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La campaña del Maestrazgo

Benito Pérez Galdós





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ArribaAbajo- I -

En la derecha margen del Ebro y a cinco leguas de la por tantos títulos esclarecida Zaragoza, existe la villa de Julióbriga, fundación de romanos, según dicen libros y rezan lápidas desenterradas, la cual, en tiempos remotos, mudó aquel nombre sonoro por el de Fuentes de Ebro, con que la designaron cien generaciones aragonesas. No por los hechos históricos que ilustran esta villa (pues en lo antiguo dicen que fue lugar de moros, y algún chinazo le tocó en la guerra de la Independencia y en los dos inmortales sitios); no por la fertilidad de su término, regado por el Canal Imperial; no por las estameñas que fabrican sus tejedores, ni por las excelentes lechugas que crían sus huertas, ni tampoco por su gótica iglesia parroquial, donde yacen, en desmoronados sepulcros, multitud de Condes de Fuentes que rabiaron o hicieron rabiar al pueblo, aparece este en la primera página de la presente relación, sino por la fama del parador de Viscarrués, situado en la plaza junto a la llamada   —6→   casa del Rey, el cual gozaba de gran crédito y favor entre los arrieros y trajinantes que comunicaban a Zaragoza con el Reino de Valencia. Asimismo confluían allí los trayectos peoniles y carromateros de la parte de Alcañiz, del Maestrazgo y Vinaroz, de la tierra baja de Teruel, Híjar y la cuenca del río Martín. Los barqueros del Canal Imperial, así como todo el personal de fontanería, eran también fieles parroquianos de Viscarrués, el cual daba excelente trato a las caballerías primero, a las personas después, y poseía un amplio local con cuadras extensas, donde podían acomodarse, entre animales y arrieros, como unos treinta pares. En el piso alto no faltaban aposentos para señores, algunos hasta con camas, otros bien acondicionados de mullidos jergones. Era la cocina monumental, con el hogar guarnecido de poyos, y por uno y otro lado mesas largas, donde podían tomar el pienso hasta veinte parroquianos. Servía Viscarrués un Cariñena superior, sin competencia en cuatro leguas a la redonda, y para todo pasto un tintillo de Contamina que en lo de alegrar corazones y cabezas parecía hermano de la jota. Uno y otra procedían de la misma cepa.

Los más de los días Viscarrués y su familia no tenían manos para servir a la mucha y diversa gente que en el parador se juntaba. Uno de los criados, llamadoGuasa (verdadero apellido, no apodo), natural de Jaca, y más vivo que el azogue, hacía milagros   —7→   de ubicuidad y diligencia. Pero llegó un día; mejor dicho, llegaron tres días, en que ni el ventero con sus hijas y su mujer, ni Guasa con toda su agilidad ratonil, pudieron atender al golpe de personas y acémilas que se metieron por aquellas puertas con hambre y sed, pidiendo vino, cebada, carne y un montón de paja para dormir. Furioso Viscarrués por no disponer de cuádruple local, se tiraba de los pelos, y su mujer del moño; Guasa andaba de coronilla; la parroquia se impacientaba; todos pedían a un tiempo su remedio. Con gran trabajo y a puñados les iban acomodando aquí y allí, metiendo ocho en cada cuarto de arriba, estibando a otros en las cuadras, por grupos, por series, por manadas: y para dar de comer se ponían los platos en el suelo, por no haber ya mesas, los jarros de vino pasaban de boca en boca, sin vasos; los guisados iban a la rueda en grandes fuentes, chorreando salsa, y no se oían más que voces airadas del que pedía su parte, del que, no contento con la primera ración, pedía la segunda. Aquí esgrimían cucharas, allá repicaban en los vasos con toque de cuchillos. El vino abundante suplía las escaseces del comer, y si en una parte echaban maldiciones a Viscarrués, en otra le vitoreaban como al primer posadero del mundo. «Hay que dispensar en días como este», decía él, rascándose la cabeza, luego los brazos, levantándose después la faja que se le caía. A Guasa colmábanle de injurias, que le excitaban a un enojo risueño;   —8→   y era tal su sofocación, que regaba con honrado sudor los manjares que servía.

Fue a causa de tan desmedida aglomeración la coincidencia de dos caravanas de pasajeros, la una que venía de Oriente huyendo de la guerra, la otra de Occidente que hacia la guerra iba. Componían la primera familias neutrales o que querían serlo, algunos lisiados y enfermos; la segunda constaba, principalmente, de la oficialidad y clases de una columna enviada del Norte para incorporarse a la brigada de Borso di Carminati. La guerra mata y resucita; destruye y crea. La sangre que no se derrama en los combates, circula con más vigor, y nutre partes desmedradas del organismo social, mientras otras perecen. Viscarrués, que se estableció sin un cuarto en 1830, se retiró el 46 con el riñón bien cubierto. Sus hijos siguieron carrera en Zaragoza. Traspasado el parador a Guasa, este se hizo también rico, y en 1860 poseía casas en la Almunia, un café en Cariñena, y suyos eran los coches de la estación de Calatayud, y los que hacían el servicio a Paracuellos de Jiloca. Volviendo a lo que se refiere, debe decirse que aquel tumulto del parador de Fuentes de Ebro pertenece a las cronologías del año 37, que hasta en los mesones había de ser año de confusión y trapisondas: el mes era Febrerillo loco. Un solo dato pudo arrancar el historiógrafo a la empedernida memoria de Mateo Guasa: era que aquel día fue el primero del año en que se agregaron al cocido las habas verdes.

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Y que estaban muy buenas, como declararon todos, con excepción de una señora, ribereña de Navarra, que sostuvo la superioridad de las habas de tierra de Cintruénigo... A esto observó uno, después de empinar el codo, que mejor que las habas le sabían a él las hembras de la Ribera, y buena muestra del género eralo presente, cuya gentileza y hermosura a todos cautivaban... Replicó ella con donaire que no era ensalada más que para un solo y único dueño, el cual no admitía bromas. Pronto se corrió entre los individuos de aquel jovial grupo que la tal moza era casada, y que iba a la guerra con su marido, sargento recientemente ascendido a alférez, el cual se alojaba también allí, y había salido a ocupaciones del servicio. Entrando en conversación la hermosa mujer, en quien habrá reconocido el lector a Salomé Ulibarri, les dio cuenta, con abundosa y pintoresca verbosidad, de los prodigios de Luchana y Banderas, y de las proezas que allí había realizado Baldomero Galán, su esposo, secundando las disposiciones del otro Baldomero. El empleo de alférez era recompensa mezquina para servicios tan eminentes... Despertada en el auditorio la curiosidad, se prolongó el relato de lo de Bilbao bastante tiempo, tan gustosos ellos de oír a la historiadora, como esta de pregonar tan lucidas hazañas. Emprendieron después los otros historia fresca de lo del Maestrazgo, que habían visto; pero a lo mejor de ella, solicitada de otra parte la atención de Saloma, se apartó   —10→   de la mesa. Mirando casualmente hacia la escalera del parador, vio que por ella descendía un caballero anciano en compañía de dos mozos, al parecer de su servidumbre, el cual, renegando con agrias voces de no encontrar alojamiento adecuado a su categoría, avanzó hacia la calle cogido al brazo de un criado. Tanto el fláccido rostro del noble señor, como su desmayado cuerpo y su deslucida y polvorienta ropa, declaraban el cansancio de un largo camino. Fue tras él Saloma, y viéndole parado en medio del portal, se le puso delante en actitud de quien intenta dar una sorpresa; mas no hizo el buen señor ademán de conocerla. Impaciente y desconcertada la moza, además movida de grande compasión hacia el caballero, le tocó suavemente en el brazo, diciéndole: «¿Pero es posible que no me conozca o no quiera conocerme el Sr. D. Beltrán de Urdaneta?».

«¡Saloma... hija... chica! -exclamó el prócer abriendo los brazos-. ¿Tú por aquí?... Maña, te he conocido por la voz... ¿No sabes? ¡Ay, me estoy quedando ciego!... Salgamos un poquito afuera, para que con la luz de la calle pueda ver tu hermosura.

-¿Pero a dónde va por aquí tan descarriadico, señor?

-Hija... es largo de contar -replicó Don Beltrán, sacando un pesado suspiro de las honduras de su pecho-. Me muero de fatiga, de hambre... y ese bruto de posadero no quiere alojarme... No puedo ya con mi cuerpo... ni con mi alma.

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-Todo lo de arriba está lleno... En cada aposento siete personas... como sardinas. Tampoco yo tengo cuarto.

-Déjame, déjame que te mire... -dijo el prócer acercando su rostro al de ella, embobado, sobreponiendo su afición estética a las tristezas del desamparo en que se veía-. Sí, sí: te reconozco... ¡Qué linda eres! Si no fuera sacrilegio suponer que Dios se equivoca, le preguntaría por qué no te hizo nacer en posición elevada. Habrías sido una gran mujer, una gran dama, una.»...

Más atenta a proporcionar al noble señor el reparo que necesitaba que a sus delicados galanteos, le dijo que urgía disponerle al instante la mejor comida que se pudiese. Enganchándole del brazo, le condujo hacia la cocina, dando voces al paso, en requerimiento de Guasa y de los demás servidores de la posada. «¡Qué desconsiderados sois! -dijo al propio Viscarrués-. ¿Pero no conocéis al señor, el primer noble de Aragón? No sabéis tratar más que con animales». Disculpose el ventero, alegando que no había conocido al Sr. D. Beltrán, y se apresuraron amo y criados a ofrecerle cuanto tenían. A ratos ayudando a servirle, a ratos sentada frente a él viéndole comer y beber con gana, nuevamente le interrogó Saloma sobre su viaje, movida no tan sólo de la mujeril curiosidad, sino del interés afectuoso y desinteresado que el ilustre viejo le inspiraba. «¿Va el señor a Zaragoza, o viene de allí?

-Vengo, hija, vengo... He salido de Cintruénigo   —12→   con ánimo de no volver más allá. Un rapto de cólera, de orgullo, de dignidad más bien... Yo soy así: no tolero que nadie me humille; y las impertinencias y groserías de Rodrigo y de Doña Urraca han sido tales, que no he tenido alma para tolerarlas más tiempo. Salí del caserón de Idiáquez como un colegial que se escapa. A la falta de libertad, al despotismo de Doña Urraca y de su hijo, prefiero la vagancia, la miseria, la muerte misma... No más, no más...

-Supe que el señor había ido a Medina de Pomar.

-Y no encontré ¡ay de mí! la acogida que esperaba... Ya no hay hijos, quiero decir, hijos buenos. Esa raza concluyó. Con estas malditas guerras entre hermanos, parece que ha venido al suelo toda ley de humanidad, y hasta los sagrados fueros del parentesco y de la sangre... Al hablar de estas cosas, se me atraviesa aquí en el pecho un bulto, una cosa dura y lacerante que no me deja comer ni respirar... Espérate a que pase... Ya pasa... Te contaré en dos palabras que al volver de Mena, donde, lo repito, encontré más egoísmo que piedad, desconsideraciones que me han llegado al alma, recibiéronme los Idiáquez de un modo muy desapacible. Los morros de Doña Urracase extendían cuarta y media fuera de las líneas borriquiles de su rostro, y mi esclarecido nieto no hacía más que contrariar mis hábitos y rodearme de estrecheces indecorosas. ¿La causa de esto? Es muy sencilla. Sabrás que entre   —13→   mi nuera y Doña María Tirgo habían concertado la boda de Rodrigo con una rica heredera de La Guardia. Celebráronse vistas. No sé lo que pasó, pues yo me hallaba en Mena; sólo supe, antes de salir de allí, que de improviso y con algo de estruendo se vino a tierra todo aquel tinglado de la boda.

-¿Y le echaron al señor la culpa?

-Naturalmente: yo soy el gato, el niño enredador causante de todas las roturas de platos y demás averías que ocurren en la casa. No hay quien le quite de la cabeza a Juana Teresa que por intrigas mías se deshizo el bodorrio. Y yo te aseguro que no he tenido arte ni parte en ello. Declaro ingenuamente, eso sí, que me alegré y me alegro del percance, festejándolo como justicia de Dios y castigo de la conducta inhumana de los Idiáquez con este pobre viejo. Pero nada más, nada más... Cansado al fin de la reglamentación de colegio a que pretendían sujetarme, me vi en el duro caso de preferir la miseria a la esclavitud, y la libertad al vivir triste, al régimen conventual de la casa de Cintruénigo. La imagen de Doña Urraca se me ha hecho tan odiosa, que por no verla me iría descalzo y pidiendo limosna a la más lejana región del mundo. Créelo, chica. Soy noble: no tolero la humillación. En cualquier estado sabré conservar mi dignidad».

Con pena y lástima muy vivas oyó Saloma el relato de D. Beltrán, no atreviéndose a contradecirle ni a proponerle la vuelta al hogar   —14→   abandonado, porque el respeto a tan gran caballero y a su desgracia la cohibía. Atenta al alivio de su necesidad, le dijo que pues era totalmente imposible recabar de Viscarrués un buen aposento, no había más remedio que acomodar al señor en la cuadra. Ella respondía de arreglarle en aquel humilde lugar un lecho abrigado y cómodo, combinando los haces de paja y las buenas mantas que ella traía, de tal modo que no echara de menos los infames camastros de la posada. Accedió a esto D. Beltrán con expresiones de gratitud, muy conmovido, sonándose fuerte, y añadió que pues Jesucristo Nuestro Señor nos había dado ejemplo de humildad naciendo en un pesebre, bien podía sin desdoro un noble, que nada tenía de divino, dormir y hasta terminar su existencia en montones de paja, al abrigo de gentes sencillas y de rústicos animales.




ArribaAbajo- II -

«Ya sé -dijo después el prócer a la guapa moza, plegando los ojos para verla mejor-, que al fin te has casado con Baldomero. No ha sido poca suerte para ese bruto. ¡Vaya una hembra que se lleva!

-Sí, señor... ¿Pero usía no sabe que es alférez?

-¡Qué me dices!... ¡Alférez! ¡Hola, hola!...   —15→   ¡Todo un oficial del ejército! Siempre fue arrojadísimo, con una cabeza más dura que el mármol, y un corazón insensible al miedo... Vaya: ¿y está aquí, en la columna que ha llegado del Norte?

-¡Y que no se alegrará poco de ver a Vuecencia! No tardará en venir».

A uno de los mozos de Urdaneta, que en otra mesa comían, ordenó Saloma que saliese a buscar a Galán por las calles del pueblo, y a darle conocimiento de la presencia de su antiguo amo. Nacido en Fuenmayor y recriado en Cintruénigo, Baldomero había servido a D. Beltrán antes de entrar en el militar servicio. Seis años comió el pan de Idiáquez y Urdaneta, ya en el empleo de ayuda de cámara, ya en el ejercicio de montería, o en otros menesteres de la casa. Bien quisto de sus amos, dejó en la familia memoria de leal y honrado, aunque muy duro de mollera. Andando el tiempo, ya soldado distinguido, sargento después, siempre que su batallón pasaba por Cintruénigo, visitaba a los señores. Allí conoció a Saloma, que, rodando de aquí para allá con borrascosa y turbada vida, después del fusilamiento de su padre en Miranda de Arga, fue a parar a casa de una tía materna, que tenía en arrendamiento tierras de Idiáquez y vivía en una torre próxima al palacio señorial. Toda esta parte de la historia de Galán y Saloma es algo obscura, y no ofrece bastante interés para que se emprendan, por esclarecerla, investigaciones muy minuciosas.

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Volviendo al relato, se dirá que D. Beltrán manifestó a su amiga que no iba, no, a la ventura por aquellos derroteros, pues le guiaba un fin concerniente a sus intereses y al remedio inmediato de su actual posición lastimosa. «Ya te lo explicaré cuando esté más sosegado -agregó recobrando algo de su animación-, pues supongo que iremos juntos largo trecho. Por de pronto, sólo te digo que salí de Cintruénigo con recursos muy inferiores a lo que exige mi categoría, que tendré que resignarme a ciertas privaciones... Mi principal inquietud es que me corten el paso las tropas de Cabrera o las partidas que, sueltas y desmandadas infestan toda la tierra de Teruel. Otro temor me quita el sueño, y es que los dos únicos chicos que he podido traerme, Tomé, el de la Chata, y Francisquillo Maestre, no puedan seguir en mi compañía más allá de Híjar, por el peligro de que les coja la facción. Tú les conoces: dos chicarrones de diez y nueve años, que no manejarían mal el chopo, y de uno de ellos sospecho que lo cogería de buena gana, por dar gusto al dedo. En fin, si les pierdo, ya sea por medrosos, ya por atrevidos, tendré que ir solo, encomendándome a Dios y a la Virgen, pues no puedo abandonar mi empresa, única solución decorosa para los pocos días que me restan de vida».

En esto entró Baldomero, que derechamente, morrión en mano, se fue a besar la de D. Beltrán, y poco le faltó para hincar una rodilla en tierra. Sincero, nacido del   —17→   corazón era su acatamiento, pues amaba al anciano; y cuando este abrió sus brazos para expresarle con un buen apretón su enhorabuena y el regocijo de verle oficial, Galán hizo pucheros, y algunas lágrimas bajaron a humedecer su bigote de moco, imitación del de Espartero.

«Bien, hijo, bien, adelante... Capitán, será ya como tenerlo en la mano. Date prisa a ganar empleos, porque antes de morirme quisiera ver a Saloma hecha una señora coronela».

Era Baldomero Galán un mocetón en quien la estampa no desmerecía del apellido, alto, garboso, mejor formado de cuerpo que de facciones, pues su nariz excedía un tanto de la medida proporcional, y sus ojos, hermosos y grandes, bizcaban un poco, resultando una desmedida fiereza de expresión. Indomable en la guerra, fiel a sus deberes cual ninguno, pronto a dar la vida cien veces por el honor de su bandera, en la vida doméstica era un angelón, y su esposa no tenía que hacer el menor esfuerzo para dominarle. Hízole sentar D. Beltrán a su izquierda: le sirvió vino, después de obsequiarle con un puro. Fumando los dos, el pobre viejo, gozoso de tener a quien contar sus infortunios, hizo segunda edición de lo que ya había referido a Saloma, recargando amargura en las acusaciones contra su nieto y nuera. Suspiraba Galán al compás de los suspiros de su antiguo señor; y no acertando con la mejor fórmula de consuelo, se ofreció a prestarle en   —18→   su viaje toda la ayuda que el servicio le permitiera. «Tanto Saloma como yo, Sr. D. Beltrán, estamos a la disposición de usía para lo que guste mandarnos, y le cuidaremos y asistiremos como a un padre». Urdaneta le apeó el tratamiento, pues del chicarrón que tuvo a su servicio al señor alférez que delante veía, había distancia social muy grande: agradeciendo al matrimonio sus ofrecimientos, manifestó que deseaba recogerse. «Véase -dijo a Galán, mientras corría Saloma en busca de las mantas-, cómo Dios no abandona a los buenos. Solo y triste venía yo por esos caminos, agobiado del peso de mis desdichas, afligido al propio tiempo por mi ceguera que crece de día en día, y cuando menos lo esperaba, me salen al encuentro dos amigos cariñosos, dos almas caritativas que me consuelan, que me alientan... ¡Qué hermoso es encontrar en nuestro camino la gratitud! Tú y tu mujer me debéis algunos beneficios; también los prodigué yo al buen Adrián Ulibarri, padre de Saloma, y ahora me veo recompensado por vosotros... ¡Ah! si me pierdo, que me busquen entre los humildes, que son siempre los agradecidos y generosos».

Irguiéndose, como si al restaurar las fuerzas de su cuerpo recobrase también vigor y esperanza su espíritu, emprendió, asido del brazo de Galán, el camino de la cuadra. Parándose a cada instante, decía: «No, no: Urdaneta no puede ni debe terminar sus días en la humillación. Oye, Mero: ¿será fácil   —19→   penetrar en tierra de Teruel hasta Mora de Rubielos, siquiera hasta los montes de Gúdar?

-Señor, las hordas de Cabrera son dueñas de casi todo el país -replicó Galán, que hablando de guerra solía emplear las fórmulas usuales de la prensa patriótica, de las proclamas y órdenes generales en campaña-; y mientras no consigamos limpiar de enemigos fratricidastodo el territorio de esta Comandancia general, no le aconsejo a nadie que penetre, señor... a menos que lleve un salvoconducto en regla, expedido por el obcecado Pretendiente.

-Ya, ya lo pensaremos, pues entre los cabecillas facciosos no me faltan amigos».

En esto, Saloma escogía el rincón más abrigado de la cuadra, el mejor defendido contra las corrientes de aire y las patadas de los mulos, para armar en él un mullido nidal donde descansase el noble viejo. Fue robando puñaditos de paja en este y el otro montón; apartó toda la basura; hizo mudar de sitio a un gallo con varias gallinas, y la obra quedó terminada pronto a satisfacción del que debía disfrutarla. Todas las mantas que tenía las aplicó a la comodidad de Don Beltrán, unas debajo, otras encima de su cuerpo. Mientras Mero le quitaba las botas, envolviéndole los pies en la manta de Tomé, Saloma le liaba a la cabeza una ancho pañuelo de seda, despojándole antes de su levitón y dejándole en mangas de camisa. Ofrecía el aristócrata una extraña figura, de la que él   —20→   mismo se reía, cuando se tendió de largo a largo sobre la paja. Con refajos y ropa suya improvisó Saloma una almohada, y no pareciéndole bastante, propuso que ella se acomodaría sentada junto a la pared, formando como cabecera del improvisado lecho, y sobre sus rodillas se apoyaría la almohada, sosteniéndola en alto de modo que no se hundiese la cabeza de D. Beltrán. Para completar la obra, se convino en que Galán pasaría la noche a los pies del señor, para contener el frío por aquella parte, mientras por la otra sostenía el calor el gentil cuerpo de Saloma. Hallábase Urdaneta algo acatarrado, y estornudaba constantemente; mas no sintiendo otra molestia real que el frío, procuraba agazaparse bien, y en medio de las mantas recobró su buen temple y jovialidad, dando por excelente tal situación y creyéndola un especialísimo favor de Dios en aquellos tristes días. «Paréceme, hijos míos, que no debo quejarme -les dijo risueño-, ¿pues qué más puedo ambicionar que este tranquilo reposo, este abrigo que me habéis dado, y, sobre todo, el calor de vuestra compañía cariñosa? Os veo como a dos ángeles que Dios me envía para asistirme. Y es como si con vuestra presencia me dijera: 'Ya ves, Beltrán mío, que no te abandono'. En verdad os aseguro, que no cambiaría este lecho por el del Papa o el Emperador de Rusia. Aquí se está muy bien, con un guardián y calentador por la cabeza y otro por los pies... y esta sencillez, y esta libertad...   —21→   Vamos, que estoy contentísimo, y ahora me permito despreciar todos los cuartos de fonda, con sus camas frías y sucias, y su soledad triste... Bien, bien: Mero y Saloma, mis buenos amigos, sed caritativos hasta el fin; y pues el sueño se ha declarado mi enemigo, contadme alguna cosita para engañar el tiempo».

Reclinado a los pies del señor, Galán habló largamente de la campaña del Centro, a la cual se daría gran impulso para exterminar de golpe a los satélites del obscurantismo. No lejos de ellos había otros grupos; y a medida que avanzaba la noche, fueron entrando en la cuadra más huéspedes, y se formaron entre paja y dornajos montones de humanidad que producían extraños ruidos: aquí conversaciones y disputas vehementes, allá un roncar estruendoso.

«Mero, hijo mío -dijo al alférez D. Beltrán, de cuya persona no asomaba entre las mantas más que la nariz-, por alguna palabra que llega a mis oídos de lo que hablan esos tres hombres que están a tus pies, entiendo que son de Rubielos. Acércate y pregúntales si conocen a Juan Luco, rico propietario en término de Mora, alcalde que era de esta villa hace dos años». Poco después se aproximó un hombre, de estatura más que alta gigantesca, vestido a estilo aragonés neto, con su pañizuelo en la cabeza, faja morada y muy caída, mal envuelto en una manta, como herido o enfermo, un brazo en cabestrillo, la faz atezada, ruda, huraña. De su   —22→   andar no debía decirse que era cojo, sino que cojeaba, y uno de sus pies, envuelto en un lío de trapos, abultaba como la pata de un elefante. Sus primeras palabras, al acercarse al grupo, fueron torpes, balbucientes: «El señor alférez me manda... que le diga... Gran señor, yo no veo dónde está su Ilustrísima, ni sé quién dimonios es... ¡Otra!... Ya le veo como enterrao en el panizo...

-Siéntate... tú eres de Teruel: no puedes negarlo -dijo D. Beltrán sin moverse, no enseñando de su persona más que los ojos sin vista y la nariz sin olfato-. Descansa, que, por las trazas, bien lo necesitas». Con lentitud y ayes de dolor fue doblando su corpachón el aragonés hasta hundir la paja con sus asentaderas, no lejos del puesto de Galán, y cuando halló postura cómoda, dijo que de Teruel mismamente no era, sino de Cuatro Dineros, barrio de Montalbán, y que conocía todo el país entre Ademuz y Puerto de Beceite como la palma de su mano.

«¡Ah -exclamó Saloma prontamente-, si ya te conocemos! Yo bien decía: conozco a este bruto. Tú eres Joreas, el que hace dos años trajinaba con mulas desde Vinaroz a Tudela... Y después te fuiste a la facción, y de la facción vienes ahora, puerco.

-Con perdón de la señá tinienta y de la compañía, digo que lo de puerco no es razón, y sí lo es que me llamo Tanasio Joreas. Como hombre honrado y cabal, no niego haber estuvido en la faición a las órdenes del Serrador primero, del Royo de Nogueruelas   —23→   dispués, porque sentía de mi natural que debíamos ensalzar los divinos derechos del Rey D. Carlos... Pero aquí me tienen harto de desengaños, con más balazos en mi cuerpo que pelos en la cabeza, muerto de hambre, con mi casa y familia perdidas, porque una de mis masadas la arrasó el liberal, otra el legítimo... mis hijos muertos, todo hecho cenizas, y yo poco menos que cadavérico. Lo que no me ha quitado el neto, me lo ha quitado la usurpadora; y al fin, cansado de pelear, y de sufrir, y de ver espantos, y de pisar tripas de cristianos, dije: «No más derechos legítimos ni no legítimos, no más, no más», y me escapé, y huyendo de la tremolina vengo por trochas y atajos en busca de un terreno donde haiga paz, donde los hombres sean cristianos, no carniceros... Yo he sido malo; yo he sido, como tantos, lo que dice la señora, faicioso y peleador y verdugo de mi natural; pero ya le he tomado asco al matadero. Me llamo Joreas el escarmentado, y voy a Zaragoza en busca de un pedazo de pan que yo pueda meter en la boca sin que, al mascarlo, me parezca que lo han amasado con sangre».

Callaban todos los oyentes, entristecidos por las lúgubres palabras del escarmentado, y al fin rompió el silencio D. Beltrán, diciendo: «Pobre Joreas, tu arrepentimiento es de celebrar, y ojalá se convencieran todos como tú y siguieran tu camino... Pero vamos a lo que me importa. Conocerás a Juan Luco.

-De los mejores hombres de Aragón... sí,   —24→   señor... gran presona... Y con muchas talegas. Suyas eran las dos masadas de Rubielos, y en Mosqueruela y Forniche Bajo tenía más de mil cabezas... hombre cabal, buen amigo y padre del pobre...

-Hablas como si Luco no existiera. Explícate: ¿ha muerto?

-Señor, no se enfade conmigo, que yo no he sido más que destrumento. A la vuelta de Manzanera nos salió con catorce hombres armados de escopetas... Le cogió la partida de Peinado, donde yo iba, y no tuvimos más remedio que afusilarle... Señor, puede creérmelo: como Dios es mi padre le digo que le digo la verdad... Fue que cuando me mandaron tirarle y le tiré, las lágrimas me corrían... Yo decía para mí: perdóneme, Don Juan, que no soy más que destrumento...




ArribaAbajo- III -

-¡Qué horror! -exclamó D. Beltrán, haciendo sonar la paja con el estremecimiento de todo su cuerpo-. Bandido, quítate de mi presencia... No, no te vayas: da más explicaciones...

-Bandido no, señor... Yo lloraba... Es la guerra, señor, la guerra. Aluego que le enterramos fuimos a quemarle la masada de Cabra de Mora.

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-¿Y la incendiasteis?

-No pudo ser, señor, porque... la habían quemado ya los cristinos el día antes, llevándose dos yeguas. Fue la columna del coronel Buil, uno muy perro, que fusiló en Concud a mi hijo Agustín.

-Ojo por ojo y diente por diente. Los hijos de Luco vengarán a su padre.

-No, señor. ¿Les conoce Vocencia?

-Sí, y sé que son valientes.

-Eran.

-¿También han muerto?

-No me eche a mí la culpa, sino al Nogueras, el más bruto que hay en la Usurpación.

-¿Luego eran carlistas?

-Bruno sí, señor: desde el tiempo de Carnicer se alistó en las sacras banderas. Luego andaba con el Fraile Esperanzay con el Organista de Teruel. No tenía trato con su padre ni con su hermano Cinto, el cual seguía la bandera puerca de Isabel... Por esto dicen que esta guerra se ha vuelto tan farisea o faricida.

-Fratricida, que quiere decir guerra entre hermanos.

-Y entre padres e hijos, y maridos y mujeres. Cinto Luco, casado en Aliaga con la hija mayor de Crescencio Marlofa, salió con los urbanos de la villa y un destacamento de tropa. D. Ramón, el propio D. Ramón, les deshizo... Escapó Cinto con su mujer y el chico menor de Marlofa, y se escondieron los tres en una cueva de Peñarroya de los   —26→   Pinares, donde, descubiertos por el cura Lorente...

-¿También fusilados? ¡Qué villanía!

-No, señor... les pusieron en cueros, sin distinguir... vamos, que a la chica le quitaron hasta la camisa, y luego les alancearon...

