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La Celestina [estudio]

Marcelino Menéndez Pelayo





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Esta obra clásica y admirable, contada por algunos entre las novelas, si bien su fondo es esencialmente dramático, lleva por título verdadero el de Tragicomedia de Calixto y Melibea, y fue impresa por primera vez en 1499, y en Burgos, según la opinión más autorizada y probable.1 Tal como la leemos hoy, consta de veintiún actos; la primera edición no tiene más que dieciséis,   —238→   y ofrece además singulares variantes, que todavía no han sido sometidas a un examen crítico.2

En algunas ediciones del siglo XVI, posteriores a las primitivas, hay un acto entero, el de Traso, que desapareció más adelante, no sabemos si por ser intercalación de pluma distinta de la del bachiller Fernando de Rojas, o porque (a pesar de ser obra suya) pareciese (como lo es en efecto) cosa episódica e inútil para el progreso de la fábula.3

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De los veinte actos últimos (tomando por base la definitiva redacción que hoy leemos), es autor único e incontestable el bachiller Fernando de Rojas, «nascido en la Puebla de Montalbán».

Así lo declaran unos versos acrósticos puestos al frente del libro,4 el cual está encabezado con un prólogo del autor, y una carta a un amigo suyo, cuyo nombre no se expresa. El bachiller Fernando de Rojas quiere hacernos creer en estos documentos, que acabó la tragicomedia en quince días de sus vacaciones universitarias, y en cuanto al primer acto, nos refiere que corría manuscrito, atribuyéndole unos a Juan de Mena y otros a Rodrigo de Cota. Antes de entrar en esta cuestión, verdaderamente grave y difícil, apuntaremos las escasas noticias y conjeturas biográficas que hemos podido reunir del bachiller Fernando de Rojas, autor único de La Celestina, a nuestro parecer, y de todos modos autor de la mayor parte de ella.5 Consta, pues, que cursó Jurisprudencia en la Universidad de Salamanca. Se ha conjeturado que tomó parte en el alzamiento de las Comunidades de Castilla, siendo el mismo Fernando de Rojas que se encuentra entre los exceptuados de la amnistía o lista de perdón que dio Carlos V en 28 de octubre de 1522.6 Pero lo que sí podemos afirmar con certeza,   —240→   gracias a la diligencia de don Bartolomé José Gallardo, que descubrió esta noticia en una Historia de Talavera7 manuscrita en la Biblioteca Nacional, es que el bachiller Fernando de Rojas, autor de La Celestina (sea o no la misma persona que el comunero), llegó a ser alcalde mayor de Salamanca, y residió durante los últimos años de su vida en Talavera de la Reina, donde se avecindó, tuvo hijos y está enterrado en el convento de monjas de la Madre de Dios.8 Fuera de las admirables páginas de La Celestina, no se conoce una sola línea del bachiller Fernando de Rojas. Es de presumir que entregado a las graves tareas de la justicia y del gobierno, olvídase completamente la gloria literaria de su primera juventud.

El autor del primer acto es desconocido. Nosotros, por las razones que vamos a exponer, consideramos este acto como obra del mismo bachiller Rojas; pero no es ésta la opinión común (aunque haya sido la de Moratín, la de Blanco White y otros insignes críticos), y además parece que está en oposición con las afirmaciones claras y explícitas del mismo bachiller. Veamos el valor que puede darse a estas afirmaciones.

Ante todo, hay que descartar, como un mal pensamiento, la extraña ocurrencia de atribuir dicho primer acto a Juan de Mena, gran poeta, sin duda alguna, dentro de su escuela y de su tiempo,   —241→   pero infelicísimo prosista, como es fácil comprobarlo en la glosa que él propio hizo de su poema de la Coronación y en el compendio de la Ilíada de Homero. No puede darse cosa más pedantesca, más llena de inversiones y latinismos, más falta de amenidad y soltura, más contraria, en suma, al estilo y carácter de la prosa de La Celestina, así en su primer acto, como en todos los restantes.

En cuanto a Rodrigo de Cota, nos falta término de comparación, porque no conocemos de él más que versos. Rodrigo de Cota, de Maguaque, judío converso de Toledo, es autor del bellísimo Diálogo entre el amor y un viejo, inserto en el Cancionero general de 1511, y se le ha atribuido con poco fundamento la célebre sátira política Coplas de Mingo Revulgo. Pero aun suponiendo que fuera suya esta alegórica y revesada composición, que para los mismos contemporáneos tuvo necesidad de comento, más perdía que ganaba en títulos para ser considerado como autor de La Celestina, obra grandiosa, sencilla y humana, que nada tiene que ver con una sátira política del momento, la cual es ingeniosa sin duda, pero todavía más afectada que ingeniosa, especialmente en la imitación del lenguaje rústico. Cosa muy diversa es el Diálogo entre el amor y un viejo, y por nuestra parte no dudamos en estimarle como joya preciosa de nuestro tesoro poético del siglo XV; pero las bellezas de aquel diálogo, tan lleno a veces de arranque, de pasión y de fuego, son bellezas líricas, totalmente distintas de las bellezas dramáticas de La Celestina.

