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La «Celestina» y el mundo intelectual de su época

José Luis Canet Vallés





Desde hace cierto tiempo han despertado mi interés algunos aspectos relativos al extraordinario éxito de La Tragicomedia de Calisto y Melibea en toda España, que pienso que no han quedado suficientemente clarificados por la crítica, muchos de ellos relacionados con la Imprenta de inicios del XVI, y otros con su adscripción a una u otra corriente intelectual o humanística. De ahí que inicie este artículo haciéndome una serie de preguntas sobre la sociedad y el ambiente donde se publica la edición valenciana de La Celestina, que ha servido de base a la mayoría de ediciones modernas.

Lo primero que atrajo mi atención es que La Celestina publicada en Valencia en la imprenta de Jofré, en 4.º y en el año 1514, es una edición muy bien cuidada, escrita en un formato no excesivamente barato, como es el de los in-4.º y con grabados xilográficos, algunos de ellos ocupando todo lo ancho de la página, y otros compuestos mediante los clásicos tacos, lo que denota un interés por una edición esmerada, corregida y enmendada, como declara su impresor, pero sobre todo prevista para un público no excesivamente popular, pues para ello hubiera sido mucho mejor realizar una tirada en 8.º y sin xilografías referidas a la materia tratada, como lo fueron la mayoría de las ediciones de los pliegos poéticos y obras teatrales del XVI, sin excesivos grabados, exceptuando alguna figurilla en la portada, y vendidas en cuadernillos sueltos y sin encuadernar1.

Lo segundo que ha despertado mi interés es que desde las primeras ediciones nos encontramos con un corrector de imprenta ligado a dicho texto, Alonso de Proaza, al que consideramos un humanista y bachiller en artes y, según Francisco Ortí y Figuerola2, profesor en el Estudi General de Valencia a partir de 1505, quien cierra la edición con unos versos al lector en los que alaba el texto y a su autor comparándolo con los grandes comediógrafos de la antigüedad, posteriormente declara el secreto de los versos acrósticos para descubrir la autoría, la manera de leerla en alta voz y, finalmente, se decanta por el nombre de tragicomedia y declara el lugar inicial de su impresión. Pero dicha actuación sobrepasa los simples comentarios de los correctores de imprenta de su época, pareciendo más una poema laudatorio de un amigo del autor o de un «intérprete» que una «epístola al lector» de los correctores, en la cual cualquier supervisor de la impresión declararía la imposibilidad de corregir todas las faltas, pidiendo que el lector sea benévolo ante los posibles errores debidos a la falta de diligencia suya o los causados por la impericia de los operarios, etc.3, cosa que Proaza ni tan siquiera nombra.

En tercer lugar, siempre me ha preocupado la denominación de «humanista» que tan graciosamente ha acuñado la crítica actual para definir a un grupo de intelectuales de fines del siglo XV y todo el XVI sin ninguna matización aparente, y en la que se incluyen autores tan dispares como Lorenzo Valla, Eneas Silvio Piccolomini, Marsilio Ficino, Erasmo de Rotterdam, Savonarola, Juan Partenio Tovar, Antonio de Nebrija, Luis Vives, Nicolás Núñez, el médico Villalobos y profesores de universidades tan diferentes como las de Alcalá de Henares, Salamanca, Valencia, etc., así como catedráticos de materias tan disímiles como la poética o gramática, filosofía moral, filosofía natural, derecho, teología, metafísica, etc. Por ello, he intentado asimilar La Celestina a alguna de las corrientes humanísticas e intelectuales imperantes en la universidad española, caso de los nominalistas, los cuales ven en París el modelo de enseñanza perfecto, de ahí que se enfrentaran con los realistas y tomistas, de un talante más tradicional, pues siguen pensando en la enseñanza escolástica del XV como modelo a seguir.

Pasemos, pues, al primer aspecto, al de la edición, por si nos puede ayudar a clarificar algún dato sobre su proceso de impresión y el público receptor. Lo primero que resalta en la Tragicomedia valenciana es la ausencia de editor, cosa muy poco usual en los libros salidos de las prensas del Turia. Tampoco conocemos a los editores de las primeras Celestinas, bien porque falte la portada en la edición de Burgos de 1499, o bien por el desconocimiento de la «perdida» edición salmanticense de 1500. Sin embargo, sabemos por la historia de la imprenta del XVI que el editor es quien financia la edición y obtiene y adelanta los fondos necesarios, puesto que el impresor no empieza su trabajo si no tiene el papel y parte del pago de la impresión. Para reunir los capitales dispone de varios caminos: o bien sus propios recursos personales (con lo cual asume personalmente todo el proceso), o bien la asociación con otros libreros, comerciantes, etc. Una vez conseguido el dinero se realiza el contrato con el impresor para establecer el plazo de impresión, el formato, tipo de letra, salario, etc. Por lo aquí aducido, en el caso de la Celestina valenciana el editor, o fue el propio impresor Juan Jofré, o Alonso de Proaza, quien se denomina corrector. Era usual que en el siglo XVI se introdujeran en el mundo de la edición bastantes libreros y unos pocos impresores, si bien sus ediciones se espacian en el tiempo hasta poder vender y recuperar el dinero invertido, ya que las tiradas valencianas de inicios del Quinientos son bastante extensas, entre 500 y 1500 ejemplares. El coste de una edición es elevado y, por ejemplo, un libro similar a La Celestina in 4.º pero con un tercio de folios, como podría ser las Epístolas de San Hierónimo, costó entre las 120 y 250 libras valencianas (para poder hacer algunas comparaciones, baste saber que un catedrático de la Universidad de Valencia venía a cobrar entre 15 a 30 libras al año, dependiendo de la cátedra)4. Es decir, supone una inversión tan considerable que la mayoría de los impresores no la pueden acometer, a no ser que el tipógrafo esté en contacto con libreros o con redes de distribución del libro, pero aun así necesita contar con el dinero para empezar la impresión, cosa que por lo que sabemos no era usual entre el gremio a no ser que tuvieran el apoyo de alguna institución, ya que la mayoría de ellos no poseían una economía boyante y se veían obligados a desplazarse a causa de las deudas, viéndose muchas veces obligados a vender sus letrerías, punzones e incluso hasta las propias prensas.

