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La ciencia española

Pedro Laín Entralgo





La expresión ciencia española plantea dos cuestiones distintas. Cabe estudiar, en efecto, el contenido y la forma reales de nuestra producción científica, y lo que los españoles han sentido y pensado acerca de ella. Examinaremos por separado una y otra cuestión, comenzando por la segunda.


- I -

Tres parecen ser los supuestos de todas las actitudes españolas frente a la historia de nuestra obra científica:

  1. El escaso relieve de ésta;
  2. La derrota de España por la Europa «moderna» en el siglo XVII;
  3. La relativa impregnación de España, desde los primeros decenios del siglo XVIII, por los hábitos y las estimaciones del mundo que la habla vencido.

Sin el primer puesto, la cuestión no se hubiera planteado; sin el segundo, no hubiese adoptado el cariz dramático que la distingue; sin el tercero, no serían explicables las diversas actitudes frente a ella.

La existencia de una «cuestión científica» en la intelección de nuestro pasado y en el proyecto de nuestro futuro hácese perceptible ya en el siglo XVIII. Dentro de España -para no citar sino dos nombres-, en Feijoo y en el padre Isla; allende el Pirineo, en las páginas de la Enciclopedia. La obra del padre Feijoo delata bien la íntima amargura que en sil autor producía nuestra poca ciencia exacta y natural: «Acá ni hombres ni mujeres quieren otra geometría que la que ha menester el sastre para tomar bien la medida», escribe una vez. Léanse, por otra parte, los capítulos V y VI del libro II del Fray Gerundio, y las cartas con que el padre Isla los justifica ante los «caballeritos de Azcoitia».

La actitud ibérica frente a la cuestión de la «ciencia española» cobrará especial gravedad en el siglo XIX, cuando esa cuestión se haga política y popular; o, con otras palabras, cuando haya ganado su madurez histórica la mentalidad «moderna». Los españoles en quienes el pensamiento moderno llega a orientar la vida, aunque sea más por el camino del entusiasmo que por el de la información -es decir: los progresistas-, afirmarán con vehemencia, al modo del enciclopedista Masson de Morvilliers, la inanidad de la obra intelectual de España. Frente a ellos, los tradicionalistas puros, sinceramente instalados o encastillados en la nostalgia de nuestro siglo XVII, menospreciarán en forma varia -la pura actitud vital o el razonamiento histórico- la obra intelectual de la Europa moderna. Entre unos y otros hállanse los progresistas nacionales, que buscan en el pensamiento español del pretérito alguna de las raíces de su propia actitud espiritual, y los tradicionalistas modernizantes, ganosos de afirmar, de un modo u otro, la participación de España en el mundo moderno.

Adviértese, por lo dicho, que cada una de esas diversas maneras de estimar nuestra obra científica no era sino la expresión de una postura previa frente a un problema mucho más hondo: la significación de toda nuestra historia pretérita, desde, el punto de vista de las varias actitudes espirituales creadas en España por el siglo XIX. Sobre el juicio pesaba más la «visión del inundo» del juez que su erudición acerca del acervo científico de nuestro pasado. Una famosa controversia, la «polémica de la ciencia española», va a mostrarlo con prolija evidencia.

Llámase «polémica de la ciencia española» a la que en torno al tema sostuvieron, entre 1876 y 1878, unos cuantos españoles muy representativos de las tendencias a la sazón vigentes en nuestra vida intelectual. Reduciendo el suceso a sinopsis, he aquí los grupos operantes y las tesis por ellos sustentadas:

  1. Los representantes del progresismo, fuese su pensamiento krausista (Salmerón), positivista (Revilla) o romántico y doctrinario (Azcárate). «En la historia científica no somos nada», dice, por todos, Revilla. Causa principal de tal indigencia habría sido la acción inhibidora de la Inquisición.
  2. Los titulares de un tradicionalismo intelectual a ultranza o «medievalista». Para éstos (el padre Fonseca, Pidal y Mon) el problema debatido -la cuantía y la calidad de nuestra producción científica- tendría muy escasa importancia. La obra intelectual del mundo moderno apenas serla, a su juicio, algo más que un radical e inmenso descarrío.
  3. Los afirmadores de un tradicionalismo «moderno» (Menéndez Pelayo y Laverde). Estos conceden valor positivo a la obra de los europeos posteriores al siglo XV o, cuando menos, a una parte de ella; de ahí su afán por demostrar con «datos positivos» la participación de España en la historia universal de la ciencia. La copiosa y entusiasta argumentación de Menéndez Pelayo fue luego reunida en su famoso libro La ciencia española.

Menéndez Pelayo adujo una considerable cantidad de nombres de teólogos, filósofos, juristas, historiadores, matemáticos, cosmógrafos y naturalistas españoles. Pero con ello no hizo otra cosa que replantear más precisa y agudamente el problema. Dejemos de lado lo concerniente a la Teología, la Filosofía y el Derecho; miremos sólo hacia el área de las ciencias de la naturaleza. ¿Por qué España, patria de Cervantes, Velázquez, Hernán Cortés y Lope de Vega, no engendró, durante el siglo y medio de su máxima grandeza, un hombre comparable a Kepler, a Galileo, a Fermat, o, por lo menos, a Tartaglie o a Vieta? Los muchos nombres de autores mediocres acumulados por el inmenso saber y la óptima voluntad de Menéndez Pelayo no podían ser capaces de eludir esa grave y urgente interrogación. Y decir, por otra parte, que «la gente española propende a la acción y se distingue por el sentido práctico y por la tendencia a las artes de la vida», equivalía a evadirse del problema con una respuesta mucho más resignada que suficiente.

El libro de Menéndez Pelayo no fue una solución, sino un punto de partida. En algunos (Echegaray, Carracido, Bonilla y San Martín, Peset, Rey Pastor, Sánchez Pérez, Millás Vallicrosa) suscitó el deseo de completar y depurar la documentación en él reunida. Otros recibieron de él estímulo y noticia suficientes para una revisión estimativa del problema mismo. Entre éstos, Cajal, Unamuno, Ortega y Gasset, Marañón y Américo Castro.

Cajal atacó muy de frente la cuestión en Reglas y consejos para la investigación científica, su discurso de ingreso en la Academia de Ciencias (1897). Parte de un hecho: la notoria parvedad de la producción científica española ¿Dónde está la causa de esa deficiencia nuestra? Después de pasar revista crítica a las varias explicaciones propuestas -«hipótesis térmica», «teoría oligohídrica», «teoría económico-política», «hipótesis del fanatismo religioso», «hipótesis del orgullo y arrogancia españoles»-, Cajal resume su posición en dos tesis, una negativa y otra positiva:

  1. La manquedad de nuestra ciencia no procede de una incapacidad física -geográfica o racial- de la nación española;
  2. La razón principal de esa manquedad consistió en nuestro aislamiento, en nuestra «segregación intelectual». «España -escribe Cajal- no es un pueblo degenerado, sino ineducado»; y «la causa culminante de ese retardo nuestro no es otra que el enquistamiento espiritual de los españoles».

La personal disposición de Unamuno frente al problema de la ciencia española pasó por dos fases. En su mocedad -«cuando yo era algo así como un spenceriano», dijo de sí mismo- deploró nuestra deficiencia y la atribuyó al predominio del «casticismo castellano». Más tarde cambiaron los supuestos de su juicio, v concedió un alto valor positivo a la obra no científica de los españoles. De ahí su fórmula («españolización de Europa») y su consigna: «¡Que inventen ellos!».

