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La casa de baños

Comedia en dos actos y en prosa

Enrique Gaspar

                          PERSONAJES                ACTORES           
TÁRSILA. SRA. VALVERDE.
NENAY. SRTA. BLANCO.
MARCELINA. SRA. PINO.
LUISA. SRTA. RIAZA.
AMPARO. SRA. MAVILLARD.
CANUTO. SR. ROSSELL.
SEVERINO, coronel de caballería. SR. RUIZ DE ARANA.
VIRGILIO. SR. LARRA.
FELIPE. SR. RAMÍREZ.
LEÓN. SR. TAMARIT.
EL PADRE RUPERTO, capellán de regimiento. SR. SANTIAGO.
VICENTE. SR. SANTIAGO.
QUICO. SR. SOTO.
URQUIJO, capitán ayudante. SR. GONZÁLVEZ.
MOLINA, capitán. SR. FLORIT.
RUIZ, teniente. SR. MANCHÓN.

OFICIALES Y BAÑISTAS.



Derecha e izquierda, las del actor.



AL EXCMO. SEÑOR

DON VICENTE RIVA PALACIO

ENVIADO EXTRAORDINARIO Y MINISTRO PLENIPOTENCIARIO DE LOS ESTADOS UNIDOS DE MÉJICO, EN MADRID

dedica con cariño esta obra, su amigo muy devoto y admirador de talento,



                                                                                                                            Enrique Gaspar.



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Acto primero

Los Baños de Oriente, formados por un patio semicircular, rodeado de un peristilo con columnas de estilo árabe, pequeñas y delgadas sobremontadas de arcos. A cada lado de la escena, cuatro cuartos, con los números cuatro a siete, los de la derecha del actor; y ocho a once los de la izquierda. En cada intersticio una percha de dos brazos. Los números cuatro y once, que están situados en primer término, dejan ver al público el interior con sus pilas de mármol y demás accesorios. Ambos tienen puertas de comunicación con los cuartos cinco y diez respectivamente. Delante del cuarto número once, una mesita con periódicos ilustrados. En el centro del foro, la puerta de entrada, dando sobre un pasillo. A la izquierda, la caja o mostrador. A la derecha, sobre el muro, barómetros, termómetros y reloj de pared. Banquetas y sillas. Cubierta de cristales.



Escena I

VICENTE, en el mostrador, cobrando de UN BAÑISTA, que se va después de tomar la vuelta. En el cuarto número once, UN CABALLERO, acabando de vestirte, se atusa el pelo. En la escena UNA SEÑORA, sentada, que entra en el cuarto número seis, cuando la llaman. VIRGILIO y LUISA, esperan su turno sentados. FELIPE, con uniforme de soldado de caballería, se mantiene de pie a espaldas de Virginia, a fin de poder hacerle señas a Luisa. AMPARO y QUICO, hacen el servicio de los baños, entrando y sacando ropa.



     VICENTE. -Una cincuenta, de baño y jabón, y cincuenta, hacen las dos pesetas. (Dándole al cliente media peseta, que aquel, después de sonarla, le devuelve.) ¡Qué! ¿No le gusta a usted? (Poniéndose los quevedos y mirando la moneda.) Efectivamente, es de níquel. ¡Pues no sé quién me la puede haber dado, porque tengo un ojo...! Yo he estado de cajero en la República Argentina; ¡figúrese usted si conoceré la plata! (Dándole otra.) Vamos, esta es buena. (Plomo puro.) Que usted lo pase bien. (Vase el cliente.) No te llevas mal balazo en el bolsillo.

     LUISA. (Al ver que FELIPE le enseña una carta.) -(¡Imprudente! Le va a sorprender papá.)

     FELIPE. -(Ya Ha visto la carta.)

     QUICO. (Saliendo de preparar el cuarto número seis.) -Otro.

     VICENTE. -¿A quién le toca?

     QUICO. -Me parese que es a esta agüela. (Hablando con acento valenciano y refiriéndose a la señora, que hace un movimiento de indignación.)

     VICENTE. -¡Abencerraje!

     QUICO. -¡Oy! ¡Don Visente; pues si parese una higa del pesonito! (Vase a preparar el cuarto número diez.)

     VICENTE. -Usted dispense, señora. Es nuevo en la casa y viene de arar, a donde le mandaremos mañana con ascenso; es decir, delante del arado. Cuando usted guste, es su turno. (La señora entra en el cuarto número seis.)

     VIRGILIO. -Y a nosotros, don Vicente, ¿cuándo nos toca la vez?

     VICENTE. -En seguida, don Virgilio; pero hoy, con la desgracia de Pascual, esta casa...

     VIRGILIO. -¿Qué le ha pasado?

     VICENTE. -Está sin brazo derecho.

     VIRGILIO. -¿Se ha quedado manco?

     LUISA. -¡Pobre chico!

     VICENTE. -No; es la casa la que no funciona bien. Se le ha reventado un pistón...

     VIRGILIO. -¿A la caldera?

     LUISA. -¡Ay! Vámonos.

     VICENTE. -No; a Pascual, cazando ayer, en un ojo.

     VIRGILIO. -¿Cazando ayer en un ojo?¡Por Dios, hable usted con propiedad!

     VICENTE. -Usted, como catedrático de Psicología, Lógica y Ética, puede destilar el lenguaje, señor Coronel; pero yo, dueño de estos baños, tengo que hablar a chorros. (Si por alguien me alegro de haber cedido el establecimiento, es por este posma.)

     FELIPE. (Haciendo señas a LUISA.) -(Ahora que mira. La carta aquí. (Metiendo en el ferro del casco la que enseñaba antes.) Y el casco en la percha.) (Colgándolo en uno de los brazos de la patera correspondiente al cuarto número once.)

     LUISA. -(Me escribe; hoy es su turno. ¡Y cuánto mejor le sienta el uniforme que la beca de seminarista!

     AMPARO. (Saliendo del cuarto número siete, y hablando con acento valenciano.) -¡Señorita, ya lo tiene ustet a punto!

     LUISA. -¿No está muy caliente?

     AMPARO. -¿Para qué? En estíu y a los diesisiete años, eso arruga la piel. Está como una rosa. En cuanto se meta ustet en el agua, verá ustet qué fresco se le pone el...

     VICENTE. (Sin dejarla acabar la frase.) -¡El cutis! (¡Me dan un miedo estas gentes sencillas!...) Anda, Amparo; prepárale el nueve a este señor militar. (AMPARO entra en el cuarto número nueve.)

     VIRGILIO. -¿Y para mí, nunca?

     VICENTE. -Al momento. Y bien, Quico: ¿no acabas?

     LUISA. -Pues ea, papá; hasta luego.

     VIRGILIO. -Que no te estés mucho. En cuanto se te arruguen las yemas...

     LUISA. -Sí... ¡Ah! Que me avises así que concluyas, si no salgo yo antes, que haré por salir. (Con intención, mirando a FELIPE.)

     FELIPE. -(¡Qué mona!)

     LUISA. -Vaya... ¡Adiós! (VIRGILIO, al ver que LUISA le habla sin mirarle, vuelve la cabeza y sorprende a FELIPE diciéndole adiós a la muchacha con la mano que, poco a poco, va acercándose a las narices, hasta concluir por rascárselas para disimular.) (¡Torpe!)

     VIRGILIO. -(Aunque te rasques, no me harás creer que te pica.)

     FELIPE. -(Me pilló.) (Toma un periódico y se sienta a la mesa haciendo como que lee.)

     VIRGILIO. -Luisa: como hay algunos jóvenes, sin vocación eclesiástica, que buscan un pretexto en el amor para abandonar la carrera, no te dije nada hace unos meses cuando sorprendí a un seminarista que, desde el banco contiguo al nuestro, te dirigía en las alameditas de Serranos, miradas impropias de su condición, mientras fingía leer su libro de oraciones.

     LUISA. -Te lo figurarías tú.