Pero también es factible pensar que el editor fuera el propio Alonso de Proaza, quien habiendo sido el corrector de las primeras ediciones de la Comedia (y posiblemente su editor), y viendo su aceptación pensara reproducir en Valencia dicho éxito comercial, adelantando el dinero de la impresión y extrayendo un beneficio, como lo corrobora una idéntica impresión cuatro años más tarde. A principios del XVI en Valencia hay un grupo de editores que no son profesionales del mundo de la imprenta ni del libro; son intelectuales que a veces se adentran en este nuevo comercio. Muchos de ellos son profesores de la universidad, quienes toman a su cargo la edición de obras específicas de su materia. Por ejemplo, Alonso de Proaza fue el editor de algunas obras filosóficas de Ramón Llull, que se utilizaron en la enseñanza de la cátedra de lógica; pero tendríamos que añadir además que también fueron publicadas a instancia de los grupos lulistas, como el propio Cardenal Cisneros o el Obispo de Tarazona. Otro profesor universitario, en este caso de poética, Alonso Ordóñes, publicó la Gramática de Nebrija y algunas obras de Pedro Mártir de Anglería. Juan de Celaya, rector perpetuo de la Universidad de Valencia, editó sus clases de filosofía. Algo similar hará Lorenzo Palmireno, quien publicó bastantes obras (Vocabulario, Retórica prolegómena, etc.), que fueron muy utilizadas en las clases de retórica en la práctica totalidad de las universidades españolas.

Sea quien sea el editor, lo que queda claro es que en Valencia hacia 1514 había un público potencial capaz de asimilar gran parte de la tirada de la excelente impresión de Jofré, pues en tan sólo cuatro años se vuelve a realizar otra edición. Tampoco podemos despreciar la visión comercial del/os editore/s al realizar una obra muy bien cuidada en su impresión para poder competir ante un público nacional deseoso de poseer un texto que devenía clásico, como también hará Cromberger en Sevilla en 1518. Bajo mi punto de vista, el editor fue Alonso de Proaza, quien ya había experimentado en Valencia la edición de bastantes textos, caso de su Oratio luculenta de laudibus Valentie, impresa por Leonardo Hutz en 1505, o las obras posteriores de Ramón Llull en 1510, como la Disputationem quam dicunt Remondi christiani & Homerij sarraceni, impresa por Jofré, o el De nova logica, impreso por Costilla en 1512, o el Ars inventiva veritatis, impresa por Diego de Gumiel en 1515.

Ahora bien, un lulista reconocido como Alonso de Proaza, familiar y secretario de Guillén Ramón de Moncada, obispo de Tarazona y fundador en Valencia del Convento de Nuestra Señora del Remedio, amigo de Nicolás Pax y del Cardenal Cisneros, representantes todos ellos de la corriente nominalista y lulista procedente de la Universidad de París, donde se explicaba la filosofía luliana con cátedra propia, ¿por qué dedica parte de su esfuerzo a la edición de la Celestina, que no le iba a dar tanto renombre como las obras filosóficas universitarias? Alonso de Proaza era un intelectual de indudable prestigio en su tiempo, siendo discípulo de Jaime Janer, quien tenía privilegio, expedido por Fernando el Católico en Sevilla, en 1500, de enseñar en Valencia la doctrina luliana y que también había sido editor de la Ars metaphysicalis, en 1506, impresa por Leonardo Hutz y reeditada en 1512, así como del Tractatus de ordine naturae en el mismo año. En Valencia, pues, existe un grupo lulista muy importante, relacionado con la corriente nominalista procedente de la Universidad de París, pero también en estrecha colaboración con los propulsores de la renovación de la iglesia católica y sus órdenes, caso del propio Cisneros y del Obispo de Tarazona, pero marginados de la Universidad española hasta la creación por el propio Cardenal Cisneros de la Universidad de Alcalá (1509-1510) y en Valencia hasta la gran reforma del Estudi General realizada en los años 1513-14, donde se impone el nominalismo apoyado por los lulistas y los escotistas (franciscanos).

En España se da desde fines del siglo XV una lucha por acaparar y definir la docencia universitaria. El enfrentamiento lo podemos expresar de forma esquemática en dos posturas: los realistas o tomistas, defendidos y avalados por los dominicos y por los tradicionalistas del siglo XV, y los nominalistas, defensores de Escoto y de Gregorio de Rímini, y protegidos por los franciscanos y agustinos. Los realistas o tomistas defenderán en Valencia la llamada tradición de las «Artes liberales», el realismo aristotélico-tomista y la no inclusión o ampliación de otras materias impartidas en París. Los grandes pensadores escolásticos y tomistas se ajustaban más a lo dogmático de la revelación divina, sintetizada excelentemente por Santo Tomás en su Summa. El nominalismo presentaba una alternativa cultural al modelo de enseñanza. Se querían las mismas cátedras que las existentes en París, idéntico modo de enseñanza con disputas públicas, sabatinas, intervención directa de los profesores en la vida universitaria, pluralismo de escuelas e incorporación de los distintos grupos y corrientes al Estudio General5. Es decir, la entrada de las diferentes corrientes del pensamiento así como sus defensores: en este caso, la inclusión de los franciscanos, trinitarios, agustinos y mercedarios en la estructura universitaria. Por ello, se aunaron e hicieron frente común prácticamente todas las órdenes religiosas, junto con algunos humanistas italianizantes, para decantar la balanza en favor de la inclusión de todas las escuelas, ante la pasividad del rector del Estudi General, lo que se pudo dar en el curso 1513-1514 en la Facultad de Artes, modificando el reglamento y el modo de elección de los catedráticos.

Así pues, primera gran coincidencia: la edición de la Celestina es simultánea en Valencia con el triunfo parcial del nominalismo en la Facultad de Artes, donde se dio paso a la dotación de nuevas cátedras en Teología, como las de Escoto, Súmulas y Cuestiones (es decir, nominalismo, escotismo y tomismo). Pero lo más curioso es que con el incremento de las cátedras de humanidades se duplica la Oratoria, que impartía Juan Partenio, en Oratoria y Poesía, que regentarán a partir de 1516 Miguel García y Alonso Ordóñez. Este último publicaría en 1518 la Gramática de Nebrija (por el mismo impresor de la Celestina) y los Poemata de Pedro Mártir de Anglería en 1520.

