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La casa de la columna. Leyenda

Antonio Joaquín Afán de Ribera






I


Luz de mi alma,
sol de los soles,
aura de vida,
flor de las flores,
maga que alientas
mis ilusiones,
estos conceptos
plácida acoge
como memoria
de puros goces
que hoy la desgracia
deshace y rompe.






II

Dos meses después de pronunciadas por el triste Boabdil, ante los Monarcas Católicos, aquellas célebres palabras de «tuyos somos, Rey invencible; esta ciudad y reino te entregamos; confiado usarás con nosotros de clemencia —26— y de templanza», y que le sirvieron de  despedida para marchar a sus nuevos estados de la Alpujarra, uno de sus xeques1 más valerosos, que aunque joven había vertido repetidas veces su sangre en defensa del vacilante  trono, y que pertenecía a la tribu belicosa de los Gomeres2, llamado Andallá3, no satisfecho del trato del vencedor, se dispuso a partir al África.

Honda pena producía esta resolución en el noble musulmán; dejaba dentro de la última línea de murallas de la alcazaba4 una inocente y bellísima mora, que era el ídolo de su  amor, y cuya imagen no podía olvidar. Pero el padre de aquélla, más avaro que buen creyente, no cambiaba su cómodo palacio y sus fértiles tierras por la ignorada suerte que le pudiera caber en los arenales africanos. Hasta trataba de convertirse a la religión de los opresores, y una formal negativa fue lo que oyó Andallá con estas palabras del anciano.

-En Granada he nacido y en ella moriré, y mi hija no se separará  de mi lado. Tal lo quiere el destino.

El joven Gomer salió de la casa con la frente inclinada; y dirigiendo una mirada de inmensa ternura a Leila, que le contemplaba —27— desde un elevado ajimez5 señalándole el cielo, vertió una lágrima de fuego, y hundiendo los acicates al berberisco alazán cruzó a escape la puerta de Bib-al-honut6.




III

¡Que hermosa es la primavera en Granada!

La atmósfera se perfuma con el aroma de los miles de flores que brotan de su suelo bendecido; un sol esplendente ilumina sus días; estrellas de purísimo fulgor alumbran sus noches; el alma se eleva a glorificar la obra del Supremo Hacedor, y el pecho se ensancha aspirando la salud que a Aquél plugo conceder a este humano paraíso.

Pero Leila se mostraba indiferente a tales encantos. No queriendo abandonar la estancia desde donde vio por última vez a su amante, pasaba las horas tras de las caladas celosías del altísimo mirador.

Desde aquel sitio se descubría un horizonte capaz de hechizar al menos entusiasta a los pies la ciudad, bordada de huertos y miradores hasta las mismas orillas del Dauro; a la izquierda la regia mansión de los Alhamares7, con su cinturón de torres y fortalezas; —28—  a la derecha las que defendieron hasta entonces a los bizarros Zenetes8 y a los expulsados de Baeza, con su puerta de Bib-Elecet9 y su  castillo de Bi-Monaita, más allá la Vega, rebosando de lozanos sembrados y frondosas alamedas, cubriendo el curso del plateado Genil, y a lo lejos los volcánicos picos de la Sierra  Elvira, los enhiestos de Parapanda y de Loja, uniéndose con los que sobresalen a las nubes  en la Nevada Sierra.

Allí, como queriendo traspasar las cumbres del Veleta, es donde se fijaban los ojos de Leila. Sabía que detrás un mar azulado agitaba  sus ondas, y soñaba en que las brisas del Estrecho, que franquearan las huestes de Tarif, traerían los suspiros del nunca olvidado amante a la que firme y cariñosa los aguardaba.

Al amanecer un día de los primeros de mayo, en la ventana de Leila se posó una pareja de oscuras golondrinas. Sus alegres chirridos indicaban el placer de encontrar el ansiado albergue, y con rápidos giros saltaban al alféizar, donde se conservaba el nido del año anterior.

