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La ciencia de la educación


Alexander Bain




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Prefacio

En esta obra, consideramos tanto como es posible el arte de enseñar, bajo el punto de vista científico, es decir, que apreciamos y corregimos las máximas generalmente recibidas, relacionándolas con las leyes mejor demostradas de la inteligencia.

Hemos consagrado tres capítulos al estudio de la inteligencia y de las emociones en sus relaciones con la educación. En el resto de la obra, hemos tratado los puntos que se relacionan de una manera más especial a nuestro objeto.

Ciertos términos y ciertas locuciones juegan un papel importante en todas las discusiones; nos hemos esforzado, desde el principio de esta obra, en designarles un sentido exacto. Estos términos y locuciones, son: la memoria, el juicio, la imaginación, el paso de lo conocido a lo desconocido, el análisis y la síntesis, las lecciones de cosas, la instrucción y la disciplina, y hacer bien una sola cosa.

También hemos estudiado aparte, los valores educacionales de los diferentes estudios comprendidos en los programas usuales, y especialmente de los estudios científicos.

Los capítulos sobre el orden de los estudios -orden psicológico y orden lógico- presentan de una manera ventajosa para nosotros, cierto número de puntos importantes. Primero, es indispensable saber cuál es el órden en el que las facultades se desarrollan, y qué influencia debe tener este orden sobre el de los estudios.

Tal es la cuestión psicológica. En segundo lugar, existe un orden que depende de la relación que tienen los estudios entre sí; en la mayoría de los casos es bastante evidente; pero puede, algunas veces, estar disimulado por ciertas circunstancias. Esto es lo que nosotros llamamos el problema lógico o analítico de la educación.

Una vez esclarecidos estos preliminares, abordamos el objeto principal: los métodos de enseñanza. Despues de haber hablado de los primeros elementos de lectura, llegamos a la delicada cuestión del principio, de los conocimientos propiamente dichos.

Esto nos trae a las lecciones de cosas, que, más que cualquier otro medio de enseñanza, piden ser tratadas con cuidado: sin esto, un procedimiento admirable podría, en manos inhábiles, no ser más que un asunto de forma agradable, pero sin valor. Examinamos luego los métodos que pueden aplicarse a la geografía, a la historia y demás ciencias.

En este trabajo damos un lugar preferente a la lengua materna, y examinamos detalladamente todo lo que se relaciona con su estudio: el vocabulario, la gramática, la retórica y la literatura.

Consagramos un capítulo al examen del valor que debemos asignar en nuestra época al latín y al griego. La disposición provisional, segun la cual los conocimientos superiores no han sido, durante varios siglos, accesibles más que por la mediación de dos lenguas muertas, ha terminado. Debemos, pues, preguntarnos si se ha descubierto, para esas dos lenguas, alguna nueva utilidad que justifique la pérdida de tiempo y el trabajo que cuestan, ahora que ya no existe su primitiva utilidad. Como creemos que el sistema actual será modificado mas o menos tarde, indicamos lo que más nos parece ser el plan de estudios del porvenir, para la educación superior.

Para la educación moral, hemos querido demostrar claramente los puntos en que los errores parecen más temibles. En cuanto a la religión nos hemos limitado a considerarla en su relación con la enseñanza moral.

Un corto capítulo sobre la educación artística es destinado a disipar ciertos errores generalmente esparcidos, sobre todo tratándose de la relación que existe entre el arte y la moral.

En todo este trabajo nos hemos esforzado en combatir la confusión, más aún que el error. Los métodos de educación han hecho ya grandes progresos, y no es fácil esperar que cualquier descubrimiento imprevisto cambie bruscamente todo el sistema actual, pero creemos que todavía pueden hacerse muchas mejoras. Para nosotros el punto principal es la división del trabajo; para realizar un gran progreso, en el arte de enseñar, es preciso separar los diferentes estudios que, por desgracia, tan fácilmente se confunden.

Alexander Bain






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Libro I

Las bases psicológicas



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Capítulo I

¿Qué es la educación?


En qué consiste el estudio científico de un arte.- Diferentes definiciones de la educación: 1º La idea prusiana: la evolución armoniosa: 2º La definición de Jaime Mill, es demasiado extensa; las divisiones ordinarias de la educación abrazan demasiado número de cosas; la higiene debe ser excluida: 3º La definición de J. S. Mill.- El dominio del profesor es la verdadera guía que debe seguirse.- El objeto final: la dicha, y en qué límites.- Influencia de la plasticidad del entendimiento.- La parte psicológica y la parte lógica o analítica.- Necesidad de definir de una manera precisa los términos principales.- Concurso de la experiencia y de la teoría.- Guiar la inteligencia es separado de la educación.


Para estudiar científicamente un arte, es necesario primero aplicarle los principios suministrados por las diferentes ciencias que se relacionan con él, como, por ejemplo, se aplican las leyes de la química a la agricultura; luego, observar una precisión y un rigor extremados para enunciar, deducir y demostrar todas las máximas o reglas que constituyen el arte.

La fecundidad de los pensamientos y la claridad de los preceptos harán conocer el valor del método científico que se haya adoptado.

Citaremos primero la definición contenida en el ideal que se han formado los fundadores del sistema nacional prusiano. «La educación es la evolución armoniosa e igual de las facultades humanas»; definición que Stein desarrolla de este modo: «Es un método fundado sobre la naturaleza del entendimiento, para desarrollar todas las facultades del alma; aviva y alimenta todos los principios de vida, evitando toda cultura parcial, teniendo cuenta de los sentimientos que forman la fuerza y el valor de los hombres.» Esta definición, evidentemente dirigida contra la educación comprendida en un sentido demasiado sucinto, tendía, sin duda, a corregir de una manera especial las numerosas faltas de la enseñanza antigua, que descuidaba la educación del cuerpo y de los músculos, la de los sentidos o de la observación, y la cultura del gusto o el lado artístico. Además, da a entender que, hasta ahora, los profesores están muy lejos de haber hecho bastante para la inteligencia propiamente dicha, para la educación moral en sentido más elevado y, por último, para el arte de ser feliz.

Si un buen profesor tuviera siempre este ideal ante los ojos, haría por sacar todo el partido posible de las facultades de sus discípulos; y haría más todavía, evitaría con cuidado toda exageración en la cultura de tal o cual facultad, estableciendo una justa proporción en toda su enseñanza. Producir discípulos que fuesen esclusivamente hábiles lingüistas, buenos observadores, hombres de ciencia abstracta, aficionados esclarecidos de las artes, diestros en todos los ejercicios corporales, imbuidos de sentimientos elevados, o profundos teólogos, sería considerado como la prueba de una enseñanza imperfecta.

La definición prusiana, aunque buena por sí misma, no se prestaría a las circunstancias particulares tales como las disposiciones marcadas de ciertos individuos para una cosa, mejor que para otra; las ventajas que reportan a la sociedad, las aptitudes preeminentes para ciertas funciones, aun cuando estas aptitudes hubieran sido desarrolladas por una cultura esclusiva; la dificultad de hacer que el hombre esté conforme consigo mismo, y por último, los límites forzosamente impuestos a la influencia del profesor; de aquí la necesidad de elegir, según su importancia relativa, las facultades sobre las cuales debe ejercerse.

Por más que la tarea sea penosa, no es difícil tener cuenta de aquellas diferentes consideraciones, aplicando la teoría del desarrollo armonioso; pero una vez hecho esto, podremos preguntarnos si hay ventaja positiva en tomar esta teoría por base fundamental de la educación.

En un artículo notable que ha dado a la Enciclopedia Británica, Jaime Mill presenta la educación como teniendo por objeto «de hacer, tanto como fuese posible, del individuo un instrumento de felicidad; primero, por él mismo y después por sus semejantes». Pero esto no es más que una nueva forma de la respuesta a su primera pregunta del catecismo de Westminster: «¿Cuál es el fin principal del hombre?»

Todo lo que podemos pedir al profesor que no es más que un individuo, es que contribuya por su parte al crecimiento de la felicidad de los hombres en el orden que acabamos de indicar.

Sin duda alguna, esta definición toca el fondo del objeto mucho mejor que la fórmula alemana. No se preocupa ni de la memoria, ni de la generalidad, ni de la integridad del desarrollo individual, y no las admite más que cuando pueden ayudar y alcanzar el fin último.

No es solo Jaime Mill quien quiere dar demasiada extensión a esta cuestión. Subdividen ordinariamente la educación en educación física, educación intelectual, educación moral, educación religiosa y educación técnica. Ahora bien, si examinamos lo que debe entenderse por educación física, vemos que es el arte de procurar al hombre una salud perfecta por una alimentación, un modo de vestir y un régimen general hábilmente escogidos». Mill trata de esto en su artículo, y Herbert Spencer le consagra otro muy interesante en su obra sobre la educación.

Sin embargo, nos parece que cualquiera que sea su importancia, la educación física puede dejarse a un lado. No depende en ningún modo de los principios y de las consideraciones sobre las que el profesor, propiamente dicho, se apoya para cumplir su misión. La educación tal como la comprenden generalmente no gana nada en la discusión de este punto, el cual además no recibe ninguna luz nueva reuniéndole con las reglas seguidas por el profesor propiamente dicho.

La salud o el vigor del cuerpo es la primera condición necesaria cuando se trata de atender a su educación o a la del entendimiento; pero el profesor no se encarga de fijar las reglas de la higiene.

Permítasenos calificar de inadvertencia esta asociación de la higiene y de la educación; pero, en todo caso, no podría llevarnos a una discusión difícil.

No diremos otro tanto de la parte de esas definiciones que quiere que el objeto de la educación sea de conducir a los hombres a la felicidad, a la virtud y a la perfección. Tal vez nos concedan, sin pena, que la educación no es más que uno de los medios que conducen al fin último. Sin embargo, podrán producirse muchas diferencias de opinión sobre lo que constituye la felicidad, la virtud o la perfección. Además, el verdadero sitio de esta discusión se encuentra en los tratados de moral y de teología, y, si la introducen en el dominio de la educación, no debe ser recibida más que con mucha reserva. Antes de abordar esta dificultad, la mayor de todas, queremos hablar aun de algunas otras definiciones de la educación que, nos parece, pecan por su mucha extensión. Podemos citar aquí el segundo Mill que a ejemplo de su padre, y contra la costumbre de casi todos los teóricos, debuta, more scientifico, por una definición. Segun su opinión, la educación comprende: «todo lo que hacemos para nosotros mismos y todo lo que hacen los demás para nosotros con el objeto de aproximarnos a la perfección de nuestra naturaleza». En su acepción más extensa comprende hasta los efectos indirectos producidos sobre el carácter y sobre las facultades del hombre por cosas, cuyo objeto directo es enteramente diferente: por las leyes, las formas de gobierno, las artes industriales, las diferentes formas de la vida social, y hasta por hechos físicos independientes de la voluntad del hombre, tales como el clima, el sol y la posición local.» Admite, sin embargo, que esta es una manera muy extensa de considerar la cuestión, y da en cambio, otra definición más concisa, pero que va más recta al fin que se propone. La educación es la cultura que cada generación da a la que debe sucederle, para hacerla capaz de conservar los resultados de los adelantos que han sido hechos, y si puede ser llevarlos más allá.

La primera de estas definiciones es demasiado larga hasta para la filosofía de la educación más extensa, y además, conduce necesariamente a discutir sobre lo que constituye la perfección. Las influencias que el clima, la posición geográfica, las artes, las leyes, el gobierno y las diferentes formas de la vida social ejercen sobre el carácter del hombre, constituyen una de las más interesantes cuestiones de la sociología, y allí solo conviene estudiarlas. Lo que hacemos para nosotros mismos, y lo que los demás hacen para nosotros con el fin de acercarnos lo más que sea posible a la perfección de nuestra naturaleza, puede, o no, ser la educación en el sentido exacto de esta palabra. No creemos que sea conveniente introducir en la cuestión de educación, así comprendida, la influencia directa de las recompensas y de los castigos. Sin duda alguna, hacemos algún esfuerzo para perfeccionarnos, y la sociedad toma también parte en la obra de nuestra educación, en un sentido bastante exacto de esta palabra; pero la influencia general de la sociedad en el reparto de los castigos y de las recompensas no es el hecho esencial de la educación como la comprendemos, por más que sea una parte accesoria de algunas de sus funciones legítimas.

La definición más concisa de Mill no es absolutamente inexacta: la acción primera ejercida sobre cada generación por la que la ha precedido merece, por muchos conceptos, el nombre de educación; pero esta definición es más bien ambiciosa que científica; no puede sacarse nada de ella, y no trae naturalmente el desarrollo que la sigue.

El artículo Educación en la Enciclopedia de Chambers nos suministra la definición siguiente: «La educacíon en el sentido más extenso de esta palabra es dada al hombre, sea para su bien, sea para su perdición, por todo aquello de lo que hace la experiencia desde la cuna hasta la tumba» (mejor sería decir que todo esto le forma, le hace e influye en él). Pero en el sentido más abstracto y más común, se entiende por educación los esfuerzos cuyo fin expreso es formar a los hombres de cierto modo; los esfuerzos de los hombres hechos para aclarar la inteligencia y formar el carácter de la juventud (esto es insistir demasiado sobre el hecho de la influencia exterior), y más especialmente, el trabajo de los profesores propiamente, dichos». Esta última consideración es la que más se acerca al punto principal, a saber: los medios y métodos empleados por el profesor, pues aunque éste no sea sólo para trabajar en la obra que le está confiada, sin embargo, él es quien personifica el método en toda su sencillez y pureza. Si en fuerza de averiguaciones, de invenciones y de discusiones, elevamos su arte a la altura del ideal, habremos hecho casi todo lo que se puede esperar de la ciencia y del arte de la educación.

Volvemos a la mayor dificultad, es decir a la de saber cuál es el objeto de la educación, o si esto es la felicidad y la perfección del hombre, qué indicaciones definidas suministra este hecho al profesor. Hemos hecho ya notar que esta cuestión pertenece a otras ciencias; y si aquellas no han podido darle respuestas claras y unánimes, no está el profesor obligado a llenar esta falta.

La solución de este problema presenta dos puntos difíciles: uno evidente, el otro ménos fácil de entender, pero cuyo conjunto demuestra todo lo que el profesor puede hacer.

El primer punto es determinar cuáles son las cosas que todos los hombres reconocen como necesarias. Su número es considerable, y los ejemplos no pueden ser más patentes. Son los temas tratados universalmente en las escuelas.

El segundo punto se refiere a las cosas sobre las cuales los hombres no están de acuerdo; el profesor deberá establecer lo que costarán esas adquisiciones dudosas, pues esta consideración debe formar, al menos, uno de los elementos de la decisión que se ha de tomar relativamente a ellas.

Los profesores más hábiles son los que pueden decirnos mejor en qué medida puede contribuir la educación a suavizarlas costumbres, a formar el hábito de la abnegación, a favorecer el equilibrio de todas las facultades, a desarrollar el hombre entero, y a otras muchas cosas.

Veremos que una parte de la ciencia de la educación consiste en dar el análisis más perfecto de todas las adquisiciones complejas.

Según este análisis, podrá calcularse lo que cuestan, y por este medio, será más fácil conocer si se piden al profesor cosas contradictorias.

Buscando así el objeto de la educación, hemos llegado, por decirlo así, sin querer, al trabajo de la escuela. Habrán de hacerse, tal vez, muchas modificaciones a este hecho para darle una forma científica; pero nada puede ser más útil para guiar y aclarar nuestras averiguaciones desde el principio.

Así, pues, el hecho primitivo y esencial para el éxito de la obra del maestro es, ante todo, la propiedad plástica del entendimiento. De esto dependen, no sólo la adquisición de los conocimientos, sino también todas las adquisiciones posibles. La manifestación más clara de esta cualidad consiste en la facultad de conservar, por la memoria, los conocimientos adquiridos. Bajo este punto de vista, la cosa principal en el arte de la educación es la averiguación de los medios de desarrollar la memoria. Esto nos conduce, naturalmente, a examinar cuáles son las diferentes aptitudes intelectuales que contribuyen de un modo directo o indirecto a esta función. En otros términos, debemos preguntar a la ciencia del entendimiento humano todo lo que puede enseñarnos sobre las condiciones de la memoria.

Aunque la memoria, es decir, la facultad de adquirir y conservar los hechos, dependa principalmente de una sola y única propiedad de la inteligencia que merece, por consiguiente, el estudio más profundo, hay otras varias facultades que dependen de la inteligencia y de la sensibilidad, y que deben tenerse en cuenta en el estudio científico de la educación. Hemos obtenido así una primera subdivisión de nuestro objeto; la parte puramente psicológica. Otra rama de la ciencia de la educación ha quedado, hasta ahora, sin nombre. Es la averiguación del órden mejor y más natural que se ha de dar a los diferentes temas de estudio, según su sencillez o su complejidad relativa y su dependencia mutua. Para tener éxito en educación, es necesario no presentar un objeto al discípulo, más que cuando se ha hecho dueño de todo lo que puede prepararle a aquel. Esto es bastante evidente en ciertos casos: la aritmética se enseña antes que el álgebra, la geometría antes que la trigonometría, la química inorgánica antes que la química orgánica; pero en muchos casos, el orden natural se encuentra ocalto por las circunstancias, y exige una averiguación muy minuciosa. Llamaremos a esto la rama analítica o lógica de la teoría de la educación. Todo método científico debe, ante todo por un exámen completo y profundo, darse bien exactamente cuenta del sentido de los términos principales que emplea.

Para la ciencia de la educación, por ejemplo, solo el sentido vago de la palabra «disciplina» impide resolver muchas cuestiones.

Otra advertencia que se aplica de una manera especial al asunto que nos ocupa, es, que en todo, el conocimiento nos viene sobre todo, de la combinación de los principios generales suministrados por las ciencias con observaciones y experiencias bien conducidas, y hechas en la práctica ordinaria. Todo estudio profundo necesita la convergencia de esas dos luces.

En lenguaje técnico llamamos esta convergencia: «la unión del método deductivo y del método inductivo» Las deducciones deben ser obtenidas separadamente por el método que les es propio, y con toda la precisión posible. Las inducciones son las máximas de la práctica, previamente purificadas por numerosas comparaciones, y con todas las precauciones necesarias.

