitaba también por mar el malsano cantón de Pacocha, guardado por los novicios batallones Caupolicán y Valdivia que la fiebre y la inacción diezmaban.

Al mismo tiempo, fuera de las sucesivas circunstancias de la campaña, o para hablar con más propiedad, de la inacción, el general en jefe había despachado desde Tacna y desde Arica diversas expediciones subalternas, entre las cuales las más notorias fueron las que emprendió el coronel Barbosa hacia Tarata y Ticaco, es decir, al riñón del Tacora en lo más frígido del invierno, y las que los comandantes Echeverría y Salvo condujeron por la costa hacia Pacocha en la primavera de 1880. Se hacía con tan señalada pausa la guerra que el tiempo daba holgura para elegir una en pos de otra todas las estaciones.

Cabe por tanto narrar aquí muy sucintamente esos dos hechos de guerra, que en su época y en ausencia de empresas de mayor aliento, preocuparon al país.

Desde mediados de junio el ejército chileno se había escalonado por divisiones desde Tacna a Pachia, tomando lo que habría podido llamarse sus cuarteles de invierno, si tal estación fuera capaz de hacer sentir su adusto paso en aquellos dulces valles semitropicales. La 4.ª división, que había peleado en el ala izquierda de Tacna, había marchado a ocupar posiciones análogas entre Calana, Pachia y Calientes, en el camino real hacia Puno y hacia La Paz que así quedaba cubierto. Según se recordará, el coronel Barbosa mandaba esta brillante tropa compuesta de los regimientos Zapadores, Lautaro y Cazadores del Desierto, cuerpo que algo más tarde fue disuelto y refundido en los anteriores.

En cierta mañana de julio, varios oficiales del Lautaro invitados por el valiente capitán don Bernabé Chacón para una partida de caza en las cordilleras de Calientes, se dirigieron en demanda de huanacos hasta el punto llamado Palca, en el camino del Tacora; y cuando los cazadores se hallaban en una choza de indios departiendo sobre frugal colación, una descarga a quema ropa les intimó hallarse prisioneros. Era la guerrilla de Pacheco Céspedes, aventurero cubano que se decía sobrino del ilustre caudillo que intentó libertar la Gran Antilla y sucumbió en la demanda como bueno y aun como grande, porque estando ciego murió peleando.

Se componía la imprudente comitiva de excursionitas, del capitán Chacón, el teniente don Ramón Luis Álvarez, del Lautaro, y del cirujano don Moisés Pedraza. Había notado éste que al llegar al rancho en que se albergaban, un niño había salido hacia el campo; y receloso, montaba a caballo cuando fueron asaltados.

Herido por tres proyectiles logró sin embargo escapar y dio la alarma aquella misma tarde en Pachia. Era el 16 de julio de 1880.

Puso en el acto el coronel Barbosa en movimiento la caballería de su división, y esa noche salió en persecución de los guerrilleros el alférez de Granaderos don Juan Esteban Valenzuela, joven oficial de probada bravura que desapareció más tarde en los valles vecinos a Tacna de una manera misteriosa sin que hasta hoy se sepa su paradero o su fin.

Nada se descubrió ese día ni al subsiguiente, salvo que los prisioneros chilenos estaban vivos y cortésmente custodiados por el capitanejo Céspedes.

Mas, deseoso el general en jefe de limpiar los alrededores de su campo de incómodos merodeadores, ordenó con aquel motivo al coronel Barbosa marchase hacia el Tacora donde los guerrilleros de Céspedes y los del joven y valiente oficial peruano don Leoncio Prado, compañero del último en Cuba, ocultaba su nido y su reparo. Se recordará que el último tenía a sus órdenes desde antes de la batalla de Tacna un cuerpo franco de caballería con el nombre de Guerrilleros de Vanguardia.

Muy de madrugada en la mañana del 19 de julio se puso en consecuencia en marcha el infatigable coronel Barbosa, hombre que duerme sobre el lomo del caballo con más placer que en blanda almohada, a la cabeza de una división de 700 hombres. Iba esta compuesta de 500 infantes del Lautaro (comandante Robles), 200 caballos con los oficiales Jiménez de Carabineros y Valenzuela de Granaderos, y dos piezas de montaña a cargo del teniente don Guillermo Nieto.

Al propio tiempo, y haciendo un rodeo por los valles de Sama, de Sinti y de Ilabaya, el comandante don Wenceslao Bulnes, a la cabeza del primer escuadrón de Carabineros de Yungay, que en ausencia de su hermano comandaba, iría a cortar la retirada de los guerrilleros del Tacora, situándose a la altura de Tarata en la vecindad de Moquegua. Aquella doble expedición completaría su circuito en dos nombres que por su semejanza muchos confunden en uno sólo: Tarata y Torata.

El coronel Barbosa debía arrear las partidas de Céspedes y de Prado, así como las fuerzas de infantería que por allí mandaban el coronel Rosas, prefecto sin prefectura de Tarapacá, y el doctor arequipeño Prada, desde Tarata a Torata.

No necesitamos agregar, después de haber apuntado estos dos nombres de jefes peruanos que no tenían mando sino nombres, que ambos vivían en perpetua riña por el mando. Es lo que aparece en toda circunstancia en que dos caudillos o dos caudillejos logran en aquel desgraciado país ponerse el uno junto al otro.

Caminando dos días consecutivos por desfiladeros andinos y casi inaccesibles, sin detenerse en las noches que luna diáfana e invernal iluminaba con intenso reflejo sobre el hielo en las alturas, sino para dormir en el sendero, y después de haber atravesado los lugarejos desiertos de Estique «villorrio miserable y harapiento» y el de Turicachi, verdadero nido de águilas suspendido en altísima roca, la sufrida columna chilena amanecía el 21 de julio, día frigidísimo, en la vecindad del pueblo indígena, pero comparativamente rico e industrioso, de Tarata. En otra ocasión dijimos que este distrito montañoso, cuya población pasa de 1.500 individuos, la mayor parte arrieros, sirvió de granero al ejército aliado de Tacna en sus días de penuria.

El guerrillero Céspedes había tomado una dirección opuesta a aquella en la que se le perseguía, y el bombástico coronel Rosas se había retirado a Ticaco, nombre de montaña y de laguna, tres leguas más adentro de la sierra, dejando de avanzada al coronel Prado con sus guerrilleros. El mismo Prado guardaba a Turicachi, posición inexpugnable; pero en la víspera había salido con su tropa a poner en paz a Prada y a Rosas, y no sólo no lo consiguió sino que cayó enfermo en Torata.

Sin vacilar, y no obstante su dolencia que lo postraba en cama, salió el último a medio vestir al encuentro de los chilenos que casi sin ser sentidos se habían posesionado de un elevado portezuelo, cubierto de arbolado, que domina el pueblo. Pero, como de continuo, los soldados huyeron dejando miserablemente a su jefe entre las breñas. Peleaba éste armado de carabina Spencer de 10 tiros, y al primer animoso lautarino que le intimó rendición lo dejó en el campo disparándole a boca de jarro, con su arma. Pero como se hallase rodeado en todas direcciones, se rindió al fin como si hubiera sido un simple soldado. Los suyos en la huida habían dejado 26 muertos y 24 prisioneros, tres de estos heridos. Nuestras pérdidas habían consistido sólo en el soldado del Lautaro que de hombre a hombre mató Prado.

Descansó el coronel Barbosa un día en Tarata para dar aliento a la caballería contra el cansancio y al soldado contra el soroche, y el día 22 continuó hacia Ticaco, donde sólo encontró sobre el hielo la huella de los fugitivos.

No siendo posible, a causa del frío y la distancia, marchar más hacia Puno y menos dirigirse hacia Torata, dando vuelta por las asperísimas serranías de Candarave, el jefe resolvió regresar a Pachia después de consultada debidamente esta medida. Mientras el expreso iba y volvía, se solazaron los soldados comiendo sin tasa de rancho ni de estómago cuanto hubieron a mano, porque asaban en grandes fogatas exquisita carne de ternera y millares de cuyes que aquellos indios, tan prolíficos como estos roedores, crían en sus ranchos y corrales con más profusión que las ratas. Y tomando el 26 de julio el mismo camino de regreso la expedición del Tacora, ingresaba a su campamento arreando abigarrado piño de cabras, de vacas, de ovejas y de llamas, cada soldado caballero en un borrico, el 27 de julio dando su misión por terminada.

«Posesionado de Ticaco -dice uno de los más inteligentes ayudantes del estado mayor divisionario que acompañaba a la expedición y hechas algunas exploraciones y tomados datos seguros- se vio el coronel Barbosa en la imposibilidad de cumplir las órdenes recibidas de juntarse con Bulnes, pues de Ticaco a Tarata, había ocho o diez días de camino por las sierras, los que nuestra tropa no podía ejecutar. Así es que consultado sobre este punto el general Baquedano, dio orden de volverse a Pachia. La expedición sólo había costado la vida de un hombre; se había mantenido durante ocho días con los recursos del enemigo y llevó una buena cantidad de ganado vacuno, lanar y cabrío, además de volver toda la infantería convertida en caballería, pues se reunieron 500 burros. Por manera que la economía de la expedición importaba una gruesa suma y militarmente había sido llevada a término con gran estrategia y felicidad. El enemigo se retiraba a Puno y a Arequipa, de donde no era fácil intentase volver, sabiendo que los chilenos vencían con facilidad las inmensas dificultades de una marcha por la fragosa sierra».