La «actitud Cajal» y la «actitud Unamuno» han sido los quicios de todas las opiniones solventes emitidas en nuestro siglo. Ortega proclamó con vehemencia el imperativo de la educación europea y científica de España, tanto para obtener su fruto específico -la ciencia- como para potenciar y esclarecer «la enérgica afirmación de Impresionismo yacente en nuestro pasado». No dista mucho de éste el pensamiento de Marañón, expuesto por él hace bien poco en su libro Cajal, su tiempo y el nuestro. Castro, en cambio, parece haberse inclinado a la posición unamuniana. La peculiaridad de la Edad Media española -ocho siglos de vida puesta en el futuro, convivencia con árabes y judíos- habría hecho a los españoles genuinos incapaces del vigoroso aterimiento a la realidad presente que la ciencia exige: el español vería el mundo más según lo que el mundo y él «pueden ser» que según lo que uno y otro «son». Pero esto no resulta deplorable, cuando la estimativa no es unilateral ni angosta: «El que no tenga cotización en el mercado del conocimiento físico -concluye Castro- no quiere decir que la serie Fernando de Rojas (La Celestina), Hernán Cortés, Cervantes, Velázquez y Goya, signifique en el mundo de la axiología, de los valores máximos del hombre, algo de menor volumen que Leonardo, Copérnico, Descartes, Newton y Kant».




- II -

Mas, a todo esto, ¿cuál ha sido, de hecho, la producción científica de los españoles? Tal interrogación puede ser contestada según dos puntos de vista. Si se entiende la expresión «ciencia española» en el sentido de «ciencia en España», y si de España se tiene un criterio puramente geográfico, la narración del historiador habrá de considerar, aparte la obra científica de tos españoles posteriores a Covadonga, la aportación de hispanorromanos, hispanovisigodos y árabes de al-Andalus a la historia universal de la ciencia. Si, por el contrario, se atribuye condición española sólo a los hombres de la Reconquista y a sus descendientes y adheridos, sólo ellos darán pábulo a la materia del relato historiográfico. Elija cada cuál la tesis que estime preferible. Nosotros, que proprenderíamos a confesar la segunda, nos creemos obligados a iniciar esta sucinta exposición recordando la obra científica de la España romana.