La joven, al asomarse como de costumbre a mirar a la sierra, quedó sorprendida de la llegada de las viajeras. ¡Ah! ¡Ellas quizá horas —29— antes se posarían en el lugar de sus ensueños; y con el impulso de sus negras alas, eran capaces de volver en raudo vuelo adonde se dirigía su pensamiento!

Desde entonces no se cuidó de otra cosa sino de acariciar a los pajarillos.

Estos correspondían a su afecto, y se familiarizaron hasta posarse en sus hombros.

Entonces descubrió que entre sus cuellos tenían arrollada una leve cinta del mismo color  de las plumas.

La curiosidad femenil, aumentada con la esperanza, no la permitieron sosegar hasta que  logró desprenderlas.

¡Y gozo inefable! en su idioma patrio leyó  lo que sigue:

«La ausencia mata, pero siempre aguardo».






IV

Mezclado el pesar con la alegría, vio partir en el otoño a las aladas mensajeras. ¡Qué triste invierno pasó la pobre niña! ¿Llegarían salvas a su destino? Porque no cabía duda que  su punto de reposo tenía de ser la ciudad santa de los árabes: Tetuán, la de los altos alminares, la de espaciosas mezquitas, tan respetadas —30— por los sectarios10 del Profeta. También  las aves llevaban otro lazo con estas inscripciones:

«Esperar es vivir».



Nunca la estación de la rosas11 fue deseada con mayor anhelo.

Los primeros brotes de los almendros en los adarves12 moriscos, le semejaban la llegada del risueño mes, y la primera mirada que a la inmensa extensión que desde la ventana se  descubría arrojaba la joven, era para aguardar la vuelta de las que habrían de traer la  tranquilidad a su agitado espíritu.

Volvieron las golondrinas, pero ¡amarga decepción! ninguna con motes13 ni cordones.

Una fiebre violenta acometió a la beldad a causa de semejante olvido, y no hubo sabio alfaquí14, ni venerado santón, que acertase con la medicina. El padre se arrepentía de su dureza, cuando en calurosa tarde de junio una pequeña cabalgata se detuvo ante la entrada del palacio.

Era Andallá y cinco esclavos que le acompañaban solicitando ser introducidos.

La escena que se representó ya se la pueden figurar los lectores. Leila se alivió como por ensalmo, hubo perdón y consentimiento —31— paterno, y añaden viejas historias que figuraron tiempos después en el padrón de los cristianos convertidos.

Sí consta que desde aquella fecha se tuvo una singular predilección a las golondrinas que gozaron de facultades especiales para anidar en todos los techos del edificio, por más que manchasen el mármol de los pavimentos y el alicatado de la ensambladura.

El ajimez se conservó con exquisito cuidado, y diestro artífice grabó en sus bordes las frases que las golondrinas trajeron y llevaron en sus cuellos.

Lo que ambos amantes hablarían desde el pintoresco sitio, contándose sus duelos ya pasados, y sus esperanzas futuras, son de esas cosas que por sabidas pueden omitirse.




V

Hoy, subiendo el trozo de la empedrada cuesta que desemboca en el carril arrecifado que desde Santa Isabel conduce a San Nicolás15, se ven restos de un grande caserón, y en la parte más alta, en una torrecilla de forma irregular, desde donde se descubre y domina todo el paisaje, aun existe un balcón de estilo —32— árabe, partido en dos por un elegante trozo de mármol blanco que lo sostiene.

Entre el vulgo es conocido el edificio por «la Casa de la columna», y aun sirve de descanso a las errantes viajeras.





FUENTE

Afán de Ribera, Antonio Joaquín. Las noches del Albaicín: tradiciones, leyendas y cuentos granadinos. Vol. 2. Los Huérfanos, 1885, pp. 25-32.



Edición: Pilar Vega Rodríguez.



 
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