-Cállate, por Dios... Vete, vete a expiar tus delitos.

-Es la guerra, señor. Yo no tuve culpa, ni estuve en eso... Me lo contaron».

Habíanse agregado otros dos al grupo, recostándose junto a Joreas. Por las trazas eran sus compañeros, como él, escarmentados o arrepentidos.

«Yo le vi -dijo uno de ellos, joven y de palabra fácil y correcta, revelando mejor educación y origen social que sus compañeros-, y desde aquel día me escapé con otros seis de la partida de Lorente, y nos agregamos a Forcadell. Nos teníamos por guerrilleros, no por bandidos.

-No sigáis -dijo D. Beltrán, que no sentía ya frío, sino un calor sofocante, y sacó los brazos fuera de las mantas-; no sigáis, por Dios, pues también vais a decirme que el hijo menor de mi queridísimo Juan Luco, el pequeño, mi ahijado, Francisquín, ha perecido también en esa guerra de cafres.

-Francisquín fue pasado por las armas en la acción de Liria -afirmó Joreas.

-Tú no sabes de eso -dijo prontamente el segundo escarmentado-. Yo estuve en Liria, y puedo contarlo.

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-Mi parecer -dijo Mero-, es que todas esas historias fratricidas deben quedarse para mañana.

-Lo mismo pienso -manifestó Saloma-. El señor necesita descanso, y no se le han de contar tragedias, sino chascarrillos y donaires.

-Gracias, hijos míos; pero la ocasión es trágica: no podemos sustraernos a estos horrores... Que sigan: usted, joven, infórmeme de lo de Liria y de la suerte de mi ahijado Francisco Luco. ¿Es usted de este país?

-Eustaquio de la Pertusa, natural de Binéfar, en tierra baja de Huesca, para servir a usted; estudiante de Teología y Cánones hasta febrero del 35; después ayudante de Cabañero, alférez en la columna de Pertegaz, y, al fin, escarmentado y desengañado. Pues el 29 de marzo... recuerdo bien la fecha, porque eran mis días: San Eustaquio, Obispo... sorprendimos la plaza de Liria. Don Ramón recorría el llano de Valencia recogiendo mozos, dinero y caballos. Pertegaz fue el encargado de la sorpresa. Antes de romper el día nos llegamos callandito a las puertas de la ciudad, defendida por nacionales. Abrieron ellos confiados, sin tener noticia de que estábamos en acecho, y fácil nos fue entrar, despachando en la primera embestida siete, después nueve, y cogiendo veintisiete prisioneros, con algunos vecinos del pueblo. Saqueamos no más que dos horas; y al salir, D. Ramón, que acampado estaba   —28→   en Puebla de Balbona, nos mandó ir a Chiva con los prisioneros.

-¿Y entre ellos estaba el pobre Francisquín?... ¡ay!

-Sí señor. Yo le conocía del Seminario de Huesca, donde juntos estudiábamos Teología, y por el camino de Chiva hablamos, y le dije que tuviera paciencia, que de fusilarles, lo haríamos previa confesión, según costumbre y ley de nuestro ejército, con lo que, si se perdía el cuerpo, se ganaba el alma, que es lo principal.

-Grandísimo perro... la hipocresía de tu ferocidad me causa horror -exclamó Don Beltrán sin poder contenerse-. ¡Pobre Francisquín! Sigue, sigue.

-Pues en Chiva se mandó confesar a los prisioneros, que para estos casos lleva cada partida, por pequeña que sea, su capellán... y...

-Basta. ¿Tendrás valor para referir que hiciste fuego sobre tu pobre amigo, tu compañero de estudios teológicos?... ¡Bonita Teología aprendiste, mal hombre, mal subdiácono, si lo eres, mal español!... Si vives tranquilo será porque no tienes conciencia, porque no sabes lo que es Dios, aunque mil veces le hayas nombrado estudiando cosas que no has entendido... No me levanto -agregó el señor excitadísimo, retirando su abrigo y removiéndose sobre la paja-, no me levanto y te doy un par de pescozones, porque creería deshonradas mis manos de caballero poniéndolas en la cara de un bandido.

  —29→  

-¡Eh! sepa el vejete -dijo el otro levantándose de un brinco-, que mi cara no han de tocarla manos nobles y plebeyas. Y si es usted una senectud y no puede hacer la prueba, destaque alguno de estos, y salgamos afuera.

-El que sale afuera bailando, con una patada que voy yo a darte ahora mismo, eres tú, so deslenguado -dijo con fosca serenidad Baldomero, disponiéndose a ejecutar lo que decía, como la cosa más natural del mundo».

D. Eustaquio se engalló también; pero Joreas y el otro le contuvieron diciéndole: «Guarda, hijo, que es tiniente.

-Y sepan -añadió Galán- que si los señores escarmentados no guardan el respeto debido a las personas, aquí no faltará quien les dé la última mano del escarmiento.

-También aquí fusilamos -dijo Saloma iracunda-. ¿Pues qué creen estos? ¿Que somos de manteca?».

El tercero, que aún no había dicho nada, y era inclinado a la paz y enemigo de pendencias en tal sitio, tiró del brazo del teólogo D. Eustaquio para apartarle, ayudándole también Joreas, que venía de la guerra con el cansancio y aborrecimiento de toda querella homicida. Terminó el lance de buena manera; alejáronse los dos más levantiscos; sólo quedó en el corrillo de D. Beltrán el tercero, que se declaró escarmentado incondicionalmente, con propósito firme de no volver a las andadas; y aproximándose, como   —30→   deseoso de ganar confianza, hizo la siguiente manifestación: «Yo soy de Ablitas, Sr. D. Beltrán de Urdaneta, y con nombrarle ya está dicho que le conocí desde que le vi meterse en la paja. Conozco también a Saloma Ulibarri y a Baldomero Galán, y a todos me recomiendo para que no me estimen en menos de lo que soy por esta locura de haber ido a la facción».

Maravilláronse todos de aquel encuentro, y el primero que rompió a reconocerle fue Baldomero, que le dijo:

«¡Ajo! ¿no eres tú Vicente Sancho, hijo de José Sancho? Desde que te vi me chocó el cariz tuyo, y dije: 'Yo conozco a este pícaro'.

-El mismo soy. A todos les conocí; pero no quería dar la cara, por vergüenza.

-¡Vaya con Sanchico! -dijo Urdaneta-. Hombre, me alegro de que seas tú de allá... Oye: ¿no era tu abuelo Bartolomé Sancho albéitar en Monteagudo?

-Sí, señor... Pues verán... Son estos dos amigos el uno muy bruto, y el otro, el Epístola, que así le llamamos aunque no tiene las órdenes, muy vivo de sangre... No quisieron ofender al Sr. D. Beltrán; y como les pidió que refirieran, empezaron a contar, poniendo las cosas como fueron, que harto malas son ellas, sin que tenga la culpa el que cuenta con natural.

-Cierto: yo me acaloré -dijo el prócer-. Si a ellos se les ha pasado el enfado, que vuelvan y acaben de contarme lo de Chiva.

  —31→  

-Yo le enteraré mejor que ellos -dijo Sanchico-. Yo estuve también en Liria y Chiva; formé en el cuadro de los fusilamientos, y puedo asegurar que no matamos a Francisquín. En el camino de Chiva se nos perdió, bien porque lograra escapar, bien porque algún amigo le amparase. Matamos a los prisioneros en el patio de un convento, después de desnudarles. Luego, los que tenían gusto para estas cosas y mala entraña, se entretenían en quemarles los bigotes cadavéricos y en pegarles cuchilladas...

-¡Qué espanto! ¡No puedo oír esto! -murmuró D. Beltrán-... ¿De modo que el pobre Francisquín...?

-Bien pudo ser que estuviera entre los que quedaron para otro día. Nosotros seguimos con D. Ramón, que dio una batalla al general Palarea, en la cual no salimos bien. Nos retiramos ordenadamente hacia Liria. Sé que en Villar del Arzobispo fusilaron el sobrante de Chiva, menos unos cuantos que fueron llevados prisioneros a Beceite y de allí a Cantavieja. Tengo por muy probable que entre esos esté Francisquín Luco.

-Dime, Sanchico -preguntó Baldomero-. ¿Estuviste tú en lo de Alcotas? Porque allí pasaron por las armas a un primo mío, cabo primero en el regimiento de Ceuta.

-Aquel día estaba yo en Torrijas, a donde se nos mandó para pegar fuego al pueblo, después de fusilar al alcalde porque no suministró las raciones que se le pidieron. Al volver al Cuartel general supe lo de Alcotas.   —32→   Fue que a D. Ramón le llevaron el soplo de que estaban allí los de Ceuta... Corre allá: los de Ceuta habían salido del pueblo; les sigue, les alcanza, les envuelve.

-Capitularon cuando se les concluyeron los cartuchos... Así lo oí... Y el tigre les dio palabra de respetar las vidas.

-Pues el no cumplir fue porque el Padre Escorihuela llevó el cuento de que los de Ceuta habían hecho el entierro de Cabrera, en chanza, cantándole responsos por las calles de Alcotas, y que en la iglesia hicieron burla de los santos. Como D. Ramón tenía el alma requemada por lo de su madre, les mandó fusilar. Eran ciento cuarenta y cinco.

-Les confesarían antes -dijo Urdaneta, que había recobrado su actitud de momia egipcia, y adormecía su pensamiento en una resignación filosófica no exenta de humorismo.

-El mismo Padre Escorihuela que le contó al General las picardías de los capitulados, se puso a confesarles de prisa y corriendo. Pero como D. Ramón quería llegar de día a Manzanera y no sobraba el tiempo, no confesaron más que los oficiales... los soldados no.

-Dime tú, Sanchico -preguntó D. Beltrán inmóvil-. Cuando pasaban esas cosas, ¿no caían del cielo rayos y centellas que hicieran polvo a ese padre Estercolera, o como quiera que se llame?

-De eso de caer rayos nada sé: yo no estaba presente, señor. Mi partida se incorporó   —33→   a Quílez, que nos llevó a tierra de Monreal, cerca de Daroca, donde derrotamos a los Voluntarios de Soria, mandados por Valdés.

-¿Y a cuántos fusilasteis?

-Cayeron treinta y tres Oficiales y diez miñones.

-Bien, hijo, bien. ¿Y hay todavía humanidad, género humano quiero decir, en esa condenada tierra?

-Fuera de los que combaten, señor, por ver quién reina, hombres, ninguno hay; mujeres y caballerías, pocas.

-Ahora que hablamos de mujeres: mi amigo y protegido Juan Luco, además de sus tres hijos varones, tenía una hija.

-Que es monja penitente; no sé... De esto le noticiará Joreas, que, como de Rubielos, conoce a toda la familia...».

Diciendo esto, Sanchico miraba con recelo a un hombre que entró a dar pienso a dos caballerías. A la mortecina luz del candilejo que alumbraba la anchurosa cuadra de negro techo festoneado de telarañas, apenas se distinguía el rostro del tal sujeto; pero el chico debía de conocerle y temerle, porque al verle pasar cerca, en dirección de una de las puertas, se tiró boca abajo sobre la paja, haciéndose el dormido. Pasado el susto, el muchacho se incorporó diciendo: «Es mi padre, José Sancho, que anda al servicio de un señor italiano, muy rico y principal. Llegó esta mañana, y cuando le vi no supe dónde meterme, de la vergüenza que me daba... y del miedo, porque mi padre, al   —34→   saber que yo me había ido a la facción, dijo que si no me mataban en la guerra, me mataría él cuando me encontrase, por haberle deshonrado... que a deshonra le sabe el ver a un hijo suyo debajo de la bandera de Carlos V».




ArribaAbajo- IV -

Ya tenía D. Beltrán la palabra en la boca para pedir más referencias de aquel señor extranjero, cuyo nombre y diplomático carácter no le eran desconocidos, cuando se armó un gran tumulto al otro lado de la cuadra. Empezaron peleándose dos, se enredaron luego cuatro, dándose morradas y coces; la querella habría pasado quizás a mayores, si no intervinieran Baldomero Galán y dos sargentos que a la sazón entraron, los cuales, sacudiendo de plano, y deshaciendo a tirones el racimo que formaban los contendientes, restablecieron el orden. A unos les hicieron salir, a otros arrojáronles sobre la paja, y ya no se oyó más que el resoplido de las cóleras sojuzgadas. «Es la de todos los días -dijo Baldomero volviendo al lado de D. Beltrán-, la cuestión entre Cabreristas y Nogueristas. Unos dicen y sostienen que la madre de Cabrera estuvo bien fusilada, como castigo de ese tigre sanguinario, y otros que no, que el haberla matado   —35→   sin culpa de ella ha traído esta situación tan fratricida. Ya les hemos aplacado los humos; y como repitan, se mandará dar un recorrido de palos, para que callen y nos dejen en paz.

-Y ahora, señor, que tenemos algún sosiego -dijo Saloma-, haga por dormirse, que ya es tarde, y todos necesitamos cobrar fuerzas para el ajetreo de mañana.

-Procuraré seguir tu sabio consejo -replicó el anciano, tomando postura cómoda y cubriéndose bien de nariz para abajo-. Pero dudo que pueda coger un buen sueño, pues ahora me doy a cavilar si ese señor italiano será o no será quien yo me figuro: uno que de Madrid y Nápoles fue comisionado al Cuartel de D. Carlos para tratar de un arreglo que pusiese fin a estos horrores. No me acuerdo del apellido de ese sujeto, pues ya no hay nombre que quiera guardarse en la jaula deshecha de mi memoria; pero me da el corazón que es el mismo de quien tuve noticia por cierto caballerito que conocí y traté caminando hacia Villarcayo. Lo primero que has de hacer mañana es llegarte a Sancho y sonsacarle todo lo que de su señor quiera decirte: te informas de si va para Zaragoza, o para Levante, pues en este caso me convendría su amistad, que de seguro irá el hombre bien pertrechado de pasaportes. Y no sería malo que tú, tan despabilada y francota, te fueras a él, metiéndote en su cuarto, si es que lo tiene, con el pretexto de saber cuándo se va para ocuparlo yo, y una   —36→   vez metida le dijeses quién soy, y como me veo en estas estrechuras impropias de mi nobleza...».

Prometiole la hermosa navarra conquistarle al italiano, y a toda la Italia si fuese menester; y en aquel punto, Galán, que había salido a recorrer los alojamientos de los soldados, volvió diciendo que corría por el pueblo el notición de la muerte de Cabrera. Sobre esto hicieron los tres comentarios prolijos, conviniendo en que si resultaba cierto, sería gran merced de Dios, apiadado al fin de la pobre España. Y ya no pensaron más que en dormir lo que pudiesen, cosa no fácil, por los ruidos que a cada instante en el ancho local se levantaban, así de inquietudes de animales como de personas, y por los feroces ronquidos de algunos durmientes. Pudo vencer D. Beltrán la molestia que estos le causaban; y cuando ya iba cogiendo el sueño, le despabilaron las voces de un condenado hombre que, sentado en el suelo, en postura turquesca, junto a la pared, solo, parecía rezar en alta voz con plañidera monotonía desesperante.

«¿No podríamos conseguir -dijo D. Beltrán entre suspiros-, que ese demonio de hombre se fuese a rezar a la calle? Si se va por una peseta, dásela, Saloma.

-Es el pobre Muel -dijo condolido Galán-, que de ver morir a tres de sus hijos, fusilados en Alventosa, se ha vuelto loco, y se pasa la vida predicando por estos caminos en canto llano.

  —37→  

-Alventosa... ya sé... es en tierra de Rubielos. Alguna de las propiedades que vendí a Luco allí están... Creo que fue un espanto la matanza que ordenó y ejecutó ese bribón del cura Lorente.

-Fusiló setenta y siete hombres y un niño de diez años, hijo de un capitán. Eran del regimiento de Extremadura, donde yo he servido. Les cogieron el Royo y Peinado en Arcos; les llevaban prisioneros, y el capellán Lorente propuso fusilarlos. Los dos cabecillas no querían; el clérigo, a fuerza de ruegos y amenazas, consiguió que mataran veintidós. Al siguiente día, en ese pueblo de Alventosa, volvieron a cuestionar sobre si mataban o no a los demás: Lorente, que sí; Peinado y Royo, que no. En un descanso, el capellán mandó destapar un barrilito de aguardiente que llevaba. Bebieron, y con la borrachera, el Royo se puso de parte de Lorente. Salieron los vecinos del pueblo con su párroco a la cabeza, y de rodillas imploraron la vida de los desgraciados prisioneros. Lorente le dijo al párroco: «Confiéselos ahora mismo; y para acabar más pronto, yo empiezo a confesar por una punta y usted por otra». Negose el cura de Alventosa, y se echó a llorar... El capitán pidió entonces a los cabecillas que no matasen al niño; pero para más crueldad, fusilaron primero a la criatura, por que el padre lo viese, y luego a este y a todos los demás después de desnudarlos... Al ponerse en marcha, Lorente dijo al cura de Alventosa que, so pena de   —38→   la vida, dejara los cuerpos insepultos para escarmiento de las tropas cristinas que pasasen...

-¿Y no ha habido un hombre honrado, valiente y justiciero -dijo D. Beltrán, dando un salto en su lecho-; no ha habido un hombre, un aragonés, que haya cogido a ese vil clérigo, a ese sacrílego, y le haya colgado vivo, por las patas, de la más alta rama de un alcornoque, o del campanario de una iglesia, para que se lo comieran los buitres?... Desconozco a mi raza... esto no es Aragón. Si yo fuera mozo, créanlo, iría a esa guerra, no para defender ambiciones y derechos de reyes más o menos legítimos, sino para perseguir y castigar tan salvajes crímenes, para vengar a Dios de los ultrajes que unos y otros le infieren; sería implacable con los cobardes asesinos de uno y otro bando, llamáranse Nogueras, llamáranse Cabrera, y vengaría a la madre de este, y a la esposa de Fontiveros, y a todos esos infelices sacrificados con barbarie tan horrenda y estúpida.

-Está muy bien, señor -le dijo Saloma, cogiéndole de los brazos para hacerle acostar-; pero sosiéguese y no se desabrigue, que puede coger una pulmonía».

No había medio de aplacarle; de rodillas sobre la paja, apoyaba con enérgico ademán su ardiente protesta: «No, no puedo sosegarme oyendo estas cosas. Esto no es Aragón, esto no es mi raza, la raza justiciera por excelencia, fuerte y benigna, guerrera y   —39→   cristiana, iracunda y generosa... ¡Y ese pobre hombre es víctima de este furor de matanzas! ¡Y ha perdido la razón viendo cómo los hombres se vuelven maestros de las fieras en la crueldad!... Ven acá tú, buen amigo, y hallarás aquí un corazón aragonés compasivo, no más que compasivo, pues que la vejez no permite otra cosa... Ven acá, y nos consolaremos todos los buenos, abominando de los que pisotean la justicia humana y remitiéndolos a la divina».

El otro infeliz, oyéndose llamado, acudió allá con paso lento. Era un hombre de aventajada estatura, flaco, de tez tan morena, que a la escasa luz de la cuadra parecía negra; el pañizuelo liado a la cabeza; el cuerpo cubierto de un luengo camisón, sin faja; los pies desnudos, negros también, como la cara, como las manos, semejantes a manojos de sarmientos; todo él perfecto plagio de un santón árabe. Al aproximarse, venía rezando en alta voz, y una vez junto al grupo soltó esta terrorífica declamación con duro y ronco acento: «No te salvas, no te escapas, malvado Lorente, aunque te escondas entre pajas, teniendo por guardianes, por los pies a tu Rey y señor, y por la cabeza a la Reina de tu Iglesia maldita... No te escapas ya, clérigo de Satanás, serpiente, que mis ejércitos rodean ya toda esta fortaleza, y no hallarás puerta ni hendidura ni resquicio por donde puedas escabullirte... No morirás, no... Con el zumo de unas hierbas que hay en la torre de Pepo, nada más que allí,   —40→   se te untará todo el cuerpo, y vivirás mil años, ¡mil años! infame Lorente; y en todas las partes de tu persona, pecho, espalda, muslos, barriga y lo demás, te nacerán, por la virtud de aquella hierba, ojos, ¡ojos como los de la cara! que vean, y delante de cada uno de estos ojos se te pondrá un fusilado para que lo estés viendo día y noche... Y horrorizado de lo que ves con tantos ojos, querrás descansar y dormir; pero no podrás, no podrás, porque esos ojos no duermen, ni pestañean, ni lloran, y los tendrás siempre bien abiertos y despabilados, mirando con cada uno de ellos a un fusilado por ti... y así estarás mil años, trescientos sesenta y cinco mil noches y días... Luego se te dejará otros mil años ciego y sordo, para que veas dentro de tu conciencia, y se te quitará la razón para que no puedas arrepentirte ni confesarte... y se te pondrá una lengua venenosa para que blasfemes a todas horas, y se te secará el agua de lágrimas para que no puedas llorar ni afligirte...

-Basta, basta ya -dijo D. Beltrán horrorizado-... No tanto, pobre Muel... Es demasiado castigo, infinitamente mayor que la culpa... Perdóname ya.

-Todavía no, todavía no... Otros mil años disparándote a cada minuto por el oído izquierdo un tiro de fusil con bala, la cual, después de retumbar dentro de tu calavera, saldrá por el oído derecho sin matarte...

-No más, no más, Muel... Perdón, perdón.

-Otros mil años...

  —41→  

-No, no... Baldomero, quítame de aquí a ese hombre... Por Dios te lo pido».

Suavemente le cogió de un brazo Galán y se lo llevó sin que hiciera resistencia, pues su locura era pacífica; inocente en las acciones, desbordada en las palabras. Día y noche se le oía la perorata cadenciosa y lúgubre: arengaba a sus imaginarias tropas, vencía y aprisionaba a Lorente; llevábale arrastrando por valles y montes hasta la torre de Pepo; encerrado allí el vencido monstruo, le imponía los sutiles castigos por series de mil años, hasta que, cansado de inventar horrores, volvía a los de la realidad y a la tragedia de Alventosa. Había sido maestro de escuela y diestro pendolista; no pedía limosna, comía lo que le daban; dormía en despoblado, o bajo techo si se lo permitían, y vagaba en un radio de cinco leguas alrededor de Quinto, su patria. Echado al corral por Galán, volvió este al lado del señor, a punto que Saloma, vencida del cansancio, cerraba los ojos y hacía reverencias. Durmiose al fin, apoyada la cabeza en la pared, y el prócer y Baldomero siguieron charlando en voz baja de cosas de guerra y política hasta que oyeron el diligente estridor de la diana, que, avisando a todos el fin del sueño, fue principio del de D. Beltrán, el cual, por añeja costumbre, dormía las mañanas.



  —42→  

ArribaAbajo- V -

Cuando el pobre anciano despertó, después de dar a sus huesos algunas horas de plácido reposo, contáronle sus amigos las novedades ocurridas en el parador durante su sueño. Había conseguido Galán reconciliar a Sanchico con su padre Sancho, no sin que este se mostrara largo rato rebelde a las paces, haciéndose el inflexible con desmedida afectación, hasta que, desahogando su severidad en una descarga de bofetadas, lloró el chico, se aplacó el padre, y todo quedó perdonado, a condición de que el joven partiese aquel mismo día para Ablitas y no volviese a separarse de sus tíos. En la ruidosa querella de hijo y padre, salió a relucir que Sanchico se había largado a la facción por contrariedades lastimosas de amor. Entre tirarse al Ebro y hacerse faccioso para que una bala le matase, prefirió esto último. El cuento fue que las balas no se metieron con él, y que el trajín de la guerra le curó de la morriña que le enfermaba el alma. Volvía, pues, mejor de lo que fue, saludable, fuerte, aleccionado del mundo, y habiendo visto sucesos mil, lisonjeros o desgraciados, que servían de grande enseñanza. Por lo demás, su afecto a la causa de D. Carlos había sido   —43→   puramente circunstancial, y lo mismo le importaban a él los derechos del Rey legítimo que la carabina de Ambrosio. Cuando Urdaneta supo que Sancho iba para la Ribera, ordenó que se fuese con él uno de sus criados: se arreglaría sólo con Tomé; que los tiempos eran apretados, y había que mirar por la economía.

Pero la gran novedad de aquella mañana fue que la gentil y desenvuelta Saloma logró avistarse con el italiano, sorprendiéndole en su cuarto cuando daba la última mano en su retoque personal. Desempeñado había con extraordinaria agudeza el encargo que le confirió D. Beltrán, ganando, si no la confianza, las atenciones de aquel señor. Por las referencias de Saloma y el nombre del criado, se afirmó Urdaneta en que el tal no era otro que el siciliano de que Fernando Calpena le habló, intermediario clandestino entre las dos ramas borbónicas que se disputaban el Trono. Toda la madrugada, hasta que se durmió, había estado el prócer devanándose los sesos por recordar la gracia de aquel sujeto. Su memoria era ya para los nombres un verdadero caos. Mas cuando Saloma le contaba su entrevista, se le metió súbitamente en el cerebro a D. Beltrán el perdido nombre, y gritó: «¡Rapella, Rapella! Ya me acuerdo. En la punta de la lengua lo tenía». Díjole por fin la navarra que el señor extranjero se alegró mucho al saber que en el propio parador se hallaba persona de tan alta alcurnia, a quien conocía de fama   —44→   por sus amigos de Madrid, y que deseando el honor de tratarle, le invitaba a almorzar.

«¿Ves? -dijo Urdaneta con alborozo, dando pataditas en el portal para entrar en calor-. Tú me has traído la suerte, pues yo venía con mala pata, y desde que te encontré, todas las cartas me salen buenas».

Antes de la hora del almuerzo juntáronse el viejo aristócrata y el pintado diplomático en la calle, y cambiando mil finuras, hablaron después cuanto les dio la gana, sin parar hasta que terminó el comistraje. Hizo gala Rapella de su cortesanía, y derrochó sin tasa el énfasis de su especial oratoria familiar. Aseguró a D. Beltrán que le conocía por lo que de él le habían hablado sus grandes amigos Bernardino Frías, Luis Córdova, Paco Malpica, Martínez de la Rosa, Quintana y otros. Hablaron luego de Fernando Calpena, mostrándose Rapella muy gozoso de saber que vivía, pues ya le consideraba muerto; y por fin se eternizaron en el comentario de las cosas políticas y militares, la revolución de la Granja, las nuevas Cortes, la situación política en Madrid y en la corte carlista, las intrigas de una y otra parte, Espartero, Cabrera, las expediciones de Gómez, D. Basilio y Batanero... el buen giro de la guerra en el Norte, el mal cariz de la misma en el Maestrazgo.

Por más empeño que en ello puso, no pudo el viejo conseguir que Rapella se clareara en lo de las misiones y recados que   —45→   traía y llevaba de corte en corte. Se escabullía gallardamente de todas las trampas que el otro le armaba con capciosas preguntas. A veces la agudeza de D. Beltrán le cogía en contradicción. Dijo primero que iba hacia Vinaroz, donde le aguardaba un barco que debía llevarte a Nápoles; después indicó que el objeto de su viaje en tal dirección era sólo avistarse con su íntimo amigo Borso di Carminati, para darle un abrazo y pasar unos días con él. Tenía en el ejército del Centro excelentes amigos, entre ellos su paisano Cialdini, muchacho de gran porvenir, ayudante de Borso. Inútil fue también el empeño que puso D. Beltrán en sonsacarle noticias y cuentos de las interioridades del Cuartel de D. Carlos... Nada: el siciliano no daba lumbres. Y si no su locuacidad perdía un poco de su finura cuando el otro quería llevarle a cierto terreno, apartándole de los temas que él elegía, siempre vagos, de generalidades y lugares comunes. Por fin llevó la conversación a la persona y hechos de Cabrera, de quien se mostró admirador, sosteniendo que era ya vulgaridad insigne tenerle por uno de tantos cabecillas, notable sólo por su inquietud y ferocidad. Desde que apareció en la guerra, conmoviendo y abrasando el país como fuego del cielo, mostrose gran caudillo, tan buen conocedor del suelo como de los hombres, táctico y estratégico de primera, audaz, incansable, heroico; y por entre estas cualidades apuntaba ya un gran político.

  —46→  

«¡Oh, no tanto! ¿Ya quiere usted hacer de él un Napoleón?

-Un Napoleón de montaña, amigo mío».

Respecto a las tan cacareadas crueldades del jefe carlista, dijo Rapella que habían sido estrictamente de carácter disciplinario militar hasta que los cristinos derramaron con bárbara torpeza la sangre de María Griñó. El asesinato de una mujer, sin más delito que ser madre de Cabrera, creó nueva ordenanza militar, dando una infernal lógica las horrendas carnicerías consumadas por uno y otro ejército. Fuera de esto, para abrirse camino el travieso bigardón de Tortosa, y pasar en breve tiempo de seminarista pendenciero a caudillo y gobernador de hombres en los campos de batalla, no podía menos de emplear, como resorte de dominio, el terror, la fiereza y la brutalidad. No se había formado dentro de un organismo, sino que tenía que sacar el organismo del caos social, y esto no se hace sino desplegando desde los primeros momentos un genio implacable, aterrador, extraordinaria viveza para aplicar justicias rápidas, de moral severa y primitiva; haciendo sentir el peso de su mano antes de que pudiera discutirse el derecho con que la levantaba. En las guerras civiles, los hombres culminantes nacen así, o no nacen nunca.