Esta aparente coincidencia puede llevar implícitas otras connotaciones de gran valor para una mejor interpretación del texto celestinesco y de las continuas imitaciones a lo largo de la primera mitad del XVI. Podríamos preguntarnos: ¿por qué Proaza o Jofré no editaron la Celestina en 1505 u otro año de la primera década? Queda claro que la imprenta de Jofré está en funcionamiento desde fines del siglo XV y Proaza vive en Valencia al menos desde 1505; a esto hay que añadir que el Estudi General está en pleno funcionamiento desde 1501. Es decir, se dan los mismos condicionantes en 1505 que en 1514 para imprimir la obra de Rojas. Habrá que buscar otras justificaciones que las simplemente azarosas para poder explicar las ediciones valencianas de 1514 y de 1518. Y pienso que no es debido tan sólo a una visión comercial, aunque pueda tener mucho que ver con ella. Bajo mi punto de vista, la Celestina tiene raíces profundas en el mundo universitario de aquellos tiempos, y es por ello que intentaré ahondar en algunos aspectos académicos para lanzar la hipótesis de que la obra de Rojas marcó un hito en la disputa entre realistas/tomistas y nominalistas/humanistas en la mayoría de las universidades españolas, siendo defendida y utilizada en las clases de aquellas que dieron un giro hacia los nuevos aires de libertad que provenían de la universidad parisina.

Está claro que la disputa en la universidad repercutía ante todo en las cátedras de Filosofía y Teología, pues en Medicina o Derecho las diferencias entre los distintos sectores fueron mínimas. La Facultad de Artes de Valencia fue una de las primeras en pedir la renovación en los años 1503-1504, siendo imposible modificar su estructura docente hasta 1513-1514. La parte de los estudios que más notó los cambios fue la Filosofía Natural y Moral, que se van disputando nominalistas y realistas, hasta la desaparición en épocas muy tempranas de la cátedra de Filosofía Natural (1524) con el triunfo del nominalismo. Pero el nominalismo dejó de ejercer su influencia después del Concilio de Trento, con lo que se volvió de nuevo al imperio del Escolasticismo tradicional, y de ahí que hubiera una visión negativa hacia los nominalistas y humanistas, así como hacia sus obras a fines del XVI, claro está que desde el punto de vista del vencedor en esta contienda. El nominalismo como sistema doctrinal presentaba una teología sospechosa y seudo-herética, que era acusada a posteriori de los grandes males y desviaciones del XVI; en filosofía su triunfo fue la lógica, que fue decayendo paulatinamente en los estudios posteriores. Junto a los nominalistas se criticará igualmente a ciertos humanistas italianizantes y a los defensores de la Reforma, quienes no sólo discutían sobre la manera de enseñar, sino también sobre la finalidad de la enseñanza. Los humanistas Guarino, Alberti, etc., soñaban con una ciudad de hombres libres y constructores de su propia suerte, por lo que querían que el educador se preocupara no sólo de condicionar al alumno y de adiestrarlo en una técnica, sino de prepararlo para la vida; para ejercitar no este o aquel oficio -incluso el más alto- sino un solo oficio, una sola profesión, la de ser hombre y libre; y bajo este aspecto la mejor disciplina era para ellos la filosofía moral, que hace verdaderamente libre al hombre. Había que dejar de discutir sobre la esencia de Dios, sobre su existencia, potencias, etc., puesto que ya todos tenían la verdad revelada a través del Evangelio, y era inútil especular sobre ello. La crítica de los primeros humanistas hacia los dialécticos y lógicos (Nominalismo) se centraba en que había que buscar un verdadero conocimiento de las cosas y no de los universales. Sin embargo, muchas veces los humanistas de las facultades de artes se alían con los nominalistas y lulistas para contrarrestar la posición privilegiada de los escolásticos. Bajo este aspecto, su alianza se centra en la reestructuración y transformación de su mundo, en buscar soluciones a la propia universidad con la incorporación de nuevas corrientes y grupos, un nuevo modo de enseñar mediante disputas públicas, etc., buscando así estar ellos también representados en la enseñanza superior. Después del Concilio de Trento, dicho modelo educativo será retomado y refundido bajo una nueva perspectiva religiosa en las escuelas jesuíticas, desapareciendo prácticamente en la mayoría de las universidades.

Posiblemente la Celestina forme parte del bagaje intelectual del sector renovador, puesto que es una obra que, si bien procede de la tradición humanística universitaria del XV, contiene suficientes innovaciones como para que no agradara a los retóricos tradicionalistas, pues modificaba las teorías de los estilos medievales. Asimismo, la inclusión de estas comedias como materia docente tampoco era del agrado de todos los educadores. Podríamos decir que el texto de Rojas pudo servir de estandarte para un amplio grupo de reformadores de la enseñanza universitaria en los primeros decenios del XVI, siendo defendida por aquellos profesores que intentaban abrir la enseñanza a las nuevas ideas y corrientes presentes en otras universidades exteriores. Bajo este punto de vista, los ataques realizados contra la Celestina por ser una obra que no cuadraba en la teoría de los géneros y estilos medievales, se ven neutralizados por el propio Rojas en su polémico «Prólogo», extraído del Praefatio del Libro II del De remediis utriusque fortunae de Petrarca, y por los apoyos de un importante grupo de profesores universitarios. Incluso el propio Proaza en sus octavas al lector insiste en este aspecto, defendiendo desde su posición privilegiada el por qué dicha obra se debía llamar tragicomedia y no comedia.

Parte de dicha polémica la podemos rastrear a lo largo de las imitaciones celestinescas, en donde un numeroso grupo se decanta por la tradición de la comedia humanística, terminando la obra en final feliz, como imponían los cánones, mientras que otro grupo sigue fielmente los pasos de Rojas. Como comentaba anteriormente, en Valencia, a partir de 1514, se da un cambio sustancial en la Facultad de Artes, siendo la Celestina uno de los textos coincidentes con esta renovación, que se repitió en 1518; pero inmediatamente después de la guerra de las Germanías hay de nuevo un retroceso del nominalismo, hasta la llegada del profesor Celaya en 1528, y en ese tiempo veremos publicadas otras comedias humanísticas, también en 4.º, la Comedia Thebayda, Ypólita y Serafina, dedicadas al vencedor de las Germanías, el Duque de Gandía, pero que optan por la otra vertiente: la del final feliz, como mandaba la tradición. Es la cara y cruz de una misma moneda, apareciéndonos la Thebayda como la propuesta italianizante, y por tanto más anclada en la tradición de las Artes medievales, pero más correcta desde los planteamientos retóricos y de filosofía moral que la Celestina, siendo ésta mucho más innovadora desde cualquier punto de vista6.