La misma incertidumbre con que el bachiller Rojas se explica, diciendo que unos pensaban ser el autor Juan de Mena y otros Rodrigo de Cota, invalida su testimonio y le hace no poco sospechoso, puesto que en cosa tan cercana a su tiempo no parece verosímil tal discordancia de pareceres. Por otro lado, toda su narración tiene visos de amañada. ¿Quién puede creer, por muy buena voluntad que tenga, que quince actos de La Celestina, esto es, las dos terceras partes de la obra, han sido escritas por un estudiante en quince días de vacaciones, cuando, hasta por la extensión material, parece imposible, y lo parece mucho más si se atiende a la incomparable perfección artística, a la madurez y reflexión con que todo está concebido y ejecutado, sin la huella más leve de improvisación, ligereza, ni apresuramiento? ¿Qué especie de   —242→   ser maravilloso era el bachiller Fernando de Rojas, si hemos de suponerle capaz de semejante prodigio, que sería inaudito en la historia de las letras?

A nuestro juicio, todas las dificultades del preámbulo tienen una solución muy a la mano. El bachiller Fernando de Rojas es el único autor y creador de La Celestina, la cual él compuso totalmente, no en quince días, sino en muchos días, meses y aun años, con toda conciencia, tranquilidad y reposo, no hartándose luego de corregirla y limarla, como lo prueban las numerosas variantes de todas las ediciones que podemos suponer hechas durante su vida, variantes que alcanzan al primer acto como a los demás. Y la razón que tuvo para inventar el cuento del primer acto encontrado, no pudo ser otra que el escrúpulo, bastante natural, de no cargar él solo con la paternidad de una obra mucho más digna de admiración bajo el aspecto literario que por el buen ejemplo ético, salvas las intenciones de sus autores. Este mismo recelo y escrúpulo le movió a envolver su nombre en el laberinto de los acrósticos y a llenar de reflexiones morales el prólogo y la carta, queriendo con esto curarse en salud y prevenir todo escándalo.

Por otra parte, ¿a quién no sorprende que habiendo llegado a nosotros en repetidos manuscritos tantas y tantas obras del siglo XV inferiores por todo extremo al primer acto de La Celestina, nadie haya visto, ni se conserve memoria de que haya existido jamás, códice alguno de semejante obra? ¿No es cosa inexplicable que ningún escritor de tantos como florecieron en esa época la mencione, hasta que el bachiller Fernando de Rojas viene a participarnos su feliz hallazgo de vacaciones?

La igualdad, diremos mejor, la identidad de estilo entre todas las partes de La Celestina, así en lo serio como en lo jocoso, es tal, que (a pesar de la respetable opinión de Juan de Valdés9 en contrario) no ha podido ocultarse a los ojos de la crítica. Moratín   —243→   declara en sus Orígenes del teatro español que «todo el que examine con el debido estudio el primer acto y los veinte añadidos, no hallará diferencia notable entre ellos, y que si nos faltase la noticia que dio acerca de esto Fernando de Rojas, leeríamos aquel libro como producción de una sola pluma». Blanco (White) afirmó resueltamente en un discreto artículo de las Variedades o Mensajero de Londres, que «toda La Celestina era paño de la misma tela».10 ¿Sería esto posible, aun suponiendo que entre la composición del primer acto y de los restantes no mediaran más que veinte o treinta años, cuando precisamente estos años son de absoluta y total renovación para la prosa castellana, en términos tales, que un libro del tiempo de los Reyes Católicos se parece mucho más a uno de fines del siglo XVI que a uno del reinado de don Juan II con la sola excepción del Corbacho?