En cuanto a la tropa de caballería que el comandante don Wenceslao Bulnes condujo hasta Torata para hacer el rodeo estratégico de los guerrilleros, sufrió algunas inclemencias en el tránsito de las montañas, y en una sola noche perdió cinco caballos extenuados por el frío; pero logró estacionarse oportunamente en el lugar de su destino, y sólo regresó a Tacna cuando se le comunicó aviso de retirada del coronel Barbosa a su campamento de Pachia.

Causas análogas a las que habían motivado el envío de la expedición Barbosa hacia el Tacora dieron origen, tres meses más tarde, a la excursión de castigo y de rescate que por los médanos de la costa llevó a la ciudad de Moquegua el comandante don J. de la C. Salvo.

Aprovechando su conocimiento en los lugares se había aproximado después de la derrota de Tacna al valle vecino de Sama el comandante de los gendarmes de Moquegua Jiménez, trocado ahora, bajo el nombre indígena Guacuyaní en guerrillero con su gente; y sea por medio de halagos o por sorpresa había ido adueñándose en aquellos parajes de no menos de dieciocho soldados chilenos la mayor parte pertenecientes al agraviado y disuelto batallón Cazadores del Desierto, con sus armas. Circulaban además profusamente en los campos vecinos a nuestras avanzadas incitaciones impresas en papeles microscópicos que textualmente así decían:

«Aviso importante:

La prefectura de la provincia litoral de Moquegua, ofrece dar a los desertores del ejército chileno que se presentasen armados, una gratificación de veinte soles y sin armas diez; y además tendrán los mismos seguridad de trabajo libremente donde les convenga».



Se agregaba a todo esto que el atentado de los moqueguanos cuando apresaron a traición al alférez Letelier y mataron su escolta, acaudillados por el coronel Flores, había quedado impune, y de ello se aprovechaba aquella gente para insolentarse en nuevos desmanes.

A fin de poner reparo a tales avances y castigarlos debidamente, despachó el general en jefe desde Tacna, a fines de septiembre y por el camino del Hospicio, al comandante don Feliciano Echeverría con el escuadrón de aguerridos Cazadores que mandaba. Mas este jefe, impresionado al llegar a Conde, por la vista de los guerrilleros del comandante Jiménez, que no llegaban a cincuenta, y según otros, asustado por algunos riscos que a la distancia figuraban tropas, torció bridas a su encargo y a su fama y regresó al cuartel general, declarando que Moquegua estaba fuertemente ocupada por el enemigo y que, por consiguiente, no se había atrevido a tomarlo a sable y carabina. Pedía refuerzos, y venía a buscarlos en persona. La retirada del comandante Echeverría delante de las piedras, había tenido el 28 de septiembre.

Indignado el pundonoroso general Baquedano por aquella conducta tan extraña en un jefe chileno, hizo poner un tren, y conociendo la resolución natural y energía de carácter del comandante don J. de la C. Salvo, que se hallaba en Arica, recientemente regresado de Chile y a cargo de la artillería del Morro, se dirigió en persona a aquel puerto y le ordenó saliese inmediatamente por mar con dirección a Pacocha, organizase allí de ligero una expedición de infantería y marchase sobre Moquegua, al paso que el comandante de Carabineros don Rafael Vargas avanzaría por Sama con su escuadrón y una batería de montaña para reunírsele y esperar juntos, si las noticias que el comandante Echeverría había traído resultaban exactas. El general Baquedano ordenó a este mismo jefe, que sin tomar descanso regresara con su desairada tropa a dejar cumplida, costase lo que costase, su comisión primitiva. La expedición vengadora contaría de esta suerte de más de mil soldados de las tres armas.

Tenía esto lugar en la noche del 30 de septiembre. Al día siguiente se embarcaba el comandante Salvo en el Paquete del Maule con su joven e inteligente ayudante don José Alberto Bravo, uno de los más entusiastas voluntarios de la campaña, y, antes de amanecer el día 2 de octubre, se hallaba en Pacocha.

Con la celeridad que la situación requería y dando vuelo a sus naturales bríos, el comandante Salvo eligió tres compañías del batallón Valdivia que allí mandaba el coronel don Lucio Martínez, según dijimos, y 275 soldados del Caupolicán, que estaba desde la muerte de su jefe y organizador don Félix Valdés, a las órdenes del comandante don José María del Canto, y sin dar espera a aprestos indispensables en las marchas por el desierto y reclamados por una dolorosa experiencia, el impetuoso artillero se movía en dirección a Moquegua aquella misma tarde con su división de 575 infantes, a pie y sólo con 27 cargas de agua y de víveres. A cargo de la tropa del Valdivia iba el mayor don José Joaquín Rodríguez, excelente hombre de guerra, y de los caupolicanes el capitán ayudante don Telésforo Infante, oficial movilizado pero entusiasta y enérgico.

Caminando pesadamente toda la noche del 2 y a trechos el día 3, llegaba la fatigada división Salvo al Hospicio a las doce de la noche del último día; y aunque había hecho un desvío por el valle siguiendo la quebrada llamada «De Loreto», padecían los soldados y aun los oficiales las mismas torturas de sed que tanto había angustiado a las divisiones del ejército en su marcha hacia Locumba, cinco meses hacía. Uno de los expedicionarios escribía por esa época, entre otros detalles al autor de este libro, que una parte no pequeña de los soldados iba descalza, en traje de verdaderos pililos de faena carrilana, y, lo que era mucho más grave, tan mal provistos de caramayolas, que «para cada veinte soldados llevaban una».

En la mañana del 3 de octubre, después de una arenga militar del jefe de la división, se habían regresado a Pacocha 34 soldados del Caupolicán que declararon hallarse incapaces de continuar la marcha, así como el subteniente don José Félix Calleja «enfermo del hígado».

En la hora exacta de la cita, se reunió en el Hospicio al teniente coronel Salvo, el comandante Vargas, que aunque enfermo y echado sobre su montura, sabía cumplir militarmente su consigna. Junto con el esfuerzo de caballería de Vargas, llegaron cinco piezas Krupp de montaña, a cargo del capitán Nieto (el mismo de Tarata), y una abundante tropa de mulas con víveres y agua. Las dos divisiones formaban un total de 855 plazas.

Consagraba el comandante Salvo el día 4 de octubre a organizar sus fuerzas, en previsión de un encuentro, el 5 bajaba a Conde y el 6 a las 2 de la tarde se presentaba a la vista de Moquegua en el Alto de la Villa, después de haber recibido en las afueras de la población una diputación de extranjeros presidida por el italiano don Felipe Revoredo, encargado de pedir gracia a nombre de la neutralidad y de la indefensión de la ciudad, que databa desde el mes de agosto.

Sin tomar en mucha cuenta este aparato, y sin descender del Alto de la Villa, ordenó el comandante Salvo que los vecinos del pueblo se convocasen a las doce del día siguiente en la sala capitular, presididos por su síndico o alcalde, para que allí tomasen conocimiento del pesado rescate que la venganza de Chile iba a imponerles. Se llamaba el agente municipal don Juan Daniel Navarrete.

Se hizo así, y en la hora fijada del día 7 de octubre una docena o dos de vecinos aguardaban al comandante Salvo, y éste con una alocución más o menos eficaz, en que recordaba a los moqueguanos su pérfida conducta para con el ejército de Chile, los condenaba a entregar, por vía de multa, en la caja de la división, en el espacio de veinticuatro horas, la enorme suma de cien mil pesos en plata.

La imposición en dinero era justa en tal evento; pero el motivo debía considerarse como cruelmente exagerado para un pueblo empobrecido por la guerra, cuyos vecinos pudientes habían huido y que a virtud de la invasión creciente del papel moneda no tenía en realidad arbitrios para llenar ni la más leve parte de aquel cupo en especie, es decir, en dinero y en pastas metálicas.

A consecuencia de una reclamación de los circunstantes, el jefe de la expedición chilena consintió en bajar la cuota a 60 mil pesos, amenazándolos con el apremio de terrible represalia en caso denegado; y fue dolor y falta evidente de tacto no haber hecho descender el tributo a lo que montase el dinero disponible, porque siempre será desdoro para un ejército despojar a las matronas de su más íntima y recóndita vajilla (como aconteció en aquel lance) y a las jóvenes de sus zarcillos de gala y hasta de sus sortijas de alianza, para echarlas en los platillos el rescate de Breno.

Se mostró, a la verdad, inexorable sobre ese particular el jefe chileno.

«Por todas las calles -dice el alcalde o síndico municipal Navarrete, en una relación que pasó al prefecto de Arequipa sobre la breve ocupación de Moquegua por los caupolicanes- se cruzaban grupos de personas, tanto de varones como de mujeres, afanosos por auxiliarse mutuamente para contribuir con lo que les era posible, depositándolo en mesas colocadas en la plaza. Cumplidas las 24 horas, ocuparon en efecto las fuerzas chilenas esta población y muchas señoras se presentaron ante el jefe a pedir la disminución del crecido impuesto y prórroga para cubrirlo, o que se les señalase un lugar de asilo para poner a salvo sus personas y honor, lo que no consiguieron a pesar de las súplicas que emplearon y las lágrimas que vertieron; objeto que tampoco consiguieron el señor cura vicario y otro sacerdote, señor Comas, que lo acompañó ante el jefe».