Nos proponemos apartar así de la ciencia de la educación todo lo que pertenece a partes mucho más extensas de la cultura humana, para reconcentrar nuestra atención sobre lo que constituye exclusivamente la educación, es decir, sobre los medios de constituir las facultades adquiridas de los seres humanos. Evidentemente, se trata para el profesor de comunicar lo que sabe; pero la educación se extiende a las facultades no intelectuales del ser moral, a las actividades y a las emociones, siempre bajo el imperio de las mismas fuerzas.

La educación no abraza el empleo de todas nuestras funciones intelectuales. No por el mismo arte se dirigen las facultades hacia el trabajo projuctivo, como por ejemplo, el de las profesiones liberales, las averiguaciones científicas, o las creaciones artísticas. En una y otra rama, hay que tener cuenta de los principios del entendimiento humano; pero por más que se encuentren algunas veces, son bastante distintas para que haya ventaja en considerarlas separadamente. En su tratado práctico, titulado: The conduct of the Understanding (Guía del entendimiento) Locke se ocupa sin distinción de las facultades de adquisición, de producción y de invención.




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Capítulo II

Relación de la Fisiología y de la Educación


Necesidad evidente de la salud física y de sus condiciones.- La plasticidad del entendimiento considerada bajo su punto de vista fisiológico.- La fuerza de los diferentes órganos, no es igual en todos.- El cerebro puede ser alimentado a expensas de otros órganos, y vice-versa.- La inteligencia y la emoción pueden disputarse las fuerzas del cerebro.- La memoria, o facultad de adquisición, considerada como desarrollo cerebral, y lo que cuesta.


La ciencia fisiológica unida a las observaciones empíricas acumuladas por nuestros antecesores, debe guiarnos en la averiguación de los medios que deben emplearse para desarrollar y conducir a su completa madurez las facultades físicas de los seres vivientes. Esto es, lo repetimos, una acción esencialmente distinta de la educación propiamente dicha.

El arte de la educación supone la existencia de una regular salud física, pero no busca los medios de entretener o aumentar el término medio de aquella. Su punto de contacto con la fisiología e higiene, está limitado a la función plástica o adquisitiva del cerebro, la propiedad de fortalecer las relaciones nerviosas indispensables a la memoria, a la costumbre, y a toda facultad adquirida.

Pero, en el estado actual de la fisiología, llegamos pronto al término de sus aplicaciones a la economía de la facultad plástica. No podemos, pues, contar en este estudio, más que por los resultados de nuestra experiencia directa del trabajo de la educación, corregidos y aclarados, algunas veces, por las leyes fisiológicas ya demostradas. Sin embargo, habría ingratitud en desconocer los servicios prestados a la educación por la doctrina fisiológica de la base física de la memoria.

En efecto, debemos a la fisiología el conocimiento de un hecho general muy importante: ella nos enseña que la memoria depende de una propiedad o facultad nerviosa, entretenida por la nutrición, como todas las demás facultades físicas, y sumisa a dos alternativas de ejercicio y de reposo. Ella nos enseña igualmente que, como todas las demás funciones, la plasticidad del cerebro puede ser detenida en su desenvolvimiento por la falta de ejercicio, o agotada por el exceso contrario.

Bajo el punto de vista de la fisiología pura, creemos necesario llamar la atención particularmente sobre una circunstancia. El cuerpo humano es una gran reunión de órganos o de intereses: digestión, respiración, músculos, sentidos, y cerebro. Cuando el cuerpo se fatiga, sufren, en general, todos sus órganos; si se les restaura, todos los órganos, en general, reciben un nuevo vigor. Tal es la primera consecuencia de esta reunión, y la más evidente. Añadiremos, sin embargo, que los seres humanos están constituidos desigualmente bajo el punto de vista de sus diferentes funciones, los unos son fuertes por el estómago, los otros por los músculos, y otros por el cerebro. En todos, la renovación de fuerzas se manifiesta igualmente; los órganos predominantes reciben una parte proporcional al capital de cada uno: a aquel que tenga mucho, mucho se le dará. En fin, esta es una consideración que debe tenerse en cuenta; el órgano que desplesga la mayor actividad en un momento dado, recibe entonces más que su parte, de suerte que, ejercitando desigualmente los diferentes órganos, les aseguran, por esto mismo, una parte desigual de alimentación.

Pero veamos el punto importante. Para aumentar la propiedad plástica del entendimiento, es necesario alimentar el cerebro. Es bastante natural suponer que se obtendrá este resultado alimentando todo el cuerpo; y en efecto, se conseguirá con tal que otros órganos no tengan exigencias exorbitantes, que les aseguren una parte exagerada, no dejando más que muy poco para el órgano del entendimiento. Si los músculos o los órganos digestivos trabajan demasiado, el cerebro no podrá dar lo que se le pida. Pero si el cerebro se organiza por la naturaleza, y sobrescitado por una estimulación enérgica se atribuye la mayor parte en la nutrición general, se producirá el resultado contrario a las funciones intelectuales; se encontrarán exaltadas, y las otras, más o menos debilitadas. Tal es el estado que acompaña un gran desarrollo de la fuerza intelectual.

Hay, pues, también necesidad de establecer una distinción entre las mismas funciones intelectuales, pues son muy diferentes, y se excluyen mutuamente. Para hacerlo entender, no necesitamos establecer subdivisiones muy numerosas. El contraste más marcado es el que existe entre las funciones emocionales y las intelectuales, entre el sentimiento del placer, dolor y excitación, y el del conocimiento. En sus manifestaciones extremas, son hostiles el uno al otro: la inteligencia sufre bajo el imperio de una emoción excesiva; cuando la inteligencia hace un gran esfuerzo, las emociones desaparecen en ciertos límites que es inútil fijar aquí.

Ahora bien, la influencia, en el sentido más lato de la palabra, no es idéntica a la operación de la memoria u operación plástica. El mejor medio de llegar a las leves de esta fase particular de nuestra inteligencia es de estudiarla como un hecho puramente intelectual. Sin embargo, puede ser considerada bajo un acto fisiológico que confirme ampliamente nuestras observaciones. Bajo el punto de vista físico o fisiológico, la memoria o la facultad de adquirir es una serie de procesos nerviosos, la formación de un cierto número de senderos construidos sobre ciertas líneas de la sustancia cerebral. Así, pues, puede decirse desde luego, que bajo el punto de vista de las necesidades de nutrición, este es el acto de la inteligencia que lleva consigo el mayor gasto. Ejercer una facultad ya adquirida, debe ser mucho más fácil que constituir una nueva. Podemos estar perfectamente en estado de sufrir el primero de estos actos, siéndonos imposible sufrir el segundo. En realidad, el éxito en una nueva adquisición, considerado según las probabilidades fisiológicas, debe ser obra de los momentos poco frecuentes, escogidos y particularmente favorables en que la energía cerebral es a la vez abundante y bien dirigida.




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Capítulo III

La edificación de la inteligencia


Todas las ramas de la psicología son aplicables a la educación, sobre todo la psicología de la inteligencia.- EL DISCERNIMIENTO, fundamento de la inteligencia.- Condiciones del discernimiento. 1º entendimiento despejado: 2º ausencia de toda excitación extraña: 3º interés: 4º yuxtaposición.- Ejemplos de discernimiento.- RETENTIVIDAD.- Su ley fundamental: necesidad de la educación o de la repetición-Circunstancias accesorias.- Circunstancias favorables a la retentividad. 1º Estado físico; la retentividad comparada con otras funciones del cerebro bajo el punto de vista del gasto de energía; momentos más favorables para el trabajo retentivo: 2º La CONCENTRACIÓN.- Influencia de la voluntad.- El placer del trabajo.- Acción del dolor.- Excitación neutra.- Sus modos más favorables.- La memoria sigue la delicadeza del discernimiento.- La vivacidad de las transiciones.- La SEMEJANZA o el ACUERDO.- Choque producido por la semejanza en la diversidad.- El descubrimiento de las semejanzas está favorecido 1º por la pequeñez de las diferencias; 2º por la yuxtaposición; 3º por la acumulación de ejemplos.- FACULTAD DE COMBINACIÓN.- Sus condiciones: 1º objetos que combinar; 2º idea clara del resultado al cual se desea llegar: 3º tentativas repetidas.- ALTERNATIVA Y SUSPENSIÓN DE LA ACTIVIDAD INTELECTUAL.- El sueño es la única suspensión completa de la acción intelectual.- Descanso dado al entendimiento por la alternativa de ejercicios.- El estudio y el juego.- La audición y la ejecución.- La práctica de lo que se ha aprendido.- La memoria y el juicio.- Las lenguas y las ciencias.- Alternativa de los diferentes estudios.


El trabajo más importante en la ciencia de la educación debe ser el estudio de todas las leyes psicológicas que tienen relación directa o indirecta con la acción adquisitiva de la inteligencia. Todas las ramas de la psicología dan buenos resultados, pero sobre todo de la psicología de la inteligencia es de la que más puede esperarse. De las tres grandes funciones que la inteligencia presenta en el último análisis, -discernimiento, acuerdo y función retentiva o memoria,- la última es la que se identifica de la manera más completa con el arte de la educación; sin embargo, las otras dos entran también en él como elementos, cada una a su modo.

DISCERNIMIENTO

El entendimiento tiene por punto de partida el discernimiento. La conciencia de la diferencia es el principio de todo ejercicio de la inteligencia. Experimentar una sensación nueva es comprobar un cambio: si la temperatura de una sala se eleva a diez grados, un cambio de sensación nos participa este hecho; si no experimentamos ningún cambio de sensación, ninguna conciencia de alteración, tenemos perdido el hecho exterior; no lo notamos, y se dice que no lo sabemos.

Nuestra inteligencia, tiene, pues, por límite absoluto, la facultad de discernimiento. Las demás funciones de la inteligencia, la facultad de retener, por ejemplo, no entran en juego hasta después que hemos comprobado una diferencia entre cierto número de objetos. Si no sintiéramos primero la diferencia entre la luz y la oscuridad, lo negro y lo blanco, lo encarnado y lo amarillo, no tendríamos escenas visibles que poder recordar, hasta con la facultad de retener, más desarrollada, no podríamos conservar ningún recuerdo del mundo exterior: la ausencia de sensación entraña necesariamente la ausencia de memoria.

Diremos más todavía. La delicadeza del sentimiento de las diferencias da la medida de la variedad, de la multitud de nuestras primeras impresiones y, por consecuencia, de los hechos acumulados en nuestra memoria.

Si un hombre no entiende más que doce notas diferentes en la escala musical, estas notas son para él los límites de la memoria de los sonidos; si otro percibe ciento diferentes, sus ideas o sus recuerdos de sonidos se encuentran multiplicados en la misma proporción. La acción de la facultad de retener se extiende tanto como la de la facultad de conocer las diferencias, sin poder llegar a más.

Hemos recibido de la naturaleza cierta facultad de discernimiento para cada modo de sentir. Sabemos ante todo distinguir, con más o menos delicadeza, las percepciones suministradas por la vista, el oído, el tacto, el olfato, y el gusto; y la delicadeza de cada sentido está muy lejos de ser igual en diferentes individuos. Tal es el primer origen de las diferencias de carácter intelectual, de gustos y de tendencias varias que se notan en diferentes personas. Si un individuo puede, desde el principio, apreciar cinco matices de color donde otro no distingue más que uno solo, los caminos de estos dos hombres están trazados de antemano, y la distancia entre ellos es bien marcada.

Es muy importante, sin duda alguna, reconocer esta desigualdad nativa antes de determinar la tendencia especial que debe darse a la educación de un niño. Pero para el que enseña, es más importante aun darse cuenta de los medios por los que puede activar y acrecentar la facultad de apreciar las diferencias. Partiendo de aquí, mientras que la inteligencia no conoce la diferencia que existe entre dos cosas, no ha dado todavía el primer paso; el maestro deberá examinar qué circunstancias y condiciones son favorables o desfavorables al ejercicio de la facultad de discernir.

La primera condición que no se aplica a la única función del discernimiento, pero sí a todas las funciones intelectuales, es que el entendimiento sea vigoroso, joven y despejado. Si es endeble, lánguido o dormido, no puede percibir las diferencias. Para todo trabajo intelectual, es necesario que el entendimiento sea vivo, despejado, y que esté en la plenitud de su fuerza y actividad. Si el adormecimiento de la inteligencia proviene simplemente de su pereza, el maestro, recurriendo a medios artificiales para disipar el adormecimiento y despertar el entendimiento, habrá sacado el discípulo del estado tan bien llamado indiferencia, es decir, del estado en que no reconoce ya las diferencias que existen realmente entre varias impresiones.

Puede suceder que el entendimiento sea fresco y vivo, pero que sus fuerzas se ejerciten en una falsa dirección. Existe entre la actividad intelectual y la actividad emocional una oposición bien conocida, que produce entre ellas cierta incompatibilidad.

Bajo el imperio de una emoción viva, las fuerzas intelectuales disminuyen, y no obedecen más que a esta emoción. Es preciso, que el entendimiento esté tranquilo para que su facultad de discernimiento, lo mismo que todas las demás facultades, se ejerzan con aprovechamiento. Discutiremos más adelante, con todos los detalles que exige, el punto tan delicado del modo con que el maestro debe gobernar y dirigir las diversas emociones.

No hay que olvidar que los ejercicios intelectuales son esencialmente insípidos y sin atractivos. Bajo el punto de vista del esfuerzo que exigen, causan, en una débil medida, el placer que produce siempre el ejercicio regular de una facultad exuberante, pero esto se aplica en primer lugar al trabajo de los discípulos ya adelantados, y es muy poco marcado al principio de la educación. La primera circunstancia que da algún interés al ejercicio de la facultad de distinción, es una impresión de placer o de dolor. Es necesario que el acto de discernir lleve consigo una consecuencia que llame vivamente la atención del entendimiento. Una diferencia, completamente desposeída de interés, no atraerá jamás la atención del discípulo.

El paso del frío al calor, de la oscuridad a la luz, del hambre a la hartura, y del silencio al ruido, nos presentan otros tantos hechos que tienen más o menos interés, y que producen por consiguiente, impresiones más o menos vivas. A estos hechos acompaña siempre una sensación bien marcada. Para nutrir la inteligencia, es preciso que el entendimiento pueda percibir cambios más o menos grandes; lo que caracteriza la naturaleza intelectual, es la debilidad de la emoción que le es indispensable para percibir una diferencia. Es evidente que una demostración ruidosa atrae siempre la atención y conduce a la percepción de una diferencia; pero, en este caso, el resultado se obtiene a mucha costa.

Uno de los mejores medios prácticos de hacer reconocer o retener la diferencia entre dos hechos, es el de colocarlos inmediatamente uno después del otro. El paso rápido de uno a otro hace evidente una diferencia que no se notaría si se dejara trascurrir cierto intervalo entre los dos, sobre todo si, entre tanto, se ocupase con otro objeto el entendimiento del discípulo. Esta regla es, por decirlo así, evidente por sí misma, y su aplicación da buenos resultados cuando las circunstancias se prestan a ello; pero poco frecuente es que los maestros y los instructores saquen de esto todo el partido posible. La distracción más ligera basta generalmente para hacer olvidar su importancia.

Para comparar dos notas, las hacemos oír rápidamente una después de otra; para comparar dos matices de un mismo color, enseñamos uno e inmediatamente el otro; para comparar dos pesos, cogemos uno en cada mano, examinando la sensación que producen, primero en una, y después en la otra, alternativamente. Estos son casos sencillos y comunes; pero la comparación de dos formas es una operación más complicada, para la que no seguimos el mismo procedimiento. Si se trata de apreciar dos distancias, las colocaremos una junta a otra, y lo mismo tratándose de dos ángulos. Para el número, podemos disponer dos grupos de objetos en dos líneas paralelas entre sí,-por ejemplo, tres objetos en una de las líneas, y cuatro o cinco en la otra, y de este modo hacemos ver fácilmente la diferencia que existe.

La comprobación de una simple diferencia de tamaño no es más que un hecho de yuxtaposición. La forma, considerada independientemente del tamaño, no es tan fácil de comprender. Para establecer la diferencia entre un triángulo y un cuadrilátero, es preciso contar los lados de cada un a de esas figuras, y reemplazar la diferencia de forma por la consideración más sencilla de una diferencia de nombre. Un triángulo rectángulo, un triángulo acutángulo, y un triángulo isósceles, se comparan por la yuxtaposición de sus ángulos. La diferencia entre un círculo y una elipse se compara por la de la curva y de los diámetros: en el uno, la curva es uniforme, y todos sus diámetros son iguales; en el otro, la curva varía, y los diámetros son desiguales. En cuanto a la diferencia entre una curva cerrada y una curva abierta, es bastante evidente por sí misma.

Así las formas geométricas pueden reducirse a bases de comparación muy sencillas, y el maestro las analizará de la manera que vamos a indicar. Para las formas irregulares y caprichosas, los términos elementales a los que se reducen, son también los mismos: dimensiones lineales, número, dimensiones angulares, curvatura; pero se puede llamar la atención de muchas y diferentes maneras. Algunas veces hay una semejanza notable, y que se impone, por decirlo así, al entendimiento, con una diferencia muy ligera, que escapa a nuestra vista, como sucede con las cifras 3 y 5 y con las letras C y G de nuestro alfabeto. El alfabeto hebráico nos suministra ejemplos todavía más marcados. En este caso es preciso indicar claramente, y hasta con exageración, la pequeña diferencia que existe. Se pueden tener también modelos de un mismo tamaño para que sobrepuestos, hagan resaltar la diferencia. El maestro debe esforzarse por llamar toda la atención del discípulo sobre el detalle que constituye esta diferencia, y hacerle después que lo reproduzca por sí mismo, dedicando, por ejemplo, una lección especial para preguntar al discípulo las cifras o letras que son más parecidas, y los puntos de diferencia que se notan entre ellas.