  1. En la brillante contribución de los hispanorromanos a la historia de Roma tuvieron parte escasa la ciencia y la técnica. Las Quaestiones naturales de Séneca no pasan de ser un inteligente comentario de Posidonio y Platón; el tratado de Columena (De re rustica) es más bien técnica agrícola y poesía geórgica que ciencia propiamente dicha. Más valor científico tiene la cosmografía de Pomponio Mela (De sita orbis o Chorographia).
  2. Tampoco entre los hispanovisigodos hubo una producción científica original. Hubo, si, considerable afición al saber científico, y en ello no fueron inferiores a los restantes pueblos europeos de la alta Edad Media. Basta pensar en las Etimologías, la gran compilación de San Isidoro. Sabemos también que el obispo Eugenio († 646) era hombre muy versado en las fases de la luna. Pero es lo cierto que sólo una pequeña parte de la ciencia antigua llegó a los sabios de la alta Edad Media europea.
  3. La obra científica de los hispanoárabes fue relativamente tardía. Los conquistadores de la Península, incultos beréberes, trajeron mucho más coraje que saber. Sólo cuando ‘Abd al-Rahmán III eleve a califato el emirato de Córdoba y decrezca el poder social del fanatismo alfaquí, comenzará al-Andalus a contar en la vida intelectual del Islam.
    • El sabio musulmán fue, por lo común, enciclopédico. Averroes cultivó la filosofía, la medicina y las ciencias naturales; Maslama hizo matemáticas, astronomía, zoología y alquimia. Ello, sin embargo, no amengua la conveniencia de exponer en dos apartados el conjunto de la producción científica de al-Andalus: uno consagrado a la matemática y la astronomía, otro a las ciencias naturales y la geografía. En cuanto a la filosofía y a la medicina, remito a los vocablos correspondientes.
    • Un escrito del astrónomo Ibn Sā‘id de Toledo (siglo XI) nos permite seguir con alguna precisión el curso del saber matemático y astronómico de los hispanomusulmanes. El primero que merece mención es el matemático Abu Galib Habbab ibn ‘Ubada, contemporáneo de ‘Abd al-Rahmān III; síguenle los dos maestros de Maslama, Abu Ayyub ‘Abd al-Gafir ibn Muhammad y Abu Bakr ibn Abl ‘Isà; y, ya en el siglo XI, las dos grandes figuras de la ciencia exacta de al-Andalus: Abu-l-Qasim Maslama al-Mayriti y Abu Ishaq Ibrahim b. Yahyà o Azarqueil. El madrileño Maslama comentó el Almagesto, compendio de las tablas astronómicas de al-Battani y al-Jwarizmi, escribió de geometría y educó en la ciencia a un grupo de brillantes discípulos (Ibn al-Samb, Ibn al-Saffar, etc.), gracias a los cuales fueron luego cultivadas en los reinos de Taifas la astronomía y la matemática. Azarquiel, por su parte, compuso tablas astronómicas y almanaques, estudió el movimiento del sol y de las estrellas fijas y publicó un Tratado de la azafea. Las Tablas toledanas o de Azarquiel fueron utilizadas en toda Europa durante los siglos XII y XIII, hasta la difusión y el predominio de las Tablas Alfonsíes.
    • Debe mencionarse ahora los más importantes naturalistas y geógrafos de al-Andalus. Fueron decisivos, para suscitar la ciencia natural en Córdoba, el Dioscórides con que el emperador de Bizancio obsequió a 'Abd al-Rahmán III y la difusión del libro geográfico y zoológico del oriental Ibn Hawqal. En la segunda mitad del siglo X, Ibn Yulyul (Ben Cholchol) comenta y amplia el legado botánico de Dioscórides; otro tanto hizo el médico Abu-l-Qasim, en los capítulos de al-Tasrif dedicados a los remedios simples. En el siglo XI descuellan los tratadistas de agricultura Ibn Wafid (Ben Gueflt), Ibn Bassal e Ibn Hayyay; el geólogo cordobés Ibn Hazm: los geógrafos Ibn al-Fayat, sevillano, y al-Bakri, cordobés. Ibn Bassal fue también excelente botánico. La cumbre de la historia científica de al-Andalus hállase en el siglo XII. En él hacen ciencia natural -además de filosofía y medicina- Avenzoar (Ibn Zuhr), Averroes (Ibn Rusd); Ibn Tufayl y Avempace (Ibn Bayyah); escriben geografía al-Mazini y al-Idrisi; compone su tratado botánico al-Gafiql, y al-‘Awwam lleva a su cima la ciencia agrícola hispanomusulmana. Del siglo XII (o de fines del XI) es también un importante manuscrito botánico anónimo estudiado por Asín Palacios. Más tarde, cuando ya al-Andalus se desintegra, brillan los fitógrafos al-Nabati e Ibn-al-Baytar.
