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La carta apócrifa de Miguel de los Santos Álvarez en «La estafeta romántica» de Pérez Galdós1

Marisa Sotelo Vázquez





La estafeta romántica es una de las novelas más originales de la tercera serie de los Episodios Nacionales, escrita toda ella por Galdós en forma epistolar con una cronología muy precisa, la primera carta está fechada el 21 de febrero de 1837 y la última en octubre del mismo año, es decir, el tiempo de la historia novelada transcurre en plena época romántica. Sin embargo, en ella Galdós, como ya he señalado en otros trabajos2, proporciona una visión del romanticismo un tanto irónica y caricaturesca, sobre todo, a través de las voces femeninas de la novela, cuando en determinados momentos de la trama se refieren a los excesos de la nueva estética, eso que se llama romanticismo y que ha venido del extranjero trastocándolo todo:

No estoy bien segura de saber lo que significa esto del romanticismo, que ahora nos viene de extranjis, como han venido otras cosas que nos traen revueltos, pero entiendo que en ello hay violencia, acciones arrebatadas y palabras retorcidas. Ya vemos que es romántico el que se mata porque le deja la novia, o se le casa. El mundo está perdido, y España acabará de volverse loca si Dios no ataja estas guerras, que también me van pareciendo a mí algo románticas


(Pérez Galdós 2007: 747)                


Esta caricatura del romanticismo -en palabras de una de las corresponsales, María Tirgo- se debe, más allá de la relectura finisecular de la estética romántica llevada a cabo por Galdós en 1899, a unos precedentes, que con toda probabilidad el autor de Fortunata y Jacinta conocía bien, me refiero al artículo de Mesonero Romanos «El romanticismo y los románticos»3 de la segunda serie de Escenas matritenses, dónde a propósito de la polisemia de la voz romanticismo, escribe:

¡Cuántos discursos, cuántas controversias han prodigado los sabios para resolver acertadamente esta cuestión y con ellos! ¡Qué contradicción de opiniones! Que extravagancia singular de sistemas -«¿Qué cosa es romanticismo?...» (le ha preguntado el público) y los sabios le han contestado cada cual a su manera. Unos le han dicho que era todo lo ideal y romancesco, otros por el contrario que no podía ser sino lo escrupulosamente histórico; cuáles han creído ver en él a la naturaleza en toda su verdad, cuáles a la imaginación en toda su mentira; algunos han asegurado que sólo era propio a describir a la edad media, otros lo han hallado aplicable también a la moderna; aquéllos lo han querido hermanar con la religión y con la moral; éstos lo han echado a reñir con ambas; hay quien pretende dictarle reglas, hay por último, quien sostiene que su condición es la de no guardar ninguna.


(Mesonero Romanos 1993: 295)                


A esta más que posible fuente, teniendo en cuenta la estrecha relación personal de Galdós con el «Curioso Parlante»4, en la que se subrayan las diferentes lecturas de la estética romántica, la amalgama de géneros y la ausencia de reglas, habrá sin duda que añadir los Recuerdos del tiempo viejo de Zorrilla. Libro de memorias publicado en 1881 y que muy bien pudo servir a Galdós para la redacción de la carta apócrifa de Miguel de los Santos Álvarez5, verdadera crónica de la muerte de Larra, motivo luctuoso que se menciona de pasada ya en la primera carta de las treinta y nueve que componen la novela. El profesor García Castañeda en Miguel de los Santos Álvarez (1818-1892) hace referencia a dicha carta y señala «la simpatía que tuvo Galdós por Álvarez, quien murió en 1892, justo cuando el autor de los Episodios daba fin en Santander a De Oñate a la Granja... Don Benito debió sonsacarle no pocos detalles de aquella historia española que el viejo Álvarez había visto pasar»6, por tanto una vez más, como en el caso de Mesoneros, Galdós pudo servirse, además de los testimonios escritos, de testimonios orales de primera mano.

