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La casa y su sombra

Teresa Lamas Carísimo de Rodríguez Alcalá



[7]

     La doble circunstancia material del lugar y del tiempo atribuye a estos relatos su valor de instructivos documentos y su especial sabor, que resultará exótico para muchos lectores, les traerá un eco remoto de vida remansada y fragante. La otra circunstancia que concurre en ellos -la singular destreza de la autora, encubierta felizmente bajo una naturalidad sin concesiones al alarde literario- contribuye poderosamente a su encanto y lo insinúa suavemente en el ánimo del lector, que cede a su hechizo sin advertirlo apenas y queda envuelto en la peculiar atmósfera que crean estas narraciones, gracias a una comunidad de espíritu y sentido que en ellas se sobrepone a la variedad temática y las convierte en expresión de una cosa única: la palpitación de un trozo de existencia humana dentro de estrictas coordenadas temporales y espaciales. Porque lo que en estas evocaciones e imágenes hay de permanente substancia humana se nos ofrece modelado en el cuño de esa fuerte particularidad por la cual únicamente cobran evidencia y calor los caracteres, los sucesos, los sentimientos y aún las ideas. [8]

     El escenario de estos episodios posee un aguzado relieve geográfico e histórico; muchos de los acontecimientos más dramáticos de la gesta americana -desde la Conquista hasta el presente- se han desarrollado en ese territorio, al que un relativo encierre (por su apartamiento de los litorales) ha permitido una sorprendente concentración de sus esencias genuinas. Una recapitulación entre lírica y épica de esas esencias se halla en el magnífico canto con que celebró el centenario de la independencia un alto poeta del Paraguay, Fariña Núñez. Tuve la suerte de releer ese canto secular hace muchos años, mientras en un viaje recorría parte considerable del país, como en rápida confrontación de un fragmento de esa realidad con las confrontaciones del poeta. Los relatos de la señora de Rodríguez Alcalá me mostraron luego otros aspectos: lo que es entraña simultáneamente histórica y doméstica; la vida ancha del contorno resonando en el grupo familiar y recogida en el recuerdo pintoresco, estremecido y piadoso.

     Tanto en aquellos relatos cuya substancia son recuerdos propiamente familiares como en los que describen casos y tipos de su país, la autora de Tradiciones del hogar demuestra una maestría consumada. La noble sencillez de la prosa, siempre expresiva y ajustada, atestigua por igual las dos condiciones que son indispensables atributos del narrador: el don nativo y la disciplina adquirida; que es como decir: la inteligencia proyectada de suyo hacia la comprensión y expresión, y la voluntad resuelta [9] y consciente de comprender y expresar de la mejor manera posible.

     En asuntos como los que maneja la autora, los riesgos son muchos y todos ellos han sido eludidos con una mezcla de tacto ingénito y de reflexión crítica. El empleo abundante del pintoresquismo, de los rasgos y términos más llamativamente regionales, que tanto refuerza sin duda el colorido y la eficacia de los escritos de esta índole, hubiera exigido, para el lector no coterráneo, explicaciones y claves que acaso destruyeran la inmediatez de la impresión, al imponerle algo así como una traducción continua de lo leído. La propensión al exceso sentimental es otro de los escollos de este género de literatura, en la que sale a luz lo más recóndito y conmovido del alma, el tesoro personal de los recuerdos. Con arte sutil, ambos inconvenientes han sido evitados, manteniéndose el localismo sin exceso y la emoción sin desborde. El resultado ha sido la diafanidad y la intensidad, la impresión de verdad y la legítima vibración cordial, la animación de personas y sucesos; en suma, una presencia efectiva de lo descripto, esa sensación de «realidad interesante», que son logros exclusivos del narrador auténtico, que sabe encontrar naturalmente su camino a igual distancia de los que frecuentan el seco cronista y el narrador de anécdotas, sólo interesantes para él y sus allegados.

     La autora -que goza de sólido y bien merecido prestigio- ha acertado a recuperar, con sus relatos, algunos tramos del pasado que le es inmediato, y nos pone delante de figuras, sentimientos y ambientes, [10] con esa misteriosa evidencia que sólo poseen las transfiguraciones del arte y que no es concedida a las reconstrucciones puramente históricas -salvo cuando el historiador se duplica en artista. Al mismo tiempo conocemos por sus escritos un temperamento y una sensibilidad de consumado escritor, y un sector de vida humana, apasionante por su veracidad y por el aliciente de la lejanía en años y -para muchos lectores- también en kilómetros; espectáculo que nos recrea con el atractivo del arte y ensancha nuestra experiencia de lo humano -esa experiencia en la que nos vamos reencontrando con nosotros mismos, y cuyo núcleo es el constante hallazgo y la comprobación de la variedad riquísima y de la fundamental unidad.

FRANCISCO ROMERO                              

Martínez (Buenos Aires), noviembre de 1952. [11]          



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Ruinas de la casa vieja

     De las sólidas paredes que durante siglos fueron abrigo de la familia a lo largo de las generaciones ya no quedan sino los hondos cimientos y bloques yacentes en tierra. Bloques en los que la consolidación de los ladrillos parece tener la fortaleza espiritual de esos vínculos forjados en todos los vaivenes de un largo vivir y que subsisten a través de todas las ruinas. Puestos un día, en los albores de la ciudad, unos sobre otros por manos del ignorado alarife colonial, esos ladrillos vivieron la vida del hogar, juntos asistieron al mecer de las cunas y al trance de las agonías; juntos vieron prosperar y decaer la familia y, ahora, al desplomarse bajo el peso de los siglos, humillados y tristes en su miseria, se resisten a desintegrarse como temiendo la separación. Y el pico pertinaz ha de clavarse con furia en el cemento que los liga, repitiendo sus golpes y profundizando poco a poco la herida hecha, para llegar a separar uno a uno esos ladrillos(1) que durante siglos estuvieron unidos en la erguidez maciza de los muros. [12]

     Caídas las anchas paredes, desplomados los techos, arrancadas las labradas puertas y ventanas y las rejas artísticas, primores de talla, he ahí delineadas por los cimientos las salas y las alcobas donde nacieron y murieron tantas generaciones de mi linaje. Viejo caserón de mis abuelos -¡qué ardiente melancolía enciende en mi alma el cuadro de tus ruinas! Por todos tus rincones veo pasar sombras que enternecen mi espíritu y me hacen revivir las horas de tu vida muertas para siempre.

     Las voces ancestrales se reaniman con ecos fabulosos, como si clamasen su dolor por la decadencia de la casona en cuyos ámbitos ellas resonaron, siglo tras siglo, en todos los tonos de la ternura y de la pasión; ya junto a las cunas de los advenimientos venturosos, ya a la vera de los lechos mortuorios; ora acogiendo a los bienvenidos que llegaban a la morada, ora despidiendo a los que marchaban a cumplir deberes de guerra o de civismo; por momentos en gozosos diálogos de amor o en graves pláticas sobre negocios del hogar o de la ciudad. Muy lejos parece asomar doña Úrsula de Irala, cuya fragante doncellez quinceañera fue consagrada a la pacificación de «la tierra» al darla su padre, el conquistador Domingo Martínez de Irala, por esposa al arrogante capitán Alonso Riquelme de Guzmán. Y después, arrancando de este tronco legendario, nueve generaciones de límpido abolengo cada una de ellas, con sus bravos soldados y sus frailes de temple evangélicos y sus monjas piadosas y, sobre todo, con sus esposas y madres paradígmicas. [13] Y llego así, en la décima generación, a los días en que mi madre juntaba bajo estos techos sus lágrimas de huérfana a las lágrimas de viuda de la autora de sus días cuyo esposo quedara en el campo de Estero Bellaco calcinado por el fuego de la guerra grande.

     Portal abierto sobre la vieja calle de la Ribera. Lo veo en las horas del alba, dar paso a las abuelas que salían con diligente apuro, envueltas en negras vestiduras, para asistir a la primera misa cuyo anuncio les llegara a la alcoba en el claro son de la campana. Sombra la retorcida calle, sombras vosotras, os veo al leve fulgor de los luceros descender el empinado umbral, hundir la prunela de las botinas en la calzada acojinada de arena, bajar hacia la Plaza y torcer luego para encaminaros a la Catedral, uniendoos en el camino a las amigas que iban a vuestro mismo piadoso menester. Y os veo regresar con el ánimo serenado por la dulzura de la comunión, y deteneros junto al portal entreabierto para epilogar con las vecinas la plática ingenua emprendida en el camino, mientras los primeros rayos del sol aclaran alegremente la calle.

     Jazmín mango que, junto al portal, parecía anticipar la cordialidad de la casona. Cuántas veces, imagino, lejanas abuelas hicieron en su mocedad ofrenda de sus flores a rendidos y apuestos galanes, y éstos se alejaron de las furtivas y fugaces entrevistas aspirando su perfume y volviendo la cabeza para posar la mirada en la figura gentil que en la [14] media sombra de la tarde emergía tímidamente del balcón...

     En el corredor, sostenidos por sólidos pilares, parecen resonar los pasos de muchas generaciones que a su sombra se acogieron en largas horas de tertulia y de labor. Allí veo el sitio de la abuelita centenaria que yo llegué a conocer, venerable figura cargada de años. Allí se instalaba ella, con el rosario en la mano, y allí recibía en la alta frente labrada de arrugas el beso de los que salían de la casa y la demanda de bendición con que hijos y nietos rendíanla reverencia. Las cuentas del rosario pasaban y repasaban sin cesar entre los dedos de la anciana, cuyos labios apenas se movían, como si su rezo fuese un íntimo gozar de las perspectivas de bienaventura presentidas por su fe en aquel dulce crepúsculo de su vida. En torno de la abuela, las jóvenes aplicaban su habilidad industriosa a las labores del encaje, del tejido o del bordado, mientras los pequeños de todas las edades discurrían de aquí para allá jugando incansablemente. Y no faltaba nunca en la tertulia, la vecina, la comadre o la ahijada que acudían llevando, con los materiales para su labor, la última noticia del pequeño mundo social que era Asunción: un noviazgo, la ordenación de un sacerdote, la enfermedad de persona amiga o el próximo sermón del Padre Frasquerí. Ligeras en el bienestar humilde de la tranquila tertulia, las horas pasaban rápidamente.

     La brisa vespertina trae ahora y difunde por el ancho corredor el toque de Ángelus que suena místicamente [15] en la campana de la Matriz y tras del cual una honda beatitud invade la casona. La abuela pónese de pie, venciendo sus achaques, y despaciosamente se santigua, une luego con unción las manos temblorosas y reza en voz alta la salutación ritual. Todas las mujeres han imitado su ejemplo, y los hombres que en ese momento llegan como a una cita, oran también en la misma actitud; que en aquellos tiempos dichosos, las prácticas cristianas eran a la vez gala de hombres y de mujeres bien nacidos. Acabado el rezo, la abuela da su bendición, apóyase en alguna de las hijas y se retira a su aposento para recogerse. En vano la ruina ha echado abajo el viejo corredor, porque mis ojos lo reconstruyen en su animación de los días idos para siempre, y un tropel de voces oídas en las evocaciones del pasado secular sale a mi encuentro y me repite los temas de las virtuosas asambleas familiares...

     Y reconstruyo, también, el destruido salón. Es la hora que sigue a la cena y todavía vaga por la casona el eco de la oración elevada a Dios en acción de gracias por el pan de ese día. La madre y las hijas se han reunido en el salón porque aguardan visita de cumplido y no es el patio cubierto de florecidas enredaderas, ni el corredor sombrío, donde pueden recibirla. El padre ha salido para asistir a una grave reunión de cabildantes. Llaman quedamente a la puerta y una esclava acude. Entra alguien y la voz de la doméstica anuncia un nombre. Oigo en la reconstrucción imaginativa de la escena, la voz de la madre -¡lejana abuelita!- que invita [16] a pasar adelante. El recién llegado pone en manos de la negra una airosa capa y la chistera refulgente y avanza luego hacia el estrado donde la señora mayor le acoge afable aunque ceremoniosamente. Y veo también, en la total evocación que reanima ecos y figuras, a la joven damita a quien la visita ha conmovido y en cuyos ojos azorados se clava el mirar escrutador y malicioso de hermanas y primas. Saludos afectuosos, aunque no exentos de cierto estiramiento. La conversación se inicia y se mantiene entre el visitante y la señora mayor. Aquél es el novio de Lolita, pero entre los prometidos, sólo hay furtivos cambios de mirada, después del apretón de manos con que se comunicaron la efusión de sus almas. Y pasan los años. En aquella Lolita del lejano romance, veo a la madre que repite en el viejo salón la misma escena, y a la vuelta de más años, aquélla es ya la abuela agobiada bajo el peso de un largo vivir y que al toque de Ángelus se pone en pie, se santigua y reza alabando a Dios y pidiendo su bendición para el hogar del que muy pronto va a partir...

     Pero no ya suspiros de enamorados tiemblan ahora en el salón. Una gran congoja lo conmueve. Doble fila de cirios lo alumbran lúgubremente. Vélase allí un muerto -¡cuántos, cuántos, Dios mío, en el transcurso de siglos!- y junto a él llora su viudez la esposa o su orfandad el grupo de hijos -que fueron siempre muchos los hijos nacidos en la casona- o su esperanza malograda la madre cuyo niño yace yerto. Viejo salón que ya no existes, pero [17] que yo reedifico y veo en todos los detalles de la vida familiar -¡cuántas mudanzas vistes sucederse, y cuántos ecos contrapuestos, de alegrías y tristezas, de risas y lágrimas, guardaste en tus rincones hasta el día en que tus paredes viniéronse abajo! ¡Cuántas veces, mientras entre tus cortinados se animaba la tertulia con el chisporroteo de algún ánimo ingenioso, por las ventanas llegó el tumulto de la pendencia colonial bullente en la penumbra de la calle! ¡Cuántas veces la conversación fue entre tus muros interrumpida por el ruido de armas de un piquete del Dictador Francia, que pasaba cortando siniestramente el silencio de la noche, en el terror de aquellos días, para cumplir alguna trágica misión! Ruido de armas... Veo a las abuelas acurrucarse miedosamente en los grandes sofás, mientras ponen el oído atento al escalofriante rumor que pasa. ¿Se detienen? ¡Virgen Santa, si vendrán a casa! Se oye en el salón el latir de los corazones. Alguien se arriesga a sacar la cabeza por un balcón para aguaitar recelosamente. El piquete no se ha detenido. Allá va, calle abajo, a golpear quien sabe en qué puerta señalada por el rigor del déspota para dar entrada a su venganza. Vuelve la calma, pero nadie dice una palabra; todos callan, porque el espanto de la época sella los labios, hiela la confianza y se cierne en una angustia de muerte sobre la ciudad y los hogares.

     Y de nuestra pasada guerra -la de 1865- ¿qué me dice el viejo salón que mis remembranzas reconstruyen? ¡Ah, cuántos días de dolor, de angustia, de [18] lágrimas y duelos! Allí, entre esas paredes, el novio que marchó a la pelea hizo su visita postrera y, con anuencia de la madre, puso sobre las mejillas de la prometida el beso que no habría de repetir. Allí se rezaron las novenas por el padre, el esposo, los hijos y hermanos que cayeron en las batallas y que allá lejos yacen para siempre en ignoradas sepulturas. Desde esa ventana las mujeres y los niños que en la casona quedaron, dieron el último adiós de su desesperanza a los que el huracán de la guerra se llevaba. Y un día, el más triste de los días, ese salón se cerró y las damas que en él ejercían el señorío de su gracia salieron de la casa, abandonaron la ciudad y marcharon sin destino, en éxodo fabuloso a través de su infortunio. Salón de la vieja tradición familiar que no existes -¡con cuánta realidad se levantan tus muros caídos y en las ventanas se agitan los cortinados movidos por la brisa de la tarde, y del amplio ruedo de butacas álzase el romántico rumor femenino de tres siglos de tertulias!

     ¿Y lo que fue comedor de la casona? Humea la sopa en la ventruda sopera y la lámpara pendiente del techo esparce su oscilante luz roja a través de la pantalla. Todos están ya en torno a la mesa. En una y otra cabecera el padre y la madre; junto a ésta los hijos más pequeños. Siéntese en el ambiente el abrigo de un dulce y perfumado calor de familia. Imagino que afuera llueve y hace frío, y que el ver caer la lluvia a través de los cristales acentúa el bienestar hogareño. Antes de empezar la cena, el [19] padre bendice la comida, después de santiguarse devotamente. ¡Qué encanto el de esas modestas colaciones, hechas en la santa paz de la familia! La madre y las hijas entran cada día en la cocina a practicar sus destrezas y el padre y los hermanos alaban complacidos el sabor de los manjares. Que así fueron las abuelas: tan señoronas en el estrado brillante, como expertas en las obscuras faenas de la casa, a las que ponían mano con acendrado deleite que florecía en la perfección de un plato, en el primor de un tejido o en el esmero de una costura.

     ¡Caserón de los abuelos! La tradición de la ciudad en cuya página más lejana yérguese tu amplia fábrica, parecía haberse refugiado entre tus paredes, cuando las cosas y las gentes sufrieron las tristes mudanzas de los tiempos. Por sobre tus muros emergía un romántico perfume de leyenda. Un grano de incienso parecía arder y levantar su llama perfumada al pie de la Santa Imagen, en la alcoba penumbrosa de donde volaba el eco de una prez. El paso de las muchas generaciones que en tus aposentos nacieron y vivieron resonaba bajo tu imponente tejado, y en tu acera vagaba un eco del pasar ansioso de los galanes que acechaban en tus rejas voladas la gentil presencia deseada. Yo miro tus ruinas, caserón de mis abuelos, y sólo veo tu vieja estructura intacta y oigo en tu corredor y en tus salas las voces familiares que silenció la muerte... [20]



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El virrey que se enamoró de la «belleza asunceña»

     La imagen de aquella lejana abuela mía quedárame grabada en el espíritu por el misterioso buril de los ensueños que ella misma suscitaba. Soñaba con esa imagen, dormida y despierta, fascinada por cuanto sobre su belleza singular y su noble señorío oía frecuentemente hablar a las viejas señoras de mi familia, en el multisecular caserón solariego de la calle de la Ribera.

     Llamábase María Magdalena Iglesias aquella tatarabuela de mi madre, y era hija del capitán don Juan Bautista Iglesias y de doña María Ángela Fernández de Balenzuela, por quien descendía, a través de cinco generaciones nacidas en hogares santificados por Dios, de doña Clara de Guzmán y de su esposo el capitán don Alonso de Rojas Aranda, siendo doña Clara «hija legítima de doña Blanca Riquelme de Guzmán y de su esposo el capitán García de Benegas, hija esta doña Blanca del capitán don Alonso Riquelme de Guzmán, sobrino de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, y de su esposa doña [21] Úrsula de Irala y nieta, por consiguiente, del conquistador Domingo Martínez de Irala»(2).

     Complacía mucho a mis sentimientos de familia el clarísimo linaje de esa directa ascendencia mía, con el que entroncaban las casas que ganaron lustre en la conquista del Paraguay y que ocuparon el primer plano en su proceso histórico; pero, he de confesarlo, lo que más me seducía en la lejana abuela era la extraordinaria belleza y el singular señorío digno de su casta que la tradición constante le atribuía.