Si el maestro quiere elevar a mayor altura los métodos que debe seguir para el estudio de las diferencias, los mejores ejemplos son aquellos en que se trata de comprobar a la vez las diferencias y los puntos de semejanza. Más tarde volveremos a este asunto, después de haber examinado la facultad intelectual de las semejanzas. Lo que tenemos interés en establecer aquí, ante todo, es la necesidad del acto de discernir, como preludio de toda impresión intelectual, y como base de acumulación de conocimientos, a la que hemos dado el nombre de memoria. La facultad de comprobar las semejanzas es, igualmente, indispensable; pero ni es necesario ni útil examinar aquí el ejercicio de esta facultad antes de haber estudiado la facultad plástica de la inteligencia.

RETENTIVIDAD O MEMORIA

La memoria es la facultad que desempeña el papel más importante en la educación. Gracias a ella son posibles los crecimientos intelectuales, o en otros términos, la adquisición de capacidades que la naturaleza no nos había dado.

Toda impresión que sufrimos tiene cierta duración si es bastante fuerte para despertar la conciencia en el mismo momento que se produce; puede persistir después que la causa que la ha producido ha desaparecido, y puede reaparecer más tarde en el estado de idea o impresión renovada por la memoria. Una llama que brota bruscamente despierta nuestra atención, produce una fuerte impresión en la vista, y llega a ser una idea conservada, por la memoria; de tal modo que, después, pensamos en la llama sin verla realmente.

Es poco común que un hecho que no se produce más que una sola vez, deje una idea durable que vuelva a aparecer, siendo preciso, para que esto se verifique, que el hecho se repita varias veces. La fijeza de la impresión exige cierto tiempo; es necesario prolongar el primer choque o renovarlo diferentes veces. La primera ley de la memoria o facultad de retener o adquirir, puede considerarse en las dos máximas siguientes: «sólo la práctica conduce a la perfección» «ejercitando una facultad es como se le da fuerza», y otras semejantes. Tales son en el fondo las reglas seguidas desde tiempo inmemorial por nuestros maestros: es preciso repetir una lección sin abandonarla hasta que esté bien sabida.

Todo progreso en el arte de enseñar depende de la atención con que observemos las diferentes circunstancias que favorecen la adquisición o que disminuyen el número de repeticiones necesarias para obtener tal o cuál resultado. Hay grandes economías que hacer en la facultad plástica del organismo humano; y cuando hayamos limitado estas economías todo lo posible, habremos alcanzado la perfección en uno de los ramos más principales del arte de educar. Así pues, es indispensable buscar con el mayor cuidado todas las condiciones conocidas que favorezcan o que paralicen el desenvolvimiento plástico del organismo.

Por más que ciertos filósofos hayan afirmado que todos los entendimientos son, por decirlo así, iguales, bajo el punto de vista de la facultad de adquirir, sería preciso que un maestro tuviera poca experiencia para interesarse en estas afirmaciones. La desigualdad de los diferentes entendimientos, bajo el punto de vista de la asimilación de las lecciones, en circunstancias absolutamente idénticas, es un hecho bien comprobado, y este es uno de los obstáculos que presenta la enseñanza dada simultáneamente a cierto número de discípulos agrupados en una misma clase; para superarlos se necesitan mucho tacto y habilidad práctica, cualidades que ninguna teoría de educación puede darnos.

Las diversas adquisiciones intelectuales difieren entre sí por ciertos detalles secundarios, de los que nos ocuparemos después de haber estudiado a fondo las condiciones generales aplicables a todas. Entre estas adquisiciones, las que presentan el contraste más marcado, son aquellas que dependen de la inteligencia, de los sentimientos y de la voluntad. En el número de adquisiciones intelectuales, propiamente dichas, colocaremos las artes mecánicas, las lenguas, el mundo material, las ciencias y las bellas artes, con sus divisiones.

CIRCUNSTANCIAS GENERALES FAVORABLES A LA MEMORIA

La primera de estas circunstancias es el estado físico del individuo. Ya hemos tenido ocasión de hablar de esto a propósito de la fisiología, y también en nuestras observaciones sobre la facultad de discernir. El estado físico comprende la salud general, el vigor y la actividad del organismo en el momento de ejercerse la facultad, agregándole, como condición indispensable, que una porción suficiente de la alimentación, en vez de consagrarse exclusivamente a activar las funciones físicas, se dirija hacia el cerebro.

En interés de la actividad intelectual es necesario que el sistema muscular, el sistema digestivo y, en una palabra, todas las partes del organismo, se ejerzan en la medida que da al organismo entero su máximum de fuerza general, sin rebasar nunca los límites de esta medida. Todavía iríamos más largo si se tratase de los placeres del cuerpo, pero esto no es de lo que nos ocupamos. Un hombre debe, pues, ejercer sus músculos, alimentarse bien, dar a la digestión el tiempo de cumplir su tarea, y, por último, tomarse el reposo necesario, -todo por asegurar al entendimiento la mayor suma de fuerza posible, sobre todo si se trata del difícil trabajo de la educación.- El estado actual de nuestros conocimientos fisiológicos y medicales nos permite hasta indicar, para un caso dado, las proporciones razonables de cada uno de estos elementos.

Todo parece indicar que, bajo el punto de vista puramente físico, la producción de impresiones en el cerebro, aunque no sea jamás suspendida, está muy lejos de ser siempre igual. Todos sabemos que, en ciertos momentos, somos incapaces de recibir impresiones durables, mientras que en otros, nuestra sensibilidad se encuentra extremadamente exaltada. Esta diferencia no puede llevarse entera a la más grande energía intelectual; puede suceder que una considerable reserva de fuerza se destine a otros actos del entendimiento, como, por ejemplo, al cumplimiento de simples actos de rutina, y que no quede más que muy poco para retener nuevas impresiones; estamos en estado de leer, de conversar, de escribir, y de prestar atención a los ejercicios; podemos dejarnos llevar de nuestras emociones y seguir una ocupación dada, sin estar en estado de agregar nada a los hechos que posee nuestra memoria, o de adquirir nuevos conocimientos. Hasta las acciones en que tomamos parte, se olvidan al poco tiempo. ¿Qué hay, pues, de notable en la alimentación física de la propiedad plástica del cerebro? ¿En qué momentos esta propiedad está en la plenitud de su acción? ¿Cuáles son las cosas que la alimentan y la conservan de una manera especial?

Por más que este punto no se haya estudiado todavía suficientemente, los hechos ya conocidos parecen autorizarnos a afirmar que la función plástica o retentiva es la energía más elevada del cerebro, el colmo de la actividad nerviosa. Para arraigar una tendencia nueva, para poner una impresión en estado de bastarse a sí misma, y de reproducirse a voluntad, suponemos, con fundamento, que es necesario consumir más fuerza nerviosa que para toda otra especie de ejercicio intelectual. Los momentos propicios a la acumulación de los conocimientos por la memoria, a la formación de las costumbres y de nuevas adquisiciones son, pues, los del máximun de fuerza en reserva. Se necesita además un conjunto de circunstancias favorables en la manifestación más considerable de la energía cerebral, y entre otras, la actividad completa del organismo, unida a la ausencia de toda causa que pudiera rápidamente poner obstáculos.

Para probar lo que dejamos manifestado, nos serviremos del género de trabajo intelectual que parece ocupar el segundo lugar, relativamente a la energía cerebral que exige. El ejercicio de la facultad de raciocinar -la resolución de problemas nuevos, la aplicación de una regla a casos nuevos, el trabajo intelectual de las profesiones serias como, por ejemplo, la de derecho-, exige un esfuerzo de entendimiento considerable, y su facilidad depende del vigor del cerebro en el momento de dedicarse a él. Sin embargo, los trabajos de este género exigen menos fuerza que el trabajo de la memoria; podemos dedicarnos a ellos en los momentos en que nuestra memoria rehúse recibir impresiones nuevas y durables. En la vejez, en una edad en que no estamos ya en estado de adquirir conocimientos nuevos, podemos dedicarnos todavía, con éxito, a un trabajo de raciocinio; podemos estudiar cuestiones nuevas, inventar nuevos argumentos y nuevas pruebas, y también determinar lo que es necesario hacer en tal o cuál caso que no se había aun presentado.

La facultad de combinación presenta todos los grados, desde el vuelo más atrevido de la invención y de la imaginación, hasta el punto en que no se trata más que de repetir a la letra un texto ya conocido. Cuando un orador compone un discurso nuevo, ejercita más o menos la facultad de combinar; pero si recita oraciones y fórmulas, si lee un pasaje,esto ya no es más que una reminiscencia. Esta última forma de energía intelectual es la que exige menos esfuerzos; es posible hasta cuando el vigor cerebral esta en su grado mínimo. Cuando la facultad de adquirir no puede ejercitarse, la de combinar puede aun obrar; cuando la inteligencia no tiene ya fuerza para apartarse, por poco que sea, de la rutina ordinaria, la reminiscencia literal es todavía posible.

Otro trabajo intelectual al que podemos dedicarnos cuando tenemos gastada la facultad de adquirir por la memoria, es el de las averiguaciones y el de las notas. Para hacer averiguaciones y para tomar notas, se necesita cierto esfuerzo de atención que es imposible si el flujo nervioso no está bien desarrollado, pero sí, después que la energía cerebral se haya reanimado. Cuando el literato u hombre de ciencia no puede ya enteramente fiarse de su memoria para conservar los hechos nuevos que le presentan sus lecturas, sus observaciones o sus reflexiones, puede todavía buscarlas y tomar nota de ellas. Así, pues, en los momentos del día en que la memoria está menos activa, puede estudiar todavía con fruto, ayudado del cuaderno de notas.

Cuando no son las emociones ni violentas ni excesivas, pueden colocarse entre las acciones que exigen el menor gasto intelectual; podemos, pues, dedicarnos a ellas en momentos en que somos incapaces de verificar todo trabajo que sea más costoso, y sobre todo el de añadir algo a los conocimientos y a las aptitudes que ya poseemos. En esto, hay todavía diferentes grados, pero de una manera general; podemos decir que el amor o el odio, son actos para los cuales son suficientes los grados inferiores de la fuerza nerviosa, aunque sean imposibles para el entendimiento, llegado a los últimos límites de su aniquilación.

Este examen rápido de los gastos relativos de fuerza cerebral que lleva consigo el ejercicio de las diversas facultades intelectuales, nos permite juzgar de las horas, momentos y circunstancias más favorables al trabajo de la memoria. Puede admitirse que, en las primeras horas del día, la energía total está en su mayor altura, mientras que baja mucho por la tarde; así pues, la mañana es el momento más propicio para las adquisiciones intelectuales. Durante las dos o tres horas que siguen al desayuno, la fuerza del organismo está probablemente en su mayor grado; un reposo completo de una o dos horas, y después, una segunda comida, seguida de ejercicios físicos, cuando el trabajo ha sido sedentario, preparan el cerebro a un nuevo esfuerzo, que no vale, sin embargo, tanto como el primero, a no ser en la juventud; en fin, cuando la vivacidad de este segundo movimiento se haya gastado, podrá haber después otro descanso, una tercera fase de aplicación, pero con resultados muy inferiores a los de la primera, así como también a los de la segunda. En esta última fase, no debe emprenderse ningún trabajo importante de adquisición, pues es imposible poder contar mucho con la plasticidad del organismo; pero puede sacarse un buen partido de las facultades de combinar y de retener.

El orden regular del día puede, algunas veces, alterarse por circunstancias excepcionales; mas estas excepciones no hacen más que confirmar la regla. Si estamos sin hacer nada durante las primeras horas del día, nuestro entendimiento podrá, sin duda, estar más fresco y más dispuesto al trabajo por la tarde; pero esta aplicación tardía no recompensará la pérdida de las primeras horas: a medida que el día avanza, disminuye la energía nerviosa, por fácil que sea la tarea que nos hayamos impuesto. Podemos también en un momento cualquiera del día, determinar una explosión de energía nerviosa, por un esfuerzo perseverante y por una estimulación que hace afluir la sangre al cerebro, sin tener cuenta del tiempo y de las circunstancias; pero este esfuerzo entraña siempre una pérdida de fuerza y un cambio de funciones.

Regla general: Durante la estación del frío, el vigor llega a su grado máximo, siendo, por lo tanto, el invierno la mejor época para trabajar. Los resultados del trabajo durante la estación del calor, o sea el verano, son medianos.

Para darse cuenta del modo con el cual varía la plasticidad intelectual en las diferentes épocas de la vida, se podrían evaluar también las fuerzas totales del organismo en cada época, y buscar luego la parte de estas fuerzas puestas a disposición del cerebro; pero, como hay que tener aun cuenta de otras muchas circunstancias, preferimos no tratar ahora esta cuestión.

Muchos detalles de la economía de la facultad plástica tienen un lado físico y otro intelectual. Tales son, por ejemplo, los que se refieren a la tensión y al descanso de la atención, a los intervalos y a los cambios de ejercicios, a la regularización nerviosa y a otros puntos menos importantes. Todos estos detalles pertenecen, en realidad, al estudio de la función retentiva, pero creemos no deber considerarlos ahora, más que bajo su punto de vista puramente intelectual.

Toda la ayuda que el entendimiento suministra a la plasticidad pueden reducirse a una sola idea, la de Concentración. Toda adhesión, toda impresión producida en la memoria, toda tendencia comunicada al entendimiento, entraña también cierto gasto de fuerza nerviosa, tanto mayor cuanto más satisfactorio es el resultado. Para esto es indispensable apartar las fuerzas intelectuales de todo otro trabajo que pudiese perjudicar al primero; sobre todo es necesario compensar todo gasto excesivo de fuerzas que éste pudiera exigir.

Ante todo, es indispensable conocer bien las circunstancias que producen la concentración del entendimiento. Admitimos que las fuerzas intelectuales disponibles son suficientes, y buscamos los medios de darles una dirección conveniente. Ahora bien, es evidente que la voluntad es la principal influencia que interviene en igual caso, y ya sabemos que sus principales estimulantes son el placer y el dolor. Así es como se presenta la cuestión en primer término; mas lo que sabemos de psicología nos permite determinar estos elementos, todavía con mayor precisión.

La voluntad propiamente dicha, considerada como facultad activa o dirigente, es decir, el movimiento de los órganos de una manera determinada bajo la influencia de un móvil, es una facultad desarrollada por la cultura, muy imperfecta al principio, pero que se perfecciona con la práctica. Ningún estímulo puede determinar a un niño de un año a mover las manos sin titubear a señalar un objeto con el dedo, a tocarse la punta de la nariz, o a avanzar el hombro izquierdo. Los actos más elementales de la voluntad, el A. B. C. de todas las adquisiciones superiores, necesitan ser estudiados por procedimientos especiales y mientras no hayan hecho bastantes progresos para someterse a la influencia de un móvil, el maestro no tiene absolutamente ningún poder sobre la voluntad.

La cuestión no es poco importante para la práctica de la educación, puesto que nos indica el momento favorable para la instrucción mecánica, y los obstáculos con que, al principio, puede encontrarse, a pesar de la plasticidad con que el cerebro esté dotado. El principal trabajo para una clase infantil, debe ser la disciplina de los órganos, acostumbrándolos a seguir la dirección que el maestro les indique.

Si pasamos ahora a las influencias que favorecen la concentración, asignaremos el primer lugar al atractivo intrínseco, es decir, al placer causado por la acción misma. La ley de la voluntad, considerada bajo el punto de vista de su mayor poder, es que el placer siga el movimiento de aquello que lo produce. Toda la fuerza de que el entendimiento puede disponer, en un momento dado, se inclina hacia el ejercicio que causa el placer. El placer inmediato que obtenemos, estimula enérgicamente nuestros esfuerzos si estos contribuyen a prolongarle. Así es como una impresión se hace más profunda, una tendencia o una inclinación se halla confirmada, y que muchos actos se asocien entre sí por nuestra inteligencia: el sentimiento del placer que se produce al mismo tiempo, despierta la atención, dejando en el entendimiento un sello indeleble.

Para que el placer obre con toda la eficacia posible como estimulante de la voluntad, se necesitan dos cosas: prirnero, no debemos someternos en aquel momento a alguna rutina habitual de acciones voluntarias que desvien las fuerzas de la voluntad como lo haría, por ejemplo, un paseo en un jardín ameno; en segundo lugar, el placer no debe ser intenso ni tumultuoso. Puesto que un gran placer y un gran esfuerzo intelectual se excluyen mutuamente, no debe recurrirse nunca a un estimulante demasiado enérgico cuando se trata de obtener aquel de los resultados intelectuales que exige más fuerzas, es decir, la formación de aptitudes nuevas y duraderas. Un placer tranquilo y suficiente por un momento, con ausencia de toda gran tentación, es el mejor estimulante de nuestros esfuerzos para aprender. Si este placer aumenta poco a poco, será mucho mejor; un débil principio con un crecimiento regular, que no absorbe nunca mucho el entendimiento, es el mejor estimulante para las facultades intelectuales. Para agrandar aun más el campo de la estimulación, sin temor de llegar a un exceso perjudicial, podríamos empezar por el lado negativo; es decir, por el dolor o la privación, que haríamos poco a poco decrecer durante el curso del trabajo, hasta que fuese reemplazado por la alegría que causa un placer creciente. Todos los grandes educadores de la juventud desde Sócrates hasta nuestros días, han admitido la necesidad de someter primero al discípulo a un cierto grado de sufrimiento, hecho penoso seguramente, pero que es fuerza reconocer como una dura verdad. Además el sufrimiento juega en la educación un papel más importante aun que el que dejamos dicho, como podrá verse en el capítulo siguiente.

Una satisfacción moderaja, causada por el placer de aprender, es ciertamente el medio más agradable para cimentar la unión que queremos formar en el entendimiento. Expresamos ordinariamente esta ley, diciendo que el discípulo verifica su trabajo, de todo corazón y que aprende con amore. Este hecho es bien conocido, pero el error que contiene, consiste en aconsejar o querer imponer esta disposición a todos los discípulos y en todos los casos, como si pudiera remediarse, y no fuera una causa de gasto de fuerzas intelectuales. No puede el cerebro dar un placer excepcional sin hacerlo pagar caro.