El 8 de octubre a las 12 del día en punto, el comandante Salvo descendía a la plaza del pueblo con toda su división en son de guerra para imponer el rescate, mientras el alentado mayor Alzérreca, segundo jefe de Carabineros, iba a hacer una prorrata de animales en Torata.

Formó el comandante Salvo su división en cuadro como para una ejecución, en la plaza del pueblo, y tomando su puesto a la cabecera de una mesa provista de balanzas, iba a comenzar la operación del rescate, cuando, como en Roma, se sintió la voz sentimental de un grupo de damas que venían a solicitar clemencia.

Las recibió el comandante Salvo con su cortesía característica, y entonces con eco acentuado pero suplicante le habló en los siguientes términos la señora Dominga Llosa de Duran, que por el apellido parece arequipeña y por el alma y la lengua hija de Roma:

«Señor:

Nuestros acongojados semblantes más bien que nuestras palabras demostrarán a usted la tristísima situación en que nos encontramos. Tiene usted la fuerza y con ella la suerte de este pueblo, su fortuna y su vida; pero esperamos de su corazón magnánimo y generoso que, inspirándose en nobles sentimientos, en el recuerdo de su esposa e hijos, conceda un lugar de refugio para la vida de nuestros hijos, para el honor de nuestras hijas. Hemos dado todo cuanto tenemos; el dinero destinado a nuestro alimento, las alhajas que conservábamos con cariño. Estamos dispuestas a dar más, todo lo que tengamos, nuestras propiedades y nuestros muebles. Pero que el honor y la vida de los inocentes y débiles quede salvaguardada de los desórdenes de la tropa. Pedimos un lugar de asilo para nuestros hijos. Pedimos mayor plazo para cumplir la obligación impuesta al pueblo, y todo esto pedimos por lo más santo y sagrado que haya en su corazón».



El arrogante comandante Salvo, puesto de pie contestó inmediatamente, y conforme a su diario de campaña, de la manera que pasamos a expresar:

«Señora:

He escuchado con profundo respeto y emoción las nobles palabras que usted, a nombre de las distinguidas señoras de esta ciudad, me acaba de dirigir.

Representante, no de mi voluntad, sino de una voluntad superior, yo no soy aquí sino el mero ejecutante de las disposiciones del gobierno de Chile. Tengo el honroso mandato del gobierno de mi patria, y dejando a un lado los impulsos personales que pudieran moverme a alterar mi línea de conducta, me es doloroso, no poder acceder a todo lo que ustedes, señoras, me piden. Las hostilidades del ejército de Chile se dirigen contra los que hacen hostilidades en daño de Chile, no contra las mujeres, niños y hombres indefensos: las contribuciones de guerra pesan sobre todos los habitantes de los pueblos. Al hacerlas efectivas, las propiedades y las casas deben servir para satisfacerlas, no las personas. Puedo asegurar a ustedes, señoras, que ni un cabello de persona alguna de este pueblo será tocado por nuestros soldados. Ustedes pueden reposar tranquilas. No necesitan lugar alguno de asilo.

En cuanto a prorrogar el término para el pago de la contribución, me es absolutamente imposible hacerlo. He fijado un término fatal: no está en mi ánimo alterarlo. Lo siento, pero no puedo hacer más».



Terminando así esta plática triste y singular, tomó la palabra la señora doña María Noel de Tizón, hija probablemente del bravo marino de aquel nombre (el capitán Noel) que se ahogó en Paita en 1850, y con un acento de desesperación que hizo asomar las lágrimas y el sonrojo a todos los circunstantes, exclamó:

«Es justo, es necesario, señor, que ya que usted significa que se harán hostilidades en la población si no se alcanza a cumplir el impuesto, es indispensable que usted indique que hará. Tenemos el derecho de saberlo, porque, como madres, tenemos la obligación de cuidar de nuestros hijos; trataremos de ponerlos a salvo. Espero se sirva usted contestarme: ¿qué hará usted?».



El comandante Salvo, respondió:

«Repito, señora, no tienen ustedes que preocuparse de la seguridad de las personas: su vida y su honor están seguros bajo las armas de Chile».



Agregan las crónicas moqueguanas encargadas de perpetuar estas escenas dolorosas que recuerdan las ciudades puestas a saco de tesoro y de vírgenes en la antigüedad, que notando la impasibilidad con que el jefe chileno exigía el monto total del rescate, una de las damas que rodeaba la mesa, crispando su puño y su lengua, lo apostrofó diciéndole: «¡A este hombre no lo ha parido mujer!»

No hubo arbitrio (si bien, a juicio nuestro, habría sido preferible encontrarlo) y, en consecuencia, comenzó la operación de la colecta de dinero y de valores que debía durar cuatro mortales días. Por lo que se refería al del primer plazo, he aquí como el rescate de Atahualpa fue contado:

«El comandante pasó con su ayudante a ocupar la sala consistorial y las señoras se retiraron entre exclamaciones y lágrimas. La comisión de vecinos entró también a la sala exhibiendo unas talegas con dinero y unas balanzas para pesar las pastas metálicas».



Estaba, pues, pagada la contribución pecuniaria impuesta por el jefe chileno.

En más de una vez aquella penosa operación que traía convertidos, «a virtud de orden superior», a los nobles soldados de Chile en judíos venecianos, fue interrumpida por falsas alarmas de las avanzadas. En una de las primeras noches se anunció por tres expresos sorprendidos a la vez (lo que debió ser ardid peruano) que el coronel Leiva se avanzaba con ocho mil hombres a arrojar a los invasores de Moquegua. De esto dio aviso inmediato el comandante Salvo al cuartel general y motivo viva alarma allí y en el país. En consecuencia, el nunca cansado coronel Lagos se dirigió a Pacocha, y de allí, con los comandantes del Valdivia y del Caupolicán, a Moquegua. Por su parte, el comandante Salvo se había adelantado valientemente con 200 caballos y 3 cañones hasta Homo, camino de Arequipa, donde se persuadió que la noticia de la bajada de los arequipeños había sido falsa.

El 8 de octubre había llegado el comandante Echeverría con su escuadrón (103 plazas) y 31 hombres del Bulnes montados en mula, habiendo partido de Tacna el día 4. Como castigo o como una encomienda fue enviado con su tropa a la vanguardia, es decir, a Homo, por donde se esperaba ver llegar las columnas de Arequipa. La división de Moquegua, con estos refuerzos, ascendía a 983 plazas de todas armas.

Con motivo de las alarmas dadas, el regimiento Santiago había partido también por tierra y llegado hasta Sitana sembrando aquellos valles de desertores. Según el diario del comandante Salvo, pasaron éstos de 40, y era cosa digna de ser notada que aquellas correrías en demanda de desertores concluían por aumentar su número. El mismo jefe de la expedición dejó siete de éstos, de los cuales dos eran del Bulnes, uno de Cazadores y cuatro de Carabineros. Los peores y más lobos eran los trompetas, que tal vez por esto han hecho de su oficio un mal nombre.

De acuerdo con el coronel Lagos (que el 14 de octubre había avanzado hasta Conde), regresó la infantería en tres días a Pacocha por el camino de la ida, siguiendo el comandante Salvo con la artillería, la caballería (unos 350 jinetes), y el tesoro a Tacna por la vía de Sama. Llegó esta columna a su destino el 19 de octubre de madrugada, y, después de haber entregado su jefe con la más laudable delicadeza hasta el último maravedí y el último anillo de oro a la caja del ejército, se trasladó por mar a Arica la fuerza que en Pacocha había quedado y se incorporó hacia el 22 de octubre al ejército de operaciones que presenciaba a esas horas con el arma en descanso las inverosímiles conferencias de la Lackawana.

Con mucha anterioridad a las operaciones, más de botín que de guerra, referidas ya en el presente capítulo, había tenido lugar una de las más extravagantes y culpables maniobras militares de esta guerra en que todas las operaciones en grande han sido coronadas de éxito brillante, y las de simple merodeo en desmedro o en baldón, desde la de Mollendo a la de Chimbote.

Con el singular propósito de ir a llamar la atención de la quinta división que en las alturas de Lípez mandaba a fines de 1879 el general Campero, y cuando hacía ya un largo mes que se hallaba aquella fuerza incorporada al ejército de Tacna, y en la víspera inmediata de esta batalla, librada a doscientas leguas de distancia, salió en largo tren de carretas fletadas por 10 pesos diarios cada una a la casa de Artola, sin incluir víveres ni forraje, la expedición que se llamó de Huanchaca y que condujo el comandante de artillería don Ambrosio Letelier bajo la dirección superior del coronel don Marco Aurelio Arriagada, gobernador militar del territorio de Antofagasta y por órdenes del gobierno de la capital.

Con relación a la estrategia de la guerra y dadas las distancias y el tiempo de la ejecución, aquella empresa era simplemente un desvarío. Pero por la hora en que se le dejó partir fue casi un crimen.