Es cierto también que para una y otra vertiente filosófica (Escolasticismo, Nominalismo, Escotismo, etc.) era necesario el estudio de la gramática, poética y retórica como pilares básicos de cualquier educación superior, bien fuera en artes, teología, medicina o derecho. Sin embargo, no todos son coincidentes en los textos a seguir ni en la forma de enseñar. Queda claro para casi todos los críticos actuales que la Celestina tuvo sus defensores y detractores durante el siglo XVI, y que prácticamente se reprodujo lo previsto por Rojas en su prólogo sobre las posibles lecturas de su texto: «unos dezían que era prolixa, otros breve, otros agradable, otros escura...». Así pues, no nos deben extrañar posturas completamente contradictorias, dependiendo del sector desde donde se escriba. Y, así, el grupo de humanistas italianizantes y muchos de los profesores de retórica y poética entienden la obra como un exemplum de moral práctica, y por tanto aceptan la intencionalidad del autor mostrada en la portada y en los diferentes prólogos, mientras reniegan de su final trágico; mientras que otros prefieren calificarla de escritura diabólica o la denostan porque su materia trata de amores, incluyendo dicho texto en un saco donde se agrupan todas las ficciones sentimentales, las obras de caballería, etc. Como vemos, nada nuevo a la «lid o contiendas» anunciadas por Rojas: «Y, pues es antigua querella... no quiero maravillarme si esta presente obra ha seydo instrumento de lid o contiendas a sus lectores para ponerlos en diferencias, dando cada uno sentencia sobre ella a sabor de su voluntad».

Y es que durante los primeros años del siglo XVI se vuelve a reproducir la vieja disputa de San Jerónimo sobre la literatura pagana, siendo para éste la causa de todos los males, mientras que, por ejemplo, para San Agustín su lectura era necesaria dentro de las artes liberales para el óptimo dominio de la técnica expositiva que serviría también para una mejor exégesis bíblica. Algo similar ocurrió con los humanistas italianos, como los propios Petrarca y Boccaccio, quienes recibieron duras críticas por parte de ciertos religiosos intransigentes. Es decir, aquellos que siempre han pensado que tienen la verdad absoluta y que es inmodificable porque todo está dicho y hecho, caso de ciertos religiosos que veían en el texto sagrado toda la sabiduría, negaban cualquier expresión cultural o literaria porque apartaba durante unos breves momentos la mirada de Dios, y posibilitaba el nacimiento del pecado al mostrar unos amores apasionados7; por el contrario, el grupo de humanistas que planteaba el conocimiento del hombre en su integridad (como decían ellos: «Conocerse a sí mismo es conocer a Dios»), deseaban incluir como elemento definitorio del ser humano el libre albedrío, pues así el hombre agrababa mucho más a Dios al elegir su propio camino. Y para poder elegir había que conocer a través del entendimiento el Bien y el Mal, base del acto deliberativo, con lo que la literatura podía servir perfectamente para ello. Es la gran polémica filosófica que se da entre los escolásticos y los humanistas, al colocar los primeros la razón como el pilar básico en que se asienta el ser humano, y los segundos la voluntad del libre albedrío, siguiendo en ello la filosofía agustiniana y, cómo no, paulina.

Podríamos aclarar esta vieja diatriba, ya anunciada por Rojas, mediante el texto de Boccaccio de la Genealogía de los dioses paganos, que se sigue repitiendo durante todo el siglo XVI:

Estos árbitros de la justicia, o más bien de la injusticia, con ardiente rabia... gritan: «¡Oh insignes varones, oh redimidos de la sangre divina, oh pueblo grato a Dios, si hay alguna piedad, si alguna devoción, si algún amor a la religión cristiana, si hay en vosotros algún temor de Dios, arrojad estos nefastos libros de los poetas, quemadlos en las llamas y entregad sus cenizas a los vientos para que las conserven! Pues tenerlos en casa, leerlos, incluso querer verlos de alguna manera es pecado mortal. Con mortal veneno emponzoñan las almas, os arrastran al Tártaro y os hacen exiliados del reino celestial para toda la eternidad». Después de estas cosas, aumentando el griterío, invocan como testigo a Jerónimo y dicen que aquél decía en la Epístola a Dámaso sobre el hijo pródigo: «Los versos de los poetas son alimentos de los demonios» [...] Éstos, santísimo padre, éstos son quienes con engañosa y embustera lengua buscan una gloria vana para sí con la perdición de otros... éstos intentan ocultar su ignorancia con prohibiciones y llamas... Nadie prohíbe que investiguemos los condenables errores de Maniqueo, de Arrio y de Pelagio y de otros heresiarcas para que los conozcamos... Al menos habrían debido saber lo que atestigua el vaso de la elección: no es un mal conocer el mal sino hacerlo... Jerónimo, excelente y santísimo doctor y admirable conocedor de tres lenguas, al que éstos se apresuran a traer como testigo de su ignorancia, estudió con tan gran afán los versos de los poetas y los conservó en su memoria que parece que no ha afirmado nada sin el testimonio de ellos. Que vean si no lo creen, entre otros, el prólogo de las Cuestiones Hebraicas y se den cuenta de si perciben que aquél fue terenciano en su totalidad, que vean si presenta muy a menudo a Horacio y a Virgilio como sus defensores...


Por ello, dejando de lado a aquellos intransigentes que veían con malos ojos cualquier obra literaria fuera cual fuera su finalidad, las comedias humanísticas, y en este caso la Celestina, digna heredera de ellas, sirvieron en multitud de clases de poética, retórica, y algunas veces de filosofía moral8. Para la mayoría de los retóricos y gramáticos, la obra de Rojas modificaba levemente una tradición escolar al no seguir los cánones de los estilos y géneros medievales, pero tenía la ventaja de haber puesto un modelo literario ampliamente utilizado en el aprendizaje del latín a la lengua vulgar y adecuándolo perfectamente al ambiente de su época; algo similar a lo que habían hecho ciertos humanistas italianos en el Cuatrocientos, pero además sin prácticamente perder de vista los motivos e intencionalidades de la tradición cómica: es decir la corrección de costumbres. Por tanto, bajo este aspecto la obra de Rojas entraba de lleno en las propuestas docentes imperantes, puesto que en casi todas las universidades se seguían utilizando las obras terencianas y la comedia latina en las clases de retórica para aprender el sermo humilis y la prosa dialogada, pero además eran muy aceptadas como modelos de filosofía moral por la gran cantidad de sentencias incorporadas y por la denuncia de los vicios; de ahí que todos los graves autores de comedias señalen en sus prólogos que fueron escritas ad iuvenum mores corrigendos.