No le parecieron mal a Urdaneta estas razones, y como sacara a relucir la especie, muy corriente en aquellos días, de la muerte del famoso guerrero, negola el siciliano,   —47→   sosteniendo que había, sí, corrido grandísimo peligro en los últimos días de Diciembre; pero que estaba vivo, aunque al parecer no muy sano. En Septiembre del año anterior habíase unido Cabrera en Utiel a la expedición de Gómez. Juntos recorrieron Cuenca, Albacete, la Mancha, Andalucía y Extremadura... Si las tropas cristinas que les perseguían no pudieron deshacerles, tampoco ellos lograron su intento de sublevar las comarcas que invadían. Un correr continuo; exacciones y rapiñas en ciudades y aldeas; aislados lances de guerra sin plan ni concierto, gloriosos unos para los liberales, como el de Villarrobledo, ventajosos otros para los carlistas, pero sin que de ninguno resultara el aniquilamiento de la expedición, ni tampoco su triunfo; tal fue la obra combinada de Cabrera y Gómez, caracteres antitéticos, de cuya unión no podía resultar nada eficaz. La falta de engranaje entre uno y otro temperamento militar fue marcándose en desavenencias, luego en discordias, y los dos cabecillas, que juntos no podían formar una cabeza, riñeron al fin, a la vuelta de Cáceres, campando cada uno por sus respetos. Cabrera se escabulló fugaz y resbaladizo por el caminito que creyó más seguro para volver a sus riscos y barranqueras del Maestrazgo, donde en su ausencia las cosas de la guerra no iban muy prósperas, y amenazaba desbaratarse lo que él con paciencia, rigor y firme mano organizado había.

Lo primero que intentó al pisar su terreno   —48→   fue pasar al Cuartel general de D. Carlos en el Norte, para dar cuenta a este de la desavenencia con Gómez y proponerle un nuevo plan de campaña en el Centro. Llegose al Ebro, eligiendo el vado de Rincón de Soto como el único que en aquella estación cruda era practicable; pero le salió mal la cuenta, porque fue sorprendido por la columna de Iribarren, que le deshizo, matándole muchos hombres y dispersándole los que quedaron con vida. La suya estuvo en gran peligro. Acribillado de balazos, quedó al amparo de la obscuridad junto a una pared, donde le recogió uno de los suyos, el cabecilla que llamaban La Diosa, y le llevó atravesado en una caballería, como un saco, pues montar no podía. Perseguido por las tropas de Iribarren, debió su salvación a un cura que le escondió en el sótano de su casa; allí pasó largos días y noches entre la vida y la muerte, hasta que, mejorado de sus heridas, le trasladaron a un abrupto monte, espesura más propia de lobos que de seres humanos, donde permaneció en escondite, recobrando poco a poco la sangre perdida, y con ella el brío y la ferocidad. De este apartamiento provino la noticia de su muerte, que corrió por toda España, descorazonando a los suyos, y llenando de tristeza y confusión a todo el carlismo de aquende y allende el Ebro; pero ya en los últimos de Enero (como unos quince antes de la fecha en que esto se relata) se supo a ciencia cierta que vivía, y que sin reponerse de sus heridas y enfermedades,   —49→   preparaba nuevas correrías por la Plana de Castellón y riberas del Turia: que en tal hombre la ociosidad era imposible, mientras alguna vida le quedase. Cuando esto narraba el señor Rapella, no podía decir fijamente dónde se hallaba el famoso caudillo; presumía que, medio muerto o medio vivo, recogía sus fuerzas, las reorganizaba, lanzándose al terreno que la Naturaleza parecía haber amoldado a la hechura intelectual y física del que bien podía llamarse, si no el león, el gato montés de la guerra.

«A fe mía -dijo D. Beltrán-, que está usted bien informado. Ya cuidará de decir a su amigo Borso que se ande con tiento, pues este mozo no es de los que fácilmente se dejan destruir y aniquilar».

Por lo que a renglón seguido hablaron, comprendió el buen Urdaneta que en los cálculos de su flamante amigo no entraba el llevarle en su compañía, aunque en ello tuviera gusto, como se dejaba traslucir de lo que manifestó con exquisita urbanidad y palabras equívocas. Delicado en extremo, y muy ducho en artes mundanas, dio a entender D. Beltrán que los fines de su viaje exigíanle también ir solo, sin más acompañamiento que el de sus criados; manifestación que puso en gran cuidado al otro, recelando que llevase también misión diplomática, quizás como apoderado o mensajero del patriciado aragonés. Pero no atreviéndose a entrar en explicaciones, cada cual, como de zorro a zorro, se encerró en su discreción,   —50→   preparándose para continuar su caminata. D. Beltrán partiría con la columna que a la sazón estaba en Fuentes, y a que pertenecía Baldomero; D. Aníbal aguardaba otra fuerza que llegaría por la tarde, mandada por un coronel, íntimo amigo suyo.

Apercibiéndose para la partida, preguntó Galán a su antiguo señor que de dónde había sacado el hermoso caballo que traía, el cual, mientras Tomé lo limpiaba en el corral, era objeto de la admiración y curiosidad de todos los allí presentes. Replicó Don Beltrán que había ganado aquella joya en una donosa y feliz apuesta; sin dar pormenores del caso, mandó venir a su presencia a los dos escarmentados Joreas y el Epístola, y en un poyo del portalón les interrogó acerca de los hijos supervivientes del desgraciado Juan Luco. De Francisquín nada sabían a ciencia cierta; de su hermana, monja profesa en el Monasterio de Sigena, a cuatro leguas de Sariñena, dio el Epístolainformes más concretos. Había despuntado Marcela, desde su entrada en religión, por su ciencia grave y su lúcido ingenio; sabía latín, y dándose a la lectura, lo mismo platicaba de teología que enjaretaba versos y prosas en loor de los sagrados Misterios.

«Hace tiempo -dijo D. Beltrán-, que a mí llegó la fama, no sólo de su santidad, sino de su vivo entendimiento.



  —51→  

ArribaAbajo- VI -

-Me contaron -añadió Joreas-, que otra más leída y escrebida no la hubo nunca en aquel sacro monasterio, más antiguo que las Tablas de la Ley, pues lo hicieron en cuantico que empezó la cristiandad, hace unas docenas de miles de años. Oí que Sor Marcela pasmaba a todos con sus latines hablados por gramática, y que a verla iban el arcipreste de Mequinenza, el abad de Veruela y muchos calonges y prestes de Huesca, Tarragona y hasta de Aviñón, que es la Roma de esta parte de Francia.

-Me consta -dijo el Epístola-, porque lo he visto y leído en parte, que escribió un lindo poema sobre el milagro de los Corporales de Daroca, y también conozco unas quintillas a la Transfiguración del Señor. Sé que de diversas partes iban personas eruditas a consultar con ella puntos graves de moral, de filosofía o de religión, y que el meollo de sus sentencias era el asombro de cuantos la oían. En el monasterio, con ser ella de las monjas más jóvenes, considerábanla como autoridad, y como a vieja la respetaban. En los principios de la guerra, dicen que llamó a D. Ramón para iniciarle a no emplear medios de crueldad, y lo mismo hizo con Nogueras. El general Mina la visitó,   —52→   y también fueron a platicar con ella en el locutorio Masgoret y Tristany. Pero el año que acaba de pasar, allá por Septiembre, si no recuerdo mal, cuando Maroto vino a mandar en Cataluña, que más valía que no viniera, la partida de Llarch de Copons y la de otro cabecilla que llaman Camas Crúas, bajaron huidas de la parte de Lérida, donde Gurrea les pegó de firme; tomaron la vuelta de Benabarre y Albalate para pasar el Cinca, y con el furor que traían cometieron mil desmanes, saqueando las aldeas y arrasando cuanto encontraban. Incendiados por estos bárbaros el claustro alto y aposentos capitulares de Sigena, salieron dispersas las señoras monjas, como las abejas cuando les ahúman la colmena. Cada religiosa tiró por su lado, buscando el amparo de otros conventos o de casas honestas; y Sor Marcela, a quien se creyó muerta o extraviada, apareció en una ermita solitaria de la Sierra de los Monegros, vestida con un saco al modo de penitente, el cabello suelto, como pintan a la Magdalena, sólo que más corto; los pies descalzos, una cuerda a la cintura; y diz que iba predicando a los pastores y gente rústica para que se apercibiesen a la guerra en nombre de Cristo, peleando contra los dos ejércitos, cristino y carlino, según ella legiones de Satanás, que quieren dominar la tierra y establecer el imperio de la injusticia.

-¡Vaya con la sabia!... -dijo D. Beltrán-. Pues no me parece descaminada su locura, o más bien, creo que debajo de ese desvarío   —53→   se esconde la misma discreción... Y díganme ahora, señores escarmentados: ¿qué tal cariz tiene la monjita? ¿Es su rostro de buen ver? Su facha y apostura, ¿responden a la hermosa raza de los Lucos?

-Señor -dijo el Epístola con extremos de admiración-, es mujer de tanta gallardía y belleza, que aun con aquel desavío de penitente, da quince y raya a las señoras más bien aderezadas. Y no diré yo que el empaque de santidad a lo anacoreta, como figura de retablo, la desfavorezca, que más bien me inclino a creer que su traje, al modo de mujer de la Biblia, hace lucir más todo aquel contorno de cuerpo que no tiene semejante, pues no ha visto usted escultura que pueda comparársele».

En esto se alejó el Epístola, llamado por sus amigos, y Joreas hubo de completar las informaciones con un dato, que apuntó en la forma más descarnada y picante: «Este bribón de Epístola se calla lo mejor del cuento, señor, y es que, habiendo encontrado sola a la Marcela en un camino junto al Pueyo, la requebró de amores, uniendo a las palabras de solicitación las acciones atrevidas. Pero no contaba con el geniecico de la que él llama estatua de bulto. Arreole Doña Marcela tan fuerte bofetada, que le tiró al suelo, y cuando pataleaba para levantarse, con un madero, que unos dicen era cruz y otros una tranca, le dio tales golpes en la cabeza, que, si no acuden a la defensa del chico los compañeros que por allí cerca andaban,   —54→   la santa habría dado cuenta del Epístola y del mismo Evangelio, si así se llamara este pillo.

-¿Qué me cuentas? ¡Sobre la sabiduría, ese tesón, ese poder!... Vamos, que ya rabio por conocer a ese prodigio; y si no tuviera precisión de verla para que me informe de ciertos asuntos de su padre que me interesan como los míos, sólo por apreciar sus méritos, y admirarlos en lo que mi corta vista me lo permita, iría en su busca».

Lo último que dijeron Joreas y el Epístola, al despedirse para continuar hacia Zaragoza, fue que la Marcela penitente andaba por aquellos meses en el Desierto de Calanda o en tierra de Alcañiz. Observó Don Beltrán, al quedarse solo reflexionando en lo que veía y oía, que desde que llegó a Fuentes de Ebro todo le anunciaba la entrada en el reino de lo excepcional y maravilloso. Nada era ya común ni vulgar. Personas y cosas traían la impresión de un mundo trágico, el cuño de una poesía ruda y libre, emancipada de toda regla. No sentía más el buen señor que ser tan viejo y andar tan mal de la vista: que si él tuviera treinta años menos y sus ojos bien listos, había de serle muy grato el ver y tocar de cerca un mundo que de modo tan peregrino quebrantaba las rutinas sociales. También le contrariaba mucho su escasez de dineros; mas como los fines de su viaje no eran otros que proveerse del precioso metal, a quien amaba más que a las niñas de sus perdidos ojos, la esperanza   —55→   de alcanzarlo y poseerlo le alentaba.

Salió en su hermoso caballo, marchando a retaguardia de la columna, y gran parte del camino fue al estribo, si así puede decirse, del carro en que con una señora capitana y otras dos mujeres iba Salomé Ulibarri; y por no desmentir su índole caballeresca y hábitos de sociedad, no cesó de entretener a las cuatro hembras con frases galantes, de refinada gracia sin faltar a la decencia, y a todas festejaba por igual llamándolas hermosas, sin distinguir entre la belleza de la mujer deMero y la fealdad repulsiva de la capitana, entre la desabrida juventud de la tercera y la vejez de la cuarta. Pero como él no veía bien, todas le parecían iguales, y por no haber allí género más noble y elegante, tratábalas como a damas de alta educación. Por dicha, la columna no encontró facciosos en el camino, y el viaje fue de los más felices, fuera de las molestias, del hambre, polvo y frío, que alguna tarde y mañana se dejó sentir, llegando el buen señor bastante molido a la ciudad del Compromiso, la noble Caspe.

Constante la fortuna en favorecer al caballero, encontró este en la histórica ciudad a su antiguo amigo D. Blas de la Codoñera, que allí era de los más pudientes, propietario de tierras y montes, padre de numerosa familia. Llevole a su casa, y le aposentó como a tan insigne caballero correspondía, tratándole a cuerpo de rey. Mucho agradecieron los asendereados huesos del buen Urdaneta   —56→   la blandura de aquella cama, tan grande como la Colegiata, y las suculentas comidas y cenas con que le regalaron. Aún estaba la familia de luto por la muerte del hijo mayor, uno de los urbanos que fusiló Cabrera cuando entró a saco la ciudad en mayo del 35. La señora y señoritas de Codoñera no se hallaban exentas de la rudeza baturra: su habla carecía de finura; su educación, perfecta en lo moral y religioso, era muy rudimentaria en lo social. Con todo, D. Beltrán se hallaba en tal compañía muy a gusto, y se desvivía por corresponder con su exquisita urbanidad a los obsequios de la hidalga familia. Había sido el D. Blas constitucional templado hasta el día funesto de la entrada de Cabrera; pero desde tal fecha se trocó en furibundo patriota, enemigo acérrimo del obscurantismo y de las antiguallas que quería traernos D. Carlos. En la exacerbación de su sentimiento liberal, que ya era insano, llegaba hasta la impiedad y el volterianismo, abominando de la hipocresía, de la piedad extremada y hasta de las prácticas religiosas, con excepción del culto de la Virgen del Pilar. No pensaba abandonar a Caspe, pues ni él ni su familia tenían miedo; y como volviera Cabrera con su patulea de ladrones y asesinos, D. Blas se batiría en la muralla rodeado de sus hijos de ambos sexos: los chicos bien armados de fusiles, las niñas y la señora bien preparadas con piedras y ollas de agua hirviendo. Eran los hijos guapos, aunque abrutados, y   —57→   tan liberalicos como su padre. A todos ellos pidió D. Beltrán noticias de la monja de Sigena, y los muchachos, que la habían visto y oído, se dividían en sus opiniones, pues mientras Rafael sostenía que era una mujer estrafalaria y medio loca, que ocultaba con las formas de penitencia sus ganas de corretear por el mundo, Pepe la tenía por hembra superior y de pasmosa virtud, que la distinguía de todas las gentes de nuestra edad, y a los mismos santos la equiparaba. Como expresara Urdaneta el firme propósito de ir en su busca, hízole presente Don Blas el gran peligro a que se exponía viajando por aquellas tierras; expuso el otro lo inexcusable de su determinación, y, hallándose en estas conferencias, trajo uno de los chicos la noticia de que la monja Marcela se hallaba cerca de Alcañiz asistiendo a su hermano Francisco en una grave enfermedad, con lo cual se le avivaron al anciano las ganas de ir a donde su interés le llamaba. De nuevo le pintó el Sr. de la Codoñera lo arriesgado de tal expedición, maravillándose de que D. Beltrán hallase gusto en el trato de una monja retrógrada y obscurantista.

«A mí no me hable usted de gente levítica -dijo, recalcando esta palabra, que recientemente había adquirido en la tertulia de la botica de Cornejo-. Tengo declarada la guerra a esas ideas rancias, tan contrarias al espíritu del siglo».

Tampoco le gustaba a D. Beltrán la gente   —58→   levítica; pero sus necesidades le obligaban a emprender aquel viaje, que felizmente no se alargaría más allá de Alcañiz. Todo se presentaba favorable al ilustre aristócrata, pues Borso di Carminati, desde Maella, ordenó que la columna recién venida se incorporase a las fuerzas acantonadas en Alcañiz. Disponiéndose Saloma para seguir a su esposo, se lamentaba de no poder acompañarle en las operaciones, pues había orden deque la impedimenta faldamentaria no saliese de los puntos de guarnición. Despidiose a la mañana siguiente D. Beltrán de su generoso amigo. Tanto este, como su esposa, e hijos de ambos sexos, vieron salir con pena y lástima al noble anciano; y sospechando que tales calaveradas revelaban falta de seso y desvaríos de la senectud, presagiaban una desgracia. Las señoras le encomendaron a Dios, y lo mismo hizo Don Blas, pues su aborrecimiento de lo levítico no le quita el ser buen cristiano.

Muertas de miedo iban Saloma y las otras militaras, y a cada rato creían oír tiros y ver un nublado de boinas aparecer por los cerros lejanos, lo que no era absurdo, pues días antes había pasado por allí el Royo de Nogueruela en dirección a Graus y Benabarre; tampoco andaban lejos Cabañero, Tena y Maestre. Contrastando con las señoras, Don Beltrán era todo intrepidez y desprecio del peligro; y en su imaginación de viejo, reverdecida en la puerilidad, no veía más que bienandanzas. Habiéndole manifestado Saloma   —59→   la inquietud con que le veía entrar en el teatro de tan bárbara guerra, le dijo: «Cuando lleguemos a la gran Alcañiz que, entre paréntesis, es patria de mi abuelo materno, D. Diego de Paternoy, almirante de Aragón, señor de las casas y encomiendas de Isún de Basa y Usé,etcétera... te contaré por qué voy a donde voy, y por qué busco a quien busco. Y si ahora supones en mi conducta un desarreglo del sentido, verás luego en ella la misma cordura... Es para mí cuestión de vida o muerte, de dignidad o vilipendio... No creo que nos salgan partidas; y si salen, ya les sacudiremos. También te digo, que si es Cabañero el que nos acomete, no temo nada. Le cuento entre mis mejores amigos, y no había de consentir que me tocaran al pelo de la ropa».

A la caída de la tarde entraron en la noble Alcañiz, que desde Roma viene fatigando a la Historia, ciudad vieja, como un libro de antigüedades de Aragón y un muestrario de piedras elocuentes. A la luz crepuscular, los esquinazos góticos y mudéjares parecían bastidores de teatro, dispuestos ya, con las candilejas a media luz, para empezar el drama. Resonaban las herraduras de los caballos en el pedernal de las calles levantando chispas, y el ruido de tambores jugaba al escondite, sonando aquí, apagándose allá, en los dobleces de la edificación, y volviendo a retumbar a retaguardia de la tropa. Las plazuelas se unían por pasadizos, y las calles se retorcían unas sobre otras, obscuras, ondulantes.   —60→   Soldados y algunos viejos se veían discurriendo por las calles; mujeres en algunas puertas... Triste y belicosa parecía la ciudad, como un guerrero herido que se ve forzado a combatir con la mano que le queda.




ArribaAbajo- VII -

Metieron a D. Beltrán en una casona llamada Corteque hace esquina con el Ayuntamiento, gótica, de ojivales porches al exterior, interiormente muy capaz, con ventanas pequeñas, las puertas no muy holgadas. Allí se alojaban oficiales de distintas graduaciones. Al pasar por un gran aposento abovedado, donde había gran chimenea encendida con troncos de encina, a cuyo calorcillo se arrimaban ateridos todos los que entraban de la calle, vio D. Beltrán, agrupados en torno a una mesa, a varios oficiales y urbanos de tropa que se engolfaban en el juego, atentos con alma y vida a las manos del banquero y a las cartas que lentamente pasaba. Fuéronsele a Urdaneta los ojos hacia la timba, y subió con ánimo de volver luego, pues vio también que cubrían de manteles las mesas, como si aquella pieza fuese comedor. El cuarto en que le pusieron, juntamente con las militaras, no tenía camas; cada cual se arreglaría con las mantas, alforjas o sacos que llevase. Seis personas debían repartirse   —61→   el suelo, que venía como a la medida, sin que sobrase ni una cuarta.

El cenar fue más difícil operación; y si no se plantan Saloma y la capitana en la cocina, no les tocara nada de las judías y gachas, que era lo único que había, con pan moreno y algunas raciones de cecina. Pero al fin aplacaron su hambre las afligidas damas; D. Beltrán, gozoso y dicharachero, tratando de alegrarlas con sus galanterías y con enfáticos elogios de las miserables viandas que comieron. Observó Saloma que al viejo aristócrata se le iban los ojos a la mesa de los jugadores, y como ya tomaba confianza con él, se permitió decirle: «Señor D. Beltrán, noto que mira Vuecencia para el vicio, como si más en él que en nosotros y nuestra conversación tuviera toda el alma. Pues yo le digo que sería muy feo que con sus años y su respetabilidad diera el mal ejemplo de ponerse a tallar o apuntar entre aquellos perdidos. Si así lo hiciera y se dejara vencer de la tentación del juego, que ha sido la causa de su ruina, sepa que me enfado, y no le quiero, ni le cuido, ni le mimo, ni nada».

Dicho esto a hurtadillas, sin que los demás se enterasen, contestó Urdaneta en la misma forma, reconociendo el buen juicio que tal advertencia revelaba, y ofreció no discrepar ni un punto de lo que su decoro y años le imponían. Si miraba era por observar las caras y ver quién perdía y ganaba. Antes de levantarse de las flacas mesas hizo   —62→   conocimiento, por mediación de Galán, con dos oficiales muy simpáticos, uno de los cuales se había separado poco antes de la mesa de juego con los bolsillos totalmente vacíos. Informados de que el señor deseaba ver y tratar a la monja Marcela, brindáronse a llevarle hasta su presencia, en el cerro de Santa Lucía, donde a la sazón moraba; ambos la conocían y habían tenido más de una entrevista con tan extraña mujer, platicando de cosas de guerra, filosofía y religión, permitiéndose bromear con ella y echarle requiebros, que Marcela, en la multiplicidad pasmosa de su disposición y en la riqueza de su entendimiento, para todo tenía una palabra feliz y oportuna. No se le cocía el pan a Urdaneta hasta que no llegase la hora de la mañana que los oficiales fijaron para la visita, y pensando en ella se pasó la noche de claro en claro. Un poquito durmió el viejo después de amanecer, levantándose con los huesos doloridos de la dureza de aquellas mal cubiertas tablas. Saloma le preparó un aceptable desayuno, con huevos y chorizo que afanó como pudo en la cocina, y a las nueve ya estaba mi hombre junto a la chimenea esperando a sus flamantes amigos. Sólo uno se presentó, por tener el otro servicio extraordinario en el castillo, y sin más espera condujo al anciano hacia la puerta de la ciudad que da al río Guadalope y al grandioso puente. Fría estaba la mañana, los campos escarchados, el aire empañado por una niebla que borraba toda visión a   —63→   regular distancia. Iba D. Beltrán asido al brazo de su criado, necesaria precaución por la cortedad de su vista, que con la niebla era casi ceguera total. Pasado el puente, avanzaron buen trecho por una alameda interminable; y como levantara la bruma, el teniente hizo notar la gallardía de los desnudos álamos del paseo, y mirando hacia atrás, la hermosa vista de la ciudad, coronada por el castillo y ceñida por el Guadalope. Sin enterarse bien, manifestó D. Beltrán su admiración, pues no gustaba de dar a entender que veía poco.

«¿Con que es usted aragonés?... Repítame su apellido, pues ya no me acuerdo.

-Estercuel.

-¡Hombre, Estercuel!... ¿Es usted de Ayerbe?

-Sí señor. Mi padre, D. Celestino Estercuel, administraba los estados de Ayerbe y de Boltaña; mi tío, D. Bernardino Estercuel, canónigo de Jaca...

-Ya, ya... ¿Y usted por dónde me conoce a mí?

-No hay en todo Aragón persona más nombrada y famosa que D. Beltrán de Urdaneta, a quien pobres y ricos señalan como el tipo de la grandeza, de la caballerosidad... Era yo muy niño y oía contar casos muy singulares de esplendidez...

-A ver, a ver... ¿qué casos? -dijo D. Beltrán, risueño y malicioso, deteniéndose.

-Pues que usted, poseedor de una riqueza incalculable, había mandado traer de París   —64→   seis perros de caza, los cuales vinieron cuidados y asistidos por cuatro monteros y un mayordomo... Y un día, siendo yo muchacho, vi pasar unos trenes magníficos que iban para Canfranc. ¡Qué sillas de postas, qué caballos, qué galera con provisiones de cama y boca!... Pues mi tío, que entonces era capellán en la casa de Ayerbe, dijo: 'Ahí va D. Beltrán el Grande con los Duques de tal y de cual...'.

-¡Ay, hijo mío! -exclamó Urdaneta melancólico, acelerando el paso-. Aquellos eran otros tiempos. ¡Lo que va de ayer a hoy!...

-Y decía mi padre que sólo en Mora de Rubielos y en la Sierra de Mosqueruela poseía usted más de diez mil cabezas.

-Sí, sí: muchas cabezas tenía entonces, y ahora creo que ninguna, ni aun la mía propia. Pues en Mora de Rubielos me resta algo, y aun algos, que intento recobrar... Pero hablar de mí es mirar a lo pasado, visión triste; alegremos nuestro espíritu hablando de lo presente, de la juventud, de usted... ¿Qué tal, vamos adelantado en la carrera militar? ¿Siente usted ambición de gloria?...

-No mucha, señor... Un año llevo en esta vida, y le aseguro a usted que deseo la paz, aunque me quede en el grado que tengo. Y esta campaña del Centro no es para despertar verdaderas aficiones a la milicia regular. Aquí todo es cuestión de picardía, astucia y agilidad; todo cuestión de Geografía... andada, ciencia de los pies. Además, el carácter   —65→   de cacería feroz que va tomando esta guerra, no es para mi genio. He sido poco afortunado, pues desde que salí a campaña no he visto más que horrores; y desgracias de nuestras armas. Para tener mala pata en todo, me estrené con un acto militar que ha dejado en mi espíritu una sombra lúgubre, algo como una mancha que no puedo borrar: el fusilamiento de la madre de Cabrera.

-¡Qué dolor!... ¡Barbarie inútil, impolítica!

-Empecé mi carrera destinado al regimiento de Bailén, 5º de Ligeros, que daba guarnición en Tortosa, y mandé el piquete que dio muerte a la infeliz mujer. Cuando al amanecer del 16 de Febrero del año pasado se nos dijo que a las diez íbamos a fusilar a María Griñó, no lo creíamos. Los Nacionales negábanse a cumplir la sentencia. Nosotros no podíamos menos de obedecer; pero aún esperábamos que tal atrocidad se aplazara indefinidamente, y aplazarla era como un indulto disimulado. Entre nosotros se decía que el alcalde de Tortosa, Don Miguel de Córdova, protestaba de tal iniquidad, y que quiso inducir al Gobernador, general D. Gaspar Blanco, a no dar cumplimiento a la bárbara orden. Ello era cosa Nogueras, que ofició al General Mina, y de los allegados de este... Reconocía el Gobernador que disponer tal muerte no era propio de caballeros, y que si en algún caso procedía desobediencia, había llegado   —66→   la hora de poner en el oficio la fórmula:se acata, pero no se cumple. Mas el hombre no se atrevió, y su desmayada voluntad y su corazón vacilante nos dieron aquel terrible ultraje de la justicia. Dicen que al resistirse a los ruegos del alcalde y de otras personas calificadas de la población, se echó a llorar... Sus lágrimas fueron de ésas que no producen ningún bien ni evitan los males... Ello es que metimos a Doña María en el calabozo, y la cargamos de grillos, y le llevamos al cura D. José María Trench, hombre bueno y compasivo, que también, llorando a moco y baba, fue a interceder con el Gobernador, sin conseguir ablandarle. Confesada, mas no comulgada, pues para esto no le dimos tiempo, la llevamos a la barbacana. Por el camino, al paso de la pobre víctima, se agolpaba poca gente, pues la mayoría de los vecinos no se había enterado todavía; de los que vio, se despedía con palabras sencillas y cariñosas, como si para un viaje saliera. No puedo olvidar su figura modesta ni su traje, el mismo que tenía en la prisión: saya de cotolina azul, ya muy usada; jubón de pana verde. Llevaba al cuello un pañuelo obscuro con fleco, y a la cabeza otro, blanco, sin atar las puntas. Era delgada, de mediana estatura, rostro moreno y curtido con arrugas en la frente, el mirar dulce, expresión candorosa. En sus manos atadas llevaba una cruz. Su resignación, la paz de su alma, su tranquilidad sin artificio, nos maravillaban; el no   —67→   pronunciar palabra ofensiva para nadie, nos colmaba de pena, oprimiéndonos el corazón. La fortaleza con que afrontaba el suplicio hacía más vergonzosa la innoble cobardía con que nosotros, con tanto aparato de fuerza, destruíamos aquella vida que no había hecho daño a nadie. «¿Qué resulta contra ella?» nos preguntábamos, o lo pensábamos, por no atrevernos a decirlo. No resultaba más sino que había dado el ser a Cabrera... Llegados a la barbacana, la hicimos avanzar como a veinte pasos del baluarte... El cura que la asistía, D. Joaquín Curto, no se separaba de su lado tan pronto como convenía. La mirada que nos echó María Griñó al entrar en el cuadro no se me olvidará si mil años vivo. ¿Fue de menosprecio, de compasión? De cólera no era, ni tampoco suplicante... no nos pedía que la perdonásemos. Tal vez quiso decirnos que ansiaba terminar pronto, concordando en esto fatalmente con las órdenes que habíamos recibido. Se le vendaron los ojos. Fue preciso, para abreviar, tirarle suavemente del manteo al cura para que se retirara. El pobre señor estaba turbadísimo: le dijo de cerca que rezara el Credo, y luego en voz más alta, alejándose, le anunció que iba a gozar de Dios... Yo tenía que dar la orden de fuego agitando un pañuelo. Me pasó por la mente la idea de no darla, sublevándome en nombre de Cristo. Pero la fuerza de la disciplina, de que no nos damos cuenta, se impuso. Ello es que sonaron los tiros, y cayó la mujer al suelo, de golpe, sin   —68→   ruido ni contorsiones, como un vestido, como un colgajo de trapos que cae de una percha...

-¡Horrible... y estúpido! -exclamó Don Beltrán-. Si tiene usted más hazañas de estas en su hoja de servicios, no me las cuente. Mi pobre corazón viejo no resiste esas emociones ni aun contadas.