Era el mes de mayo, época de indecibles rigores en las cordilleras de Bolivia, y en consecuencia era materialmente imposible para tropa bisoña y aun para los más aguerridos veteranos, ejecutar aquellas marchas, que en diversas tentativas anteriores y verificadas en el verano habían dado lugar a demostrar su absoluta imposibilidad. Los bolivianos mismos, que son gamos en la guerra, no se atrevieron nunca a descender desde Oruro, ni siquiera desde Potosí y de Huanchaca hacia la costa, y ahora con un puñado de reclutas del Melipilla, unos cuantos jinetes del escuadrón Maipú y dos cañones, se pretendía hacer en el corazón de frigidísimo invierno tal locura.

La expedición partió de Calama a mediados de mayo, y apenas había comenzado a encumbrarse en la cordillera vecina que va a descender a Canchas Blancas, en la altiplanicie boliviana, la colecticia tropa se dio cuenta por sus primeros padecimientos de los que más allá le aguardaban.

«Desde que salimos de Santa Bárbara (segunda jornada de Calama) -dice una relación de aquellas aventuras- principiaron nuestros sufrimientos pasando días enteros sin comer, y lo que es más horrible, quince días casi sin dormir, pues no era suficiente forrarse en cueros y bayetas; el frío era insufrible. Me baste decirle que los escupos dentro de nuestras carpas eran a los dos minutos un pequeño pedazo de nieve; el agua de las caramayolas, el vino y todo líquido se convertía en hielo; en los pequeños riachuelos teníamos que romperlo para que bebieran nuestros caballos. ¡Cuántas noches tuvimos que azotar a individuos para que no fueran víctimas de una muerte segura! (¿Y por qué no azotar hoy a los que los mandaron?)».



Arrastrándose así la maltratada columna rota y dispersa en trozos, marchando al paso de las carretas por los páramos helados y las cuestas inaccesibles, logró descender hacia el revés de Canchas Blancas, donde ocurrió un siniestro que mató a dos artilleros.

Por fortuna un rayo de luz penetró en la cavidad cerebral de los que habían fraguado aquella empresa cruelmente temeraria, y el comandante Letelier recibió, en medio de las más horribles penurias, la orden de regresar a Calama, sin haber divisado siquiera las tentadoras lomas argentíferas de Huanchaca.

Más cruel que el viaje de subida fue el de regreso, porque cogió a la desbaratada hueste un recio temporal de viento y hielo que estuvo a punto de hacerla perecer. Y así habría acontecido casi sin remedio sin la extraordinaria energía y sagacidad militar de su jefe.

«Desde que salimos de la posta de Viscachilla (que está al otro lado de la cordillera) -dice la relación que hemos venido citando- principió un temporal de viento; el primer día, que fue de marcha hasta Tapaquilcha, no fue tan terrible como los dos días consecutivos de este último punto a Ascotan y Polape, días terribles y que no los olvidaré nunca. Cuatro caballos se me quedaron en el camino apunados; tres hombres helados, uno de ellos, alemán, pedía le cortaran el pescuezo y buscaba el cuchillo en las botas (el que ya un soldado le había quitado); los que se libraron de la muerte fue mediante a las atenciones del doctor señor Mamerto del Campo, quien se ha portado muy atento con todos los de la división durante la campaña; las mulas se nos estrellaban unas con otras con el recio viento; no pudimos abrir los ojos con la tierra que volaba en el espacio; se les corrían las lágrimas a los pobres soldados, y preferían pasarse sin comer con tal de no parar hasta llegar a un punto donde siquiera encontrásemos peñas en que refugiarnos».



Tal fue, someramente compendiada, la expedición a Huanchaca, que era la séptima de su especie después de las tres de Moquegua, la de Mollendo, la de Chimbote, la de Tarata; todas más o menos eficaces para el gran objetivo de la campaña, que en la primera faz de la guerra fue Tacna y en la segunda Lima.

Con excepción de las operaciones que muy a la ligera hemos referido (y aun mayor quisiéramos hubiese sido nuestra premura) no ocurrió en los campamentos nada de notable durante la estadía de cinco meses que le impusiera la absurda, ciega y obstinada poltronería del gobierno.

En la vida de espera y de aburrimiento, que es la consecuencia peligrosa de las guarniciones, sólo tenían lugar lances penosos, y aun horribles. Ya eran ocho soldados del 3.º que se desertaban con sus armas con dirección a La Paz, y rodeados de la caballería rompían contra ella sus fuegos. Cuatro de éstos murieron con gran bravura en el banco de Pachia y cuatro yacen todavía en la Penitenciaría de Santiago. En otra ocasión se fusilaba en Pocollay a un soldado del Caupolicán que había hecho fuego sobre su capitán en la marcha de Pacocha a Moquegua, y en Arica era ejecutado hacia el 22 de agosto un arriero natural de Codao llamado Silva. Acertó éste un balazo con su revólver al conductor de equipajes Bascuñán y murió enseguida al pie del Morro con una entereza que maravilló a todos los que se hallaban presentes. No consistió en que le llevaran en un carretón al sitio del suplicio ni que le vendaran la vista para saludar y despedirse de sus conocidos, hasta que cayó por el plomo sin haber sido soldado, sino un infeliz arreador de mulas.

Fue especialmente autorizado aquel escarmiento por órdenes del general Baquedano, que desde Tacna se alarmaba de los frecuentes crímenes cometidos en el vecino puerto.

Un capitán de buque había sido encontrado asesinado dentro de un foso y un contador de la armada, que bajó a tierra con dinero, había desaparecido de una manera misteriosa.

No escaseaban tampoco en Tacna los sucesos dolorosos, porque, aparte de un oficial chileno que fue asesinado por un cabo que custodiaba una casa, el valiente capitán del 4.º de línea don José Miguel La Barrera, que tanto se había distinguido en el asalto de Arica, pereció víctima de una celada peruana en noche de placer. El capitán La Barrera era natural de Chillán y en 1861 había comenzado su carrera en el 4.º de línea como simple soldado, a ejemplo de su jefe el malogrado San Martín; y cuando aguardaba sus despachos de sargento mayor cayó víctima de una daga que le atravesó de parte a parte el costado.

Los peruanos no cesaron de mostrar su aversión tenaz hacia los invasores y llevaron en ocasiones su venganza hasta el insulto y la villanía.

El 18 de septiembre, escribía un oficial a su familia desde Tacna, hubo misa de gracias a la cual asistieron la 1.ª y 2.ª división.

Después de la misa desfilaron por la calle del Comercio, donde estaba el jefe para pasarles revista. Cuando tenía lugar este desfile, le tiraron agua sucia al estandarte del Atacama y de pedradas al del Santiago, y no sé a que otro cuerpo. Todo esto se ha dejado impune, ha pasado desapercibido: ¿qué tal?».

Atentados de índole tan indigna en país avasallado por sus derrotas, habían encontrado sin embargo con anterioridad espléndida compensación, porque, guiado el inteligente capitán de ingenieros don Enrique Munizaga por el dicho de un soldado prisionero y enseguida por la revelación del cura italiano de la iglesia parroquial de Arica, supo que el estandarte del 2.º de línea, perdido en Tarapacá, se hallaba escondido en la sacristía de la iglesia de San Ramón de Tacna, y ayudado por el capellán de ejército don Ruperto Marchant Pereira y por un cabo del Lautaro llamado Cipriano Robles, lo extrajo del fondo de una caja de casullas el 11 de junio, con intenso regocijo de todo el ejército, que así quitaba al enemigo su único trofeo.

Pereció por estos días en lecho rodeado de respeto y de afectuosos cuidados pero no a influjo de las balas que tenían surcado su cuerpo en los combates que se habían sucedido en la república en el último medio siglo, desde Lircay a Tacna, desde Piura a Cerro Grande, el bravo entre los bravos, comandante del regimiento Chillán Vargas Pinochet, a quien por la fama de sus hechos militares y en memoria de ser el último capitán del viejo Carampangue le pusieron sus amigos al morir: Vargas Carampangue. Tocado dos veces en Tacna por el plomo, se mantuvo entero, pero anciano ya de 67 años, sucumbió en esa ciudad a una recia pulmonía, fruto de sus patrióticas fatigas.

Por lo demás los soldados y oficiales del ejército hacían cuanto les era dable por matar honestamente el tedio de su existencia condenada a eterna espera. En los campamentos de Pocollay, Calana, Arica, Dolores, Pisagua, etc., se sucedían las representaciones teatrales amenizadas con juegos acrobáticos, títeres y pantomimas, y aun elevando un tanto más su estro, los sargentos del Atacama comenzaron a publicar en Pocollay una hoja manuscrita y humorística titulada El Atacameño, al paso que los oficiales de algunos cuerpos daban alegremente vida a un periódico impreso en Tacna en octubre, al cual por remedar al Eco, diario que había sido de los peruanos, le pusieron por nombre el Hueco, hasta que la autoridad, celosa de la disciplina, lo mandó suprimir.

Ocurrió también a fines de ese mes un desastroso incendio que consumió en ocho horas veintisiete manzanas de la ciudad de Iquique, valorizándose el daño en tres millones de pesos.

Fuera de esto nada de importancia se había hecho en aquellos distritos salitreros sino habilitar algunas oficinas, encerrándolas en estrecho monopolio, a virtud de un excesivo derecho que alejaba la competencia de nuevas industrias, y de esa manera retardaba torpemente, por la avidez de los escudos, lo que podría llamarse la «chilenización de Tarapacá».