Para poder comprender la función de la comedia dentro de esta enseñanza escolar dedicaré un breve momento al análisis del contenido de la filosofía moral, tal y como se anota en la provisión de las cátedras. Si bien durante el inicio del XVI se sigue teniendo como textos base para su enseñanza la Ética, Política y Retórica de Aristóteles, la Consolación de la filosofía de Boecio, Las memorias de Sócrates de Jenofonte, e incluso De los remedios de una y otra fortuna de Petrarca (como decía Luis Vives)9, sin embargo cada vez se impregna más su contenido del ciceronianismo imperante, caracterizado por su eclecticismo y por recoger ideas de los griegos y de los latinos, lo que les anima a tomar prestadas sentencias u oraciones de una amplia variedad de autores antiguos y adaptarlas a su propio pensamiento, sobre todo en ese intento de aunar la filosofía pagana con la cristiana. Es así como nacerá esa nueva filosofía moral, con ideas y conceptos sacados de las especulaciones aristotélicas sobre la felicidad, el bien y el fin del hombre, las virtudes éticas, las pasiones anímicas, la razón y la voluntad, junto con lo ya completamente aceptado por la iglesia cristiana sobre el libre albedrío del hombre, el voluntarismo agustiniano, o el principio y fin del hombre que es su Creador, a quien tienen que ir dirigidos todos los actos en esta vida, propuestas coincidentes en parte con la teología nominalista. Los humanistas siguen fielmente las teorías del De oratore de Cicerón, donde se preconiza la transformación de la filosofía en moral, en contraposición a las especulaciones sobre la naturaleza. Cicerón llamaba a la filosofía socrática «filosofía de la vida y de las costumbres», y ésta es la que se impondrá en los studia humanitatis y en algunas Facultades de Artes españolas10. Será también su tratado sobre la risa (De Oratore, lib. II, a partir del cap. LVIII), el que marque las pautas sobre la construcción del estilo cómico, pues allí se explicitan las figuras retóricas más importantes para deleitar agradablemente, que serán utilizadas con profusión en la comedia.

Partiendo de estos principios, en la Celestina encontramos cada uno de estos conceptos morales: desde la utilización del De remediis utriusque fortunae de Petrarca, hasta los continuos debates en el interior del texto sobre las pasiones, la voluntad y libre albedrío del hombre, los vicios y virtudes, el funcionamiento interno del ser humano con los procesos anímicos, etc. De ahí que dicho texto, junto con otros del mismo cariz, nunca hayan sido tachados por la Inquisición de amorales o indecentes, al menos durante el siglo XVI, pues hubieran tenido que suprimirse prácticamente todos los textos poéticos (sobre todo las comedias latinas y griegas). Y es que además, para un lector del XVI toda la filocaptio realizada por Celestina no parece molestar a nadie, pues prácticamente ningún lector culto daba creencia a las prácticas de satanismo y brujería como modificadoras de la voluntad humana, y se entendía como «burla y mentira», al decir de Pármeno, cuando relata todas sus habilidades en el primer auto, o como una forma de parafernalia con la que necesita rodearse la alcahueta para convencer a su posible clientela. La Celestina como personaje ha pasado a la tradición como alcahueta, no como bruja o conjuradora, pues ¡menuda ciencia diabólica tiene cuando no puede predecir su muerte ni apartar de sí los engaños a los que será sometida!

Pero volvamos a nuestro propósito de enclavar a la Celestina en un cierto grupo universitario. Boccaccio para defender la literatura de sus acusadores utilizó el viejo símbolo del templo de Júpiter, en cuya entrada había dos vasos, entre los cuales al entrar se tenía que elegir uno: «Al menos habrían debido saber lo que atestigua el vaso de la elección: no es un mal conocer el mal sino hacerlo...», y que coincide plenamente con el nuevo voluntarismo agustiniano y también franciscano. Bajo este aspecto, tanto los escotistas como algunos nominalistas coinciden con los humanistas en la primacía del libre albedrío del hombre sobre todas sus otras potencias anímicas, señalando para ello que el elemento definitorio del ser humano es su voluntad, guiada ésta a través de la razón, y que agrada más a Dios aquel que conociendo el mal se aleja de él, que aquel que no puede pecar por desconocimiento. Lo que más les interesa a los filósofos morales es, pues, el concepto de libertad relacionado con el propio ser humano. Ser libre es no ser esclavo, pero esta esclavitud se puede entender con respecto a muchas cosas, entre ellas, por ejemplo, a las pasiones. Concepto que desarrolló con cierta amplitud Boecio en su Consolación, y que retomaron la mayoría de los ars amatoria medievales, relacionándolo con la enfermedad del amor y con las teorías médicas del amor heroico. Pero lo que más le interesa al humanista, al pedagogo, es que la libertad del hombre sólo es posible alcanzarla mediante el entendimiento, ya que éste le muestra dónde está el bien, o el fin al que tienen que tender sus actos. Y dicho bien, fin o felicidad, que señalaba Aristóteles en su Ética, no puede proceder del placer ni de los sentidos, puesto que entonces seríamos como las bestias, que se mueven por los deseos sensitivos: «La masa y los más groseros los identifican con el placer, y por eso aman la vida voluptuosa. Los hombres vulgares se muestran completamente serviles al preferir una vida de bestias...» (Ética a Nicómaco, lib. I, 5 - 1095 b). Aquello que separa al hombre de los animales en la filosofía aristotélica es, pues, la posibilidad de elegir entre el bien y el mal mediante el juicio deliberativo11.