Pero aun hay otra razón más honda, que a nuestro modo de ver decide plenamente la cuestión y excluye hasta la posibilidad de que el acto primero de La Celestina pueda haber brotado de pluma distinta que los siguientes. Y esta razón es la admirable unidad de pensamiento que en toda la obra campea, la constancia y fijeza en el trazado de los caracteres, el desarrollo lógico y gradual de la fábula y el dominio y señorío con que el bachiller Rojas se mueve dentro de ella, no como quien continúa obra ajena, sino como quien dispone libremente de su labor propia. Sería el más extraordinario de los milagros literarios, y aun psicológicos, el que un continuador llegase a penetrar de tal modo en la concepción ajena y a identificarse de tal suerte con el espíritu del primitivo autor y con los   —244→   tipos humanos que él había creado. No conocemos composición alguna donde tal prodigio se verifique; cualquiera que sea el ingenio del que intenta soldar su invención con la ajena, siempre queda visible el punto de la soldadura; siempre en manos del continuador pierden los tipos algo de su valor y pureza primitivos, y resultan, o lánguidos y descoloridos, o recargados y caricaturescos. Tal acontece con el falso Quijote, de Avellaneda; tal con el segundo Guzmán de Alfarache, de Mateo Luján de Sayavedra; tal con las dos continuaciones del Lazarillo de Tormes. Pero ¿quién será capaz de notar diferencia alguna entre el Calixto, la Celestina, el Sempronio o el Parmeno del primer acto y los personajes que con iguales nombres figuran en los actos siguientes? ¿Dónde se ve la menor huella de afectación o de esfuerzo para sostenerlos ni para recargarlos? En el primer acto está en germen toda la tragicomedia, y los siguientes son el único desarrollo natural y legítimo de las premisas sentadas en el primero.

Creemos, pues, como cosa de toda evidencia moral, que La Celestina es obra de un solo autor, el cual no puede ser otro que el bachiller Fernando de Rojas, natural de la Puebla de Montalbán, alcalde mayor de Salamanca, y finalmente vecino de Talavera de la Reina.

Aunque La Celestina tenga cuanta originalidad cabe en una obra literaria, y sea, por decirlo así, un pedazo de la vida humana trasladado con pasmosa realidad a las tablas de un teatro ideal, no puede desconocerse que la armazón o el esqueleto de la fábula, y aun algunos de sus personajes, tienen abolengo más o menos remoto en nuestra literatura y en la clásica. Cierto aire de parentesco une la tragicomedia castellana con las obras maestras del teatro cómico latino, siendo más visible la semejanza en los tipos de criados y rameras, que hasta en sus nombres revelan el trato familiar de su creador con los papeles de la misma índole que tanto abundan en Plauto y Terencio. Por lo tocante a la comedia italiana del Renacimiento, las fechas dicen bien claro que no pudo influir en La Celestina, anterior a todas las obras de Maquiavelo, Ariosto y Bibbiena.11 La Celestina es la que, dada su universal   —245→   difusión en todos los países cultos de Europa, influyó o pudo influir en el teatro italiano, si bien de un modo menos directo y eficaz que los ejemplos clásicos.

El verdadero prototipo de La Celestina debe buscarse en una comedia latina irrepresentable, fruto de los ocios de algún erudito monje del siglo XII, el cual, por buenos respetos, gustó de disfrazarse con el nombre de Pánfilo Mauriliano. Esta comedia, que no ha de confundirse, como de ordinario se hace, con el poemita llamado De Vetula (aunque una vieja haga en ella muy principal papel) lleva el título de Pamphilus de Amore, o de documento amoris, y está escrito en hexámetros y pentámetros, como otras obras de su género compuestas durante la Edad Media, que son en rigor composiciones retóricas y no dramáticas, aunque ésta por excepción se presenta dividida en actos y escenas.12 Su argumento es muy parecido al de La Celestina, y está desenvuelto con no menor libertad de expresión, aunque con dotes literarias por todo extremo inferiores. Viene a reducirse la fábula a los amores de un mancebo llamado Pánfilo y una doncella llamada Galatea, llevados a feliz acabamiento por intercesión de una vieja (que da nombre a la comedia), y coronados con la aparición de la propia diosa Venus.

Esta pieza, remedo pedantesco de la antigüedad, está llena de imitaciones directas y aun de plagios de los poetas latinos más famosos, especialmente de Ovidio, a quien por esta razón fue atribuida algunas veces durante los siglos medios. Y aun puede añadirse que los primeros rasgos del carácter de la tercera de ilícitos amoríos, (con puntos y collares de hechicera) pueden encontrarse en la vieja Dipsas que figura en una de las elegías de los Amores del lascivo poeta de Sulmona.