-Tres días estuve enfermo, sin poder apartar de mí la mirada de María Griñó, ni aquel modo de caer al suelo, como un vestido que se desprende de un clavo... El vecindario de Tortosa quiso alborotarse, y tuvimos que contenerle. Los Nacionales trinaban y creían que se habían deshonrado por formar en el cuadro media compañía. Aseguraban que si se les hubiera mandado formar el piquete de fuego, no habrían obedecido... Desde aquel día es para mí esta guerra una nube de plomo posada sobre mis ojos, como un telón a medio echar. Ni sube, ni baja... ni veo bien la guerra, ni veo la paz... No habrá ya paz en la tierra de España. ¿Sabe usted lo que dijo Cabrera cuando supo la muerte de su madre? Mirando a las cumbres que cercan a Valderrobles, dijo que la sangre subiría hasta las cimas más altas. Y va subiendo, va subiendo... Para no cansar a usted, Sr. Don Beltrán, le diré que mis campañas desde entonces no han sido más que una cacería infatigable. En multitud de encuentros me he visto, todos encarnizados: estuve en las acciones de La Jana y de Toga, al mando de Buil; allí tuvimos la suerte de derrotar al Serrador. En Ulldecona, cuando Iriarte dio   —69→   una tremenda paliza al Organista y a Llangostera, también tuve la honra de encontrarme. Marchas penosas, hambres y trabajos mil he pasado; peleando sin cesar, no veo que el aspecto de la guerra cambie. Siempre es lo mismo: las ventajas de hoy son el descalabro de mañana. Si una columna vence aquí, otra sucumbe dos leguas más allá. Se les echa de un valle, y aparecen en otro. Creyérase que salen de debajo de las piedras, y que la sangre de tantas víctimas, caliente y rabiosa, aun después de derramada, engendra facciosos en los bosques, en los charcos de los barrancos, en los escombros de las masadas destruidas. Esto no es guerra, digo yo: es un duelo feroz, nunca suspendido. Nogueras conoce el terreno, pero le falta cabeza. Borso tiene intención, pero no domina el suelo. Sin darse de ello cuenta, conduce sus tropas por el camino más largo. No encuentra nunca al cabecilla que busca, sino a otro que le sale inesperadamente por retaguardia, cuando no le salen dos. Así no acabamos nunca. Si no traen un ejército muy grande para ocupar todas las posiciones y pueblos de importancia, a la defensiva, tapándoles los boquetes y pasadizos para sus correrías, matándoles de hambre y provocándoles a que se enzarcen unos con otros, tenemos guerra para un siglo. Yo me doy a pensar en esto, y digo: «¿Por qué combatimos?». Ahondando en el asunto, encuentro que no hay razón para esta carnicería. ¡La Libertad, la Religión!... ¡Si de una y otra tenemos dosis sobrada!   —70→   ¿No le parece a usted?... ¡Los derechos de la Reina, los de D. Carlos! Cuando me pongo a desentrañar la filosofía de esta guerra, no puedo menos de echarme a reír... y riéndome y pensando, acabo por convencerme de que todos estamos locos. ¿Cree usted que a Cabrera le importan algo los derechos de Su Majestad varón? ¿Y a los de acá los derechos de Su Majestad hembra?... Creo que se lucha por la dominación, y nada más, por el mando, por el mangoneo, por ver quién reparte el pedazo de pan, el puñado de garbanzos y el medio vaso de vino que corresponde a cada español... ¿No opina usted lo mismo?

-Lo mismo, querido Estercuel, lo mismo. Es usted un sabio. ¡Tan joven, y ya profundiza!




ArribaAbajo- VIII -

En esto llegaban al término de la extensísima olmeda, de donde a los ojos se ofrecía un hermoso espectáculo: la cascada que forma el río Alto al precipitarse en el Guadalope. Cerros enhiestos formaban el marco de tan bello paisaje, que D. Beltrán pudo gozar, porque despejada la niebla, daba el sol relieve y colorido a todos los objetos.

«Si es este el lugar que esa sierva de Dios   —71→   ha elegido para sus penitencias -dijo el anciano-, a fe mía que ha tenido buen gusto.

-En aquella casucha que ve usted junto a dos peñas muy grandes, sombreada por una encina que parece partida por un rayo, moraba estos días la que llamaré ermitaña trashumante.

Aunque no estaba seguro D. Beltrán de ver lo que su amigo le indicaba, allá se encaminó a buen paso; y antes de llegar al sitio designado, vieron que hacia ellos venían dos vejetes con trazas de pastores, por sus vestiduras de pieles más parecidos a osos que a personas, uno de los cuales, al llegar a donde pudo ser oído, les dijo: «Si van en busca de la maestra, vuélvanse, que no la encontrarán.

-¿Pues dónde ha ido mi señora y capellana? -preguntole Estercuel, sospechando que no le decía la verdad.

-¡Por vida de...! -exclamó Urdaneta, golpeando airado el suelo con su bastón-. No creí que la buena estrella que me guía en este viaje se eclipsara tan pronto. ¿Sabéis, buenos amigos, si ha ido muy lejos? Porque si supiera que no estaba distante, iría en su busca, que con mis setenta y tantos años, no me arredran un par de leguas.

-Ayer de mañana -dijo el viejo-, fue a la Ginebrosa con mi sobrino, y nos mandó que por hoy al mediodía la esperáramos en Castellseras, para ir juntos a donde ella disponga.

-Entre paréntesis: ¿sabéis si vive y dónde   —72→   está Francisquín Luco, hermano de Marcela?

-Vive, gracias a Dios... pero del paradero no le diré, señor -replicó el anciano receloso, después de pensar lo que decía-. No sé...

-Sí sabes, tunante; pero no quieres decirlo. ¿No estaba gravemente enfermo? ¿No le asistía su hermana?

-Así parece, señor...

-Está bien... Por ventura, ¿no tendríais en vuestra covacha algo de comer? Porque con el fresco de la mañana y el paseo me siento un tanto desfallecido.

-Cuando les vimos venir estábamos cortando el pan para hacer unas pobres migas. Si los señores quieren participar de esta humildad, el gusto será nuestro, y la penitencia de los señores.

-Discreto eres... Ea, preparad esas migas con prontitud, y allá va con vosotros mi criado para que nos avise cuándo podemos ir a matar el hambre».

Al quedarse solos D. Beltrán y Estercuel, sentaditos en una piedra, dijo el militar al prócer: «Se me había olvidado informar a usted de lo que en el país se cuenta de las idas y venidas de la monja suelta, y de la prontitud, al modo teatral, con que aparece y se oculta, sin que nadie pueda saber de dónde viene ni por dónde se escabulle. Es una conseja, y a título de tal se lo cuento, advirtiéndole que esta guerra ha resucitado en el país la Edad Media, tan bien acomodada a   —73→   su naturaleza bravía, a la rudeza de sus habitantes y a la muchedumbre de castillos, monasterios y santuarios que por todas partes se ven.

-Ya había pensado yo eso de que por ensalmos nos encontramos en siglo de feudalismo. Cuente, cuente pronto esa leyendita, que quizás no lo sea.

-Pues se dice, y hay quien lo jura, que el padre de esta señora ermitaña o peregrina era hombre muy rico.

-¿Y a eso llama usted conseja? Puedo dar fe de las propiedades que poseía Juan Luco, las cuales fueron mías...

-Y a más de la propiedad, dicen que poseía grandes cantidades de dinero metálico...

-Naturalmente: era hombre que apenas gastaba el tercio de sus rentas... ¿Y qué más?

-Que antes de lanzarse a pelear por Isabel, Juan Luco puso en un lugar seguro una olla de onzas...

-Precaución muy acertada...

-Y en otro lugar seguro, a bastantes leguas del primer sitio, otra olla de onzas.

-Tenía propiedades en Rubielos...

-Y en Valderrobles, y en Calanda, y en Morella... sus hijos hicieron lo propio. El primogénito sepultaba ollas en este monte, y el segundo en aquel barranco... De modo, señor mío, que por todas estas tierras y por parte de las del Maestrazgo, están esparcidas las riquezas de Luco.

-Pues, amigo mío -dijo D. Beltrán grandemente   —74→   excitado, levantándose y haciendo rápidos molinetes con su bastón-, no veo la conseja... no veo más que un caso muy natural, la pura lógica, señor mío, el puro sentido común.

-Ollas en los montes de Gúdar, ollas en el desfiladero de Vallivana, ollas en Mosqueruela, ollas en Beceite, ollas en Calanda, en Peñagolosa... y quién sabe si aquí mismo, bajo nuestros pies, habrá un puñadito de oro...

-Hijo, podrán ser más, podrán ser menos -dijo D. Beltrán con grande animación, iluminado el rostro, brillantes los ojos, revelando una credulidad infantil-. El número de ollas no lo sé... pero que las hay... ¡ah! lo creo y lo creo, como si las hubiera enterrado yo mismo... Y no me contradiga usted, porque cuando afirmo verdades como esta, no es prudente contradecirme...

-No, si no me parece absurdo... Pero falta lo mejor de la conseja. Dice el pueblo, y cuando el pueblo lo dice es porque lo cree como el Evangelio, que esta señora monja ha tomado ese empaque ermitañesco y peregrino para recorrer y vigilar los lugares donde yacen escondidas las preciosas tinajas... Sin duda conoce los sitios por inspiración del cielo, o por topografías milagrosas que le ha comunicado el Espíritu Santo...

-No se burle usted, amigo mío, que estas cosas no son para tratadas con genio maleante... Y le advierto que me desagrada oír chanzas aplicadas a cosas y objetos de la mayor seriedad.

  —75→  

-Serio, profundamente serio es cuanto digo, si aceptamos la ficción de hallarnos en plena Edad Media. Prepárese usted, si persiste en penetrar en el país, a ver milagros y hazañas, casos inauditos de santidad o sortilegio, brujas, duendes, apariciones; subterráneos que empiezan en un castillo y acaban en un monasterio a siete leguas de distancia; verá usted hombres feroces, hombres heroicos, mujeres endemoniadas o angelicadas; verá usted, en fin, a la hermosa y andante Marcela, con aliento guerrero y olorcillo de santidad, corriendo por montes y barrancos para tomar nota de las mil y quinientas ollas de Luco, y trasladar a lugar seguro y profundísimo las que fueron escondidas a flor de tierra en parajes muy transitados; prepárese usted a ver todo esto, y si algo descubriese contante y sonante, avise, Sr. D. Beltrán, que no ha de faltarle un buen amigo que, armado de pala y azadón, le preste ayuda.

-¡Tunante! -dijo el anciano, que gozoso se lanzaba a la confianza paternal-, si tuviera usted la suerte de encontrar uno de esos nidos, ya sé que le faltaría tiempo para ponerlo a un maldito caballo, o a un as indecente... No quiero dejar pasar esta ocasión sin echarle un réspice... mi ancianidad me da derecho a ello... Yo te vi a usted anoche encenagado en el feo vicio. Paréceme que era usted el que tallaba...

-Sí, señor, por mi desgracia. No sé si advertiría usted que me desplumaron.

  —76→  

-Tanto como eso no reparé... Y ¿qué tal? ¿Eran atrevidos aquellos puntos? ¿Se traían alguna martingala?... Sea lo que quiera, un joven de sus méritos no debe dejarse dominar por la pasión del azar... Todo el dinero que caiga en sus manos guárdelo usted, hijo, guárdelo para sus necesidades de mañana. Piense en la vejez, que si en todo caso es triste y desabrida, sin dinero es suplicio grande. Pero, si no me engaño, oigo la voz de Tomé que nos llama, señal de que esas benditas migas nos esperan».

No tardaron en llegar a la choza; y tan grande apetito se le había despertado al buen señor por causa de la frescura matinal, del paseíto, o quizás por la risueña visión de las ollas auríferas, que empezó a tragar migas, todavía calientes, a riesgo de abrasarse el gaznate; y comiendo decía: «Pues de tal modo me interesa avistarme hoy mismo con la venerable madre Marcela, para tratar con ella de un grave punto de religión, que si estos señores van en su busca, les acompaño... No, no puedo detenerme... No trate usted de disuadirme, amigo Estercuel. Ni a mí ni a mi criado nos arredran ladrones ni carlistas. Si usted los teme, vuélvase tranquilo a Alcañiz.

-No por miedo, Sr. D. Beltrán, sino porque mis deberes militares al pueblo me llaman, me veo precisado a dejarle partir solo.

-¡Ah! la obligación es antes que la devoción. El buen militar no se pertenece... Pues iré con Tomé y estos ancianitos. ¿Qué distancia   —77→   me ha dicho? ¿Legua y media? A pie mejor que a caballo. Me conviene un poco de ejercicio... sí... Aún tengo bríos para andar largo trecho. Si he de decir la verdad, me siento... así como rejuvenecido... Sin duda es el aire de esta tierra, no sé qué gozo del ánimo... Hasta parece que veo mejor... Sí, sí... distingo perfectamente las pieles de estos hombres, la sartén, todo... No hay duda, no hay duda: veo mejor, amigo Estercuel... Y apostaría que, después de un paseo de dos leguas, se me aclarará la vista notablemente... ¿Y qué tal?, ¿Se conserva bien la hermana Marcela? No la he visto desde que era muy niña...».

Atacado de una locuacidad que no podía contener, enjaretaba cláusulas sin el debido enlace entre unas y otras. Como los ancianos no decían una palabra ni comían, pidioles cuenta D. Beltrán así de su silencio como de su falta de apetito, y el uno de ellos respondió que delante de tan gran señor no era decente que ellos, infelices mendigos, hablasen ni comiesen. Replicó a esto el afable aristócrata, que ante Dios, Padre común del género humano, todos los hombres eran iguales, y que, pues allí les reunía el acaso, no se acordasen de vanas categorías. Si ellos eran pastores, ¿qué oficio y estado superaba en nobleza y antigüedad al de conducir rebaños? Pastores fueron los patriarcas en aquel pueblo que Dios llamó suyo; pastores fueron los primeros que adoraron y reconocieron al Redentor del Mundo en Belén, y   —78→   este había representado su misión debajo del simbolismo de un pastor del gran rebaño de la Humanidad. A esto replicaron los vejetes que no eran ellos pastores, y que usaban aquellos pellejos, y los peales y zurrón por ser el traje más adecuado a la frialdad del tiempo y a la fragosidad del país.

«¿Pues qué sois? -dijo el prócer, suspenso, preparándose a probar de un queso que le ofrecían.

-Nuestro oficio es el de sepultureros; sólo que ya hemos dejado aquel empleo tan humilde por acompañar y seguir a la divina Marcela.

-¡Hombre, hombre... sepultureros, enterradores! -exclamó Urdaneta con asombro-. Pues también es ocupación noble, antiquísima como el mundo, pues desde que hubo vida, hubo muerte. Y oficio santo además, que en él se cifra una de las obras de Misericordia. Muy bien, muy bien, pobrecitos. Me agrada vuestra compañía. Enterrar los muertos es noble misión. Dios manda que, después de recoger Él el alma, se dé a la tierra lo que le pertenece. ¿Y quién sabe si revivirá algo de lo que habéis soterrado? No todo lo que entra en la tumba es muerte. La fosa recoge también la vida, para sustraerla a la codicia y al latrocinio... Y difuntos aparentes habréis sepultado, que volverán a la vida y... Pero de estas filosofías no entendéis vosotros... Y dime otra cosa: desde que os encontré, tú solo hablas. ¿Por qué no hemos oído la palabra de tu compañero?

  —79→  

-Porque se le traba la lengua, y no quiere que le oigan...

-Es tartamudo... mudo quizás. Ya sabe Marcela lo que hace, rodeándose de hombres callados, silenciosos, y cuando no, discretos como tú... Pero no perdamos más tiempo y pongámonos en camino.

Levantose ágil, sin esfuerzo, con sorpresa de todos, y emprendieron la bajada al camino, al llegar a este se despidió del amable militar, que deseándole un regreso pronto y feliz, le dijo: «Ya ve el Sr. D. Beltrán cómo va resultando lo que anuncié. Edad Media, pura Edad Media... Supongo que le veremos esta noche por Alcañiz, y ya nos contará, ya nos contará... Quiera Dios que no tenga un mal encuentro... Es posible que pueda ir y volver felizmente, porque no hay noticias de que ahora anden por aquí partidas. Abur. A Sor Marcela le da usted expresiones de mi parte, y que se deje ver... De buena gana me ajustaría yo en su cuadrilla de sepultureros, si supiera que tocaban a desenterrar... lo que usted sabe. Adiós».

Internándose a buen paso en la olmeda que conduce a la ciudad, decía para su sayo el bueno de Estercuel: «El pobre señor, reverdecido en la niñez, está ya en su elemento: la conseja».



  —80→  

ArribaAbajo- IX -

Anduvo larguísimo trecho D. Beltrán por la margen izquierda del Guadalope, sin encontrar alma viviente, pues los caseríos estaban desamparados, los ganados dispersos, hombres y animales del campo huídos; y tan presuroso iba por el estímulo de su deseo, que al llegar a las primeras casas de una aldea desierta, que debía de ser Castellseras, faltáronle súbitamente al anciano los alientos, y dejándose caer en un montón de tierra, cercano a un edificio en ruinas, dijo a sus acompañantes: «Amigos míos, la costumbre de andar en coche y a caballo ha quitado vigor a mis piernas para la marcha peonil. Vosotros andáis sin fatigaros muchas leguas, yo no puedo. Me rindo, me entrego, y pues ya no estamos lejos del punto en que os habíais citado con la maestra, os ruego que os adelantéis y le digáis que la espero aquí. Recordad bien mi nombre: D. Beltrán de Urdaneta... el grande amigo y en otro tiempo protector de su padre...».

Obedecieron sin chistar los dos viejos, y D. Beltrán se quedó solo con su criado Tomé, el cual no hacía más que mirar a los cerros cercanos, pues en todos veía fusiles y boinas su medrosa fantasía. Por indicación   —81→   suya, se pusieron al abrigo y sombra de aquellas derrumbadas paredes, de donde vigilarían quién viniera, y podrían esconderse si alguien se acercaba con malas intenciones. Allí se aguantaron como unas dos horas, y ya se impacientaba Urdaneta, cuando Tomé, encaramado en lo más alto, avisó la presencia de cuatro personas por el camino que habían seguido los viejos al partir.

«¿Ves a los enterradores? -preguntó Don Beltrán ansioso-. ¿Viene con ellos una señora vestida de monja o penitente?

-A los dos abuelicos les veo -dijo Tomé cuando las cuatro figuras se aproximaron-; pero no viene ninguna monja, sino dos chicarrones, uno de ellos con sotana.

-¿Estás bien seguro del sexo?

-¿Qué dice, señor? Si llama sexo a lo de distinguir de machos y hembras, apuesto lo que quiera a que los cuatro son hombres naturales, aunque al uno no le veo piernas por bajo, y por arriba le veo melenicas como las de una imagen.

-¿Luego viene uno con faldas?

-Mas no son faldas ni andares de mujer, sino al modo de las túnicas de los santos, que siempre usaban sayos o camisones».

Y cuando ya cerca estaban, y amo y criado salían de las ruinas para recibirles, gritaba Tomé: «Señor, señor, déjeme que me santigüe, pues esto no es cosa buena. El de los pelos largos y caídos es un muchacho amujerado, o mujer hombruna. No he visto otra...

  —82→  

-Cállate, simple, y ponte a un lado, que ya veo los bultos, y me adelanto a saludar a Marcela».

Del grupo que venía, se adelantó una figura híbrida, tal y como Tomé la había descrito, para mozuelo, de regular talla, para mujer, de elevada estatura, con gallarda medida y proporción. Era el rostro moreno, tan tostado del sol que semejaba al de una efigie secular, cuyo barniz el tiempo ha obscurecido dándole una dulce pátina con vislumbre sienoso. Los ojos grandes, negros y de profundo mirar, parecían de hombre; de la nariz para abajo representaba cara fina y graciosa de hembra, con hoyuelos en la barbilla, y un poco de vello sobre el labio superior. El cabello caía en guedejas que parecían plumas de un gallo negro, y le llegaba hasta mitad del pescuezo, no menos tostado que el rostro, partiéndose en la frente en dos ramales espesos, ásperos, que a veces nublaban los ojos. Era el cuerpo de rara perfección, más de hombre que de mujer, pues no se le notaba elevación del seno, el cual era poco más alto que el de un mocetón de anatomía lozana; bien sentidas la cintura y cadera, sin ofrecer curvas muy acentuadas; el pie desnudo, de color de antigua caoba, de mediano tamaño tirando a grande, y admirable forma. El sayal que vestía, de parda estameña, remedaba un hábito franciscano de varón; pero sin cuello ni capucha, sencillísimo en su traza y corte, ceñido a la cintura por una cuerda. Llevaba el rosario en un bolsillo interior   —83→   del hábito, que se manifestaba en una abertura vertical al costado derecho, por donde asomaba la cruz de bronce. Mayor bulto que el de un rosario se veía por aquella parte; señal de que guardaba otros objetos, pañuelos quizás, o sabe Dios qué. La voz, que hirió con sonoro timbre los oídos de Don Beltrán en el primer saludo, era como de muchachón tierno, engrosada por la constante vida al aire libre en país tan frío.

«Aunque estos pobrecitos -dijo Marcela- equivocaron el nombre...Don Jordán de la Beltraneta, ya comprendía, señor, ya comprendí que era usted... el que me hacía el honor de venir en mi busca...

-El honor es mío -replicó D. Beltrán descubriéndose y besándole la mano-, y me considero feliz de ver en opinión de santa a la que conocí muy niña... Ya, ya se anunciaba en ti la mujer superior, extraordinaria, eminente...

-Mi padre le apreciaba a usted de veras -dijo Marcela, cortando el elogio-. Diez días antes de morir, estuvo a verme, y hablamos largamente del Sr. D. Beltrán...

-Siempre tuve a Luco -afirmó el prócer, gozoso de lo que la ermitaña relataba-, por uno de mis mejores amigos. De cuantas personas he tratado en mi larga vida, Juan fue la única en quien vi siempre la flor de la gratitud... Sabrás que a mi protección decidida debía tu padre los adelantos de su fortuna.

-Lo sé... y a gala tenía el recordarlo... A mis hermanos y a mí, cuando éramos niños,   —84→   nos enseñó a pronunciar con el mayor respeto el nombre para él sagrado de Urdaneta... Pero si el señor gusta de que hablemos, no piense en volverse hoy a Alcañiz, y véngase conmigo despacito hacia Calanda, que allí tengo un alojamiento regular, y podré darle algo de comer, siempre dentro de la suma pobreza».

Tan grata impresión habían hecho en el viejo las primeras palabras de la santa mujer, que a todo se prestó gozoso, diciendo: «Vamos a donde tú quieras, hija mía, y no creas que me asusta la pobreza, pues he llegado a una situación en que mi gloria es confundirme con los humildes.

-Vivimos en el reino de la desventura -dijo la ermitaña con austeridad-. El azote de Dios nos ha reducido a todos, ricos y pobres, hombres y mujeres, a las extremidades de la miseria, y a no contemplar más que espectáculos de tristeza y dolor. El Señor nos ha castigado, nos somete a prueba durísima, desatando a la Muerte para que a ninguno perdone. Convenzámonos de que sólo breves instantes nos faltan para morir, que no hemos muerto ya por cansancio de la misma Muerte, la cual apenas tiene aliento para cortar tantas vidas, y preparémonos...

-¡Oh! sí, bien preparado estoy para cuando el Señor lo disponga...

-Y en tanto, fortifiquemos nuestras almas con la paciencia, con el gusto de las adversidades, y celebremos las miserias y trabajos que Dios nos envía.

  —85→  

-Sí, hija mía, sí... celebrémoslo... ya lo creo que debemos celebrarlo...

-'Que los trabajos bien recibidos y padecidos son, no sólo útiles y provechosos, sino gustosos y sabrosos...'. Esto lo dijo Nicéforo, famoso historiador de la Iglesia, y añade que 'son las adversidades satisfactorias por los pecados, y que los trabajos nos son útiles por la fortaleza que con ellos se gana'. Tengamos fortaleza, Sr. D. Beltrán, esta soberana virtud con que se vencen y encadenan todos los males.

-Sí, hija mía, sí -murmuraba D. Beltrán-: seamos fuertes; yo busco la fortaleza.

-Dice el bienaventurado San Juan Crisóstomo que 'aunque los trabajos no tuvieran otro bien sino el que el hombre recibe con su paz y quietud cuando le faltan, fueran de muy grande codicia'.

-Paz y quietud anhelo yo, hija mía, y por Cristo, que a mis años, después de tantas luchas y fatigas, bien merezco el reposo. Y bien podría el Señor concedérmelo en premio de la valentía con que me lanzo por estos caminos infestados de facciosos. Cierto que cuando Dios nos manda trabajos y adversidades, ya se sabrá por qué lo hace; pero yo te digo ahora, con perdón de San Nicéforo y San Crisóstomo, que maldita gracia me hará que nos salga una partida carlista y nos deje en cueros, o nos apalee o nos fusile...

-El verdadero cristiano -dijo la beata peregrina con acento firme, sin afectación-, no sólo no teme la muerte, sino que la desea.   —86→   Cuenta Eusebio en sus Anales que, 'hallándose los mártires presos, se alegraban creyendo habían de ser los primeros que sacasen a martirizar, y cuando no lo eran, quedaban desconsolados'.

-Pues perdóneme el señor Eusebio...

-Y testifica San Jerónimo que el bienaventurado mártir San Ignacio escribía a Siria desde Roma, poco antes de su martirio: 'Plegue a Dios dejarme gozar de las bestias que me esperan, las cuales ruego a Dios no sean perezosas en acabarme...'. Donde dice bestias ponga usted facciosos, y digamos: 'Que vengan cuando quieran y nos despedacen'.

-Todo eso es muy bonito para dicho; pero como no soy santo, quiero guardar de ésos los pocos días que me restan».

Si en los comienzos del diálogo le encantaba a Urdaneta la firmeza de convicciones de la peregrina y el severo estilo con que la manifestaba, en cuanto empezó a largar citas se le hizo un poquito indigesta tanta sabiduría. Preguntole que cómo podía repetir sin equivocarse tantos textos de sagradas escrituras, y ella lo explicó por su prodigiosa retentiva... Lo que una vez leía, no se le olvidaba nunca, y su mente era una copiosa biblioteca, que usaba sin compulsar libros. Por todo el camino fue soltando citas de Santos Padres y de Aristóteles y Cicerón; que también éranle familiares los filósofos profanos; y ya un tanto mareado D. Beltrán con aquella erudición fastidiosa, diputó a   —87→   Marcela por un papagayo con más memoria que discernimiento. Aún era muy pronto, dice el narrador, para formar juicio tan terminante.

Al caer de la tarde, llegaron a un barrio de Catanda, y metiéronse en una casa mísera, donde había tres mujeres. Ningún hombre se veía en todo el lugarejo ni en sus contornos. Impaciente por hablar largo y tendido con la santa, hizo propósito D. Beltrán de plantear el magno asunto en cuanto despacharan la frugal cena de alubias, habas secas, y algunos huevos con que fue regalado el huésped. Como si le leyese en el rostro los pensamientos, Marcela se apartó con él a un rincón de la estancia donde comieron, que era un establo de cabras, sin cabras, y le dijo:

«Sr. D. Beltrán, antes que empiece yo mis rezos y ejercicios de la noche, y antes que usted se acueste... que para su nobleza se prepara en esta humildad un mediano lecho... quiero que me diga la razón de venir a buscarme.

-Precisamente, ya se me hacía tarde el hablarte de ello, hija mía. Bien comprenderás que si a los riesgos de este viaje expongo mi ancianidad, es porque me lo exige mi decoro, el honor de mi nombre.

-Fuertes razones habrá sin duda. Recordando lo que del Sr. D. Beltrán me dijo mi padre días antes de morir, lo que después oí a mis hermanos, y agregando lo que yo con mi pobre entendimiento adivino, creo conocer los motivos que acá le traen.

  —88→  

-Si lo has adivinado, me libras del enojo de decírtelo, que nunca es grato en un hombre de mi condición declarar sus necesidades. Pero algo debo referirte como antecedente necesario, y es el hecho de las desavenencias graves con mi familia, y mi resolución de abandonar la casa de Idiáquez para no volver más a ella.

-También sé algo de esto -indicó la monja con un dejo de severidad-, y creo que no es toda la culpa de su familia, que buena parte de esa culpa debe recaer sobre usted.

-Puede... sí... no digo que no... -murmuró desconcertado el aristócrata.

-Porque las opiniones están conformes en que ha sido usted un pródigo incorregible... Ha derramado su caudal, y ahora se encuentra escaso y pobre.Effusus es sicut aqua; non cresces. «Derramado has como agua, y ahora no creces, no tienes», como Jacob dijo a su hijo Rubén.

-Sí, es cierto... sí... Pero yo, por mi condición generosa y mis hábitos de gran señor, desprecié siempre las cosas menudas, pequeñas...

-¡Ah! señor mío. El Eclesiástico lo ha dicho: qui spernit modica, paulatim decidet. ¿Lo entiende usted?

-Hija mía, se me ha olvidado el poco latín que aprendí en mi niñez. Háblame castellano. En castellano neto te digo yo que si es cierto que con mi conducta he creado mis daños, ya no estoy en edad de corregirme.

-Bueno, señor. Pues mi padre...

  —89→  

-Tu padre era, el primer año del siglo, un triste labrador que llevaba en arrendamiento algunas de mis tierras de Rubielos. Gran trabajador, gran economizador, el año 6 y 7 quiso comprarme las piezas de Alventosa y el prado grande de Alcalá de la Selva. Aunque otros compradores me ofrecían mayores ventajas, preferí a Luco, atento a su honradez y puntualidad... Además, siempre me ha gustado dar la mano al pobre. Quedose tu padre con aquellas tierras, luego con otras, y me pagaba cuando quería, a su comodidad y desahogo. ¿Es esto cierto?

-Usted lo ha dicho.

-Siempre se mostró tu padre agradecido, y andando los años recibí pruebas de la estimación en que me tenía.