     VIRGILIO. -No, señor; lo tenía del revés.

     LUISA. -No reparé...

     VIRGILIO. -Pero ahora no se trata de un colegial, sino de un soldado.

     LUISA. -(¡Si supiera que es el mismo que ha colgado los hábitos por mí!)

     VIRGILIO. -Y de un soldado que no te parece costal de paja.

     LUISA. -¡Cómo! ¿Tú supones?

     VIRGILIO. -Yo no supongo más, sino que todos los días me llevas al camino del Grao, para pasar por delante de los cuarteles, porque dices que es muy sano el olor de cuadra.

     LUISA. -A mí me prueba mucho.

     VIRGILIO. -Y por eso, sin duda, la otra tarde en la parada, perdimos el desfile, por empeñarte en que nos colocásemos detrás de la caballería...

     LUISA. -Yo creí que iban a dar la vuelta.

     VIRGILIO. -Y la vuelta me la hizo dar a mí aquel potro que se espantó.

     LUISA. -Buen susto me diste.

     VIRGILIO. -Pues por lo visto tenía dos; el que te di y otro que me llevé yo a casa. En fin, lo más grave no es eso, sino que cada mañana, a la misma hora que nosotros, hemos de encontrarnos aquí a ese militar.

     LUISA. -Puede que esté de guardia.

     VIRGILIO. -Puede; pero mira, tu padre no es santo, y solía no te hace otra él a ti sin que yo le rompa el bautismo.

     LUISA. -¡Papá!...

     VIRGILIO. -Date por prevenida. Tú sabes que soy pacífico, pero cuando me desbordo...

     QUICO. (Saliendo del cuarto número diez.) -Otro.

     VICENTE. (A VIRGILIO.) -Cuando usted guste, señor Coronel.

     VIRGILIO. (A LUISA.) -Al agua patos. (Entra LUISA en el cuarto número siete. VIRGILIO vase al cuarto número diez mirando, al pasar, detenidamente a FELIPE. Quien recoge la ropa del cuarto número once, del que ha salido el CABALLERO que lo ocupaba; el cual golpea el mostrador con un duro, de que VICENTE se dispone a darle la vuelta.)

     FELIPE. -(Por fin...)

     VICENTE. (Oyendo llamar.) -¿Quién? (¡Ah! El empresario de la ópera barata.)

     FELIPE. -(No me ha pasado mal examen el catedrático del Instituto.)

     VICENTE. -Una y cuatro, cinco. Que usted lo pase bien. (Vase el CABALLERO.) Este ya tiene tenor para toda la temporada. Este ya tiene tenor para toda la temporada. Se lleva una peseta de... estaño.



Escena II

FELIPE, VICENTE y AMPARO. QUICO en el cuarto número once. Poco después SEVERINO, con uniforme de coronel de caballería, por el foro.



     FELIPE. -Esa criatura, me tiene sorbido el seso. Lo que no sé es cómo decirles a mis padres que, en vez de Teología y Cánones, estoy estudiando esgrima de lanza y equitación. (Continúa leyendo.)

     SEVERINO. (Dando un puñetazo en el mostrador, mientras VICENTE está mirando la caja.) -A ver.

     VICENTE. -(¡Qué bárbaro!)

     SEVERINO. -Un baño.

     VICENTE. -¿Solo?

     SEVERINO. -No, señor; con agua.

     VICENTE. -Ya, ¿pero con ropa o sin ella?

     SEVERINO. -¿Pues con qué quiere usted que me seque, con el uniforme?

     VICENTE. -Usted dispense. (A QUICO, que sale del cuarto número once.) El Ocho, para este caballero..., de caballería. (QUICO entra a preparar el cuarto número ocho.)

     AMPARO. (A FELIPE, saliendo del cuarto número nueve.) -Está ustet servido.

     FELIPE. -Vamos allá. (Levantándose y dejando el periódico. Al ver a SEVERINO, se cuadra.) (¡Demonio! ¡El coronel!)

     SEVERINO. (Reparando en él.) -¡Eh! ¿Qué hace usted aquí?

     FELIPE. -Mi coronel, vengo a bañarme.

     SEVERINO. -Un soldado se baña en el río, con el ganado.

     FELIPE. -Tengo permiso del capitán. Estoy enfermo.

     SEVERINO. -¿De qué?

     FELIPE. -Me han salido unos granos.

     SEVERINO. -¿En dónde?

     FELIPE. -En el cuerpo.

     SEVERINO. -Ya supongo que no será en la guerrera. ¿Pero en qué parte? ¿En las manos?

     FELIPE. -Sí, señor; también.

     SEVERINO. -Eso es... Se pone usted al sol y rasca con un tejo. Yo no quiero hombres afeminados en la milicia.

     FELIPE. -¡Mi coronel!...

     SEVERINO. -Que el de hoy sea el último baño que usted me tome. Está usted despachado.

     FELIPE. -A la orden de usía. (Me he lucido!) (Vase al cuarto número nueve.)

     SEVERINO. -No me hace gracia el encuentro de este hombre. ¿Lo habrá traído Marcelina para que le guarde las espaldas? ¡Decirle a uno su mujer que ha estado en la iglesia, y saber que tres días consecutivos la han visto salir de este establecimiento, francamente, es para escamarse. Yo no estoy celoso; pero me fastidiaría tener que estarlo. Vigilaré. Por supuesto con prudencia..., y con un revólver en el bolsillo.

     QUICO. -¿Ustet es el ocho?

     SEVERINO. -Sí.

     QUICO. -Pues a las ocho, pan y biscocho. (Indicándole que está servido.)

     SEVERINO. -(¡Qué cara de bruto tiene!)

     QUICO. (Sobándole los galones.) -¿Esto es oro de buena verdad?

     SEVERINO. -(¡Se me están pasando unas ganas de...!)

     QUICO. -Y estos sapatos tan grandes, ¿para qué son? (Pasándole la mano por las botas de montar.)

     SEVERINO. -Vuélvete de espaldas. (QUICO se vuelve.) Para esto. (Dándole un puntapié.)

     QUICO. -¡Qué puntería! (Vase al foro con AMPARO, que ha vuelto.)

     VICENTE. (Saliendo del cuarto número ocho.) -¿Desea usted alguna otra cosa?

     SEVERINO. -Sí, señor; que no me pregunte usted nada más. (Vase al cuarto número ocho.)

     VICENTE. -Es muy amable.



Escena III

VICENTE, QUICO y AMPARO; TÁRSILA, por el foro.



     TÁRSILA. -Diga usted, ¿estos son los Baños de Oriente?

     VICENTE. -Sí, señora.

     TÁRSILA. -¡Jesús! ¡Me ha hecho usted correr media Valencia!

     VICENTE. -¿Yo?

     TÁRSILA. -Los llama usted de Oriente y están al Norte de la ciudad.

     VICENTE. -¡Toma! Yo también me llamo Cuadrado de apellido y estoy redondo.

     TÁRSILA. -¿De fortuna?

     VICENTE. -No, señora; de carnes.

     TÁRSILA. -Supongo que estoy hablando con don Vicente.

     VICENTE. -Servidor de usted.

     TÁRSILA. (Con retintín.) -Sí; ya sé que es usted amigo de servir a las señoras.

     VICENTE. -Hasta donde me lo permiten mis medios.

     TÁRSILA. -Es decir, a las señoras mal comparadas; a las que pervierten a los maridos de las mujeres buenas, y se ven con ellos en estos baños con el beneplácito de su director.

     VICENTE. -Señora, o usted ha almorzado fuerte, o...

     TÁRSILA. -Se equivoca usted, que vengo en ayunas desde Albacete y en el exprés, persiguiendo a un esposo infame que me ha precedido en el tren ómnibus.

     VICENTE. -¿Huyendo de usted?..., me lo explico. Mi casa es una casa decente, y las señoras que a ella concurran, no estarán tan mal vistas, cuando hasta el mismo señor Arzobispo y gran parte del Cabildo metropolitano, se dignan honrar mi establecimiento. ¿Con ropa, o sin ella?