La comedia de Pánfilo suscitó en España, a mediados del   —246→   siglo XIV, una imitación libre en verso castellano, superior por todos conceptos a su modelo. Nos referimos al episodio de los amores de doña Endrina de Calatayud y don Melón de la Huerta, el más extenso e importante de los muchos fragmentos misceláneos agrupados en el libro singular que lleva el nombre del Arcipreste de Hita. Pero el Arcipreste no se limitó a traducir la obra árida y descarnada de Pánfilo; sino que, sacando a los personajes de la vaguedad abstracta que tenían en la comedia del monje (remedo impotente de un arte ya fenecido), les dio carta de naturaleza española, les infundió animación y vida, y fue, realmente, el primero en crear el incomparable tipo de la vieja, apenas esbozado con mano torpísima por el supuesto Pánfilo, y plenamente desarrollado ya con el cínico nombre de Trota-conventos por el Arcipreste de Hita. Trota-conventos es la verdadera abuela de Celestina, y a ninguno de sus predecesores debió tanto Fernando de Rojas como al Arcipreste.13

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Pero la obra de éste, narrativa y no dramática, compuesta en verso, y muy remota ya por su edad y por su estilo, del gusto de la época en que Rojas escribía, no pudo servirle de modelo para el diálogo ni para el manejo de la prosa familiar y picaresca.

En esta parte sólo un libro castellano conocemos, cuyo estudio debió de serle útil: el libro satírico-moral que otro arcipreste, Alfonso Martínez de Talavera, compuso en tiempo de don Juan II (1438) con el título de Reprobación del amor mundano, más conocido por el rótulo de Corbacho o Libro de los vicios de las malas mujeres y complisiones de los omes. Este libro que, con apariencias graves y morales es en el fondo una sátira y una galería de cuadros de costumbres, trazados con mucha ligereza y brío, y con extraordinaria abundancia de picantes donaires y de modos de decir felices y expresivos, es el único antecedente digno de tenerse en cuenta para explicarnos de algún modo la elaboración de la prosa de La Celestina. Hay un punto, sobre todo, en que no puede dudarse que Alfonso Martínez precedió a Fernando de Rojas; y es en la feliz aplicación de los refranes y proverbios que tan especial sabor popular, castizo y sentencioso, comunican a la prosa de La Celestina, como luego a los diálogos del Quijote.

Ninguna de las consideraciones expuestas puede disminuir en un ápice la admiración que profesamos al autor de La Celestina, obra, a nuestro entender, de las más geniales y extraordinarias que puede presentar la literatura de ningún pueblo, y obra quizá que, entre las producidas en nuestro suelo, merece el segundo lugar después del Ingenioso Hidalgo. Pero no hay obra humana sin precedentes; y así como nada pierde la gloria de Shakespeare porque se hayan investigado menudamente los orígenes de todas sus piezas, así tampoco pierde nada este otro ingenio shakesperiano en profecía, porque con piadosa curiosidad y diligencia se busquen los materiales informes que él supo convertir en magnífico edificio.

Y por otra parte, lo menos importante en La Celestina es el asunto mismo y el plan de la fábula. Tan sencillo es, que apenas exige el trabajo de exponerle. Y sin embargo, ¿puede darse asunto más profundamente humano? Es el drama del amor juvenil,   —248→   casi infantil, drama semejante al de Julieta y Romeo; y apenas puede concebirse que la crítica no haya parado mientes en esto, distrida únicamente con los primores y atrevimientos de la parte cómica. No es La Celestina obra picaresca, ni quien tal pensó, sino tragicomedia, como su título lo dice con entera verdad; poema de amor y de expiación moral, mezcla eminentemente trágica de afectos ingenuos y poco menos que instintivos y de casos fatales, que vienen a torcer o a interrumpir el libre curso de la pasión humana, poniendo de manifiesto una ley superior. ¿Y qué palabras serán más a propósito para declararlo, que las mismas palabras del autor en el argumento de la obra? «Calixto, de noble linaje, de claro ingenio, de gentil disposición, de linda crianza, dotado de muchas gracias, de estado mediano, fue preso en el amor de Melibea, mujer moza, muy generosa, de alta y serenísima Sangre, sublimada en próspero estado, una sola heredera a su padre Pleberio y su muy amada; por solicitud del pungido Calixto, vencido el casto propósito della, interviniendo Celestina, mala y astuta mujer, con dos sirvientes del vencido Calixto, engañados y por ésta tomados desleales, presa su fidelidad con anzuelo de codicia y de deleite, vinieron los amantes y los que los ministraron en amargo y desastrado fin».