Bajo este aspecto, el tema de la libertad del hombre se relaciona inmediatamente con el estudio de las pasiones, las cuales producen un juicio erróneo de la facultad estimativa haciendo que la razón se someta a los engaños de las facultades sensibles12; y dentro de estas pasiones se escoge en la comedia la pasión amorosa. ¿Por qué? Por diferentes motivos, de los cuales me centraré en dos: el de la tradición retórica y el de la propia filosofía moral. Retóricamente, por ejemplo, el gramático Diómedes asigna los amores, que no el amor, a la comedia13; Isidoro de Sevilla habla de los stupra virginum et amores meretricum como objeto propio de la comedia14. Filosóficamente, porque esta pasión está más arraigada en la juventud, al decir de Aristóteles. La función del humanista y de los docentes es educar a la juventud, y es en esta época donde reinan las pasiones15, y donde con mayor fuerza se sienten los apetitos sensuales. Dirá, por ejemplo, Luis Vives: «Todos los preceptos de la filosofía moral, a guisa de ejército, se han aprestado para correr en ayuda de la razón. Por esto se impone el conocimiento total del hombre, interior y exteriormente. En el interior del hombre deben estudiarse las pasiones y la mente, y en las pasiones qué móviles las acucian, los medios que las acrecen y, al revés, los que las enfrenan, las apaciguan, las extinguen»16. Continúa diciendo el humanista valenciano que para ello se debe discutir en torno a los vicios y virtudes, mostrándolos en toda su fealdad17.

¿Y qué mayor fealdad que unos amores ilícitos, que transgreden todas las normas y preceptivas del momento, mostrados además bajo forma cómica y burlesca? Por ejemplo, la Celestina pone en escena un pecado de estupro, al presentarnos una relación amorosa ilegal (fuera del matrimonio) con una doncella joven y virgen. Estupro que era considerado en los penitenciales como uno de los pecados más graves, siendo necesaria para su absolución la confesión ante el obispo. Las penas iban desde los diez años de ayuno o excomunión durante quince años hasta la prohibición de casarse o tener actividades sexuales (si ya estaba casado) de por vida, eso sin contar con las penas civiles18.

Se resalta, además, el incumplimiento de las normas cristianas realizado por Calisto, cuya única ansiedad es el goce carnal, llegando muchas veces a caer en la herejía, al confundir el Sumo Bien o la felicidad con la posesión física de la amada, asimilándose así a la idolatría y por tanto contraviniendo el primer mandamiento de la ley divina19. Además, este joven galán no se contenta, como harán sus criados, con cometer el «forniçio sinple», que es cuando «seglar soltero conosçe soltera que nin es virgen ni religiosa»20, para satisfacer sus necesidades sexuales; necesita conquistar lo inexpugnable, lo dificultoso, lo inalcanzable para la generalidad de los mortales, y de ahí su mayor caída. Pero, además, de dichos amores nacerá la envidia entre los criados, enemistades, raptos, robos, arrebatos de ira entre los rufianes, prostitución, alcahueterías, supersticiones, etc.

Podemos decir que la Celestina nos presenta a unos amadores que transgreden casi todos los preceptos y cánones religiosos, continuando así la sátira y corrección de costumbres que había iniciado la comedia elegiaca y humanística latina. El enamorado no sólo suele cometer el estupro, sino que además lo realiza con todos los agravantes de los penitenciales: a) es culto y ha tenido una educación esmerada, por lo que no puede argumentar desconocimiento de causa, como los simples del primitivo teatro, cuyo comportamiento está justificado por su escasa razón, moviéndose tan sólo por los sentidos corporales, como los brutos animales; b) el pecado cometido suele ser público, delante de sus criados y damas de compañía; c) posiblemente en la primitiva Celestina el primer encuentro entre los enamorados se dé en la iglesia, con lo que se utiliza un lugar sagrado para el galanteo amoroso21; d) para la consecución de la amada se utiliza a la alcahueta; e) una vez conseguida a la amada, se insiste en la repetición del mismo pecado, «ca, segund dize sant Agostín, la llaga doblada peor es de sanar», y lo mismo ocurre con Melibea, que una vez ha probado el placer difícilmente se puede apartar de él22.

Se pinta al perfecto antihéroe, al peor de los «peores», a aquel que contraviene todas las normas conscientemente, a aquel que rompe con los preceptos establecidos bajo una aparente impunidad. Todo ello bajo una forma cómica y agradable, incluso con una clara parodia a los comportamientos extremos de las ficciones sentimentales en boga. Bajo este punto de vista no podemos olvidar que la Celestina surge en un ambiente claramente universitario, y por tanto es el lugar idóneo para que unos profesores procedentes de la burguesía media critiquen los modelos culturales de una sociedad aristocrática, apartada de la realidad circundante, que se recluyen mediante sus ficciones en modelos corteses del pasado.

Pero como auguraban algunos moralistas contrarios a esta fórmula de enseñanza mediante la denuncia de vicios (y que será el modelo que se impondrá a partir del Concilio de Trento con la Contrarreforma), la Celestina irá perdiendo paulatinamente su función docente y será entonces cuando recibirá las mayores críticas, como podemos comprobar en Fray Juan de Pineda en 1589:

Por lo que dijiste de leer lo bueno y del no leer lo malo, pues basta saber ser tal para lo huir, digo que muchas veces he tenido reyertas con otros mancebos que veo cargados de Celestinas y leerlas hasta las saber de coro, y, reprehendidos de mí por ello, se piensan descartar con decir que allí se enseñan a huir de malas mujeres y a conocer sus embustes, y que, viendo pintadas allí como al natural las carnalidades de los malos hombres y mujeres, darán más en rostro y se apartarán de ellas mejor; mas yo con San Pablo pregono que la fornicación ha de ser huida y no estudiada, ni aun imaginada, y que el que lee cómo van procediendo en los grados de las carnalidades, no puede sino sentirse llamado a ellas, y se halla metido en la pelea con lo que él, por lo menos ignorantemente, dice tomar para preservativo... Ignorancia de gente sin sentido me parece, y muy peor la lección de Celestina que la de los libros de caballerías, en que no hay la práctica carnal, y hay otras virtudes muy platicadas, como lo de la honra, verdad, amistad, crianza, y generosidad...23


Como vemos, se vuelve a reproducir la vieja diatriba sobre los modelos de enseñanza, como también había sacado a luz Savonarola a principio de siglo en Italia:

En los versos de poetas paganos nacieron graves engaños diabólicos porque así como el diablo enseñó aquellos versos para la adoración de sí mismo y para alimentar la superstición humana, también dejó en ellos su soberbia vanidad... Los poetas son mentirosos y mienten siempre, tanto sobre dioses como sobre hombres; y son fábulas llenas de lujuria, de alocados y deshonestos amores... Y de estos engaños, de estas burlas pueriles, entre estas divinidades perversas y desenfrenadas van alimentando las tiernas almas de los jóvenes y su intelecto puro y virgen lo llenan, primero, de falsedad y, luego, de la infamia y abominable superstición de los idólatras. Y mientras excitan cada vez más al placer, su carne se inclina hacia el mal, y añaden fuego al fuego, y someten a la servidumbre del demonio al hombre entero, en cuerpo y alma.