-Y jamás le apremió usted por los pagos; lo sé.

-Ni le cobré intereses por las demoras. Al fin, todo fue suyo; todo no: quedábanme el monte de Mosqueruela y la encomienda de Forniche Bajo. El 22, hallándose ya Luco en gran prosperidad, por las buenas cosechas y el gran incremento que tomó el comercio de lanas, propúsele yo que me comprase la Mosqueruela para que redondeara sus estados, y accedió a ello, abonándome, desde aquella fecha hasta el 30, los plazos en que estipulamos la venta. El año 33, hallándome yo algo escaso de fondos, y necesitando reunir una cantidad para atenciones ineludibles, pedí a Luco dos mil duros, que me mandó al instante. Le cedí las rentas de la Encomienda   —90→   por todo el tiempo que fuese preciso hasta la extinción de la deuda, y al año siguiente le propuse que me comprase también esta finca por la valoración que estimara justa. Todo se hizo conforme a la voluntad de tu padre, pues ni yo regateaba con un hombre de tanta rectitud y conciencia, ni me hallaba en aquellos días, por el aturdimiento que me causaban mis afanes, en disposición de apreciar mil duros más o menos en mis negocios. Siempre he sido lo mismo. Pasó tiempo; y hace unos meses, hallándome yo en Villarcayo, recibo una carta de tu padre en que me decía: «Sé, mi noble señor, que por ruindad de los tiempos y caídas de grandezas humanas, se halla Vuecencia en escasez de posibles. Si con el caudal no ha perdido la memoria, recuerde que está en el mundo Juan Luco, y no olvide que Juan Luco no consentirá jamás que padezca necesidades el primer caballero de Aragón».

-Así es -dijo la venerable, afirmando además con una fuerte cabezada.

-Y hay más, hay más, mi bendita señora -dijo D. Beltrán, animándose con el buen giro que, a su parecer, llevaba el asunto-. En la misma carta decía: «Recuerde también el señor, y medite y repare que lo de la Encomienda fue más ventajoso para un servidor que para usía; y pues Juan Luco ha sido siempre hombre de conciencia, hoy, ante la verdad clara de sus adelantos de fortuna, quiere serlo en mayor grado, y más que condenarse por egoísta, le gustará salvarse por   —91→   generoso. Dígame, pues, el señor lo que necesita, y no será él tan presuroso en decírmelo como yo en acudir a su alivio y remedio...». Esto decía; y si lo dudas, angélica mujer, aquí tengo la carta...

-No, no ha de mostrármela, señor, pues lo que me dijo pocos días antes de morir mi honrado padre es en todo conforme con el tenor de su carta».




ArribaAbajo- X -

Echó D. Beltrán de su pecho, al oír tan consoladoras palabras, un suspiro muy grande, con el cual pareció que se descargaba de la pesadumbre de sus desdichas. Miró a la santa mujer, que al suelo inclinaba sus ojos sin expresar nada inteligible en su rostro de imagen. Pasado un ratito, la penitente miró al anciano, diciéndole: «Hora es ya de que descanse, señor. Por lo que hemos hablado, bien se ve que sus deseos son recoger ahora lo que le ofreció mi buen padre, cosa en verdad fácil en mi voluntad, pero dificultosa en la de Dios, que es quien dispone las cosas... No puedo darle tan pronto respuesta terminante, pues ello ha de ser muy pensado... Recójase ya, duerma tranquilo, y persuádase de que, puesto su negocio en mis manos, de la hija de Juan Luco   —92→   no ha de recibir usted ningún mal, sino todos los bienes posibles...».

Aunque estas vaguedades no satisfacían por entero las aspiraciones de Urdaneta, que quería solución clara y pronta, fuese el hombre al camastro esperanzado de lograr sus deseos, y confiando en la rectitud de la piadosa mujer. Pasó la noche intranquilo, febril, y en los breves ratos de sueño creíase transportado a subterráneos de castillos o criptas de iglesias, donde entre tumbas aparecían ánforas llenas de plata y oro. Despabilado desde el alba, llamó a su criado para que le vistiera, y Tomé se apresuró a comunicarle lo que pensaba de la monja y de su compañía. «Señor, debe de ser santa, porque la vi de rodillas más de cuatro horas, y a ratos echábase de cara contra el suelo, y parecía que lloraba con ansias y congojas... Las otras dos mujeres también rezaban, aunque con menos figuraciones; para mí son, como ella, monjas desperdigadas y salidas... Yo no pude dormir del frío que hacía en aquella cuadra, y viendo tanto rezar, me puse a hacer lo mesmo... Los viejos y el muchacho, arrimaicos a la pared roncaban como tocinos».

Algo más hablaron, comunicándose uno a otro sus impresiones. Sirvieron a D. Beltrán las mujeres, muy de mañana unas sopas que le supieron a gloria; y mientras las comía, díjole Marcela que habían de ponerse en camino inmediatamente, tomando ella con los viejos la vuelta de Alcañiz, por el   —93→   vado de Torrevelilla, pues tenían que hacer en la Codoñera. Irían juntos, y por el camino sabría D. Beltrán lo que ella durante la noche había pensado del asunto que al señor tanto interesaba. Para resolverlo del modo más equitativo había pedido luces a la Divina Ciencia, recogiendo su espíritu en oración muy fervorosa, a fin de que Dios la iluminase en el fallo que tenía que dar sobre cosas temporales. Ya empezaba el caballero a inquietarse con estos requilorios, y se dispuso a seguir a la santa, ansioso de escuchar pronto su resolución o sentencia.

Salieron por un caminejo de herradura en busca del Guadalope, que por aquella parte corre encajonado entre cerros de mediana elevación. Marcela echó por delante a Tomé y a los dos viejos sepultureros, y abordó con D. Beltrán el magno asunto: «Ante todo, hija mía -le preguntó el prócer-, ¿por qué tus viejos, a quienes no sé si llamas discípulos o hermanos, llevan el uno una pala y el otro un azadón?

-Se han impuesto por penitencia dar sepultura a todos los muertos que dejan tras de sí, en sus horribles batallas, liberales y absolutos. Por mi cuenta han enterrado ya como tres centenares de cristianos sacrificados a la ambición de los poderosos del mundo.

-Dios les reciba en su santo seno... Pues satisfecha esta curiosidad, dime ahora si debo esperar que des cumplimiento a la voluntad   —94→   de tu padre con respecto a mí; voluntad bien manifiesta...».

Con el estilo severo y elegante, aunque algo duro, que en la lectura de autores místicos se había asimilado, interpolando a cada instante citas de Santos Padres, o de Aristóteles, Longinos, Teofrasto Paracelso y otros sabios, como si con la erudición quisiera dilatar la sentencia, Marcela manifestó a D. Beltrán que ella y su hermano Francisco ignoraban dónde yacían soterrados los dineros que Juan Luco poseía en sus últimos años, salvo una pequeña parte, cuyo paradero, por declaración de su difunto hermano Cinto, conocían; que si lograban descubrirlo y asegurarlo todo, cosa en extremo difícil en medio de guerra tan desaforada, lo destinarían a una obra de gran piedad, como desagravio al Señor por las iniquidades que las dos catervas de combatientes cometían. Ambos hermanos estimaban, en su acendrada fe, que dar tal destino a las riquezas de su buen padre sería muy grato al alma de este, ya se hallara purgando sus pecados en el fuego del Purgatorio, ya estuviese gozando de Dios, purificada y limpia por su martirio. Francisco Luco, el menor de los tres hermanos varones, había hecho en Huesca sus estudios eclesiásticos y disponíase a recibir las sagradas órdenes, cuando el maldito clarín de guerra, hiriendo sus oídos y despertando en él ideas de bandería política y militar soberbia, le indujo a tomar parte por Isabel en la querella.   —95→   Breves y no felices habían sido sus hazañas. En Liria fue verdadero milagro que no le fusilaran. Dolorosos meses de cautiverio pasó en Cantavieja. Libre al fin, al tomar la plaza el General San Miguel, volvió a sus anhelos pacíficos y religiosos, horrorizado de la guerra y de sus desmanes. Ante su hermana, y cuando esta le asistía en la penosísima enfermedad contraída en el cautiverio, hizo voto solemne de consagrar a Dios su vida, su alma y sus pensamientos todos, sin esperar a ponerlo por obra más que el tiempo que se tardase en preparar las cosas materiales para tal objeto...

«Según eso -dijo D. Beltrán, a quien con tales santidades se le había puesto un nudo en el tragadero, sin poder pasarlo para arriba ni para abajo-, tu hermano entra en religión... cantará misa, profesará en alguna Orden. ¿Dónde está? Yo quiero verle.

-Espérese usted... Francisco abrazará la vida religiosa; pero antes de abandonar el siglo, tratará de descubrir y reconocer dónde se hallan los bienes en especie que padre trató de sustraer a manos rapaces. Y con decir yo esto, y usted con oírlo, queda manifestado, y por usted comprendido, que hemos de destinar íntegro todo el caudal a una fundación santa para religiosos de la Orden que abrace mi hermano, y a restaurar mi glorioso convento de Sigena.

-Sí, hija mía, sí... comprendido. Pero dime: tu hermano, ¿dónde está?

-Hállase actualmente no muy lejos de   —96→   nosotros, atento a lo que a él y a mí tanto nos importa; mas para poder efectuar sus pesquisas en materia tan delicada, ha sido menester que se agregase a una columna cristina, so color de prestar en ella servicio hospitalario, que otro servicio más guerrero no podría, por causa del grave detrimento de su naturaleza...

-No dudo -dijo D. Beltrán, cuya vista se nublaba, como si su pena fuera una obscurísima visera que le caía sobre los ojos-, que si yo hablara con Francisco Luco en tu presencia, ambos me darían prueba inequívoca de su piedad y rectitud declarándome poseedor de aquello que vuestro padre determinó que había de ser mío.

-Si he de hablar al Sr. de Urdaneta con la plenitud de verdad que se desborda de mi corazón -dijo la monja endulzando la voz-, le manifestaré que me parece impropio de sus años ese insano apetito de las riquezas. En la declinación de la vida, y cuando Dios ha decretado ya para usted el acabamiento de todas las vanidades, ¿para qué quiere lo que no puede disfrutar, ni tiempo tiene para ello?

-Hija mía, es que...

-Padre y señor mío, la verdad sale de mis labios sin que mi respeto pueda contenerla. Debiera usted despreciar las riquezas, y alegrarse de haberlas perdido, renegar de que quieran dárselas... y apartarlas de sí como se aparta la podredumbre pestilente... Sí, D. Beltrán. Le recordaré, por si lo   —97→   ha olvidado, lo que dijo San Pablo a los hebreos: 'Con alegría recibisteis el robo que os hicieron de vuestros bienes'. Sí, sí, noble señor: alégrese de que le hayan despojado de sus tesoros, y no ansíe volver a poseerlos...

-Pero...».

No siguió el desgraciado anciano por que tanto se le apretaba el nudo en su gaznate, que no pudo articular palabra.

«Llénese, señor -continuó la santa con inspirado acento-, llénese de aquella virtud de la paciencia, que todas las demás virtudes compendia y resume; ame la pobreza, bendiga el no tener...

-¡Pero... hija mía... -pudo decir al fin D. Beltrán-, si a paciencia nadie me gana!... Verás... Yo...

-Tertuliano dijo: 'Donde Dios se halla, allí está con Él su amiga la paciencia'.

-Estamos conformes... Tertuliano y yo...

-Y no olvide, Sr. D. Beltrán, que la Divina Sabiduría dice en los Proverbios: O viri, ad vos clamito, et vox mea ad filios hominum... Mecum sunt divitiae... fíjese D. Beltrán... mecum sunt divitiae, et gloria, opes superbae, et justitia.

-¡Oh, la mère latiniste!... Je n'aime pas les gens qu'a tout propos crachent du grec et du latin.

-Señor D. Beltrán, yo no sé francés.

-Señora Doña Marcela, yo no sé latín. Hablemos en la lengua común.

-Pues en ella digo a usted que ya estamos   —98→   en el Guadalope, y que callemos ahora, pues juntamente con Tomé y con los ancianos que allí nos esperan, emprenderemos el paso del río por aquel vado».

Efectuado sin contratiempo alguno el tránsito de una orilla a otra, siguió D. Beltrán por aquellos vericuetos, taciturno y suspirante; a su lado iba la peregrina, rosario en mano, rezando al compás de la marcha lenta y fatigosa, al través de montes solitarios, en un día destemplado y brumoso. En las agrias pendientes solía D. Beltrán pedir descanso, para dar paz a sus viejos pulmones; y en una de estas paradas, Sor Marcela, terminando presurosa entre dientes una oración, dijo a su aburrido acompañante: «No se aparta de mi pensamiento, noble señor mío, su malestar, y me duele mucho la desazón que yo, sin quererlo, haya podido causarle. Pensando vengo en ello todo el camino y pidiendo a Dios que me ilumine con nuevas ideas. De Dios debe de venir, pues, esta que ahora me asalta y que voy a manifestarle.

-Sí, sí, de Dios tiene que ser, si es idea benéfica y compasiva. Dímela pronto.

-Pues he venido pensando por el camino que usted, en su vejez, triste occidente de una vida de prodigalidad y disipación, habrá contraído deudas, compromisos que afectan al honor y buena fama, y que desea, como caballero cristiano, darles cumplimiento antes de morir.

-Hija de mi alma, hablas ahora como la misma sabiduría -dijo D. Beltrán casi llorando,   —99→   con ganas de arrodillarse y besarle la orla del sayal.

-Bien, señor: se le dará lo que necesite para ese objeto, siempre que adopte vida religiosa consagrando a la oración y penitencia el resto de sus días. No tiene usted que inquietarse de cosa alguna, tocante a la providencia de pagar sus deudas y demás negocios mundanos. Mi hermano, o persona que él designe, se encargará de dejar bien puesto el nombre de Urdaneta, pagando lo que usted debe a los hombres. Usted no vivirá ya más que para pagar a Dios lo que a Dios debe...

-Pero... entendámonos... La idea no es mala... Explícate mejor... ¿Antes de que me arregléis mis asuntillos, tengo yo que meterme fraile?...

-Parece como que le espanta la idea.

-No, hija, no... es que... verás...

-¿Se tiene acaso por persona más alta que el Emperador y Rey Carlos V?

-No, no... ¡Si estamos conformes! Yo deseo el descanso, la abdicación -dijo D. Beltrán, pensando que le sería forzoso dar su asentimiento, a fin de obtener después, por concesiones graduales, sentencia más conforme con sus deseos-. No tengo inconveniente... La idea es muy acertada... Pero hazte cargo de la urgencia de mis compromisos.

-Sobre toda urgencia está la de dar a las riquezas de Juan Luco la aplicación santísima que hemos determinado.

  —100→  

-Aprobado, hija, aprobado... La idea es grandiosa, ea...

-En obsequio al amigo y protector de mi padre, hacemos una sola excepción, consagrando parte de aquel caudal a poner en salvo la buena fama de un noble caballero aragonés. Pero esto no ha de hacerse sino consagrando usted previamente los días que le restan de vida a la oración y a la austeridad. Hágase cuenta de que Dios le da el miserable puñado de metal que necesita para cumplir con el mundo; pero no se lo da por su linda cara, sino a cambio de su alma, en lo cual se ve patente la bondad infinita».

No pudo dar por de pronto el pobre viejo más respuesta que un suspiro hondísimo, y afilando luego su entendimiento, trató de acomodarse al deseo y planes de la monja con eufemismos delicados y vaguedades ingeniosas. En esto se les pasó una parte del camino, y cuando ya avistaban la villa que lleva el nombre de la Codoñera, situada en escarpado y agreste sitio, vieron venir por el sendero abajo a Tomé despavorido y dando voces. Detrás de él venían los ancianos con menos veloz carrera. Diole a D. Beltrán un vuelco el corazón, viéndose cercano a un gran peligro, y así era ciertamente, pues Tomé gritaba: «¡Los facciosos, los facciosos!».

No pasaron dos minutos sin que se viera justificado el pánico del chico: a la revuelta del sendero aparecieron seis hombres, luego más de veinte, y por fin un tropel de ellos, que a D. Beltrán se le antojó un grande ejército.   —101→   Todos traían boina y fusil, vestidos con un abigarrado desorden enteramente contrario a la uniformidad.

Suspenso y aterrado, Urdaneta apretó los dientes, mascullando palabras airadas y blasfemantes; los ancianos temblaban; Marcela, impávida, se plantó en medio del sendero, mirándoles con sosegado rostro, en que no pudo advertirse la menor alteración.




ArribaAbajo- XI -

Llegó de los primeros al grupo de los peregrinos un mocetón con zamarra, chaleco rojo y polaina de cazador, blandiendo una espada, único signo de su jerarquía de oficial en aquella desalmada tropa, y encarándose con Marcela, descompuesto y groserote, le gritó con acento valenciano: «En Mas Nuevo, la semana pasada, te dije que si te volvía a encontrar, te fusilaba. ¿A dónde vas ahora? ¿Quién es este vejete?

-Voy a donde quiero, y este señor es quien es.

-No eches roncas... Mira, Marcela, que me tienes frita la sangre, y si te desmandas, cumplo lo que te ofrecí.

-¡Salvaje, mátanos cuando quieras! -exclamó Marcela con tanto desdén como energía, lanzando un rayo de sus ojos-. Delante de las bocas de tus fusiles, yo y estos   —102→   santos varones te decimos: ministro de Satanás, toma nuestras vidas, que Dios recogerá nuestras almas. ¿Ves estos hombres humildes; ves este anciano, de la primera nobleza de Aragón, que abandona su casa y honores por amor a la penitencia y los trabajos? Pues ni él, ni yo, ni los demás, tememos la muerte. Moriremos, ¿verdad D. Beltrán? Moriremos alegres, pidiendo a Dios que perdone a nuestros verdugos».

Tales manifestaciones de santidad heroica, y la fosquedad siniestra que vio impresa en el rostro del cabecilla, persuadieron a D. Beltrán de que había llegado su última hora. Miró en derredor suyo buscando a Tomé. Lamentaba que la vida juvenil de su escudero fuese también sacrificada en aquel lance. Pero el despabilado chico, al dar aviso a su amo de la presencia de los facciosos, y antes de que estos se acercaran, desapareció como un ave en la cercana espesura.

El bárbaro capitán contestó a las provocaciones de Marcela con estas palabras: «Pues te juro que habremos de daros gusto. Sólo que como no tenemos aquí capellán que os confiese, forzoso será llevaros al pueblo. Y puesto que todos sois santos, preparaos unos con otros... Ea, en marcha.

-¿A dónde nos lleváis? -preguntó D. Beltrán, que con el ejemplo de la monja procuraba reforzarse de serenidad y entereza.

-A la Codoñera.

-¡Pues a la Codoñera! Y ojalá estuviéramos a cuatro pasos de ese pueblo donde hay   —103→   capellán, que ya nos pesa el cuerpo, ya nos pesa la vida, como hay Dios».

Era el capitán un hombracho hermoso, atezado de rostro, gallardo de postura, vestido con cierta bárbara elegancia de buen ver. Mandó a los prisioneros que se pusieran en camino, los dos enterradores delante, entre la tropa de vanguardia; detrás, junto a él, Marcela y D. Beltrán. No debía de ser hombre tan fiero como Urdaneta creyó en los primeros momentos, porque aproximándose a la peregrina por la izquierda de esta, le dijo: «Todo esto te pasa porque quieres. Sabes que te estimo. Marcela, quédate conmigo, que más has de valer señora sentada que no monja andariega.

-Monstruo, prefiero que me maten de un tiro a morirme de asco... -replicó la religiosa sin mirarle-. No te acerques a mí.

-Me da la gana de acercarme, y te digo que si haces lo que te propuse la semana pasada en Mas Nuevo, serás feliz; vamos, que no te arrepentirás de ser mía, y se te quitarán de la cabeza esas murrias del misticismo.

-En verdad te digo, Nelet, que los escarabajos, salamanquesas y cucarachas que adornan el trono de inmundicia de Satanás, son menos asquerosos que tú.

-Y yo digo que los ángeles negros, que negros los hay también, son menos bonitos y menos salados que tú... ¿Qué ojos hay como los tuyos? ¿Qué boca se iguala con ese panal de santa miel? ¿Pues y ese cuerpo que   —104→   debajo de las estameñas se cimbrea como un junco con carne? Marcela, si has olvidado que eres mujer, yo haré que lo recuerdes y te alegres de recordarlo.

-¡A matar pronto! Abra el dragón sus fauces, y tráguenos. Extienda el buitre su garra, y destrócenos. Somos de Dios, y a él van nuestras almas.

-Si no me das la satisfacción de tenerte a mi lado, me consolaré con el goce de fusilarte... Es un gusto, créelo, un gusto fusilar a quien se ama; así sabe uno que no ha de ser para otro... y ver ese lindo cuerpo retorciéndose... y luego cogerlo uno, y meterlo en el hoyo y agazajarlo con tierra...

-¡A matar, a matar pronto! -repitió Marcela, iluminado el rostro, la boca seca-. Morir por Dios, morir en la pureza, viendo cómo el alma se aparta de tanta inmundicia, es la mayor gloria...

-Bueno es que el señor capitán entienda que no somos espías -dijo D. Beltrán, que al ver los afectos amorosos del cabecilla empezó a cobrar esperanzas-. Nosotros íbamos por aquí a nuestros asuntos de penitencia y a practicar las obras de misericordia.

-¡Por Dios, no sea usted cobarde, D. Beltrán! -dijo Marcela viva y colérica, dándole tan fuerte pellizco que le hizo ver las estrellas.

-¡Hija!... ¡ay! Pues bien valiente que soy, ya lo ves... ¡Ay! tus dedos son tenazas. Me has arrancado un pedazo de carne. ¡Si yo también quiero que me fusilen!... Pero, francamente,   —105→   si hemos de morir, suprimamos los pellizcos».

Antes de llegar a la Codoñera, se les unió el grueso de la partida. El jefe, que debía de ser de graduación equivalente a la de comandante o más, examinó a los prisioneros.

-¿Es usted Peinado? -le preguntó D. Beltrán plegando los ojos y aproximándose-. Si es Peinado, no extrañe que por causa de mi corta vista no le reconozca. Fuimos amigos hace años.

-No señor, no soy Peinado: soy Tena -dijo el cabecilla, hombre pequeño y vivo que no carecía de formas corteses-. Peinado está con el General en jefe».

Y volviéndose luego a Nelet, le dio órdenes: «Llévales contigo, pero no entres en la Codoñera. Por el atajo te corres esta tarde hacia Belmonte, y de allí, sin parar, a Valderrobles, donde me juntaré contigo mañana temprano. Yo tomaré la vuelta de Torrecilla, a ver si cojo la columna del Marqués del Palacio... A estos cuatro simples no se les fusila. Si ella no fuera hembra, y ellos unos vejestorios, les daríamos cincuenta palos... Eso les vale. Llévales a Valderrobles, y yo les recogeré allí. Ya sabes que me dijo D. Ramón que si otra vez cogíamos a esta saltamontes, se la lleváramos. Quiere conocerla».

No se habló más, y en marcha todo el mundo. Muy entrada la noche, llegaron los prisioneros de Nelet a Valderrobles; y aunque en el camino se les había dado algún   —106→   reparo de alimento, D. Beltrán no podía tenerse de hambre y fatiga; los huesos le dolían como si se los hubieran machacado; pero más que la molestia física le agobiaba la desesperación, resultante del tristísimo fin de su loca aventura. «Tenía razón Estercuel -decía desplomando su humanidad sobre el suelo de un establo vacío en que les encerraron-. En plena Edad Media. ¡Maldita sea la tal Edad Media y el perro que la inventó!... Esto es horrible, Dios mío... A tal desastre me ha traído una vana ilusión, más propia de niño inexperto que de anciano sesudo... ¿Y cómo salgo yo ahora de esta cisterna en que me ha precipitado mi desatino? ¿Cómo me libro de estos cafres?... ¡Para que me fíe otra vez de santos y de peregrinas, de monjas milagreras que entierran ollas. Esta tarasca me ha perdido, y ahora no será ella quien me salve... Merezco, sí, lo que me pasa, por codicioso, por crédulo, por niño... chocho... ¡Ay de mí! ¡Vaya una vejez, vaya un fin de la existencia! ¡Yo que vine por proveerme del pan de la vida, y ahora me veo prisionero, amenazado de muerte, envilecido entre esta canalla, y teniendo que aguantar sus groserías...! Me pegaría si no estuviera en tal estado, que no caben ya más dolores en mi cuerpo miserable...».

Esto se dijo, procurando el descanso. Por suerte suya, aproximáronse a él otros viejos, y acumulado el calor de todos, hallaron alguna defensa contra el frío. Por el opuesto lado se arrimó después Marcela, que sentadita   —107→   rezaba en alta voz, hasta que D. Beltrán, incomodado del sonsonete, le dijo: «Rece para sí, hermana, que los viejos necesitamos dormir. Sabe Dios qué mañana nos espera». Y a la madrugada, sintiendo el prócer un gran peso que le oprimía, y comprendiendo que era el cuerpo de la santa mujer, que en el abandono del sueño se caía de aquel lado, le dijo: «Suspéndase un poco, hermana, que me agobia todo el lado izquierdo y no puedo respirar». Retirose la monja lamentándose de haberse dormido, pues su ánimo era velar la noche entera, y se aprovechó del empujón de D. Beltrán para despabilarse y continuar sus rezos.

Lleváronles al otro día muy de mañana por el desfiladero de Beceite a salir a la Cenia, camino endemoniado, propio de cabras y guerrilleros. Intenciones tuvo D. Beltrán de pedir que le arrojaran en el camino para que se lo comieran los buitres, o que le fusilaran de una vez, pues así se acababan sus martirios. Compadecido el capitán Nelet, que no era mal hombre, aunque de genio harto arrebatado, le dio de comer, socorriole además con un trago de aguardiente, y por fin, le atravesó sobre la carga de una mula que llevaba sacos de forraje. Marcela continuaba a pie, y a ratos se aproximaba al anciano para dirigirle estos o parecidos consuelos: «En opinión del Beato Padre San Juan de la Cruz, tratándose de trabajos, cuanto mayores y más graves son, tanto mejor es la suerte del que los padece.

  —108→  

-Déjame a mí de Padres Beatos de la Cruz -le contestó Urdaneta-, que la que tengo sobre mí pesa bastante... ¿Cómo quieres que me alegre de esta situación? Dime que me resigne y hablarás con seso...».

Al cansancio y tristeza de tal viaje, uníase el temor de que la columna carlista encontrase otra de la Reina, y rompieran el fuego cogiendo en medio a los infelices que no habían hecho armas ni por Carlos ni por Isabel. Dos días pasaron en esta ansiedad sin que nada de particular ocurriese; y al ver que descendían con precaución por ásperas pendientes, D. Beltrán, sin poder apreciar por sí mismo el territorio, entendió que iban hacia la Plana. En una aldehuela poco distante de Albocácer, se agregaron a una numerosa tropa carlista, que más que columna era ya división, y allí tuvo el pobre anciano la suerte de encontrar un alma compasiva, un capellán que sin conocerle, o más bien reconociéndole por su traza y modo de hablar caballero de nacimiento, le prodigó atenciones y cuidados, acomodándole al fin en un carro de provisiones, donde el pobre señor se creía transportado del Infierno a la Gloria. «Dios no desampara a los buenos -se dijo-, y yo soy bueno, aunque otra cosa crea esa bigardona volandera, que ahora se empeña en meterme monje del Císter. Yo no hice nunca mal a nadie, como no fuera a mí mismo... ¡Fraile yo! ¡Y me da a escoger entre la cogulla y una miseria deshonrosa!... ¡Vive Dios! que puesto en tan horrible   —109→   dilema, no sé a qué carta quedarme.

Completó el capellán sus atenciones con la constante compañía, de que sobrevino una real amistad. Llamábase Mosén Putxet, y era tortosino, un si es no es ilustrado y muy corriente en todo. Contole que en aquellos días habían trabado pelea, en los campos de Torreblanca, Cabrera y Borso, llevando este la mejor parte. No cerradas aún las graves heridas que en Torre de Arévalo le pusieron a la muerte, Cabrera recibió un balazo en el muslo. A su serenidad y arrojo debió la salvación. Retirada su gente a Cuevas de Vinromá, el caudillo se ocultó en la casa del cura de la Jana, donde permaneció algunos días en lastimoso estado, febril, exangüe. La suerte suya y de sus tropas fue que Borso no supo aprovecharse de la victoria, y con su inacción dio tiempo a que Cabrera se curase, como él lo hacía siempre, de prisa y corriendo; a que en el lecho dictara disposiciones para rehacer su ejército; a que este, con ligereza inaudita, le secundase, marchando de nuevo en busca de nuevos triunfos, con su General a la cabeza, llevado en parihuelas.

«Por lo que usted me dice, nos encontramos en el cráter de un volcán -observó Urdaneta-, y estoy a punto de presenciar sangrientas batallas. Sea lo que Dios quiera. Sin duda es su voluntad que acabe yo mis días en medio de estos horrores.

-A todo se acostumbra uno -le dijo Putxet-. Mire: los primeros días no podía yo   —110→   habituarme a la guerra; pero ya me voy haciendo a tales crueldades, y pienso que Dios las consiente para que venga pronto el triunfo de su religión santísima».

No se atrevió el ladino viejo a manifestar al capellán lo que sobre esto pensaba, temeroso de perder su amistad, que en aquella triste aventura érale tan provechosa. Pasaba D. Beltrán en vela las noches, y gran parte del día durmiendo, sin que supiera por qué adquirió en la molicie del carro esta costumbre. Una tarde, hallándose en letargo dulcísimo, después de comido y bebido con cierto regalo, soñó con terremotos, incendios, erupciones de volcanes. Despertando de súbito, hirió sus oídos horrísono estruendo de tiros, y echando la cabeza fuera del toldo, vio que en una loma cercana estaban batiéndose facciosos y cristinos. Ellos debían de ser; mas no distinguía el pobre señor las boinas y morriones. Vio, sí, los fogonazos, y oía el murmullo de la pelea, como la reventazón contra peñascos de las olas embravecidas.