     TÁRSILA. -¿Eh?

     VICENTE. -Si toma usted el baño solo, o...

     TÁRSILA. -(La acometida ha sido brusca y puede sospechar... Cambiemos de táctica.)

     VICENTE. -Mi clientela es juiciosa, sentada.

     TÁRSILA. -Sí, han debido informarme mal. Al instante se ve que estos son unos baños de asiento. ¿No los frecuenta también una señora, amiga mía, que se llama Nenay?

     VICENTE. -Sí, señora. Este es el cuarto que, por lo común, ocupa todos los días. (Señalando el cuarto número cuatro.)

     TÁRSILA. (Entrando en él.) -¡Ah! ¿Este? Muy bonito. Y hay una puerta de comunicación.

     VICENTE. -Como en muchos otros; porque hay quien viene con su madre...

     TÁRSILA. O con su tía.

     VICENTE. -Por cierto, que me extraña que tarde tanto doña Nenay.

     TÁRSILA. -¿No podría usted darme el cuarto contiguo? La quisiera sorprender.

     VICENTE. -Si está disponible, ¿por qué no? (Sale del cuarte número cuatro, y al ver abierto si número seis, da orden a AMPARO de disponerlo.)

     TÁRSILA. (Descorriendo el pestillo de la puerta de comunicación.) -(Dejemos libre el peso.)

     VICENTE. -A ver, muchacha; prepara el cinco.

     TÁRSILA. -Esperaré a que esté desnuda para que no pueda salir, y la azotaina que se lleva...

     VICENTE. (Volviendo al cuarto número cuatro.) -Queda usted servida.

     TÁRSILA. -Muchas gracias. No le diga usted a Nenay que yo he venido. (Salen del cuarto número cuatro.)

     VICENTE. -Aquí no se le dice nada a nadie.

     TÁRSILA. -Y eso que, aunque usted me lo niegue, se debe ver cada cosa...

     VICENTE. -Muy gordas; pero nosotros no miramos nunca.

     TÁRSILA. -En fin, me voy a mi cuarto...

     VICENTE. -¿Desea usted jabón, lirio de Florencia, agua de Florida?

     TÁRSILA. -Si lo necesito, ya pediré luego un palo.

     VICENTE. -¿Eh?

     TÁRSILA. -Para cerrar la ventana, por si no llego. (Entra en el cuarto número cinco, del que sale AMPARO, después de haber dejado en él la ropa.)

     VICENTE. -¡Pobre mujer! Debe tener flojo el tornillo pedrero. ¡Cada tipo que se descuelga por esta casa!...



Escena IV

VICENTE, AMPARO, QUICO y CANUTO



     CANUTO. (Viene por el foro golpeándose la espalda.) -Nada; no hay medio... (A QUICO.) A ver, bata.

     QUICO. -¿Qué dise ostet?

     CANUTO. -(Siempre me creo en Manila ) Muchacho, dame unos golpecitos aquí. (En la espalda: QUICO lo golpea según lo indica el diálogo.) No tan flojo. No tan fuerte. Más arriba. Más abajo.

     QUICO. -¡Oy! ¡Qué donsaina! (Cesando.)

     CANUTO. -No sabes. (A AMPARO, presentándole la nuca.) Tú, méteme a mano por debajo de la camisa.

     AMPARO. -¡Hombre! Vaya y que le rasque un esterero. (Vase por el foro.)

     VICENTE. -¿Tiene usted algo?

     CANUTO. -Sí, señor; un bicho que, viniendo en el tren de Madrid, se me ha metido...

     VICENTE. -¿Por dónde?

     CANUTO. -Por la ventanilla.

     VICENTE. -No. ¿En qué parte?

     CANUTO. -¡Ah! Entre Alcira y Algemesí.

     VICENTE. -Del cuerpo, señor.

     CANUTO. -¡Ya! En el cogote.

     VICENTE. -¿Y no se lo ha podido usted sacar?

     CANUTO. -Verá usted. Al principio me puse a rascarme sobre los almohadones; pero el demonio del bicho, cuando yo me frotaba la espalda, se me corría al pecho, y viceversa.

     VICENTE. -Haberse desnudado si estaba usted solo.

     CANUTO. Ya empecé a hacerlo, de medio cuerpo arriba; pero en Algemesí entró un caballero...

     VICENTE. -¿Por qué no le puso usted al corriente? Entre hombres...

     CANUTO. Ya le puse, y seguí aligerándome de ropa. Entonces el insecto se me bajó a una pantorrilla, y le pedí permiso al caballero para quitarme los pantalones; y, apenas me había sacado una pernera, subió en Benifayó una señora, muy frescota por cierto, que al bajarse a... no sé qué, se había equivocado de coche, y tuve que vestirme a puñados.

     VICENTE. -Por lo visto, lo que usted desea es un baño.

     CANUTO. -Vengo de la estación con ese solo objeto. Ni he recogido el equipaje, ni he ido a darle los buenos días a mi mujer, que no me espera hasta mañana. Porque yo soy casado, muy bien casado con una muchacha, joven ella y guapa ella

     VICENTE. -Tanto mejor para usted..., (y para ella). Quico, el número once para este caballero.

     CANUTO. -¿El once? ¿Es este? Aguarda. ¿Tiene usted brújula en el establecimiento?

     VICENTE. -Sí, señor. (Después la da una pequeña de bolsillo que está sobre el mostrador.)

     CANUTO. -(Ahora se me ha puesto donde no me puedo rascar delante de la gente. Me sentaré. (Lo hace.) ¡Bah! Ya está arriba. (Se levanta.)

     VICENTE. -Tome usted.

     CANUTO. -Gracias. (Mirando la brújula.) No me conviene el once. Da al Norte, y a mí me tienen recomendado que me bañe al Mediodía.

     QUICO. -Pues ya están al caer las dose.

     CANUTO. -(Es muy ingenioso, con esa cara de puño de bastón.)

     VICENTE. (A QUICO, consultando el reloj.) -Prepara el cuatro. Ya no creo que venga esa señora.

     CANUTO. -¡Ah! Que me lo pongan a veintiocho grados y nueve décimas lo más; porque a veintinueve me quita el apetito, y a veintiocho me lo abre demasiado. (QUICO prepara el cuarto número cuatro, dejando correr los grifos.)

     VICENTE. -Tome usted el termómetro, y gradúeselo usted a su gusto. (Dándole uno flotante que toma de la pared del foro.)

     CANUTO. -Mejor será. ¿No tiene usted ron? Porque yo suelo tomar una copita cuando salgo.

     VICENTE. -Mandaremos que lo traigan. (¡Qué tipo!)

     CANUTO. -Ahora se me pasea por la cintura. (Entra en el cuarto número cuatro.)



Escena V

CANUTO y QUICO, en el cuarto número cuatro. En la escena, VICENTE; MARCELINA, que viene por el foro.



     MARCELINA. -¿Llego a tiempo?

     VICENTE. -Señora, tiene usted desgracia; aún no ha parecido doña Nanay.

     MARCELINA. -Me persigue la fatalidad. Hace tres días que, después de no encontrarla en la fonda, vengo aquí en su busca; y, o ya se ha marchado, o yo no puedo esperarme. Pero hoy estoy decidida a no irme sin verla.

     CANUTO. (A QUICO.) -¡Mira, tráeme unas cuantas toallas para tapar las rendijas de estas puertas, porque a mí un soplo de aire me constipa. (Vase QUICO.)

     MARCELINA. -Y es tan grande mi impaciencia por estrecharla entre mis brazos...

     VICENTE. -Pues siéntese usted, y mirará muñecos... (Por los periódicos.)

     MARCELINA. -¡Oh! No. Podrían sorprenderme. A mí me conoce todo el mundo.