(Apologeticus de ratione poeticæ artis)24                


Savonarola parte de la idea de una naturaleza profundamente corrompida por el pecado (original) que necesita ser, no desarrollada libremente, sino castigada y corregida, y en la que sólo los remedios de un alma ascéticamente mortificada puede vencer las pasiones de un cuerpo que se inclina al mal. Por eso, la educación, lejos de constituir un libre desarrollo del hombre integral bajo el signo del arte, deberá ser una rigurosa y dura disciplina mortificante.

Dicha polémica sobre cómo enseñar a los escolares procede de la iniciada a principios del siglo XV en Italia; por un lado se alinearon los que asumían los planteamientos más duros de la Iglesia, y a su cabeza estaban los dominicos; por el otro, los humanistas. Un ejemplo lo podemos encontrar en Florencia, donde se establece una disputa entre Coluccio Salutati, gran Canciller de la república de Florencia frente al dominico Giovanni Dominici, cardenal de la santa Iglesia Romana, quien condenó no sólo los ideales clásicos, las lecturas de los poetas, sino también los métodos de la educación humanista. Dice así en su Regola del governo di cura familiare: «No deben presumir de hablar bien... aun llevando barba... El silencio es santo... la humildad no habla... la misión del discípulo es escuchar». A los niños jóvenes en general había que pegarles, y pegarles a menudo: «los azotes frecuentes son de provecho..., porque es necesario frenar a esa edad tendente al mal... Y esto no debe durar hasta que tengan tres, cuatro o cinco años, sino hasta cuando sea necesario, aunque tengan veinticinco años». Y los padres «pueden dar bastonazos sobre ellos cuando quieran», tanto si lo merecen como si no. En efecto, «que sean azotados merecida o inmerecidamente. En el primer caso, pagan justamente; en el segundo, tienen el mérito de tener paciencia. Pero siempre y en cualquier caso los golpes y bastonazos son útiles para ellos».

Por el contrario el humanista Leon Battista Alberti quería que todas las enseñanzas se impartieran con la persuasión y el ejemplo, con dulzura y amor: «Con las palabras se ayudará mucho a encender en los hijos gran amor a lo que es digno de alabanza y confirmar en ellos gran odio a lo deshonesto e indigno. Pero si nuestros hijos tuvieran vicios, quisiera ver a los padres regañarles con gran moderación, demostrando afligirse de sus errores como si fueran suyos, y no regañarles como a enemigos y perseguirles con palabras hirientes» (I primi tre libri della famiglia).

En cuanto al aprendizaje, Giovanni Dominici no acepta los juegos, las lecturas ni las atenciones cariñosas para con ellos. Si juegan pierden el tiempo; si se divierten con las jóvenes «aquéllos y éstas estarán alimentados en la fétida carne». El mejor juego es que los niños finjan prácticas religiosas: «harás un pequeño altar o dos... ten allí tres o cuatro doseles diferentes, y algunos niños que sean sacristanes... A veces estarán ocupados en hacer guirnaldas... y en coronar a Jesús, adornar a la Virgen María, hacer lamparillas, inciensar... todo como en misa, etc.» ¿A nadie le recuerda cierta educación de los años 50-60 en nuestro país?

Vemos, pues, cómo la propuesta educativa de ciertos dominicos y hombres de iglesia aún se mantiene vigente durante toda la centuria siguiente. Bajo este aspecto, pienso que la Celestina participa de la corriente contraria, la renovadora, la que prefiere los debates entre profesores y alumnos, la que se decanta por un aprendizaje basado en la persuasión y el ejemplo. Bajo este punto de vista, estamos ante una obra que hace reflexionar al alumno, puesto que le muestra un ejemplo negativo sobre unas relaciones amorosas que degeneran en la destrucción de los amantes y de su entorno, pero mostrando dicha relación amorosa de una forma agradable mediante el estilo cómico. Es el conocido modelo horaciano del prodesse et delectare. Como dice Rojas: «Pero aquéllos para cuyo verdadero plazer es todo, desechan el cuento de la hystoria para contar, coligen la suma para su provecho, ríen lo donoso, las sentencias y dichos de philósophos guardan en su memoria para trasponer en lugares convenibles a sus autos y propósitos».

Si recapitulamos un poco, podemos asumir que en Valencia, en 1514, existe un gran público potencial para consumir la Celestina de Rojas, siendo la mayoría de éste un público escolar y universitario, normalmente de clase media, con poder adquisitivo lo suficientemente amplio como para poder pagar la edición cuidada de Jofré. Algo similar a lo que ocurrirá con la impresión sevillana de Cromberger. Pero, además, aparecerá en Valencia justo en el momento en que hay un cambio sustancial en la Facultad de Artes, con la inclusión de las nuevas cátedras y de las corrientes en boga de las universidades europeas, sobre todo de las corrientes nominalistas y escotistas. Para realizar el cambio en la universidad valenciana se alían todos los sectores religiosos contrarios al realismo tomista, es decir, agustinos, franciscanos y mercedarios, junto con la corriente humanista italianizante, dando paso a un nuevo proceso educativo con debates por las tardes y los sábados. Se ampliará la cátedra de oratoria con la dotación de una nueva de poética, y tomará un mayor relieve la cátedra de filosofía moral, desapareciendo en poco tiempo la de filosofía natural que, como decían los humanistas, debería transformarse en una «filosofía de la vida y de las costumbres». Y esto ni más ni menos es lo que intenta Rojas, al mostrarnos bajo propuestas ciceronianas un «espejo de la vida y de las costumbres» de la sociedad de su época.