Cómo se cumplió este proceso amoroso lo declara el argumento del primer acto,14 que también íntegramente transcribimos: «Entrando Calixto en una huerta en seguimiento de un falcón suyo, halló allí a Melibea, de cuyo amor preso, comenzóla de hablar, de la cual muy rigurosamente despedido fué para su casa muy angustiado, y habló con un criado suyo llamado Sempronio, el cual, después de muchas razones, le enderezó a una vieja llamada Celestina, en cuya casa tenía el mismo criado una enamorada llamada Elicia». Del final de la historia pueden dar razón en forma abreviada los argumentos de los últimos actos: «Llegada la media noche Calixto y Sempronio y Pármeno, armados van a casa de   —249→   Melibea: Lucrecia (criada de la heroína) y Melibea están cabe la puerta aguardando a Calixto... Apártase Lucrecia: háblanse por entre las puertas Melibea y Calixto». (Acto XII). «Calixto yendo con Sosia y Tristán al huerto... a visitar a Melibea que le estaba esperando», oye ruido desde el huerto, teatro de sus amorosos coloquios, acude a él y cae de la escala que había puesto para penetrar en el jardín. (Acto XIX). «Lucrecia llama a la puerta de la cámara de Pleberio: pregúntale Pleberio lo que quiere: Lucrecia le da priesa que vaya ver a su hija Melibea. Levantado Pleberio va a la cámara de Melibea. Comienza preguntándole qué mal tiene. Finge Melibea dolor de corazón. Envía a su padre por algunos instrumentos músicos: suben ella y Lucrecia en una torre; envía de sí a Lucrecia. Cierra tras sí la puerta. Llégase su padre al pie de la torre, descúbrele Melibea todo el negocio que había pasado: en fin, déjase caer de la torre abajo». (Acto XX). «Pleberio torna a su cámara con grandísimo llanto: pregúntale Alisa, su mujer, la causa de tan súbito mal, cuéntale la muerte de su hija Melibea, mostrándole el cuerpo della todo hecho pedazos, y haciendo su llanto, concluye».

En cuanto al mérito literario de La Celestina, toda alabanza parece pequeña. El moralista no puede menos de hacer muchas salvedades: el crítico no tiene que hacer ninguna.


   Libro, en mi entender, divi-
si encubriera más lo huma-



dijo Cervantes. Y el mismo severísimo Moratín, a pesar de su criterio rígido y estrictamente clásico, o quizá por la fuerza de este criterio mismo, habló de la famosa tragicomedia en términos de entusiasmo que muy rara vez se escapan de su pluma: «Como la tragedia griega se compuso de los relieves de la mesa de Homero, la comedia española debió sus primeras formas a La Celestina. Esta novela dramática, escrita en excelente prosa castellana, con una fábula regular, variada por medio de situaciones verosímiles e interesantes, animada con la expresión de caracteres y afectos, la fiel pintura de costumbres nacionales y un diálogo abundante en donaires cómicos, fue objeto del estudio de cuantos en el siglo XVI compusieron para el teatro. Tiene defectos que un hombre inteligente haría desaparecer sin añadir por su parte una sílaba   —250→   al texto; y entonces, conservando todas sus bellezas, pudiéramos considerarla como una de las obras más clásicas de la literatura española».

Y aun sin eso, ¿quién ha de negarla semejante título? ¿Ni qué obra de la literatura española habrá que le merezca, si de buen grado no se le otorga a la tragicomedia del bachiller Fernando de Rojas? La meticulosidad académica del gusto de Moratín le hizo dar excesiva importancia a esos defectos reales o supuestos de La Celestina, los cuales para nosotros se reducen a algunas expresiones y situaciones demasiado libres, que para los contemporáneos no debieron de parecerlo tanto, puesto que la Inquisición15 las dejó intactas, al paso que castigaba con rigor ciertas alusiones satíricas a las costumbres de los eclesiásticos, y aun meras hipérboles amorosas, que tenían visos de irreverencias. Pueden notarse varias pedanterías sembradas por el diálogo, citas impertinentes de Aristóteles, de Séneca y de San Bernardo, puestas en boca de los criados de Calixto o de las pupilas de Celestina. Pero estas pedanterías, hoy, lejos de desagradarnos, contribuyen a dar sabor y efecto cómico al conjunto, y carácter de época a todo el cuadro, mostrándonos cuáles eran los estudios y preocupaciones habituales de un escolar aventajadísimo de las aulas salmantinas a fines del siglo XV, y cómo se fundían armoniosamente en su ingenio la observación directa de la vida contemporánea y el prestigio de la antigüedad clásica, que entonces parecía renacer con segunda vida. Son, pues, en gran parte fantásticos los defectos   —251→   achacados a La Celestina, o más bien son defectos de aquellos que, andando el tiempo, llegan a convertirse en excelencias, a lo menos bajo el aspecto histórico, puesto que arrojan nueva luz sobre el alma de las generaciones pasadas.