    • Tal fue, en sumarísimo apunte externo, a ciencia natural hispanoárabe. Pero ¿hubo, en rigor, una ciencia islámica? Los «clasicistas» lo niegan en redondo: «no hay una ciencia árabe», escribió Duhem. Frente a ellos, los «islamistas» afirman con exceso la originalidad musulmana. Acaso sea más certera una posición intermedia. Los árabes no crearon, es cierto, conceptos científicos originales; limitáronse a vivir de los conceptos griegos. Pero en ciertas disciplinas -matemáticas, astronomía, óptica, botánica- ampliaron notablemente el saber helénico. No fue ajena a esa tarea la pronta incorporación de todo el Oriente próximo y medio (Irán, Mesopotamia y parte de la India) a la naciente y arrolladora cultura del Islam.
  4. Hemos de estudiar ahora la «ciencia española», en el sentido más estricto de la expresión. Para ello, dividamos la historia de esa ciencia en seis periodos: la Edad Media, el Renacimiento (Reyes Católicos, Carlos V y primera mitad del reinado de Felipe II), la Contrarreforma (de Felipe II a Carlos II), la Ilustración borbónica (desde Felipe V hasta la Guerra de la Independencia), el periodo de las guerras civiles (1808-1875) y la Restauración (1875-1931).
  1. La España medieval fue más difusora que creadora de ciencia. Trájolo consigo la empresa de la Reconquista; la cual, a la vez que absorbió casi integra la energía de los españoles, impuso a éstos una estrecha convivencia con los árabes, depositarios y cultivadores de la ciencia antigua. De ahí la importancia de los traductores de Toledo (Johannes Avendaut, Gundisalvus, Gerardo de Cremona, Miguel Escoto, Hermann el Alemán) en la constitución del pensamiento científico medieval. No fueron ellos, sin embargo, los únicos transmisores del saber griego y arábigo. En la misma empresa colaboraron, desde el siglo IX, los monjes de Santa María de Ripoll; y, ya en el XII, varios judíos aragoneses y catalanes estudiados por Millás: el converso Pedro Alfonso de Huesca (Mosé Sefardí), maestro de Walcher y, probablemente, de Adelardo de Bath; el barcelonés Abraham bar Hiyya, autor enciclopédico, y el astrónomo y matemático Abraham ibn ‘Ezra, que enseñó en casi toda Europa. Ampliamente europea fue también la vigencia de la obra astronómica de Alfonso X.
    • Ocupan un puesto muy singular en la historia de la ciencia medieval española Ramón Lull, cuya idea de una ars magna o «ciencia general» será una de las constantes utopías intelectuales del mundo moderno, y el hebreo Hasdy Crescas, de Barcelona, sutil impugnador de la Física de Aristóteles en el filo de los siglos XIV y XV.
  2. Dos razones levantan y diversifican la producción científica de los españoles en el siglo que transcurre entre el matrimonio de los Reyes Católicos y la batalla de Lepanto: el rápido auge interno de España y su frecuente e íntima relación con la Italia del Renacimiento. España, que acaba de crear el Estado moderno, participa del espíritu renacentista y produce ingenios menesterosos de una visión inédita de la realidad Entre ellos están los matemáticos Pedro Ciruelo, Juan Martínez de Silíceo, Gaspar Lax, Jerónimo Muñoz, Juan de Ortega y el lusohispano Pedro Núñez; los cosmógrafos Juan de la Cosa, Rodrigo Basurto, Martín Fernández de Enciso y Nuño García de Torreño; los astrónomos Andrés de Poza y Juan López de Velasco; los tratadistas de náutica Pedro de Medina, Martín Cortés y Pedro Guillén; el arquitecto Juan de Herrera, fundador en Madrid de una Academia científica, Domingo de Soto, agudo comentador del pensamiento físico de Aristóteles; los naturalistas Juan Fragoso, Cristóbal Acosta, Francisco Micó, Álvaro Castro y Juan Gil; el geopónico Gabriel Alonso de Herrera; los tratadistas de artillería Diego de Álava, Luis Collado y Cristóbal Lechuga. A esa serie de nombres debe unirse la que constituyen los filósofos, médicos e historiadores de la época. Aun sin haber dado una figura de primer orden -si no se cuentan las de Luis Vives y Miguel Servet-, la España del siglo XVI se adelanta hacia la gran tarea intelectual de la época.