El tratamiento que da Galdós a la figura de Miguel de los Santos Álvarez, autor romántico, buen amigo de Espronceda y de Zorrilla y personaje habitual de los cenáculos y tertulias madrileñas de la época, es un claro ejemplo de su habilidad para la sociología literaria. La carta apócrifa, como señaló Montesinos7, no deja de tener su gracia y recuerda cosas que son auténticamente de Santos Álvarez y la parodia resulta en muchos aspectos profética. Por su parte el profesor García Castañeda en el mencionado estudio se refiere a ella con estas palabras:

La carta (dice) naturalmente es de Galdós, pero escrita con tal gracejo y perspicacia que, a no mediar un desliz en la cronología, se podría tomar a primera vista por auténtica. El desliz consiste en mencionar La protección de un sastre y dar unas citas de María, obras que no se publicaron hasta 1840 y 1841 respectivamente. Lo más gracioso es que al cabo de unas páginas, la madre de Calpena confiesa a su amiga Valvanera que ella falsificó la carta de Miguel quien, para más escarnio, no acudió al entierro por faltarle ropa de luto, pues aquel día se «agotaron las levitas».


(García Castañeda 1979: 29)                


Pero veamos en primer lugar la función que cumple la falsa carta dentro de una novela totalmente epistolar. La carta dirigida a Fernando Calpena, el romántico protagonista de la novela, aparece en un momento crucial de la trama argumental y va acompañando una importantísima carta de Pedro Hillo, capellán y preceptor de Fernando apodado Telémaco. Cabe preguntarse por qué es tan importante la carta de Hillo a Calpena, precisamente en una novela en la que toda la trama discurre a través de la forma epistolar que propicia un relato abierto en el que las cartas son la novela en sí misma, pues en ellas está contenida toda la materia narrativa y su disposición argumental gradualmente dispuesta para mantener siempre mediante una polifonía de voces narrativas y una muy bien dosificada intriga, la tensión y el interés del lector.

En la carta de Pedro Hillo, que sirve de preámbulo y marco a la apócrifa de Santos Álvarez8, fechada en Madrid en el mes de abril, se ridiculiza abiertamente la actitud un tanto trasnochada de galán romántico despechado y sediento de venganza que adopta Fernando Calpena, tras el abandono de su amada Aura. Asunto que a Hillo le parece de lo más trillado y vulgar, y, por tanto, ya ni siquiera apto para la poesía o el teatro románticos: «Esto lo vemos un día y otro. Por tonto y vulgar, el caso ni aún merece que se le ponga en verso y en escenas parladas para salir al teatro» (Galdós 2007: 776). En consecuencia, desde una actitud realista y razonable, el capellán exhorta a Calpena a que se olvide de quiméricas venganzas por el abandono de su amada, «armadura habitual de tragedias y dramas» y cosas «que se leen, se admiran, pero no se imitan, porque acabaríamos por volvernos locos» (Galdós 2007: 776), a la vez que critica y ridiculiza abiertamente el romanticismo quijotesco y anacrónico del protagonista: «Es como si ahora salieras tú en la vida real con la tecla de hablar en verso. Desde la gran señora a la cocinera, todos y todas se reirían de ti. Una cosa es declamar, querido Fernando, y otra es vivir» (Galdós 2007: 776), para cerrar su argumentación con estos elocuentes consejos:

¿No es ridículo que quieras salir ahora haciendo la fantasma que se presenta entre las alegrías del festín de boda, y ahoga con lúgubres apostrofes los cantos del epitalamio? ¡Niño, por Dios! Quítate el caperuzo de espectro, y vete a tu casa. ¿O es que representas al galán desesperado, melenudo y ojeroso que, cuando las cosas ya no tienen remedio, pues están echadas las bendiciones, se aparece espada en mano, queriendo atravesar a la dama infiel, al segundo galán solapado, al primer barba, que es el padre, al segundo, que hace de sacerdote, y a la característica, zurcidora de aquel enredo? ¡Niño, por Dios! Hasta en el teatro apestan ya esas cosas. En la vida real, casos de esa naturaleza se solucionan dando media vuelta el galán, el cual deja tras de sí, para que los culpables lo recojan, si quieren, un desprecio de buen tono; y aquí paz y después gloria. Para tu tranquilidad, urge que mandes echar el telón sobre ese final tonto, y te metas en tu casa, donde, si te dejas querer, no tardarás en recibir memoriales de innúmeras novias de más mérito, y de tanta hermosura, por lo menos, como la que ha demostrado no ser digna de ti.