     VICENTE. -(Menos yo.)

     MARCELINA. -Y tengo un interés especial en que no me vean, sobre todo mi marido.

     VICENTE. -(Algún tapujo.)

     MARCELINA. -¿No habrá un cuarto que darme?

     VICENTE. -Sí, señora; éste. (Señala el cuarto número once.) ¿Con ropa?

     MARCELINA. -No, no me baño; es sólo para aguarda. En cuanto llegue, hágala usted entrar.

     VICENTE. -¿Y a quién anuncio?

     MARCELINA. -A nadie: es inútil; no sabe quién soy.

     VICENTE. -¿Qué tendrá esa doña Nenay que todos preguntan por ella?



Escena VI

DICHOS. QUICO, con toallas y salida de baño, entra en el cuarto número cuatro, y coloca la ropa sobre una silla. CANUTO la examina pieza por pieza. Poco después, NENAY, por el foro.



     QUICO. -Aquí está esto.

     CANUTO. -¿No hay ninguna agujereada?

     NENAY. -Hoy me ha hecho esperar.

     VICENTE. -¡Ah! Buenos días, doña Nenay. Temí que nos privase usted de su amable presencia.

     NENAY. -He estado muy ocupada. Diga usted: ¿no ha venido a preguntar por mí un caballero, un tal don León?

     VICENTE. -No, señora.

     NENAY. -Pues en cuanto se presente, avíseme usted. Es mi agente de negocios, el que debe ultimar con usted la compra de este establecimiento. (Quitándose el sombrero par irlo a colgar en la patera del cuarto número cuatro.)

     VICENTE. -¡Ah! Si le es a usted lo mismo, puede usted tomar este otro (por el cuarto número once), que está libre; pues creyendo que no vendría usted, hemos dispuesto de su cuarto.

     NENAY. -Me es enteramente igual. (Cuelga su sombrero junto al casco de FELIPE.)

     MARCELINA. (Leyendo una carta y contemplando una fotografía.) -(¡Pobre hermana mía! No me canso de leer su carta... ¡Y qué hermosa es Nenay! El fruto de un amor desventurado.

     VICENTE. -Además, la aguarda a usted dentro esa señora que lleva tres días en busca de usted.

     NENAY. -¿Está ahí? Es muy original. Yo no conozco a nadie en Valencia ni en Europa. No hace aún tres semanas que he llegado de Manila.

     VICENTE. -Pues si quiere usted salir de dudas...

     NENAY. -Sí, prevéngala usted.

     VICENTE. -¿Se puede? (Golpeando en la puerta del cuarto número once.)

     MARCELINA. -¡Ah! Por fin... ¡Qué emoción! (Abriendo la puerta.) ¿Ella?

     VICENTE. -La misma.

     NENAY. -¡Señora!...

     MARCELINA. -¡Nenay de mi alma! (Besándola con efusión. La SEÑORA del cuarto número seis ha salido y llama al mostrador con una moneda.)

     VICENTE. -Van. (Sale del cuarto número once, cerrando la puerta, y cobra de la Señora, que se va por el foro.)

     NENAY. -Pero, ¿a quién tengo el gusto...?

     MARCELINA. -Siéntate junto a mí; déjame que te contemple. (Sentándose junto a ella, y acariciándola.)

     CANUTO. -La sábana, te la puedes llevar; ya la pediré yo luego. La necesito caliente.

     QUICO. -¿Con désimas, o con cuartetas?

     CANUTO. -Este se va a encontrar un palo. (Vase QUICO, llevándose la sábana. CANUTO cuelga el sombrero y coloca las toallas en las rendijas, entre el suelo y las puertas. Gradúa el agua consultando el termómetro y añadiendo agua caliente o fría con minuciosidad. Se quita la levita y el chaleco, se suelta los tirantes y se sienta para descalzarse delante de la puerta de comunicación, midiendo el tiempo de modo que le pilla la aparición de TÁRSILA con un zapato quitado y preparándose a sacarse el otro.)



Escena VII

CANUTO, en el cuarto número cuatro; NENAY y MARCELINA, en el cuarto número once.



     NENAY. -Verdaderamente, no me explico...

     MARCELINA. -No he sido dueña del primer impulso; pero me disculparás en cuanto sepas que soy la hermana de tu madre.

     NENAY. -Cómo, ¿usted es tía Marcelina?

     MARCELINA. -La misma.

     NENAY. -Mamá me ha hablado mucho de usted.

     MARCELINA. -Deja ese usted; háblame de tú.

     NENAY. -No tengo costumbre; pero como quieras.

     CANUTO. (Mirando el termómetro.) -Esto no sube; no pasa de la temperatura de los gusanos de seda. Vaya, un chorrito más. (Poniendo agua caliente.) -¡Maldito bicho!

     MARCELINA. -Y, cuéntame: ¿eres feliz? Porque ya sé que acabas de casarte.

     NENAY. (Con tristeza.) -Feliz..., yo no puedo serlo.

     MARCELINA. -Cómo, ¿por qué?

     NENAY. -No..., por nada. En fin, lo soy relativamente. Figúrate que mi marido se llama Canuto...

     MARCELINA. -Eso no es malo.

     NENAY. -Y que me dobla la edad.

     MARCELINA. -Tú eres tan joven...

     NENAY. -Pero es rico; lo que me permite atender a mi madre, recompensándole los sacrificios que ha hecho por mí, porque..., ¿no sabes? La espero muy pronto.

     MARCELINA. -Qué, ¿Rosa va a venir a Valencia?

     NENAY. -Sí; pero que no se te escape ni una palabra delante de Canuto.

     MARCELINA. -¿Por qué?

     NENAY. -Porque dice que no quiere serpientes en su paraíso.

     MARCELINA. -¿Llama serpiente a su suegra? ¡Qué galante!

     NENAY. -Canuto ha venido recomendado a un hombre de negocios que reside en Albacete.

     CANUTO. (Consultando el termómetro.) -¿Todavía a veinticinco? ¡Demonio! ¿Cómo ha de subir, si tiene un agujero en el tubo? Lo graduaré a ojo.

     NENAY. -Pues bien; mi marido, que, a pesar de sus rarezas, es muy bueno, le entregó a ese señor una fuerte suma para emplearla en valores con que hacerle a mi madre una renta vitalicia.

     CANUTO. -¡Qué sorpresa va a tener mi Nenay cuando, al llamar a su cuarto, pregunte: «¿Quién es?» Y yo le conteste: «Tu Canuto.»

     NENAY. -Pero el tal agente ha resultado ser un íntimo amigo de mi difunto padre.

     MARCELINA. -(¡Pobrecilla! Ignora que no es hija del marido de mi hermana.)

     NENAY. -Y he logrado hacer de él el confidente ciego de mis planes.

     MARCELINA. -¿Qué planes?

     NENAY. -Verás. Aprovechando un viaje de Canuto a Madrid, de donde no volverá hasta, mañana me he hecho ceder estos baños, aunque no estaban en venta, para poner al frente de ellos a mi madre, y tenerla aquí sin que mi marido sospeche, porque él no se baña nunca...

     MARCELINA. -¡Qué sucio!

     NENAY. -Más que en casa.

     MARCELINA. -¡Ah!

     CANUTO. (Santiguándose, y besando la cruz con ruido.) -Es una costumbre inveterada en mí, santiguarme siempre que corro algún peligro.

     MARCELINA. -¿Y la esperas pronto?

     NENAY. Muy pronto. Hoy he citado aquí a don León...

     MARCELINA. -¿Qué don León?

     NENAY. -El de Albacete, que ha de traer los fondos y firmar la escritura a nombre suyo, porque yo necesitaría la autorización de Canuto.

     MARCELINA. -¡Qué felices vamos a ser? Porque mi marido es coronel de caballería, y no tenemos hijos.

     NENAY. -¡Qué lástima!

     MARCELINA. -Yo bien se lo pido a la Providencia; pero él no reza nunca, y, es claro, Dios no nos oye.