Parado su carro junto a otros, poca gente vio Urdaneta en su derredor. Tras el pánico primero, una esperanza risueña animó el afligido corazón del anciano. ¡Si resultaba que la división o columna cristina que allí peleaba era la brigada de Borso, y obtenía la victoria; si resultaba que en dicha columna veníaMero, y Mero quedaba ileso, qué felicidad! Muy hermosas eran estas ideas para que la realidad las confirmase. Al ponerse el carro en movimiento, creyó Urdaneta   —111→   que los carlistas se pronunciaban en retirada. Mas ¡ay! era lo contrario. Los cristinos abandonaban sus posiciones, y los facciosos iban sobre ellos ebrios de furor. Así lo comprendió por las voces que de lejos venían, por la alegría que en derredor suyo estallaba... El carro avanzó a retaguardia de los batallones victoriosos, y a poco vino la noche. Pararon. Urdaneta preguntó: «¿Dónde estamos? ¿Cómo se llama el lugar donde se ha dado esta batalla?». Respondiéronle con una retahíla valenciana, de la cual no sacó nada en limpio. A poco de la parada, y cuando repartían el rancho, oyó entre ásperas voces del dialecto alguna castellana que anunciaba el fusilamiento de los prisioneros del ejército vencido. A D. Beltrán se le erizó el cabello, y recostándose sobre los sacos, se hizo un ovillo... «Que me fusilen también a mí, Señor, y así acabarán mis sufrimientos». Pasado un rato, un extraño ruido le hizo abrir los ojos. Vio a lo lejos fulgor de antorchas; sonaron luego disparos, una descarga... después otra y otras, a las que siguió un lúgubre silencio. «¡Pobre Mero! -murmuró el anciano-: que Dios te acoja en su santo seno».

Al poco llegó Mosén Putxet, y subiendo al carro, donde tenía las alforjas, dijo a su amigo: «Estoy rendido; no puedo más. Cada lance de estos es para mí una enfermedad grave». Y sacando de las alforjas el buen repuesto que llevaba, invitó a su compañero a participar de la cena. Excusose el prócer   —112→   con su falta de apetito, y el otro, declarándose también inapetente, afirmó que sin gana tenía que alimentarse, so pena de hallarse al día siguiente desfallecido. «¡A diez y seis he tenido que confesar! -dijo con dolorido acento-. Esto es muy triste. Las leyes de la guerra, implacables, lo conceptúan necesario... para asegurar el triunfo del Trono legítimo y de la Religión veneranda... Hace usted mal, amigo mío, en no tomar algo. No se puede abandonar la nutrición del cuerpo. Verdad que usted, si ahora no tiene gana, a cualquier hora de la noche tomará lo que guste. Yo, pasadas las doce, no puedo, porque tengo que decir misa. Mañana es domingo: por eso se ha determinado que la aplicación de los castigosse efectuara esta noche... ¡Cruento sacrificio! ¡Maldita guerra! ¡Que sea necesaria la destrucción de vidas para llegar a la paz, y la injusticia para llegar a la justicia, y la crueldad para llegar a la benignidad!... Como usted ve, tengo que alimentarme. Son muchas horas desde las doce de la noche a las diez de la mañana, hora de la misa de campaña...».

Terminada la cena, no tardó el capellán en dormirse. D. Beltrán velaba; veló hasta el amanecer, engolfado en severas reflexiones. En tan triste noche, precursora de días más tristes, el viejo aristócrata, despreciando a su amigo, se sintió religioso, profundamente religioso.



  —113→  

ArribaAbajo- XII -

Al amanecer, cuando empezaba a conciliar el sueño, le llamaron... Creyó al pronto que iban a fusilarle, y dijo: «Vamos, estoy pronto. Acabemos de una vez». No tardó en enterarse de que le mandaban a desempeñar una obligación harto triste: enterrar los muertos de la hecatombe de la noche anterior; y si el primer impulso de su orgullo y dignidad fue rechazar colérico un cometido tan impropio de su categoría, luego dejó lugar el orgullo a la conformidad cristiana que había criado en su alma con las meditaciones del pasado insomnio, y dando un gran suspiro, dijo: «Vamos a donde ustedes quieran. Merezco esto y mucho más: seré sepulturero». La idea de que entre los cadáveres podía encontrar el de Baldomero Galán, hizo flaquear un momento su entereza; pero logró rehacerse con estas consideraciones: «Si está, ¡qué puedo hacer más que llorarle! Contra los hechos, dispuestos o consentidos por Dios, nada podemos. Enterraré al pobrecito Mero, alférez y mártir».

Terrible duelo y consternación produjo a D. Beltrán la vista de los diez y seis cadáveres ya desnudos, rígidos en sus violentas contorsiones; y como no podía reconocer al que   —114→   buscaba sino acercándose mucho, a todos les fue observando uno por uno, y tocaba los fríos rostros. Eran jóvenes, lozanas existencias destruidas bárbaramente en la plenitud del vigor. «No está Mero -pensó, sintiéndose aliviado de un gran peso-. ¡Pobres muchachos! ¿Por qué se les ha quitado la vida? España se desangra, España se aniquila. Asisto al suicidio de una nación. Sepultémosla en su propia tierra...». Cogió el azadón que le destinaron, y se puso a cavar tan tranquilo. La resignación, con este humilde trabajo, fue ganando más y más espacio en su alma, y con ella la certidumbre de que sus desdichas venían del Cielo y eran el contrapeso lógico de una vida de disipación y goces. Junto a él vio que cavaban los dos sepultureros de la compañía de Marcela; pero ni ellos le hablaron, ni D. Beltrán les dijo una palabra. Abiertos tres hoyos de gran capacidad, fueron cogiendo muertos y arrojándolos dentro, unos sobre otros, y después rellenaron y apisonaron. «Yo creí -pensó Urdaneta cuando concluían-, que esto me impresionaría horriblemente. Pero a todo se acostumbra uno. Me desayunaría yo ahora mismo, si me dieran con qué...». A su carro se dirigía con esperanza de encontrar las alforjas de Mosén Putxet, cuando le mandaron al campo donde se diría pronto la misa. «Pues a misa», murmuró, declarándose pasivo, dispuesto a cuanto le mandasen.

En el campo habían puesto el altar, al pie de un soberbio algarrobo, vestido de espléndido   —115→   follaje. El sol relumbraba esparciendo claridad y alegría, y picaba más de la cuenta. Del Mediterráneo, que no se veía, pero se adivinaba, venía una brisa suave y consoladora. Las tropas formaban para oír misa; los jefes, a caballo, ocuparon su puesto delante de los Cuerpos. Allí vio D. Beltrán al cabecilla Forcadell, uno de los lugartenientes de Cabrera, y general de una potente división. Su rostro inflado, risueño y de hombría de bien, lo mismo podía ser de canónigo que de mayoral de diligencias. Pesaba sobre un poderoso alazán; vestía zamarra peluda, chaleco blanco abotonado hasta el cuello; la boina era de gran vuelo, blanca con fleco dorado. De una tienda de campaña salió Mosén Putxet revestido: eran acólitos dos granaderos del 1.º de Tortosa. Oyó la misa D. Beltrán con recogimiento, en el sitio que le designaron, y no lejos de sí, por delante, vio a Marcela de rodillas y a los dos sepultureros. Cuando alzaban, entre el estrépito de cometas y tambores, el recuerdo de los pobrecitos que había enterrado le distrajo un poco de su devoción. Mas rehaciéndose, a punto que se santiguaba, decía para sus adentros: «Diablos de la guerra, mucho tenéis que llorar por vuestros crímenes para que Ese os perdone».

De vuelta a su carro, Urdaneta preguntaba: «¿Pero dónde estamos? ¿Es esta la Plana de Castellón?», y sin enterarse de la respuesta, tendiose de largo a largo, y comiendo de lo que le dio el buen Putxet, pronto se   —116→   quedó dormido. Por la noche, el zarandeo del carro era fuerte y molesto, señal de que iba de prisa por ásperos declives... A la madrugada vadearon un río de escaso caudal. La división, dotada de extraordinaria presteza de pies y pezuñas, avanzaba tragándose las leguas. Al día siguiente, vio D. Beltrán un pueblo que llamaban Olla; después otro que nombraban Chestalgar o cosa así. A la siguiente medianoche pararon. Creyó notar Urdaneta que se juntaba más tropa; no cesaban de sonar tambores y clarines. Salió a estirar las piernas y dar un paseo... Putxet, cuando se retiró a dormir, díjole que estaban cerca de Buñol o cerca de Siete Aguas, no lo sabía con certeza, y que Don Ramón, acompañado de Llangostera, había venido a conferenciar con Forcadell. Al amanecer oyose tiroteo por la parte que el noble cautivo, mirando las estrellas, estimó como Levante. Por allí avanzaba una división cristina. Serían las ocho cuando, no D. Beltrán que apenas veía, sino Putxet y otro clérigo que con él estaba, observaron que las tropas de la Reina, vigorosamente atacadas en terreno desfavorable, se desbandaban; que luego se rehacían reforzadas por su caballería... El tiroteo se generalizó, llegando a ser continuo por la zona del Sur... Dos batallones carlistas salieron corriendo como demonios a embestirles por el flanco. «¿Qué pasa, qué pasa, amigo Putxet? -preguntaba Don Beltrán; y el clérigo le dijo gozoso: «La caballería no les vale esta vez... Allá va como   —117→   deshecha y desmoralizada... ¡Qué victoria, ¡pacho! qué victoria!...». Sobrevino luego un incidente que determinó cierta indecisión... Fuerzas carlistas retrocedieron. Los carros tuvieron que alejarse. De la otra parte empujaban con furia.

De pronto vieron venir un gran tumulto, muchos jinetes que no corrían, volaban, los ágiles corceles saltando zanjas y cercas, desmandados, locos. Frente a ellos, en un caballo blanco, venía un hombre vestido de colorines. Al pasar el jinete junto a la impedimenta, vieron los que allí estaban su rostro, harto parecido al de un gato, los ojos flamígeros, la color verdosa, henchida la nariz, como si las ventanillas de ella quisieran rasgarse para dar paso al aliento. Su capa blanca con vueltas rojas sujeta al cuello, ondeaba como una bandera. En la mano blandía la espada; se le oía claramente gritar: Per así, fills meus... Seguidme... Els destrosarem... ¡Viva Carlos V! ¡Mueran eixos pillos, cobards!...

La tromba, que tal parecía, de innúmeros caballos, seguidos de tropel de infantería, describió un vasto círculo por la llanura. Cuando se alejó, la nube de polvo que levantaba impidió ver dónde había caído. Oyose un chasquido formidable, como un desgarrón de masas enormes... Los carros hubieron de alejarse más, metiéndose en una hondura desde donde poco se distinguía. «Este D. Ramón es tremendo -gritaba Putxet alzando los brazos al cielo, ebrio de gozo-: menuda paliza les está dando. No quedará   —118→   uno para contarlo. ¡Viva el Trono legítimo, señores! Esta brillante jornada nos abrirá las puertas de la hermosa Valencia, de la reina del Turia... Vean... ya se disipa el polvo: por allí van desbandados los de Isabel... distingo perfectamente los morriones... ¡Hola, hola! la caballería parece que quiere volver grupas y hacemos cara... Ya es tarde, ¡pacho!... ya es tarde. D. Ramón, que es el dios Marte en persona, les da una carga horrorosa, y se deja caer sobre el propio Buñol... Adelante, valientes. ¡Viva la Virgen de los Desamparados, nuestra Madre!».

Con estas exclamaciones, de un entusiasmo pueril, iba señalando el clérigo las peripecias del combate que desde allí podían apreciarse. Hacia el mediodía todo el ejército carlista iba sobre Buñol, persiguiendo a los liberales fugitivos. «Me estoy temiendo -dijo Putxet a su amigo tomando un piscolabis en la carreta en marcha-, que tendremos función esta tarde... Sería yo muy dichoso si, variadas las condiciones en que hoy se hace la guerra, diéramos cuartel. Es ciertamente más humano perdonar al vencido, ¿verdad?». Llegados a la Venta de Buñol, se procedió con método, parsimonia y naturalidad a fusilar a veintisiete oficiales y sargentos. Afortunadamente para Urdaneta, no le mandaron a enterrar. Oyó los tiros, vio llegar a su amigo desconcertado y melancólico, y nada más.

Dos días después, sabedor Cabrera de que una columna cristina andaba por Alcanar,   —119→   mandó contra ella a Llangostera, que la deshizo y fusiló victorioso todo lo que quiso. Enterado también el fiero caudillo de que el Capitán General de Valencia había salido hacia Castellón con fuerzas para relevar las guarniciones del Maestrazgo, mandó a la Plana al Serrador, y desplegando una actividad increíble, prodigiosa, organizó al propio tiempo la expedición de Forcadell a Orihuela. No satisfecho aún con la victoria de Buñol, y habiendo recogido armas y caballos, amén del fruto de las depredaciones en país tan rico, se fue hacia Requena, simulando un amago a esta ciudad; mas no se detuvo hasta Utiel: establecido allí su Cuartel general, apresurose a fortificar la posición.

Estaba de Dios que en aquella parte de su cautiverio se agravaran las desdichas del noble D. Beltrán, obligándole Dios con esto a mayor acopio de paciencia; su amigo, el buen Putxet, se separó de él antes de llegar a Requena, agregado a la expedición que invadir debía la tierra de Alicante, y ya no disfrutó el pobre viejo el beneficio del carro sino en contadas ocasiones, viéndose obligado a llevar peonilmente la carga de sus añosos huesos. Sacando fuerzas de flaqueza pudo llegar a Utiel, el calzado roto, los pies llagados, molido y hambriento, harto de trabajos, incomodidades y miserias. Pero le bastaba considerar que más había padecido Cristo por nosotros, para sacar alientos de su propio desmayo y prepararse a mayores infortunios.

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Metiéronle en un zaguán húmedo, y de allí le pasaron a una bodega, con salida a un jardinillo petiseco, cercado de tapias; le acompañaban los dos enterradores. De Marcela, ni estos ni D. Beltrán sabían dónde había ido a parar. En el piso alto de la misma casa se alojaba, con otros oficiales, el capitán Nelet, que viendo desde el balcón a los viejos sentados en el jardinillo tomando el sol, dijo a sus amigotes: «No sé para qué nos traen acá tales estafermos. Son tres bocas y ningún hombre. O fusilarles, en el caso de que se compruebe que son espías, o echarles a un camino para que se mantengan de limosna». Como D. Beltrán mirase para arriba, y con lastimero acento dijese que lo mismo le daba a él la muerte que la mendicidad, mandole Nelet que subiera; obediente el anciano subió la escalera con paso lento, tomando resuello a cada cuatro peldaños, pues no podía de otro modo, y fue recibido en una sala por el dicho Nelet y otros dos tagarotes. Entró Urdaneta con digno continente, descubriéndose, y permaneció en pie esperando las órdenes de aquellos bárbaros. Nelet, apoltronado en un sillón, y rascándose las pantorrillas, le dijo: «¿Es cierto que es usted de la aristocracia?

-Sí, señor: me honro de pertenecer a la primera nobleza de Aragón.

-¿Es usted Marqués?

-Mis títulos son los Señoríos de la Torre de Albalate, de Olid, con Grandeza, de...

-Acabe usted, hombre, con esa letanía...   —121→   Pues mire: de algún modo ha de ganar el pan que le damos».

Diciendo esto, se quitó las botas llenas de cuajarones de barro, y alargándolas al prócer, le dijo: «En aquel cajón hallará usted cepillo y betún. Me las pondrá como un espejo».

Permaneció un instante D. Beltrán con su mano extendida hacia las botas, inmóvil y rígido, empeñada su voluntad en terrible lucha entre dos movimientos: o coger las botas y estamparlas en la cabeza del grosero y estúpido capitán, o resignarse a tanta humillación y aceptarla por los méritos de Jesucristo. Prevaleció este último intento, y recibió con noble pausa las botas, recogiendo luego los adminículos de embetunar.

«¿Fuma usted? -le preguntó Nelet, haciéndole retroceder desde la puerta.

-Sí señor».

Le ofreció un cigarrillo, y pareciéndole poco, le dijo: «Tome usted más, para sí y sus compañeros, que la vejez entretiene sus tristezas con el tabaco.

-Gracias».

Y bajó el anciano tan gravemente como había subido, escalón por escalón, sin decir nada, casi sin pensar nada...



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ArribaAbajo- XIII -

Ya por despistar a los cristinos, ya por otras razones o ardides estratégicos, determinó Cabrera fortificar a Utiel, y lo primero en que puso mano fue el Convento o Colegio de Escolapios y la iglesia parroquial, gótica, de buena y sólida fábrica. Para despejar las inmediaciones del primero de aquellos edificios, mandó demoler varias casas y cortar todos los árboles de una alameda que al camino salía. Empleáronse en tales obras noche y día multitud de hombres, y no hay que decir que el Señor de Albalate y los dos ancianos fueron aplicados a este trabajo. Vierais allí al primer noble de Aragón descargando hachazos en los añejos troncos. Por primera vez en su vida era leñador, oficio que le pareció menos innoble que el de sepulturero y limpiabotas. El sargento que les mandaba y dirigía era por demás insolente y grosero, de estos que se envalentonan con los humildes. Grande era la resignación de Urdaneta, que se había propuesto tomar por modelo al patriarca Job; mas hubo ocasiones en que se vio a dos dedos de perder su pasiva actitud, por la fuerza explosiva de la dignidad aristocrática, que romper quería sus cadenas, atropellando   —123→   paciencia, humildad y cristianismo. Viendo que aquel bruto abofeteaba inhumanamente a dos infelices que no habían entendido sus órdenes, o que por exceso de fatiga se mostraban perezosos, sintió el prócer vibración en todo su ser, efecto de la honda crisis o lucha de opuestos sentimientos, y se dijo: «Haré un esfuerzo sobrehumano por contenerme si ese gandul pone sus manos en mi cara; pero dudo que pueda conseguirlo, pues antes de que el corazón se humille, el estallido de mi dignidad hará que le parta la cabeza de un hachazo».

Felizmente, con él no se desmandó el bárbaro sargento; no hacía más que rezongar, dar voces y decir a los viejos:El que no traballa no menja; que aquí no estem para mantindre vagos. Terribles hambres pasaban los tres al volver rendidos a la bodega y patinillo en que tenían su alojamiento. Nadie se cuidaba de darles de comer. El enterrador que hablaba, y que tenía por nombre Pedro Zaida, salía en demanda de alimentos; no hiciera lo propio D. Beltrán, prefiriendo perecer de necesidad a pedir su ración; el otro, nombrado Alfajar, tampoco pedía, por carecer de palabra. Así pasaron algunos días, manteniéndose de mendrugos de pan y de sobras de rancho, que Zaida recogía en los vecinos alojamientos, hasta que Nelet y los oficiales del piso alto se apiadaron de la miseria de los prisioneros, y les mandaban los restos de su comida. En un caldero bajaban la bazofia; de ella comían los infelices   —124→   viejos, siendo tan atentos Zaida y Alfajar, que escogían para el señor los huesos vestidos aún de hilachas de carne, los trozos de comida menos deshechos, y las que podrían llamarse golosinas, reservándose para sí lo peor. «Hasta en esta región de miseria bochornosa se encuentran seres delicados, se encuentran caballeros -decía para sí Urdaneta, renunciando a tales preferencias, e imponiendo el reparto equitativo de piltrafas. A menudo, en esta u otras escenas semejantes, rodaban lagrimones por su cara. Una tarde salieron los oficiales al balcón para verles comer. A poco llegó el asistente con un pedazo de pastel en un plato y resto de bizcocho borracho, y entregándolo a los cautivos, díjoles que aquello mandaban para el señor Marqués. Luego volvió el chico con tres puros y el braserillo para encenderlos. Fumaron, y dieron las gracias a los señores, que riendo les miraban. Uno de los de arriba decía: «Ese Marqués del Cuerno paréceme un grandísimo pillastre...».

Don Beltrán calló, no haciendo al deslenguado ni el honor de mirarle. Luego, a una insinuación de Nelet, que parecía dicha en defensa del anciano, se retiraron del balcón los oficiales. Volvieron los viejos al trabajo, que aquel día consistió en arrastrar los troncos hacia las entradas y puertas de la villa, para armar con ellos estacadas o parapetos. Cuando Urdaneta llegaba por las noches a su alojamiento y se tendía en el frío suelo junto a sus amigos, sin más abrigo que las   —125→   pellizas de estos; cuando, después de cenar lo que Zaida trajese o de arriba les mandasen, procuraba embriagar con el sueño sus infortunios, se le iba el pensamiento a la gran casa de Cintruénigo, la casa de Idiáquez, y hacía revivir en su mente el edificio y las personas, la vida toda de aquella señoril residencia. ¡Ay! lo que allá tuvo por humillación, era ya como una broma inocente. Modificadas por las enseñanzas de la realidad sus ideas y opiniones, lo que en Cintruénigo conceptuaba contrario a su decoro, ¿qué era? Nada en comparación de la presente ignominia y miseria. Las estrecheces que allá estimó intolerables, eran abundancias y delicias en parangón de lo de Utiel. Recordaba con desconsuelo el orden de aquella noble casa, donde todo estaba a punto, donde nada faltaba para comodidad y regalo de sus habitantes.

Y pensando en esto, se le representaba su nieto: le veía niño, tan cariñoso, tan dulce, tan formalito, tan amante de su abuelo... Era su propia sangre, encarnación de su nombre y nobleza... ¿Qué haría Rodrigo si le viese en tan extrema desdicha? La misma Doña Urraca, si viese a su suegro, el noble Urdaneta, sufriendo tanta vileza y oprobio, comiendo sobras y migajas de la mesa de los oficiales, ¿qué pensaría?... Frente a su conciencia, que severa se encaraba con él, reconocía el grave error de no tolerar las asperezas o defectos de los convivientes, para que estos toleraran los suyos. Bien claro   —126→   veía que todas sus querellas con la familia eran por motivos que ya se le hacían vanos, pueriles. Veía también toda la fealdad de su soberbia, causante principal del malhadado viaje a tierra de Teruel; veía su codicia, su afán de atesorar dineros, que en su edad provecta casi no le eran necesarios. Pero amaba el rumbo y quería ser siempre amo y señor, dispensador de mercedes. ¡Bien le castigaba Dios, y cuán gallardamente te aplicaba su justicia severa!... Y mirándolo bien, no era Rodriguito tan digno de menosprecio y rencor. Poseía todas las cualidades que a su abuelo le faltaban. Actos de verdadera maldad, nadie podía señalar en él. Y en cuanto a la impertinente, mandona y atrabiliaria Doña Urraca, sus defectos no eran motivo para aborrecerla, Señor.

Estas reflexiones, en que se confundía la turbación de la conciencia con la dulzura de las memorias de familia, le habrían llevado al sueño reparador, si no lo estorbaran las picazones de su cuerpo, el sentirse acribillado por atroces punzadas que parecían mordidas. Daba vueltas a un lado y otro, y rascándose contra las durezas del suelo, volvían sus reflexiones a distraerle del acerbo picor. «¡Vaya, que si Juana Teresa conociera la cama en que duerme el padre de su difunto esposo, lloraría de lástima; sí que lloraría!... ¡Ella que cifra su orgullo en la limpieza ideal de las camas, ella, en quien más que gusto es manía el tenerlas pulcras, inmaculadas, como las vestiduras de los   —127→   ángeles!... No hay en el mundo sábanas y almohadas como las de mi casa de Cintruénigo: huelen a manzanas, a violetas, a algo más oloroso que las flores, el aseo... Si Juana Teresa y mi nieto me vieran en esta inmundicia, llorarían... ¡pobrecitos de mi alma!... y no sólo llorarían de compasión, sino de rabia por no poder remediarlo».

Salía Cabrera con mil o dos mil hombres, los más de los días, como en diversión militar, para hostilizar a Requena y figurar su propósito de ponerle sitio. En una de estas excursiones, al regresar del campo entrando por la puerta de Caudete, donde se trabajaba para hacerla infranqueable, apeose del caballo y examinó las obras. Con seca frase autoritaria hizo la crítica de lo que no le parecía bien; indicó los defectos y el modo de subsanarlos con el menor trabajo posible. Viendo avanzar a D. Beltrán, que a duras penas sustentaba una espuerta de tierra, dio algunos pasos hacia él y le preguntó si era el caballero Urdaneta.

«Para servir a usted, General -dijo el anciano, mirándole atento y sin descargarse la espuerta.

-Lleva usted mucho peso... Eh, tú, Lleuiset, no carregues masa a eixe pobre home, qu' es un señor poch acostumat a traballs. Sous molt brutos, y no teniu ni pizca de criteri ni talent, ¡caramba! Es precis que sapian distinguir entre un home y un señor. A atres que son burros de veritat, els trateu como si foren señorests, y no teniu llástima d' este pobre   —128→   vell, acostumat a anar sobre alfombres».

Comprendió el anciano que hablaba en su favor; y como al propio tiempo le quitaran la pesada carga que llevaba, murmuró una frase de gratitud. Cabrera no se hartaba de mirarle, fijándose últimamente en sus pies y en las destrozadas botas. También D. Beltrán contempló a sus anchas al afamado guerrillero, a quien vio por primera vez en el campo de Buñol, pasando como un rayo al frente de infernal cabalgata. Reconoció en él la cara de soberbio gato, que ya había visto, y quedó grabada en su memoria: cara triangular, de pómulos salientes, ojos grandísimos y negros con la ceja corrida, la nariz de mala forma con las ventanillas siempre palpitantes. Vestía con elegancia y cierta presunción de originalidad, no escaseando en su ropa los dorados y relumbrones; la capa blanca con forro encarnado completaba su típica figura. Con militar saludo se despidió para entrar en el pueblo. Por la noche, hallándose los tres viejos en el patinillo, comiendo de las sobras enviadas por Nelet, llegó un ordenanza que se puso a gritar en la puerta: «¿Quién es aquí el Marqués?... ¡Eh, Marqués!

-Yo soy, buen amigo -dijo Urdaneta, que respondía por aquel título-: ¿qué se ofrece?

-Pues aquí me manda el General con estas botas -dijo el chico mostrando un par no muy nuevo, pero en buen estado.

-¡Ah... ya!... para que se las limpie... Bien: déjalas ahí.

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-No es para que se las limpie, jinojo, sino para que se las ponga... Ya veo que le hacen falta. El General le manda estas, que no se pone ya, y para usted están que ni pintadas; todavía en buen uso. Ya le miró a usted la pata, y sabe que le vendrán bien.

-¡Oh!... ¡Dios! -exclamó el aristócrata, decidiéndose a recoger el regalo-. ¿Y el General se acuerda de este infeliz?... Dile que estoy muy agradecido... ¡Oh, botas de la paciencia, de la humillación, venid a mis pies!».

Y cuatro días después, hallándose en Cheste, emprendida la marcha sigilosa de todo el ejército hacia el llano de Valencia, fue sorprendido D. Beltrán por un recado del General llamándole a su presencia en la Casa Ayuntamiento, donde se alojaba. Allá se fue el noble viejo, y encontró a D. Ramón en una estancia del piso bajo con trazas de escuela pública, por los cartelones de letras gordas que colgaban de las paredes. Estaba el caudillo de sobremesa con dos mujeres guapísimas, de nacarada tez y ojos hechiceros, ataviadas a estilo popular. Los caragols sobre las sienes, cruzados por ganchos de oro; el moño de trenzas, atravesado por las agujas, ofrecían el clásico modelo del peinado valenciano. En sus orejas llevaban los arcaicos polques de oro con esmeraldas y perlas barrocas, joyas de apariencia bizantina, y en el cuello hilos de aljófar. Toda la vestimenta, de tisú, era lujosa y elegante dentro de la más escrupulosa propiedad. Sin verlas más que como imágenes borrosas, o como bocetos   —130→   de admirables pinturas, D. Beltrán, olfateando belleza con su especial nariz de perito en mujeres, las diputó por grandes señoras disfrazadas de campesinas ricas. Sentábanse a izquierda y derecha del General, muy arrimaditas; luego seguía un capellán, que parecía granadero, y al otro lado un cabecilla, en quien, por la facha y rostro de clérigo afligido, creyó reconocer D. Beltrán a Llangostera.

Sospechó el noble aragonés, no sin fundamento, que Cabrera le llamaba para mostrarle a sus amigos como un objeto de curiosidad, como un ente raro, consistente la rareza en el vivo contraste entre tanta nobleza y miseria tanta. Mas no era este el único móvil del llamamiento: había otro, que el General expresó después de contestar al cortés saludo del caballero: «Pues le he mandado venir para advertirle que... esté preparado...

-¿Preparado a qué, General?

-Haría usted mal en creer que le tenemos aquí por gusto de su co... mpañía -dijo Cabrera, que hablando familiarmente tartamudeaba un poco: su lengua, disparándose en articulaciones rapidísimas, tropezaba a cada instante.

-¿Para qué debo prepararme, General?

-El sistema de represalias, que, como usted sabe, es obra de esos infames cristinos, me obliga a la crueldad con... contra los sentimientos de mi corazón.

-Ya entiendo. Es para fusilarme. Bien   —131→   preparado estoy. Esta vida que arrastro, señor, vale tan poco para mí, que el quitármela, más que de cruel, le acreditará a usted de piadoso.

-Yo lo siento... sabe Dios que lo siento. Co... mpadezco a los que me veo precisado a sacrificar... Me duele, aunque mis enemigos crean otra cosa y me llamen tigre... Pero yo digo: todas las inocencias del mundo juntas no valen la inocencia de mi madre.

-Aunque no temo la muerte, mi conciencia, mi respeto a la verdad, me obligan a declarar que ni soy espía, ni he venido a esta tierra con ningún fin político ni militar.