     Un día le pregunté, a una de mis tías, que a pesar de sus muchos años conservaba fresco el romanticismo de un grande y definitivo amor frustrado, a cuyo culto consagrara su vida, según lo narre en una página de Tradiciones del hogar.

     -¿Será verdad que la abuelita María Magdalena fue tan hermosa como ustedes la pintan al recordarla?

     Y esa tía mía, doña Antonia Carísimo Jovellanos, me agradeció, no lo dudé, la ocasión que mi pregunta le daba para solazarse en la evocación de su legendaria, bisabuela.

     -¿Qué si era tan hermosa y gentil como te la pintamos? Lástima grande es la pérdida de su retrato pintado al óleo, que nos acarreó nuestra dolorosa peregrinación en los días de La Residenta, cuando la guerra del 65, retrato en el que tú habrías [22] admirado la más peregrina figura de mujer. Yo alcancé a oír de labios de viejos antepasados la pintura de la abuela María Magdalena hecha con palabras de las que desborda la admiración. ¿No te he contado acaso el episodio del Virrey que se enamoró de ella?

     -Sí; te lo he oído contar, pero deseo que me lo cuentes otra vez.

     Mi deseo le proporcionaba un placer, porque aquella santa señora, que ya había sobrepasado los ochenta años, sentíase feliz cuando se sumergía en la dulce atmósfera del ensueño a que la llevaban sus románticos recuerdos.

     Y habló así:

     -Fue cuando mi bisabuela María Magdalena pasaba en Buenos Aires una temporada junto a deudos que allí tenía y en unión de sus padres. Ya su hermosura se había hecho notar en la capital del Virreinato y solían llamarla «la belleza asunceña». No te hablaré de los muchos galanes que suspiraron allá por ella y a los que ella hubo de desilusionar, pues su viaje a Buenos Aires había respondido liada menos que a prepararse para su próxima boda ya concertada en Asunción. En una suntuosa fiesta que se dio en los salones del Fuerte, que era el palacio virreinal, el Virrey no pudo poner recato a su admiración por «la bella asunceña», y se la hizo presentar o mejor dicho se le presentó él mismo con grave falta a las reglas del protocolo. El padre de la niña comprendió la situación y con tan extrema cortesía como inquebrantable firmeza decidió en el acto retirarse. María [23] Magdalena estaba ya destinada a ser esposa del Alférez de navío de la Real Armada y Regidor de la Asunción don Bernardo de Haedo y Escajadilla, a quien la niña debía, por lo tanto, el respeto de no incurrir ni en la más leve sospecha de coquetear con nadie, respeto del que su padre era severísimo mantenedor.

     Hizo la amenísima narradora una de las pausas que habituaba hacer para avivar el interés de sus oyentes por sus relatos; y yo, que conocía esta ingenua gala de su arte de cronista de los viejos tiempos, la complací con la consabida incitación:

     -¿Y después, tía Antonia?

     Ella gozaba ya, reproduciendo en su mente la escena que iba a contarme. Y tras de breve pausa prosiguió:

     -Ya señalado el día del retorno al Paraguay, un domingo acudió abuelita María Magdalena con sus padres a la Misa Mayor que se celebraba en la Santa Iglesia Catedral y en la que un hermano suyo, sacerdote, había de oficiar como diácono. Por ser el capitán Iglesias cabildante de la Asunción le fueron reservados, a él y a su esposa e hija, asientos especiales en el presbiterio. El templo congregaba a toda la sociedad empingorotada de Buenos Aires y era un fulgor de ricas mantillas con sus peinetones y de joyas y bandas que proclamaban el señorío del concurso. El Señor Obispo aguardaba al pie del altar al Virrey para recibirlo en cuanto éste pusiera los pies en el presbiterio y de la calle llegaban, medio apagados los acordes con que fuera [24] saludada la presencia del delegado del Rey. Un rumor alteró de pronto el silencio del recinto en la profunda religiosidad de los feligreses y todos los presentes pusiéronse de pie. Por el rojo caminero tendido en la nave central el Virrey avanzaba hacia su estrado, rutilante de oros, rasos y condecoraciones. Las miradas estaban fijas, como saetas en su majestuosa y bizarra figura. De pronto, ya en el presbiterio y cuando el obispo avanzaba a saludarlo, el Virrey se detiene apartando los ojos del altar mayor y fijándolos en el grupo de la familia del capitán Iglesias. En seguida se desvía resueltamente de su camino, sin reparar en el estupor que su actitud provoca, se aproxima a dicho grupo, saluda al capitán y a su esposa y enfrentando luego a María Magdalena, le tiende la diestra, toma la mano que la niña le ofrece a su reclamo y se la besa, curvando su figura en una profunda reverencia cortesana...

     -¿Y después, tía Antonia?

     -Dice la tradición familiar -agregó la dama- que nuestro antepasado el altivo capitán Iglesias se retiró de la Catedral antes que el osado Virrey tuviera tiempo de ocupar su estrado que estaba situado precisamente frontero de los asientos de la familia asunceña, mientras que un murmullo de asombro ahogaba las primeras notas del órgano en el coro.

     Y paladeando su jubiloso orgullo de raza concluyó así mi anciana tía:

     -No dudarás ahora de que haya sido extraordinariamente [25] hermosa aquella dama cuya sangre llevamos tú y yo en las venas...

     -Y de cuya hermosura tiene usted, tía, rastros que no desdicen su linaje -dije yo diciendo la verdad, pues era bien hermosa esa mi tía Antonia Carísimo Jovellanos cuyos ojos eran todavía, en su muy alto vivir, dos resplandecientes luceros y cuyo donaire traía reminiscencias de los antiguos estrados... [26]



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Junto a la reja

     La temperatura de aquella noche de diciembre era sofocante, y mi tía Antonia Carísimo Jovellanos, apagando la lámpara, abrió la ancha ventana de su cuarto.

     -Nos alumbraremos con la luna -dijo; y asomándose al patio, aspiró con deleite el aire cargado de fragancias.

     En el rectángulo de luz dibujado sobre las vetustas baldosas por la luna, destacaban sus arabescos las artísticas rejas de madera primorosamente labradas. Esas rejas maravilla del arte colonial, acaso única en su género, existen aún en la casa de mis abuelos, la vieja casa todavía en pie a través de tres largos siglos, y en la que me parece ver refugiadas, tristes en el olvido a que las condena la ciudad nueva, las románticas memorias de la Asunción de antaño. El desconocido artífice que talló esas joyas dio vida en ellas a un sueño de fantásticas quimeras, infundiendo un espíritu vibrante a la materia.

     El amplísimo corredor sobre el cual se abrió la ventana encuadraba el patio, cuyas viejas losas rotas [27] y gastadas hablan hasta hoy de las incontables lluvias y de los largos soles ardientes que las resquebrajaron y patinaron. En la época que me pongo a evocar el caserón no estaba aún ruinoso, como empieza a estar actualmente. Retoños jóvenes de la antigua familia, que confundía los recuerdos de su origen con las crónicas de la fundación de la ciudad, florecían en la casona solariega blasonada de historia e idealizada de leyenda.

     ¡Las historias, leyendas y tradiciones! ¡Cuánto las amaba yo y con qué fuerza sugestionaban ellas mi alma soñadora! Sabía yo que entre esos recios paredones se había amado y sufrido mucho, y que damas y señorones allí nacidos tuvieron algo que hacer en la vida de la ciudad de los viejos tiempos.

     Aquella anciana tía, bajo cuya cabellera blanca un rostro de Madonna guardaba las huellas de una notable belleza, tenía una historia guardada en lo más recóndito de su recuerdo: una triste y dulce historia de amor que jamás franqueara sus labios. Anciana por su mucho vivir, pero juvenil por su espíritu triunfante de los quebrantos y azares de la existencia, tía Antonia aromaba de romanticismo el secular caserón y con su sonrisa y con su porte ponía en sí misma una gracia llena de melancolía.

     Nunca quisiera ella hablarnos de su historia; impedíaselo el cándido pudor de su recuerdo. Pero esa noche, la penumbra discreta de la luna blanca y el aroma intenso del jazmín mango, que en el centro del patio se erguía empenachado con los magníficos ramilletes salmón-rosa de sus flores, fueron, [28] quién sabe por el sortilegio de qué evocación, cómplices decisivos de mi curiosidad hasta entonces resistida.

     Y la historia brotó de los labios que fueran tan inútilmente bellos y que guardaban la tristeza amarga y doliente del beso que no dieron ni recibieron jamás...

     Gallardo mozo fuera él. Conociéralo al salir de oír misa en la Catedral, aquel Jueves Santo que fue el último que se celebró con la pompa tradicional antes de estallar la guerra. Apuesto, distinguido, vivo de imaginación, galante en las maneras y en el decir, la niña prendose en seguida del mancebo.

     -Sentí -dijo la dama- no alegría, sino un deslumbramiento que fue como un estallar de ilusiones en mi alma, seguido de un misterioso terror ante el misterio que se abría en mi corazón. Lo quise apasionadamente y, correspondida(3) por él, el tiempo perdió para mí su medida, a la vez que la vida cobró un nuevo e inefable sentido a mis ojos. Los días se acortaban en el arrobo de una sonrisa fugitiva, tal como se alargaban en la eternidad sombría de una tarde en que no oyera resonar su paso en mi acera.

     En casa de nuestros parientes, los Haedo, estuvimos por primera vez juntos, y la visión de aquel atardecer la tengo en las pupilas, tal como las palabras que me dijo resuenan dulcemente en mis oídos, a pesar de que han pasado tantos años, tantos... [29] Cuando nos separamos ese día, comprendí que yo le había dado toda, toda mi vida, y que era suya para siempre, irremisiblemente suya. Y lo fui...

     Suspiró tía Antonia, sacudida por la evocación de sus recuerdos, guardó un largo silencio y luego continuó:

     -Nos veíamos todas las tardes, al pasar él por nuestra calle. Le acechaba yo desde ese balcón que da sobre la calle de la Ribera y cuando Salvador -que así se llamaba él- aparecía a pie o a caballo, sentía en mi alma encenderse todos los fulgores del sol más bello. Me pidió y fuimos novios. Renuévase en mí el temblor con que le vi llegar a hacer su primera visita, con la solemnidad que era de rigor en aquel tiempo. Lo veo avanzar, un poco pálido por la emoción, aunque iluminado su rostro por una sonrisa, ante el estrado donde mi madre le acogió afectuosamente. Toda la familia hacía acto de presencia en el salón, y Salvador se ganó la voluntad de ancianos y jóvenes porque para unos y otros tuvo durante la velada alguna palabra oportuna o amable.

     Y empezábamos ya los preparativos para la boda próxima, cuando caí enferma de cierto cuidado. Luché entre la vida y la muerte durante largo tiempo, y devorada por la fiebre me sumergía en el horror de una pertinaz pesadilla. Era un camino a través de sombras y Salvador se marchaba por él, sin volver la cabeza, desoyendo las imploraciones angustiosas conque yo le llamaba a mi lado. Se [30] iba, se iba sin que yo pudiese atajarlo, sorda su crueldad a mis lamentos. Despertaba sollozando en un grito, y sólo podía volverme a la realidad, en la casi inconsciencia de la fiebre, el ver junto a mi lecho a Salvador, que fingiendo sonreír mientras lloraba, me colmaba de cariños y hacía burla de mi pesadilla.

     Estigarribia, el médico de casa, y más que médico amigo celosísimo, impuso mi salida al campo para procurarme un pronto restablecimiento. Defendime cuanto pude no queriendo separarme de Salvador, pero hube de resignarme y una mañana vi llegar a casa el carretón de altas ruedas, con cortinillas de terciopelo granate y acojinados asientos dispuestos para servir de cama, que había de llevarme a la lejana estancia misionera, donde con mi hermana mayor, cuyas ternuras fueron de madre para mí, pasarla una temporada imprecisa.

     Subiéronme, mas que subí al vehículo, quebradas mis fuerzas por el dolor de la partida. Salvador a caballo, hízome compañía hasta las afueras de la ciudad, y cuando le vi volverse, envuelto en una nube de polvo, no sé qué presentimiento renovó en plena lucidez de mi espíritu la pesadilla febril que tanto me hiciera sufrir en los días de mi enfermedad. Por un camino entre sombras, Salvador se iba, se alejaba, se perdía para mí, insensible a los latidos de mi corazón que le llamaban...

* * *

     Ni la cariñosa acogida que hallé en la estancia [31] donde todas las voluntades pusiéronse sin tasa a mi servicio, ni la belleza del campo, ni las mil distracciones con que todos trataban de alegrarme pudieron sacarme del doloroso abatimiento en que la separación de Salvador me sumergiera. Pasaron quince días, pasó un mes y luego otro y otro más, sin que me llegase una letra de mi novio, y eso que en el transcurso de todo ese tiempo, más de un enviado llegara de la ciudad en busca de noticias mías. Yo sufría y callaba. Por complacer a los míos iba sin oponer resistencia adonde querían llevarme para proporcionarme halagos y distracciones: a las yerras, a las tareas, a las moliendas, a las esquilas, pero a todas partes llevaba, muy escondido, mi orgulloso dolor. Me cortejaron jóvenes y apuestos estancieros que se disputaban mi mano. La frialdad de mi indiferencia les hizo ver muy pronto que nada podían esperar de mi corazón.

     Y entretanto, a veces yo me preguntaba: ¿por qué no le escribí para pedirle cuenta de su silencio? ¿por qué sobre la inmensa llamarada que me devoraba el corazón puse la ceniza de mi helado orgullo? De silencios así están hechos muchos trágicos destinos...

     Hasta que, cierto día, uno de mis parientes, Teo, trájome de la ciudad una carta de mi prima María Antonia Egusquiza. La abrí con el pavoroso temblor de un presentimiento triste. Después de darme minuciosos informes sobre mis hermanos y diversas circunstancias de la vida de mi familia, [32] María Antonia me ponía este párrafo: «aquí es voz corriente que te casas con un estanciero, joven y apuesto, por lo que te felicito».

     Fue aquello como si el mundo se desplomase a mis pies. Hízose la luz en mi entendimiento y lo comprendí todo. Sí, comprendí que mi ilusión había naufragado; vi mi sueño desvanecerse entre las sombras de un camino por el que Salvador se alejaba irremediablemente de mí.

     Nadie me vio llorar. Nadie oyó una queja salida de mis labios. Pasaba las noches atormentada en el infierno del insomnio, retorciéndome, llorando a mares, anhelando la muerte; pero al salir de mi cuarto aparecía serena y sonriente por un esfuerzo de mi orgullosa voluntad. En este estado de ánimo recibí, poco después, la noticia terrible: Salvador acababa de casarse con una de mis primas, Dolores.

     Mi hermana mayor, una solterona cándida, adivinó en mi tristeza el drama que llevaba en el alma y procuró consolarme. Corazón, el suyo, que jamás fuera agitado por las pasiones, apacible como la inocencia misma, no podía comprender mi dolor. ¿Que un novio se marchaba? Pues puedes elegir el que más te guste entre los muchos festejantes que te rodean, me decía con la más cariñosa convicción, sin adivinar que mi duelo era definitivo. Y agregaba, tiernamente: ¿no eres hermosa y buena como pocas?

     Pero yo, herida sin remedio, cerré orgullosamente mi alma como un cofre, y allá en el fondo [33] de ella, donde nadie podía verlo ni presentirlo, siguió ardiendo inextinguible el fanal de mi cariño. Me había dado totalmente a ese amor, en un voto que era un juramento inviolable, y en el naufragio de mis ilusiones volví a jurar que sólo para su recuerdo viviría los años todos de mi vida...

     Volví a la ciudad, ya restablecida del todo. Una vaga sombra de tristeza que velaba mis ojos, ahogó la alborozada alegría con que me acogieron en casa. Como si nada hubiera ocurrido, nadie me habló de Salvador, ni yo jamás le aludí en mis conversaciones. ¡Pero cuánta lágrima amarga regó la vieja reja confidente, esta misma reja tras la cual estamos ahora y que tanto poder de evocación tiene para mí!

     Calló un momento tía Antonia, con los párpados entornados, como si a través de la reja contemplase las imágenes revividas de su relato. Yo la saqué de su silencio preguntándole:

     -¿Y no volvió usted a verlo?

     -Sí, dos veces volví a verlo. Se daba en el Club Nacional, el gran club de mi tiempo que, como has oído referir en las frecuentes remembranzas de familia, estaba instalado en la casa grande que ocupa hoy el Tribunal, en la calle Palma. Ni me pasó por la cabeza el ir en los primeros días de cundir la noticia de la fiesta, pero mis hermanas me convencieron de que no debía faltar. Por primera vez me hablaron de Salvador: «Debes ir, Antonia, por no darle el gusto de mostrarte quebrantada». Poderosa razón fue ésta para mi fiero [34] orgullo, y dejé que me preparasen el vestido con que había de asistir al sarao. María Antonia, tan buena siempre, lo eligió.

     -Irás de manola -decidió-; ¡ya dirán los comentos que fuiste la reina de la fiesta!

     Y fue un febril vaciar de los viejos arcones en busca de encajes, de sedas, de chales, de toda laya de adornos adecuados. De raso color oro era el traje y de terciopelo negro el justillo que cubría los hombros y los brazos. Tú has leído en «El Semanario» la crónica de aquel baile, en la que se dice que ésta tu tía, convertida por los años en sombra de lo que fue, mereció ser declarada reina de la fiesta...

     -Sí, tía -le contesté-. «El Semanario» elogia mucho tu belleza en la crónica de la fiesta, la que suelo leer cuando tú andas con tu arcón revolviendo cosas de aquel tiempo, entre las que guardas el amarillento ejemplar del periódico.

     -Es que puse en mi tocado una coquetería que hasta entonces nunca exaltara mi deseo de aparecer hermosa: coquetería de mujer burlada que anhela vengarse embelleciéndose a los ojos de quien no será ya su dueño. El fuego de mi orgullosa altivez encendíame las mejillas y ponía relámpagos en mis ojos. Fui una manola bizarra, arrogante y deslumbradora. Los que así me veían, ¡qué lejos estaban de imaginar el drama de mi corazón!

     De pronto le vi venir hacia mí. Temblé toda, pero en seguida me sobrepuse a la emoción del encuentro. Me saludó cortésmente y me pidió una [35] pieza. Vacilé, pero fue un segundo: el orgullo acudió en mi auxilio. Venciendo sollozos que me ahogaban, le tomé el brazo y salí a bailar.

     ¿Qué me dijo? No lo comprendí bien del todo, pero sí resonó claramente en mi alma un áspero reproche suyo.

     -Parientes y amigos suyos me dijeron, Antonia, que usted se casaba en las Misiones...

     -¿Yo?

     Lo miré largamente, con miradas que debieron parecerle puñaladas, y sólo atiné a repetir:

     -¿Yo?

