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La casa de los Telarones. Leyenda

Antonio Joaquín Afán de Ribera






I

El desocupado transeúnte que, sin miedo a las rondas y a los malos encuentros, hubiese pasado la noche del 24 de abril del año  de 1774 por la callejuela llamada de las Faltriqueras de San Gregorio el Alto, después del toque de ánimas1, dado por las campanas de la ya iglesia colegiata de Nuestro Salvador, de seguro que se hubiera quedado estupefacto al presenciar el barullo y las distintas afirmaciones con que narraban el suceso hombres y mujeres, niños y ancianos, todos con una discordancia de pareceres capaz de perturbar el cerebro mejor organizado.

-Yo he oído perfectamente el ruido de la lanzadera -decían unos.

-Yo he visto desde lejos moverse las telas como si millares de dedos humanos se empleasen, respondían los otros.

-Yo he visto al capataz de los incógnitos trabajadores, añadía una mozuela, y es bien parecido y de robustos brazos.

-Así lo quisieras, descocada, le replicaba una vieja. La Paquilla está siempre pensando en los buenos mozos, desde aquel coracero2 de la Guardia que la dejó plantada.

-Claro es eso, comadre Anacleta, afirmaba otra interlocutora; como que en lugar de ser un hombretón, la figura que se distingue  es poco más que el enanillo que enseñaban estas pascuas los saltimbanquis.

Y en estas murmuraciones y estos distingos tuvieron lugar de presentarse en escena un golilla3 con sus satélites precedidos de los más justicieros comisarios, todos para quedarse con la boca abierta y algunos grados de miedo contemplando un destartalado y ruinoso casaron, que por sí solo formaba una pequeña manzana, sin que una luz dejase ver sus resplandores por los resquicios de las carcomidas maderas, ni voz humana sonar en sus ámbitos.

Pero como la señora justicia no debe temer en el mundo a otra cosa que a la cólera celeste, el Alcalde del crimen4, después de un rato de pensarlo, hizo de tripas corazón, y echando por delante a sus adalides5 por lo que ocurrir —114— pudiera, dando cuerda a las linternas sordas, y alumbrado también con un par de hachas de viento, prestadas por un vecino solícito, se aventuró a empujar la puerta, que se entreabrió sin grandes esfuerzos, dando al penetrar la sacramental voz de «favor al Rey» y mostrando su vara a las telarañas, que no parecieron admirarse.

Como nadie respondiera, ni asomasen enemigos visibles, se recobró por todos el perdido espíritu y se practicó el registro más minucioso.

Nada hallaron, como no fuese algún que otro ratoncillo corretón, quedándoles sólo por conocer una habitación baja cuya puerta cerraba un grueso candado.

Esta vivienda ocupaba todo el frente del edificio, y dos enormes rejas con espesos hierros, incrustadas en la pared, servían para darle luz y ventilación. No tenían cristaleras ni postigos; y aquí de los efectos de la óptica; cada vez que se acercaba a ellas una linterna para distinguir el interior, parecía como que cruzaban seres sobrenaturales de diferentes edades y estaturas.

Pero los que unos aseguraban haber visto, era discutido por los restantes, que daban —115— pelos y señales6 de ser todo lo contrario de los primeros.

Para terminar esta confusión, el golilla se puso todo lo formal que sabía hacerlo; y mandando sellar con el de la Real Chancillería el misterioso candado, dictó auto7 de que para mejor proveer se aguardase la luz del sol, de terminación que por lo heroica mereció los mayores aplausos, y tal vez de los promovedores del escándalo, pues que al retirarse justicia y acompañamiento, como en muestras de alegre despedida, sonó un estrepitoso ruido, como si cincuenta telares principiasen de una vez sus funciones; cesando al minuto, y como por encanto, cuando atropellándose salieron por la puerta los invasores, tras de bastantes contusiones y juramentos.

No paró el Alcalde hasta el atrio de San Gregorio, desde donde ordenó poner otro sello sobre la puerta de entrada, y que dos alguaciles quedasen guardándolo; retirándose, a más que ligero paso, a buscar auxilio y participar a sus superiores el terrible acontecimiento.

Los ministriles, de los que uno había perdido un zapato en la huida, creyeron más prudente refugiarse en la inmediata hostería, los vecinos atrancar sus moradas, y sólo la Anacleta, —116— que tenía sus pespuntes8 de hechicera, fue la que dijo:

-Todas las justicias de la tierra no son bastantes a hacer que los telares del diablo dejen de fabricar sus mercancías.