En cambio se había fortificado a Iquique con 7 cañones, a Pisagua con 4, a Pabellón de Pica con 3 y en Huanillos no se había alcanzado a montar un cañón de a cien por falta de «agua y de tiempo».

Tal era, más o menos, la situación de los campamentos chilenos a lo largo del litoral del Pacífico desde Antofagasta a Pacocha, desde Pachia a Arica, cuando el 10 de octubre llegaba al último puerto el ministro de la guerra en campaña acompañado de los generales Saavedra, Sotomayor y Maturana, a quien seguiría en breve el general Villagrán ascendido recientemente a general de división, con numeroso grupo de jefes de diversas jerarquías en el vapor Valdivia, y cuando disipada «la paz de Arica» como si hubiera sido espesa camanchaca de aquel pesado clima, penetraba, un mes cabal más tarde (10 de noviembre), el coronel Lynch de regreso de su terrible e infructuosa expedición al Norte.

Se operaba así al fin un movimiento de concentración general que sería augurio de días felices para el ejército y el país, y de esto, antes de emprender la jornada hacia Lima, vamos de seguida con satisfacción a ocuparnos.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

El ejército de operaciones sobre Lima


En diversos pasajes de los tres volúmenes que sin contar el presente, van corridos de esta historia y revista de la guerra, crónica minuciosa y comprobada de hechos que sigue el carro de aquélla cual si fuera su sombra y su reflejo en la revuelta y ensangrentada arena, hemos venido midiendo el incalculable trecho que nos habían dejado atrás las artes prolongadas de la paz en el arte de la guerra. Muy pocos, si alguno de nuestros jefes, habían pasado más allá de Yungay, refriega de montañas y de fusil de chispa, o de Loncomilla, pelea no de ejércitos sino de perros bravos en que fue un lujo matarse a culatazos y con fusil de fulminante.

Había sido esto, a la verdad, de tal manera, que el general en jefe había resistido con invencible tenacidad (¡caso inverosímil!) a la agrupación de su ejército en divisiones, al paso que el gobierno, ciego al espíritu del país y sordo a sus gritos, continuaba (¡cosa increíble!) empeñado en reclutar y reformar el ejército por medio del sistema colonial, podrido, injusto y negativo de las levas y el enganche, los garitos y la chicha.

Gota a gota, semana tras semana, meses en pos de meses, fueron acumulándose así, en el cuartel de depósito de la Cañadilla de Santiago, desde mayo a julio, los individuos recogidos en los campos y a granel para llenar las bajas de la campaña, y aun para esto su número no era suficiente. Un diario de Valparaíso que tomó nota de la remesa más fuerte de esta carne cruda y anónima de cañón despachada en el transporte Itata el 3 de agosto de 1880, apuntaba las siguientes partidas de reemplazo:

Para el Talca351
Para el Colchagua286
Para los Navales231
Para varios cuerpos605

Era eso hacer la guerra a retazos para que fuera mucho más cara y más sangrienta. Y era en vano que la prensa clamara contra tan anticuado y estéril arbitrio, porque mientras en las provincias se juntaba gente para un transporte, otro transporte traía del norte, a título de licenciados, de inválidos o de enfermos, un número aproximativamente igual de bajas. La guerra se había hecho de esta suerte, la imagen viva del tonel de las Nereidas.

«El sistema invariable adoptado hasta aquí -decía un escritor, preocupado constantemente de las cosas de la guerra, en un artículo que dio a luz en El Mercurio del 3 de 1880- ha consistido en estas dos cosas:

  • 1.ª: Hacer economías de cuartillos para gastar más tarde millones; y,
  • 2.ª: No creer en las fuerzas vivas del país y no explotarlas con tiempo para la victoria.

Ocurrid a las provincias -se decía de todas partes al gobierno, y aun lo solicitaban con patriótica humildad las provincias mismas en sus continuos memoriales-. Apelad a la potente autonomía de este suelo de soldados, en cuyos campos y bosques, uncidos al arado, al hacha o a la gavilla, existen diseminados cien mil combatientes. Descentralizad la guerra de la capital y de sus aspirantes a puestos y a galones, volvía a decírsele. Llamad a las armas por masas la guardia nacional, que esa es la ley de justicia y patriotismo, y así tendréis ejércitos cuantos queráis, para lo que queráis y en la hora que queráis».



Al fin, el ministerio escuchó el universal clamor, y en los últimos días de julio de 1880, cuando la guerra llevaba de duración año y medio, dictó un decreto en el que se llamaba a las armas el elemento autonómico de la república, es decir, se admitía en la participación directa de la guerra a las provincias mediante la organización de los cuerpos del ejército con sus propios oficiales y soldados, su denominación lugareña, la bandera del hogar, etc., como se había practicado en 1839 y como era de ley el volverlo a poner por obra.

Y se vio entonces con asombro por los incrédulos que en el espacio de dos o tres meses el ejército se duplicó como por encanto, convirtiendo cada provincia sus batallones primitivos en regimientos, como el Atacama, el Coquimbo, el Aconcagua, el Colchagua, el Talca, el Chillán, el Chacabuco, etc., y dando otros pueblos nuevas legiones que se llamaron el Valparaíso, el Rancagua, el Rengo, el Victoria, el Concepción, el San Fernando, el Vichuquén, el Lontué, el Ñuble, el Maule, el Biobío y otros más.

Con fecha 30 de septiembre se dispuso también cuerdamente organizar en las provincias centrales un ejército de reserva compuesto de diez mil hombres y a cargo del coronel don Luis Arteaga.

Verificado todo esto más en el papel que en el terreno, el ministro de la guerra se embarcó con destino a Arica en los primeros días de octubre, según antes vimos, con el propósito de activar la marcha del ejército hacia Lima, cuando la mano de los negociadores de la paz le diesen suelta y licencias en Santiago y en Arica.

Tenía esto lugar cuatro largos meses después de la batalla de Tacna, que para el ejército y el país no había sido sino el prólogo de la marcha y ocupación de Lima.

Apenas había transcurrido en efecto un mes desde el asalto de Arica, cuando el general Baquedano, con ojo mucho más militar que los politiqueros de Santiago, con mucha mayor previsión que su gobierno, había solicitado marchar a Lima, sin poner otras condiciones que la de que se llenasen las bajas de las dos últimas batallas y del clima:

«Para expedicionar sobre Lima, cree el general -escribía por su orden su secretario don Máximo Lira al presidente Pinto desde Tacna el 8 de julio- que basta el ejército que tiene actualmente bajo sus órdenes, contando con los batallones que hay en Pacocha y llenando todas las bajas. Efectivamente así se completarán más de dieciocho mil hombres que bastarían para batir a los 22 ó 23 mil que componen el ejército bisoño de Lima».



Proseguía enseguida el interesante documento inédito de que copiamos el anterior pasaje como un timbre de alta honra para el general en jefe de Chile, enumerando al pormenor los recursos con que a esas horas se contaba en tropas, en buques, en movilidad terrestre, en víveres, municiones, etc., y terminaba por insinuar al gobierno exactamente y casi palabra por palabra en la primera semana de julio de 1880, el mismo plan que se llevó a cabo en la segunda semana de enero de 1881, esto es, ¡medio año más tarde!

Proponía, en efecto, el general Baquedano al presidente Pinto, que continuaba siendo el generalísimo de la campaña, el transportar el ejército en dos divisiones sucesivas de nueve mil hombres cada una al puerto de Chilca, apoderarse a viva fuerza del valle de Lurín que consideraba como una «fortaleza natural», aguardar allí la incorporación de la segunda mitad del ejército y marchar enseguida sobre Lima que a esas horas apenas comenzaba a preocuparse de su defensa. Para esto el general en jefe contaba con ocho regimientos y doce batallones de infantería con 1.200 caballos y ochocientos artilleros a cargo de 40 piezas Krupp, en todo 18.800 plazas que sobraban para la empresa.

Correspondía por otra parte aquel plan de operaciones al sentimiento universal que palpitaba en el corazón de todos los chilenos, ora bajo el burdo poncho de sus labriegos, ora bajo la tienda de lona de los campamentos. Pero todo aquello era formar coro al viento y a las nubes, porque lo único que se buscaba por el gobierno, con la excepción evidente del ministro de la guerra, a quien en propiedad alguien puso entonces el nombre de «Sisifo» era la paz. Y si bien se firmaban decretos de creación de cuerpos y fletamento de transportes, se verificaba, esto según enseguida va a verse, sin soltar ni por un momento la rama de olivo cada vez más y más marchita que el jefe del estado traía asida con sus dos manos. Se llegó a la verdad hasta afirmarse por áulicos complacientes que el ejército se mostraba desazonado y hasta reacio para marchar a Lima, cuando ese era precisamente su más antiguo y más vehemente anhelo.

Y aquí es de notar que los peruanos mismos creyeron que la campaña sobre Tacna sería sólo un movimiento disimulado para ejecutar la gran medida estratégica de la guerra:

«Temo mucho -escribía el más anciano y entendido de los generales peruanos a un hijo suyo que servía en el ejército de Tacna-, temo mucho que Lima sea el verdadero punto de la elección de los chilenos, porque si quisieran ir sobre ustedes no lo dirían».