     Demudósele el rostro a él, me miró largamente con un aire de infinita sorpresa, y se estremeció todo. Y con voz trémula:

     -¿Fue obra de una intriga entonces, de una infame intriga?... -me dijo con los ojos nublados de lágrimas.

     Sentí una loca alegría; alegría, sí, de que su desvío no hubiese sido olvido con que estafara mi cariño. Sentí reparado mi orgullo de mujer apasionada. Y cuando iban a flaquearme las fuerzas ante su dolor, con riesgo de enajenar mi secreto, el orgullo volvió a prestármelas para escapar de él, como escapé, sin que él comprendiese que aquella manola que se le apartaba ceremoniosa y fría, llevaba el corazón traspasado, aunque triunfante.

     Horas después, cuando estuve en mi cuarto a solas con el tumulto de sentimientos e impresiones que se agitaba en mi pecho, lloré, lloré a raudales, pero algo de consolador tenía ese llanto. [36] «¡No me olvidó, no me olvidó!», me gritaba el eco de su palabra temblorosa.

     Y renové, entre sollozos, el juramento de seguir siendo idealmente suya... Y mi desesperación trocose en una suave melancolía, y el turbión desgarrante de mi llanto volviose un dulce llorar, embellecido por la ilusión intacta. Sin ir a un convento, enclaustré mi vida. Yo dejé el mundo a los veinte años floridos, porque mi corazón no sabía darse sino una vez y al darse definitivamente en su lealtad, como se diera, ya no podía recogerse jamás...

     -¿Y no volvió a verlo más, tía Antonia?

     Sacudió la blanca cabeza, que lo parecía más por el reflejo lunar que la empolvaba de plata, y los ojos maravillosos, que conservan a los setenta años toda la luz juvenil, nubláronse de lágrimas.

     -¡Oh, sí, volví a verle una trágica tarde, la víspera de ser fusilado! Fue condenado a morir en aquellos horrorosos días de la guerra y él, al ser conducido al lugar del suplicio pidió que le hicieran pasar por casa. Le estoy viendo aparecer por esa calle de la Ribera, por donde tantas veces pasara bajo mi balcón su apostura y su rendimiento. Venía en cuerda de presos, poblado de barba el rostro, doblado el continente, vencido el mirar de su pupila. Lo adiviné, más que lo reconocí, porque sus ojos se clavaron en el balcón de los dulces recuerdos. Sentí su despedida como si la recibiera entre sus brazos y no salí a gritarle entre sollozos mi adiós supremo porque recordé que, aún cuando yo era suya, él no era mío... [37]



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La última salida del Dictador

     ¿Imaginó alguien, aquella tarde, que la ciudad de Asunción presenciaba la última salida del Dictador del Paraguay, don Gaspar Rodríguez Francia? Era hermosa esa tarde del 24 de agosto de 1840. Templada por un tibio sol que anticipaba jubilosamente la primavera, clara y vibrante de reflejos de cristal, el Supremo decidió aprovecharla para dar el acostumbrado paseo del que durante varias semanas le privara el recrudecimiento de sus achaques.

     Poco después de la siesta, los vecinos vieron pasar por la calle del 14 de mayo el caballo moro del Dictador, cuidadosamente conducido del ronzal por un milico que montaba un tordillo en pelo y con un tiento embocado a guisa de rienda. Al paso de la famosa cabalgadura, la gente comentaba en público el suceso, con expresiones convencionales:

     -Loado sea Dios por haber tornado la salud a Su Excelencia, según se echa de ver...

     Como queda dicho, hacía varias semanas que Su Excelencia permanecía recluido e invisible en su morada. [38] La prolongada reclusión y la coincidente frecuencia con que le visitaba el médico Estigarribia, eran los únicos indicios reveladores de su enfermedad, sobre la cual sus allegados guardaban misterioso silencio. Con no menos misterio trataba el médico Estigarribia de recatar sus pasos cuando se dirigía a ver al Dictador, pues no mediando prevención de urgencia, alargaba el camino con cautelosos rodeos para despistar a los curiosos y aun elegía horas en que las sombras embozasen sus idas y venidas.

     Por eso, cuando se vio aparecer el conocido caballo del Supremo, los vecinos dieron en suponer que Francia hubiese sanado. La novedad se transmitió en seguida, de calle a calle y de barrio a barrio:

     -Su Excelencia va a salir...

     Y la gente se puso en acecho.

     Un sargento de la Escolta, armado de sable y carabina y provisto de un largo teyuruguái(4), apareció minutos antes de las cuatro en la esquina inmediata a la casa del Dictador, donde se situó para vigilar la calle, a la vez, que para anunciar, con su sola presencia, que el Supremo se disponía a salir. Ya se sabía lo que era necesario hacer ante este anuncio.

     Las puertas y ventanas de las casas del trayecto habitual del Dictador cerráronse con silenciosa presteza. Los transeúntes desaparecieron. Dos [39] batidores con tercerola, pistola y sable, avanzan ahora y llenan la calle desierta con la medrosa sensación de la inminente presencia del todopoderoso señor de vidas y haciendas. Si alguna puerta o ventana ha quedado sin cerrar hasta ese momento, el asomo de los batidores acucia a los descuidados a corregir su retardo, así como también mueve a algún desprevenido que anda por allí a desaparecer como mejor pueda y con la mayor rapidez. Cierto rapaz inconsciente que ansioso de observar se aplasta en la calzada contra las altas aceras, no demora en escurrirse como una lagartija cuando, en la soledad, resuena el grito anunciado de aquél cuyo paso lleva el miedo por heraldo:

     -¡Chaque, el Caraí!(5)

     Aparece el Dictador, montado en el moro cuyos cascos se hunden en el mullido arenal de la calle. En vano trata aquel de erguir el busto, como lo irguiera soberbiosamente hasta no hacía mucho, sintiéndose dueño de cuanto le rodeaba y dueño también de sí mismo. Lo primero éralo todavía, por imperio del terror; pero dueño de sí mismo bien se echaba de ver que una grave dolencia no le dejaba serlo...

     A través de agujeros e intersticios, los vecinos le veían pasar, desde sus escondites tras de puertas, ventanas y muralla. Aquella tarde el Supremo parecía muy avejentado y abatido. La cabeza doblábasele [40] sobre el pecho arqueado. En sus miradas asomaba una inquietud pavorosa y obstinada. No había, no, en las pupilas del jinete aquella fiereza relampagueante que pareciera un haz de rayos fulminadores; habíala reemplazado una vaguedad como de fiebre, una ansiedad pavorida como de presentimiento.

     Esgrimía Su Excelencia en la diestra el látigo inglés tan característico de su equipo de montar, pero no lo blandía, y el moro, acostumbrado a que su jinete se lo hiciera sentir con leves golpes en el pescuezo, volvía una y otra vez la cabeza como para inquirir el inusitado ocio de la fusta. El frac de galoneadas bocamangas y el pantalón de color de almendra que revestían su figura, denotaban, con su holgura excesiva, la fuga de las carnes devoradas por el mal. Aquella tarde completaba la indumentaria del paseante una prenda nueva: una capa colorada, que el médico le aconsejara echarse sobre los hombros en previsión del relente.

     Desde los escondrijos y bajo el asombro de los ojos, los labios de los que espiaban musitaban comentarios al paso de la comitiva:

     -Su Excelencia está muy decaído... Grave parece ser su dolencia...

     De pronto, el Supremo exhala un grito que paraliza, detrás de muros y puertas, el corazón de los que espían su paso. Los soldados de la escolta detienen bruscamente la marcha, pero reaccionan en seguida, temerosos de irritar al amo con su sobresalto, y reanudan el impasible andar. Hace [41] días que desde los corredores de la Casa de Gobierno ellos oyen gritar a solas a Su Excelencia, como en transportes repentinos de desvarío.

     -¿Oyes? -cuchichea en los agazapos una voz- ¿Oyes? Habla a solas. Y mira en torno como un alucinado...

     Calle de la Ribera abajo. A medida que corro la noticia de que Su Excelencia ha salido, se espesa más y más, en la soledad, una atmósfera de miedo; y el silencio, en pleno día y bajo un sol luminoso, parece vibrar de angustia. El sargento que hace de avanzada y a quien se ha confiado la ruta, dobla por la calle de la Encarnación arriba, y en pos suyo hacen lo mismo sucesivamente los batidores, el Dictador y la pequeña escolta.

     Un recuerdo parece excitar a Francia al penetrar en la calle de la Encarnación, pues sofrena la cabalgadura, revuelve hoscamente la mirada y alza el incoherente monólogo de su voz. ¿Se le representa, acaso, la escena aquella del Santísimo? El suceso le ocurriera poco antes de caer enfermo. ¿Lo recuerda con terror?

     Al declinar la tarde de cierto día, por el alto veredón de esa calle, el padre Favio conducía el Viático con el debido séquito de monaguillos y creyentes cuyo rezo se elevaba entre los metálicos plañidos de la campanilla ritual. Un moribundo, cerca de allí, esperaba la Divina Visita para confortarse con ella en el tránsito supremo. El son de la campanilla, las luces de los velones y el coro doliente de las plegarias en el desmayado crepúsculo, [42] asustaron al caballo del Supremo que acababa de doblar la esquina. Un bote de la bestia, que casi da en tierra con el jinete; una iracunda imprecación sacrílega, que hiela de espanto a cuantos la oyen; unos soldados que se arremolinan en la calzada, sin saber qué hacer entre el furor del amo y el respeto que el Santísimo les inspira...

     Callan los rezos y calla la esquila. De las manos temblorosas caen los velones. El padre Favio y los de su séquito vuélvense sorprendidos y ven que el jinete es el Dictador. Huyen los fieles y los monaguillos. El sacerdote, no menos aterrorizado, alza en silencio el copón que atesora la Sagrada Forma... Francia sigue blasfemando y, en el arrebato de su ira, blande el látigo sobre el espanto del clérigo y la majestad del Santísimo...

     El Supremo parece evocar aquella escena al pasar esa tarde por el sitio donde ella acaeciera. Y tiembla, sí, tiembla... ¿Conturba su ánimo el recuerdo de su sacrilegio, ahora que le invade y acobarda la premonición de la muerte próxima?

     Calle arriba, por entre tapias y a la traviesa de huecos en los que la espesura de los matorrales aguza la vigilancia de la custodia. Y, a poco andar ya, el Dictador llega al Cuartel del Hospital, meta invariable de su paseo.

* * *

     Viéronle los vecinos del trayecto regresar con desusada premura. En el cuartel debió de llamar la atención la cortedad de su permanencia. Ni se [43] preocupó allí de los mil detalles que en cada una de sus visitas hacían minuciosa y severa su inquisición, ni trepó a la azotea, como solía hacerlo siempre para solazarse en la contemplación del panorama de la ciudad ceñida por su río, vigilada por sus cerros, decorada por la fronda de sus naranjales y, en medio de tan serena belleza, rendida medrosamente a su albedrío. Apenas reposó unos momentos, sin hablar y sin oír al capitán Pereira, Jefe del Cuartel, que pretendía temblorosamente darle su parte reglamentario.

     Volvió a subir con dificultad a caballo, sin que nadie osase ofrecerle ayuda por temor a que tal solicitud le irritase. Sólo la paciente mansedumbre del moro evitó que el cuitado se deslizase hasta dar con su cuerpo en tierra. Los oficiales le vieron partir sin cambiar palabra entre ellos, y esquivándose los unos a los otros las miradas, por no ser sorprendidos en la revelación de lo que pensaban...

     De vuelta pasó más deprimido que momentos antes. A pesar de la tibieza de la atmósfera, parecía aterido. Los soldados de la escolta le miraban de soslayo, poseídos de miedo porque le oían de continuo hablar a solas y dar frecuentes gritos entre ademanes convulsos. Otra vez las puertas y ventanas se cerraron; otra vez un silencio y una soledad de muerte se adensaron en la calle. Cada eco que dejaba en pos de sí el Supremo, parecía repercutir en su propia alma como una despedida. ¿Presentía Francia que esa salida sería su última aparición en la ciudad abismada por su mano en un marasmo [44] de terror en el que hasta las dulces guitarras callaron?

     A medida que la comitiva desfilaba, las puertas y ventanas se reabrían, una tras otras, sin ruido, cautelosamente; y los vecinos se asomaban, como a hurtadillas, y la vida recobraba su mísero aliento amordazado. En la intimidad familiar, todos comentaban el decaído estado en que acababa de mostrarse el Dictador; pero de unas casas a otras, a lo largo de las aceras o a través de las calzadas, el miedo desataba congratulaciones hipócritas «por haber Dios devuelto la salud a Su Excelencia».

     De regreso en su morada, Francia echó pie a tierra junto a la gradería que daba acceso al ancho y alto corredor de la casa. Examinó atentamente su caballo favorito, acariciándolo con una palmada, y luego se encaminó con paso moroso a la galería del frente norte del edificio. Una vez allí pareció entablar un diálogo entre su intimidad atormentada y cada una de las cosas que le rodeaban. A pocos pasos alzábase el naranjo de la tenebrosa tradición, en torno del cual parecían vagar los espectros imprecadores de los que a su sombra fueran inmolados por el implacable rigor del Dictador.

     ¿Remordimientos?

     ¿Lo estremecía el misterio del más allá, a cuya sombra se sentía marchar, y ante el cual de nada le serviría su omnipotencia en la tierra?

     Dio voces, encarándose con el naranjo, cuya comba ceñían ya las primeras sombras del crepúsculo. [45] ¿A qué voces contestaban las que salían de sus labios temblorosos?

     Luego, marchó a su habitación y se encerró en ella. Y esa misma noche empezó a quemar papeles, con un afán obstinado y prolijo. Leía cada manuscrito antes de darlo a las llamas, y a veces quedábase como sumergido en los recuerdos que su contenido le traía. Una noche la fiebre superó su energía y el fuego de un papel caído de sus manos, en un minuto de letargia, se transmitió a unas telas y produjo un incendio en la alcoba.

* * *

     El médico fiel no se movía ya de junto al poderoso señor a quien la muerte cortejaba. Un día, Estigarribia salió del aposento donde se consumía su amo, en puntas de pie, agarrándose la cabeza, sobrecogido y misterioso... Sólo un vago ademán suyo sirvió de respuesta a quien, ante la rareza de su actitud, osó interrogarlo. Y ese ademán se difundió en aquel ámbito sombrío, revelando a todos lo que acababa de suceder, sin que nadie se atreviese a expresarlo con palabras...

     Una tras otra, las mulatas de la casa fuéronse arrimando a la puerta del cuarto de Su Excelencia, y alargaron la cabeza, las que estaban detrás, sobre los hombros de las que estaban delante, para mirar hacia el lecho del amo. Ni una palabra... Ni siquiera la señal de la Cruz...

     Sólo el viejo terror, reavivado ahora en superstición alucinante, hablaba en el fondo del corazón [46] de aquellos seres. ¿Muerto? ¿No volverá a levantarse para descargar su ira sobre ellas, al verlas allí, espiando su yacencia, él que nunca les permitió mirarle cara a cara? ¿Muerto, muerto de verdad?

     Una de las mujeres atreviose, al fin, a avanzar, después de larga vacilación. Se acercó y rozó con sus dedos una mano del Supremo que colgaba, exangüe y yerta, al costado de la cama. Sintió al contacto la gelidez de la muerte, y sólo entonces, ya convencida, y asegura de que aquel cuerpo no se incorporaría, dobló las rodillas, gimoteó con fuerza y se santiguó respetuosamente ante la muerte...

     Era el 20 de septiembre de 1840. [47]



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De aquel viejo dolor

     ...Volvían de la residenta.

     Una mañana, dos años antes, llegárales la orden de marchar. Las evocaciones de aquel día se agolpaban ahora tumultuosamente en su memoria, al divisar desde la loma el paisaje nativo tan lleno de los recuerdos de su infancia. Hubieran querido llorar, llorar dulcemente, a la vista del valle amado, pero dos años de sufrimiento constante habían extinguido las fuentes de sus lágrimas.

     ¡El dolor de aquella despedida! Anudados en un puñado de almas maceradas, los niños y las mujeres emprendieron la marcha sin destino. Mujeres y niños únicamente, porque todos los varones con fuerzas para empuñar un arma hacía tiempo que partieran para la guerra(6). Iban a dejar la casa, y la casa parecía participar, con una expresión humanizada, de la congoja que entre sus muros estrujaba los corazones. [48]

     -¡Mi jardín! -clamaba una de las mozas-. ¡Mi jardín!

     Bajo el sereno azul de la mañana vibrante de sol, las rosas y los claveles parecían empalidecer en la angustia que, como un soplo letal, les infundía el desconsuelo de la joven. Esta había removido con sus manos blancas y delicadas toda esa tierra, plantando y trasplantando; y había visto brotar y crecer cada una de sus plantas; y una rosa amanecida en un alba lejana y fresca de rocío fuera en la cascada de su ondulante cabellera el primer adorno de su naciente y soñadora coquetería. La dolorida doncella corrió a su rosal predilecto, cogió la última rosa, aspiró profundamente su perfume, y cuando como todas las mañanas, iba a empurpurar con ella la negra mata de sus cabellos, díjose a sí misma:

     -No, ésta ha de ir sobre el corazón...

     Y allí se la puso, como para sentir la caricia de su jardín entre las palpitaciones tormentosas de su duelo.

     Marcharon.

     El campo conjugaba con la mañana esplendorosa el poema ensoñador de los paisajes paraguayos. El sol rutilante bruñía con sus ondas de oro la vegetación múltiple y olorosa, y la vegetación encendida respondía al cálido beso con una riqueza orgiástica de colores y matices. Como todos los días, las cosas de la naturaleza cumplían indiferentemente su misión: cantaban los guyrá coe-mba(7), los arroyos murmuraban [49] el jadeo de su viejo andar cansino, los lapachos en flor perfumaban el aire, las frívolas margaritas se erguían decorativas entre la grama espesa y abrillantada de escarcha. La misma faena de todos los días frente al drama de aquellos seres aventados del hogar por la borrasca de la guerra.

     ¡La residenta!

     ¡Dos años, dos siglos, una eternidad! Al descender de la loma, después de mirar por última vez la casona abandonada, empezó para ellos un deambular gitano a lo largo de caminos sin fin ni alivio. Impelíalos el trágico tumulto del avance hostigante de los enemigos en pos de los ejércitos patrios que, aniquilados, hambrientos y andrajosos, se replegaban palmo a palmo, sellando con su sangre cada árbol, cada roca, cada matorral en su fulgurante y martirológica trayectoria. Cuando creían hallar una tregua, el rumor de los escuadrones enemigos los devolvía al frenesí de la huida. Y así anduvieron dos años, escalando sierras, cruzando bosques, vadeando ríos. ¡Cuántas veces oyeron, azorados, el rugido de las fieras en acecho, cuando ellos se desvelaban en los improvisados campamentos! Hambres, y fatigas, y terrores sin cuento. ¿Cómo todo ello pudo caber en la frágil resistencia física del grupo de mujeres y niños echados a rodar por los senderos sin fin de la patria?

* * *

     Volvían de la residenta.