¿Qué motivaba este dicho? ¿Qué poderosas razones trastornaban aquella parte de la población? Esto merece poner punto y aparte.




II

Seis meses antes de la noche en que ocurrió lo ya relatado, la casa a que nos referimos, que por lo anchurosa era a propósito para el tráfico de las lanas, fue traspasada por un menestral9 que mudaba de arte, a una familia que decían ser tejedores de cintas y proceder de Murcia, aunque esta suposición fuese puesta en duda por los del gremio.

Componíanla únicamente varones. El padre, que representaba tenía cincuenta años y tres hijos, el menor de veinte y el mayor de veintiocho. Su tez era más que morena, los ojos vivos y muy negros, espeso el cabello, y la complexión delgada, pero con gran de fuerza muscular. La raza árabe se notaba —117— en ellos a primera vista, por más que se presentaban como cristianos viejos y con sus documentos en regla.

El tío Sebastián denominaban al padre, y en lo que no cabía duda era, que más diestros artífices no habían existido en la ciudad.

Los comerciantes de la alcaicería10 que tanto género enviaban a las Américas, no les daban treguas ni descanso en sus pedidos, pues los rollos de cinta que les presentaban eran de un primor y una delicadeza exquisitos.

Empezaron las hablillas motivadas por estas preferencias, y a susurrar que sus maquinarias eran distintas de las de los otros oficiales, y que usaban objetos desconocidos hasta aquí en la fabricación. Lo que más chocaba al sexo femenino, y era causa de sus recriminaciones, lo constituían una rueca de la forma vulgar y acostumbrada, pero que por resortes ignorados no cesaba nunca en sus vueltas. Las devanaderas al hilo unidas, y a corta distancia colocadas, seguían el mismo rumbo; y la cabeza más firme se mareaba al contemplar tan vertiginosa carrera. Sebastián y sus hijos despreciaban estos rumores, continuando en sus faenas y llenando de telares las habitaciones del edificio. Pero como la ignorancia es —118— tan atrevida, y nadie puede sujetar la maledicencia, la santa Inquisición tomó parte en el hecho y dio con los tejedores en sus calabozos.

Pocos días permanecieron con ellos, pues explicaron los secretos de su industria, que todo era saber un poco más que la rutina de los demás maestros; mas no debió de gustarle la permanencia en Granada, pues liando su equipaje y desmontando sus artefactos, se fueron con sus habilidades a otra parte. Quedó cerrada la casa, y la gente dio en decir que estaba habitada por los duendes; y no pasaba semana sin moverse un tiberio11 que desvelaba el sueño a los moradores, a quienes el espíritu, no maligno, sino el rancio de la costa, no les había hecho tomarlo con gana. Y uno de estos estrépitos fue el ocasionante de los sucesos anteriormente relatados.




III

Dejamos a nuestros alguaciles haciendo como que guardaban la casa, y a todos con la curiosidad natural de ver lo que ocurría cuando el sol echara sus luces, y vamos a que al sonar las ocho de la mañana, el señor Alcalde del crimen —119— con acompañamiento reforzado se presentó ante la casa procediendo a quitar los sellos y a romper los candados y violentar las puertas, que cedieron fácilmente, excepto la de la sala baja, que pareció más dura de pelar. Rota al fin, penetraron en el local los asistentes, no hallando sino algunos maderos tendidos sobre las paredes como de haber servido de punto de apoyo y armadura a la maquinaria; unos agujeros poco profundos y como único mueble algo notable, unas devanaderas con unos pocos cabos de seda en sus brazos.

El desengaño de la concurrencia fue grande, pues donde esperaban hallarse con legiones de brujas y endemoniados, la más espantosa soledad se presentaba. Y tras de esto vino, como es natural, el regaño y la amenaza. El señor Alcalde con voz campanuda se lamentó de la ignorancia que calificó de supina, de una parte del vecindario, afirmando que sólo el viento al pasar por las rejas, y no encontrando otra salida, era el productor de los extraños ruidos que sonaban, si es que hubo ruidos, pues su merced tenía el convencimiento de que la santa Inquisición había concluido con todos los duendes habidos y por haber, —120— que por orden del ángel caído vivían antes con sus parientes los judíos y los moriscos, semilla que para bien de España extirparon unos Reyes de gloriosa memoria, y que por lo tanto prevenía a los vecinos muy severamente, que iría derecho a podrirse en la cárcel de Corte el iluso que volviera con andróminas12 y falsas referencias a molestar la atención de los tribunales. Como es de rigor, fue muy aplaudida la arenga, saliendo majestuosamente del edificio, y ordenando al propietario que al instante pusiera cédulas en sus ventanas.