(Galdós 2007: 776)                


Y a renglón seguido, después de esta abierta burla de las actitudes románticas, en la misma carta le anuncia que le incluye otra epístola de su amigo Miguel de los Santos, a quien califica de «ingenioso y sutil holgazán» (Pérez Galdós, 2007: 775), aspecto de la personalidad del autor vallisoletano en el que coinciden todos sus contemporáneos, pues Valera en su Florilegio traza una semblanza abonando los mismos términos:

el más allegado a Espronceda en el mencionado grupo fue don Miguel de los Santos Álvarez, cuyo natural ingenio, acendrado buen gusto y demás prendas de escritor y de poeta fueron, a mi ver, superiores a los de la mayoría de sus más ilustres y celebrados contemporáneos, pero cuya desidia, abandono, precoz desengaño de lograr como escritor fama y provecho y menosprecio desdeñoso de este provecho y de esta fama hicieron punto menos que estériles aquellas prendas excelentes con que le había dotado el Cielo».


(Valera 1947: 1219)                


Por su parte Emilia Pardo Bazán, en un inteligente artículo necrológico, aunque no exento de cierta severidad crítica para con el autor de María, escribe citando al propio Galdós:

A crearle la aureola que le cercó y que está resplandeciendo sobre su tumba contribuyeron varias causas, más bien relacionadas con las letras, que literarias propiamente: «no soy la rosa, pero estuve cerca de ella», pudo decir de sí el compañero y amigo del Byron español. Miguel de los Santos Álvarez ejercía sobre la imaginación el mágico prestigio de haberse codeado con los grandes escritores de un período glorioso cuanto fugaz. Tenía el romanticismo por pedestal y por corona: y al romanticismo lo amamos todos, lo llevamos todos en nuestras venas. Es nuestra juventud, la aurora de nuestros espíritus, que se despiertan a la vida, ansiosos no solo de ideal de belleza, sino de aventuras, de improviso, del delicioso sabor de la insensatez, o -como dice Galdós en Realidad- del disparate


(Pardo Bazán 1892: 63)                


La carta dentro de la carta, como si se tratara de una matrioska, contiene esencialmente dos motivos, el primero y fundamental una auténtica crónica-reportaje de la muerte de Larra, y el segundo, más secundario, de orden personal y subjetivo, consolar al amigo por sus desventuras amorosas, a las que se han ido refiriendo otros corresponsales en diferentes momentos de la trama.

Desde el punto de vista estructural «la falsa presencia de un escritor de oficio sirve de inmejorable "alter-ego" a Galdós para diluir en su carta consideraciones importantísimas para la justa valoración de la forma epistolar»9, tales como las reflexiones a propósito de la interpolación de la historia real en las historias noveladas o fingidas:

No es menos espinosa la descripción de lo real que de lo fingido, pues en esto tenemos campo libre para elegir o desechar lo que nos diere la gana, mientras que en la narración real, que los sabios llamamos historia, el respeto de la verdad nos embaraza y confunde, y el miedo de mentir corta los vuelos de la fantasía. Ahora veremos si sirvo yo para este negocio de contar lo sucedido, con la añadidura de reciente, de quien son testigos, no uno, sino mil de nuestros semejantes, que pueden desmentirme y abochornarme si en la descripción yerro, o en los juicios desbarro


(Galdós 2007: 777)                