     Ya no atronaba los caminos el galopar de la persecución. [50] Ni tampoco quedaba ya sangre paraguaya que derramar. El grupo de niños y mujeres regresaba desde un selvático confín del territorio.

     ¿Alegría o tristeza de volver? Ni una ni otra cosa. Impasibilidad glacial del corazón. Indiferencia estoica. Ni alegría ni tristeza, porque encontrados sentimientos se balanceaban y neutralizaban, hasta dejar, solamente, un neutro sabor de ceniza. La vuelta, sí, la vuelta... La casona, el calor de las cosas familiares que esperaban encontrar de nuevo, el descanso de la odisea... Pero, ¿y la pobre abuelita que no pudo soportar la rudeza de aquella marcha sin tregua, y una noche, durmiendo, recostada en un árbol, se quedó dormida para siempre? ¿Y el hermanito que sucumbió en las faldas de la madre, con los ojos hundidos por el hambre? Tumbas dejadas para siempre en lugares lejanos. ¿Cómo separarse de ellas sin pena, aunque fuese para volver al hogar?

     Con ese fardo de indiferencia triste a cuestas, marcharon y marcharon, desandando lo andado. En el camino se encontraban con otros grupos que también regresaban. Uníanse todos y se acompañaban mutuamente, hasta donde lo permitían los diversos rumbos. Muchas veces los grupos se componían de criaturas que, por haber perdido a sus madres y parientes mayores, se habían buscado y asociado para correr juntos la misma suerte. Y estos grupos eran el gran dolor, entre los muchos dolores del ambular por los desiertos. Mujercitas de ocho a diez años habían asumido el papel de madres de los pequeños. [51] Ellas llevaban de la mano o en brazos a sus hermanitos, e iban en silencio, sin una queja, sin una lágrima, sin una impaciencia, presidiendo la marcha con una impresionante gravedad y prodigando en torno suyo la pobre protección de su ternura. Cuando la noche se acostaba en el camino y los pequeños peregrinos hacían alto, la dulce voz de esas madrecitas se alzaba, entre los pavorosos rumores de la selva, implorando la misericordia de Dios para la madre cuya tumba abierta en un matorral quedaba sola y perdida...

* * *

     Ahí quedaba la casona.

     Ahí quedaba, sí, pero en vano la buscaban sus miradas porque ella no aparecía, como apareciera antaño, toda blanca, al otearla desde la loma. De nada servía la claridad impetuosa de la mañana que mostraba despejado el horizonte. Los muros familiares no asomaban al reclamo ansioso de los ojos.

     Bajaron la loma, y con punzante dolor tomaron el sendero por donde otrora tantas veces fueran y vinieran en el lujoso carretón de los largos viajes entre la ciudad y la estancia. Y llegaron. El solar de la casona era ése, pero la casona no existía. Los gruesos muros de adobe habíanse desplomado corroídos por las lluvias tenaces, y eran un aplastado montón de escombros envueltos en yuyos. Nada quedaba de la antigua construcción. El único vestigio que allí subsistía del ambiente doméstico era el viejo naranjal, bajo cuya fronda jugaran varias [52] generaciones de la familia. Y el naranjal los acogió, en la tristeza de aquella devastación, con el amparo de sus combas y el regalo de sus frutos. Allí se instalaron las mujeres y los niños. Allí empezaron a vivir, a la sombra de recuerdos y esperanzas, con el rico tesoro de ciencia que dos años de rudo vagar les diera en copiosa experiencia de sufrimiento, fortaleza y conformidad.

     Las manos que antes removieran el jardín desaparecido cultivando rosales y jazmineros, reanudaron la faena, pero no ya para formar con alegría floridos canteros, sino para producir con pena el pareo sustento. Durante el día, las mozas trabajaban en la capuera. Durante largas horas de la noche, hilaban y tejían. Su primer día de fiesta, en aquella pobreza y soledad, fue ese en que pudieron reemplazar los harapos de la residenta por las humildes ropas de su propia industria.

     Y empezó la reconstrucción de todo lo derruido por la tormenta de la guerra. Alzáronse nuevamente, poco a poco, los muros de la casa. Renació el jardín. Pobláronse los corrales. En el campo, donde no quedara ni una res del antes opulento rodeo, volvieron a mugir las vacas, y a balar los terneros, y a galopar la primera tropilla...

     Un día, por el camino nuevamente transitado y como revivido de su larga soledad, pasó un jinete. Era joven y apuesto: primera mocedad varonil que pasaba por allí, desde el día en que toda la juventud comarcana se sumergiera en los abismos de la guerra. Pasó ante la casona, saludó rendidamente a las [53] mozas que junto a la tranquera hundían la mirada en la nostalgia vesperal del campo sin límites; y, antes de perderse en la distancia, volvió varias veces la cabeza para mirar con galante ahínco. Cuando su figura se borró totalmente en la lejanía, Nicasia sintió que el jinete dejaba encendida en su corazón una milagrosa lumbre de ensueño, tal como un rayo de sol enciende arreboles en el crepúsculo matutino. Y otra vez, a partir de esa tarde, las rosas del renacido jardín volvieron a empurpurar su negra cabellera olvidada de esta gala.

     La vieja tía que me hacía este relato, concluyó así:

     -«Volví a encontrar en mi alma la juventud perdida en los largos y eternamente anochecidos caminos de la residenta. Soñé nuevamente. La vida se coloreó de esperanza para mí. Y aquel primer doncel que pasó junto a la casona, despertando mi dormido corazón, hizo florecer junto a mis rosas los dulces azahares de mi idilio». [54]



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Emociones de la guerra del Chaco

     La guerra con Bolivia era ya una realidad. Habíamos vivido los últimos tiempos -¿años? ¿meses? ¿días?- temiendo que ella nos zamarrease con sus garras sangrientas, pero más grande que este temor fue la esperanza que hasta el último momento nos meció en un desprevenido optimismo. Cuando en el curso de la contienda se trataba de indagar de qué lado estaba la responsabilidad de su provocación, más de una vez se me ocurrió que podría servir para absolver a mi país de esta culpa el estado en que la guerra lo sorprendió. Porque fue una sorpresa.

     ¿Qué otra cosa arguyen aquellos contingentes desprovistos de armas que marchaban a correr la suerte de los primeros encuentros bélicos? De las capueras, nuestros soldados vinieron a los cuarteles trayendo sus machetes, por la costumbre ancestral de no separarse de ellos. En el cuartel no había fusiles para armarlos a todos y, a menudo, no había tampoco uniformes bastantes para investirlos de atuendo marcial. Hubo contingentes de movilizados que al marchar al Chaco más que guerreros habrían [55] parecido agricultores en camino de sus capueras, si sus vítores no alzasen sobre sus formaciones el énfasis de un espíritu belicoso.

     En aquellos días de julio de 1932, las señoras nos movilizarnos a la par de los varones. Había un puesto de honor para todas las que sintieron el llamamiento del deber y cada una lo ocupó decididamente desde el primer instante. La Cruz Roja, la Sociedad Pro Patria, y luego la Gota de Leche, sirvieron de cuarteles a la conscripción femenina.

     Hubo que improvisarlo todo. Reconstruyo en el recuerdo el cuadro de aquellos recintos de la Cruz Roja Paraguaya levantados por el generoso esfuerzo de Andrés Barbero, el gran paraguayo para quien son pocos los galardones de la gratitud nacional. Allí, las mujeres, señoras y niñas, emprendimos una tarea que se prolongó en laboriosas jornadas durante tres años inacabables. En tanto se organizaban los hospitales de sangre, cortamos y cosimos sábanas y fundas, hicimos colchones y almohadas, armamos mosquiteros, preparamos vendas, confeccionamos camisas y piyamas... Empezó para nosotras un recorrer de calles que se renovaba cada día, para visitar casas de comercio en demanda de donativos de géneros para las ropas, que la Cruz Roja prevenía para la hora inminente en que los primeros heridos llegasen.

     La escasez era tanta, cuando no la carencia total, que tuvimos que hacer para los movilizados hasta las bolsas destinadas a contener proyectiles y víveres. Esta faena hízose doméstica porque cada [56] señora llevaba la tela a su casa y allí la cortaba y cosía, como descanso de la tarea cumplida fuera del hogar. Nuestras hijas más pequeñas pusieron la santidad de su ayuda en ese esfuerzo, haciendo el sacrificio de su esparcimiento después de la labor escolar. ¡Me parece ver a mis dos niñas, ocho y cinco años, pasando a máquina los cortes hilvanados por mis manos!

     Presidenta de la Cruz Roja Paraguaya, tocome promover la extensión a los pueblos del interior de la obra que ella cumplía en la capital. Así surgieron en cada localidad, grande o pequeña, sendas comisiones filiales, y entre éstas y la central iniciose en seguida una correspondencia muy activa que documentará para la historia el drama de aquellos días. Hacer llegar a esas comisiones un pedido, menos aún, una insinuación, era provocar en ellas una instantánea, cálida y desbordante respuesta. Lo recuerdo conmovidamente... ¿Qué les pedimos, que no nos hicieron llegar sin dilación y excediéndose siempre en su generosidad?

     Carretas cargadas de cuanto podía ser utilizado para satisfacer necesidades de los combatientes, o para regalarlos, poblaban con sus largas teorías los caminos y llegaban a la vera de la Cruz Roja con sus ofrendas bendecidas por el patriotismo. Un día pedíamos frutas y las recibíamos a granel; otro día limones, o dulces, o una pasta alimenticia destinada a ser la «ración de hierro» del combatiente; y todo esto nos era enviado sin demora de todos los [57] rincones del país. Las dádivas llenaban los depósitos.

     Boquerón... Los heridos empezaron a llegar. Las salas del Hospital Militar se colmaron harto pronto. Hubo que habilitar el hospital improvisado en la Escuela Normal. Siguieron allá en el Chaco los combates. Toledo, Puesto Betty, Corrales. Hicieron falta más y más camas para los cuerpos lacerados por la metralla. Se habilitó el hospital del Colegio de las Salesianas, luego el de la Escuela Militar, en seguida el del Colegio Nacional. Continuaban las batallas y seguían llegando los heridos. Eran necesarios más hospitales y se los improvisó en el templo de la Encarnación, en el colegio San José; en el Colegio Internacional...

     Las señoras y niñas tuvimos que organizarnos en grupos para prestar metódica asistencia a las víctimas del plomo. A mí tocome recorrerlos todos y debo a esta circunstancia la oportunidad que tuve de conocer en qué medida las mujeres estuvieron en aquellos años al nivel de su santo y patriótico deber. Quisiera escribir aquí nombres. Asoman a borbotones a mis labios. Quisiera dibujar aquí imágenes que se me quedaron grabadas para siempre en el espíritu. Llenaría muchas páginas con ellas. Nombres aquellos de compatriotas -y de algunas extranjeras- que deberían quedar inscriptos en bronce en una columna de honor; imágenes estas que me representan gentiles siluetas inclinadas sobre lechos de dolor, envueltas en los albos delantales en los que una cruz roja encendía su rutilancia de [58] sangre, no tan viva como la sangre auténtica de alguna herida salpicada en las manos tiernamente afanadas en una curación...

     Confieso que había una tarea a la cual me inclinaba mi preferencia y que yo cumplía en las largas horas que pasaba en los hospitales. Consistía esa tarea en escribir cartas para poner a los heridos en comunicación con sus hogares. Recorría lecho por lecho, papel y pluma en mano. Me conmueve el recuerdo. Inclinábame sobre cada sufriente y le preguntaba:

     -¿Mbaeicha-pa re ñe ñandu-mí? (¿Cómo te sientes?).

     -¿Oime-pa nde sy, nde rembirecó jha nde ray cuera? (¿Tienes madre, esposa o hijos?).

     -¿Nderemo-guajhesei-pa noticia nde valle-pe? (¿Quieres hacerles llegar noticias tuyas?).

     -¿Mbaeicha-pa jhera nde sy? Mbae pueblo-guá pa-nde? (¿Cómo se llama tu madre? ¿De qué pueblo eres?).

     ¡Ah! ¡Cómo se les iluminaban los ojos a los lacerados por el fuego de las batallas! ¡El rancho nativo! ¡El valle, el valle, cuyo fascinante paisaje llevaban palpitante de rumores y perfumes en lo más hondo de las pupilas! La madre, la esposa, los hijos... No articulaban palabras para agradecer mi interés, después de contestar a mis preguntas, pero yo sentía que el pulso les temblaba en mi mano.

     Sentándome en aquel nada mullido lecho en qué descansaba el herido, me ponía a escribir. Una carta brevísima. Apenas unas líneas trazadas con el [59] calor de una gran ternura, para tender un haz de esperanza entre el corazón del que yacía, tal vez muy próximo a la fosa, y aquel otro corazón que allá, en el hogar humilde, palpitaba angustiosamente.

     Imaginaba la espera de esa carta por la madre que, como yo, tenía sus hijos en el riesgo pavoroso de la guerra. Imaginaba los ojos fatigados de esperar de la desconocida que espiaba los caminos ansiosa de ver aparecer al que viera partir para el Chaco. Y Dios sabe que si yo hacía un bien al escribir aquellas cartas, el profundo, íntimo, ardiente y desbordante júbilo que me poseía era una celestial recompensa suprema. ¡Qué vibración había en aquella mirada de gratitud con que los heridos me pagaban, enriqueciendo mi corazón!

     ¡Cuántas veces hubo mi pluma de mentir piadosamente en aquellas epístolas! «Su hijo sanará... Rece a Dios porque esta esperanza se cumpla. Dentro de unos días volveré a escribirle para decirle si nuestros ruegos han sido escuchados por el Cielo.» Y el hijo se moría, mientras yo trataba de preparar a la madre para recibir el golpe.

     ¡Y con qué estoicismo morían aquellos muchachos, después de sufrir en silencio! No les oía un quejido. De uno de ellos me dijo un día el médico que le atendía: «se muere ese herido a quien usted mima tanto». Acudí a su lado. Yo le mimaba porque era casi un niño y sus ojos tenían un gran parecido con otros muy amados de mi corazón. Le tomé la mano, que a fuerza de helada quemaba como un témpano. Puse en ella un crucifijo, que el agonizante [60] apretó temblorosamente contra su pecho. Luego se sumió en un sopor largo del que salió para tomar convulsivamente un escapulario que le pendía del cuello, mientras me dirigía una mirada en la que yo adiviné un mensaje que no pude descifrar. Me devolvió el crucifijo, se volvió hacia la pared frontera de su cama y expiró. Caí de rodillas y recé en voz baja, en nombre de su madre, a quien yo escribiera varias cartas. El doctor vino a mí y dijo: «-¿Le dio su mensaje? -Quiso sin duda decirme algo, pero sólo pudo mirarme largamente. -Me dijo -agregó el doctor- que le pidiese un último favor: el de sacarle el escapulario y remitírselo a su madre que se lo colgó del cuello al partir para el Chaco». Y cumplí este mandato.

     ¿Y las compatriotas humildes? Les rendí justicia en 1933. Su recuerdo me emocionará toda la vida. Cuando los víveres escaseaban, o el estado de determinados heridos requería una dieta especial, íbamos las señoras al viejo Mercado Central a recurrir a la dadivosidad de las mujeres que allí traficaban. Al divisar ellas la insignia de la Cruz Roja, corrían hacia nosotras, improvisando con sus delantales cuévanos que llenaban de cosas. Se emulaban para colmar nuestros grandes cestos y nosotras volvíamos a los hospitales con una riqueza de huevos, verduras, leche, quesos, frutas... ¡Qué hermanas nos sentíamos todas en nuestra orgullosa y vibrante solidaridad ante el peligro de la patria y el dolor de nuestros heridos! ¿Por qué, Dios mío; por qué esta fraternidad de aquellos días no fertiliza [61] y ennoblece con sus latidos generosos la vida de este nuestro Paraguay desventurado?

     Hasta entonces creíamos que sólo las dos insignias de nuestras devociones supremas, la Cruz y el pendón patrio, eran dignas de movilizarnos y sacarnos del silencio de nuestros hogares a la calle, animadas de un ímpetu de acción. Y esto nos unía, nos hermanaba santamente...

     El incolmable menester que multiplicaba día a día la defensa nacional reclamaba la contribución de todos, por mínima que fuese la de cada uno. Surgió la Junta Nacional de Auxilios, con una comisión vecinal de cada manzana de la ciudad. Las señoras y niñas que integraban estas comisiones visitaban casa por casa, una vez a la semana, para recoger donativos en especies o en dinero. El acopio de cada manzana afluía a la Junta Central y allí se hacía la distribución entre los hospitales y las unidades del Chaco. Acumulábanse así grandes cantidades de víveres. El sistema daba valor hasta a unos pocos gramos de yerba, o a unos centavos, o a la pieza de ropa del más pobre de los donativos. Todo tenía aplicación en aquella inmensa necesidad en que nos debatíamos. Formada esta conciencia, los vecindarios ofrendaron sin desfallecer su óbolo y nadie se creyó demasiado mísero para considerarse eximido de presentar su ofrenda. Y así los depósitos de la Junta Nacional de Auxilios situados frente a la Plaza Uruguaya, se colmaban y al vaciarse una y otra vez volvían a colmarse.

     De todas estas tareas sólo nos apartaron a las [62] mujeres algunos acontecimientos también vinculados a la guerra. Cuando llegaron Almandos Almonacid y el doctor José Arce a ofrecernos, el primero su pericia heroica de aviador y el segundo la sabiduría de su bisturí, formamos compacta multitud para recibirlos y yo recé en cada caso, ante ellos, nuestra gratitud por su solidaridad; cuando se recibió la noticia de la victoria de Boquerón, desertamos por unos momentos de los hospitales para poner el alma femenina en aquella vibración nacional unánime con que celebramos la jornada, y en el Palacio mi voz fue otra vez una plegaria elevada al Cielo y un himno cantado al heroísmo de nuestros soldados.

     Debo también un recuerdo a los compatriotas residentes en Buenos Aires. La común ansiedad patriótica los solidarizó en un movimiento que no tuvo tregua. Organizaron colectas frecuentes, a cuyo éxito contribuyó en gran medida la generosidad argentina. Efectuaron numerosas remesas de víveres, de remedios y elementos de curación y quirúrgicos, de ropas y también de fruslerías de todo género, juguetes y mil otras cosas para que aquí las convirtiéramos en dinero. Con estos efectos establecimos un bazar surtidísimo en el local que fuera del viejo Banco de la República, allí donde ahora está el de la Nación Argentina, y nos dimos a la tarea de trocar en moneda las cosas más diversas, desde preciosidades artísticas, como cuadros, bronces, mármoles, bibelots, hasta las chucherías con que aquel surtido caracterizaba su naturaleza de [63] aportación aluvional. Aquel mostrador, asiduamente atendido por señoras y niñas de la Cruz Roja, realizó ventas considerables. Nadie regateaba allí y podemos acusarnos, sin remordimiento, de no haber tenido la modicidad de los precios por norma de nuestra improvisada actividad mercantil.