Pero era tan dolorosamente cierta la ciega invencible resistencia del presidente Pinto y su círculo al plan que tan hábilmente bosquejaba el general en jefe por mano de su secretario, que ni siquiera (aunque esto parecería completamente inverosímil) se le acusó recibo de sus proposiciones.

Meditó también por esa época el general en jefe despachar una expedición de tres mil hombres a La Paz, a cargo del activo e inteligente comandante don Arístides Martínez, y aunque semejante operación pudo dar en aquellos momentos los más felices resultados, se le contestó que enviase un oficial a proponer el canje de los dos oficiales chilenos que habían caído prisioneros en Locumba...

Comenzaba aquello ciertamente a ser profundamente irritante.

Verdad era que desde fines de septiembre habían llegado a Arica algunos buques a vela fletados a gran costo, y que se había comprado por el gobierno, después de Tacna, tres o cuatro transportes a vapor, entre otros el Chile y el Paita de la compañía inglesa. Pero no por eso se daba el más mínimo impulso efectivo e inmediato al desarrollo de la campaña; tanta era la preocupación absorbente de la paz y su negociado:

«A mediados de octubre -nos escribía desde Arica precisamente el entusiasta patriota don Alberto Stuven que se había hecho cargo de acelerar el alistamiento de los transportes surtos en aquella bahía- puedo asegurarle que absolutamente nada se había hecho para la expedición a Lima: el ejército carecía de lo más indispensable, víveres y ropa; a los transportes de vela anclados por largo tiempo en Arica no se les había preparado en lo más mínimo».



Pero como a cada cosa y a cada hombre llega en la historia su hora y su página, sobreviene ahora el caso de ocurrir al testimonio del delegado general de la intendencia del ejército, empleado de alta responsabilidad hoy mismo, quien llegó a Arica el 17 de octubre, y apreciando la situación de guerra que el gobierno del señor Pinto había creado a la guerra hasta una semana antes del rompimiento de las negociaciones de paz en Arica, se expresa en los graves términos que a continuación copiamos:

«Llegado a Arica, mi primer cuidado fue visitar los almacenes. No había nada en ellos. Ni víveres, ni forraje, ni vestuario, ni equipo. Algunos de estos artículos se habían pedido por telégrafo a Iquique, para que de allí se remitiera lo que se pudiera reunir.

En los transportes de vela no se había puesto una tabla ni un clavo, ni hecho una sola manguera para ventilación.

En una palabra, no había ni un solo preparativo para la expedición.

Los primeros materiales para trabajar en los transportes, los entregué a don Alberto Stuven a fines de octubre, por orden telegráfica del Ministro de guerra.

Pocos días después, por orden del mismo Ministro, proporcioné al señor Stuven todos los primeros materiales para la construcción de un extenso muelle que prestó importantísimos servicios para el embarco de la expedición.

Se principiaron a hacer, por telégrafo, a Valparaíso, pedidos de grandes cantidades de víveres, veinte mil vestuarios y otras tantas piezas de equipo, como también muchas municiones que faltaban».



Tal era la guerra en medio de la paz, y no podía bajo ningún concepto ser de otra manera, dada la índole física y moral del mandatario que desde su gabinete se obstinaba a su manera en dirigirla.

Mas desde el arribo del ministro de la guerra y del delegado Pérez de Arce y su bien dirigido personal de auxiliares, comenzó visiblemente a cambiar el aspecto de las cosas, si bien el gobierno continuaba acariciando en sus mullidos divanes el resultado de las negociaciones que por esos mismos días se trataban en Arica y el de la expedición Lynch, que se juzgaba como una medida eficaz y cooperativa a la de las conferencias de Arica en el sentido de atraer a los peruanos a la paz.

Por fortuna, las relaciones de los dos conductores rivales de la guerra iban a ser desde el primer día tan cordiales como era menester, no obstante que en el fondo de los corazones las intenciones y los agravios quedarían inalterables. En la noche de su llegada al cuartel general de Tacna el general en jefe visitó de etiqueta al ministro de la guerra, y éste al devolverle al día siguiente su cortesía, acompañado del prefecto de la ciudad don Eusebio Lillo, creyó oportuno entrar en ciertas explicaciones personales sobre los acontecimientos ya pasados que aclararan un tanto los horizontes. Oídas esas manifestaciones, el general Baquedano dijo al ministro en su lenguaje peculiar y soldadesco: «Ud., ministro. Yo, general. Lo pasado... como humo que el viento disipa en los tejados». Y así era la verdad, porque el humo dejaría de aparecer en la superficie, ardiendo la pira de las discordias intestinas sólo dentro de los ánimos divididos por los consejos de una política fatal.

Conviene, a fin de valorizar todo esto, dejar aquí constancia de que el gobierno no sólo no aceptó las proposiciones militares del general en jefe para expedicionar sobre Lima y sobre La Paz, sino aún que el ejército fuese distribuido en divisiones no en su tienda ni bajo sus ojos, ni a su dictado, sino en el gabinete del presidente, cual si fuera aquella cuestión de agrupar fardos en la aduana, y que aun se nombraron en Santiago jefes y subjefes para aquellas, incluso el del estado mayor general, sin haber solicitado siquiera su parecer y menos su venia, ni aun para quitarle su secretario personal nombrándole otro.

Tal era la política del gobierno del presidente Pinto, no sólo para con el general que había vencido en Tacna y en Arica, sino, lo que era mucho más grave, para con el caudillo a cuya discreción y responsabilidad estaban confiadas las más trascendentales operaciones militares de Sudamérica en el presente y en los pasados siglos.

Por fin, y para ventura de Chile, el 27 de noviembre fue arrojado al agua por uno de los portalones de la Lackawana el castillo de naipes que pacientemente había venido encumbrando el jefe del estado para forjarse ante sí propio las ilusiones de una paz imposible; el 10 de noviembre regresaba la división complementaria del coronel Lynch; y desatadas así todas las amarras en el cuartel general como en la bahía, se dio orden a la escuadra para estar lista a levar y al ejército para embarcarse, después de cerca de dos años de guerra, en demanda del único objetivo capital de la guerra, de la capital del Perú.

Fue aquel un día de legítimo e inmenso regocijo en los campamentos, hogar del soldado y en las ciudades, hogar del ciudadano.

Para aquel fin, el ejército chileno, que hasta esa fecha había ido contando bajo sus banderas y en diversos parajes hasta 54 mil hombres, fue distribuido en el número de 24 mil soldados de las tres armas y en el orden siguiente para formar, aparte de las reservas, el verdadero ejército de operaciones:



    • Primera división.

    • Comandante general, el general de división don José A. Villagrán.
    • Jefe de estado mayor, coronel don Gregorio Urrutia.


    • Primera brigada.

    • Coronel don Patricio Lynch.
    • Regimiento Atacama, coronel Martínez.
    • Íd. 2.º de línea, comandante del Canto.
    • Íd. Talca, comandante Urízar.
    • ÍId. Colchagua, comandante Soffia.
    • Batallón Quillota, comandante Echeverría.


    • Segunda brigada.

    • Coronel don José Domingo Amunátegui.
    • Regimiento 4.º de línea, comandante Solo Saldívar.
    • Íd. Chacabuco, comandante Toro Herrera.
    • Íd. Coquimbo, comandante José María Soto.
    • Batallón Melipilla, comandante Balmaceda.
    • Caballería, Granaderos a caballo, comandante Yávar.
    • Artillería, dos brigadas, comandante Salvo.


    • Segunda división.

    • Comandante general, el general de brigada don Emilio Sotomayor.
    • Jefe de estado mayor, comandante don Adolfo Silva Vergara.


    • Primera brigada.

    • Coronel, don José Francisco Gana.
    • Regimiento Buin, comandante García.
    • Íd. Esmeralda, comandante Holley.
    • Íd. Chillán, comandante Guíñez.


    • Segunda brigada.

    • Coronel, don Orosimbo Barbosa.
    • Regimiento Lautaro, comandante Robles.
    • Íd. Curicó, comandante Rodríguez.
    • Id. 3.º de línea, comandante Gutiérrez.
    • Caballería, Cazadores a caballo, comandante Soto Aguilar.
    • Artillería, dos brigadas.


    • Tercera división.

    • Comandante general, coronel don Pedro Lagos.
    • Jefe de estado mayor comandante, don J. E. Gorostiaga.


    • Primera brigada.

    • Coronel, don Martiniano Urriola.
    • Regimiento Zapadores, comandante Martínez.
    • Íd. Aconcagua, comandante Díaz Muñoz.
    • Y los batallones Navales, (comandante Fierro) y Victoria, (comandante Baeza).


    • Segunda brigada.

    • Coronel, don Francisco Barceló.
    • Regimiento Santiago, Comandante Fuenzalida.
    • Íd. Valparaíso, comandante La Rosa.
    • Batallones movilizados Bulnes, comandante Echeverría; Valdivia, comandante Martínez; Caupolicán, comandante Canto; Concepción, comandante Seguel.
    • Caballería, Carabineros de Yungay, comandante Bulnes.
    • Artillería dos brigadas.

Total del ejército de operaciones: Tres divisiones, seis brigadas, dieciséis regimientos y ocho batallones de infantería; tres regimientos de caballería y dos de artillería, divididos estos en seis brigadas, que dan en cifras redondas, un total general de 24 mil plazas efectivas de combate, divididas en tres divisiones más o menos de ocho mil hombres cada una.