La cita demuestra que Galdós era muy consciente de la materia narrativa que estaba utilizando en la que una vez más mezcla cervantinamente realidad y ficción. En la minuciosa crónica de la muerte de Larra se evoca el valor intelectual del joven autor romántico trágicamente desaparecido. Tampoco ahorra el fingido narrador hasta los detalles macabros más nimios sobre el cadáver de Fígaro. La descripción hiper realista es, sin embargo, muy del gusto romántico, probablemente proceda de una atenta lectura y recreación de Los recuerdos del tiempo viejo:

Supe yo la muerte de Larra al día siguiente del suceso, o sea, el 14 de febrero. Fui a verle con otros amigos a la bóveda de Santiago, donde habían puesto el cadáver; allí me encontré a Ventura y Roca de Togores, tan afligido como yo y Hartzenbusch, que me acompañaba: «¿Y por qué...?» decíamos todos [...] «¿Cuál ha sido el móvil...?» Quién hablaba de un arrebato de locura; quién atribuía tal muerte al estallido final de un carácter, verdadera bomba cargada de amargura explosiva [...] En fin, querido Fernando, suspiramos fuerte y salimos, después de bien mirado y remirado el rostro frío del gran Fígaro, de color y pasta de cera, no de la más blanca; la boca ligeramente entreabierta, el cabello en desorden; junto a la derecha el agujero de entrada de la bala mortífera. Era una lástima ver aquel ingenio prodigioso caído para siempre, reposando ya en la actitud de las cosas inertes. ¡Veintiocho años de vida, una gloria inmensa alcanzada en corto tiempo con admirables, no igualados escritos, rebosando de hermosa ironía, de picante gracejo, divina burla de humanas ridiculeces!... No podía vivir, no. Demasiado había vivido, moría de viejo, a los veintiocho años, caduco ya de la voluntad, decrépito, agotado


(Galdós 2007: 778)                


El autor de Recuerdos del tiempo viejo por su parte evoca como recién llegado a Madrid, con la ayuda de su amigo Santos Álvarez, se entera «a la mañana siguiente» (Zorrilla 2001: 42) de la trágica muerte de Larra y cómo fue invitado por Álvarez a acompañarle a visitar «el cadáver, depositado en la bóveda de la iglesia de Santiago» (Zorrilla 2001: 40)

Bajamos a la bóveda, contemplamos al muerto, a quien yo veía por primera vez, a todo nuestro despacio, admirándonos la casi imperceptible huella que había dejado junto a su oreja derecha la bala que le dio muerte


(Zorrilla 2001: 40)                


Para finalizar comentando cómo ya se hallaban allí todos los escritores de Madrid, dato en el que también se detiene Galdós en la carta apócrifa y ambos coinciden en señalar la ausencia de Espronceda, cuyo «estado de ánimo no era el más a propósito para emociones muy vivas, pues a más de la dolencia que le postraba, había sufrido el cruel desengaño que acibaró lo restante de su vida. Ignoro si sabes que Teresa le abandonó hace dos meses» (Galdós 2007: 778).

Y si hasta aquí Galdós ha puesto en boca de Santos Álvarez una serie de observaciones que si no son reales como mínimo son muy verosímiles, las extraordinarias cualidades del Galdós cronista sobresalen en la descripción del entierro de Larra y en la escena del cementerio teñida de sutil ironía. En ella enumera la presencia de un buen número de escritores románticos y establece una clasificación en función del traje de luto que han podido agenciarse para el acontecimiento:

Atacado de esa comezón o prurito de maliciosa crítica que suele posesionarse de nuestro espíritu en las ocasiones más luctuosas, no pude menos de reparar en la ropa de cada cual, dividiendo por clases de primera, segunda y tercera a los que la llevaban superior, media o mala. Vi levitas de intachable corte y hechura, llevadas por cuerpos para los que no era novedad el cubrirse con ellas; vi otras que pedían con sus dobleces volver al arca de donde las sacó la etiqueta; las había que se estiraban para corresponder al crecimiento de su dueño; había no pocas de las vinculadas: levitas madres, levitas abuelas, transmitidas de generación en generación


(Galdós 2007: 779)                