     Así afrontó el Paraguay la guerra del Chaco. Fue llevado a ella por el vértigo de los acontecimientos, sin que la hubiese querido, pero envuelto en sus llamas le dio la cara con todo el coraje de sus varones y con toda la abnegación de sus mujeres. Una indeclinable fe en la victoria hízonos sentirnos protegidos de Dios. Esta unción nos predispuso a esperar milagros cuando la adversidad se enconaba contra nosotros. Cada vez que el heroísmo sobrehumano de nuestros soldados culminaba en un prodigio, ellos mismos subestimaban su mérito y atribuían la hazaña a protección del Cielo. Este misticismo no les abandonó y fue uno de los resortes de su fuerza. Porque el sentimiento religioso es la substancia esencial del corazón paraguayo auténtico. [64]



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Entre las dos hogueras

     ¡Un año ya!

     Revive plenamente en mí la sagrada emoción de aquella hora.

     Yo había visto marchar a nuestros soldaditos -taumaturgos del heroísmo-, y en pos de ellos sentí que mi alma se iba también a la guerra.

     ¡La guerra! ¡La guerra otra vez! ¿Pesadilla a realidad?

     Yo me crié, oyendo hablar de aquella nuestra gran catástrofe(8). Mi madre, a quien veo acunándome en su regazo, me hablaba cada día de la tristeza de su orfandad. Ella veía aquello como una sombra vaga, en los borrosos horizontes de su niñez. Un día su padre la abrazó con más efusión que de costumbre, humedeció con una lágrima sus mejillas, emprendió viaje... y no retornó. Cuando empezó a adquirir noción de las cosas, el nombre de Estero Bellaco quedó grabado indeleblemente en su memoria. ¡Estero Bellaco! ¡Batallón 40! [65]

     Y esa misma historia refería mi padre del suyo, caído también en aquella batalla memorable.

     Remembranzas de duelo acompañaron con su melancolía el crecer de mis años. Por donde quiera que tendía la mirada, el espectro de aquella guerra aparecía implacablemente. Abuelas enlutadas. Tías llorosas aún. Deudos que arrastraban, con la miseria de sus mutilaciones, el dolor de las batallas. En aquel viejo caserón de mis abuelos parecía resonar todavía el eco de los rezos y de los llantos que lo llenaron durante la larga angustia del martirologio.

     Pensaba yo en el duro vivir de aquellos días. Pensaba en ello como en una cosa imposible.

     ¿Era una leyenda? ¿Era un mito? ¿Cómo seres humanos habían podido padecer ese martirio de cinco años? La familia dispersada y hecha añicos. Sepulcros de los padres, de los hijos, de los hermanos, dejados a lo largo de caminos de cruel peregrinación, a los que no había de volverse nunca más a renovar las cruces tumbadas por el tiempo. Orfandad, miseria, viudez, y sobre la viudez, la miseria y la orfandad, ese gran dolor irremediable que en lo sucesivo había de entenebrecer la vida consagrada a los recuerdos.

     Y un día, heme aquí, al despertar, con que la leyenda y el mito aquellos se meten en mi casa y se llevan a mis hijos. ¿Es realidad? ¿Es pesadilla?

     El dolor atroz de la guerra, que hiciera brotar tantas lágrimas de mis ojos cuando oí relatar las tristezas y los duelos del hogar... Helo aquí nuevamente en mi corazón. Pero ya no con la suave melancolía [66] de otrora, sino con la dureza cruel de una guerra. ¡Mi pobre Paraguay! ¡Otra vez! ¡Otra vez!

     Y esta vez ¡ah, mis hijos!

     ¡Mis hijos! No ya los abuelos de la tradición, son los que veo marchar a la pelea, un poco orgullosa de llevar en mi sangre de paraguaya ese parrafito de nuestra historia. Ahora son mis hijos. Mis hijos los que toman el camino del Chaco para seguir con leal obediencia la tradición de honor de sus mayores.

     Y mi casa renueva aquella angustia de cuyas sombras parecía lleno el viejo caserón de mis abuelos. Un esperar de todos los momentos que se vuelve tribulación desgarradora. Y esta interrogación sin tregua con que trato de penetrar en los arcanos del destino...

     ¡La guerra otra vez! Eslabón que une dos tragedias, siento en mí la llamarada de la guerra de ayer y de la guerra de hoy.

     ¡Boquerón! Un año ya...

     Algo más que una victoria, Boquerón es un símbolo para nosotros. Reencuentro espiritual con nosotros mismos, y reafirmación de una fidelidad y de un destino. Parecíamos como olvidados de nuestra propia esencia en ese crepúsculo sin orientación entre cuyas sombras vagábamos rendidos por la fatiga heroica del lustro sangriento.

     Y Boquerón viene a ser como una Pascua Florida de la raza en esta renovación de sus gestas. ¡Resurrección de la esencia maravillosa de la patria por el milagro de los sacrificios! [67]



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Un sueño marcial

     Caía lentamente la tarde, entre cuyas sombras el silencio del campo se transfundía en las almas como una inefable emoción de la naturaleza. En el corredor de la casa, mis abuelos maternos endulzaban la tristeza que los agobiaba en la contemplación callada y profunda del sereno paisaje, mientras las tres niñas, sus hijitas, jugaban en derredor entre las plantas cuajadas de flores.

     Ante la mirada, campo abierto festonado allá por grupos de árboles y almenado a lo lejos, por una serranía. Por momentos, un peón de la estancia cruzaba por delante de la casa al trote lento de su caballo, cumpliendo una última diligencia de la laboriosa jornada, y el canto o el silbido de sus labios ponía en la quietud circundante una melancólica armonía de música nativa. En los corrales próximos a la vivienda, las mujeres encargadas de las lecheras encerraban a éstas y a los terneros, mientras que en los potreros distantes los toros parecían despedir al día con sus últimos mugidos.

     Interrumpiendo el silencio en que la íntima inquietud [68] se esforzaba por sosegarse, habló la esposa:

     -Hoy no hemos recibido noticias de Asunción...

     Mi abuelo, don Pedro Carísimo Jovellanos, tardó en contestar. Cuando lo hizo, sus palabras se eslabonaron despaciosamente, en una dolorosa dificultad de emisión.

     -Son tan malas las que aguardo, que no me aflige su demora. Ya llegarán, Carlota.

     Y puestos ante el tema afligente, marido y mujer hablaron ya, sintiendo la necesidad de dar cara a la borrasca cuyos primeros aletazos llegaran hasta la escondida paz de su casa de campo.

     -La guerra es un hecho. El jefe de Acahay ha recibido ya orden de despachar a Cerro León a todos los hombres capaces para las armas, así como de requisar las caballadas. Al darme este aviso ha quedado en prevenirme para que yo baje a Asunción cuando sea ello necesario.

     Un nudo de angustia aprisionó en la garganta las palabras del abuelo. La abuela echó a sollozar con el rostro oculto entre las manos. Las tres niñas, ante las sombras de la noche que ya se espesaban en el corredor, se acurrucaron en el regazo materno, como polluelos bajo el ala abierta en prodigalidad de ternura, de defensa y de abrigo.

     Un galope llamó la atención del grupo familiar. Minutos después, un jinete echaba pie a tierra junto a la gradería del corredor de la casa. Un vigoroso «Ave María» seguido de un «buenas noches», largamente cadencioso, y luego, un recio rumor de espuelas y de sable. Era el sargento Molas. [69]

     La ansiedad no dio lugar a responder a la salutación.

     -¿Qué hay, Molas?

     El soldado contestó en seguida:

     -El señor Jefe mándame a decirle que debe partir mañana al amanecer para Asunción. Es el aviso que tiene de su casa.

     Pasada la fugaz distracción que les produjera la presencia del soldado, las tres niñas. De Jesús, Lola y Clementina, se habían dormido en el regazo materno, hechas las tres un ovillo entre los brazos que amorosamente las enlazaba. El sargento montó a caballo y partió al galope, con un ruido de sable entre el rítmico sonar de los cascos. En silencio, el abuelo tomó a una de las niñas en brazos, llamó a una criada para que cargase con otra, hizo lo mismo la abuela con la tercera y el grupo se encaminó al dormitorio para acostar a las pequeñas.

     ¡Sueño de la inocencia! Una tras otra las besó a todas el padre, con un beso interminable en cuya desesperada ternura debió de sentir que se fundía su alma como en un crisol. Cuando despertasen, el progenitor ya no estaría en el hogar, y nunca, nunca, volverían a verle...

     Mucho antes del alba, después de una noche de torturante insomnio, los esposos estaban ya levantados. Ella preparaba las cosas que el esposo había de llevar; él ordenaba los papeles o dictaba las recomendaciones previsoras para que nada sufriera trastorno en el hogar.

     Al pie de la gradería aguardaba el caballo ensillado. [70] Una criada iba y venía con el mate, enjugándose las lágrimas. Las demás sirvientas se apiñaban junto a las habitaciones para despedir al amo.

     En silencio diole la abuela el abrazo último, hundiendo la cabeza en el pecho varonil, como si quisiera captar y retener los latidos del corazón amado. Un adiós a la conmovida servidumbre, una mirada amplia como un abrazo a la casa, la que se inmovilizó largamente en la pieza donde dormían las pequeñas, un restallante golpe de lonja sobre el flanco del caballo y un galope largo...

     Mi abuelo corría por el campo, envuelto en las primeras claridades indecisas del alba, rumbo a la ciudad nativa. Castigaba al montado con nervioso ímpetu de ganar distancia y de aturdirse con el galope, mientras su imaginación fluctuaba entre el hogar que dejaba atrás y la guerra hacia cuya vorágine marchaba.

     En el viejo caserón paterno de la calle de la Ribera -hoy calle Benjamín Constant-, cuya histórica estructura veo resurgir de entre sus ruinas, esperaban al joven conscripto que volvía a su amada ciudad para engrosar el batallón 40, en el que la florida(9) juventud asuncena había de cubrirse de gloria haciendo célebre ese número en los fastos de la guerra. Pocas horas pudo quedar el soldado en el viejo solar de sus mayores. En el cuartel de San Francisco, frontero de la que hoy es Plaza Uruguaya, le esperaba su puesto y allá corrió presuroso y poseído ya del entusiasmo bélico que estremecía a todo el pueblo. [71]

     Entre los viejos papeles familiares, patinados de amarillo por los años, la carta del abuelo aprisiona mis miradas entre sus renglones trazados con mano vacilante en un fugaz momento de reposo, en vísperas de marchar al sur, al sangriento escenario de la guerra. Recomendaciones prolijas, dictadas por su paternal solicitud y referentes a las cosas del hogar. El ambiente guerrero del cuartel se refleja en la viril sobriedad de la ternura que emana de la epístola. Y después de tales recomendaciones, el soldado bosqueja su sueño bélico, el sueño que hace delirar a todo su batallón, el 40 famoso, y a todo el ejército impaciente por llevar a sus labios el cáliz de gloria de los más grandes sacrificios por su bandera.

     Dice el abuelo a su esposa, en la misiva que leo a través de las nieblas de mis lágrimas:

     «Estoy bien y aun que no me consuelo de haberlos dejado, no te oculto, mi Carlota, mi entusiasmo. Vamos a marchar enseguida sobre Buenos Aires y luego sobre Río de Janeiro para imponer allí la paz. Tengo confianza en volver a abrazarlos con el orgullo de haber cumplido con mi deber».

     ¡Delirios, delirios santos, aunque ingenuos, del patriotismo! ¡Líneas que en su sencillez, escritas como fueron para ser leídas entre lágrimas por una esposa desolada, traen una vibración del temple legendario de la patria vieja y de la vieja generación que por ella se inmoló!

     Y marchó el 40, todo él formado por la brillante juventud de Asunción. Peleó con denuedo. Pagó copiosamente [72] su tributo de sangre y de vidas a la Patria. Llegó el día de Estero Bellaco. Dura fue la pelea. Allí le tocó sucumbir al abuelo, a cuyo lado por una singular combinación del destino, cayó también mi abuelo paterno, envueltos los dos en el mismo torbellino de la pelea.

     Entretanto, en la casa de campo la joven esposa consolaba tal vez a sus tres hijitas de la ausencia del padre, leyéndoles cada día la fabulosa carta en que el patriotismo sediento de gloria desvariaba: «Marcharemos sobre Buenos Aires y luego sobre Río de Janeiro...» [73]



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Romance del camino

     La capuera queda sobre el camino mismo, a siete leguas del pueblo, en un paraje delicioso, de esos que a cada paso en nuestro país parecen invitar al transeúnte a quedarse en ellos para siempre. Una suave lomada, toda verde de cultivos, oliente a fragancias silvestres, rumorosa de follaje y enjoyada con la cinta reluciente del arroyo que baja de lo alto, surgido de un ycuá(10), modulando quedamente su eterno y siempre nuevo canturreo. Allá arriba, el rancho todo blanco y como empinado para otear el panorama del valle. Naranjos que en la estación respectiva se engalanan con la albura de los azahares, o con el oro de las pomas, rodean la casita humilde y amparan con la sombra infaltable de sus combas geométricas el juego de los niños y el coloquio de los enamorados.

     Un primor, la plantación. En las horas de labor, [74] que son casi todas las del día desde el primer destello del alba, hombres y mujeres ponen en las vastas sementeras el ahínco esperanzoso de su faena, transformado, con el curso de los días y por la fertilidad bendita de la tierra, en la cosecha opulenta. El mandiocal y el maizal próvidos, pegados al rancho, aseguran los diarios manjares con que la madre hacendosa regalará a la familia durante el año. Más allá, el tabacal cultivado con esmero representa, en la esperanza de los labriegos, el día jubiloso en que irán al pueblo con las carretas cargadas, a trocar el producto por los millares de pesos con que proveerán de ropas y de lujos modestos al hogar.

     Fue por ese camino, que pasa junto al rancho, por donde un día marcharon Bernabé y Pantaleón, mozos bizarros los dos. La capuera podía dar fe de su bizarría. El amanecer de cada día desde que ellos eran niños, les viera bajar la loma, con el machete o la azada al hombro, tocados con amplio pirí y envueltos en la camisa de lienzo de faldas flotantes, para ir a trabajar, juntamente con su padre, hasta la hora en que el sol calcinador imponía la tregua del medio día.

     Marcharon a la guerra. La familia toda salió al camino a despedirlos. El padre y los menores viéronles partir después de la muda despedida, y quedaron al pie de la casa siguiéndolos con la mirada ensombrecida hasta que se sumergieron en la lejanía. La madre marchó con ellos. En una canasta que sostenía sobre la cabeza, llevaba los últimos [75] mimos de sus manos para el paladar de los hijos: sabrosos chipá abatí(11), suculenta ryguazú-caé(12).

     ¡Cuántas veces había recorrido aquella mujer ese largo camino de tierra roja, que parecía a lo lejos una huella de sangre en la plena luz solar! Sus pies ágiles sabían transitarlo con ligereza alada, bajo el peso de los bultos que daban erguidez donairosa a su figura para mantener el equilibrio. Iba y venía, entre su casa y el pueblo, en tiempo brevísimo, llevando las pequeñas cosas de la capuera para mercarlas y trayendo las que eran menester a la familia. Pero aquel ir dando escolta a sus mocetones hízosele cruel y fatigoso y parecía entorpecerle los resortes de su habitual agilidad.

     No era ella, no, esa mañana, la misma que casi a diario andaba a prisa por esa ruta de su trajinar constante, como si apenas rozase el suelo con los pies. Estos se le hundían ahora en la tierra mullida y un peso que no era el de la carga, la aplastaba y obligaba a una lentitud desconocida. Y así, anduvieron, madre e hijos, las siete leguas que había hasta el pueblo. Y allí, al caer la tarde con su tristeza de sombras, llorando silenciosamente, apretados los labios por la angustia, despidió ella a los dos mocetones que la patria se llevaba a la guerra.

     ¡El dolor de aquel regreso!

     El contingente en que marchaban los dos hermanos [76] habíase perdido ya de vista -hacía tiempo que se desvaneciera el eco del último hurra- y la madre estaba allí, con el rostro apoyado en una mano y los ojos clavados en un vago horizonte interior formado de largos caminos desconocidos, misteriosos y trágicos. Un pueblo, otro pueblo, y la ciudad, y luego el río nunca visto y el Chaco. ¡El Chaco! Nombres que resonaban en su alma como ecos de combate. ¡Lo ignorado, lo pavorosamente misterioso!

     Y al fin se decidió a volver a casa. ¡Sola! ¡Qué vuelta acongojada la suya, en el silencio de la noche! Los pies ya no se le hundían en la tierra, como a la ida; se le atornillaban en las huellas dejadas por sus hijos, como sintiendo en ellas el calor de las plantas amadas... ¿Volverían aquellos pies que ahora marchaban hacia lejanos destinos de peligro, a pasarse en la tierra de ese camino doméstico, por el que tanto anduvieran en empresas y correrías infantiles y en faenas y aventuras de mocedad?

     Caminó, caminó, bajo la luz de la luna que proyectaba largamente su sombra. Llegó al rancho. Entró silenciosa y pasó por ante las cujas donde dormían los ausentes, vacías ahora. Esta ausencia se extendió en la visión de su espíritu por la casa, por la capuera, por el valle, y todo lo envolvió como en una sombra. El primer canto de los gallos al amanecer la sorprendió sentada en una de las cujas, con los ojos abiertos y el alma tendida en un vuelo de angustia hacia una lontananza ignorada. ¡El Chaco! [77]

     Y pasaron los días. Y las semanas. Y los meses. Ni una carta fue ni una carta vino, por ser todos en la familia analfabetos. Meses y meses. Un año. Más de un año. Dos veces se celebró la fiesta patronal estando ausentes los mozos. Y la madre pensaba en la tristeza de sus hijos al estar lejos en los días de la festividad lugareña, sin poder bailar las poleas que llenaban el valle con una vibración apasionada, dolorosa y dulce a la vez, fragante de claveles y reseda y chispeante de donaire juvenil.

     De cuando en cuando llegaba hasta el rancho la noticia del regreso del Chaco de alguno del valle, herido o enfermo, y al oírla allá corría la madre, andando largas distancias, para pedir al recién venido informes de sus hijos. Unas veces era infructuosa la indagación. Los hermanos estaban en Toledo y el licenciado venía de otro sector. Otras veces, más afortunada, conseguía saber que los muchachos estaban bien y que mandaban memorias:

     -Memoria-ité jhei-uca nde(13).

     Nada más. Nada más, pero ¡qué enorme vacío llenaban las pocas palabras oídas de labios del llegado del Chaco! Estaban bien los muchachos. Y la noticia le daba fuerzas para seguir esperando, para seguir confiando, para seguir viviendo. Era un rayo de luz en la sombría tristeza de la casa, de la capuera, del valle, de la vida.

     Promediaba la mañana.

     El valle se bañaba en la onda solar, pura y [78] tibia, que bruñía las altas hojas de los maizales dándoles reflejos metálicos.

     El camino tendía su cinta roja entre los verdes festones de la vegetación aledaña, suscitando en el paisaje la poesía melancólica de los andares que llevan lejos, muy lejos, a destinos desconocidos, y de los regresos que el amor ansía y acecha, y que tardan en llegar o no llegan nunca. El soldado que se fue a defender a la patria y que, allá lejos, sueña con retornar por ese camino al dulce encuentro del hogar. Ojos de madre que evocan la niñez dichosa del hijo y puestos sobre la perspectiva del camino, esperan, esperan; ojos de novia que soñando con el día de la venturosa promesa, interrogan hora tras hora a la lontananza del camino por el caminante que ha de venir a mirarse en ellos...