En el número de los motivos de concentración de fuerzas del entendimiento, después del placer actual, sigue el placer en perspectiva, la adquisición de un conocimiento que, más tarde, nos ha de causar satisfacción. Este estimulante tiene toda la inferioridad que tolera la simple idea del placer comparada con la realidad. A pesar de esto, admite diferentes grados y puede ejercer una influencia considerable. Muchas veces, cuando algunos niños han estudiado bien, sus padres les recompensan de sus éxitos dándoles dinero; en este caso, la idea del placer es casi igual a la impresión que causaría un placer actual. Por otro lado, las promesas de fortuna y honor que la instrucción dará en un gran número de años, son pocas veces eficaces para determinar el entendimiento a aplicarse a tal o cuál estudio particular.

Examinemos ahora la acción del sufrimiento. En virtud de la ley de la voluntad, el sufrimiento nos hace retroceder ante lo que le causa. Rechazamos un estudio trabajoso, así como un estudio agradable nos atrae y nos retiene. El único medio de utilizar el sufrimiento como estimulante al estudio, es sacar de él la consecuencia de la negligencia o de la falta de ejecución del trabajo prescrito; encontramos entonces un placer relativo por cumplir con nuestro deber. Tal es la teoría de los castigos impuestos por falta de aplicación. Este móvil, es, bajo todos conceptos, inferior a los demás; y no hay que perder de vista esta inferioridad, cuando se recurre a él, como se ven obligados a hacerlo, con demasiada frecuencia, los maestros con la generalidad de los discípulos. El sufrimiento es siempre una pérdida de fuerza cerebral, mientras que el trabajo del discípulo necesita la totalidad de esta fuerza. El castigo no obra, pues, sino con una pérdida considerable, y esta pérdida crece más aun si llega hasta la fase del terror bien definido. Todos sabemos que, muchas veces, la severidad vuelve al discípulo completamente incapaz de verificar el trabajo que se le ha impuesto.

Sin adoptar ninguna de las teorías hechas a priori, sobre la cuestión de saber si es posible determinar el entendimiento humano al trabajo por un sistema ingenioso de lecciones recreativas, afirmamos, sin temor de equivocarnos, que si se tiene cuenta de las condiciones físicas, si no dan a los discípulos más que tareas que no sean mayores que sus fuerzas, si se les ayuda en una justa medida por preceptos inteligibles, aunque los castigos sean con frecuencia necesarios, no llegarán nunca a ser bastante fuertes para traer el desaliento y agotar la energía plástica. Las mismas observaciones se aplican exactamente al sufrimiento en perspectiva, teniendo en cuenta la diferencia que existe entre la realidad y la idea. Todo va bien cuando la perspectiva de castigo ejerce una influencia suficiente, pues las consecuencias que lleva consigo la negligencia en el trabajo para el porvenir, son tan variadas y considerables, que dispensan desde luego tener que recurrir a otro medio; pero como la inteligencia de los niños no tiene generalmente más que un sentimiento bastante débil del porvenir, lo mismo para el bien que para el mal, los castigos impuestos en el mismo momento, no pueden nunca reemplazarse más que por castigos muy próximos, muy inteligibles e inevitables.

Al estudiar el entendimiento humano, nos vemos obligados en muchos casos a establecer una distinción sutil entre el sentimiento del placer o el del sufrimiento, y la de una emoción que no es agradable ni desagradable. Establecemos la misma distinción para el objeto que nos ocupa. Existe una forma de concentración intelectual que ha recibido, con justicia, el nombre de excitación, y que no puede llamarse agradable ni desagradable. Un ruido violento, un choque repentino, un movimiento rápido de rotación nos conmueve, nos aviva, o nos excita; pudiendo tambien causarnos un placer o un sufrimiento; pero puede igualmente ser enteramente neutro; y hasta cuando hay placer o sufrimiento, existe una influencia distinta de la que ejercerían estos dos sentimientos por sí mismos. El entendimiento entra en aquel momento en un estado de excitación que excluye todas las demás ocupaciones intelectuales; lo que produce este estado nos absorbe, y no podemos sufrir las influencias exteriores más que cuando ha cesado. De aquí se deduce que la excitación es el medio por excelencia de producir una impresión, de grabar una idea en el entendimiento, y un estimulante esencialmente intelectual. Será inútil decir que en virtud de la ley de incompatibilidad de los dos modos de ser contrarios, la excitación no debe ser violenta ni bastante viva para causar una pérdida de fuerzas. En un grado moderado y en una justa medida, la excitación es idéntica a la atención, a la absorción intelectual, a la concentración de las fuerzas sobre la acción plástica, de manera que pueda conservar en estado de recuerdo el objeto que se halla en el foco intelectual. La excitación así definida no tiene ningún valor como fin, pero con mucho medio; y este medio contribuye al progreso de nuestro entendimiento, grabando en él un encadenamiento de ideas útiles.

Réstanos hablar de otra sutileza, la distinción de distinción. Después de haber opuesto el sentimiento de excitación al sentimiento de placer o sufrimiento, tenemos que separar los modos útiles de excitación de los que son inútiles y hasta perniciosos. La excitación útil es la que está limitada al objeto que se quiere grabar en el entendimiento; la excitación inútil, y peor que inútil, es la que se extiende al azar, sin referirse a nada particular. Es fácil producir esta última especie de excitación -estado vago, sin regla y tumultuoso-, que no puede servir para ningún fin determinado; pero hay que considerarla más bien como fuerza perturbadora que como medio de llamar y concentrar la atención sobre cualquier trabajo.

La verdadera excitación que conviene a un punto dado es la que nace de ese punto mismo, se liga y se limita a él. Así pues, la receta para producir este género de excitación, consiste en una aplicación continua del entendimiento en medio de una perfecta tranquilidad exterior. Limitad tanto como sea posible cualquiera otra acción de los sentidos, fijad la atención únicamente sobre la acción que se trata de aprender, y en virtud de la ley de persistencia nerviosa e intelectual, las corrientes cerebrales tomarán gradualmente más fuerza, hasta que hayan alcanzado el punto en que ya dejan de ser útiles. Este es el ideal de la concentración por la excitación nerviosa.

El enemigo de esta neutralidad tan deseable es el placer que viene de fuera; pues el entendimiento de un niño no puede resistir a la distracción de un placer momentáneo, ni a la idea de un placer lejano. Intencionadamente las ventanas de las clases están dispuestas de manera que los discípulos no puedan ver lo que pasa fuera; y también se suprime con intención todo lo que pudiera distraerles en el interior, por lo menos mientras dura la parte difícil de las lecciones. Un pequeño sufrimiento, o por lo menos el temor del sufrimiento, con tal que sea ligero, no es desfavorable a la concentración intelectual.

Fáltanos examinar un punto importante, el de la relación que existe entre la memoria y la facultad de discernir que ya hemos señalado, al hablar de esta. El estudio de esta diferencia nos hará comprender mejor todavía el verdadero carácter de la excitación que concentra las fuerzas, sin distraerlas ni disiparlas. El momento de un discernimiento delicado es aquel en que la fuerza intelectual domina; pues la emoción desdeña las distinciones sutiles, y vuelve al entendimiento incapaz de sentirlas. La tranquilidad de las emociones permite al entendimiento consagrar todas sus fuerzas a las acciones intelectuales en general, entre las cuales la acción fundamental es la percepción de las diferencias. Ahora bien, cuanta más energía mental podemos consagrar a la observación de una diferencia, mejor apreciamos esta diferencia y mejor se imprime en nosotros. El mismo acto que es favorable a la percepción de las diferencias, lo es también a la conservación de los hechos por la memoria. Es imposible separar estos dos fenómenos. Ninguna ley de la inteligencia está mejor establecida que la de la unión íntima entre la facultad de discernir y la de retener. Todos los fenómenos por los que nuestra percepción de las diferencias es grande -color, forma, sonido, gusto- son también los que mejor retiene nuestra memoria. Siempre que la atención puede concentrarse sobre un objeto de manera que nos haga sentir sus más pequeños detalles -lo cual es otra manera de expresar la percepción de las diferencias-, esta circunstancia hace una profunda impresión sobre la memoria, y ningún momento es más a propósito para grabar profundamente, en esta, un hecho cualquiera.

La perfección de la excitación neutra consiste, pues, esencialmente en la aplicación intensa de las fuerzas intelectuales a un acto o una serie de discernimiento. Si podemos obtenerla por un medio, cualquiera que sea, podemos estar seguros que las demás consecuencias intelectuales de este estado, vendrán a continuación. Es difícil y poco común para la infancia y la adolescencia llegar a conseguirla, porque las condiciones positivas y negativas de su más alto grado, se encuentran pocas veces reunidas. No obstante, es fácil averiguar cuáles son estas condiciones, y el estudio que acabamos de hacer no ha tenido otro objeto que el de indicarlas.

El placer y el sufrimiento no llenan solamente su función propia, que es la de dirigir las acciones voluntarias; obran también para producir una simple excitación, para reanimar la llama del entendimiento que hace más enérgicos todos los actos intelectuales, incluso las impresiones de la memoria. Afirmamos la distinción entre la excitación que concentra las fuerzas y la que las dispersa, entre la excitación que se inclina a un trabajo y la que se aparta de él. El placer, con tal que no sea demasiado grande, es un auxiliar más favorable que el sufrimiento; pero, por otra parte, este es un estimulante o un excitante más enérgico: bajo la influencia de un vivo dolor, las fuerzas se inclinan rápidamente hacia un objeto dado, hasta llegar al punto en que se pierden en vez de obrar de un modo útil. Esto nos conduce a la teoría de Sócrates, y al empleo de la Torpille para preparar al trabajo el entendimiento del discípulo.

Para darnos cuenta de la medida en que el dolor obra como estimulante de la inteligencia, nos basta recordar lo que hemos esperimentado muchas veces estando en el colegio. Todo discípulo que aprende una lección de memoria la repite varias veces con el libro, luego prueba a hacerlo sin él; de este modo, le sale mal y entonces se entristece; coge otra vez el libro, y prueba de nuevo a decirla sin él; sale también mal, y esta vez atormenta su memoria para recoger el hilo que ha perdido. El disgusto de estos percances y los esfuerzos que hace, estimulan las fuerzas intelectuales y avivan su atención seria y enérgicamente. Cuando el discípulo vuelve a coger el libro, su entendimiento está mejor dispuesto a recibir las impresiones necesarias; los anillos demasiado endebles de su memoria reciben una fuerza nueva y el éxito de la última prueba demuestra la eficacia de la disciplina impuesta al entendimiento.

No nos queda que hacer más que una observación, para terminar este estudio de las condiciones de la plasticidad: la facultad de discernir y la memoria reciben la misma ayuda de la rapidez y de la vivacidad de las transiciones. Se dice generalmente que todo cambio vivo y brusco produce una impresión fuerte, así pues, esto se aplica igualmente a la facultad de discernir que a la de retener. Los límites vagos, poco marcados, y mal definidos pueden, pocas veces, distinguirse, y los objetos a que se aplican, escapan a la memoria. Esta consideración presta muchas veces, grandes servicios a los que se ocupan de la educación.

LA SEMEJANZA O IGUALDAD

Creemos no exagerar, ni hacer una comparación inexacta si decimos que esta facultad es la fuerza de gravitación del mundo intelectual. Para la comprensión, la percepción de semejanzas es tan importante como la fuerza plástica representada por la retentividad o memoria. Los métodos que deben seguirse para llegar a la mayor altura de la ciencia general están fundados en las circunstancias que acompañan al reconocimiento de cosas semejantes en medio de otras desiguales.

A pesar de la variedad que presenta el mundo tal como le conocemos, variedad que se dirige a nuestra percepción de las diferencias, presenta también muchas repeticiones o semejanzas y, por consiguiente, unidad. Existe un gran número de matices de los mismos colores, que nuestra vista sabe distinguir entre sí, y sin embargo, el mismo matiz se reproduce a menudo a nuestra vista. Existen muchas formas variadas -forma redonda, cuadrada, espiral, etc., etc., que distinguimos perfectamente cuando se encuentran opuestas unas a otras, y al mismo tiempo vemos tal o cual forma volver a parecer. A primera vista, este hecho parece no tener importancia; el punto principal consiste en evitar que se confundan los objetos diferentes -lo azul con lo morado, el círculo con la elipse; si lo azul vuelve a presentarse, debemos reconocerle como lo hemos hecho ya.

Obrando así, nos apresuramos mucho, sin tener en cuenta una consideración esencial. Lo que da al principio de semejanza una posición predominante, es la diversidad que le acompaña. La forma redonda de un anillo o de una moneda, se nos viene a la memoria cuando vemos la luna llena, mientras que las circunstancias que acompañan a esta forma redonda, nos ofrecen diferencias que es indispensable comprobar. Más, a pesar de estas diferencias, es muy importante reconocer la igualdad que existe entre diferentes objetos, bajo el solo concepto de la propiedad que se conoce con el nombre de redondez.

Cuando una impresión hecha en cierta situación se repite en otra diferente, la última nos hace recordar la primera, a pesar de la diferencia que existe entre las dos; puede decirse que esta llamada a nuestro recuerdo es un nuevo género de choque o avivamiento de la conciencia, al cual daremos el nombre de choque de esclarecimiento de la identidad entre la diferencia. Un pedazo de carbón y otro de madera son diferentes; ahora bien, si los metemos en el fuego, el uno y el otro se hacen áscuas, dan calor y se consumen. Este es un punto de semejanza que determina una impresión durable, relativamente a estos dos objetos. De cosas de este género se compone la mitad de lo que nosotros llamamos Conocimiento.

Siempre que una diferencia existe, debemos conocerla, y también cuando hay igualdad. Desconocer estos dos casos sería estupidez. Nuestra educación sigue estas dos líneas a la vez, y si el maestro nos auxilia, debe hacerlo para la una lo mismo que para la otra. Ya hemos indicado los artificios que favorecen la percepción de las diferencias, y las influencias que se oponen a ella; casi todo lo que hemos dicho relativamente a este punto, se aplica también al de las semejanzas. Cuando se trata de reconocer las semejanzas en medio de las diferencias, ciertos caso son fáciles, pero en otros, el entendimiento necesita ayuda.

Indicaremos de nuevo, para la percepción delicada de las semejanzas, la oposición que existe entre los actos intelectuales y las emociones. Solo en la ausencia de toda emoción, los ejercicios intelectuales del orden más elevado son posibles. Este hecho debe poner a los maestros en guardia contra el empleo demasiado frecuente de los castigos, así como también contra el placer y toda otra emoción; además, sacaremos otra consecuencia más clara todavía.

Abordaremos en seguida el problema de los conocimientos generales que son los que al entendimiento le cuesta más trabajo aprender. Una idea o una verdad general es un hecho que se representa en medio de diferentes circunstancias. La palabra calor, por ejemplo, sirve para nombrar uno de estos hechos generales. Existe un gran número de objetos distintos, enteramente diferentes unos de otros, pero que se asemejan todos en que determinan la sensación que llamamos calor, el sol, el fuego, una lámpara, un animal vivo. La inteligencia discierne la semejanza a pesar de todas las diferencias entre estos objetos, y por este discernimiento llega a una idea general.

Ahora bien, la piedra de toque para el esfuerzo generalizador del entendimiento es la presencia de las diferencias individuales. Puede suceder que estas diferencias sean débiles e insignificantes, y también, que sean grandes. Si comparamos dos fuegos entre sí, nos llama la atención su semejanza, y las diferencias que pueden presentar bajo el concepto del tamaño, de la intensidad, del combustible, no son bastantes para hacernos perder de vista su semejanza. Por el contrario, la extrema desigualdad que existe entre un rayo de sol y un montón de estiercol en fermentación, perjudicará altamente a la percepción del punto de semejanza entre estos dos objetos; muy a menudo esta lucha entre la semejanza y la diferencia nos hace desconocer aquella, y retarda el descubrimiento de las verdades más importantes.

El método de yuxtaposición puede servir para descubrir las semejanzas, así como también las diferencias. Podemos reunir las propiedades comunes a los cuerpos que se trata de comparar, para hacer resaltar mejor su semejanza. Este resultado se obtiene, sea por la aproximación de los objetos, como sucede cuando se buscan las diferencias, sea por su contacto simétrico, como cuando comparamos las dos manos sobrepuestas, pulgar sobre pulgar, y los dedos meñiques juntos. Las yuxtaposiciones simétricas tienen la ventaja de demostrar a la vez las semejanzas y las diferencias. La generalidad de este método es muy grande, y es uno de los medios artificiales más poderosos de instrucción que pueda emplear un maestro.

La acumulación de un gran número de ejemplos es indispensable para grabar un hecho general del entendimiento. Sólo demostrando muchas veces en qué consiste la semejanza, y aislando este punto de todo lo que pudiera distraer el entendimiento, puede proporcionarse una impresión suficiente de una idea general importante. No queremos examinar aquí los diversos obstáculos que hay que superar cuando se sigue este método, ni exponer las razones que impiden aplicarle a las cuestiones más importantes; diremos, solamente, que el interés que se liga a los casos particulares, desvía constantemente la atención, y que el maestro, así como también el discípulo, ceden algunas veces a esta seducción.

La percepción de las semejanzas nos proporciona todavía estos servicios, llegando a ser un auxiliar poderoso para la memoria. Cuando tenemos que aprender una lección completamente nueva, nos vemos obligados a grabar todas sus partes en nuestro cerebro por la plasticidad de este órgano, y se necesita cierto tiempo para cimentar y madurar todas sus impresiones. Si, por el contrario, la lección dada contiene partes ya conocidas por nuestro cerebro, escusamos el trabajo de estas partes, y no aprendemos más que lo nuevo. Cuando sabemos todo lo que se refiere a una planta, podemos fácilmente conocer lo concerniente a otras plantas de la misma especie o del mismo género; pues no nos resta más que estudiar los puntos por los cuales se diferencian de la primera.

Se conoce en seguida la importancia de este hecho por el desarrollo del entendimiento. Una vez adquirido cierto número de conocimientos -artes manuales, lenguas, dibujo-, nada de lo que se presenta es absolutamente nuevo para nosotros, y el número de los objetos que pueden ser nuevos, decrece a medida que aprendemos más. La plasticidad del cerebro está muy lejos de acrecentarse con los años; pero la facilidad con la cual adquirimos conocimientos nuevos va siempre creciendo porque, en el fondo, estos conocimientos son tan poco nuevos, que las relaciones cerebrales que deben establecerse, se reducen a muy poca cosa. El aire más original que pueda componer el genio musical será inmediatamente aprendido por un músico instruido.