     CANUTO. (Matando de un puñetazo el bicho que se saca del pecho.) -¡Ah, le pillé! Buen trabajo me ha costado el atraparte, pero ahora no te escapas. Ya te tengo.



Escena VIII

DICHOS; TÁRSILA, que al abrir con estrépito sobre el cuarto número cuatro la puerta de comunicación, derriba a CANUTO, y le hace rodar por el suelo con la silla.



     TÁRSILA. -Lo que tú tienes, es muy poca vergüenza.

     CANUTO. -Bruto el que haya sido.

     TÁRSILA. -¿Dónde está esa bribona? (Buscando en la tina.)

     CANUTO. (Levantándose.) -Si no me llego a santiguar...

     TÁRSILA. -¡Espeso adúltero! ¡Jesús, no es él!

     CANUTO. -¡La viajera de Benifayó!

     TÁRSILA. -Usted dispense; estoy confundida, avergonzada...

     CANUTO. -¡Bah! No es la primera vez que me sorprende usted en paños menores.

     TÁRSILA. -Pero merezco disculpa.

     CANUTO. -(Y un palo.)

     TÁRSILA. -Soy una esposa honrada que persigue a un marido infiel; y como he oído un beso...

     CANUTO. -(¡Ah, cuando me persignaba!)

     TÁRSILA. -¡Soy muy desgraciada, caballero! Tengo un hijo que estudia para sacerdote.

     CANUTO. -Con usted, de seguro que llega a cardenal.

     TÁRSILA. -Y a pesar de los ejemplos de virtud que le damos, mi hijo por cartas -porque está aquí en Valencia-, y yo, con mi conducta en Albacete -donde tiene usted su casa-, mi esposo se ha corrompido.

     CANUTO. -Con estos calores...

     TÁRSILA. -Quiero decir, que se está torciendo...

     CANUTO. -Pues apuntalarlo. Y con permiso de usted... (Tratando de desnudarse para que se vaya.)

     TÁRSILA. -Usted es muy dueño.

     CANUTO. -(Capaz es de quedarse.)

     TÁRSILA. -¡Apuntalarlo! ¿No conoce usted a León?

     CANUTO. -(¡León y de Albacete! ¿Si será mi hombre de negocios?)

     TÁRSILA. -Él quería ser militar; pero no pudo, por tener un ojo cerrado; y se dedicó al comercio, en el que se hizo rico. A los pocos años se puso bueno.

     CANUTO. -Alguna operación feliz. ¡No hay como ser comerciante para abrir el ojo!

     TÁRSILA. -Pero se le agrió de tal modo el carácter, al ver que ya no podía abrazar la carrera de las armas...

     CANUTO. -Que se casó para abrazarla a usted.

     TÁRSILA. -No; que desde entonces mi hogar es un infierno. Todo su afán es no morirse sin haber reventado a alguien.

     CANUTO. -Pues que no sea a mí. ¡Hágame usted el favor de volverse a su cuarto! ¡Si viniera...!

     TÁRSILA. -¡Vaya si vendrá...!

     CANUTO. -¡Señora!...

     TÁRSILA. -No tema usted, el delito es cobarde. Y como de fijo le acompañará Nenay...

     CANUTO. -¿Eh?

     TÁRSILA. -Su querida.

     CANUTO. -¿Nenay? ¿Ha dicho usted Nenay?

     TÁRSILA. -¿La conoce usted?

     CANUTO. -No. ¿Pero en qué se fundan esas sospechas?

     TÁRSILA. -Verá usted. A mí ya me extrañaba que en estos últimos quince días hubiese hecho dos viajes a Valencia.

     CANUTO. -(¡Quince días! Los que yo llevo ausente.)

     TÁRSILA. -Sin haber podido, ninguna de las dos veces, ir a dar un abrazo a su hijo, que tiene una beca en Santo Tomás.

     CANUTO. -Sí, el cura; adelante.

     TÁRSILA. -Al hacerle yo cargos por su negligencia: -«los negocios, -me contestó-, son antes. Ha llegado allí un tío de Manila, que quiere que le coloque los fondos, y voy a ver si puedo clavarle, porque es un carabao.»

     CANUTO. -¡Un cara... carabao!

     TÁRSILA. -Una especie de buey filipino.

     CANUTO. -Sí; los conozco.

     TÁRSILA. -Pues figúrese usted que ayer, almorzando, recibe el correo con multitud de periódicos y cartas. Lee una, mira el reloj, y sin acabar: -«aún tengo tiempo de pillar el ómnibus», -exclama. -«Adiós, me voy a Valencia.» -Y dicho y hecho; se pone en camino, muy ajeno de que yo iba a seguirle por el exprés. Y mire usted la Providencia.

     CANUTO. -¿Dónde?

     TÁRSILA. -Aquí. (Sacando una carta.) Al recoger el correo, se le cayó debajo de la silla la carta que acababa de recibir y que va a darle a usted la norma de lo que puede la desvergüenza humana.

     CANUTO. -¿Es de Nenay?

     TÁRSILA. -De la misma. Oiga usted. (Leyendo.) «Mi marido no vendrá hasta el martes. Tenemos, por lo tanto, dos días enteros disponibles.»

     CANUTO. -Dos días enteros...

     TÁRSILA. -Que bien aprovechados... (Leyendo.) «Salga usted por el primer tren, y de la estación diríjase usted a los Baños de Oriente, donde le esperaré a usted desde mediodía. Don Vicente, accede al fin...»

     CANUTO. -¿Don Vicente?

     TÁRSILA. -El director, el gran galeoto. -«Guardará la reserva, pero me lleva caro.» -Y luego dice que no mira... Que hace la vista gorda. -«Por Dios, no deje usted de venir, porque sin usted yo no puedo tomar los baños, y así que llegue mi marido, ya no tendremos ocasión.» Me parece que más claro...

     CANUTO. -¡Agua!

     TÁRSILA. -¿Se siente usted mal? (Se guarda la carta.)

     CANUTO. -No. He dicho agua, como podría haber dicho...

     TÁRSILA. -¡Ah! ¡Sí!

     CANUTO. -Pero si no acabo de persuadirme. ¡Engañarme mi mujer!

     TÁRSILA. -¡Cómo! ¿Su mujer?

     CANUTO. -Sí. Nenay.

     TÁRSILA. -Entonces usted es el carabao... ¡Jesús! No. Él... (¡Pobre señor! ¡Qué imprudencia la mía!)

     CANUTO. -Y no lo merezco, de veras; no lo merezco.

     TÁRSILA. -Vamos, resignación. Mal de muchos...

     CANUTO. -Gracias. (Sentándose abatido.)



Escena IX

DICHOS; VICENTE y LEÓN, entrando por el foro.



     VICENTE. -Sí, señor, está aquí. Me ha encargado que la previniera en cuanto usted llegase. Porque supongo que tengo el gusto de dirigirme a dirigirme a don León, el agente de negocios de doña Nenay.

     LEÓN. -El mismo. Agente paciente.

     VICENTE. -¿Eh?

     LEÓN. -No del verbo pacer, sino por falla de oportunidad en el párpado izquierdo.

     VICENTE. -¿Cómo?

     LEÓN. -Que no es mi vocación; yo he nacido para militar, mi elemento es la guerra, un uniforme me saca de quicio. Bien ha hecho mi hijo en colgar los hábitos, según me acaban de decir en el colegio. Se lo perdono. ¡Ah! ¡Un casco! (Descolgando el de FELIPE y poniéndoselo. Al tomarlo, deja caer, sin verlo, la carta que hay dentro, y cuelga su sombrero de copa en la percha que ocupaba aquel.) Dígame usted si esta cara no merece un caballo.

     VICENTE. -Efectivamente; es lástima... (que se la hayan puesto a un burro.)

     LEÓN. -No, yo no me muero sin haber reventado a alguien. (Se quita el casco y lo deja sobre la mesa.)