     Una carreta. Chirrían las ruedas. El carretero, un anciano, azuza los bueyes con la voz. El picador, un niño, o una mujer, guía a la yunta cansina.

     Un jinete saluda y pasa. Mujeres a pie, cuyos mantos blancos flotan al viento en la marcha presurosa. El cuadro de todos los días.

     Y he aquí que la madre baja la loma y se asoma al camino y espera, espera, como todos los días. ¡Espera!

     ¿Qué? Ella no lo sabe, pero espera y acecha, alzando la cabeza para dominar mejor la extensión del camino. En la capuera el padre trabaja, doblado, envuelto en lienzos, hecho todo él un punto [79] blanco bajo el aludo pirí(14) que le defiende del sol.

     Un grito turba la quietud circundante y, partido en mil ecos sonoros, llena la casa, la capuera, el valle. La madre echa a correr como si un súbito anhelo le diera alas. Allá vienen dos hombres, cuyo traje militar -verde olivo- resalta bajo el sol. ¡Son ellos, son ellos! No se los distingue, pues los separa larga distancia, pero son ellos, sí, son ellos. Una voz secreta se lo dice a la madre y ésta corre a su encuentro, como una criatura o como una loca, en alto los brazos, radiantes los ojos, triunfales los labios estremecidos en el arrebato del doble llamamiento: ¡Bernabé! ¡Pantaleón!

     Y fue así como esa mañana llegaron por el camino los dos mocetones que año y medio atrás marcharan a la guerra. Llegaron en el silencio que rodea a las vidas humildes y desvalidas, sin avisar, sin que nadie los esperase fuera de la madre que había soñado con ellos la noche antes y que en su sueño muy quedamente, sintiera resonar el encanto de sus pasos en la lejanía del camino, hasta entonces huraño y triste, y esa mañana jovial y alegre bajo la luz del presentimiento... [80]



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En la línea de fuego

     Allí estaba el hermano mayor.

     De temperamento sensible y apasionado, debió de sentir una gran emoción al llegar a esos campos donde su hermano se batía. ¡Su hermano mayor!

     Me parece verlos niños aún, yendo a la escuela tomados de la mano los dos, con la respectiva cartera a modo de mochila, desapareciendo en la lejanía de la calle que los vio crecer, bajo el acecho de mis miradas...

     Hermanos inmediatos, vivieron la niñez en la camaradería más íntima. Jamás una querella los separó. La adolescencia estrechó los vínculos de la sangre con una compenetración hondísima que hizo de los dos una sola alma para todas las reacciones sentimentales de la vida.

     Su hermano mayor estaba allí...

     ¡Cuánta ansiedad debió de poner en su corazón ese ir en su busca a través de los campamentos, para darle el abrazo del hogar y el propio después de tan larga ausencia! [81]

     Aquel último abrazo...

     Era a fines de julio. Con el primer contingente de oficiales de la reserva, el hermano mayor marchó al Chaco a ocupar su puesto, siempre adalid en responder a la llamada de la patria. Era la guerra. Fuertes y serenos, se habían abrazado en la cubierta del «Parapití» con ese dolor intenso y callado con que dos hermanos muy unidos ven abrirse entre ellos el abismo del tiempo y del espacio.

     -¡Hasta pronto! -dijo el que quedaba, con la visión puesta en aquella ruta de honor.

     Pasaron los meses. Cinco largos meses...

     Y he aquí que el hermano menor realiza su sueño. Está en el Chaco, donde los buenos y los dignos se han dado la cita memorable. Va a ver a su hermano mayor, va a estar a su lado, va a correr su misma suerte en los trágicos azares de la guerra.

     Los brazos le tiemblan en la emoción desbordante del abrazo inminente. ¿Dónde estás, hermano? Lo busca en todos los puestos, cree encontrarlo en cada grupo, imagina verlo en cada oficial que trajina por el vasto campamento estremecido por la pelea.

     Y así, en medio de su ansiedad, llegole la hora de entrar en fuego. ¿Recibiría su bautismo de guerra sin haber estrechado al hermano entre sus brazos?

     Tras sangriento combate, el hermano mayor se retiraba de la línea de fuego para ser reemplazada por tropas frescas. Cansado, envuelto en un vaho [82] de pólvora, aturdido por el crepitar sin tregua de la metralla, cubierto de polvo, dirigía la maniobra de replegarse, cuando ve avanzar a un oficial. No le reconoce porque pingüe barba le disfraza el rostro, pero el instinto hácele presentir al recién llegado.

     Y allí, en la línea de fuego Hiram y Ramiro, mis dos hijos, se dan el primer abrazo cuya inenarrable emoción adivino. Abrazo multiplicado por todos los cariños y todas las tribulaciones del hogar distante -¡cuánta majestad te dan el escenario y el momento en que uniste a mis dos hijos! ¡De todos los abrazos, el más hondo en emoción, el más dulce en evocaciones y el más afirmativo en sentimientos mutuamente enorgullecidos por el doble ejemplo viril!

     Pasarán los años y el recuerdo de muchas cosas se diluirá en el tiempo, pero ese abrazo que mis dos hijos se dieron al encontrarse sobre el campo de batalla de Corrales quedará fijamente grabado en el corazón con un venero de emociones... [83]



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Oyere-bo Chaco-güi

 (15)

     El amanecer de aquel su primer día de abandono, sorprendió a Micaela ya de pie, lista para emprender los trabajos de la jornada.

     Movíase la mujer con agilidad nerviosa, un tanto azorada, por el cuarto que servía de dormitorio en el rancho campesino. En su cama dormían dos criaturas, los más pequeños; y en otro lecho hacían lo mismo los dos mayores. Micaela, después de contemplar largamente el campo por el portillo, acercose al lecho de los últimos y, suavemente, movió a uno de éstos, el de más edad, para despertarlo. Le cuchicheó al oído:

     -Paichí, vamos ya, vamos ya.

     Profundo era el sueño, que hacía al varoncito insensible a los cautelosos zarandeos maternales. El temeroso cuchicheo hacíale abrir los ojos y prestar vagamente atención; pero en seguida se apoderaba de él la modorra, sus párpados caían pesadamente [84] y de nuevo incurría en la pesadez e inmovilidad.

     -Vamos Paichí, vamos. Recuerda que papá ya no está en casa...

     Era un temblor la voz de la madre, y una humedad de llanto contenido el mirar de sus pupilas.

     -Tenemos que ir, ya, a la capuera, Paichí. Papá no está...

     Paichí abrió los ojos plenamente, y de un solo movimiento lleno de viril resolución se tiró de la cama. Segundos después estaba él también, listo y dispuesto para marchar al campo.

     Por ahí, apoyada en un horcón, estaba la azada y sobre el horno, ventrudo y aún tibio de la última cocción, el machete parecía ofrecer a la mano ausente su empuñadura encostrada de acumulados sudores. El hombrecito tomó ambas herramientas, cubriose con el pirí de alas anchísimas, y, animoso y diligente, se volvió a su madre:

     -Vamos ya...

     Salieron los dos.

     Las primeras luces indecisas del alba dibujaron vagamente las siluetas de madre e hijo, recortadas en el camino penumbroso por las líneas de los lienzos de la ropa del varón y de la roja zaraza de la saya de la mujer. Joven aún, alta, esbelta, Micaela parecía un rasgo más del paisaje campesino en medio del cual naciera y viviera todos sus días. Tenía la gracia espontánea y pura de las flores silvestres; había en su andar ondulante y firme un remedo del vuelo de las aves de sus bosques nativos; [85] tenía su risa, cuando la pasada dicha la provocaba, el son cristalino del arroyo comarcano; y sus ojos grandes y negros, el fuego en que toda aquella naturaleza se abrasaba bajo un sol de trópico.

     A su lado, y tratando de igualar su paso, Paichí marchaba impregnado de un aire de ufanía melancólica. ¡Qué pequeño parecía y qué débil, bajo el peso de la azada en el hombro y con el hierro del machete en la mano pueril! Diez años, aún no cumplidos, eran los de su vida, y si bien antes de ese día más de una vez marchara junto a su padre, por ese mismo sendero, jactancioso de ir a la chacra en su ayuda, ese día, yendo con su madre con el mismo fin, sentía en lo más adentro de su alma un repentino crecimiento de su personalidad y de su deber. ¡Tenía que reemplazar al padre!

     Andaban con presteza, adelantándose alternativamente, según uno de ellos quedara, atrás para cualquier objeto. La madre hablaba, con palabra entrecortada, y el niño escuchaba, en silencio, conmovido y como absorto.

     El día anterior el padre, Prudencio Ortiz, marchó a la guerra. Micaela, con sus cuatro hijos, le acompañó hasta el pueblo donde, en la estación ferroviaria, junto al largo convoy cargado de movilizados, diérale e hiciérale dar por los hijos el último beso, estampando, el propio, con los labios apretados, para que no brotara el lamento de su dolor.

     Partió el tren, en cuyos flancos se alineaban agitadamente las cabezas echadas por las ventanillas [86] afuera para ver a los que quedaban en la estación, y Micaela, con los cuatro niños, emprendió el regreso a su casita. Un andar de cinco leguas, con dos pequeños en brazos, y sobre la cabeza el cesto vacío de las cosas humildes de su industria con que regalara al viajero...

     Todo le parecía nuevo, diferente y como adverso, en aquel paisaje donde hasta ese día había vivido tranquila, confiada y feliz. La casita, blanca entre la fronda de los naranjales, no le hizo experimentar aquel conocido afán de llegar que hasta entonces le aceleraba gozosamente los latidos del corazón. Hubiera querido retardar su entrada en ella, al sentirla tan sola y abandonada, sin el sostén leal y vigoroso que en los días pasados la defendiera dándole paz, seguridad y abundancia.

     Llegaron madre e hijos a la casa, a la hora en que el valle se envuelve en las primeras sombras del crepúsculo, como para acentuar con ellas el duelo de las almas. Micaela descendió a los pequeños de sus brazos, donde vinieron profundamente dormidos, y los pasó en una de las camas, bajo el mosquitero. Llamó en seguida al mayor de los niños, Paichí, y ambos salieron de la casa. Tenían que ocuparse ya en las tareas que el padre llenara hasta la víspera. Encerrados en el pique inmediato al rancho, las vacas y el caballo que durante el día pastaran libremente por ahí cerca, madre e hijo comieron unos pobres bocados, apagaron la luz y se acostaron.

     -Mañana tendrás que madrugar, Paichí. Yo [87] iré a la chacra a continuar los trabajos de tu padre y tú me acompañarás. Tendremos que trabajar mucho para que no se arruinen las plantaciones...

     -¡Sí mamá, yo iré contigo y te ayudaré mucho! Despiértame cuando sea hora de salir de casa.

     Y el pequeño antes de dormirse, pensó orgullosamente en su nuevo deber. Era el mayor, y la ausencia del padre hacía de él, de pronto, el único apoyo de la madre. Su papá se lo dijo, en voz baja, en el momento de darle el beso de la despedida:

     -¡Paichí, tú quedas en mi lugar!...

     Se durmió, olvidado de sus juegos, de sus cacerías de pajaritos en el bosque aledaño, de sus sonadas excursiones al arroyo distante. Sólo pensaba en esgrimir la azada y el machete de las duras faenas de la chacra.

     -¡Paichí, tú quedas en mi lugar!

     La voz del padre le llegaba de lejos, entre el ruido de las ruedas del tren que se lo llevaba...

* * *

     Pasaron los días, los meses. Pasaron también los años; dos años, largos como otros tantos siglos. Al despuntar el alba, Micaela y Paichí salían del rancho, como aquel primer día, y se dirigían a la capuera, distante unas veinte cuadras. Trabajaban allí rudamente, toda la mañana, en los trabajos propios de cada estación: arando, carpiendo, sembrando, cosechando. A la hora en que el sol se acercaba al cenit, regresaban doblados de cansancio los dos y ansiosa, además, la madre, por estar junto [88] a sus pequeños librados al cuidado de la mayor de las mujercitas.

     Cuando el corazón le decía que podía tener carta del esposo, Micaela llegaba al rancho, volviendo de la chacra, daba de comer a sus hijos, recomendaba a Paichí el cuidado de la casa, y salía a escape en dirección del pueblo. Parecía volar por el camino desierto, yendo con la ilusión de encontrar unas líneas del ausente. La fatiga de la ruda mañana de labor desaparecía y sus pies marchaban las cinco leguas con animosa y alegre prisa.

     Unas veces, ¡muy pocas, ay!, su corazón acertaba. Había carta, la ansiada carta escrita allá lejos, entre el fragor de las batallas, que le traía noticias del esposo. ¡Vivía! ¡Estaba bien! ¡Hablaba de volver tal vez muy pronto! ¡Se sentía orgulloso de cumplir con su deber, como un varón!

     Y Micaela, tras leer diez, veinte veces la carta, volvía a echarse a andar por el largo camino para apresurar el momento venturoso de sentirse en su rancho, rodeada de sus hijos, y leyendo una vez más, en voz alta, la carta amada...

     Pero las más de las veces fallaba el presentimiento. ¡No había carta! En la humilde oficina del correo donde daban esa respuesta a su pregunta, Micaela permanecía largo rato, dudando, esperando, confiando aún, sin fuerza para rendirse a la realidad. ¡No había carta! Luego se ponía a recorrer el pueblo en busca de quien hubiera vuelto del Chaco, para interrogarlo sobre su Prudencio. [89]

     -¿Usted viene del Segundo Cuerpo? ¿No ha visto al sargento Prudencio Ortiz, del 8?

     No, no venían de allá.

     Entonces sí, que, al volver a su casa, bajo el peso del desencanto, aquel andar de cinco leguas le pesaba infinitamente...

     Micaela enfermó bajo la doble garra del trabajo excesivo y de la pena constante. Diez meses sin recibir noticias de Prudencio. La idea de que había muerto se le clavó en el alma. Sus fuerzas no dieron para la labor de la chacra y tuvo que quedar en la casa. El maciegal se apoderó pronto de los cultivos, sin que los débiles aunque heroicos esfuerzos de Paichí pudiesen evitarlo. Las sementeras se arruinaron. La enfermedad y la miseria entraron en la casa, y su triste cuadro, que Micaela nunca viera, reagravó, con el creciente dolor moral, el daño físico de la enferma. Un día la encontraron muerta en la cama, en un charco de sangre proveniente de copioso vómito...

* * *

     El tren partía lleno de reservistas llegados del Chaco días atrás. Esos hombres, que venían de batirse como leones en los terribles encuentros de la selva, parecían niños en día de asueto al sentir que la locomotora les llevaba a sus valles.

     ¡Sus valles! ¡Sus valles! ¡Cuánto soñaron esos bravos con sus valles amados, cuya visión llevaban tanto en los ojos como en las honduras del alma! Amáronlos siempre, con la honda fuerza del instinto, [90] sin discernir, sin comparar; pero ahora que conocían el rigor de aquella otra tierra agria y hostil, que los punzaba con su vegetación espinosa e hirsuta, que les imponía hambre y sed con su esterilidad infernal; ahora el amor a sus valles era infinitamente más grande porque se desbordaba en gratitud por su fecundidad y por su belleza, por sus tierras sonrientes y llenas de frutos, por sus arroyos de aguas cristalinas y frescas...

     El tren aceleraba la marcha y los gritos de los reservistas crecían con el ardor de la alegría al ver los campos. Enfermos, heridos, convalecientes y mutilados, todos olvidaban el horror de la guerra para entregarse a la emoción del regreso al hogar.

     Prudencio Ortiz era uno de ellos. Volvía después de dos años y medio, con las insignias de sargento, ganadas a fuerza de coraje. Participaba de la alegría general, pero la suya no era ruidosa y aún parecía por momentos velada por una sombra de inquietud. Departía con un camarada, sargento como él, con quien le vinculara la vida en común en las fatigas y peligros.

     -¡Cómo hallaremos a nuestra gente! -habló Prudencio Ortiz. Y agregó-: A mí me esperan mi mujer y cuatro hijos...

     -A mí -dijo el otro- mi mujercita, mi vieja y dos hermanas mozas. ¡Mala suerte la mía! ¡A los quince días de casado tuve que ir al Chaco!

     A poco de andar el tren, Ortiz tratando de aplacar en la distracción sus nervios irritados por la impaciencia, tomó un diario y púsose a leerlo. Noticias [91] del Chaco. Pasó de largo. El Chaco lo llevaba metido en todo su ser con el recuerdo de las peleas y de las penurias. Le interesó un artículo en que se hablaba de la vida de la Asunción bajo la guerra. Lo leyó detenidamente y luego lo comentó hablando con su camarada:

     -Dicen ahí que en Asunción no se echa de ver la guerra. Que la gente se divierte mientras allá en el Chaco...

     Calló. Lo que sus labios no atinaron a expresar, lo expresaron sus ojos. Y luego:

     -¿Podrá ser verdad?

     Miráronse los dos camaradas y había algo de estupor en sus miradas. En Asunción no se siente la guerra. ¿Será posible? Ellos no atinaban a razonar el caso, en la primitiva sencillez de sus ideas; pero allá en el fondo del corazón les producía un enorme dolor eso que acababan de leer. Y callaron de nuevo para sumergirse en la corriente de sus tristes reflexiones.

     En cada estación, al paso del tren, se congregaba una multitud de mujeres y criaturas, las que se aproximaban a las ventanillas ansiosas de descubrir entre los que llegaban a los que ellas esperaban todos los días. Un grito de jubilosa sorpresa indicaba que una madre o esposa acababa de descubrir al hijo o marido entre los que descendían del tren. Y al grito seguía el silencio del abrazo interminable, frenético, regado de lágrimas...

     Pero si eran frecuentes los encuentros venturoso(16) del soldado que volvía con los seres que esperaban, [92] no faltaba el contraste dramático de la madre o esposa que allí, en la estación, era noticiada de la muerte del combatiente a cuyo encuentro viniera a la aventura. Mujeres y niños, hechos un racimo de dolor en el abrazo que los unía para cargar con el peso de su tragedia, lloraban a gritos, nombrando al para siempre ausente, mientras el tren volvía a marchar para renovar las mismas escenas en la estación siguiente y en las otras...

     Cuando Prudencio Ortiz llegó a su rancho tras andar en la noche por el camino desierto, encontrose con la soledad y el abandono. Pudo trasponer el alambrado, por ahorrar camino, sin que los perros le ladrasen, y al pasar por el pique inmediato a la casa, echó de menos su caballo y las vacas que allí pernoctaban habitualmente. Entró en las piezas, y nada... Adivinó algo horrible y salió a todo correr en busca de noticias, que alguien le daría en la vecindad.

     Llegó al rancho más próximo. Llamó con impaciencia de loco, voceando como un ebrio en el silencio de la noche el nombre de los moradores y el suyo propio para ser atendido.