Este hecho tan importante se manifiesta continuamente en la práctica de la enseñanza. El maestro puede ayudar y guiar al discípulo en los casos en que no percibe éste la semejanza que existe realmente; debe también preguntarle que indique en qué medida un ejercicio nuevo contiene hechos ya conocidos. Los obstáculos y los medios de triunfar, ya los hemos indicado. Cuando los puntos son complejos, se recurre a una aproximación regular, y puede suceder que tengamos que combatir el atractivo que presentan los casos particulares.

Cuando los maestros, para grabar mejor los hechos en la memoria de los discípulos, les hacen establecer las relaciones de causa y de efecto, de medio y de fin, de antecedente y consecuente, tratan de establecer la igualdad que existe entre estos hechos y las impresiones anteriormente adquiridas.

FACULTAD DE COMBINACIÓN

En muchas partes de la educación, el esfuerzo que debe hacerse no consiste sólo en grabar en nuestra memoria los hechos presentados al entendimiento, pero sí en hacernos ejecutar alguna operación nueva, algo que no habíamos podido hacer nunca. Tales son, por ejemplo, nuestros primeros ensayos para hablar, escribir y aprender un arte mecánico o manual. Sucede tambien lo mismo para los actos intelectuales de orden superior, por ejemplo, cuando tratamos de hacer pasar por nuestra imaginación lo que nunca hemos visto. No incluiremos, sin embargo, entre estos actos intelectuales, la invención o el descubrimiento, porque la cultura de la facultad creadora no está incluida en el objeto que nos ocupa.

La psicología de la facultad de combinar es sumamente sencilla. Ciertas condiciones fundamentales se encuentran en todos los casos, y observando estas condiciones como maestros, podremos prestar todo el auxilio posible a los discípulos que luchan contra las dificultades.

La facultad de combinación supone necesariamente objetos que combinar, facultades ya adquiridas que ejercer, dirigir y combinar de un modo nuevo: por ejemplo, para bailar, antes es preciso andar; es preciso articular sonidos simples, antes de pronunciar palabras; antes de formar letras, es preciso hacer curvas y trazos; para representar en nuestra imaginación un jardín, es preciso pensar primero en árboles, arbustos, flores y verduras.

La consecuencia práctica de este principio es evidente e incontestable; se aplica a la educación en general, y no ha podido nunca ser descuidada, por más que nunca ha dado todo el fruto que era de esperar. Antes de empezar un ejercicio nuevo, tenemos que llegar a él gradualmente por la práctica de los ejercicios preliminares o preparatorios. En los ejercicios más materiales tales como los de la palabra y de la escritura, los percances que ocurren vienen a menudo a llamar la atención de los maestros sobre la observación de este principio; al contrario le perderán de vista cuando las fases sucesivas de un trabajo sean demasiado sutiles para ser comprendidas; por ejemplo, cuando se trata de explicar alguna doctrina científica.

Cuando queremos hacer una combinación nueva, es preciso que tengamos una idea clara del resultado que se trata de conseguir; es necesario también que tengamos los medios de poder juzgar de la medida en que lo hemos logrado. El niño que aprende a escribir, tiene un modelo delante de él; el soldado en las filas, mira a su jefe que le sirve de modelo, o escucha la voz del sargento instructor. Siempre que tenemos ante nosotros un modelo claro e inteligible, tenemos grandes probabilidades de copiarlo bien; si, por el contrario, nuestro modelo es confuso e indeciso, titubeamos y no conseguirnos nada bueno. El maestro que nos guía, aprueba y desaprueba, tendrá que ser un hombre de juicio sólido que esté siempre conforme consigo mismo, porque sino, si es hoy de un parecer, y mañana de otro, no conseguirá más que desconcertarnos y perdernos.

Todos los modelos tienen el defecto de contener ciertos rasgos particulares de su autor, hijos del ideal que presidía en él al hacerlos. Cada maestro nos comunica inevitablemente su manera, y desgraciadamente, muy a menudo, los discípulos no cogen del maestro más que aquella porque es generalmente más fácil acostumbrarse a ella, que asimilarse a lo que hay verdaderamente bueno en la enseñanza. El remedio, en estos casos, consiste en comparar entre sí, cierto número de buenos modelos, como un capitán de navío compara entre sí los diferentes cronómetros que posee.

Cuando seguimos un modelo cuya perfección es demasiado exacta para que podamos alcanzarla -por ejemplo, cuando un niño copia un modelo grabado de escritura-, necesitamos un segundo juicio para saber si nuestras faltas son graves y fundamentales, o solamente ligeras e inevitables. La intervención y experiencia del maestro podrá guiarnos por una vía parecida a la luz de la aurora, cuya brillantez va aumentando poco a poco hasta la salida del sol, o podrá dejarnos en una perplejidad desesperante. La verdadera misión del maestro es hacernos conocer nuestras faltas, en qué consisten, y por qué lo son.

El único medio de llegar a una combinación nueva es seguir probando con perseverancia hasta conseguirla. La voluntad determina ciertos movimientos que dejamos de ejecutar si no nos dan el resultado apetecido; hacemos otros nuevos, y los repetimos hasta conseguir la combinación deseada. Probar y equivocarse son los medios de adquirir facultades nuevas; ahora bien, si las condiciones que acabamos de exponer se encuentran llenas, menos numerosas serán las tentativas infructuosas. Si nos han guiado convenientemente para una combinación cualquiera, y tenemos una idea clara del fin que deseamos obtener, con pocas tentativas tendremos bastante: la supresión rápida de todo movimiento falso nos conducirá más pronto al movimiento verdadero.

La adquisición de una nueva combinación manual -escritura, natación, artes mecánicas- exige un verdadero esfuerzo de nuestras facultades, y para conseguirlo, es necesaria la reunión de todas las circunstancias favorables que hemos indicado a propósito de la facultad retentiva. Vigor y actividad del cuerpo y del entendimiento, abstinencia de distracciones y de emociones vivas ajenas a aquello de que nos ocupamos, y esperanza de buen éxito, son las circunstancias que necesitamos reunir cuando queremos realizar una combinación difícil. Por el contrario, la fatiga, el temor, la agitación, y en una palabra, todas las emociones que gastan las fuerzas, nos hacen perder las probabilidades de éxito.

Sucede, muchas veces, que nos vemos obligados a interrumpir nuestros esfuerzos, pero los resultados de la lucha no se pierden enteramente por esto, evitándonos por lo menos ciertas direcciones y limitando así el círculo de nuestras tentativas para la próxima ocasión. Después de repetir dos o tres veces estas tentativas separadas por intervalos de reposo, si no llegamos a la combinación que nos proponemos, será una prueba de que nos falta algún ejercicio preparatorio, y será preciso volver a repetir aquellas para abordar mejor la cuestión. Puede suceder también que hayamos aprendido los movimientos preliminares, pero que no lo hayamos hecho de una manera bastante firme y segura para ejecutarlas en una combinación.

DE LA ALTERNATIVA Y DE LA REMISIÓN DE LA ACTIVIDAD

En la marcha ordinaria de la educación, los discípulos se ocupan a la vez de muchos ramos distintos, de manera que, en un mismo día, pueden tener que estudiar tres, cuatro, o más asignaturas.

He aquí los principios que deben seguirse para la alternativa y la remisión de los diferentes modos y ejercicios y de aplicación del entendimiento:

El sueño es el único estado en que el entendimiento y el cuerpo suspenden completa y absolutamente todo gasto de fuerzas, y esta suspensión es tanto mayor cuanto más tranquilo es aquel. Todo lo que abrevia el tiempo de duración del sueño, le agita y le turba, es una pérdida de fuerzas.

Mientras estamos despiertos, podemos dejar de hacer tal o cual trabajo con un reposo del organismo más o menos completo. La comida, por ejemplo, es la mejor distracción del trabajo; cambia el curso de las ideas, atendiendo al reposo del cuerpo.

El ejercicio físico o muscular, cuando alterna con el trabajo intelectual sedentario es, en el fondo, un modo de remisión acompañado de un gasto de fuerzas necesario para establecer el equilibrio de las funciones físicas. Hay un exceso de sangre al cerebro: pues se combate con el ejercicio muscular. Se paralizan los tejidos: pues el ejercicio muscular es el mejor medio de volverles su actividad; pero, observaciones exactas nos permiten apreciar que estos dos efectos saludables cesan de serlo si proviene la fatiga, porque todo ejercicio muy prolongado no deja reposo al organismo y le aniquila.

El punto verdaderamente importante, para nosotros, es saber lo que ganamos con dejar una ocupación para tomar otra. Para responder a esta cuestión, es preciso tener en cuenta muchas consideraciones.

Es necesario que el primer ejercicio no se prolongue hasta el punto de producir un cansancio general. Un niño, que hace por la mañana un fuerte ejercicio muscular, no está bien dispuesto para recibir una buena lección de aritmética. Los ejercicios musicales extremados prohíben empezar inmediatamente otro estudio.

La adquisición de tal o cual estudio especial puede tener bastante importancia para consagrarle toda la plasticidad de nuestro organismo.

Cuando las corrientes cerebrales persisten en seguir el mismo camino, esto, en el fondo, no es más que otra forma de aniquilamiento.

Todo estudio nuevo y difícil presenta ciertas fases en las que puede ser bueno concentrar la mayor energía del día. En general, la mayor energía corresponde a la primera parte del día; pero, cualquiera que sea la dificultad especial de que se trate, sería bueno aflojar un poco en los demás estudios serios o penosos, hasta que aquella haya sido superada. No decimos por esto que se abandone absolutamente todo lo demás, pero que hay, en todos los estudios, largos ratos en que parece hacerse algo, y no se hace en el fondo más que repetir los esfuerzos ya conocidos. El maestro debe concertar los momentos de mayor tensión sobre uno de los puntos, con los de remisión sobre los demás.

Casi ningún estudio o ejercicio es de complicación y variedad bastante grandes para exigir el empleo de todas las fuerzas del organismo; de donde se deduce que, en nuestros cambios de ejercicios intelectuales, debemos preferir aquellos que menos facultades dejan en la inacción. Este principio se aplica necesariamente a todas las operaciones del entendimiento -adquisición, producción, placer-; teniendo en cuenta que no debemos dejarnos engañar por una simple apariencia de diversidad.

Indicaremos las diferencias de objetos que dejan descansar el entendimiento al pasar de uno a otro.

Muchos cambios no son, en el fondo, más que una simple remisión del esfuerzo intelectual. Cuando pasamos de un trabajo serio y difícil a otro fácil, el placer que nos causa el cambio es debido, no a la naturaleza del nuevo trabajo, pero sí al alivio que causa la cesación del primero. Cuando se quiere disminuir la tensión de las facultades, es mejor darles, por algún tiempo, un trabajo fácil que dejarlas ociosas.

La sustitución del juego al trabajo ofrece la doble ventaja del ejercicio de los músculos de una reacción agradable. Reemplazar una ocupación simplemente laboriosa por otra que gusta, es gozar realmente de la vida. Pasar de la violencia a la libertad, de la oscuridad a la luz, de la monotonía a la variedad, de la privación a la abundancia, es pasar del sufrimiento al placer. Este cambio, recompensa efectiva del trabajo, es también la renovación de las facultades que nos hace capaces de soportar nuevas fatigas.

Estrechemos aun mas el círculo de esta dificultad, y demos un ejemplo que haga comprender el género de cambio que puede tener lugar sin que cese el estudio, de modo que aliviando la inteligencia, no quede, sin embargo, inactiva. El estudio presenta, en general, dos fases distintas, la de observación y la de ejecución. Si se trata de ejercicios de viva voz, primero escuchamos y después repetimos; para los ejercicios manuales, miramos el modelo y después le reproducimos. Luego el verdadero secreto, la economía de fuerzas intelectuales, es saber proporcionar convenientemente la duración de estas dos fases. Si prolongamos demasiado la tensión de entendimiento que exige la observación, perdemos la energía necesaria para obrar, y además nuestro entendimiento recibe más de lo que puede absorber. Por otro lado, la observación debe durar lo bastante para poseernos de la impresión que debemos recibir, y es preciso que la impresión recibida sea en una cantidad tal que merezca la pena de volver a reproducirse.

Cuando se trabaja teniendo a la vista un modelo del que se puede disponer a voluntad, se aprende la justa proporción que debe establecerse entre la observación y la ejecución. Por el contrario, si el profesor determina la proporción entre estos dos actos, está muy expuesto a pecar por exceso, que es lo que ordinariamente sucede, y también por defecto, en cuyo caso no avivará bastante la energía intelectual de los discípulos.

Cuando una combinación difícil se ha efectuado, lo más importante está resuelto; pero la adquisición no está todavía completa: queda todavía que repetir y practicar los conocimientos adquiridos, para hacerlos fáciles y asegurar su conservación. La tarea es relativamente fácil, y es la de un soldado que ha cumplido su primer año de servicio. Sin embargo, todavía queda algún trabajo plástico que efectuar, pero que ya no exige el mismo gasto de fuerzas que en las primeras luchas. Cuando se ha llegado a este punto, son ya posibles otras adquisiciones intelectuales, y sólo entonces es el verdadero momento de trabajarlas. Es evidente que, al discípulo, le causa verdadera alegría pasar de un trabajo ímprobo y desconocido a otros ejercicios que ha practicado ya, y que no tiene más que seguir grabando en su entendimiento.

Antes de ocuparnos de los diversos estudios nuevos para los que es necesaria la alternativa, no estará de mas decir algunas palabras de las dos diferentes facultades intelectuales que nosotros llamamos memoria y juicio. Estas dos facultades son tan distintas bajo todos conceptos, que el paso de la una a la otra es un verdadero cambio. La memoria es casi idéntica a la facultad retentiva o plástica que se considera como aquella cuyo ejercicio entraña mayor gasto de fuerzas para la inteligencia y para el cerebro. Por otra parte, la acción del juicio puede muy bien no ser más que el ejercicio de la facultad de discernimiento; puede ser también una percepción de semejanza e identidad; y por último, un acto de combinación.

El juicio es la facultad de nuestro entendimiento que saca partido de las impresiones ya existentes, y que está en oposición con aquella que aumenta el número de estas impresiones. La más seductora y la más productiva de todas nuestras facultades intelectuales es la de la percepción de las semejanzas que nos permite remontarnos de lo particular a lo general, reconocer la unidad en la variedad y dominar la multiplicidad de la naturaleza, en vez de dejarnos dominar por ella.

Todavía hay mucho que decir para demostrar completamente la naturaleza de la oposición entre los actos intelectuales que dependen de la memoria, y aquellos que dependen del juicio. Las lenguas y las ciencias representan bastante bien esta oposición, bien que el estudio de las lenguas no excluye el ejercicio del juicio, y que las ciencias exigen el de la memoria; pero, para las lenguas, ponemos siempre en juego la retentividad, y para las ciencias el punto principal es reconocer la unidad en la variedad. Así es que el paso de uno de estos estudios al otro, presenta una diferencia y un cambio verdaderos para el entendimiento; solo que, en la infancia, el papel más importante pertenece a la memoria maquinal, que obra entonces con más facilidad que la otra facultad, por razones que son fáciles de adivinar.

Podemos ahora examinar cuales son los estudios que constituyen los mejores cambios o variaciones, para aflojar el entendimiento sobre un punto, permitiendo avanzar en otro. Para los ejercicios musculares, distinguimos varias regiones distintas: el cuerpo en general, la mano, la voz para los sonidos articulados, y la voz también para el canto. Pasar de una de estas regiones a otra, es un cambio casi completo. Además, bajo el punto de vista del sentido que ejercemos, podemos hacer trabajar alternativamente la vista y el oído, lo que proporciona otro cambio completo; y también el trabajo de cada órgano puede ejercerse sobre fenómenos distintos: el ojo percibe igualmente los colores y las formas; y el oído, la música y los sonidos articulados.

Otro cambio que hace reposar el entendimiento es el paso de la lectura de un libro o de una lección oral al examen de objetos concretos, lo que tiene lugar casi siempre en las ciencias de observación y las ciencias experimentales. Este cambio es casi tan grande, como cuando se pasa de un punto abstracto como las matemáticas, a una ciencia concreta y experimental, tales como la botánica o la química. El cambio es más grande aun si se pasa del mundo material al mundo intelectual; pero, en este caso, estamos expuestos muy a menudo a engañarnos por las apariencias.

Hemos dicho, con razón, que la aritmética hace descansar el entendimiento después de cierto tiempo consagrado a la lectura y a la escritura; en efecto, el esfuerzo de la inteligencia y la dirección que se le imprime podrá hacer los cálculos y resolver los problemas, son bien diferentes de los que exige una lección de lectura. Consideramos, con justa razón, las matemáticas como el trabajo más difícil y el de menos atractivos para la generalidad de los entendimientos, y sin embargo, puede haber ocupaciones que las hagan aceptar como un descanso agradable. Conocemos eclesiásticos que, para descanso de los deberes de su ministerio, se entretienen en resolver problemas de álgebra y de geometría.

El estudio de las bellas artes es siempre una ocupación agradable, sea porque pone en juego los órganos sensibles a los colores, sea porque da un sentimiento de placer que en los demás estudios apenas es notable. La parte más seductora de la educación moral tiene cierta relación con las artes; pero sus ejercicios más serios son una necesidad penosa, y no un descanso de otra ocupación.

Los cuentos, los incidentes conmovedores y los objetos de un interés general, sirven sobre todo de recreo y son fuentes de placer. Considerados bajo otro punto de vista, forman parte de uno de los estudios principales, y dependen de la memoria, del juicio, o de la facultad de combinación; en este caso, deben tratarse en consecuencia.

La educación física, las bellas artes -que son en conjunto una reunión de alternativas-, las lenguas, las ciencias, no nos presentan una lista completa de todas las adquisiciones intelectuales; pero, nos indican los principales géneros de estudios, cuya sustitución de uno a otro hace descansar el entendimiento y favorece la economía del conjunto de sus fuerzas.