Contando con el personal de la escuadra y transportes, (32 quillas), el servicio sanitario, parque, bagajes, arrieros, etc., la expedición chilena sobre Lima excedía en mucho una cifra de treinta mil hombres, empresa tardía pero grandiosa del patriotismo chileno a la que vamos a consagrar las últimas y más gratas páginas de este libro.




ArribaAbajoCapítulo XIX

La división Villagran en Paracas


Concluidas las vacilaciones, las esperanzas y los acomodos de la gente civil, egoísta y miedosa, el ejército expedicionario sobre Lima comenzó a embarcarse el 12 de noviembre, dos días después del regreso a Arica de la expedición del coronel Lynch.

Se hacía todo ahora con una pujanza poderosa, con una alegría intensa, con un entusiasmo casi febril. Era la reacción del patriotismo, comprimido entre las tablas de caoba de una nave extranjera, que recobraba en los campamentos al aire libre toda su expansión. Era el espíritu de Chile, que rotas las ligaduras con que los pusilánimes y los obstinados le habían traído atado como dentro de un saco de ajustes diplomáticos inverosímiles, recobraba otra vez su imperio y su nivel.

Todo era patriotismo y se cumplían los milagros del patriotismo.

El ministro de la guerra en campaña trabajaba con su notoria actividad.

El general en jefe, sin cuya consulta técnica, sin cuyo beneplácito de dignidad, siquiera de cortesía, se había fraccionado el ejército en divisiones y en brigadas, entregando éstas a jefes y generales traídos de Santiago, sin su autorización y aun con su sospecha, se había resignado generosamente a todo y dejaba hacer, con tal de no crear embarazos a la solución final, anhelo antiguo de los corazones.

Todos los chilenos ansiaban una sola cosa: cumplir su deber para con la patria, pero cumplirlo en Lima, donde el simple instinto les había señalado desde la primera hora la meta natural, ineludible de la guerra.

La intendencia general del ejército que ahora iba a asumir un papel capital, acababa de ser puesta por fortuna en manos de un delegado tan inteligente como activo. Don Hermógenes Pérez de Arce, intendente de Lebu, y joven señalado por sus notables dotes administrativas desde sus primeros años de empleado público, había sido sacado de su puesto el 9 de octubre, por renuncia del coronel Urrutia; y el 17 tomaba en Arica posesión de su destino que a esas horas, según antes vimos y consta de su propia declaración, era el vacío.

Se había estado a la verdad, tan lejos de la guerra en medio de la guerra, a virtud de las quimeras de la paz, que no había nada, absolutamente nada listo para la campaña, excepto los soldados y sus armas que el general en jefe había mantenido en severa disciplina y rígida instrucción en sus campamentos. Existían, es cierto, al terminarse las negociaciones de la Lackawana treinta quillas en la bahía, y entre éstas ocho grandes fragatas fletadas que pagaban estadía en el ocio más completo. El agua era la gran necesidad de la campaña, y no había a bordo de los buques fletados ni un solo estanque ni siquiera un barril de respeto. Una parte de los cuerpos no tenían caramayolas, y reunidas las de todo el ejército un mes más tarde faltaron mil quinientas de éstas, para la 1.ª división que constaba de 8.500 plazas.

Por fortuna, la pericia y la labor incansable del nuevo delegado de la intendencia general y de sus subalternos a todo suplía. Se había rodeado el señor Pérez de Arce de hombres competentes, elegidos especialmente por el intendente general señor Dávila Larraín del cuerpo de bomberos de Santiago, como los señores Tulio Ovalle y Buenaventura Cádiz, en calidad de inspectores, y de un grupo de jóvenes inteligentes y de trabajo que con el método y el vigor reemplazarían la labor perdida. Don Francisco Álvaro Alvarado, industrial de empuje y hombre de notorio talento de organización, sería su brazo derecho.

Por otra parte, el delegado de la intendencia había tenido la fortuna de tropezar con los servicios de un voluntario que acababa de llegar a Arica a sus expensas, en demanda de patriótica tarea. Era éste el hermano menor del comandante Stuven, don Alberto Stuven, y se tuvo la feliz idea de nombrarle inspector general de los transportes ociosos en la bahía, sin designarle sueldo. No obstó esto ciertamente para que con una consagración que no se conciliaba ni con el sueño ni con el hambre, Stuven, que había comenzado su tarea en el mismo día que el delegado Arce (octubre 17), tuviese listos en tres semanas ocho transportes a vela con sus cocinas para la tropa, con el servicio adecuado para cien oficiales en cada buque, con capacidad para 1.800 bestias, y lo que era más importante que todo esto, con 400 toneladas de agua, en todo género de vehículos. Se calculaba que ése sería el mínimum para ocho mil hombres y mil trescientos caballos y acémilas de trabajo, a razón de tres litros diarios por hombre y treinta por animal durante cinco días.

Hecho todo esto, y recibidos de Valparaíso los elementos pedidos en gran abundancia al intendente general que los despachaba con laudable celeridad, el ministro de la guerra en campaña visitó los transportes a vela el mismo día en que anclaba en Arica la expedición Lynch (10 de noviembre); y satisfecho de su cómoda instalación, disponía el embarque de la primera división para el subsiguiente día 12 de noviembre. Conforme al plan primitivo del general Baquedano, formulado en su carta del 8 de julio, la expedición contra Lima emprendería su marcha en dos divisiones a fin de consultar la capacidad de los transportes.

La primera división, cuya composición ya conocemos, se dirigiría en consecuencia a Pisco, y allí se haría fuerte mientras llegaba la segunda, dos o tres semanas más tarde. El plan no podía ser más sencillo ni más eficaz, contándose siempre con la incurable desidia, timidez y rivalidades caseras de los peruanos, causa esta última de su eterna perdición.

Los primeros cuerpos que llegaron de Tacna el día 12 de noviembre fueron, como de costumbre, el Atacama y el 2.º de línea de la brigada Lynch (1.ª división), y éstos se embarcaron con notable facilidad en dos o tres muelles cortos y anchos construidos para el efecto por órdenes del general Baquedano y del delegado Pérez de Arce. Al día siguiente cupo su turno en el arribo por los rieles y en el embarque a Coquimbo y al Chacabuco y enseguida al 4.º de línea. El ministro de la guerra presidía a los embarques junto con los jefes de cuerpo los marinos de la escuadra y los empleados de la intendencia general. Todo se hacía con el mayor orden y buena disposición de ánimo.

«Tres días consecutivos -decía una correspondencia del ejército a La Patria de Valparaíso- duró la operación del embarco del ejército, sus bagajes y elementos de movilidad. Era cosa digna de verse. Se trabajaba desde las 4 a. m. hasta las 10 p. m. sin cesar un instante. El muelle, toda la explanada de la bahía se notaba llena de gente en actividad. Aquello era un grande hormiguero que estaba mudándose con su despensa, de tierra a bordo.

En una parte se embarcaban caballos y mulas, haciéndolos saltar de tierra firme a las lanchas planas, semivaradas para el objeto. En otro, un donkey de mano levantaba en alto las piezas de artillería y las dejaba caer suavemente sobre las lanchas atracadas a la orilla; más allá, los regimientos desfilaban por compañías de la explanada al muelle y del muelle a las lanchas en el mayor orden, y sin otra novedad que los vivas entusiastas de los soldados y los acordes marciales de las bandas de música, que anunciaban el comienzo de una nueva jornada de gloria.

¡Qué laberinto de afanes!, ¡qué cuadro tan completo y múltiple!

La bahía estaba cubierta de embarcaciones menores, botes, falúas, lanchas y remolcadores.

Las falúas de los buques de guerra, especialmente la del Blanco, gobernadas a diez remos, remolcaban también cargamentos desde el muelle a su destino. Los remolcadores no paraban un solo instante: ‘¡chas, chas, chas, chas!’; gritaban todo el día por sus chimeneas, yendo y viniendo sin cesar.

Los donkeys de los transportes no tenían un momento de sosiego: desde el muelle se veían bultos, caballos, bueyes, cañones, que aparecían izados en el aire, y desaparecían enseguida detrás de las escotillas».



A las 9 de la noche del 14 de noviembre el general en jefe decía sus adioses al ministro de la guerra, y éste se embarcaba en el cómodo transporte Itata, acompañado del general Villagrán, de don Eulogio Altamirano y don Isidoro Errázuriz que marchaban más como voluntarios del patriotismo que como adictos a una sección especial y determinada de servicio a la campaña del Norte. El primero tenía el título de plenipotenciario para el caso de entablarse negociaciones de paz y el último el de secretario del ministro de la guerra en campaña.

Se había creído zarpar al amanecer del día 15 de noviembre; pero a virtud de los mil tropiezos de detalle que surgen en la hora postrera en toda empresa acelerada, el convoy sólo comenzó a moverse en ala y en dos divisiones del fondeadero a las dos de la tarde de aquel día.

Constaba en convoy de quince cascos, de los cuales la mitad eran vapores, e iba resguardado por las corbetas Chacabuco y O’Higgins. El comandante de la primera don Óscar Viel, que en esta expedición dio muestras de notable pericia en el manejo de los buques, iba a cargo del derrotero como oficial más antiguo.