Bajo esta hipótesis de trabajo se puede entender también la ligazón de Alonso de Proaza con la comedia rojana, apareciendo como el editor de un texto que es portaestandarte de un nuevo modelo educativo, apreciado por todos aquellos que están intentando una nueva religiosidad, no basada en el miedo al Padre vigilante y justiciero de todos nuestros actos, sino en el respeto al Padre criador que ama a su hijo ante todas las cosas, como dirá Vives en el Tratado del alma: «Dádiva de Dios muy grande es la libertad de la voluntad por la cual nos constituyó en hijos suyos, no siervos, y puso en nuestra mano formarnos como quisiéramos con auxilio de su favor...» (1216-7). Para estos reformadores sólo el hombre puede llegar a Dios a través de su entendimiento, que le muestra la verdad, y una voluntad que le mueve hacia el bien; y, además, porque el ser humano no está determinado por su naturaleza, porque no está obligado por sus instintos, como los animales. En sus manos está, por tanto, el ser libre o no.

Sin embargo, reconozco que mi propuesta de explicación del texto de Rojas se ha basado exclusivamente en unas cuantas reflexiones sobre el mundo intelectual valenciano. Pienso, pues, que se debería profundizar más en este aspecto educativo y universitario para poder integrar con fundamentos más sólidos la Celestina dentro de una corriente docente y universitaria. Para ello, nada mejor sería que analizar la Universidad de Salamanca en el momento de la creación de la obra de Rojas, sus luchas internas y las propuestas educativas dominantes. También ahondar más en las diferentes corrientes intelectuales existentes en otras universidades y centros escolares españoles, caso de Sevilla, Toledo, Zaragoza, donde se realizaron las primeras ediciones.

Pero tampoco debemos olvidar, para una mejor interpretación del texto, todo el proceso editorial. Es decir, el proceso de producción del libro y su comercialización. De todos es sabido que los autores poco o nada tienen que ver con la publicación de sus obras, dependiendo éstas únicamente del editor, quien es el encargado de elegir a un tipógrafo, de adelantar el dinero de la impresión, y finalmente de recuperar su inversión con la comercialización del texto. Para ello, estos editores estudian el público comprador virtual o potencial, puesto que ya estamos en una época que ha desaparecido el libro por encargo como ocurría durante el período del manuscrito; posteriormente cuentan sus propios recursos económicos y los canales de distribución a lo largo y ancho de la geografía nacional; todo ello sin olvidar la intervención de otros posibles factores sociológicos, como son el potenciar una ideología o una corriente de pensamiento en un momento determinado, alabar a un santo, persona u orden religiosa, etc., recibiendo entonces ayudas económicas de grandes personajes o instituciones.

Como vemos, no todo está hecho, que es lo que a primera vista pudiera parecer por la inmensa cantidad de bibliografía crítica existente sobre la Celestina. Pienso, por el contrario, que casi todo está por hacer, pues como hemos podido comprobar desconocemos casi todos los procesos de cualquier época del pasado. Por ejemplo, es muy usual pensar que los humanistas son un grupo intelectual organizado, al que pertenecen la mayoría de los profesores de inicios del XVI, y cuya meta es abandonar el teocentrismo medieval para colocar al hombre en el centro del universo. Y la realidad tiene poco o nada que ver con dicha opinión bastante generalizada. Hoy en día, y después de la renovación de la crítica humanística, sabemos que estos intelectuales eran más religiosos que las otras corrientes de pensamiento, y grandes defensores de una nueva espiritualidad; lo que no querían era entrar en discusiones bizantinas ni metafísicas sobre la esencia o existencia de Dios, o en especulaciones sobre la naturaleza, puesto que para ello ya estaba la Verdad revelada a través de Cristo. Para ellos era más importante conocer al Creador a través de la criatura, es decir a través del hombre, que está formado a imagen y semejanza suya. Lo que planteaban era una nueva religiosidad basada en el conocimiento del hombre de sí mismo y en la capacidad suya de elegir el Bien o la Suprema Felicidad frente al mal o la infelicidad. Pero, además, entre los humanistas no todos creen en un mismo ideal social o cultural, ni mucho menos participan de las mismas corrientes intelectuales ni de los mismos modelos de organización social. Por supuesto, en prácticamente ninguna universidad española llegan a imponerse y a copar los cargos directivos. La universidad española sigue estando dominada por la vieja escuela realista y tomista, con posturas ancladas en la tradición del XV y reacios a cambios sustanciales, si bien poco a poco se introducirá el nominalismo y el escotismo en la docencia escolar por presiones de amplios sectores intelectuales y religiosos, hasta que de nuevo el Concilio de Trento marque un nuevo cambio a causa del triunfo de la Contrarreforma.

Quisiera terminar mostrando una de las grandes paradojas sobre los modelos de conducta del ser humano para que veamos que lo que en un período de tiempo puede ser un modelo moral de comportamiento, en otras puede ser justamente todo lo contrario; paradoja relativa a la temática que nos ocupa: el amor apasionado que se nos describe en la Celestina y en otras ficciones contemporáneas. Dicho amor es tomado por los intelectuales de su época por un vicio o por una patología del alma, como lo habían hecho anteriormente los estoicos y gran parte de la corriente cristiana; ahora bien, con el paso de los años llegará a ser el modelo a imitar (evitando, eso sí, el carácter eminentemente sexual que tenía en la tradición anterior). Esos galanes ridículos que abandonaban toda su virtus por no saber poner freno a su pasión amorosa se convierten en los verdaderos modelos de la comedia posterior, llegándose al máximo de su aceptación en el Romanticismo europeo. La comedia humanística es, pues, uno de los últimos eslabones literarios en donde el amor es visto como pasión anímica que aniquila la razón, aspecto éste coincidente con el de la ficción sentimental; ahora bien, estos intelectuales dan como única alternativa al amor-pasión el amor hacia el Creador, el verdadero amor, o el amor hacia la criatura, mediante la caritas, al decir de San Pablo. De ahí su fracaso posterior, pues olvidaron estos pedagogos que el deseo y la pasión son inherentes al ser humano, que se pueden modificar mediante la educación y las costumbres, como decía Aristóteles, pero no aniquilar. Sin embargo, los modos de expresión de los enamorados, la fórmula compositiva, las digresiones ridículas con escenas independientes de personajes de baja estofa, el final feliz, etc., seguirán mucho tiempo en vigor.





 
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