Como ya dejamos dicho, cada uno de estos estudios admite cambios de actitud y de ejercicio: después de haber escuchado, se repite; después de haber aprendido una regla, la aplicamos a casos nuevos; en fin, de una manera más general, después de saber, practicamos.

El paso de una lengua a otra, que no es más que un cambio en la naturaleza de las impresiones, es un cambio de trabajo que proporciona menos descanso que los otros, sin dejar por esto de ser positivo. Lo será sobre todo, si los ejercicios no son iguales en las dos lenguas, porque después de haber aprendido una lista de palabras latinas por la mañana, aprender por la tarde otra de palabras alemanas no proporciona ningún descanso.

Cuando pasamos de una ciencia a otra, puede suceder, como dejamos dicho ya, que el cambio sea muy grande o muy insignificante. De la botánica a la zoología no hay más que una diferencia de objeto material, sin cambio en la forma de trabajo. En las matemáticas puras y las matemáticas mixtas sucede absolutamente lo mismo.

Pasar del álgebra a la geometría no da más que un reposo insignificante, de la geometría a la trigonometría y a las secciones cónicas, no procura descanso a ninguna facultad.

Ciertos pequeños cambios dan un verdadero descanso, y no se deben despreciar. Variar de profesor -admitiendo que los dos enseñen bien, es un reposo sencillo y agradable; hasta el cambio de habitación, de sitio, de postura, es un remedio contra el cansancio, y facilita los esfuerzos ulteriores. Un discípulo fatigado encontrará placer, si no puede cambiar de estudio, al menos en cambiar de libro.

En los colegios alemanes, donde las reglas son severas, y se exige a los discípulos un trabajo considerable, les permiten dedicar un día de la semana a los estudios que prefieren.

Algunos estudios presentan aspectos tan diversos que parecen encerrar los elementos de una ocupación suficientemente variada: tales son la geografía, la historia y la literatura, cuando se estudian bajo el doble punto de vista del conocimiento de los hechos y de la manera de expresarlos. Sin embargo, esta variedad no es una cosa absolutamente deseable. Sería necesario que la parte analítica de la ciencia de la educación descompusiera estos estudios complejos en sus elementos constituidos, y examinara no solamente la parte que cada uno de estos proporciona a nuestra cultura intelectual sino que también las ventajas y desventajas que presenta su mezcla.




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Capítulo IV

Las emociones morales


Ideas de placer o de sufrimiento aplicadas a los objetos.- Condiciones especiales de los recuerdos agradables.- Los movimientos apasionados y violentos.- Distinción entre la educación moral y los móviles del deber.- Repugnancia por el mal.- ACCIÓN DE LOS MÓVILES.- 1º LOS SENTIDOS.- Los castigos y la sensibilidad.- Sufrimientos musculares; sufrimientos nerviosos; hastío.- Privación de alimento.- Castigos corporales.- 2º Las EMOCIONES.- El terror.- El temor no acompaña siempre al sufrimiento.- Inconvenientes del temor empleado como medio de acción.- Los móviles sociales.- Conjunto de sentimientos sociales.- Sus formas más intensas no son convenientes para la educación.- De qué modo puede la sociabilidad excitar al trabajo.- Influencia de la multitud sobre el individuo.- Los sentimientos malos y antisociales.- Necesidad de reprimir la cólera y la crueldad.- Ejercicio legítimo de las malas pasiones.- Los castigos reales y los imaginarios; la mofa; los juegos.- La cólera como medio de disciplina.- El sentimiento del poder.- Poder real y poder imaginario.- Su importancia como móviles.- Los sentimientos de personalidad.- Complacencia y estima por sí mismo.- Amor a las lisonjas o a la admiración.- Medida que debe observarse en las alabanzas.- Vituperación; censura.


Puede decirse que la educación moral es la que presenta las mayores dificultades; para emprenderla, es necesario primero estar al corriente de todo lo que sabemos sobre las leyes que rigen los sentimientos y la voluntad. Los sentimientos y la voluntad tienen ciertas fuerzas que preexisten a toda cultura, y además la cultura, hace que adquieran otras nuevas; pero la imposibilidad de medir de una manera rigurosa la intensidad de los sentimientos y de las emociones, hace muy difícil la apreciación exacta de los efectos de estos dos géneros de fuerzas.

Las leyes generales de la retentividad se aplican igualmente a las emociones. La repetición y concentración intelectual son indispensables para que el entendimiento llegue a aplicar a un objeto, una idea de placer o de sufrimiento; pero los caracteres particulares de las emociones exigen que añadamos algo a lo dicho ya anteriormente. Tal vez el mejor medio de sacar a luz los puntos sobre los que queremos insistir, es indicar los sentimientos que dependen de la facultad emocional y de la voluntad que llaman, sobre todo, la atención de todos los que se ocupan de educación.

Citaremos primero la asociación de una idea agradable o desagradable con los diferentes objetos que nos han rodeado durante nuestros momentos de dicha o de sufrimiento. Todo el mundo sabe que miramos con placer los objetos, antes indiferentes, que hemos visto a menudo en momentos felices. Entre los ejemplos más conocidos de este sentimiento, podemos citar las ideas que aplicamos a tal o cual lugar: si nuestra vida es feliz, nuestro cariño hacia los lugares que habitamos y a todo lo que los rodea, va siempre en aumento; no los dejamos sino con mucha pena, y cuando tenemos algún día de libertad, le aprovechamos para volver a reconocer con placer y alegría aquellos lugares, por tanto tiempo testigos de nuestra dicha pasada. Debemos contar también entre los sentimientos adquiridos, las ideas que aplicamos a los objetos que han servido para nuestras ocupaciones, para nuestros gustos, y para nuestros trabajos. Nuestros muebles, útiles, armas, antigüedades, colecciones, libros, cuadros; en una palabra, todo lo que nos rodea, adquiere por los sentimientos que les aplicamos un precio que nos hace soportar mejor el hastío de la vida. La naturaleza esencial de la afección, y lo que la distingue de la emoción, es ser la confirmación y el crecimiento del cariño que, al conocerle, nos inspira un objeto cualquiera. A medida que nuestros conocimientos van adquiriendo extensión, establecemos numerosas asociaciones de sentimientos con cosas puramente ideales, por ejemplo con lugares, personajes, o incidentes históricos. Nos basta indicar aquí como aumentando todavía el vasto campo de los sentimientos adquiridos, las ceremonias, los ritos y las formas que juegan tan gran papel en la vida. El problema de la distinción entre los efectos primitivos y los efectos derivados, no es otro que la apreciación exacta de los placeres adquiridos.

Cualquiera que se ocupe de educación, no puede prescindir de echar una mirada de codicia sobre el campo que se abre aquí, y que presenta a su arte un cuadro tan seductor. Es el dominio de las posibilidades indefinidas, tan agradable para los entendimientos que ven todo de color de rosa.

¡Qué encantadora perspectiva hacer la educación valiéndose únicamente de combinaciones de ideas agradables! Sidney Smith ha dicho con justicia: «Si durante la infancia, hacéis felices a los niños, les aseguráis a los veinte años la idea del grato recuerdo de aquella». Esto se aplica evidentemente a la vida de familia; pero puede realizarse también en la vida de colegio, y algunos espíritus entusiastas han llegado hasta suponer que el colegio puede estar de tal manera organizado que haga olvidar una vida de familia que hubiera sido, tal vez, desgraciada.

No sólo se necesitan muchos días para establecer estas dulces asociaciones de ideas, sino que también muchos años. Sería apartarnos de la consecuencia natural de las ideas, si no llamáramos la atención de nuestros lectores, sobre la rapidez tan diferente con la que se establecen las asociaciones de sentimientos penosos; en este caso, la marcha de las impresiones es mucho menos lenta, y no sufre retraso ni interrupción.

Con raras excepciones, el placer tiene por términos físicos correlativos la vitalidad, la salud, el vigor, la acción armoniosa de todas las partes del organismo; exige una alimentación suficiente, una excitación que no sea demasiado larga, la ausencia de todo lo que pueda herir o irritar un órgano. El sufrimiento resulta de la falta de una de estas condiciones y, por consiguiente, es tanto más fácil que se produzca y dure, cuanto más difícil es asegurar el estado contrario.

Tener un recuerdo de placer, es reproducir la abundancia, la justa medida y la armonía de las facultades, por lo menos aparentemente; puede conseguirse con bastante facilidad, cuando tal es el verdadero estado de las facultades en aquel momento; pero la recíproca está muy lejos de ser verdadera.

Lo que sería preciso, sería poder determinar el estado general de satisfacción, cuando la disposición real de las facultades es, cuando mas, neutra o indiferente a este punto; y hasta en medio de un verdadero sufrimiento, llegar a atraer el sentimiento del placer por la fuerza de la retentividad. Por motivos que es fácil discernir, a priori, esta facultad no es de las que se adquieran sin largos trabajos.

Por el contrario, es fácil que se produzca el sentimiento en realidad y se reproduzca por la imaginación. Es siempre fácil quemarse los dedos, y lo es igualmente asociar la idea del sufrimiento con la de una llama, de un tizón o de un hierro candente. Si visitamos un palacio por simple curiosidad, las ideas de bienestar y de gozo que despierta en nosotros, nos causan cierto placer; en cambio, nos causa relativamente más tristeza visitar moradas pobres o las sombrías celdas de una cárcel.

Para comprender bien la facilidad con que se producen los sentimientos penosos, es preciso estudiar los movimientos apasionados, es decir los sentimientos caracterizados por bruscas explosiones. Estos movimientos entrañan siempre un gran gasto de fuerza vital; es siempre fácil determinarlos directamente, y no lo es menos aplicarlos a cosas indiferentes que los determinan indirectamente; son pocas veces deseables por sí mismos; debemos pues esforzarnos en retardar y moderar su primera acción, y también en hacer desaparecer toda ocasión que pudiese hacerlos volver.

Uno de los mejores ejemplos que, en este caso, podemos dar, es el terror que, después de todo, no es más que una manifestación violenta de energía gastada inútilmente bajo la influencia de ciertas formas de sufrimiento.

Si se despierta por sus causas naturales, se aplica con una facilidad desastrosa a las circunstancias accesorias, y hace rápidos progresos.

Después del terror, viene la irascibilidad que es igualmente una emoción de explosión brusca. También este sentimiento, cuando sus causas naturales tienden a producirle fácilmente, agranda pronto su dominio por nuevas asociaciones de ideas. Bajo todos los puntos de vista, es más peligroso que el terror. En efecto, este es un estado tan miserable que nosotros le reprimiríamos si fuera posible.

La cólera, por el contrario, por más que contenga elementos penosos, es, por su naturaleza, un sentimiento superabundante, puede muy bien suceder que no queramos reprimirla en su primera aparición, ni impedir que se extienda a objetos secundarios.

Cuando una persona nos ha irritado profundamente, nuestra cólera se desahoga con todo lo que le pertenece. Si hay en esto placer, se desarrolla rápidamente, pues los odios pueden ser violentos hasta en la infancia.

La combinación de terror y de irascibilidad que produce lo que llamamos antipatía, es un sentimiento fácil de determinar -a no ser que se le oponga una resistencia enérgica-,y no menos fácil de cultivar, de modo que su desarrollo está bien lejos de marchar con la lentitud que caracteriza el de los placeres, de que ya hemos hablado anteriormente.

La risa producida por causas naturales, o por estimulantes ficticios o indirectos, nos suministra un tercer ejemplo, no menos notable que los anteriores, de la manifestación brusca de un sentimiento por una violenta explosión. El exceso de agitación producido por la risa, provoca la supresión de ésta, además es poco común que la edad no tienda a disminuirla mas bien que a aumentarla. Como expresión de vituperación y de desprecio, la cultura de la risa es tan fácil como la de la malevolencia que la determina.

Citaremos todavía las explosiones del dolor, emoción que ejerce una influencia poderosa y que, si no se le pone obstáculos, añade a su fuerza natural la de una costumbre que es, por desgracia, demasiado fácil de contraer. En fin, a la ternura se junta un modo vivo de manifestación cuyo único defecto consiste en ser demasiado fuerte para ser duradero; produce un ardor pasajero al que pueden, a menudo, suceder la frialdad y el olvido. También este movimiento se extiende espontáneamente, y nos da el ejemplo de una rapidez poco deseable en la explosión de un sentimiento.

Hasta ahora, no hemos hecho más que presentar un resumen de hechos bien conocidos en la historia de los sentimientos. Sabemos igualmente que las manifestaciones demasiado vivas son el defecto de la juventud, defecto que los años y el desarrollo de las facultades, corrigen en gran parte.

Las luchas de la vida ordinaria nos enseñan a ser menos expansivos y a dominar nuestros sentimientos, y la reflexión nos induce, cada día más, a reprimir nuestros primeros movimientos, lo que da por resultado retardar o impedir su trasformación en costumbres. Las dos condiciones principales e indispensables al ejercicio de esta influencia exterior, y a la adopción de hábitos contrarios, son una iniciativa poderosa y una serie no interrumpida de conquistas. Basta dar ejemplos de la manera con la que estas condiciones se aplican a cada emoción en particular, para dar a conocer, por esto mismo, los caracteres especiales de cada género: temor, cólera, amor, etc., etc.

Las asociaciones de ideas que ofrecen mayor interés son siempre aquellas a las que su influencia sobre la conducta, bajo el punto de vista del bien o del mal, ha hecho dar el nombre de «morales».

Para la última clase de que hemos hablado, esta relación es enteramente directa, mientras que no es más que indirecta para la primera; pero abordando este caso, bajo el punto de vista exclusivo de la cultura moral, es preciso entrar por una nueva dirección en el dominio de las ideas generales que tienen relación con las emociones.

El progreso moral es evidentemente un aumento de la fuerza de la facultad llamada moral, o facultad de conciencia, acrecentamiento de fuerza que tiene por resultado, según la expresión de Butler, darle un poder igual a su derecho. Para acrecentar una fuerza es preciso, antes, conocerla; si la fuerza es sencilla, es necesario definirla en su sencillez; si es compuesta, es preciso indicar sus elementos a fin de poderla definir.

La manera con que Bentham y Jaime Mill han tratado la cuestión de la cultura moral fuera de toda idea convencional, hará comprender lo que queremos decir. Mill aplica al sentido moral la teoría de la derivación llevada a sus más extremados límites, y su diseño de la marcha que debe seguirse para la educación moral está naturalmente conforme con este modo de ver.

Analiza sin temor las virtudes cardinales; he aquí un ejemplo: «la templanza está en relación con el sufrimiento y el placer. Se trata de aplicar a cada sufrimiento y a cada placer los grupos de ideas que, según el orden de los hechos, tienden, en último caso, de la manera más eficaz a aumentar la suma de los placeres y a disminuir la de los sufrimientos».

De cualquier modo que sea, es un hecho incontestable que, en todo tiempo, los medios empleados para asegurar la conducta moral de los hombres, han sido el castigo y las recompensas; es decir, el sufrimiento y el placer. Este método ha alcanzado generalmente el fin que se habían propuesto, y ha tocado los resortes que hacen obrar a los seres humanos, cualquiera que sea el color de su piel. Ningún hombre necesita cualidades intelectuales especiales para concebir un temor saludable por las penas de que dispone la autoridad civil. Como estamos siempre dispuestos naturalmente a rehuir los sufrimientos, de cualquier clase que sean, queremos necesariamente evitar el que se presenta bajo la forma de un castigo. Este movimiento depende tanto de la educación como aquel que nos induce a evitar el hambre, el frío, y la fatiga.

Cuando rehúsan admitir la existencia de una facultad especial, diferente de todos los demás elementos reconocidos del entendimiento -sentimiento, voluntad, inteligencia-, no debe considerarse como si dijeran que la conciencia es puramente un asunto de educación, pues sin haber recibido ninguna, puede el hombre ser moral en el sentido más extenso de la palabra.

Lo que nosotros entendemos por teoría de la derivación de la conciencia, es que todo lo que ésta encierra, puede aplicarse a uno u otro de los hechos fundamentales de nuestra naturaleza; primero, a la voluntad, puesta en juego por el sufrimiento y el placer, y después a las impulsiones sociales y simpáticas. La combinación de estos factores da a la buena conducta un vuelo casi irresistible en todas partes donde se ejerce la influencia exterior de la ley y de la autoridad.

La educación es, sin duda alguna, un tercer factor de cierto valor, pero es posible exagerar su influencia tanto como considerarla insuficiente.

No nos equivocamos mucho afirmando que las setenta y cinco centésimas partes de la facultad moral mediana, representan la influencia ejercida sobre la voluntad por los castigos y las recompensas que distribuye la sociedad.

A riesgo de entrometer la teoría de la educación en una discusión que le será tal vez extraña, creemos necesario hacer estas declaraciones antes de buscar la reunión de las emociones y de la voluntad que constituyen la parte artificial adquirida por nuestra naturaleza moral. El papel importante que desempeña aquí la educación está bastante demostrado por la diferencia que existe entre los niños abandonados a sí mismos y los que están bien educados; añadiremos, sin embargo, que no es sólo a la educación a quien debe atribuirse esta diferencia.

Una vez comprendido que el mal entraña siempre un castigo, no parece que la educación pueda aumentar la repugnancia natural que este castigo inspira al entendimiento y, por otra parte, cuando se nos presenta una recompensa para animarnos a cierta conducta, no necesitamos lecciones especiales para determinarnos a merecerla. Existe, en verdad, una debilidad demasiado conocida que anula a menudo la acción de estos motivos: es decir, hablamos de la que nos hace ceder a cualquier atractivo actual y poderoso. La educación podría hacer algo para corregir la debilidad, pero obra pocas veces en este sentido. El profesor que la consiguiera habría hecho mucho más que lo que consiguen las mejoras morales propiamente dichas.