  3. Cambian las cosas en la segunda mitad del reinado de Felipe II. La empresa de la Contrarreforma se hace más ardua, y debe ser más empeñada la entrega de España a la misión de sostenerla. En consecuencia, decrece el comercio espiritual con Europa. «Los españoles, que con más comodidad pudieran practicar el mundo, son los que más retirados están en sus patrias», escribirá Saavedra Fajardo. Todo ello alcanza pronta expresión Intelectual: España da teólogos, juristas y un gran metafísico, pero muy escasos y mediocres cultivadores de las ciencias exactas y naturales. Non omnes omnia possumus. Son dignos de mención los matemáticos Juan Caramuel, Antonio Hugo de Omerique y el padre Tosca; los astrónomos Ginés Rocamora y el padre Zaragoza; el padre José Acosta, naturalista de las Indias, y el botánico Bernardo Cienfuegos; los metalurgistas de la América española, con Álvaro Alonso Barba a su cabeza. No dejó de haber ciencia natural, es cierto, en la España del siglo XVII; pero bien poca, si se piensa que ese fue el siglo de Kepler, Galileo y Newton.
  4. Llegó nuestra vida intelectual a su postración máxima en el último decenio del siglo XVII y durante la Guerra de Sucesión. Nunca fueron más patentes las consecuencias de la derrota de España por la Europa moderna. De ahí el carácter a la vez fundacional y polémico de la actividad científica española del siglo XVIII. La ciencia moderna hubo de ser instaurada en España, y el empeño no podía ser cumplido sin un difícil combate en dos frentes: uno interior, contra los que seguían adheridos a la rutina de la física y de la medicina antiguas; otro exterior, contra los detractores del pasado inmediato y aun de la existencia de España. Tal es la situación espiritual en que viven el padre Feijóo, Forner, Cavanilles, Campomanes y Jovellanos.
    • Esa empresa de fundación exigió el concurso de sabios y técnicos extranjeros. La iniciativa partió de Felipe V y fue heredada por Fernando VI y Carlos III. Vinieron así y trabajaron en España Loeffling, Quer, Bowies, Proust, Chavaneau, Godin, Herrgen y otros. Complementariamente, se inició el envío de pensionados a Francia e Inglaterra; lo fueron, entre otros, Jorge Juan, Antonio de Ulloa y Cavanilles. Con todo lo cual pudo al fin lograrse una modesta, pero estimable producción científica. El reinado de Carlos III (1759-1788) señala el ápice de ese florecimiento.
    • Entre los matemáticos y astrónomos del periodo descuellan Jorge Juan y Antonio de Ulloa, copartícipes en la medición del grado de meridiano en la zona ecuatorial. Algo anterior a ellos fue Andrés Puig; contemporáneos suyos. Antonio Gregorio Rosell, José de Chaix, el padre Tomás Cerdá y Benito Bails; y un poco posterior, Gabriel Císcar, que intervino, con Agustín Pedrayes, en el establecimiento del Sistema Métrico Decimal. Fue también un astrónomo muy laborioso y estimado José Joaquín Ferrer y Cafranga.
    • El magisterio de Proust y Chavaneau, y el celo de la Sociedad Económica Vascongada de Amigos del País, levantaron hasta un nivel excelente la investigación química. Tres elementos químicos deben su descubrimiento a nuestros investigadores dieciochescos: Antonio de Ulloa fue el primer descriptor del platino; los hermanos Elhuyar aislaron el tungsteno o wolframio; y Andrés Manuel del Río descubrió en Méjico el eritronio, luego llamado vauadio. Junto a ellos pueden ser mencionados Antonio Martí de Ardenya, que prosiguió las investigaciones de Lavoisier sobre la composición del aire, y los físicos Ignacio Ruiz de Luzuriaga, uno de los iniciadores del electromagnetismo, y Agustín de Betencourt y Francisco Salvá y Campillo, precursores muy inmediatos del telégrafo eléctrico.