En cambio, las bellezas de esta obra soberana son de las que parecen más nuevas y frescas a medida que pasan los años. El don supremo de crear caracteres, triunfo el más alto a que puede aspirar un poeta dramático, fue concedido a su autor en grado tal, que sólo admite comparación con el arte de Shakespeare. Figuras de toda especie, trágicas y cómicas, nobles y plebeyas, elevadas y ruines, pero todas ellas sabia y enérgicamente dibujadas, con tal plenitud de vida, que nos parece tenerlas presentes. El autor, aunque pretenda en sus prólogos y quiera en su desenlace cumplir un propósito de justicia moral, procede en la ejecución con absoluta indiferencia artística; y así como no hay tipo vicioso que le arredre, tampoco hay ninguno que en sus manos no adquiera cierto grado de idealismo y de nobleza estética. Escritas en aquella prosa de oro, hasta las escenas de lupanar resultan tolerables. El arte de la ejecución vela la impureza, o, más bien, impide fijarse en ella. Esa misma profusión de sentencias y máximas, esos recuerdos clásicos, esa especie de filosofía práctica y de alta cultura difundida por todo el diálogo, esa buena salud intelectual que el autor disfruta, y de la cual, en mayor o menor grado, hace disfrutar a sus personajes más abyectos, salvan los escollos de las situaciones más difíciles, y no consienten que ni por un solo momento se confunda esta joya con los libros torpes y licenciosos, igualmente repugnantes al paladar estético y a la decencia pública. Digno será de lástima el espíritu hipócrita o depravado que no comprenda esta distinción.

Y en la parte seria de la obra, poco estudiada y considerada hasta hoy, ¡con qué poesía trató el autor lo que de suyo es puro y delicado! Para encontrar algo semejante a la tibia atmósfera de noche de estío que se respira en la escena del jardín, hay que acudir al canto de la alondra, de Shakespeare, o a las escenas de la seducción de Margarita en el primer Fausto. Hasta los versos que en ese acto de La Celestina se intercalan, verbigracia:


   ¡Oh! quién fuera la hortelana
de aquestas viciosas flores...



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tienen un encanto y un misterio lírico muy raros en la poesía del siglo XV.

La Celestina está escrita en prosa, y por tal razón su influencia en el definitivo teatro español, que adoptó la forma versificada, fue mucho menor que la influencia que ejerció en la novela, especialmente en el género llamado picaresco, muy remoto de La Celestina por sus asuntos y por los tipos que habitualmente describe, pero enlazado con ella por su carácter realista y por la enérgica y desembozada pintura de las ínfimas condiciones sociales, pintura accesoria en La Celestina, y esencial o dominante en las novelas picarescas. Pero durante el siglo XVI, en que la fórmula del teatro español no estaba fijada aún, La Celestina inspira la prosa de las comedias y pasos de Lope de Rueda y de Juan de Timoneda, y todavía se discierne su influencia en los entremeses de Cervantes.

En rigor, ¿puede calificarse La Celestina de drama o de novela? En nuestro concepto, sólo el título de drama le cuadra. Es una pieza toda acción, y que perfectamente podría ser representada, si no lo impidiesen su extensión desmesurada y lo licencioso y atrevido de algunas situaciones, verbigracia: la escena entre Areusa y Pármeno. Pero el ser o no representable una obra, en nada la priva de su carácter dramático. Irrepresentables son el Fausto, de Goethe; el Cromwel, de Víctor Hugo; el Arnaldo da Brescia, de Niccolini; y, sin embargo, ¿quién se atreverá a excluirlas de la historia del teatro? Hay en el teatro una parte convencional y relativa que tolera o prohíbe la representación de tal o cual obra, por consideraciones extrañas a la índole y al valor esencial de la obra misma. La Celestina (aun prescindiendo de la licencia de expresión) era, sin duda, obra irrepresentable dentro de las pobres y rudimentarias condiciones del teatro en tiempo de los Reyes Católicos; quizá lo es dentro de las condiciones del teatro actual, mucho más estrecho y raquítico de lo que parece; pero ¿quién nos asegura que esa obra de genio, cuyo autor, adelantándose mucho a su siglo, entrevió una fórmula dramática casi perfecta, no ha de llegar a ser, corriendo el tiempo, capaz de representarse en un teatro que tolere una amplitud y un desarrollo no conocidos hasta hoy?

El título de novela dramática nos parece inexacto y contradictorio   —253→   sobre toda ponderación. Si es drama, no es novela; si es novela, no es drama. El fondo de la novela y el drama es uno mismo, la representación de la vida humana; pero la novela la representa en forma de narración, el drama en forma de acción. Y todo es activo, y nada narrativo, en La Celestina.