     -Checo Prudencio Ortiz, ayumi ramova aina Chaco güi!(17) -Ladraron los perros. Sonaron voces alarmadas. Encendiose una luz. Aparecieron mujeres y niños. De éstos, uno se adelantó del grupo y, corriendo, se juntó a Ortiz y abrazósele llorando a las piernas. [93]

     -¡Papá! ¡Papá!

     Allí supo su desgracia. Micaela había muerto y sus cuatro hijos estaban repartidos por la vecindad. Uno de ellos vivía en esa casa, acogido a la caridad de las pobres mujeres cuyos varones también marcharon al Chaco.

* * *

     El tren conducía a la ciudad numeroso contingente de reservistas cuya licencia venciera. El sargento Ortiz y su camarada, aquel con quien viniera de la capital, regresaban a sus puestos. Ortiz acababa de referir a su amigo la desolación con que se encontrara en su casa.

     -¡Mi buena Micaela! Los trabajos la mataron a la pobre. ¡Los trabajos y el penar de todos los momentos! ¡Y mis cuatro hijos que ahí quedan repartidos como gatitos mientras yo vuelvo a la guerra!

     El camarada habló, con pausa que era una suerte de ahogo de sus palabras en el llanto contenido de la emoción. Él no era más feliz. Había vuelto del Chaco con la ilusión de encontrarse con los suyos y sólo encontró dolor y oprobio en el rancho donde dejara amores. ¡No sabía cómo decirlo! Mientras él cumplía con su sagrado deber allá en el Chaco, un malvado, aprovechando su poder y el abandono del hogar...

     Se miraron los dos, con una mirada viril, sintiendose ahora más hermanos en la desgracia y en la injusticia, que antes lo fueran en el peligro de las trincheras y de los asaltos. Luego volvieron los [94] ojos al campo, a los ranchos donde tantas vidas quedaban sin el amparo fuerte del cariño y del trabajo de los varones. Miraron el enjambre de mujeres y niños, que en las estaciones reflejaban el cuadro de la vida campesina con el angustioso silencio de sus adioses a los que se iban a la guerra, a morir tal vez por la santa enseña patria.

     Todo ese dolor de las campiñas sumidas en la angustia de la espera, sumidas en el luto, sumidas en la desesperación de las amputaciones que convertían en seres inútiles a los jóvenes otrora vigorosos, se hizo en el oleaje del propio dolor de los dos soldados un coágulo de sangre...

     Y cuando la locomotora dio en Cambio Grande la larga pitada que anuncia el arribo a la ciudad, el sargento Ortiz, recordó lo leído en el diario y como si estas palabras bastaran para expresar lo que le hacía sentir el contraste entre la campaña dolorida, admirable y sublime en el heroísmo de sus varones, y no menos sublime y admirable en la abnegación de sus mujeres -toda ella puesta santamente de hinojos ante la patria-, y la ciudad que «se divierte como de costumbre», dijo sencillamente con voz que era una hiel:

     -¡Ya llegamos a la Asunción!

     Y la misteriosa ironía de un pensamiento recóndito vibró en su acento... [95]



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Drama de una soledad

     Pocas veces hablábamos de la guerra en la tertulia familiar.

     Yo quería apartar de la imaginación de mi hijo el recuerdo de los horrores que él acababa de vivir y a los que había de volver muy pronto. Cuando el tema que estaba en el ambiente y era la obsesión de todos, se imponía y nos arrastraba a comentar la tragedia del Chaco, procuraba evadirme cuanto antes de sus sombras porque leía enseguida en los ojos de Hiram su evocación interior de las escenas en que acababa de ser protagonista.

     Una noche, acostada yo y en torno mío mis hijos todos -¡los que no estaban en el Chaco!-, uno de éstos se animó a formular la pregunta que hacía tiempo llevaba a flor de labios y que hasta entonces callara viendo el silencio que su hermano guardaba sobre las cosas de la guerra.

     -¿Cuándo tuviste más miedo? En Corrales, seguramente...

     Hiram negó con un movimiento displicente de la cabeza. [96]

     -Es curioso -dijo luego-, pero cuando sentí más honda y escalofriante la emoción del peligro, cuando sentí agudamente miedo, no fue esa vez. Presumo que el calor de la pelea y la misma ansiedad que me produjo el verme rodeado y expuesto inminentemente a morir o caer prisionero sirvieron de anestesia a mi sistema nervioso. Allí no tuve miedo... hasta después de salir del círculo que me había rodeado.

     -¿Entonces? -insistió el hermanito.

     No necesitó escarbar en sus recuerdos.

     La impresión que aún llevaba del episodio era demasiado nítida y viva y se destacó espontáneamente del conjunto de las que llenaba su imaginación.

     Habló así:

     -Fue a las pocas horas de acabada la batalla, de Toledo. El enemigo se había retirado ya, en completa derrota, dejando considerable bagaje en nuestro poder, y un tendal de muertos y heridos en el campo.

     Era necesario conocer exactamente su situación para tomar nosotros las disposiciones consiguientes. Mi coronel me llamó y me dio órdenes para desempeñar una comisión con ese objeto. Yo debía salir de nuestras posiciones y avanzar sobre los rastros de los bolivianos, para comprobar dónde y cómo se encontraban.

     Tomé de mi famosa compañía 7.ª, la misma que daba a Yacaré Valija sus audaces compañeros de empresas, los hombres necesarios y juntamente con [97] el valeroso teniente Martínez marché a cumplir mi comisión.

     Era de noche.

     Avanzamos con todas las precauciones indicadas por la naturaleza de nuestro cometido. Nos alejamos lentamente de nuestro campo. La luna alumbraba el áspero paisaje con luz plena, que daba relieve a las cosas y bruñía hasta los más leves matices del hirsuto follaje de la selva.

     Advertíamos al avanzar el paso reciente de las tropas enemigas. Hasta parecíanos percibir un eco vago de su marcha, algo así como el jadeo de la retirada precipitada. Olores acres a sudor, a sangre, a curaciones hechas sobre la marcha. Tufo de nafta recién quemada y de neumáticos, prendido a la maraña de la selva.

     -Minutos antes, y ese mismo camino que nosotros llevábamos retemblaba bajo las plantas del apavorido tropel en fuga. Las huellas de los camiones, todavía estremecidas, desmoronándose en ellas del nivel más alto las arenas elevadas por la presión de las gomas. Cigarrillos a medio fumar aquí y allá. Fragmentos de papel y utensilios caídos. El aire estaba como henchido de la presencia de los fugitivos.

     Tras varias horas de marcha salimos a la vera de un cañadón. Desembocaban allí varios piques abiertos por los bolivianos. Estábamos en pleno campo enemigo. Había que extremar las precauciones. Por cualquiera de esos piques podía irrumpir la sorpresa. [98]

     Destaqué al oficial que me acompañaba -bravo muchacho- a explorar uno de los rumbos y yo quedé en aquel punto, frente a los piques, para vigilarlos y guardarlos. Luego de hacer el primer turno de guardia organicé nuevamente los servicios reglamentarios y después de una cuidadosa exploración personal me eché a dormir. Estaba rendido. En los doce días de la batalla de Toledo apenas había podido engañar el sueño con algunos fugaces y fementidos parpadeos. Sobre mi poncho, y por almohada las gibosas raíces de un árbol, me acomodé como en el más blando de los lechos. Y me dormí en el acto.

     De pronto -¿cuánto tiempo había transcurrido?- me desperté bruscamente, tan bruscamente que al abrir los ojos ya estaba de pie y completamente despabilado. La noche seguía siendo de una claridad fantástica. Atisbé en torno mío y tuve la intuición de lo que ocurría.

     Recorrí rápida aunque cautelosamente mis puestos y comprobé lo que ya había adivinado. Todos mis hombres, todos absolutamente, estaban dormidos. Profundamente dormidos. Rendidos ellos también, por la gran batalla y por la fatiga de la marcha reciente, pudo más su organismo debilitado que el rigor de la consigna y que el temor, y se durmieron abrazados a sus armas.

     Fue esa vez cuando yo sentí el miedo más grande de la guerra.

     ¡Solo!

     Me sentí pavorosamente solo, en medio de mis hombres yacentes, bajo el peso angustioso de mi [99] responsabilidad. El enemigo estaba allí, muy cerca, asomado tal vez a los piques, tal vez acechándome para caer sobre mí. Podía haberme rodeado ya, sin que los retenes, dormidos, hubiesen notado su presencia. Y allá atrás, en nuestro campo, el ejército, que acababa de ganar la batalla de doce días, descansaba sin duda fiado del amparo de nuestra vigilancia.

     Un frío agudo, que me dio la sensación desgarrante de una solidez metálica, me corrió a lo largo de la espina dorsal.

     La brisa traía imprecisos, desvanecidos, fantasmales rumores, que se apretaban en la estrechez de los piques y se dilataban antes de extinguirse aventados en la plenitud del cañadón. Rumores... ¿Ruidos de armas? ¿Pasos cautelosos? ¿Cuerpos que se arrastraban por entre las malezas? ¿Cuchicheos?

     Arriba, la luna me parecía una enemiga más, en la fría y como ceñuda impasibilidad de su esplendor. Su claridad me vendía. Y mis hombres seguían dormidos con ese sueño pesado, semejante a la muerte, con que la naturaleza se recobra de sus grandes fatigas.

     Fueron minutos, pero me parecieron horas. Miedo, un miedo que me helaba la médula. No lo experimenté igual, ni parecido, ni en mis apuros de Corrales. No, ni llegaron a ser minutos, pero yo viví un siglo aquella noche, bajo la impavidez de la luna deslumbrante, en la soledad de la selva, junto a mis soldados inertes, bajo el suplicio de mi responsabilidad, cercado de rumores y peligros... [100]



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El dolor de mi alegría

     ¡Ahí viene!

     Numerosas manos tendiéronse hacia el rumbo norte del río para señalar la ansiosamente esperada aparición y, como si el arribo fuera a producirse ya, la muchedumbre esparcida a lo largo de la plataforma del puerto se reconcentró en apiñado grupo. Detrás de los bancos y a través de la vegetación cuya policromía reverberaba a la luz solar, veíase avanzar muy lentamente, apareciendo y desapareciendo en las vueltas del río, la punta del mástil a la que por momentos envolvía una nube de humo borrándola del paisaje. Se producía entonces una desilusión en el anhelo de los que esperaban. ¡No es! ¡No es! Pero reaparecía el punto fugazmente hurtado a la vista, ahora más visible, y tornaba el contento al espíritu de los que con su impaciencia quisieran dar al barco fuerzas para acelerar la marcha.

     Por fin, el «Cuyabá» estaba allí, a la vista totalmente, enfilando la bahía en demanda de su atracadero. En lo alto de la nave, la bandera de la Cruz Roja parecía rehusar el impulso que la brisa le ofrecía [101] para desplegarse, tal como si la tristeza de su simbolismo quisiera hacerse humildad y encogimiento en pliegues semejantes a regazos.

     Aquellos momentos colmaron la angustia, ya casi física, del largo esperar. La toldilla, la cubierta y los pasadizos del «Cuyabá» rebosaban de gente uniformada. Era un macizo bloque humano envuelto en el color verde olivo de los uniformes.

     Cuando el buque empezó a aproximarse al desembarcadero, irrumpieron las voces, y los brazos agitados sobre el río proyectaron el anticipo efusivo de la bienvenida. Cada madre o esposa, cada hija, hermana o novia, creía distinguir en la multitud uniforme que colmaba la embarcación al viajero esperado, y al reconocimiento seguían un nombre exclamado en voz alta, un comentario y un chispear de lágrimas de emoción en las pupilas.

     Lo presentí antes de identificarlo. Sí, era él, era mi hijo. Volvía, después de un año, un año que fuera un siglo para mí. Toda mi alma se me asomó a los ojos para verlo, y se me desbordó por los brazos para estrecharlo, y tembló en ímpetus de besos en mis labios para resonar largamente en sus mejillas.

     Y mientras el «Cuyabá» acortaba la distancia con lentitud torturadora, yo, mirando a mi hijo, evocaba todo ese año: la partida, la primera carta, los largos períodos sin noticias ciertas, los combates sucesivos, la aterradora incertidumbre de todos los días y de todas las horas. El momento aquel en que, al darle el abrazo de la despedida, sólo habló, en la escena muda por el dolor, la voz interior que [102] me preguntó temblorosamente: ¿Volveréis a abrazaros?

     Todas las voces de mi ser se alzaron en himno de gratitud a Dios. ¡Loado seas, mi Dios, loado seas!

     Y cuando ya hecha a la realidad venturosa era más honda mi alegría -¡no era un sueño, no, pues ahí estaba mi hijo!- mi espíritu se sintió herido por un contraste brutal. Cerca de mí, una mujer envuelta en luto esperaba, esperaba también. ¡Pero qué horrendo esperar el suyo! Tenía abatida la cabeza. Regatos de lágrimas surcábanle el rostro bajo las manos con que temblorosamente lo ocultaba. Esperaba también, pero ¡ay! no al hijo vivo que se echara en sus brazos, sino su cadáver recogido en un campo de batalla.

     La vi, comprendí toda su enorme tragedia, sentí su corazón en el mío como si ambos fuesen uno solo y hubo en mí un letal desfallecimiento. Cayéronseme los brazos. Humillé la frente, invadiome un gran arrepentimiento de mi felicidad, una dolorosa vergüenza de mi alegría. Y temblé ante la idea de que esa madre me viese abrazar a mi hijo.

     Frente al dolor callado de esa mujer mi dicha me pareció un delito. Ella también había visto partir un día a su hijo y soñó minuto por minuto con apretarlo entre sus brazos y con velar su reposo cuando volviese al hogar. Ella vivió como yo, pendiente de esa ilusión y fue su vida un constante asomar a los horizontes del río, por donde en un bello [103] amanecer o en la paz sedante de una tarde había de llegar el hijo amado.

     Y esa tarde llegó, llegó para ella y llegó para mí, pero mi hijo está ahí -¡gracias, mi Dios!- vivo y sano, y lo voy a tener pegado a mi pecho dentro de unos minutos, y mi casa volverá a resonar bajo sus pasos y con el eco de su voz, en tanto que el hijo de esa otra madre vuelve inerte y mudo y ciego...

     Y al recibir a mi hijo en los brazos la desolación honda y callada de aquella madre puso un gran dolor en mi alegría, mientras ella se doblaba para besar un ataúd entre un torrente de llanto... [104]



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El aviso misterioso

     ¿Fue un sueño, o qué fue?

     Despertó con nítida visión de las imágenes que acababan de moverse ante su retina y aún le parecía que los ecos de las palabras oídas vagaban por el estrecho ámbito de la carpa. Afuera todo era quietud. Las tropas descansaban. Una fina llovizna caía lentamente, como con desgano, cesando y volviendo a caer por momentos. De cuando en cuando, la luz de una linterna eléctrica proyectaba su acecho en la sombra densa y dilatada.

     ¿Fue un sueño?

     Púsose a recapacitar, a reconstruir lo que acababa de pasar, a repetir las palabras. ¿Vio o no vio que la carpa se abría y que el padre Cardozo entraba y se llegaba junto a su catre de campaña? Sí, él viera eso... Parecíale estar viéndolo todavía. Alzose el trozo de lona que servía de puerta y el padre Cardozo entró. Tenía bien grabada en la visión la conocida silueta del sacerdote. Entró, detúvose un instante a contemplar la figura yacente en el catre y luego avanzó muy quedamente con paso extraño [105] que parecía un oscilante andar en el espacio. Pareciole que el capellán estaba muy delgado, casi transparente y que había en sus ojos y en la vaga expresión de sus labios y en sus movimientos todos un resplandor misterioso. Avanzó hasta quedar cerca del lecho. Una vez allí miró atentamente al que dormía; luego adelantó una mano y le dio unos golpecitos en el pecho para despertarlo:

     -¡Mayor! ¡Mayor!

     A pesar de lo profundo del sueño, el mayor despertó. ¿Despertó verdaderamente? Sí, estaba seguro de que había despertado. Después abrió los ojos y vio junto a su catre al padre Cardozo.

     -¡Padre Cardozo!

     Le llamó casi con un grito en su estupor. No le quedaba duda de que así había sido: sí, él había gritado el nombre del capellán, con sorpresa miedosa, sintiendo un estremecimiento en su cuerpo. Y el padre Cardozo, llevando un dedo a los labios, había pedido silencio. Y hablado así:

     -Tranquilícese, mi mayor. Tengo prisa. Sólo he venido para darle un aviso importante. Levántese en seguida y corra a disponer su tropa.

     El mayor oía asombrado. ¿Oía realmente? Se puso a recordar. Un día se le presentó un sacerdote joven, que vestía los arreos militares. Era el nuevo capellán de su unidad, el paí Cardozo. Lo estaba viendo en aquella dura ocasión en la que le tocara ponerse a prueba. Allí donde un gemir de herido indicaba que alguien reclamaba socorro, allí corría el joven sacerdote, bajo las balas, sin tasar el peligro, [106] a cumplir con su piadoso deber. Su presencia era una promesa de consuelo en medio del combate. Depositario de los mensajes postreros de los que morían, por su intermedio llegaban a los hogares lejanos las palabras de recordación cariñosa con que los hijos y los padres sellaban para siempre sus labios junto a su pecho. Y cuando no se combatía, el paí Cardozo era un compañero más, siempre jovial y sereno, siempre atento a sembrar en el cultivo de la camaradería la buena semilla que en su evangélica sinceridad era como un dulce y espontáneo brotar de su corazón. Un día el capellán no salió de su carpa. Súpose que ardía de fiebre. Hubo que evacuarlo y todos le vieron partir con una tristeza silenciosa y honda. Una infección contraída en ejercicio de su ministerio acabó en pocos días con su vida.

     Pero el mayor, tras evocar rápidamente estos recuerdos, volvió a oír la voz del capellán:

     -Mi mayor, no hay tiempo que perder. Los bolivianos avanzan en este momento por un pique oculto. ¡Pronto, pronto, mi mayor...!

     Crujió el catre de campaña sacudido por un movimiento brusco del que lo ocupaba, y éste se puso de pie de un brinco, calzose, cubriose con un poncho, tomó sus armas y se precipitó fuera. Una orden resonó, con dilatado eco, en la quietud profunda de la noche. Hubo un activo ir y venir de hombres. Sonaron los teléfonos. La tropa, dormida un minuto antes, ocupó posiciones. Partieron estafetas y patrullas por todos los piques y se cernió una [107] enorme ansiedad en todo el sector, comunicada de hombre a hombre a través del frenesí de los preparativos. Segundos después tronaban todas las armas y el espacio se incendiaba en la estremecida llamarada de los disparos.