-Sé que no es usted espía. Me lo ha dicho la monja Marcela, que me merece crédito... Pero aquí cobramos vidas por vidas, y pagamos muertes con muertes. ¿No se ha enterado usted de que la división de Iriarte ha cogido prisionero al hermano del Conde de Catí, vocal del Consejo de Su Majestad en este Reino?... Pues en cuanto sepa yo que le han fusilado, ya está usted de más en el mundo. ¿No le parece que esto es natural, justo y equitativo? Noble por noble, caballero por ca...ballero».

Mientras esto decía el implacable soldado, no se oyó una voz, ni un murmullo, que indicaran protesta contra tanta barbarie, siquiera compasión. O la costumbre de tales horrores embotaba en hombres y mujeres todo sentimiento humanitario, o no se atrevían a manifestarlos.

«¿Puedo retirarme ya? -dijo el viejo sin   —132→   hacer comentario a la terrible conminación.

-Espere un poquito... y sáquenos de una duda. ¿Es usted Marqués de Sariñán?

-No señor: el Marqués de Sariñán es mi nieto, por enlace de mi hijo D. Federico con una dama de la casa de Idiáquez.

-¿Ven como yo acertaba? -dijo una de las mujeres o damas disfrazadas, por lo que comprendió Urdaneta que habían tenido discusión sobre su personalidad.

-Y los títulos de usted ¿cuáles son? -preguntó el clérigo.

-Soy Señor de la Torre y Casa-Fuerte de Albalate, Señor de Rubielos, Merino mayor de Monzón, poseedor de varios lugares, fortalezas, vasallos y pechos en el antiguo reino de Sobrarbe; Señor también de la Puebla de Olid con Grandeza de España, Caballero del hábito de Montesa, Maestrante de Zaragoza... y no sigo por no ser enfadoso a los que me escuchan...

-¿No es usted pariente de los Cárceres? -preguntó la otra hembra bonita.

-Sí señora -replicó D. Beltrán, gozoso de oír la dulce voz, cuyo timbre le sonó a nobleza y elegancia-. Ramón Cárcer, cuarto Marqués de Castelbell, es mi sobrino, y primos de mi esposa son los Borrás y Mezquita, así como Marianito Zagarriga, Marqués de Creixel.

-Otra cosa -dijo Cabrera, a quien ya parecía enojoso hablar tanto de nobleza-. ¿Qué tal le tratan a usted en mi Cuartel general? ¿Le dan bien de comer?

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-Señor, un ejército de campaña no puede cuidar del pobre cautivo inútil, cuya vida no importa a nadie.

-Yo quiero que sea usted tratado con la co... nsideración que merece por su categoría... Y si alguno le faltase al respeto, lo que tarde yo en saberlo tardaré en ordenar que le den cincuenta palos.

-No vale hoy esta pobre vida que por ella se machaquen los huesos de un cristiano.

-¡Pobre señor! Em dona molta llástima! ¡Y en quina dignitat porta la seua miseria!».

Algo pudo entender el prisionero de lo que la compasiva dama decía, y su piedad le llegó al alma. En tanto Cabrera le ofreció un cigarro, que rehusó, porque no solía fumar a tales horas... Instó el General; insistió la dama, que de manos de su amigo tomó el puro para alargárselo a D. Beltrán. Cuando este salió del aposento, iba como fascinado por la voz claramente oída y el rostro turbiamente visto de la beldad, y echaba de menos sus verdes años para corresponder a la compasión de ella con un amor grande, solitario y sin esperanza, como aquel inmenso infortunio de su vejez.




ArribaAbajo- XIV -

Mejor tratado desde aquel día, el prisionero vio urbanidad y benevolencia en algunos rostros; pero nada le maravilló como la   —134→   radical mudanza del capitán Santapau, a quien conocía por el familiar nombre de Nelet. Empezando por mostrarse con él menos esquivo, se humanizó en un día, en otro se trocaron sus asperezas en afabilidad cariñosa, y acabó por declarar a D. Beltrán su sentimiento de haberle ofendido y su deseo de trabar con él amistad. Aceptó gustoso este cambio de actitud el buen viejo, y sospechando que alguna recóndita intención se traía su flamante amigo, esperó a conocerle mejor para juzgarle. Respecto al paradero de Marcela, a quien había perdido de vista desde antes de la acción de Buñol, díjole Nelet que Cabrera la había mandado encerrar en un convento de monjas, hasta que decidiera el Vicario General por D. Carlos, que actualmente se hallaba en Navarra. A juicio de Cabrera, no era decoroso ni ejemplar que una señora religiosa anduviese al zancajo por los caminos, suelta de toda disciplina; pero Santapau no participaba de esta opinión, pues las benedictinas de Sigena estaban exentas de clausura, como había declarado nada menos que el Concilio de Trento. Conocedor del monasterio y de su poética historia, el capitán había estudiado el asunto, y podía demostrar a su jefe la razón y derecho con que peregrinaba la santa señora y esposa de Cristo. Marcela Luco.

«Bien, hijo, bien -dijo D. Beltrán, barruntando a dónde iba a parar el guapo Nelet-. También yo veo con simpatía la libertad monjil, y en este caso la creo muy acepta   —135→   a los ojos de Dios, pues, si no me engaño, Marcela corretea en seguimiento de intereses que quiere aplicar a grandiosas fundaciones pías, para mayor esplendor de la Fe y de la Iglesia».

Decían esto camino de Valencia, como a tres leguas de Chiva, donde habían pernoctado. Las intenciones de Caín llevaba Cabrera en aquella marcha, pues informado por sus espías de que los restos de la división de Crehuet, derrotada tres días antes en Buñol, andaban por aquel término, iba en su seguimiento, bien afiladas las uñas para destrozarlos. ¡Espléndido país aquel, hermoso cielo, alegres campiñas, que aun en invierno dan testimonio de su fecundidad! Aspiraba D. Beltrán el templado aire, que por el aliento metía en los cuerpos la vida, la esperanza, el contento del vivir; que duplicaba el vigor de los jóvenes, y a los viejos les aliviaba el peso de los años. Pensaba que aun para despedirse de la existencia es bueno un suelo feraz, un ambiente templado, una tierra pródiga en flores y frutos.

Los mil doscientos cristinos de Infantería y el escuadrón de Lanceros, que, con los milicianos de Valencia y Liria, habían recibido órdenes de concentrarse en la capital, marchaban confiados, mal dirigidos, desconociendo con angelical inocencia el país que pisaban y el enemigo que tan cerca tenían. Como unos borregos de Dios se entregaron al descanso en un pueblo llamado Pla del Pou... Cuando más descuidados estaban, vieron   —136→   encima la caballería carlista. No les dio tiempo ni para tomar posiciones, ni siquiera para escapar con algún orden. No fue batalla, fue una carnicería sañuda: desordenada la caballería cristina, se enredó en ella la infantería, como una deshecha madeja en las patas de un animal que da vueltas sobre sí mismo. Los carlistas no combatían; mataban a su gusto y satisfacción. Los liberales no eran soldados, sino reses. Algunos de a caballo pudieron escapar; los pistolos que no perecieron en la matanza, entregáronse a discreción, para que los matarifes hicieran de ellos lo que quisiesen. Por de pronto, allá iban todos, prisioneros y vencedores, hacia Valencia, y ya que para embestir a esta grande y fuerte ciudad no tenía Cabrera poder bastante, se plantó en Burjasot, lugar cercano, para verla al menos y que ella le viese. Aunque de escaso relieve, la eminencia en que está fundado aquel pueblo es como atalaya que domina la huerta feracísima, y a lo lejos el apretado caserío de la ciudad, guarnecida del verdor perenne de los naranjos, y destacando sus torres y chapiteles sobre una espléndida faja de mar azul.

Tan contentos llegaron a Burjasot los soldados del absolutismo, que no pensaron más que en celebrar su triunfo con la vena de abundancia que aquella lozana tierra les ofrecía. Guerreros infatigables que devoraban leguas y corrían de una comarca a otra con presteza gatuna, traían hambre atrasada. El país donde comúnmente operaban, Maestrazgo,   —137→   Desierto de las Palmas, riberas del Palancia y Mijares, riberas del Guadalope y Río Martín, puertos de Beceite y de Ademuz, estaban ya esquilmados. Valencia era el oasis, la frescura, el descanso, la vida plácida con regalos mil. No fue de iniciativa de Cabrera, como se ha creído, el festín de Burjasot; fue idea de algunos jefes, y de la oficialidad y subalternos, que ya anhelaban comer y beber sin tasa para reponer el cuerpo de tantas fatigas. Bien se lo habían ganado: lo menos que podían hacer era consagrar un día, unas horas a dar a sus cuerpos algún goce de gula, pues todo no había de ser marchas, hambres y sofoquinas. Pedido permiso al General, este lo dio de buena gana, porque si sabía utilizar hasta la última tira de pellejo de sus soldados, también gustaba de que se divirtiesen y solazaran cuando la ocasión lo permitía.

Parte del vecindario invadió el campamento, metiéndose entre la tropa. Iban unos por afecto a la causa carlista; otros por curiosidad; muchos por ofrecer y colocar hortalizas, carne, peces, patos, frutas y hasta flores, que ya abundaban en aquel despuntar de la primavera. Habían dispuesto celebrar la comilona en aquella parte culminante del pueblo, formada de terreno calizo, bajo el cual se extienden los famosos silos o graneros subterráneos para depósito de cosechas. La iglesia de San Roque, objeto de gran devoción, situada también en la eminencia y no lejos del pueblo, encara su frontis hacia   —138→   Valencia y el mar, como recreándose en tan bello panorama.

Pronto se vio la vasta planicie llena de cuanto Dios crió, viandas regaladas, viandas adquiridas. Se nombró una comisión que cuidase de allegar cucharas y tenedores, algo de mantelería y vasos para los jefes, y el obsequioso vecindario facilitó al instante todo cuanto se deseaba. Por aquí se encendían hogueras; por allá preparaban peroles y sartenes; en un grupo de soldados desplumaban patos; en otro desollaban corderos. Subían del pueblo en hombros zafras de aceite y pellejos de vino, cestos de naranjas, rimeros de lechugas. Soldado había que en estos acarreos se atracaba de forraje, como aperitivo. El vino empezó a correr desde el primer momento, vaciando los pellejos en jarros, estos en los pocos vasos que había para tantas bocas. Los carlistas más señalados en la localidad por su fanatismo subieron sobre sus duros cráneos grandísimas mesas, y montones de sillas, enganchadas traviesa con pata. Manteles también vinieron, aunque no tantos como habrían sido menester. Toda escasez se podía perdonar menos la del vino, que se remedió duplicando la provisión de hinchadas corambres.

A las tres y media el aspecto de la bacanal era imponente: comían, devoraban sin orden ni medida, la tropa en el suelo, diseminada en grupos a los bordes de la meseta; los sargentos sentados también en tierra, formando cuadros con relativa corrección; más   —139→   allá oficiales, unos de rodillas, otrosensillados, algunos tendidos a la romana. Frente a la ermita había mesas, donde se veía la figura clerical de Llangostera y la cara de corcho de Tallada, en la cual se confundían la picaresca malicia y la ferocidad. Otras personas calificadas se veían por allí: el subdelegado castrense, del cual podían ser retrato los odres de vino que acababan de traer; intendentes, cirujanos, mariscales mayores. Los capellanes se señalaban por su ausencia, pues una grave ocupación les retenía en el pueblo. Cabrera, mal humorado, sintiendo algún recrudecimiento de sus achaques, y molestia en sus mal cerradas heridas, se sentó un rato en la primera mesa; después iba de una parte a otra, hablando con todos, recibiendo felicitaciones. Las miradas se le iban hacia Valencia; apretaba las mandíbulas cuando sus íntimos le decían: «D. Ramón, estamos a las puertas del cielo... Haga una de las suyas, y llévenos allá».

En las clases inferiores reinaba una jovialidad frenética. Grupo hubo en que empezaron por los postres, las dulces algarrobas; luego descuartizaban un pato, tirando en cruz de las patas y alones. Aquí comían las lechugas sin aliñar, en rama; allí naranjas a bocados mordiendo la cáscara, y encima pescado frito, o a medio freír; vino sin tasa; después bollos de aceite, y lonjas de tocino con azúcar. En las mesas o tenderetes de preferencia hubo arroces quemados, arroces crudos, anguilas, pajeles, pájaros y hasta   —140→   morcillas; en otros comían el cordero a medio asar, chorreando sangre, partiéndolo con las espadas, por no abundar los cuchillos. El regimiento 1.º de Tortosa tenía una murga militar de una docena de instrumentos, trombones abollados, bombo, platillos y chinesco. Agregados a ella algunos músicos cogidos a las tropas de la Reina, compusieron una mediana banda, la cual, desde los comienzos del banquete, tocaba escogidos trágalas, la jota y otras piezas de baile. Su discorde ruido hacía juego con los manjares a medio condimentar y con la desafinada alegría del festín. Aquí y allí gritaban: «¡Que se callen esos perros!» y tenían razón, pues los de la banda eran verdaderos sicarios del arte musical.

Casi a la fuerza fue llevado D. Beltrán por Nelet a uno de los grupos que comían en el suelo; y apenas se había sentado, viendo que el capitán se retiraba, le dijo: «¿Pero usted, Santapau, no come?». A lo que contestó Nelet, condolido de sí mismo: «Ahora no puedo: tengo que fusilar.

-¿Pero qué?... ¡Ahora!... -exclamó aterrado el viejo, levantándose de un brinco, inverosímil para su edad.

-¿Pues qué creías tú, abuelo? -dijo un teniente, que desde el principio de la comida estaba entre dos luces-. ¿Creías que les íbamos a perdonar... y a convidarles encima?».

Antes de que pudiera contestarles, resonó el estruendo de una descarga... Corrió Don   —141→   Beltrán hacia donde la humareda se veía, y distinguiendo los desnudos bultos de cadáveres junto al tapial del cementerio contiguo a la iglesia, lanzó una exclamación de horror y se llevó las manos a la cara. Veinte infelices habían caído ya. A poco trajeron otra cuerda: eran veinticinco, entre ellos los cadetes valencianos que acababan de ingresar en el ejército, y se estrenaban en aquella tragedia. Venían en cueros, resignados, los menos con pocos ánimos, tropezando en el camino; los más altaneros, provocativos. Algunos de ellos, alargando sus brazos hacia la embriagada turbamulta del festín, gritaron frenéticos... «¡Viva Isabel II!»... La descarga les cortó la palabra y el fervor de sus exclamaciones; luego, los tiros sueltos para rematarles sonaban a cacería. Excitados con los vivas insolentes de las víctimas, la soldadesca entregada a la gula prorrumpió en gran vocerío aclamando a los suyos, escarneciendo a los vencidos, que no tenían bastante con la muerte. Mientras traían otra cuerda del cercano corral donde les desnudaban, en la explanada vaciaron más pellejos. Los vacíos yacían en el suelo como cuerpos despanzurrados, sanguinolentos. En algunos grupos, donde con la borrachera se había perdido hasta el último destello de razón, gritaban: «Más, más». ¿Qué pedían? ¿Más bebida o más muertes? Las dos cosas: vino bautizado con sangre.

Soldados del Serrador y de Tallada cogían entre dos los muertos, por pies y cabeza, y   —142→   los iban arrojando a un lado, formando montón. Las gentes del pueblo, que al principio de la matanza se aproximaron con instintiva curiosidad y querencia insana del terror, huían ya despavoridas. La musiquilla seguía lanzando su chillar bufonesco en medio de la melopea espantosa de tal tragedia, declamada por los fusiles de una parte, de otra por los ayes lastimeros o los arrogantes apóstrofes de las víctimas. Si pavoroso era el estruendo de las descargas, no lo era menos el graznido lúgubre de la banda o murga y el coro desenfrenado y soez de los que comían, bebían y pateaban sobre el propio Calvario... Movido de inmensa compasión, de un sentimiento de protesta contra tanta barbarie, se fue D. Beltrán con paso torpe hacia donde fusilaban... Le entró el delirio de unir un grito suyo al de los que gritando morían. No sabía por dónde andaba... Una mano vigorosa le apartó diciéndole: «¿A dónde va, buen hombre? Atrás, o le coge una bala...». Retirose, metiendo los pies en un charco de sangre... Vio los cuerpos desnudos retorciéndose en el suelo, y la presteza con que los remataban, como quien extermina una plaga de animales dañinos. Huyó el pobre señor horrorizado, sin saber a dónde iba a parar; y más abatido por efecto del pavor que del cansancio, se dejó caer en tierra. Una nueva descarga, alaridos, vivas y mueras, y el coro de los bebedores, que ya era ronco, con voces arrastradas, grotescas, llevaron al colmo su espanto. Se tapaba los oídos:   —143→   sus miradas buscaban en el movimiento de los grupos algo que indicase la terminación de la matanza; pero nada veía. El humo cubría la hecatombe. Volviendo sus ojos al cielo, ansiando ver algo que borrase de su espíritu la impresión de tales horrores, contempló un instante la inmensidad azul. calmosa y pura.




ArribaAbajo- XV -

No había concluido la función. Despachados los sargentos y oficiales, empezaron a exterminar soldados. De arriba gritaban: «¡Más, más... todos!». Y los que se acercaron a Cabrera intentando convencerle de que el escarmiento no debía pasar de allí, oyeron de él la fría respuesta: «Hoy no les niego nada». El General, molestado por horrible acedía, y con su boca llena de un amargor insano, el rostro lívido, la mirada menos brillante que de ordinario, no había tomado más que un poco de vino con agua. Su inapetencia habría necesitado quizás, para remediarse, espectáculos menos terribles; o era que ni aun con los triunfos recientes se hallaba satisfecho, y su insaciable ambición pedía más al adusto Genio que le protegía. En medio de las alegrías del festín y de los horrores de la matazón, más que matanza, su espíritu se distraía de la realidad presente, para volar hacia la ciudad cercana, bella   —144→   y rica. Los ojos se le iban hacia allá, como si contar quisiera las torres y cimborrios de la que solemos llamar ciudad del Cid. ¡Qué no daría aquel nuevo dominador de pueblos por poderla llamar suya! Mirándola con ojos de codicia más que de amor, parecía decirle: «Ya ves cómo trato a mis enemigos. Permito a mis soldados que hagan esta pira de cadáveres, para que en ella veas a Cabrera. Aquí estoy; mírame; quiero que tiembles mirándome, quiero que toda España tiemble ante mí».

Terminados los fusilamientos, un amigo de Nelet recogió a D. Beltrán, atontado de la fuerza del susto, y le llevó a su alojamiento. A prima noche, Nelet le hizo acostar, dándole vino caliente, y el pobre señor, con los cuidados que su amigo, antes enemigo, le prodigaba, descansó del molimento y de la pavorosa impresión, despertándose al toque de diana con regular apetito y el espíritu fortificado de resignación, así cristiana como filosófica. Vivía en los dominios del terror trágico y en las fronteras de la muerte: cuando llegara para él la hora del martirio, sabría, pues, afrontarlo con valor y dignidad.

Desayunándose con los restos del banquete, las tropas se pusieron en marcha muy temprano, dejando intacta la pila de muertos para que los enterraran los vecinos de Burjasot, si querían; algunos batallones se aproximaron a Valencia simulando un ataque. El amago, sin más objeto que amedrentar al vecindario, significaba un ¡si voy...!   —145→   Pero no iba: para tal empresa no bastaban la audacia y la agilidad. Contentábase Cabrera con aumentar su hueste, con organizarla y darle hábitos y educación de ejército poderoso; sus crueldades no eran el nefando goce del mal, como en el depravado cura Lorente: eran los resortes de una infernal política, pues en su conocimiento del país y de los hombres, el leopardo no veía más camino que la fascinación terrorífica para domar a los pueblos. Destruyendo media España, aseguraba el imperio sobre la otra media.

Hecha la demostración ante los muros de Valencia, emprendió Cabrera con su ejército la marcha hacia la Plana de Castellón, sin decir a nadie a dónde iba ni qué planes llevaba. Santapau, recién ascendido a comandante, mandaba el 3.º de Tortosa, y en su estreno de plaza montada brindó a D. Beltrán con la participación de su cabalgadura, llevándole a la grupa en todo aquel caminar, que no fue de los más acelerados. Dispuso el jefe una marcha por la margen derecha del Palancia, como si quisiera embestir a Segorbe; descendió inopinadamente hasta Sot de Ferrer; pasó el río, y a los dos días de lo de Burjasot, pernoctaba en Alfandeguilla. Afirmose en tan larga correría la amistad entre D. Beltrán y Nelet, ganando este con delicadas confianzas el corazón del anciano. A poco de emprender la primer jornada, y observándole taciturno y receloso, díjole que el General había manifestado, respecto   —146→   a su noble cautivo, sentimientos de benevolencia y estimación. La verdad de esto demostráronla los hechos, pues en la parada que hicieron en Rafelbuñol, presentándose la noche lluviosa y fría, Cabrera mandó a Don Beltrán un capote suyo en buen uso para que se abrigase. Cuidaba en tanto Nelet de apartar para él la mejor comida, y en los alojamientos le agenciaba toda la comodidad posible. Tanta era en Urdaneta la gratitud como la confusión, y llegó a sospechar que tales obsequios significaban un refinamiento de crueldad, y que le regalaban como a los condenados a muerte antes de quitarles la vida. Descansando y comiendo al pie de unos robustos algarrobos, después de pasar el Palancia, Nelet intentó quitarle de la cabeza los temores de fusilamiento, diciéndole que tal vez Cabrera le retenía con fines muy distintos de los que supone la prisión por rehenes. No comprendía el viejo qué fines podían ser aquellos, dada su inutilidad, y ambos estimaron que el noble señor debía esperar los acontecimientos, tomando lo que le dieran, comiendo de lo mejor que hubiese, y abriendo su espíritu a la confianza.

«Dispuesto estoy -dijo Urdaneta-, a comer todo lo que me traigan, y a ponerme la ropa del General, si continúa mandándome algunas piezas útiles. Pero mi espíritu no puede estar sereno, pues no se aparta de mi mente la matanza de Burjasot. Soy cristiano; protesto en silencio de estos horrores, y pido a Dios que los castigue.

  —147→  

-Lo de Burjasot -replicó Nelet con fría naturalidad-, no es otra cosa que una hilada más de la pirámide de justicia que juró construir D. Ramón, hallándose en Valderrobles, en Febrero del año pasado. Esa pirámide no es aún bastante alta para que pueda lucir en su cima la imagen de aquella santa mujer, María Griñó... Pero ya tocan marcha. Andando, señor mío. Vamos a Nules, que es plaza nuestra. Yo le aseguro a usted que allí tendremos ocasión... y además motivos de hablar largamente».

A las diez de la mañana del siguiente día fue recibido Cabrera en Nules con arcos de triunfo, cortinas, músicas y danzas populares. Salieron a felicitarle y a ofrecerle ramitos de flores las chicas guapas del pueblo; huelgas y merendonas tenían dispuestas los calificados, y por la tarde corrida de toros en la plaza. En buena casa fue alojado Don Beltrán, y tanto él como Santapau, tratados a cuerpo de rey. Salió el comandante a obligaciones del servicio y a diligencias privadas, de que su amigo no tuvo conocimiento hasta la tarde, en la ocasión y sitio que pronto se sabrá. Comieron opíparamente, y cuando toda la oficialidad y el Estado Mayor a la plaza se encaminaban para ver la función de toros, Nelet propuso al anciano que, pues ellos no eran aficionados al barullo y tenían algo que platicar, se fueran a dar un paseo por donde menos ruido hubiese de festejo y de muchedumbre. Conforme en ello Urdaneta, se metieron por calles y travesías   —148→   buscando la soledad, que fácilmente encontraron, por estar todo el golpe del vecindario en la corrida.

La villa, de construcción arábiga, blanca, de suelo plano y fácil, les engañó con la tortuosa red de sus calles; y cuando creían haber andado poco, halláronse lejos, en un arrabal separado del pueblo por anchas acequias. Metiéndose por entre dos tapias, fueron a dar frente a una iglesia de frontispicio blanqueado con excepción de la puerta de piedra, barroca, de columnas salomónicas, de retorcidos follajes y garambainas. «Como está usted cansado -dijo Nelet-, y esta iglesia nos brinda con su soledad y silencio, tan a punto para el descanso como para la buena conversación, entremos, señor D. Beltrán, y aquí hablaremos todo lo que nos dé la gana.

-Dígame, compañero -indicó el viejo cuando Nelet, llevándole de la mano, le metió en la iglesia y se sentaron los dos en un banco-. ¿Es que yo me he quedado completamente ciego, o que está esto más obscuro que boca de lobo?

-No tema por su vista. Yo tampoco veo nada. Venimos deslumbrados de la calle. Aquí nadie nos molesta ni nos oye. Voy a mi cuento, empezando por decir a usted que el hombre más desgraciado del mundo, el más digno de lástima, es el que con usted habla en este momento. Pensará usted quizás que mis penas son obra de la imaginación, a lo que contesto que, aun admitiendo esa   —149→   idea, no dejan de ser efectivos, terribles, insoportables los sufrimientos de su servidor. ¡Con decirle que en Burjasot, cuando mandaba los fusilamientos, envidiaba a los pobres que allí matábamos como moscas...!

-Pasión de ánimo se llama esa enfermedad; y ella debe de ser motivada por una mala impresión, por un vivo querer no satisfecho.

-Ya pone su dedo en mi llaga... ¡y cómo me duele! No me equivoqué al pensar que usted, hombre muy corrido, que ha vivido en esas sociedades de tono, buen conocedor de hombres y mujeres y de todo el tinglado social, es el único para confidente, quizás para médico de mis males.

-¡Yo!... Tate... tate... Amigo Nelet, o soy un niño inocente, o es causa de sus desdichas ese trastorno del alma, a veces del cuerpo, que llaman amor.

-Entre paréntesis... Ya principio a distinguir los altares... ¿No hay allí dos viejas?

-No, señor: son dos sillas.

-Me da en la nariz, Nelet amigo, que esto es convento de monjas. He sentido a mi espalda como un murmullo, como un roce de faldas... y un cierto olor de incienso de monja... que es un olor eclesiástico muy particular... ¿Me equivoco?

-No señor.

-¿Está aquí detrás el coro?

-Y al través de la verja parece que veo un par de bultos blancos...

-Bueno, siga usted... ¿Con que amor? Y   —150→   admito, sí señor, que pueda yo ser médico de tal achaque por mi consumada experiencia, por lo que han visto estos ojos, por los innumerables afectos de diferentes clases que han turbado este viejo corazón. Adelante, y abreviemos: ¿quién es ella?

-Antes de saber quién es ella, sabrá usted quién es él. Manuel Santapau, nacido en un mas próximo a Gandesa, de padres labradores ricos, no debió a estos una crianza perfecta. Hijo único, sus padres no supieron enderezarle desde niño por los buenos caminos, y en vez de contener su natural voluntarioso, le dejaron tomar vuelo; sus travesuras hacían gracia, y sus sinrazones eran alabadas antes que reprendidas, resultando que cuando unas y otras, con la edad empezaron a ser maliciosas, ya no había autoridad que las contuviera. En fin, señor: yo, desde los diez y seis años, escandalicé la villa en que vivíamos, que era entonces Gandesa, y más tarde hice campo de mis abominaciones a Reus, a Vendrell y a Cambrils. Ausente de la casa de mi padre, salvo en las pocas en que iba a reponer mi bolsa, me lanzaba yo con otros amigos no menos inclinados a la vagancia, de pueblo en pueblo, cometiendo tropelías sin fin. Mis estudios, que no pasaron de leer y escribir y algo de cuentas, se completaron después en el libro del mundo, donde aprendíamos toda la ciencia del mal. Era vasto nuestro terreno, y en él ejercíamos diferentes artes malignas; pero la peor de estas, y en que yo principalmente despuntaba,   —151→   era la de seducir doncellas con mil engaños para abandonarlas luego miserablemente. Si robábamos alguna vez en ciudades o despoblados, era por modo de travesura; nuestro botín consistía siempre en jamones y morcillas, aves y otros comestibles, y jamás tomamos dinero de nadie. Esta es la verdad; y así como digo lo malo, digo lo bueno o lo menos malo. Alguna muerte tuvimos sobre nuestras conciencias, todas en riña, a veces por defendernos de padres burlados, a veces por pendencias de ésas que, sin saber cómo, salen del vino... porque, eso sí, a borrachos y camorristas, nadie nos ganaba. Aunque me esté mal el decirlo, mi buena figura era la mejor ayuda de mi perversidad en la campaña de conquistar mujeres, embobarlas y perderlas sin ninguna compasión. El demonio, que no Dios, me había dado el rostro para enamorar y las palabras dulces y mentirosas; y con tales medios, cada día era yo más terrible acosador del sexo femenino, llegando a no respetar ya soltera ni casada, seduciendo también por depravación a las que no eran bonitas, y a las religiosas, a las altas, y a las bajas y a las medianas...

-Perdone usted, Nelet -dijo D. Beltrán, que no podía contener las ganas de interrumpirle-. El tipo de D. Juan, que existe desde el principio del mundo y es de todas épocas, tiene en la nuestra, por lo muy reglamentada que está la sociedad, poco terreno para sus audacias. Se lo dice quien ha   —152→   visto mucho mundo; quien, si se pusiera a contar lances y aventuras donjuanescas, no acabaría en siete meses. Y yo pregunto: ¿cómo pudo usted ejercer tan largo tiempo de caballero seductor, sin tropezar con la justicia que le metiera en la cárcel, con un padre que le descalabrara, o un marido que le partiera por la mitad?

-Lo encontré, sí señor: tuve mi castigo. Un marido, de Tortosa, me cogió desprevenido una noche, y con una barra me abrió la cabeza. Después agarrome por una pata y me tiró a una acequia, donde me habría ahogado si esta llevara más de medio palmo de agua.

-Acabáramos... Reconozca usted que ya era tiempo, querido Santapau.