La suerte de esta obra en el mundo literario fue igual a su mérito. Sin pretender agotar aquí el catálogo de sus ediciones, baste mencionar, además de la de Burgos, 1499 y la de Salamanca, 1500, (que tienen igual derecho para ser consideradas como príncipes) las de Sevilla, 1501, 1502, 1523 (que algunos suponen falsificada en Venecia), 1525, 1536, 1539, 1562; las de Zaragoza, 1507, 1545, 1607; las de Valencia, 1514, 1518, 1529, 1575; las de Salamanca, 1502, 1558, 1569, 1570, 1577; las de Barcelona, 1525, 1561; las de Toledo, 1502, 1626, 1538, 1573; la de Medina del Campo, ¿1530?; la de Burgos, 1531; las de Venecia, 1531, 1534, 1553; las de Amberes, 1539, 1545, 1590, 1595, 1599; las de Alcalá, 1563, 1569, 1575, 1591; la de Lisboa, 1540; la de Cuenca, 1561; la de Tarragona, 1595; las de Madrid, 1601, 1632; la de Milán, 1622; la de Ruan, 1633; (esta última bilingüe, con texto francés y castellano). Entre las modernas únicamente merecen citarse la de 1822, (Madrid, editor Amarita); 1842 (Barcelona, editor Gorchs), y 1845 (Madrid, en el tomo III de la Biblioteca de Autores Españoles, intitulado: Novelistas anteriores a Cervantes). El índice más completo de ediciones de La Celestina puede verse en el Catálogo de la Biblioteca de Salvá; pero todavía conviene añadir algunas que han parecido posteriormente. Existen traducciones antiguas y modernas de La Celestina en todas las lenguas cultas de Europa: en italiano,16 en francés,17 en   —254→   inglés18 (la más antigua imitación es de 1630), en alemán;19 pero entre todas estas versiones, la mejor, a nuestro juicio, por la fidelidad, por la elegancia y por el brío, es la que publicó en lengua latina, a principios del siglo XVII, el humanista germánico Gaspar Barth, con el título de Pornoboscodidascalos.20 El profundo estudio que Barth había hecho de los poetas cómicos latinos Terencio y Plauto, y de los novelistas Petronio y Apuleyo, le sirvió para interpretar La Celestina con todo el sabor clásico que en su original tiene, restituyendo de este modo la lengua madre lo que remotamente procedía de ella.

La descendencia literaria de La Celestina bastaría para llenar   —255→   una biblioteca. Varios ingenios la pusieron en verso, ya totalmente, como Juan de Sedeño,21 ya en parte, como don Pedro Manuel de Urrea, prócer aragonés, que se limitó a metrificar con sumo primor y elegancia el primer acto, incluyéndole en su rarísimo Cancionero (1513). También Lope Ortiz de Stúñiga compuso una Farsa en coplas sobre la comedia de Calixto y Melibea.22 En un rarísimo pliego suelto gótico que poseo, hay otro compendio en verso de La Celestina.23

Pero las imitaciones más importantes son las que se hicieron en prosa, y sin intento dramático directo: libros largos por lo común, e inferiores todos al modelo primitivo, pero muy apreciables la mayor parte por méritos de estilo y lengua, e inestimables como documentos históricos y como cuadros de costumbres. En esta galería lupanaria, que constituye una de las más atrevidas manifestaciones de la literatura española del siglo XVI, hay obras que calcan servilmente la fábula de La Celestina, sin más cambio que el de los nombres de los personajes; y otras que, procediendo con mayor libertad, o más bien, con espantosa licencia, debida, en parte, a la imitación directa de modelos italianos, presentan nuevos cuadros de malas costumbres, no vistos ni soñados por el autor de la tragicomedia primitiva, que resulta casi siempre más casto y decoroso que sus imitadores. A este género pertenecen, sobre todo, las tres comedias Tebaida, Serafina e Hipólita, que se publicaron anónimas en Valencia en 1521; débil e insignificante la última, que está en verso, singulares las dos primeras por la riqueza de la prosa en que están escritas, y por la absoluta falta de sentido moral que en ellas campea, hasta el punto de ser quizá las más obscenas y brutales composiciones que de aquel siglo subsisten. No les va muy en zaga La Lozana andaluza, publicada en Venecia en 1527 por el clérigo Francisco   —256→   Delicado, o Delgado, obra que parece presagiar las más escandalosas del Aretino.