Entre los sentimientos distintos que fortifican los movimientos naturales, de acuerdo con el deber moral, creemos poder citar el desarrollo de una repugnancia inmediata, independiente y desinteresada para todo lo que es constantemente denunciado y castigado como malo. Este es un estado o una disposición de espíritu que forma parte de una conciencia bien desarrollada, y que puede producirse espontáneamente bajo la influencia de la autoridad social y que la acción del profesor puede ayudar, pudiendo suceder también que no se manifieste. Corresponde al sentimiento que hace que ciertos avaros amen el dinero para su valor intrínseco, pero este caso, no se produce con tanta facilidad. Ante todo, el entendimiento no debe tratar la autoridad como a enemigo con quien debe contarse, y al que no debe obedecerse más que a forziori.

Es necesario que aceptemos incondicionalmente el sistema social y la acción de sus castigos, lo que no puede provenir más que de buenos instintos unidos al pensamiento de los males de que estos castigos preservan al género humano.

Es una posición favorable en el mundo, ayudada por buenos sentimientos, la que nos acostumbra a esta repugnancia por las acciones inmorales, consideradas en sí mismas, e independientemente de los castigos que entrañan; entonces, hasta cuando nadie nos ve, llenamos nuestros deberes, no en el sentido exiguo de la palabra, sino con la mayor extensión del entendimiento.

Difícil sería indicar a primera vista y sin haber reflexionado, la manera con que podría contribuir el maestro a favorecer este desarrollo especial.

En la educación, nos encontramos a cada momento en presencia de la acción de los móviles; la teoría de los móviles es pues la de la sensación, de la emoción y de la voluntad; en otros términos, es la psicología de las facultades sensitivas y de las activas.

ACCIÓN DE LOS MÓVILES: LOS SENTIDOS

Los placeres, los sufrimientos, y las privaciones impuestas a los sentidos, son los primeros móviles, los mas infalibles y, probablemente también, los más fuertes.

Sin hablar de su importancia bajo el punto de vista de la conservación personal, podemos decir que constituyen la principal pieza de resistencia del festín de la vida.

Considerando los sentidos bajo el punto de vista de las sensaciones que determinarán, es decir, bajo el del placer y el del sufrimiento, es imposible dejar de reconocer la inexactitud de la clasificación universalmente admitida. En efecto, por más que bajo el punto de vista de la instrucción o de la inteligencia, los cinco sentidos sean las vías realmente importantes para llegar al entendimiento, sin embargo, bajo el de la sensación, del placer o del sufrimiento, dejar de hablar de los diversos órganos, es necesariamente omitir una parte considerable de este punto. Algunos de nuestros mayores placeres y de nuestros más vivos sufrimientos parten de la región de la vía orgánica -digestión, circulación, respiración bueno o mal estado de los músculos y de los nervios.

Para obrar sobre seres humanos, este género de sensibilidades es un primer medio.

En el fondo, casi todos los castigos puramente físicos entran en el dominio de las sensaciones orgánicas. El castigo es temible porque amenaza siempre las partes vitales del organismo; no es más que el grado inferior de lo que es necesario para destruir la vida: por ejemplo, músculos son el sitio de un gran número de sensaciones, las unas agradables, otras dolorosas, como el placer de un ejercicio saludable o los sufrimientos causados por la privación de este ejercicio o por un exceso de fatiga.

En la juventud, cuando todos los músculos así como los sentidos son, por decirlo así, nuevos, los órganos musculares proporcionan grandes placeres o grandes sufrimientos. Conceder a la actividad de los órganos su entero ejercicio, puede llegar a ser una buena recompensa; rehusarte este ejercicio es imponerla un sufrimiento; y mayor será el sufrimiento llevándolo más allá de los límites de las fuerzas.

Nuestra disciplina penal emplea estas dos formas de sufrimiento; a los niños, les aplica la pena más ligera o sea la privación de ejercicio; a los adultos, que es preciso tratar más severamente, les impone el castigo de un exceso de fatiga.

El sistema nervioso también está sometido a una depresión orgánica, y algunos de nuestros sufrimientos provienen de esta causa. El estado tan conocido bajo el nombre de hastío no es más que un malestar nervioso causado por un ejercicio exagerado de una parte de aquel sistema, y que, llevado al extremo, se hace casi intolerable. Tal es el sufrimiento que causa a los escolares, el exceso de trabajo, el calabozo, y, en una palabra, todo lo que es monótono.

Los sufrimientos agudos del sistema nervioso que provienen de causas naturales, están representados por los dolores neurálgicos. En los sufrimientos artificiales graduados que obran directamente sobre los nervios por medio de la electricidad, es donde podemos buscar los castigos corporales del porvenir que deberán reemplazar a las disciplinas y a las torturas musculares.

A la abundancia o a la privación de la nutrición que es indispensable a nuestro cuerpo, se une, necesariamente, una suma considerable de placer o de sufrimiento. La falta absoluta de nutrición, la insuficiencia de alimentos y la mala calidad de éstos, produce un abatimiento y sufrimientos que pueden llegar a ser atroces. El temor que esto ocasiona, es lo que decide a los seres humanos a trabajar, a pedir o a robar. Por el contrario, una alimentación abundante y sustancial es por sí misma, una fuente de placer casi suficiente. Los estimulantes que nos suministran los diversos estados entre estos dos extremos, nos permiten ejercer sobre la conducta humana, una influencia considerable.

Podemos hacer una distinción instructiva entre la privación y el hambre, así como entre sus contrarios. La privación es una insuficiencia real de materias nutritivas en la sangre; el hambre es la voz del estómago que reclama su alimento en las horas que tiene costumbre de recibirle: es una sensación local que puede ser muy aguda, pero que no acompaña jamás el profundo abatimiento causado por la inanición. Puede tener todavía nuestra sangre bastantes sustancias nutritivas a su disposición en el momento en que el hambre nos hace ya sufrir.

Castigar a un niño quitándole, alguna vez que otra, una de las tres o cuatro comidas que acostumbra a hacer en el día, no tiene ningún inconveniente bajo el punto de vista de su salud, y puede, al mismo tiempo, producir en él una impresión saludable como medio de acción. Disminuir de una manera absoluta los elementos nutritivos puestos a disposición del organismo, es un castigo muy riguroso; imponer por el hambre un sufrimiento pasajero, no es lo mismo.

La reunión de los placeres muy vivos del gusto con la satisfacción del estómago y el bienestar que causa la abundancia de elementos nutritivos en un cuerpo vigoroso, constituye una cantidad considerable de sensaciones agradables. Entre el mínimum necesario a la conservación de la vida y la lujosa nutrición que permite la riqueza, la escala es muy extensa, y ofrece un vasto campo de influencia para la educación de los niños. Como el régimen ordinario de éstos suele ser, por lo regular, mayor de lo necesario, no siendo, sin embargo, muy exagerado, el maestro puede obrar bien, reduciendo o bien aumentando el bienestar, sin riesgo de debilitar o dar demasiado, y como los niños son generalmente golosos, este móvil ejerce sobre ellos una gran influencia. El profesor que quiera asegurar este medio de acción sobre sus jóvenes discípulos tendrá cuidado de arreglar su régimen de manera que los cambios en bien o en mal sean fáciles. En los pobres, este medio de influencia no existe, por decirlo así, para castigar los culpables, es necesario descender un grado y recurrir al castigo de la correa.

Tales son los principales medios de obrar sobre la sensibilidad orgánica para recompensar y para castigar. La palmeta y la correa obran sobre el órgano del tacto, pero en realidad, el efecto que producen forma mas bien parte de los sufrimientos de la vida orgánica que de las sensaciones del tacto: el dolor producido viene primero del daño causado al tejido, y si es muy fuerte, puede llegar hasta destruir la vida. Como todos los dolores físicos agudos, obra inspirando un terror saludable, y lo cierto es que este castigo es el favorito de todas las épocas y de todas las razas humanas. Esta pena no debe ser impuesta más que en límites estrictamente definidos; ahora bien, la definición de estos límites se aplica a ideas que no vendrán hasta más tarde.

Los cinco sentidos ordinarios no llenan solamente las funciones intelectuales, pero, pueden sin embargo, en muchas circunstancias, ser para nosotros, fuentes de placer o de sufrimiento. Un maestro hábil hará a menudo, de estos placeres, un motivo determinante para sus discípulos, y en cuanto a los sufrimientos, podría, sin duda alguna, emplearlos de la misma manera; pero, salvo las excepciones que dejamos indicadas, lo hace pocas veces. No se acostumbra a castigar a los niños sometiéndoles a malos olores, ni haciéndoles tragar sustancias amargas. Sonidos duros y disonantes pueden ser un verdadero tormento, pero tampoco se emplean en la educación. Los sufrimientos experimentados por los órganos de la vista pueden ser muy intensos, pero como castigo, no se encuentran más que en los códigos más bárbaros.

No hablaremos todavía de los principios generales de los castigos, pero trataremos en seguida de las emociones más elevadas, cuya naturaleza es eminentemente compleja.

Pocas veces sensaciones simples se producen en toda su pureza, es decir, sin estar mezcladas con emociones.

ACCIÓN DE LOS MÓVILES: LOS SENTIMIENTOS

La clasificación, la definición y el análisis de los sentimientos forman un capítulo importante de psicología. Las aplicaciones de la teoría completa de los sentimientos son numerosas y su desarrollo sistemático debe ser suficiente a todas estas aplicaciones. Limitaremos aquí este punto a lo que exige la acción de los móviles en la educación.

Vemos, primeramente, el vasto dominio de la sociabilidad que comprende las emociones y las afecciones sociales; luego vienen los sentimientos antisociales: cólera, malevolencia, y amor al mando. Las fuentes y las ramificaciones de estos dos grupos principales representan casi las tres cuartas partes de la sensibilidad que se eleva más que los sentidos propiamente dichos. No son estas, a decir verdad, todas las fuentes de sentimientos; pero fuera de éstas, no hay otras cuya importancia sea bastante grande, salvo las que pueden provenir de la combinación de la acción de los sentidos con las primeras.

Las bellas artes son fuente de grandes placeres que, igualmente, pueden producir grandes sufrimientos. Los unos, que dependen de los sentidos superiores, son sensaciones propiamente dichas, los otros son debidos a relaciones con los intereses generales de los sentidos (belleza de lo útil); algunos pueden ser llamados intelectuales, como la percepción de la unidad en la variedad, y por fin la gran mayoría parecen provenir de las dos grandes fuentes que acabarnos de indicar.

La inteligencia, considerada de una manera general, es una fuente de placeres diversos, y también de sufrimientos que se ligan necesariamente a nuestra educación intelectual. El profesor deberá tener cuidadosamente cuenta del placer que causa la adquisición de un conocimiento nuevo, y de la pena que cuesta todo trabajo intelectual.

Los placeres de la acción de la actividad juegan un gran papel en la educación, mereciendo en consecuencia un estudio especial.

El aprecio de sí mismo, el orgullo, la vanidad, el amor a las lisonjas, son sentimientos poderosos cuya análisis exige una gran delicadeza. Todo hombre encargado de dirigir seres humanos debe apelar, muchas veces, a estos sentimientos. Las alabanzas causan siempre al hombre un gran placer, pero las contrariedades llevan consigo un gran sufrimiento.

No hemos hablado aun de un género de emoción que es formidable como causa de sufrimientos y como motivo de acción: queremos hablar del temor o del terror.

Solamente bajo la forma de reacción, puede llegar a ser causa de placer.

Hábilmente empleado, este sentimiento llega a ser un medio de obrar con fuerza sobre todos los seres dotados de sentimiento, y sobre todo ahorrarles sufrimientos inútiles.

Pasando rápidamente revista a las diferentes fuentes de emoción, así como a otras menos importantes, nuestro objeto es tratar una vez para siempre y lo mejor posible, las diferentes cuestiones de educación que dependen de la acción de los móviles. Señalaremos las exageraciones generalmente admitidas sobre ciertos puntos, y la poca importancia dada a otros, esforzándonos en presentar, en justas proporciones y en toda su extensión, los sentimientos de que el profesor puede sacar partido.

EL TERROR

El estado del entendimiento llamado terror o temor puede representarse, en algunas palabras, como un estado de sufrimiento y abatimiento extremos, que anula nuestra actividad y nos impulsa a exagerar todas nuestras ideas sobre lo que le causa. Este sentimiento aumenta en realidad el sufrimiento puro y simple que causaría un mal actual; se produce ante la perspectiva de un mal, sobre todo si este es grande, y más aun si su naturaleza no está bien definida.

En la educación, el terror es un accesorio del castigo. Podemos obrar sobre el entendimiento por la perspectiva del mal, sin determinar el estado de terror; por ejemplo, cuando este mal es ligero y bien definido: una pequeña privación bien conocida y una dosis moderada de hastío, pueden ser castigos saludables sin que se mezclen a ellos los calofríos ni el sufrimiento del temor. La perspectiva de un castigo severo producirá el temor, sobre todo si el que está amenazado, ignora hasta qué punto llegará la severidad.

En la educación moral superior, el temor no debe ser empleado sino con gran reserva; el mal que causa es tan grande que sólo en último caso debe emplearse. El temor aniquila la energía, desvía el entendimiento de su objeto principal, perjudicando así los progresos intelectuales que deseábamos obtener. Su único resultado cierto es paralizar y detener la acción, así como también concentrar las fuerzas sobre un solo punto, produciendo una debilidad general. El tirano que emplea el terror podrá desarmar rebeldes, pero no podrá conseguir que le sirvan con ardor.

De todos los medios de educación, el peor es el empleo de terrores espirituales o supersticiosos. Nada puede justificar el empleo de los terrores supersticiosos, salvo el caso de que puedan ser aplicados al castigo de grandes criminales y perturbadores de la paz de la humanidad. En pequeña escala, ya sabemos el miedo que causan a los niños; en gran escala, podemos citar la influencia de la religión que obra casi exclusivamente por el temor de otra vida.

Como todas las pasiones vulgares, puede el terror atenuarse hasta el punto de no ser sino un ligero estímulo, y la reacción que le sigue recompensa con creces el sufrimiento causado.

Los mejores ejemplos que podemos citar del temor bien «empleado, nos son suministrados por célebres escritores, en los terrores simpáticos de la tragedia, o en los de una intriga bien concebida, que se disipan pronto. Bajo el punto de vista de su relación moral y bajo su forma elevada, este sentimiento se manifiesta por el temor de afligir u ofender a una persona a la que tenemos amor, respeto, o veneración; hasta de este modo el amor contiene un grado de abatimiento bastante grande; en suma el efecto producido es saludable y elevado. Todas las personas encargadas de la educación deben aspirar a ser temidos de este modo.

La timidez o predisposición al temor es un rasgo de carácter bien marcado, del que los profesores deben tener escrupulosa cuenta. La debilidad general del cuerpo o del entendimiento es precisa compañera de la timidez; esta puede también ser resultado de largos y malos tratamientos, y de erróneas ideas sobre el mundo. Tratándose de cultura intelectual o de grandes esfuerzos en una dirección cualquiera, puede esperarse muy poco de las naturalezas esencialmente tímidas; muy fáciles de gobernar bajo el punto de vista de falta de acción, lo son mucho menos para las de omisión.

Terminar con las creencias supersticiosas es uno de los puntos más importantes de la educación bajo su más lato aspecto; pero no podrá conseguirse con lecciones directas. Este resultado tan deseable es uno de los frutos indirectos y más apreciados del estudio exacto de la naturaleza, es decir, de la ciencia.

LOS MÓVILES SOCIALES

Los móviles sociales son, probablemente, de todos los sentimientos que contribuyen a la educación, los de más extensión y simplicidad.

Los placeres que proporciona el amor, la afección, la consideración mutua, y la simpatía o sociabilidad, constituyen la mayor dicha de la vida humana y, por consiguiente, son el objeto constante de nuestros deseos, de nuestros esfuerzos, y la causa de nuestros mayores goces.

La sociabilidad es un hecho completamente distinto de las necesidades absolutas de la existencia y de los cinco sentidos, y nos parece que es imposible unir ambas cosas por el análisis más profundo o por la averiguación de la evolución histórica del entendimiento. Sin embargo, como las cosas necesarias a la vida y a los placeres positivos y negativos de los sentidos propiamente dichos, nos vienen sobre todo por la mediación de nuestros semejantes, esta causa aumenta considerablemente el valor de las condiciones sociales, y hace de ellas uno de los principales fines que buscan los hombres. Parece imposible que este móvil haya podido despreciarse, sobre todo al ocuparse de educación; sin embargo, hay teorías y métodos que no le reconocen más que una importancia muy secundaria.

El sentimiento social considerado en toda su extensión, cuenta entre sus elementos enérgicos, el amor sexual, las afecciones de familia y la amistad, y como elementos menos poderosos los sentimientos que experimentamos hacia los demás. Tomaremos de los elementos más enérgicos nuestros ejemplos de influencia de los sentimientos sobre la educación, porque, en ellos, encontraremos a la vez los elementos de ventajas e inconvenientes del estímulo social. El amor vulgar de los dos sexos, el uno por el otro, no presenta actualmente, más que muy pocos ejemplos de altas aspiraciones intelectuales; además, es un móvil del que no hay que tener cuenta en la teoría de la primera educación.

Vemos, a menudo, madres aplicarse a estudios que no tienen, para ellas, ningún atractivo, con el fin de contribuir a los progresos de sus hijos. Esto es, ciertamente, lo mejor; un fin secundario puede, algunas veces, hacer conocer y desarrollar con gusto un estudio que luego se sigue cultivando con interés.

Los sentimientos muy vivos, a causa de su misma vivacidad, no convienen como motivos de estudio serio. El trabajo intelectual más penoso, y el que consiste en sentar las bases, debe terminarse antes que se encienda el fuego del amor sexual y del amor paternal o maternal cuando estas pasiones alcanzan su más alto grado, la actividad intelectual se suspende, o por lo menos, se aparta de su vía regular. La influencia que dos amantes ejercen el uno sobre el otro no contribuye en nada a su educación, por falta de condiciones favorables. El amor inspira, sin duda alguna, esfuerzos considerables; pero, por un lado, existen pocas ideas elevadas, y por el otro, una facilidad de adaptación bastante grande para realizar la influencia mutua que los novelistas nos presentan como posible. Condescendencias muy diferentes y de un orden inferior del uno y del otro lado, pueden entretener el sentimiento; si se exige mas, desaparece.