     VICENTE. (Yendo ocupado a golpear en el cuarto número once.) -¡Señora!...

     NENAY. -¿Quién?

     VICENTE. -¡Aquí está ese caballero!

     NENAY. -¡Ah! ¡Por fin...! (Abriendo la puerta.)

     LEÓN. -¿Se puede?

     NENAY. -Pase usted adelante. ¿Cómo va? (LEÓN entra, NENAY cierra la puerta. Presentación a MARCELINA, saludos, etcétera.

     VICENTE. -Que reviente potros. Vamos a ver al señor de la hidroterapia; no sea que Quico, en vez de una ducha, le dispare una ametralladora.



Escena X

TÁRSILA y CANUTO, en el cuarto número cuatro. NENAY MARCELINA y LEÓN, en el cuarto número once. A poco LUISA, SEVERINO, VIRGILIO, y FELIPE, que salen de sus respectivos cuartos. Después VICENTE.



     TÁRSILA. -¡Ea! !Ánimo! ¡Hay que tomar una resolución!

     CANUTO. -Sí, ¿pero cuál?

     TÁRSILA. -¡Sorprenderlos!

     CANUTO. -¡El sorprendido soy yo!

     TÁRSILA. -¡No sirve usted para nada!

     LEÓN. -Pues cuando usted quiera que empecemos a reconocer el material...

     NENAY. -Cuanto antes. ¿Vienes?

     MARCELINA. -Te esperaré aquí, podrían verme...

     LUISA. -No hay nadie; este es el momento de coger la carta. ¿Y el casco? (Viéndolo.) ¡Ah! (Registrando el forro del casco, sin soltar de la mano la sombrilla.) ¡Cómo! ¿No está?

     MARCELINA. (Abriendo la puerta del cuarto número once, para que salgan NENAY y LEÓN.) -¡No tardes mucho!

     LUISA. -¡Ay! (Asustada se echa a correr a su cuarto, llevándose el casco enganchado en el varillaje de la sombrilla.)

     LEÓN. (Al verla correr.) -¿Qué le ha dado?

     NENAY. -No sé.

     VIRGILIO. (Acomodándose a la puerta de su cuarto, sin levita ni sombrero, y secándose la cabeza con una toalla.) -¡Me ha parecido oír gritar a LUISA...!

     MARCELINA. (A NENAY y LEÓN, que están todavía en la puerta.) ¿Qué ha sido eso?

     NENAY. (Riendo y fuerte.) -¡Alguna sorpresa desagradable!

     CANUTO. (Oyendo en voz.) -¡Ella!

     LEÓN. -¡No se ha llevado mal susto!

     TÁRSILA. -¡La voz de León!

     FELIPE. (Asomándose a la puerta de su cuarto, en mangas de camisa y peinándose.) -Ese grito...

     MARCELINA. -No me hagas esperar. (Se mete en el cuarto número once.)

     NENAY. -Pronto acabamos. (Vase con LEÓN.)

     SEVERINO. (Aparece en la puerta de su cuarto envuelto en una sábana y blandiendo una espada.) -¿Marcelina aquí?

     TÁRSILA. -Venga usted. (Sacando a rastras a CANUTO.)

     CANUTO. -Pero..., ¿y si me revienta sobre lo otro? (En este instante se oyen dentro unos alaridos espantosos, que cesan enseguida, pero que hacen salir a la escena a SEVERINO, a VIRGILIO, a TÁRSILA y a CANUTO. FELIPE y MARCELINA van a salir también; pero al ver, el uno a su madre, y la otra a su marido, retroceden y se encierran en sus cuartos.)

     SEVERINO. -¿Quién berrea de ese modo?

     MARCELINA. -(¡Mi marido!)

     CANUTO. -¡La caldera, tal vez, que ha estallado!

     TÁRSILA. -No importa.

     FELIPE. -(¡Mi madre!)

     VICENTE. (Apareciendo en el foro.) -No se asusten ustedes. Es una ducha que Quico está propinando a la presión de banderillas de fuego. (Vase.)

     TODOS. -¡Ah!

     SEVERINO. -¡No es ella!

     VIRGILIO. -¡No es mi hija!

     TÁRSILA. -¡No es mi marido!

     CANUTO. -¡No es el reventador! (Cada uno dice en frase para sí, después de haber hecho un minucioso examen de la persona que le es sospechosa.)

     SEVERINO. -Vigilaré. (Entra en su cuarto.)

     VIRGILIO. -Lo mejor será irnos enseguida. (Vase al suyo.)



Escena XI

TÁRSILA y CANUTO, en la escena. MARCELINA, en su cuarto, y VIRGILIO, que entra después en el cuarto número once, por la puerta de comunicación.



     MARCELINA. -Si me sorprende... ¡Qué angustia!... No me siento bien.

     TÁRSILA. -Hay que registrar todo el establecimiento, a ver si damos con algún indicio.

     MARCELINA. -¡Me falta aire! (Yendo a la puerta de salida del cuarto.) No, por aquí no. Esta puerta... (Yendo a la de comunicación cuyo pestillo descorre), cerrada.

     CANUTO. -¡Ah! (Viendo el sombrero de Nenay.)

     TÁRSILA. -¿Qué?

     CANUTO. -¡El sombrero de Nenay!

     TÁRSILA. -¿Ese?

     CANUTO. -Con pareja.

     TÁRSILA. -¡Entonces, este otro debe ser el de mi marido! (Descolgándolo y volviéndolo a colgar, después de apabullarlo al reconocerlo, por el nombre del fabricante.) ¡Justo! Albacete. ¡El nuevo!

     CANUTO. -Pues ya no lo es. ¡Y aquí una carta!... (Recogiendo la que cayó del casco.)

     TÁRSILA. -Que sin duda traía preparada, por si no podía hablar con ella, y se habrá caído ahora del sombrero. Ábrala usted. ¿Qué dice?      CANUTO. (Leyendo.) «¿Me quieres?»

     TÁRSILA. -Siga usted.

     CANUTO. -No puedo.

     TÁRSILA. -¿Le falta a usted el valor?

     CANUTO. -No; es que se ha concluido. Debe ser alguna frase convenida.

     TÁRSILA -¡Cómo! ¿No hay más? No importa; eso basta.

     MARCELINA. (Llamando discretamente a la puerta de comunicación.) -¡Vecino!... ¡Vecino!... ¡Abra usted!

     TÁRSILA. -Están ahí.

     CANUTO. -Así parece.

     TÁRSILA. -Pues adentro. Usted, diríjase a mi marido, porque si le acometo yo, le ahogo.

     CANUTO. -No haría usted más que su deber.

     TÁRSILA. -Usted le presenta a León esa carta, y yo esta otra a Nenay; y a ver por dónde respiran.

     CANUTO. -¡Toma! Por cualquier parte.

     MARCELINA. (Llamando siempre a la puerta de comunicación.) -¡Favor!... ¡Socorro!...

     VIRGILIO. (Entrando en el cuarto número once, ya vestido y con sombrero.) -¿Qué ocurre? Una señora... ¿Se siente usted mal?

     TÁRSILA. (Preparando la carta firmada por NENAY.) -¡Ea, a la irrupción!

     CANUTO. -¡De los bárbaros! (Entran.)

     LOS DOS. (Viendo entrar bruscamente a TÁRSILA y a CANUTO que se ponen delante de ellos, enseñando cada cual su carta.) -¡Eh!

     MARCELINA. -¿Se puede saber lo que ustedes desean?

     TÁRSILA. -Se necesita tener muy poca lacha, para, delante de este caballero que viene conmigo, preguntar lo que deseamos.

     VIRGILIO. (Leyendo la carta que CANUTO tiene en la mano y le presenta.) -Y a usted, ¿qué le importa, si yo le quiero o no?

     CANUTO. -A mí, nada, pero a su esposa de usted...