Con forma relativamente más comedida, aunque no siempre dentro de los rígidos términos del decoro, escribieron Feliciano de Silva (fecundísimo autor de libros caballerescos) su Segunda comedia de Celestina o Resurrección de Celestina (1534), poniendo en escena los amores de la doncella Polandria y del caballero Félides, idénticos a los de Calixto y Melibea, salvo en no ser trágico, sino alegre y placentero, el desenlace; Gaspar Gómez de Toledo, su Tercera comedia de Celestina (1539); Sancho Muñón, rector de la Universidad de Salamanca, su Tragicomedia de Lisandro y Roselia (por otro nombre Elicia (1542); y también Cuarta Celestina), que es la mejor escrita de todas las obras de este género, a excepción de la primitiva; el bachiller Sebastián Fernández, la Tragedia Policiana (1547), donde hermosos rasgos de diálogo están echados a perder por lo absurdo y pueril del desenlace; el bachiller Juan Rodríguez, la Comedia Florinea, pieza ingeniosa y discreta, aunque no libre de resabios de afectación (1554); el beneficiado Francisco de las Natas; la Comedia Tidea (1550); el aragonés Jaime de Huete, la Vidriana y la Tesorina (hacia 1525). En estas dos comedias, y en la Tidea, se combina la imitación de La Celestina con la de las obras dramáticas de Torres Naharro. Joaquín Romero de Cepeda, la Comedia Salvaje (1582) (que está en verso como las dos anteriores y parece representable); Alonso de Villegas Selvago, la Comedia Selvagia (1554), pedantescamente dialogada, pero construida con ingenioso artificio dramático, bastante parecido al de las futuras comedias de capa y espada; Pedro Hurtado de la Vera, su Comedia de la Dolería del sueño del mundo, notable por la intención moral y por lo pesimista y tétrico del pensamiento (1572); el portugués Jorge Ferreira de Vasconcellos, tres largas comedias, cuyos títulos son: Aulegraphia, Ulyssipo y Euphrosina (1560); el castellano Alfonso Velázquez de Velasco, la Lena o el Celoso (1602), comedia tan liviana como ingeniosa y divertida, y más semejante a las obras del teatro cómico italiano que a la misma Celestina; Lope de Vega, su incomparable Dorotea (1632), el único de los libros de esta serie que puede hombrearse con la tragicomedia de Rojas, y el único que tiene verdadera originalidad, fundada, sobre todo, en su carácter de memorias   —257→   o recuerdos íntimos del autor; y finalmente, Alonso Jerónimo de Salas-Barbadillo, excelente novelista de principios del siglo XVIII, la Ingeniosa Helena (1612), la Escuela de Celestina (1620), El Sagaz Estacio (1620), y otras más, unas dialogadas, otras novelescas. Terminaremos esta enumeración con la Segunda Celestina, comedia discretísima de don Agustín de Salazar y Torres, contemporáneo de Calderón, que escribió también una Celestina, hoy perdida, y que sería muy curioso poder cotejar con la primitiva, si bien recelamos que este cotejo había de resultar en favor del bachiller Rojas, poeta mucho más humano que el brillante dramático de fines del siglo XVII.24

Dos palabras queremos añadir sobre la presente edición que será pequeña muestra de la gratitud y el afecto que todos los amantes de las letras españolas debemos al señor don Eugenio Krapf, que la ha hecho estampar a sus expensas con la nitidez y la corrección que tanto la realzan y con un loable cuidado de la pureza del texto, que rara vez se observa en las reimpresiones de libros clásicos españoles. El texto actual de La Celestina va ajustado escrupulosamente, respetando la antigua ortografía, a la más vetusta de las ediciones que en nuestras bibliotecas públicas pueden hallarse, es decir, a la de Valencia, 1514; rarísimo ejemplar que perteneció a Carlos Nodier y luego a Salvá y se guarda hoy con el debido aprecio en nuestra Biblioteca Nacional. Esta edición aunque sea ya la novena de las que se citan hasta ahora, tiene la circunstancia de ser trasunto a plana y renglón de la de Salamanca, 1500, primera en que Rojas dio el texto definitivo de su obra. La reproducción hubo de ser tan fiel que hasta conservó la última estrofa del corrector Alonso de Proaza, relativa al año y lugar de la impresión primitiva.

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El joven y ya ilustre filólogo don Ramón Menéndez Pidal, que ha cuidado de la corrección del presente libro, ilustrándole con útiles notas, hubiera deseado, como nosotros, poder dar también la lección de la primitiva Celestina en dieciséis actos, pero desgraciadamente el ejemplar de Burgos, único que puede servir de base para una edición crítica de este venerable monumento, no está por ahora a nuestro alcance. A falta de lo mejor, da el señor Krapf lo posible, y quien coteje esta Celestina con todas las que entre nosotros vulgarmente corren, notará en seguida la inmensa ventaja que les lleva.

Si el hombre de estudio debe estimarla, por lo acendrado del texto, la parte tipográfica, aunque ejecutada en un rincón de España, puede contentar al bibliófilo más exigente.

Mil plácemes, pues, al señor Krapf. Si un impresor alemán y avecindado en Burgos, Fadrique de Basilea, enriqueció por primera vez la literatura española con esta joya en las postrimerías del siglo XV, otro impresor y editor alemán, a fines del siglo XIX, paga generosamente la hospitalidad de nuestra patria, volviendo a dar digna y decorosamente vestidura a la obra maestra de la comedia realista española.





 
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