La condición más favorable al estudio y a la cultura intelectual en general, es una amistad entre dos personas, o por lo menos, un pequeño número amando todas la instrucción por sí misma, y fundando su cariño en esta circunstancia. Cierto grado de afección mutua hará, por otras razones, esta unión perfecta; pero la afección sensual exagerada entre dos personas que nos presentan los novelistas, no proporciona jamás terreno favorable para una cultura de orden elevado. En realidad estos cariños, tales como existían en Grecia, producían un grado tal de abnegación que llegaba hasta hacer el sacrificio de todos los bienes y de la vida misma.

El último punto de vista bajo el que puede considerarse la sociabilidad -queremos hablar de la influencia ejercida por la multitud en general-, es el motivo de acción más fuerte y más durable, y obra con un poder incontestable. La presencia de una asamblea aviva, agita, y domina al individuo, le electriza en algún modo, y le arrastra, por decirlo así, irresistiblemente en el sentido en que se ejerce su influencia. Todo esfuerzo hecho en presencia de una multitud de hombres cambia, por lo mismo, de carácter y produce una impresión mucho más profunda.

El conocimiento de esta influencia del número nos permite comprender mejor las ventajas de la enseñanza en las clases, colegios y, en una palabra, en todos los establecimientos donde se reúne un gran número de discípulos.

El poder que se ejerce en semejante caso, es complejo, y puede aplicarse a muchos elementos distintos. El motivo social, bajo su forma pura de tendencia al agrupamiento y de simpatía mutua, no es el único que obra; si así fuera, tendría por efecto exclusivo favorecer todo lo que se apoyara sobre el asentimiento general, y poner al individuo al nivel de las masas; por ejemplo, puede decirse que el ejercicio hecho por un regimiento corresponde a esta situación: cada soldado está a la vista de los demás y aspira a ser lo que son los otros o, en todo caso, muy poco más; la cooperación simpática de las masas guía, estimula y recompensa los esfuerzos del individuo. Ahora bien, si un soldado está destinado a obrar aisladamente, la mejor educación que pueda dársele será primero en el común de las masas, completada después por cierto tiempo de ejercicios separados que le preparen a una posición aislada o independiente.

En todos los casos en que la instrucción se da a un gran número de discípulos reunidos, el sentimiento social se ejerce sobre todo bajo la forma pura de que venimos hablando, y da los resultados indicados. La clase tiende a alcanzar cierto nivel de instrucción generalmente esmerada; de tal manera que los que están, por naturaleza, poco dispuestos a llegar hasta ese grado, se ven empujados hacia adelante por la influencia de las masas.

Si la sociedad no pusiera en juego ninguna otra pasión enérgica, resultaría una especie de comunismo o de socialismo teniendo por carácter principal la inmovilidad en la medianía; todo sería correcto hasta cierto nivel, pero no habría ni distinción ni superioridad individuales.

Al mismo tiempo que obra sobre las afecciones y las simpatías, la sociedad es la que dispensa los bienes y los males colectivos, y su influencia es necesariamente poderosa en todas direcciones. Si este estimulante no fuera jamás aplicado más que a una elevada cultura intelectual, los resultados serían tales como la imaginación se atreve apenas a representarlos; pero hay muchos medios de conquistarse el favor de este poder, pues hasta se emplean, para conseguirle, el fraude y la decepción: sólo por casualidad favorece la instrucción. A pesar de esto, las recompensas que da la sociedad, han servido, muchas veces, para alentar el ingenio más elevado, tales como la elocuencia de Demóstenes y las poesías de Horacio y de Virgilio, formas del ingenio que están notoriamente aliadas al trabajo más perseverante y más arduo. La misma influencia, cuando se ejerce a la vez por la vituperación y la aprobación es, a nuestro parecer, la fuente principal de la moralidad ordinaria de los hombres, y la inspiradora de las virtudes excepcionales.

LOS SENTIMIENTOS MALOS Y ANTISOCIALES

La cólera, la antipatía, el odio, la envidia, el desprecio, lo mismo que el amor o la amistad, se aplican a los otros, pero en un sentido opuesto.

A pesar de los incidentes penosos que se unen a su manifestación -primero una ofensa, después el temor de represalias-, estos sentimientos son la fuente de un placer inmediato que es, muchas veces, superior a los de la amistad y de la acción en general. En bastantes casos, renunciamos a los goces sociales y simpáticos por librarnos del placer de la maldad.

En la educación, estos sentimientos son causa de graves inquietudes. Hay, a menudo, medio de sacar partido de ellos, pero las más veces, el deber del maestro y del moralista es el de combatirlos porque no pueden producir sino mal.

Siendo la cólera una pasión de explosión y de accesos, debe ser reprimida en los niños, tanto como sea posible; pero para esto, es necesaria toda la influencia de los padres y de los profesores. La contrariedad momentánea que impone la presencia de un superior temido, no penetra bastante profundamente para engendrar una costumbre, y el discípulo busca y encuentra fácilmente las ocasiones en que poder entregarse a la antedicha pasión. El único medio de luchar contra la cólera, sea que la consideremos como destructora de la calma del entendimiento, sea que veamos en ella una fuente de malas acciones, es cultivar las simpatías y las afecciones. Lo contrario de la irascibilidad es la disposición que nos hace olvidar el mal que nos han hecho, para no pensar más que en el que hacemos a los demás; si conseguimos pues alentar esta disposición, disminuiremos algún tanto la parte de maldad. Entre los medios secundarios que pueden oponerse a la cólera, deben contarse, además del remedio general de la vituperación, la llamada al sentimiento de la dignidad personal y la consideración de las consecuencias funestas de esta pasión.

La forma peor que toma la maldad es la de una crueldad fría y premeditada, demasiado frecuente, sobre todo en los niños. El placer de atormentar a los animales y seres humanos débiles y sin defensa, proviene de la fuente interminable de la maldad; esta tendencia debe ser reprimida hasta con la mayor severidad, si fuese preciso. En cuanto a los sufrimientos impuestos a seres que pueden defenderse, producen ordinariamente su propio remedio, y la lección dada por las consecuencias de una mala acción es, indudablemente, de las de mayor provecho. Si encontramos enemigo que nos habla más alto, bien pronto hacemos lo posible por reprimir nuestra cólera y nuestra crueldad.

El placer exagerado de la victoria contiene el de la maldad acompañado además de otros elementos. La caída y la destrucción de un enemigo o de un rival son, sin duda alguna, las primeras circunstancias de donde nacen los movimientos de la maldad y, más aun, son, probablemente, los estimulantes más enérgicos de las facultades humanas.

A pesar de los diversos inconvenientes que presenta el placer de la victoria, estamos obligados a asignarle un lugar entre los motivos favorables al estudio y a los progresos intelectuales. En las luchas políticas, el placer de la victoria ejerce toda su influencia, y en las de los colegios, se encuentra el mismo móvil. El problema social que consiste en encontrar el medio de moderar el egoísmo con el cual los individuos quieren apoderarse de lo mejor -es decir de todo lo que agrada a los sentidos y los exime de cualquier sufrimiento-, este problema, decimos, se hace todavía mas difícil por el placer que cada uno encuentra para satisfacer su natural malevolencia. Reprimir este sentimiento de un modo absoluto es imposible, y es preciso inventar cierto número de derivativos más o menos compatibles con el respeto de los derechos de cada uno.

Uno de los principales derivativos de nuestros momentos de maldad, es el castigo de un mal causado a los particulares o a la nación. Toda persona reconocida culpable es castigada por la ley, y la indignación excitada por el crimen, se cambia en satisfacción causada por el castigo. En la teoría de los castigos, se hace un lugar a la venganza pública. Pensar solo en prevenir el crimen y en castigar a los criminales, sin dar cuerpo a ningún resentimiento, exige más virtud y abnegación que la que hoy posee la naturaleza humana. El sistema moderno que desecha las ejecuciones públicas tiene por objeto restringir, en ciertos límites, el ejercicio del sentimiento de venganza.

La historia y las novelas dan a nuestros instintos vengativos una satisfacción imaginaria por decirlo así, sin límites, dándonos a conocer los castigos impuestos a los criminales. Los cuentos que tratan de malhechores y de sus castigos, están al alcance de las inteligencias menos desarrolladas, y este género de historias conviene a la imaginación de los niños.

La más refinada forma de la satisfacción que causa la maldad es, según nuestra opinión, el sentimiento de lo ridículo y de lo cómico. Existe una risa vengativa, odiosa y burlona que eleva este sentimiento a tanta altura como puede llegar sin pasar a las vías de hecho; pero existe también la risa alegre y placentera, en la que el sentimiento malo está casi desvanecido ante el sentimiento de la amistad. No es poco importante saber que en la alegría, la mofa de buena índole y las bromas, se encuentran reunidos sentimientos contrarios que se equilibran exactamente, pudiendo decirse que estas circunstancias quieren aprovecharse todo lo posible del amor y de la cólera. Las más bellas obras satíricas que nos ofrece la literatura: los chistes de la buena sociedad, el placer de una burla inocente, todo atestigua el éxito de esta combinación difícil.

Nada puede demostrar mejor la vivacidad del atractivo que tiene naturalmente para nosotros la malevolencia, como el placer que queda cuando ha sido reducida al estado de alegría inocente. Cuando a los seres ávidos de emociones se les rehúsa el ejercicio real de esta tendencia perjudicial, buscan todavía la apariencia.

Es lo que se demuestra en los juegos de los perros y gatos pequeños. Como estos no están dotados de facultades cariñosas muy extensas, demuestran su afección gruñendo y haciendo cara de morder, lo que parece causarles el placer duplicado de la maldad y de la moderación. Los niños también hacen intervenir en sus juegos la apariencia de la maldad y de la destrucción, y mientras hay equilibrio entre el sentimiento bueno y el malo, es fuertemente ofensivo. Consintiendo en hacer, a su vez, el papel de víctimas, los niños pueden asegurarse, sin pagarlo muy caro, todo el placer de la maldad; esto es, en nuestra opinión, la quinta esencia de la diversión.

El objeto de este análisis detallado es llamar la atención sobre la naturaleza precaria de todos estos placeres, y demostrar como es que los juegos y las diversiones están siempre próximos a llegar a la seriedad; en otros términos, que el elemento destructor y malévolo está constantemente a punto de desembarazarse de sus trabas y de pasar de la acción imaginaria a la acción positiva. Así es como degeneran muchas veces los juegos de la especie canina y de la felina, siendo también parecido el escollo perpetuo de los juegos de la infancia y de la juventud.

Es igualmente peligroso alabar los sentimientos vengativos por satisfacciones imaginarias.

Las historias de venganza tienen siempre una tendencia a entretener los malos pensamientos. Cierto es que estos cuentos son escuchados con avidez por los niños, pero con esto, se alimentan los peores sentimientos en vez de los mejores.

Réstanos hablar de otra relación de la irascibilidad con la educación. Cuando la vituperación se expresa con cólera, el temor que inspira es mucho más grande, y el que es objeto de ella, espera un castigo mucho más severo, cuando la cólera se ha manifestado; es pues natural suponer que la cólera es útil al maestro: sin embargo, hay ciertos límites que es bueno definir. Sin duda alguna, todo acrecentamiento de severidad puede inspirar un terror saludable, con los inconvenientes que todo exceso lleva consigo.

Ahora bien, la cólera no se produce más que por accesos y por consiguiente, su empleo perjudica a la disciplina por falta de medida y de continuidad; una vez pasado el acceso, el entendimiento vuelve a caer a menudo en una disposición poco favorable a una represión bastante enérgica.

La cólera puede jugar un papel importante en la educación siempre que el que la ejerza pueda dominarse. La indignación contra lo malo se expresa, algunas veces, por una actitud que puede producir excelentes efectos. Es preciso, para esto, poder dominarse y no irritarse más que lo que merezca la ocasión. No bastaría al género humano que el sillón de un juez estuviera ocupado por una máquina calculadora, imponiendo una sentencia de cinco duros de multa o de un mes de cárcel, cada vez que se echasen ciertos hechos en el aparato regulador. Una expresión de cólera contenida es, en sí misma, una fuerza cuando es a la vez regular y moderada, es la imagen temida de la justicia, y basta, muchas veces su vista, para reprimir toda insubordinación.

EL SENTIMIENTO DEL PODER

El estado que llamamos Sentimiento del poder representa uno de los principales móviles del entendimiento humano. Sin embargo, no siempre es un sentimiento independiente. Muy a menudo proviene directamente de los bienes o de las riquezas; en otros casos, nos parece evidente que uno de sus elementos es el placer de poder hacer el mal. El amor de la dominación, es decir el placer de someter la voluntad de los demás a la nuestra, tendría mucho menos atractivo si el poder de hacer el mal estuviera excluido de él.

La superioridad física o intelectual es la que nos da el verdadero poder por la riqueza o por la autoridad de nuestra posición. Así es que solamente un corto número de hombres son los que disfrutan de un gran poder; ahora bien, este es susceptible de una gran extensión imaginaria. Podemos encontrar placer en la idea de un poder superior, y esto, en muchas circunstancias diversas que comprenden a la vez todas las acciones de los seres vivientes y todas las fuerzas de la naturaleza animada; como por ejemplo, lo sublime es un ideal de gran poder.

Hemos casi llegado ahora al móvil tantas veces empleado en la educación que es la satisfacción que da a los discípulos el sentimiento de su propia actividad; pero, más tarde, estudiaremos esta cuestión detalladamente: sin embargo, antes que esto, examinaremos rápidamente otra clase importante de sentimientos muy notables y conocidos con los nombres de amor propio, orgullo, vanidad y amor a las lisonjas. Poco importa que sean simples o complexos, lo cierto es que representan sentimientos muy vivos, y que desempeñan un gran papel en la educación.

LOS SENTIMIENTOS DE PERSONALIDAD

El yo comprende muchas cosas. La averiguación del yo y el amor del yo, son palabras que podrían emplearse sin presentar por esto nuevos sentimientos.

La suma de todas las fuentes de placer y de todas las exenciones de sufrimiento que dependen de los sentidos y de los sentimientos, podría ser, designada por el yo. Por el contrario, al amor del yo, al amor propio, al orgullo, a la vanidad, al amor a las lisonjas, se agregan nuevas variedades de sentimientos, aunque estos no sean más que retoños de los que ya dejamos apuntados. No tenemos que buscar aquí el origen exacto de estos sentimientos complejos, sino cuando sea necesario para apreciar su valor como móviles distintos.

Es incontestable que nos gusta encontrar en nosotros mismos algunas de esas cualidades que, en los demás, excitan nuestro amor, nuestra admiración, nuestro respeto o nuestra estima. La satisfacción y la estima de sí mismo son sentimientos de gran fuerza. Su influencia saludable nos hace buscar la perfección; su falta debe ser atribuida a la enorme indulgencia que tenemos para nosotros mismos, lo que hace que los ocultemos ordinariamente a los ojos envidiosos de nuestros semejantes. Sólo en ocasiones especiales, la persuasión puede obrar sobre estos poderosos sentimientos; están dispuestos frecuentemente a volverse, y a presentar exigencias inadmisibles.

Una forma aun más elevada del sentimiento concentrado sobre el yo, es la que lleva el nombre de amor a las lisonjas y de admiración; nuestro placer se aumenta cuando es repetida y apoyada por palabras de otros, la buena opinión que tenemos de nosotros mismos. Esta es una de las más poderosas influencias que el hombre puede ejercer sobre sus semejantes. Tiene diferentes grados según nuestro amor, nuestro respeto o nuestra admiración para las personas que nos alaban; según también nuestra relación con ellos, y por fin, según el número de los que se reúnen para concedernos este tributo.

La alabanza es una justicia hecha al verdadero mérito, y debe ser dada fuera de toda otra consideración; pero recompensando, lo mismo que castigando, no podemos menos de mirar más allá del presente, poniendo ante los ojos de los discípulos nuevos méritos que conquistar. La fama que acompaña al talento les excita al trabajo, y suministra al maestro un instrumento poderoso.

La lisonja, o el elogio, no es eficaz y sin peligro más que cuando es bastante bien proporcionada al mérito para obtener la aprobación de aquellos a quienes concierne. Como se extiende su influencia más allá del momento en que es dada y que establece derechos para el porvenir, el abuso irreflexivo de las lisonjas va en contra de su propio objeto. La lisonja puede presentarse bajo la forma de una expresión amigable, y nada mas; en este sentido, es una prueba de cariño que no tiene valor más que bajo este título. Una sonrisa de satisfacción es una influencia moral.

La disciplina propiamente dicha, obra por el sufrimiento; no considera los placeres más que bajo el punto de vista de sus contrarios. El valor positivo de los placeres no tiene importancia más que porque sirve de punto de partida para juzgar de la eficacia de las privaciones. Los sufrimientos opuestos a los placeres de la estima del yo y a los de la alabanza, son dos de las armas más poderosas que contiene el arsenal disciplinario. Son los dos grandes medios empleados por los que no quieren castigos corporales. Todo el sistema de disciplina expuesto por Bentham no es más que una combinación de los móviles de la lisonja y la vituperación, móviles que se esfuerza en presentarnos como bastando para todo.

La estima del yo tiene por contrario la humildad, sentimiento sobre el que la influencia del prójimo tiene muy poca presa. No es fácil, en efecto, atraer a los demás a no tener más que una opinión mediana de sí mismos; con la generalidad de los seres humanos, es cosa casi imposible; para conseguirlo, es preciso recurrir a lo contrario de la alabanza, es decir a la vituperación. Aquí no hay equivocación posible, podemos hacer sentir siempre nuestro poder bajo esta forma, cualquiera que sea después el resultado para producir la humildad. Apreciamos tanto la buena opinión de los demás, que el golpe nos hiere instantáneamente; la disminución o la pérdida de la estima basta para hundirnos en las profundidades del desprecio y causarnos un sufrimiento indecible. Hasta los esfuerzos que hacemos para justificarnos no sirven más que para demostrar el sentimiento que nos causa la censura que nos hiere. Cierto es que la vituperación, hábilmente manejada, constituye el medio más eficaz de influencia moral.



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