También Zorrilla en sus memorias se extiende en comentar los detalles de su atuendo en el entierro, resultado de varios préstamos de amigos y familiares:

Así, el más triste de los que íbamos en aquel entierro, marchaba yo en él, envuelto en un surtout de Jacinto Salas, llevando bajo él un pantalón de Fernando de la Vera, un chaleco de abrigo de su primo Pepe Mateos, una gran corbata de un fachendoso primo mío, y un sombrero y unas botas de no recuerdo quiénes; llevando únicamente propios conmigo mis más negros pensamientos, mis negras pesadumbres y mi negra y larguísima cabellera


(Zorrilla 2001: 43)                


En su carta-crónica Galdós hábilmente alterna estos comentarios irónicos con los sentimentales, fruto de la emoción del momento descrito:

Pero todo este observar indiscreto, irreverente, fue ahogado por la emoción que nos embargó al descubrir el ataúd y ver las ya macilentas facciones del gran satírico, próximas a desaparecer para siempre en la tierra. Aún nos parecía mentira que del primer ingenio de nuestra época no quedase más que aquel despojo miserable


(Galdós 2007: 779)                


Y aunque es evidente que las memorias de autor del Don Juan Tenorio funcionan como un verdadero hipotexto de la apócrifa carta, la crónica galdosiana es mucho más extensa, pues, además de la enumeración de los poetas y autores dramáticos asistentes al sepelio, subraya precisamente la importancia de Zorrilla. Esta parte cuadra perfectamente con el rasgo más característico de la personalidad de Santos Álvarez, en el que incide Pardo Bazán cuando señala que su importancia radicaba en haberse codeado con los mejores escritores de su tiempo, singularmente con Espronceda y Zorrilla, y en que era un buen conocedor de los ambientes literarios de su época, tal como se evidencia en el siguiente fragmento, en que Galdós por boca de Santos Álvarez lleva a cabo un magnífico retrato del autor de los Recuerdos de un tiempo viejo, recreando el detalle de la emotiva lectura de los versos por parte de Zorrilla en el cementerio:

A Pepe Zorrilla no le conoces. Vino escapado de Valladolid después que escapaste tú de la Corte. Es de la estatura de Hartzenbusch, y con menos carnes; todo espíritu y melenas; un chico que se trae un universo de poesía en la cabeza. Verás: temblando empezó a leer; pero al segundo verso su voz no era ya humana, sino divina... Yo le había oído recitar mil veces; admiraba su voz bien timbrada y dulce; pero aun conocido el órgano, me maravilló la sublime ejecución de aquella tarde. Hace las cadencias de un modo nuevo, con ritmo musical, melódico. Necesitas oírlo para poder apreciarlo [...] El poeta se fue serenando, se fue creciendo; cada vez leía mejor, y cuando concluía nos pareció que llegaba al cielo. El estupor y la admiración se confundían con la extremada tristeza del acto para formar un conjunto grandioso en que andaban la muerte y la vida, la podredumbre y la inmortalidad, la realidad y el arte, tomando y dejando nuestras almas como olas que van y vienen. Corrí a dar un abrazo a Zorrilla, de quien soy amigo del alma... Juntos estudiábamos en Valladolid la ciencia del Derecho... por los textos de Víctor Hugo, Walter Scott y Byron.


(Galdós 2007: 780)                


El final del fragmento transcrito se refiere a unos hechos de la biografía de Santos Álvarez que son totalmente ciertos, pues ambos poetas procedían de Valladolid y habían iniciado la carrera de Derecho para abandonarla y dedicarse a la literatura influenciados por la admiración a los grandes modelos del romanticismo europeo. Pero, incluso el dato concreto de que Zorrilla se había escapado de Valladolid para venir a Madrid procede de los Recuerdos del tiempo viejo:

Habíase venido a Madrid, siguiendo mi mal ejemplo, mi gran amigo Miguel de los Santos Álvarez, en cuya casa pasé la noche que en Valladolid me detuve en mi fuga de la mía paterna, y único confidente de los secretos de mi corazón