El orden de marcha, que esta vez se conservó, gracias a la experiencia y a la dulzura excepcional de la temperatura, con admirable precisión, era el siguiente:



    • Primera fila.

    • Limarí, Lamar, Itata.
    • Exelsior, Julia, Norfolk.


    • Segunda fila.

    • Carlos Roberto, Santa Lucía, Copiapó, Angamos, O’Higgins, Chacabuco.
    • Orcero, 21 de mayo, Inspector, Humberto I.
    • Huanay.

En cuanto a la distribución de los cuerpos en cada uno de los transportes, consta del siguiente comprensivo cuadro de la intendencia general:

Itata.-Artillería y cabalgaduras de íd.
Norfolk.-Atacama, y oficiales.
Lamar.-Regimiento 2.º de línea.
Julia.-Caballos custodiados por granaderos.
Limarí.-Regimiento Colchagua.
Excelsior.-Caballos con granaderos y bagajes.
Angamos.-Primer batallón del regimiento Talca.
Humberto I.-Caballos y mulas, custodiados por granaderos.
Copiapó.-Regimiento Coquimbo y algunos animales.
Inspector.-Regimiento 4.º de línea.
Santa Lucía.- 3 compañías sueltas.
21 de Mayo.-Regimiento Chacabuco.
Carlos Roberto.-2.º batallón del regimiento Talca.
Orcero.-Mulas y caballos custodiados por granaderos.
Huanay.-Ambulancias.
O’Higgins, Chacabuco.-Artillería de marina.

La composición total de la expedición estaba representada por 35 jefes, 292 oficiales y 8.090 soldados, sea 8.500 hombres en todo, fuera de las plazas accesorias de la intendencia, bagajes, servicio sanitario, etc. El último iba embarcado en el vapor Huanay, a cargo del cirujano San Cristóbal. El total general de hombres de guerra era de 8.864 con 19 cañones, y el de los animales de servicio 1.439. La fragata Norfolk llevaba víveres para diez mil hombres durante 15 días, y en el vapor Limarí se hizo provisión para dos días, a fin de atender a las necesidades urgentes de un inmediato desembarco. Además, cada buque llevaba su provisión especial y aguada para quince días, figurando, en la honorífica proporción de costumbre el charqui, el fréjol y la harina tostada.

La distribución de las tropas se había hecho no con el cruel agrupamiento de los primeros convoyes sino con el desahogo que la salubridad y el bienestar que la gente requería. El buque más recargado era el vapor Copiapó que conducía el regimiento Coquimbo (1012 plazas) y las fragatas Norfolk (a cuyo bordo iba el Atacama) y el Inspector con el 4.º de línea. El espacioso transporte Itata marchaba esta vez completamente desahogado, pues sólo conducía la artillería, a las órdenes de Salvo con 402 plazas, 275 caballos y, según dijimos, 19 cañones Krupp. La caballería de la expedición, compuesta del regimiento de Granaderos, iba distribuida en los transportes Excelsior, de 1256 toneladas, y Julia de 1159.

Mediante éstas inteligentes instalaciones, que tanto honor reflejaban en la intendencia general, y gracias a la cariñosa benignidad de la estación, el viaje de la primera división se hizo, hasta Pisco, con mayor celeridad que lo que se esperaba, y con incomparable fortuna y buen humor. Aunque el convoy, consultando la demora de los remolques, no avanzaba sino a razón de cinco o seis millas por hora, a las 11 de la noche desde el día de su partida había alcanzado a la altura del morro de Sama, y el 17, navegando a la vela con acariciadora ventolina del sur, pasaba en análoga hora frente a Chala, mitad de su itinerario.

En consecuencia, el 18 de noviembre a las cinco de la tarde, se dio orden para que los vapores que no llevaran remolques forzaran sus máquinas a fin de presentarse delante de Pisco el 19 de madrugada, y en este orden se adelantaron la O’Higgins con la Artillería de Marina, el Angamos con un batallón del regimiento Talca, y el Copiapó con el Coquimbo.

«El mar continuaba tranquilo -dice hablando de ese último día de viaje el corresponsal Caviedes-, y el horizonte sonrosado y transparente. Para amenizar la monotonía del paisaje no tenían los expedicionarios, acostumbrados ya a la inalterable bonanza del Pacífico, más grato espectáculo que el de contemplar con atónitos ojos las espléndidas puestas de sol de estas zonas tropicales, donde son desconocidas las borrascas y las tormentas. El sol, sumergiéndose majestuoso entre las ondas, reflejaba en las tenues nubecillas los suaves cambiantes del ópalo y del topacio y parecía alejarse de la tierra después de enviarle una dulce sonrisa entre sus mil rayos de oro. La atmósfera, tibia y enervante, predisponía el cuerpo a la somnolencia y a la inercia, y entonces les era a todos fácil explicarse el carácter tímido, afeminado y muelle del peruano».



Las bandas de música hacían constante eco al bullicio casi infantil de los expedicionarios, que no se cuidaban un sólo instante en preguntar a las plácidas azules olas si aquel camino era el de la muerte. El capitán del 4.º de línea, don Casimiro Ibáñez, que debía perecer gloriosamente al pie del Morro Solar, excelente e incansable cantor en la vihuela, tenía en arma su transporte, el Inspector, y en cada buque había bailes nacionales, cogollos y esquinazos.

«Ha llegado la noche del 18, cuenta un viajero que iba incorporado al Coquimbo a bordo del Copiapó, y parece que la gente de este buque se ha enloquecido. La banda toca zamacuecas, y la zapatean; enseguida se largan a cantar la canción de Yungay con entusiasmo loco. En el salón de los camarotes sucede lo mismo: los oficiales tienen un concierto infernal de voces humanas y notas del piano. Están con una alegría suma. Tocan zamacueca, cantan, aplauden, se divierten.

En lo mejor de la fiesta, suenan las cornetas su toque cuotidiano de silencio. Las músicas cesan, las voces empiezan a apagarse...

Un rato después, todo el mundo está durmiendo tranquilo a bordo.

No ha habido ni un solo avance ni desorden, ni desacuerdo, ni disputa. Todo ha sido alegría y fraternidad».



Al fin, en la madrugada del 19 de noviembre penetrando por la angostura de San Gallán, célebre desde las discordias de los Pizarros y de los Almagros, los buques delanteros de la escuadrilla, doblando la península de Paracas, a las nueve de la mañana, iban a echar sus anclas en la célebre rada de aquel nombre, en cuya blanda arena echó San Martín su famosa expedición libertadora el memorable 8 de septiembre de 1820. Chile tiene aprendido de memoria el camino de las invasiones históricas del Perú. Aquélla era la quinta, contando con las dos de Cochrane, la de San Martín y la de Bulnes.

Circulaba a esa misma hora y era leída con regocijo en todos los transportes del convoy la siguiente noble proclama del comandante en jefe de la primera división, que era un coronamiento adecuado de la hasta ese momento felicísima jornada, y en cierta manera una digna protesta contra la manera como en el ocio de las armas se había llevado la guerra por las insensatas instrucciones de la Moneda. Ese noble documento decía textualmente así:

«¡Soldados de la primera división!

El ejército encargado por Chile de resguardar su honor y su derecho va a comenzar su tercera y última campaña contra los enemigos de la patria.

A vosotros ha tocado el honor de formar la vanguardia de las fuerzas chilenas.

En pocas horas más vuestras plantas victoriosas hollarán el suelo de una de las más hermosas y ricas comarcas del Perú y os encontraréis instalados firmemente como señores a pocas jornadas de la ciudad de Lima, centro de la resistencia y de los recursos postreros del enemigo, que el ejército chileno tiene encargado de rendir y someter.

¡Soldados de la primera división!

Antes de que hayan transcurrido muchos días habrán acudido a sostenernos y acompañarnos en el avance contra la orgullosa y muelle ciudad de los virreyes vuestros compañeros de la segunda y tercera división.

Antes de muchos días, el poderoso ejército que ha hecho surgir del suelo el patriotismo inquebrantable de la nación chilena se hallará unido y en aptitud de marchar con paso rápido a poner a la guerra un término digno de los sacrificios y las glorias de Iquique y de Pisagua, de Angamos y San Francisco, de Tacna y de Arica.

Entre tanto la primera división vivirá de los abundantes recursos que le brinda la fértil región enemiga que pronto ocupará; y su general, lo mismo que el gobierno y el país, esperan de ella que mientras llega la hora de los combates, sepa dar al ejército ejemplos de disciplina, de moralidad y de cultura.

Nada de destrucciones insensatas de propiedad, que a nadie aprovechan y que redundarían en esta ocasión en daño de nosotros mismos. Nada de violencias criminales contra personas indefensas e inofensivas. El ejército de Chile se halla obligado por la grandeza de sus hechos pasados, a manifestarse tan humano en el campamento como es irresistible en el campo de batalla.

Soldados:

En víspera de nuevos esfuerzos y de nuevos triunfos, os saluda a nombre de la nación chilena y del gobierno,

Vuestro General».



Entre tanto, ¿qué hacían los peruanos para aguardarnos, avisados como se hallaban de nuestra marcha con la anterioridad de tantos meses?

Cambiando totalmente de escena, eso será lo que con el rubor de la historia y del honor de los pueblos reunidos en una sola lástima habremos de constar por separado en el próximo capítulo con documentos tristísimos y hasta hoy no conocidos.