ArribaAbajo- XVI -

-Sí, era tiempo... Yo me lo tenía muy bien merecido. Por poco no lo cuento, señor D. Beltrán. Me recogió el santero de una ermita que hay en Roquetas, y a su caridad y a la de su mujer debo la vida. No sé cuántos días me tuvieron en aquella cueva, debajo de la iglesia, donde había unos santos viejos tirados en el suelo, con las caras comidas de polilla, y toda la pintura y la estofa de sus trajes descascaradas por la humedad. Uno   —153→   de ellos, que era por las trazas San Antonio de Padua, pero sin niño, pues este y las manos se le habían quemado en un fuego de los altares, se puso en pie una noche, y llegándose a mí, me habló...

-¡Nelet!...

-Le veía y le oía, Sr. D. Beltrán, como a usted le oigo y le veo. Díjome que Dios estaba muy enojado conmigo por mis grandes pecados, y que en castigo de haber yo perjudicado a tantas pobres mujeres fingiéndoles cariño mentiroso, me pondría en el alma un amor violentísimo y verdadero hacia persona que nunca me había de querer, y con esta pasión no satisfecha, y con este fuego no apagado, padecería todo lo que hice padecer a las mujeres que engañé.

-Soñó usted, en verdad, un ejemplo precioso de justicia y expiación.

-Verdadero o soñado, fue un aviso del cielo, según me dijo el fraile mínimo con quien me confesé al siguiente día, porque yo estaba arrepentido, sentía como un pestilente sabor de boca, la suciedad de mi conciencia, y quería limpiarla. Meses después, el mismo fraile de Roquetas (ya exclaustrado), que miraba por mi salvación espiritual y corporal, me aconsejó que me alistase en la facción y peleara por los derechos santísimos del Altar y del Trono. Así lo hice a fines del 35; presenteme a Cabrera, que me recibió muy bien, y para que me fogueara me mandó a la partida de Quílez, después a la de Tena. Gracias a mi arrojo en los combates,   —154→   a mi puntualidad en el servicio, adelanté bastante en mi carrera. Era ya alférez y me hallaba en Valderrobles, en Febrero del año pasado, cuando los monstruos liberales dieron muerte a la madre de Cabrera; teníamos en rehenes en el dicho Valderrobles a cuatro señoras: la esposa del coronel Fontiveros; Mariana Guardia, hermana de un urbano de Beceite; Paca Urquiza y Cinta Foz, hermana y madre de otro urbano. D. Ramón las trataba con mucho miramiento, convidándolas a su mesa algunos días, y cortejaba a la Paquita: se corría la voz de que era su novio por lo fino y que se casaría con ella. Pero cuando supo la muerte de María Griñó, el furor de aquel hombre fue tal, que juró al cielo derramar sangre inocente hasta anegar los valles y volver rojos los pequeños y los grandes ríos. A mí me tocó el paso amargo de fusilar a las cuatro mujeres. La Mariana Guardia me gustaba, y bromeando le había dicho yo cuatro cuchufletas de tentación, picado de mi antiguo vicio... Al ponerlas de rodillas en el cuadro, después de confesadas por el Padre Vallés, el mismo frailecico que a mí me auxilió en Roquetas, los pobres, llorando como Magdalenas, me pidieron por Dios que no las matase. Pero yo ¿qué había de hacer? La disciplina, que es más fuerte que la conciencia, me hizo de hierro el corazón... Murieron... A Mariana tuvimos que rematarla, porque con los tiros primeros no quería morirse, y sus ojos se cuajaron, echándome una mirada que me traspasó... Ello fue   —155→   que sentí luego un frío mortal, y al poco rato caí con tremenda pataleta y convulsiones, blasfemando y clavándome las uñas en el rostro... Por la noche, hallándome en un catre, donde me pusieron con los brazos atados para que no me golpeara, vino el demonio, y cogiéndome por los cabellos me llevó a un alto monte que llaman Cretas, y allí...

-Alto, amigo -dijo D. Beltrán-: esa no cuela...

-Porque no cree en ello. Pero yo sí, y sostengo todo lo que he dicho. Tan cierto como que estamos aquí, lo es que me vi en el picacho de Cretas, entre una caterva de demonios que allí estaban congregados; y después de zarandearme jugando conmigo a la pelota, me mandaron que les adorase, a lo que yo no accedí, y pusiéronme delante toda mi historia, representada en las figuras de las mujeres que perdí y ultrajé, las cuales iban pasando como las estampas de un libro... Ni por esas me conquistaron; y cuando el demonio mayor, o capitán de ellos, me volvió a mi catre, arrojándome en él medio muerto, llamé al Padre Vallés, que me consoló, haciéndome aprender de memoria oraciones que bien rezadas ahuyentarían los espíritus malignos.

-¿Pero cree usted eso, pobre Nelet?

-¡Que si lo creo! -exclamó el guerrero con una convicción tan profunda y tenaz, que D. Beltrán juzgó inútil emplear contra ella las armas de la razón-. ¡Pues si fuera tan cierto que he de salvarme!

  —156→  

-Siga, y lleguemos pronto al punto principal: ¿quién es ella?

-Ahora sale... Restablecido de aquel mal demoníaco, de cuando en cuando venía por mí el diablo que quería ser mi amigo, y me llevaba por los aires, o al fondo de las cuevas que hay en la Portadilla, o a los breñales espesos del río Nonaspe, en lugares adonde ni los búhos penetran. Era el mes de Agosto, y me hallaba con el Fraile Esperanza en Calaceite, de vuelta del Mas del Hortal, donde nos habíamos batido con Nogueras, cuando me encontré, sin saber cómo, frente a una caverna, en noche cerrada... y oí una música preciosísima, que no puedo comparar a ninguna música de este mundo.

-Sobre todo a la de la banda de Tortosa.

-De la gruta salió una luz azul, muy suave... y por fin, de en medio de esta luz una mujer... No puedo dar idea ni de la luz ni de la hermosura de la señora, ni sé cuál de las dos cegaba y confundía más.

-Sería rubia...

-No señor; morena, de ojos negros, el pelo suelto y corto, caído sobre los hombros con infinita gracia, la mirada como de los santos en oración, los pies desnudos, el cuerpo vestido de un sayal de penitente...

-Verde y con asa... Marcela... Ya me figuraba yo que en esto habían de venir a parar todas esas jugarretas diabólicas... Bueno, ¿y le dijo usted algo?... ¿ella le habló?

-No señor... palabras no hubo; nada más que el quedarme yo estático, como sin sangre   —157→   en las venas, la voluntad sobrecogida, y sentir que toda la vida la tenía en el corazón, y que en él se me metió un amor muy vivo y abrasador que de aquí no ha querido salir más.

-Pero se me ocurre una grave objeción. Fíjese usted en las fechas antes de lanzarse a referir sus leyendas, Nelet. Ha dicho que en Agosto fue la maravillosa visión. Pues en Agosto, según mi cuenta, Marcela no había salido aún de Sigena, ni podía presentársele en esa traza de penitente...

-Pues ahí está lo maravilloso, lo sobrenatural, que confunde a los que sólo creen y testifican las cosas ordenadas conforme al tiempo y a la verdad que se toca. Yo vi a Marcela antes de que ella adoptase la vida y hábitos de peregrina. Y en esta anticipación de las cosas advierto que es ella la destinada por Dios a la obra del terrible castigo que quiere imponerme, condenándome a una sed no saciada, y a un afecto no correspondido.

-Bueno; concretemos. ¿Dónde vio usted a Marcela en realidad... de ella misma?

-En la Ginebrosa, y no me sorprendió el verla, pues ya la conocía por su aparición, que he referido.

-¿Le habló usted?

-Le pedí amores, y me contestó muy esquiva, huyendo de mí. El segundo encuentro fue en Nuestra Señora del Pueyo. Le hablé con galantería fina y discreta que salía del corazón, y me dijo que no sentía por mí más que asco y desprecio. Yo iba mandando   —158→   una partida; en mi desesperación se me ocurrió fusilarla, para matar con ella mi tormento... Pero no me atreví. Despidiéndola, le dije: «Vete, hechura de Lucifer, a donde yo no te vea más, que si otra vez te cruzas en mi camino, te fusilo sin compasión...». Parecíame que sacrificándola me libraba de mi suplicio, y que después podía seguir queriéndola hasta que me muriese o me matasen... Darle muerte no me parecía crueldad, sino una forma de amar, a mi manera, estilo de gran pecador y visionario de cosas grandes...

-¿El tercer encuentro...?

-De él fue usted testigo.

-¡Ah!... En la maldita Codoñera. Tiemblo de recordarlo... De lo que sigue tengo noticia, y la última es que Cabrera la mandó a un convento, porque no gusta de monjitas correntonas.

-Sí, señor... y el convento donde está encerrada es este.

-¡Este! ¡Valiente pillo! -dijo D. Beltrán levantándose y dando algunos pasos hacia el coro.

-Cuidado, señor... que no nos conviene llamar la atención.

-Como si lo viera. Los tratos de usted con los demonios ya sé yo en qué vendrán a parar, caballero Nelet -indicó el prócer, volviendo al banco-. Estamos preparando una hazaña donjuanesca: violación de clausura, rapto de virgen del Señor... Pero entendámonos: ¿trata usted de sacarla por su gusto,   —159→   por el orgullo de robar una monja, o porque ella le ha dicho: 'Nelet, ¿cuándo tocan a robar?'?

-Ella no me ha dicho eso; pero constándome que le agrada la libertad, hace días, por un propio muy listo que mandé a Nules, le propuse abrirle las puertas de su encierro, y me contestó que en ello no había pecado, sino observancia de las disposiciones del Concilio de Trento. El capellán del 3.º, hombre muy leído, me ha prestado unos librotes en que están la fundación e historia de Sigena, y con esa lectura mi conciencia no se escandaliza del hecho de libertar a Marcela. Estoy tranquilo; he tomado mis medidas...

-Todo esto, mi querido Nelet -dijo Don Beltrán reverdecido-, es hermoso, es poético y dramático. De la esencia de estas aventuras de amor vive el alma... Por tales emociones y otras semejantes, no es el mundo un presidio. Dígame usted...

-Ahora, mi ilustre amigo, no puedo decir más, porque tenemos que separarnos. Es la hora precisa de ver a la demandadera, la cual ha de darme de palabra o por escrito una razón, por donde sabré si la empresa se acomete esta noche o se deja para la de mañana. Aguárdeme aquí, que no estará solo más que el tiempo que yo tarde en esta diligencia».

Mientras estuvo solo, Urdaneta se dio a reflexionar en el extraño caso, que a su parecer justificaba el dicho del teniente Estercuel. La guerra, el país, la raza, renovaban   —160→   en todo los tiempos medievales. La vida tomaba esplendores poéticos y risueñas tintas que se mezclaban con el rojizo siniestro de la sangre, tan sin medida derramada. Exceso de vida era quizás, plétora de sentimientos y pasiones. El fondo, por añadidura, ofrecía característica decoración natural y el teatro más adecuado a tal desbordamiento de vida. La mezquina civilización a la moderna se desvanecía, se borraba como un afeite mal aplicado, dejando sólo las querellas feudales, el ardor místico, la superstición, las crueldades horrendas y eminentes virtudes, el heroísmo, la poesía, la intervención de ángeles y demonios, que andaban sueltos y desmandados por el mundo.

Volvió Nelet gozoso al cuarto de hora, y cogiendo del brazo a su amigo le llevó fuera, a punto que un monaguillo a cerrar se disponía. «Y qué, ¿será esta noche? -preguntó el anciano, taconeando fuerte por el puentecillo de la acequia.

-Aún no he leído su carta -replicó Nelet, que de la fuerza del contento temblaba.

-¡Ha escrito!...

-Y además me manda unos versos. Vámonos aprisa, que por el ruido que se oye y la gente que se ve venir hacia estos barrios, paréceme que ha terminado la corrida. Esta noche, después que yo lea la carta, seguiremos hablando... Aún me queda lo mejor. Porque yo no le he contado a usted a humo de pajas mis desgracias y aspiraciones. Yo he visto en el Sr. D. Beltrán de Urdaneta,   —161→   noble de antiguo cuño, caballero muy corrido y de grandísima ciencia en cosas mujeriles, la única persona del mundo que puede guiarme al fin que deseo tanto como mi salvación: que Marcela me ame, que pueda yo, triunfando de su esquivez, dar al traste con la leyenda de mi castigo, que me espetó San Antonio en la ermita de Roquetas.

-Yo tendré un placer inmenso -dijo el aragonés, parándose para hacerse oír mejor-, en ilustrar a usted con mis conocimientos en materia tan grave. El corazón de la mujer no tiene secretos para mí: ciencia dolorosa, amigo mío, porque los maestros no llegamos a este doctorado sino a fuerza de amarguras y sufrimientos. En mí tendrá usted un asesor desinteresado; pero deje aparte toda consulta referente a espíritus más o menos diabólicos, pues yo no los he visto en mi vida, ni sé nada de esos caballeros. Eliminadas las potencias infernales, yo le aconsejaré lo más eficaz para conquistar el corazón y la voluntad de esa doncella... ¡Y que no es floja bestiecilla la que hay que domar!... Santa y arisca, filósofa y hombruna... Pero ya veremos, ya veremos...».

Llegaban al centro de la calle Mayor, donde se aposentaban, y ya no pudieron hablar más de su asunto, porque Nelet se vio rodeado de compañeros y amigos. Todos ellos, y D. Beltrán no de los últimos, pensaron en matar el hambre, lo que no era difícil entre un vecindario casi totalmente afecto a la   —162→   Causa, y que se desvivía por obsequiar a sus defensores. En los bajos del Ayuntamiento, las estancias habían sido convertidas en comedores, donde se agolpaban oficialidad, capellanes y calificados vecinos del pueblo, mientras en el piso alto se hacían regios honores al General y a su Estado Mayor. Los compañeros de Nelet se acomodaron en una salita próxima a la escalera, donde se les dispuso espléndido comistraje, con mariscos y pescado, arroz exquisito y otros manjares de grande estimación. Con no poca estrechez se fueron acomodando, no sin designar un puesto al noble cautivo. Mas no había tomado la primera cucharada de sopa, cuando entró un ayudante del General con este mensaje: «El señor de Urdaneta, que suba. El General le convida a comer.

-¡A mí!... ¿Está usted seguro de que...?

-Vamos, dese prisa. Están aguardando por usted».




ArribaAbajo- XVII -

La entrada de D. Beltrán en la sala del festín, donde ya ocupaban sus asientos los comensales; el despejo y cortesía con que, adelantándose hacia el General, compendió en una sola frase el saludo y las gracias por el honor que se le dispensaba, cautivaron a   —163→   todos los allí presentes: bien se veía al aristócrata de raza, maestro en arte social. Con raras excepciones, los jefes carlistas que se sentaban a la mesa del General eran unos pobres gaznápiros, elevados por sus prendas militares a posiciones de las cuales desdecía su educación. Tal coronel había sido arriero, el otro pescador; sacristán, uno de los intendentes; contrabandista de mar y bandido de tierra el jefe de la caballería, sin que ninguno de ellos poseyese el genial instinto con que Cabrera supo borrar de sus modales la humildad de su origen. Mal vestido y roto, D. Beltrán descollaba entre aquella gente, que aun en el modo de mirarle revelaba la conciencia de su inferioridad. Hubo uno, vecino de Nules, que menos avisado que los demás, se permitió decir al prócer: «Vamos, abuelo, que no estará usted poco inflao. En toda su vida ha tenido honor como este... ¡comer con nuestro General ilustrísimo!

-Honor grande, que agradezco mucho -replicó D. Beltrán-; pero que no es nuevo para mí. Yo he comido con Napoleón».

Esto de comer con tan grande celebridad produjo estupor, que se fue trocando en admiración. A lo largo de la mesa sonó un murmullo. Cabrera, hombre muy desahogado en toda circunstancia, mandó a Cala y Valcárcel, sentado a su izquierda, que desocupase el puesto, y haciendo una seña al caballero aragonés, le dijo: «¡Con Napoleón!... ¿Luego era usted su amigo? Véngase a mi lado para que me cuente...». Trocados   —164→   los asientos, ocupó Urdaneta la izquierda del General, y accediendo a sus deseos, prosiguió así: «No debí decir Napoleón, sino Bonaparte, porque ello fue antes de la primera campaña de Italia. Él tenía entonces menos edad que tiene usted ahora; era delgado, melenudo...

-Sí, sí -dijo Cabrera con admiración infantil-, poseo su retrato en la Vida de Napoleóncon láminas, que he leído cien veces, pues no ha existido hom... bre en el mundo que yo admire más».

Refirió D. Beltrán escenas y pasajes interesantísimos de 1795 y 96, años IV y V de la República (¡ya había llovido!), por él presenciados, y añadió anécdotas graciosas, más atractivas que la historia misma; y con tal agrado Cabrera lo oía, que hasta se le olvidaba el comer por no perder concepto ni palabra.

Y entre cuento y cuento, viéndose el aristócrata tan obsequiado, se decía, comiendo tranquilamente: «Tanta finura me da muy mala espina, pues de este tío no hay que esperar compasión: cuando se le hinchan las narices, ni hay para él amigo, ni tienen valor alguno sus atenciones y arrumacos. No puedo olvidar lo que me ha contado Nelet. A las cuatro desdichadas mujeres que en rehenes tenía en Valderrobles, las sentaba a su mesa, prodigándoles obsequios mil. A la de Fontiveros le permitía dar paseítos en una jaca, que aparejaron para ella, y a la chica de Urquiza le hacía el amor por lo fino con   —165→   tanta insistencia, que hasta corrió la voz de que se casaban. Todo lo cual ¡Dios mío! no impidió que las mandara fusilar al saber la muerte de la Griñó. ¡Vaya un nene! Y no hay que hablar de arrebato, pues Cabrera supo lo de su madre el 20, si no estoy equivocado, y la matanza de las rehenes fue el 27. Sentenciadas días antes, no las mandó ejecutar hasta que no supo que sus dos hermanas, presas en Tortosa, se habían escapado... No me fío, leopardo, no me fío de tus halagos, y aunque me pases por el lomo la pata blanda, con las uñas escondidas, sé que las tienes muy afiladas, y que el mejor día, cuando más tranquilo esté el pobre Don Beltrán... ¡pum! al otro mundo...

-¿Por qué suspira usted? -le preguntó Cabrera-. ¿Está descontento del trato que le damos?

-¡Oh! no señor. Estoy muy satisfecho y muy agradecido. Encuentro simpatías en su ejército, y en él he podido hacer algunas amistades gratísimas. Pero bien sabe usted que la privación de la libertad difícilmente halla consuelo.

-Es muy sensible -le dijo el leopardo hacia el fin de la comida o cena-, que la ley de guerra, que no puedo eludir, no puedo... me obligue a tenerle a usted bien trinca... ado en mi ejército, para que su vida me garantice la de otro aristócrata que tiene en su poder Iriarte... Pero usted podría ahorrarme a mí el disgusto... ya me entiende, y al propio tiempo salir de esta situación   —166→   molesta... sí señor, comprendo que es car... gante eso de estar un hombre con la idea de que le van a pegar cuatro tiros... Sí señor, usted podría...

-Te veo venir -pensó el anciano, antes de preguntarle cuál era el remedio de su angustiosa incertidumbre.

-¿Por qué el Sr. D. Beltrán de Urdaneta, de la primera nobleza de Aragón, no se presta a reconocer al único Rey legítimo de España? Para S. M. sería muy grato; y a mi entender, si usted se decidiese, le seguirían otros nobles de Aragón y de Castilla. Fírmeme usted una declaración en el sentido que le propongo, y yo la co... municaré al instante a mi Rey...

-Señor General -dijo el noble caballero después de toser y limpiar el gaznate para expresarse con toda claridad-, estimo en lo que vale la excelente intención con que usted me propone ese reconocimiento de los derechos del Infante, y espero que usted estimará del mismo modo la lealtad con que me veo precisado a evadir todo compromiso con la causa carlista. En conciencia, y estudiado el asunto, creo que la sucesión a la Corona pertenece a la hija de Fernando VII, y habiéndolo declarado así solemnemente como prócer del reino, no es decoroso para mí deponer ahora en favor del augusto Príncipe, a quien reverencio como a tío carnal de nuestra Reina. Fácilmente comprenderá usted, ilustre soldado, que en mi clase y en mi raza, la religión del honor y de la consecuencia   —167→   no nos obliga menos que la otra religión con sus dogmas santísimos. Ni por cuantos bienes hay en el mundo, ni por la vida, que es el primero de los bienes, mancillaría yo con una traición el nombre que llevo... Y dicho esto con toda la entereza de que soy capaz, y todo el respeto que a usted debo, he de manifestarle también que aunque partidario de Isabel, y convencido de la legalidad de sus derechos, no he tomado parte a su favor en esta contienda ni con armas, ni con escritos, ni en ninguna otra forma. Soy hombre de paz, y acato las leyes de la nación, vengan como vinieren. Ni guerrero he sido nunca, ni tampoco político. La pelea y la conspiración me son desconocidas. Soy un hombre honrado, isabelino en la intención, neutral en la conducta. No desconozco la convicción y lealtad con que tremola usted la bandera del Infante. Pero yo no la seguiré nunca: ni puede usted catequizarme ofreciéndome la vida mía, que hoy tiene en su mano. Y si en vez de tener usted en rehenes este cabo de vida, ya caduca, triste y de ningún valor, tuviera usted una vida robusta; si yo fuera joven y mirase ante mí un porvenir de treinta, cuarenta o cincuenta años, lo mismo que ahora le digo, le diría... siempre con la consideración que debo a un hombre de su valer y de su inteligencia».

Oyó con atención y agrado el soldado del absolutismo esta declaración, dicha con cierto énfasis oratorio, y estimó delicadas las razones del caballero. «Basta, señor mío, y   —168→   no hablemos más del asunto -le dijo-. Yo lo siento por usted... y también por la Causa, que, digan lo que quieran, no se ve muy apoyada por la Grandeza de sangre... Pero ya vendrán, ya vendrán todos... Sólo que llegarán tarde, y les pondremos en última fila. Para entonces ya habremos creado nosotros, digo, el Rey, una aristocracia nueva, sacada de las filas de la lealtad... ¿Qué hizo Napoleón cuando se vio sin nobleza de abolengo? Pues fabricarla. De sus generales hizo duques y príncipes, y hasta reyes... Traemos entre manos la fundación de una sociedad nueva, pueblo nuevo, ejército flamante, aristocracia acabadita de salir... Y ustedes, los de la Corte isabelina, se irán a cuidar cabras, o a destripar terrones... Sí señor, si yo lo dispusiera, así sería. A todos los marqueses y archipámpanos que no han reconocido a Carlos V, les pondría yo una azada en la mano, y... ¡hala! a labrarme las tierras del común...».

Terminó la cuestión de un modo festivo, y con ella la comida. Retirose D. Beltrán, expresando nuevamente al leopardo su estimación, quand mème, y se fue a dar con Nelet, que ansioso le esperaba. En una sala del mismo edificio, y en las propias mesas donde habían comido, los oficiales jugaban al ajedrez o las damas. Cabrera, una vez alzados los manteles, se puso a trabajar con dos secretarios, dictando oficios y comunicaciones para el gobierno de lo que con visos de Estado tenía bajo su mano. No sólo había creado un ejército,   —169→   sino una administración civil, tal como esta podría existir en aquella vida de constante inquietud, de movilidad epiléptica.

Y en verdad que el Estado en esbozo y su terreno inseguro le venían corto a D. Ramón Cabrera, hombre que por su inteligencia comprensiva, su voluntad potente y sus dotes de organización, había nacido para más altas empresas. Su inquietud continua, la palidez de su rostro, el estado nervioso y febril en que de ordinario se encontraba, no eran más que la impaciencia loca para llegar a donde quería ir, el sentimiento de la desproporción entre sus facultades y la poca materia gobernable que cogía entre las manos. Lo que había creado con esfuerzo monstruoso, con los golpes fulminantes de su coraje guerrero, con su nativo conocimiento de los hombres y del país era mezquino para quien se sentía capaz de manejar un Imperio... Algo de esto pensó D. Beltrán, recordando lo que hablaron durante la comida, y el rostro siempre melancólico de Cabrera: «Es un hombre que, con tener mucho entre las manos, aún tiene más en la cabeza, y de este desequilibrio proviene su aspecto de gato triste... dormilón cuando sus ojos no despiden rayos. Su crueldad es la irritación contra el género humano porque no se le somete de golpe. Si este hombre triunfara y pudiera manifestar tranquilo y seguro lo que lleva en su corazón y en su cabeza, sería un dictador severo y paternal, rigorista y clemente, próvido para todo, y hasta liberal   —170→   dentro de su poder soberano indiscutible».

No le dejó Nelet hablar de nada que no fuera su asunto, y en cuanto tuvieron ocasión de arrinconarse, lejos del barullo de los jugadores, reanudaron el sabroso tema. «No puede ser hasta mañana por la noche -dijo el militar-... Ahora sobreviene una dificultad que trato de vencer esta noche misma. Dícese que el General vuelve mañana hacia Liria: no se qué planes tiene. Llangostera se queda aquí para ir sobre San Mateo, y después no sé a dónde. Yo he pedido que me destinen a su división, pues deseo aproximarme a mi pueblo, donde necesito proveerme de ropa y dar un vistazo a mis intereses.

-Y en tal caso, ¡ay de mí! habremos de separarnos...

-Creo que no. He hablado a Llangostera, que es grande amigo mío y paisano, y espero conseguir que se quede usted con nosotros. Daremos al General esta noche una razón que no tiene réplica. A Llangostera corresponde fusilarle a usted, en caso de que maten al hermano del Conde de Catí, porque el tal estaba en su división cuando le cogieron. La cosa es de clavo pasado...

-¡Y tan pasado! No sabía que entre carlistas hubiera tales etiquetas.

-¡Anda... y que se cumplen con todo rigor! En fin, que vendrá usted con nosotros.

-Mucho me place; y en cuanto a mi fusilamiento, lo mismo me da que sea Pedro que sea Juan el que me mande a mejor vida... Me alegraré, sí, de que sea usted el   —171→   encargado de darme los tiros, pues no dudo que usted mandará que me apunten bien al corazón, para que mi muerte sea instantánea, y no esté yo pataleando como un buey a medio degollar... Con que vamos a nuestro negocio.

-Dígame sinceramente, echando mano de todo su saber mundano, si una vez libre Marcela, debo ir tras ella y emprender su conquista por asalto... ¿Cree que es mejor poner paralelas?

-Hijo, sí: el asalto no es prudente hasta que la plaza no esté bien castigada y con ganas de rendirse. No haga usted la tontería de embestirla con violencia... Al contrario, es muy hábil aparentar desgana de entrar en el recinto, afectar que se desean los procedimientos del asedio galante, colmarla de atenciones, sin mostrar al principio una ansiedad viva de amor... Mujer que vive en el idealismo, fíjese usted bien, con el idealismo debe ser atacada.

-¡Oh qué talento tiene usted -dijo Nelet, abrazándole gozoso-, y cómo conoce el corazón humano! Ha sido gran suerte para mí encontrar tal amigo.

-Y para mí también. Entre paréntesis, si quieres que yo hable con el desahogo que facilita la comunicación entre maestro y discípulo, permíteme que te tutee... Pues, sí: como ella tira a lo espiritual, conviene que aprendas tú algo de fraseología mística y hojarasca de librillos devotos. Nada de violencias. Paralelas, hijo, paralelas y fuegos   —172→   parabólicos... por elevación. Según dices, no eres en este caso un seductor vulgar; solicitas el alma, el amor...

-El amor, sí, grande, abrasador como el mío -dijo Nelet con acento teatral».

Movido de compasión y de un paternal interés, quiso el buen Urdaneta que sus consejos le llevaran por el camino menos aventurado y escabroso. Díjole que de los infinitos casos y ejemplos que atesoraba el archivo de su experiencia, escogía los de color más honrado y puro. Antes que atacar a la hermosa Marcela con asechanzas o artificios de mala ley, debía esperar a que ella se rindiera, poniendo en ejecución para esto los ardides de un hombre lealmente enamorado. Bueno sería empezar con la estratagema de los desdenes, la fingida frialdad o indiferencia, que en multitud de casos subyugan más pronto que los extremos de cariño; bueno sería también mostrarse rival de ella en lo de suspirar por este o el otro santo, o por misterios de la religión; y si esto no resultaba eficaz, se emplearía el galanteo fino y respetuoso, el anhelo de sacrificarse por la persona amada, el propósito de emprender trabajos no menos grandes que los de Hércules, para obtener por recompensa una mirada dulce, una leve ternura, un favor sencillo. Tampoco vendría mal manifestarse caballero amador sin esperanza, por el gusto y la satisfacción espiritual, sin ningún melindre de los sentidos, haciendo gala de constancia a prueba de desprecios, de una adoración   —173→   pura, en que el alma del galán fuera como esas substancias puestas al fuego que nunca se derriten ni consumen. Alcanzado el primer éxito, se intentaría curar a la beata mujer de su místico arrebato, sacándola de aquel soñar continuo en una perfección imposible; y atraída al terreno de la vida corriente, se le propondría el matrimonio cristiano, bendecido por Dios: la unión honrada de dos almas y dos cuerpos por toda la vida. «Este y no otro es el camino, querido Nelet -concluyó D. Beltrán con serena entonación-, que puede aconsejarte un hombre cargado de años y de experiencia. Creo que si vas resueltamente por él, Dios te ayudará, indultándote del castigo que mereciste por tus pecados de libertinaje. Sí, sí, hijo mío: pues amas a Marcela, hazla tuya honradamente, y constituye con ella una familia, y ten hijos que criarás en la virtud y en el santo temor de Dios».

Tan grande entusiasmo despertó en el apasionado joven esta elocuente exhortación de su amigo, que se le saltaron las lágrimas, y hubo de dominar con vivo esfuerzo su emoción, para no manifestarla ruidosamente ante la muchedumbre de jugadores que llenaba la sala.



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