(Zorrilla 2001: 39)                


Volviendo a la carta-crónica de La estafeta romántica, los tintes más lúgubres tiñen la descripción de la sepultura del cadáver para acabar subrayando como el cetro del romanticismo, ocupado por Larra hasta ese momento, iba ahora a ostentarlo Zorrilla, de quien Santos Álvarez se declara perpetúo discípulo:

En esto, vi que metían en el nicho el ataúd de Larra. El creador de páginas inmortales se iba para siempre: la puerta negra se cerraba tras él. No era más que un nombre. No lejos de allí, Zorrilla, vestido como yo de prestada ropa, pálido de la emoción y del frío, temblaba recibiendo plácemes: era un hombre nuevo que allí había salido de la tierra, a punto que el pobre cuerpo del otro entraba.

Yo vi en mi mente poemas y dramas que aún no se habían escrito, que yo no escribiría seguramente, que serían la obra, la fama, la gloria de aquel querido amigo de mi infancia, con quien había correteado en la capital de Castilla la Vieja. Hasta entonces le quería; desde aquel momento le admiré y le tuve por un oráculo, sin asomo de envidia, porque yo me siento autor de las obras más bellas, de las obras de otros; sé muy bien que no he de escribirlas nunca, así me conceda Dios mil años de vida, y admiro el numen, que me figuro mío, transmitido a los demás para que no se pierdan mis inspiraciones


(Galdós 2007: 780)                


El tono de la descripción manifiestamente hiperbólico revela en muchos detalles una vez más la atenta lectura por parte de Galdós de las Recuerdos del tiempo viejo:

Llegamos al cementerio: pusieron en tierra el féretro y a la vista el cadáver [...] El silencio era absoluto: el público y la ocasión sin par. Tenía yo entonces una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca oída de recitar Dios me deparaba aquel extraño escenario, aquel auditorio tan unísono con mi palabra, y aquella ocasión tan propicia y excepcional, para que antes del año realizase yo mis dos irrealizables delirios: creí ya imposible que mi padre y mi amada no oyesen la voz de mi fama, cuyas alas veía yo levantarse desde aquel cementerio y vi el porvenir luminoso y el cielo abierto...


(Zorrilla 2001: 44)                


El único aspecto al que no aluden las memorias de Zorrilla es a la nómina detallada de los asistentes al sepelio, irónicamente jerarquizados según su vestimenta, y reunidos en la tertulia del café del Príncipe, donde corría el jerez y el champagne:

Los mejor trajeados eran Roca de Togores, Mesonero Romanos, Villalta, Julián y Florencio Romea, Carlos Latorre, Donoso Villahermosa, los Madrazo... Ventura y Bretón no iban mal apañados. Plebe endomingada éramos Ferrer del Río, Pepe Díaz, García Gutiérrez, Juan Eugenio, Gil y Zarate y el eximio autor de La protección de un sastre


(Galdós 2007: 780)                


Con estos datos se cierra la crónica galdosiana y a partir de ahí el tono de la carta se torna mucho más subjetivo e íntimo al recalar de nuevo en los desventurados amores de Calpena, aunque sin abandonar nunca la retórica romántica, teñida de sutil ironía:

Dícenme, mi buen Fernando, que no ha sido venturoso el fin de tu aventura en esas tierras frígidas. Lo creo y me congratulo. Alégrate conmigo de que te haya salido mal lo que, de salir bien, habría sido para ti la primera piedra de la pirámide de tus infortunios. No hay cosa más feliz que el que a uno le planten, con lo que se libra del enfadoso problema de plantar, más difícil de lo que a primera vista parece. Todo hombre que recobra su libertad, todo emancipado de la tiranía del amor, es héroe que vuelve ileso de las batallas de la vida. En mi calidad de profeta y oráculo te administro un consejo, al cual, para que más fácilmente se grabe en tu memoria, doy forma métrica, sin Erna, pues he proscrito el uso de esa herramienta


(Galdós 2007: 781)                