     TÁRSILA. -Poco a poco. Ese señor, no es mi marido.

     CANUTO. -¿Ahora salimos con esa? Entonces vámonos.

     TÁRSILA. -¿Sin decirle nada a Nenay? Como usted guste.

     MARCELINA. -(Nenay... Alguna imprudencia... ¡Infeliz!)

     CANUTO. -¡Pero si esta señora tampoco es Nenay!

     TÁRSILA. -¡Cómo! ¿Usted, no es...?

     MARCELINA. -¡Yo soy la esposa del coronel de caballería! (Se me escapó.)

     TÁRSILA. -Por muchos años. Vaya, pues usted dispense.

     CANUTO. (A VIRGILIO.) -Lo mismo digo; porque ahora veo que es sin duda al señor coronel a quien tengo el gusto de dirigirme.

     VIRGILIO. -Precisamente.

     MARCELINA. -(Buen rasgo para salvar mi decoro.)

     TÁRSILA. (A VIRGILIO.) -Estoy confundida...

     MARCELINA. (Aparte a CANUTO.) -¿Pero esa Nenay?... Porque yo soy... (Conteniéndose.) (No; me iba a vender.)

     CANUTO. -(¡Cómo! ¿Nenay también? Pues entonces, este es el belén del agente. Se conoce que la llegada del marido les ha aguado la fiesta.) (Aparte a MARCELINA.) Ahora que no mira el señor coronel, tome usted esta carta. (Dándole la del casco.) Nadie lo sabrá... (Alto a TÁRSILA, saliendo con ella del cuarto.) Vamos. Aquí estamos ya de sobra. (Salen del cuarto.)

     MARCELINA. -¿Qué gente es esta?

     VIRGILIO. -Ni lo sospecho.

     CANUTO. -Buena plancha, señora. El coronel y la coronela..., marido y mujer...

     TÁRSILA. -Pero lo positivo...

     CANUTO. -Lo positivo es que está usted chiflada.

     TÁRSILA. -¿Y esta carta? (Por la de NENAY, que se guarda.)

     CANUTO. -Una mistificación.

     TÁRSILA. -¿Y ese sombrero?

     CANUTO. -Otro cualquiera igual al suyo. (¡Pobre mujer! No he de decirle yo que la coronela es la NENAY a quien busca.)

     TÁRSILA. -Mi marido le ha calificado a usted bien. (Carabao...,

carabao...)

     CANUTO. -¿Cómo?

     TÁRSILA. -Nada; me llevo la canoa de León, y así no podrá salir el establecimiento sin que yo le vea. (Pasa al cuarto número cinco, llevándose el sombrero de León.)

     CANUTO. -Que usted se alivie. Ya sabía yo que mi mujer era incapaz de... Me refrescaré aquí un poco. (Se sienta a mirar ilustraciones.)

     VIRGILIO. -¿Y qué puedo hacer por usted?

     MARCELINA. -Mandar que me acerquen un coche.

     VIRGILIO. -Con mucho gusto. Saldrá por este lado, para evitar... (Es muy guapa.) (Vase por la puerta de comunicación, saliendo poco después por la del cuarto número diez, que deja abierta.)

     CANUTO. (Viendo grabados) -«La señora del Cardenal Cisneros...» ¿Cómo? ¡Ah! «La señera.» La vista me va dejando. «La ciega en cueros...» ¡Jesús! No. «La siega en Quero.» Esto baja. (Por la vista.)

     MARCELINA. (Leyendo la carta.) -¿Si le quiero? ¡Qué osadía!

     VIRGILIO. (Golpeando la puerta del cuarto de su hija.) -¿Has concluido? Pues date prisa. (Mientras sale, voy por el coche. Me ha gustado la coronela.) (Vase por el foro.)



Escena XII

DICHOS, menos VIRGILIO; a poco FELIPE, LUISA y QUICO.



     CANUTO. -¿Cómo harán los periodistas para no escribir más que lo justo que cabe en el papel?

     FELIPE. -Está esto bueno. Pues yo me lo dejé en la percha. (A CANUTO.) ¿Usted no ha visto por casualidad un casco?

     CANUTO. -¿Un casco? No, señor.

     FELIPE. -(¿A que se lo ha entrado Quico por equivocación a otro bañista?) (Viendo abierta la puerta del cuarto número diez, entra en él.)

     LUISA. (Saliendo del suyo.) -(Ahí dejo el casco.) Cuando quieras. ¡Cómo! ¿Se ha ido? (A QUICO.) ¿No sabe usted dónde está el señor Coronel?

     QUICO. -Ahí entró, en el ocho. (Vase.)



     FELIPE. (Entrando en el cuarto número once por la puerta de comunicación.) -Aquí tampoco.

     MARCELINA. -¡Eh! ¿Quién?

     FELIPE. -(¡La coronela!)

     LUISA. -¿Se puede? (Golpeando en el cuarto número ocho.)

     SEVERINO. (Dentro.) -Adelante. (LUISA entra, y sale a poco dando un grito al ver su equivocación.)

     MARCELINA. -Necesito que usted me explique...

     LUISA. -¡Ay! Papá..., papá...

     CANUTO. -¿Qué le pasa a usted, señorita?

     LUISA. -Que... no encuentro a mi padre.

     CANUTO. -Pero usted, ¿de quién es hija?

     LUISA. -Del señor Coronel.

     CANUTO. -¡Ah! Pues lo tiene usted en este cuarto. (Por el once.)      LUISA. -¿Sí? Voy. (¡Qué susto y qué vergüenza!)

     CANUTO. -Puede usted entrar; está vestido.

     LUISA. -Gracias. (Entra un el cuarto número once.)



Escena XIII

DICHOS, VIRGILIO y VICENTE; después QUICO.



     MARCELINA. -¿Otra invasión?

     FELIPE. -¡Luisa!

     VIRGILIO. (Entrando en el cuarto número siete.) -Niña, niña...

     LUISA. -¡Felipe!... ¡Con una mujer!...

     FELIPE. -Ha sido que yo...

     LUISA. -Es inútil.

     VIRGILIO. (Saliendo del cuarto número siete con el casco de Felipe en la mano.) -¡Un casco en el cuarto de mi hija! ¡Horror!

     VICENTE. (A VIRGILIO.) -¿Le pasa a usted algo?

     VIRGILIO. -Iré al cuartel y hablaré con su jefe. Esto no puede quedar así.

     QUICO. (A VICENTE.) -Que suba ustet enseguida.

     VICENTE. -Voy. (Vase.)

     VIRGILIO. (A QUICO.) -A ver, tú; ¿qué cuarto tiene el militar?

     QUICO. -Este. El ocho. (Vase.)

     VIRGILIO. -Se lo hago comer. (Entra en el cuarto número ocho.) Oiga usted, pillastre...



Escena XIV

CANUTO, en la escena. MARCELINA, LUISA y FELIPE, en el cuarto número once, después TÁRSILA, que viene del cuarto número cinco.



     MARCELINA. -Deje usted que se disculpe.

     LUISA. -No; todo ha concluido entre nosotros. Adiós. (Dirigiéndose a la puerta de salida.)

     FELIPE. -No saldrás sin oírme. (Cortándole el paso.)

     LUISA. -¡Ah! Por aquí. (Saliendo por la puerta de comunicación.)

     TÁRSILA. (Saliendo: a CANUTO.) -¿Pero usted va a pasarse el día desnudo?

     FELIPE. -Luisa... (Trata de salir por la puerta del cuarto número once, y retrocede, cerrando al ver a TÁRSILA.) ¡Ah! ¡Mi madre otra vez!

     CANUTO. -Ni me acordaba.

     TÁRSILA. -Venga usted, y le explicaré mi plan...

     LUISA. (Saliendo por la número diez y dirigiéndose a CANUTO.) -¡Por Dios, caballero, no me niegue usted su apoyo!...

     TÁRSILA. -¿Quién es esta joven?