Quedóse éste con otro amigo, y uno de los alguaciles, que gustaba de registrar escondrijos por si hallaba cosa de provecho, colocáronse pliegos de papel de estraza en los claros del piso principal, y trataban de retirarse cuando les vino a mientes el empleo que había de darse a las devanaderas. Los tres estaban uncidos a la coyunda del matrimonio, y querían regalárselas a sus prójimas, más que como grato recuerdo, por si conservaban la virtud de voltear con la rapidez que las había hecho notables.

El alguacil fue el primero que las agarró, al levantarlas del suelo, el aire, que sin duda no quiso obedecer las prescripciones de la autoridad, silbó despiadadamente, poniendo —121— en precipitada fuga a los tres sujetos. Ya en el patio, y temeroso de incurrir en las iras de su superior, el alguacil entró de nuevo, y haciendo un supremo esfuerzo, agarró las devanaderas, y triunfante con su conquista penetró en su morada.

No sentó bien a la esposa el presente, pero temerosa de la vara, que en cualidad de ministro de justicia abandonaba pocas veces, calló y las puso en un rincón de la cocina.

Aquella noche hubo gaudeamus en signo de haber obtenido la victoria, y asistieron a la cena, además del propietario y su compadre, otras dos mujeres, y por apéndice la tía Anacleta. Cuando más satisfechos se encontraban empinando el codo sin reparos, la conversación recayó sobre el mueble, sosteniendo que eran invenciones fantásticas las narraciones de los vecinos, y echando bravatas y alardeando de ser capaces de visitar hasta los profundos infiernos.

La Anacleta era la que estaba, contra su costumbre, callada y recelosa, cuando de pronto las malditas devanaderas quisieron tomar parte en el diálogo. Sonó un leve crujido, y desplegando las aspas, empezaron éstas a voltear tan ligeramente, que la vista no podía seguirles —122—. Quedóse estupefacto el concurso, el espanto paralizó sus miembros, y cuando trascurrieron algunos minutos, la vieja tachada de bruja hizo de las suyas, pues sacando una rueca que llevaba oculta, empezó a devanar una madeja invisible. Sin duda iría terminándose la operación, pues se levantó de la silla, encaminándose hacia la calle, donde la seguían andando, como si tuviesen humanas piernas, las endiabladas devanaderas. Es más, de la peana que las sostenía saltó repentinamente como un muñequillo vestido de fraile, tan alto como el codo, que haciendo visajes y carantonas, agarró un tizón de la chimenea, entreteniéndose en tiznar el rostro de las mujeres y de los hombres, que terminaron por caer insultados como colmo de su espanto.

En la época presente, nada de esto sería creíble, y se atribuiría el milagro a una enorme borrachera, pero en el pasado siglo ya era el asunto diferente.

Sin meternos a sostener otras afirmaciones, las crónicas lo que aseguran es, que las dichosas devanaderas se encontraron en el mismo sitio de la sala descrita, y que ninguna persona se atrevió a apetecer su mudanza. La Anacleta acrecentó más y más su reputación mágica —123—, y parece ser que murió de un encontronazo dado contra una veleta, al cabalgar en su escoba para dirigirse al aquelarre.




IV

Todavía existe, dando vista a la pequeña Placeta de la Cruz, a espaldas de unos cascajares, y en los estrechos callejones de huertos sombríos y solitarios que forman las llamadas Faltriqueras de San Gregorio, un agrietado edificio muy próximo a la ruina, y al que unánimemente llaman Casa de los Telarones.





FUENTE

Afán de Ribera, Antonio Joaquín, «La casa de los telarones», en Las noches del Albaicín: tradiciones, leyendas y cuentos granadinos. Vol. 2. Los Huérfanos, 1885, pp. 113-123.



Edición: Pilar Vega Rodríguez.



 
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