Todo lo dicho hasta aquí y otros muchos detalles de matiz en los que no podemos entrar revelan no solo la visión irónica e incluso paródica que tiene Galdós del romanticismo a la altura del fin de siglo, sino sobre todo su conocimiento libresco, oral o intuitivo de los ambientes y autores románticos, a la vez que evidencian su extraordinaria capacidad para mezclar vida y ficción, historia real e historias fingidas. En este último aspecto la carta de Santos Álvarez cobra un incalculable valor, ya que Galdós, suplantando la personalidad de un autor real, nos suministra una crónica verosímil de un hecho histórico -la muerte de Larra- convenientemente recreado, es decir novelado. Además la suplantación es coherente con la personalidad del autor romántico, aquel byroniano rezagado, como le llama el padre Blanco García.

Para concluir, quizás, como tantas veces ocurre en la crítica literaria del siglo XIX, sea preciso recurrir al dictamen de Emilia Pardo Bazán, quien con su buen olfato crítico, supo, sin restarle méritos, situar al autor de María donde en justicia le correspondía, procediendo para ello con el criterio, que Clarín reconocía en toda crítica literaria que se precie, que no es otro que el de establecer necesariamente jerarquías:

Quien juzgue la valía de un escritor por el número y extensión de los artículos necrológicos que la prensa le consagra, podrá poner en la misma línea a Miguel de los Santos Álvarez que a Pedro Antonio de Alarcón. Y, sin embargo, Pedro Alarcón fue un clásico, un maestro, y Miguel de los Santos Álvarez sólo un aventajado discípulo, y discípulo toda la vida, y ocioso casi toda, y retirado desde hace mucho tiempo, por lo cual las letras, que al fallecer el autor de el Escándalo perdieron rico florón de su diadema de oro, al morir el autor de La producción de un sastre no experimentaron -dígase en puridad- modificación sensible


(Pardo Bazán 1892: 61)                


Y dicho esto, Pardo Bazán prosigue su argumentación crítica parafraseando y corrigiendo al padre Blanco García, y califica a Santos Álvarez de esproncediano rezagado a la vez que enfatiza su valor como exponente de un estado de alma colectivo:

Es indudable que Espronceda ejerció doble fascinación sobre Miguel de los Santos Álvarez, inspirándole al par que la admiración literaria, un culto amistoso y rayano en la idolatría [...]

Otras naturalezas movibles, liras que se estremecen al soplo del viento que pasa, son el verbo de una hora; encarnan un pasajero estado del alma colectiva. De estos últimos fue Espronceda, y de éstos también, en su esfera y límite, Miguel de los Santos Álvarez.


(Pardo Bazán 1892: 75)                


Para terminar su dictamen con una lapidaria sentencia:

Miguel de los Santos Álvarez es y será perpetuamente el autor de una octava famosa del poema María, puesta por Espronceda al frente del desgarrador Canto a Teresa. Ni más ni menos. Y basta.


(Pardo Bazán 1892: 77)                


Sin entrar en lo acertado de la sentencia que el paso del tiempo ha venido a confirmar, precisamente el hecho de que Santos Álvarez, fuera un buen representante de un «estado del alma colectiva» creo que fue el motivo por el que Galdós lo eligió como vocero de su peculiar visión del romanticismo, cuyo original juego de perspectivas narrativas es, como siempre en don Benito, deudor de Cervantes. Estas estrategias narrativas se nutren de la literatura romántica, en este caso singularmente de los Recuerdos del tiempo viejo y sin duda también de otras fuentes orales, que Galdós era capaz de asimilar gracias a su extraordinaria intuición, tal como subraya con entusiasmo Mesoneros:

Sobre todo es sorprendente y más para mí que para ningún otro la intuición con que se apodera de épocas, escenas y personajes (sic) que no ha conocido, y que sin embargo fotografía con una verdad pasmosa. Ya le dije a V. en otra ocasión que en tal concepto no tiene rival, y que sus novelas tienen más vida y enseñanza ejemplar que muchas historias


(Ortega 1964: 24-25)                







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