     CANUTO. -La hija del señor coronel. Unos minutos; los precisos para adecentarme un poco, y...

     TÁRSILA. -Pues mi proyecto es el siguiente... (Entra con CANUTO en el cuarto número cuatro, sin cerrar la puerta.)



Escena XV

DICHOS y SEVERINO; a poco VICENTE.



     MARCELINA. -¡Ya! ¿Son ustedes novios?

     LUISA. -¡Qué desengaño! ¡Infame! ¡Con lo que yo lo quería!...

     SEVERINO. (Saliendo del cuarto número ocho, ya vestido, con el casco en la mano, y hablando con VIRGILIO, que está dentro.) -Aprenda usted educación, tío grosero. ¡Ah! Señorita, no sé cómo disculparme...

     LUISA. -¿Ese casco?...

     SEVERINO. -¿Lo conoce usted?

     LUISA. -Sí, señor. Pertenece a un militar que está ahí, en el once, en conversación con una mujerzuela.

     SEVERINO. -¡Mil bombas! Así se corrompe el ejército; yo le daré su merecido.

     LUISA. -¡Fuerte, fuerte!

     SEVERINO. -¡A ver..., canalla!... (Entrando en el cuarto número once con estrépito.)

     FELIPE. (Cuadrándose.) -(¡El coronel!)

     MARCELINA. -¡Severino!

     SEVERINO. -¡Marcelina! ¿Tú encerrada con un soldado?

     MARCELINA. -No vayas a pensar mal...

     SEVERINO. -¿Qué carta es esa? (Arrebatándole la que le dio CANUTO, que aún conserva en la mano.)

     MARCELINA. -(¡Qué complicación!)

     SEVERINO. (Leyendo.) -«¿Me quieres?» Estas eran las misas.

     FELIPE. -(¡Cómo! ¿Mi carta? Me parte.)

     MARCELINA. -Óyeme...

     SEVERINO. -Toda explicación está de más. (Guardándose la carta, y dando el casco a FELIPE.) Tú, toma esto, y al cuartel volando. Ya te ajustaré yo las cuentas.

     MARCELINA. -Escucha...

     LUISA. (Al ver salir a FELIPE.) -¡Castigo del cielo!

     FELIPE. -Moriré pensando en ti, Luisa. Soy inocente. (Vase por el foro.)

     LUISA. -¿Qué dice? ¡Morir! ¡Era inocente!

     SEVERINO. -Entre nosotros, ya no existe nada de común. (Saliendo del cuarto número once.)

     VICENTE. -¿Qué es esto, se va sin pagar?

     MARCELINA. -Te seguiré. (Saliendo.)

     VICENTE. (A SEVERINO.) -Con ropa, una peseta veinticinco.

     SEVERINO. (Dándole un empellón.) -¡Que le pague a usted el demonio! (Vase por el foro.)

     MARCELINA. -¡Severino, Severino!... (Vase por el foro detrás de él.)

     VICENTE. -¡Pues me gusta!...

     LUISA. -¿Y mi padre?

     VICENTE. -¡Qué sé yo! ¡Ah, sí! Estaba furioso, blandiendo un casco, y se fue al cuartel.

     LUISA. -(¡Jesús! Ha visto el casco de Felipe. Está perdido. Le hará formar un Consejo de Guerra.) (Entra llorando en el cuarto número cuatro.)



Escena XVI

LUISA; TÁRSILA y CANUTO, en el cuarto número cuatro. En la escena, VICENTE; LEÓN, entrando por el foro; después NENAY.



     VICENTE. -Esto es peor que la moneda falsa.

     CANUTO. -¿Eh?,

     TÁRSILA. -¿Eh?

     LUISA. -¡Me lo fusilan!

     LOS DOS. -¿A quién?

     LEÓN. -¡No hay tiempo que perder! ¿Y mi sombrero? ¿Ha visto usted mi sombrero?

     VICENTE. -¡Para sombreros estoy yo!

     LEÓN. -Algún guasón me lo habrá escondido. ¡Pues lo reviento! (Entra en el cuarto número nueve, que ve abierto.)

     LUISA. -Y es mi novio, y le quiero mucho. Hay que impedirlo. Acompáñeme usted al cuartel.

     CANUTO. -Si yo no le conozco...

     LUISA. -Ya preguntaremos allí. Se llama Felipe Cortina.

     TÁRSILA. -¿Qué?

     LUISA. -Y Correa, y es de Albacete.

     TÁRSILA. -¡Ay..., ay!... (Accidentada.)

     TODOS. -¡Señora!...

     TÁRSILA. -¡Es mi hijo, mi hijo amando sacrílegamente!...

     LUISA. -¡Su hijo!

     CANUTO. -¡El cura!

     TÁRSILA. -¡Madre infeliz! (Se desmaya en brazos de CANUTO.)

     LEÓN. (Saliendo del cuarto del número nueve y entrando en el cuarto número cinco, que está también abierto.) -¡Como yo averigüe quién ha sido!...

     LUISA. -¡No perdamos tiempo!

     CANUTO. -¿Y dónde dejo yo este fardo?

     LUISA. -¡Si llegásemos tarde!

     LEÓN. (Saliendo del cuarto número cinco con el sombrero apabullado.) -¡Me lo han hecho una tortilla! (Viendo a DON CANUTO, que está en el cuarto número cuatro.) ¡Ah, don Canuto! (Risueño, hasta que ve a TÁRSILA.)

     CANUTO. -(¡El marido..., el agente..., el tuerto!

     LEÓN. -¡Qué veo! ¿Társila en sus brazos? ¡Por fin, voy a reventar a uno! (Entra en el cuarto número cuatro.)

     CANUTO. -(¡No será a mí!) (Le echa a su mujer encima, y sale corriendo del cuarto número cuatro.)

     NENAY. -Pero este don León, ¿dónde se ha metido?

     LUISA. -¡Ah! ¿Vamos? (Cogiéndose a CANUTO.)

     CANUTO. -A paso de carga.

     NENAY. -¡Canuto! ¿Tú aquí con una mujer del brazo?

     CANUTO. -¡Nenay!..., ¿y el agente?... Ya hablaremos. Tengo que ir al cuartel de caballería.

     NENAY. -¡Te sigo, monstruo! (Se pone el sombrero, y se va tras él.)

     LEÓN. (Zarandeándola.) -¡Társila, si no vuelves en ti, te deslomo!

     TÁRSILA. (Incorporándose.) -¡Oye, bárbaro!

     LEÓN. -No oigo nada, ven. (Arrastrándola.)

     TÁRSILA. -¡Qué tenazas!

     LEÓN. (Saliendo con TÁRSILA del cuarto número cuatro.) -¡Don Canuto!... ¿Dónde está don Canuto?

     VICENTE. -Se ha ido al cuartel de caballería.

     LEÓN. -Pues allá vamos todos. Aprieta el paso. (Vase con TÁRSILA por el foro.)

     VICENTE. -¡Señora!... Una peseta veinticinco...



Escena XVII

VICENTE; VIRGILIO, que sale del cuarto número ocho, con el sombrero puesto, todo mojado, y con el traje hecho una sopa.



     VIRGILIO. -¿Y mi hija?

     VICENTE. -¡Eh! ¿Qué es eso?

     VIRGILIO. -Una gracia del coronel, que me ha zambullido en el baño, vestido y todo.

     VICENTE. -¡Jesús! Pues la niña se ha ido al cuartel.

     VIRGILIO. -(Tras del soldado... Me mudo de ropa, y al cuartel, aunque me lleven en parihuela.) (Vase tambaleando y arrojando agua por la boca. Vuelve a oírse dentro los gritos desaforados del señor de la ducha.)

     VICENTE. -¡Anda!... Otra vez el de la ducha... Va a perforarlo como una criba. So... Quico, so... ¡Alto el fuego! (Vase corriendo. Telón rápido.)



FIN DEL ACTO PRIMERO

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