     Rechazado el ataque boliviano, todo volvió a la calma. El comentario de lo acontecido corría ahora a lo largo de nuestras trincheras, con un eco milagroso que sumía en el asombro a los soldados. ¿Quién diera el aviso de aquel ataque nocturno no previsto? ¿Quién señalara el pique no conocido por donde se deslizaba cautelosamente la sorpresa? El mayor no sabía precisar, en la confusión de sus ideas, si efectivamente estaba despierto cuando le visitó el paí Cardozo; pero sí aseguraba que oyera claramente la voz del capellán:

     -Mayor, mi mayor, no hay tiempo que perder. Los bolivianos avanzan en este momento por un pique oculto... [108]



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Repique de corazones y de campana

     Días de agosto, aquéllos y éstos. Han pasado tres años. ¿Era un sueño? ¿Era una realidad? El estupor nos privaba de la conciencia de los hechos.

     ¡La guerra! ¡La guerra otra vez! ¿Oís? De la otra banda del río -de nuestro río sagrado, padre de nuestra tradición, padre de nuestra tierra- llega un ronco rumor. ¿Oís? Suenan tambores y el suelo retiembla. Nuestros hijos van hacia allá; van a la guerra; van a ofrendar el sacrificio de sus años mozos ante el ara de la patria.

     Estupor en las almas; estupor en las cosas. ¡La guerra otra vez! Sobre esa juventud que vemos pasar se ciernen todas las angustias de la raza, condensadas en una gran sombra, pero también la ilumina una gran esperanza que brota de manantiales misteriosos.

     ¿Los veis pasar? Es el pueblo laborioso y pacífico convertido de pronto en falange guerrera. Ese eco que sigue la marcha de las improvisadas columnas es el eco de las capueras que en el fondo del terruño han quedado abandonadas; es el eco que [109] viene de los valles, donde las madres y las novias quedaron como petrificadas sobre el camino, mirando en la lejanía la silueta esfumada del varón arrebatado por la guerra...

     Horrible tristeza la de aquellos días. Anudado el corazón, anudada la garganta. Sabíamos que todo faltaba, todo menos el coraje en el corazón de nuestros hombres. Los veíamos pasar, casi todos pequeños, casi todos adolescentes; morenos por el rigor de los soles sobre el esfuerzo de los surcos; sonrientes y tranquilos. Iban a la pelea, a morir quizá, como solían ir a cualquier fiesta donde les esperaba el galardón del rojo clavel en fulgores en la negra cabellera de la amada. El donaire del gracejo no se apeaba de sus labios, alternando con los vivas de su repentino entusiasmo guerrero.

     ¡Soldaditos paraguayos a quienes vi día tras día marchar a la guerra! Eráis los de siempre, los de la historia, los de la leyenda. Eráis los que en siglos pasados cruzaron ese mismo río de nuestro génesis y se adentraron audazmente en el Chaco y trajinaron por sus selvas para dar con su sangre bautismo de civilización a la guarida del indio y de la fiera. Eráis los mismos, reencarnados a través del tiempo. Hasta vuestros nombres de castizo linaje, evocaban las nóminas de las viejas epopeyas cuyos ecos guarda la entraña selvática del desierto.

     ¿Comprendéis ahora por qué, al verlos pasar, sencillos y alegres -sencillos hasta la humildad, alegres hasta la algazara- tal como en la paz cruzaban su valle yendo de parranda tras guitarras y claveles, [110] teníamos fe en su corazón, fe en su brazo, fe en su constancia hasta cosechar los laureles? Tuvimos fe y esta fe nos sosegó el ánimo y floreció en orgullo como un presagio de victoria.

     Pasaron tres años. Una eternidad. Y he aquí que las calles de nuestra memoriosa y vieja ciudad están en vísperas de un nuevo desfile. Aquellos que otrora vimos marchar, retornan ahora. ¿Oís? Tambores y clarines llenan el espacio de sones victoriosos. Nuestros varones vuelven de la guerra, vuelven triunfantes después de haber puesto en todas las latitudes de nuestro Chaco, en la selva y en la montaña, en los ríos y en los cañadones, el sello del derecho patrio impreso con la sangre de sus holocaustos. ¿Los veis? Son los de siempre, los de la historia, los de la leyenda. Si el peligro a cuyo encuentro fueron ayer no alteró su continente, el laurel conquistado no alcanza a infundirles arrogancia ni soberbia. Yendo tras la bandera que llenaron de gloria, en medio de las multitudes que los aclaman, ellos sólo ven, a la distancia soñada, el paisaje de su valle, y sólo oyen el rumor añorado de los follajes familiares.

     Sueño de los ojos, sueños del oído, sueños del alma, que acompañaron sus largas vigilias en las trincheras y sus frenesís en los asaltos. ¡El valle! El valle en el que cada árbol le guarda el perfume de un recuerdo. ¡El rancho con todo su palpitante contenido de amores, y bajo cuyo alero vagan aún los últimos acordes de la sonata que gimió en la guitarra la noche antes -la noche aquella en que [111] no durmió para embriagarse(18) de luna antes de marchar a la guerra! ¡La capuera, la generosa tierruca labrada por los suyos de generación en generación y en la que tanto pensó allá, obsesionadamente, mientras arriesgaba la vida momento por momento!...

     A la vuelta de tres años -¡cuánta mudanza venturosa!- Pero ¡ay! no lo olvidemos, ¡cuánto sacrificio, cuánto dolor al mismo tiempo! Muchos de los que marcharon no vuelven, no están en esas columnas, no pueden oír la ovación popular que saluda el desfile. En muchos hogares habrá corazones no consolados aún, que se asomarán a ofrendar su homenaje a los que retornan victoriosos, mientras ahogan las lágrimas de un enorme dolor reavivado. ¡Ah, el claro abierto en las filas por la ausencia del que cayó para siempre! Su regimiento pasa, pero él ha quedado allá, quién sabe en que tumba perdida en las malezas. Y allá en nuestros campos saldrán las mujeres a los caminos a esperar a los suyos y muchas serán las que regresen sin la dicha del encuentro con que soñaron larga y embelesadamente. Señor: gracias os doy porque yo he podido estrechar en mis brazos a los hijos que, uno tras otro, en cuatro momentos que son todavía cuatro garras clavadas en mi alma, me llevó la guerra y tu misericordia devolvió a mi hogar...

     Compatriotas, hermanos que nos traéis con la bandera consagrada por vuestras glorias -glorias del pasado reverdecidas en la primavera eterna del alma heroica de mi raza- el orgullo de vivir para un grande y noble destino: suenen en vuestro honor [112] las campanas echadas a vuelo y en vuestro honor repiquen los corazones el latido de los grandes momentos, de los momentos supremos, en que cruzan por los horizontes de la vida las sombras augustas y tutelares... [113]



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Apuro-pe mante

 (19)

     Como llovía tenazmente desde el amanecer, los peones no salieron esa mañana a trabajar. Era una lluvia fría y espesa, que desvanecía el paisaje y transformaba la vasta llanura de Ñú-Guazú en un denso barrial cruzado de fingidos arroyos por donde pasaban los senderos. En el suelo de la cocina ardía un buen fuego sobre cuyas brasas humeaba una olla de hierro, de tres patas, en la que se cocinaba un suculento locro que constituiría la comida de medio día. La mujer del capataz, una vieja flaca y callada, atendía la olla y cebaba, a la par, el mate que pasaba de mano en mano. Los hombres lo sorbían en silencio, sentados en cuclillas alrededor del fuego, friolentamente envueltos en los gruesos ponchos.

     Una chiquilla asaba entre las cenizas unos chipá-caburé(20), mientras que otras criaturas, asosegadas por el frío, seguían con interés, pregustando [114] el manjar, el bullicioso proceso de la cocción. En un descuido de la que asaba las chipas, a la que el espeso y acre humo de la leña le ofendía los ojos, uno de los arrapiezos extendió rápidamente la mano con la intención de apoderarse de una torta. Pero fue tan apresurado el movimiento que, en lugar de la golosina, sólo logró coger una brasa. Chillando de dolor arrojó el ascua.

     -¡Che gustá, ne mondá jhagüe rejhé!(21) -dijo la chicuela complacida con el castigo que el fuego aplicara al hurtador.

     El incidente animó, con los comentarios que provocó en grandes y chicos, la reunión hasta entonces silenciosa. Trenzáronse los pequeños en bullanguera pelea hasta que la capataza le puso fin repartiendo unos mojicones entre ellos y amenazándolos con privarlos de su ración de chipa. Los mayores empezaron a cruzarse bromas llenas de intención.

     Afuera, el día empezaba a aclararse un tanto. El pesado manto de lluvia se convertía en gasa traslúcida que el viento agitaba en largos desgarrones sobre la llanura triste y gris. El camino carretero, en el que las ruedas de las carretas cavaron hondas zanjas a la sazón convertidas en pegajosos y turbios arroyuelos, se perdía a lo lejos en el plomizo horizonte.

     Allá, muy lejos, una carreta avanzaba lenta y penosamente.

     -Allá viene don «Pachico» -dijo uno de los [115] peones después de un breve momento de observación. Y agregó:

     -¡Qué frío debe de traer encima!

     La silueta lejana del carretero aparecía en la bruma, azotada por la lluvia y golpeada por el helado viento sur. A falta de otro espectáculo, todos los hombres se asomaron a la puerta del rancho a contemplar la carreta.

     Pasó un largo rato. La lluvia cesó y se oyó el chirriar cercano de las ruedas que giraban con trabajo.

     -Sandía-í carreta carayá novena(22) -dijo uno de los chicos aplicando el dicho popular con que se ridiculiza a esas carretas cuyo chirrido es muy fuerte.

     -Veremos cómo pasa el arroyo -dijo alguien al ver que el habitual hilillo de agua que atravesaba el camino, casi frente a la tranquera, se había convertido, con el aporte de la lluvia, en un arroyo ancho y cuyo turbio caudal corría murmurando.

     La carreta llegó, al fin, al arroyo; los bueyes, cansados ya después de largo bregar a lo largo del camino, no pudieron tirar más; las ruedas se hundieron profundamente en el fangal. El carretero, fuera de sí, azuzaba a las bestias con gritos estridentes y fuertes picanazos.

     Pero ni aún así los bueyes, cuyos lomos enrojecían de sangre derramada por los picanazos, consiguieron [116] sacar adelante la carreta. El capataz, viendo aquello, salió del rancho seguido de los peones.

     -Tesá reí co na poiha vaí... (los ojos solos no remedian nada...) -Y entre todos, el capataz, los carreteros y los peones, empujaron la carreta sin lograr hacerla zafar.

     -Esto es un perfecto carugúa(23) -dijo el carretero-: no sé cómo voy a llegar a casa donde me esperan con apuro porque mi china necesita ya unos remedios que le llevo.

     Repitieron el esfuerzo colectivo, acompañado de gritos y denuestos contra los bueyes, para hacer salir la carreta del atasco, pero nada, nada... El capataz se golpeó entonces la frente como recordando algo. Decidido, encaminose corriendo a la cocina, descolgó varias espigas de maíz que pendían del techo y, quitando toda la chala seca que las cubría, volvió con un haz de ella en una mano y un tizón en otra.

     -Esperen -dijo- ahora veremos si estos «paranadas»(24) son capaces de hacer o no lo que deben.

     Esparció la chala seca y crujiente en torno de los bueyes, encerrando así a éstos en un círculo, y la hizo arder en seguida, aplicándole el tizón. Como la lluvia había cesado, la chala ardió fácilmente y los bueyes quedaron envueltos en la llamarada fugaz. Enloquecidas de espanto las bestias, pegaron un bote formidable al sentir el ardor de las llamas y la carreta salió así de donde tanto tiempo estuviera empantanada. [117]

     El capataz al ver correr a los bueyes tirando de la carreta, dio un «¡hípuuuu!» de triunfo y riendo de buena gana volviose a los peones.

     -Igual, completamente igual -comentó- al caso que le pasó a ña Facunda cuando se libró del tigre.

     Como volviera a llover, marcharon todos a la cocina, y una vez reunidos, pidieron al capataz que contara el caso de ña Facunda. El requerido se acomodó bien, fumó largamente su cigarro, excitó la curiosidad de sus oyentes con un largo silencio, sonriendo y empezó así:

     -Hace ya muchos años, era yo muy pequeño, nuestro valle estaba atemorizado por la presencia de un tigre cebado. En cada una de sus frecuentes irrupciones hacía presa ya de un ternero, ya de una oveja. Y lo peor, llegó a ser que hasta dos chiquillos que se bañaban en el Itaó, cayeron en sus garras. Los mozos más guapos del valle pusiéronse de acuerdo para darle caza y varias veces lo intentaron en batidas que resultaron infructuosas por la viveza del tigre. Y ocurrió que una tardecita, en el camino del monte, en un lugar muy solitario y desierto, una vieja que se había rezagado recogiendo leña oyó de pronto el rugido de la fiera. El camino se estrechaba en una angostísima picada: a la derecha se alzaba el bosque espeso, tupido, impenetrable, y a la izquierda un caraguataty(25) extensísimo y muy desarrollado por estar en un estero. [118]

     Helada de espanto al oír el rugido, la vieja detúvose bañada en sudor y dejó caer el haz de leña que llevaba en la cabeza. Se volvió y por su mismo camino vio al tigre que avanzaba despacio, seguro de su débil presa. Un grito ahogado se escapó del pecho de la infeliz:

     -¡Socorro! ¡Socorro!

     Sólo el eco le contestó en aquella soledad. Pensó en treparse a un árbol pero no tardó un segundo en darse cuenta de lo ilusorio de su pensamiento. Seguir camino adelante, valía tanto como ofrecerse a la voracidad del tigre. Y entonces, en su desesperación, el caraguatal se le ofreció como su única salvación.

     Parecía inaccesible ese entrevisto refugio: las largas hojas, fuertes, tensas, llenas de púas, terminadas en agudísimas espinas, parecían puñales dispuestos agresivamente para impedir el paso. Pero el miedo era tan grande y las fauces de la fiera abiertas codiciosamente le representaban tan inexorablemente la idea de la muerte, que ña Facunda cerró los ojos y se decidió.

     -¡Señora Santa Librada, «che socorremi me»!

     Y atropelló el caraguatal. Dando saltos con todas sus fuerzas consiguió internarse y cuando el tigre llegó, se encontró atajado por la espesura de las hojas espinosas. Las ropas de ña Facunda quedaron desgarradas y sus carnes laceradas y sangrantes; pero ella nada sintió en el terror del apuro. [119]

     La fiera, sorprendida, se detuvo; miró a la que estuvo a punto de ser su víctima, midió atentamente el obstáculo que tenía entre sí y pareció razonar el peligro a que se exponía, si afrontaba el caraguatal. Observó largamente a la vieja; pareció aquilatar el valor de su cuerpo entero, y dando un rugido espantoso se alejó por el camino diciendo seguramente para su coleto: «Esa vieja es más bruta que yo y sus carnes no valen la pena...»

     El capataz se detuvo al llegar a este punto de su narración; el auditorio estaba pendiente de sus labios.

     -«Jha upeí?» (¿y después?)

     Naturalmente, doña Facunda no pudo salir más del caraguatal en el que pasó una noche de angustia, rezando a gritos y pidiendo clamorosamente un auxilio que en aquella soledad nadie podía llevarle. De cuando en cuando intentaba salir, pero el menor movimiento hacía que las espinas se le hincasen en las carnes. Cuando intentaba dar un paso, en el suelo lleno de ojos traidores de carugúa, los pies se le hundían y toda ella se sentía como absorbida por un pulpo gigantesco.

     Al día siguiente, muy temprano, el esposo de ña Facunda salió a buscarla. Avanzando por el mismo camino que ella llevara, llegó hasta el caraguatal y allí encontró a la infeliz.

     -¡Jesú che señorá! ¿Cómo conseguiste meterte allí?

     Le parecía al buen hombre imposible lo que sus ojos veían e insistía afanoso. [120]

     -Pero ¿qué te pasó para estar ahí?

     Ella, agotada por el insomnio, el dolor y el miedo, no atinaba a hablar. Sólo después de un largo rato dijo:

     -Creo que ni soy yo al verme acá y pensar en el peligro que corrí; pero te aseguro que tú hubieras hecho lo mismo teniendo ante tu vista un tigre, como lo tuve yo.

     -¡El tigre! ¿Cómo fue eso? ¿Cómo venías por este camino que no es el tuyo habitual?

     -No es el momento de contarlo. Sácame puesto que aquí ya no puedo más.

     Lo procuraré -dijo él con desaliento-, pero ¡jhá apuro pe guá!(26)

     Mientras hablaba, el hombre se dedicaba a cortar caraguatás con su machete para abrirse camino. Cortó muchos, muchísimos, no sin sufrir otros tantos pinchazos, pero las hojas parecían multiplicarse al infinito y cuantas más cortaba, más espeso creía ver el caraguatal.

     Bregó así, durante horas, silencioso y tenaz, hasta que encontró un obstáculo que ya no provenía de las púas bravías del hirsuto caraguatal: era el caruguá traidor y peligroso, que aparecía a su vista debajo de la maraña de hojas espinosas que había conseguido despejar.

     -¡El caruguá! -dijo con miedo; pero a pesar de todo trató de aventurarse en él. Anduvo unos poquísimos pasos sobre los troncos removidos de los [121] caraguata-í cortados y siguió segando con empeño; pero pronto notó, con desalentada impotencia, que los troncos removidos no lo sostenían. Hundíanse sus pies en el cieno que parecía querer tragarlo como una boca ávida. La anciana echó de ver que su compañero se hundía y se lo hizo advertir con las pocas fuerzas que en su desfallecimiento le restaban:

     -¡Que te hundes! ¡Que te hundes! ¡Basta ya, vuélvete!

     Se detuvo él y con terror vio que estaba metido hasta cerca de las rodillas. Al menor esfuerzo de cortar las hojas le apremiaba la succión del pantano y un enjambre de víboras sorprendidas en sus nidos se remolinaban en torno suyo.

     Entonces hizo él un violento esfuerzo y consiguió afirmarse. Soltó el machete. Jadeante y mirando tristemente su inútil trabajo, bajó la cabeza pensando con tortura en el medio de salvar a su mujer.

     Y tal medio se le ocurrió al fin, pero en la forma de los recursos violentos, heroicos y supremos.

     -Bueno -se dijo- ¡apuro mante o-sé yebyne!(27) Vuelvo enseguida, che vieja; voy en busca de «refuerzos».

     Alejose unos pasos y cuando su mujer no podía ver lo que hacía, sacó fósforos, buscó unas hojas secas que le sirvieran a manera de tizón y prendió fuego al caraguatal.

     Bien pronto las llamas cundieron y formaron un cerco amenazador. Sintió ña Facunda el calor abrasante [122] del «fuego y el golpe de una ráfaga de humo. El terror de morir presa del incendio la hizo estremecerse como bajo un latigazo. Azuzada por un espanto máximo, ciega y loca, sacó fuerzas de flaqueza y dando saltos desesperados, tal como si una fuerza misteriosa la levantara, corrió, corrió, saliendo del caraguatal... Llegar al camino y caer desvanecida por el esfuerzo y la reciente angustia, todo fue uno...

     El viejo volvió a su lado y la reanimó, no sin mucho trabajo, rociándole el rostro con agua fresca del arroyo cercano. Y luego cuando ella abrió los ojos, le dijo con malicia sentenciosa:

     -¿Viste? Entraste con apuro y sólo con apuro pudiste salir.

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