    • También las ciencias naturales fueron muy amplia y decorosamente cultivadas. Destacaron los botánicos Gómez Ortega, Miguel Barnades, Palau y Verdera, Cavanilles, Ignacio de Asso y, sobre todos, Celestino de Mutis, «patriarca de los botánicos del Nuevo Mundo», según el juicio de Humboldt. Lagasca supo continuar a comienzos del siglo XIX esa brillante tradición fitográfica. Y no fue menor el nivel de nuestra técnica militar (baste el nombre de Santa Cruz de Marcenado) y de las ciencias geográfica y náutica (Toriño, Azara, Malaspina, Mazarredo, Churruca, Tomás López, etc.).
  5. Sólo celosamente cultivada prospera en España la planta de trabajo científico; así lo impone, mientras no cambien los hábitos de nuestro espíritu, todo un cúmulo de razones históricas y sociales. Ese animador estado de la ciencia española en la segunda mitad del siglo XVIII comenzó a decaer cuando, elevado al trono Carlos IV, faltó interés por sostenerlo y se perdió por completo poco más tarde, cuando la Guerra de la independencia y las contiendas civiles subsiguientes quemaron la actividad y La ambición de los españoles. Nuestra producción científica llegó a ser nula o casi nula en los años de Gauss y Cauchy, Ampère y Faraday, Johannes Müller y Claudio Bernard, Laplace y Maxwell. Sólo algunos de nuestros médicos y naturalistas de esa época podrían ser hoy tímidamente llamados «hombres de ciencia».
  6. Mudan sensiblemente tas cosas -otra vez- a partir de la Restauración. La calma interior de España, el ejemplo de «la Europa» y un leve cuidado por parte del poder público permitieron la entrega de algunos españoles al otlum que exige la obra científica. Es la hora de Cajal, de Menéndez Pelayo, de Codera y Ribera, de Ferrán y Turró, de Olóriz, Gómez Ocaña y San Martín, de Hinojos, de Eduardo Torroja y Zoel García de Galdeano; es decir, de todos los fundadores de la ciencia española contemporánea. Dejando a un lado, como hasta ahora, cuanto atañe a la filosofía, a la Medicina, a la Filología, a las Ciencias históricas y al Derecho, he aquí un somerísimo cuadro de este reciente y máximo renuevo de nuestra vida intelectual.
    • Dos hombres sacaron a la matemática española de la extrema penuria a que habla llegado: Zoel García de Galdeano y Eduardo Torroja. De su magisterio directo o indirecto proceden Vegas, Álvarez Ude, Rey Pastor; y, después de éste, Rodríguez Bachiller, San Juan, Sixto Ríos, Ancochea y Flores. La física, casi inexistente entre nosotros a fines del siglo XIX -Echegaray fue tan sólo un brillante expositor-, ha logrado un nivel considerable por obra de Cabrera, Tenadas, Plans, Catalán, Palacios y Olero. Isaac Peral, Torres Quevedo y Juan de la Cierva, han dado prestigio a nuestra técnica; Ibáñez de Ibero, Márquez y Galbis se han distinguido como geodestas y astrónomos; y gracias a una creciente exigencia -Carracido, Piñeras, Casares, del Campo, Rocasolano, Jimeno Moles- se ha ido pasando en química de la mera erudición a la investigación original.
    • La investigación biológica española se halla presidida por la obra de Cajal y su escuela; mas también entre los cultivadores de las disciplinas taxonómicas y descriptivas hay nombres relevantes. Así, los botánicos Amo Mora, Colmeiro, Lázaro y Reyes Prósper; los zoógrafos Graells, Bolívar, De Buen, Cabrera, Lozano y Boscá; y los antropólogos Olóriz, Aranzadi, Hoyos y Sainz, Barras de Aragón y Obermaier. Junto a ellos deben ser mencionados los geólogos y mineralogistas que han cultivado la herencia de Casiano del Prado: Macpherson, Calderón, Lucas Mallada, Fernández Navarro, Hernández-Pacheco y San Miguel de la Cámara.
    • Varias instituciones van jalonando la historia moderna y contemporánea de la ciencia española. En el siglo XVIII, museos, jardines botánicos, observatorios y sociedades de Amigos del País; en el XIX, Academias y Sociedades científicas; ya dentro del XX, el «Instituto Cajal», la Junta para Ampliación de Estudios, el Centro de Estudios Históricos, el Seminario Matemático y la Fundación Rockefeller; y en nuestros mismos días, el Consejo de Investigaciones Científicas.



- III -

Tal ha sido la historia real de la ciencia española. ¿Qué puede decir el historiador, a la vista del retablo que antecede? Tal vez lo siguiente:

  1. En virtud de poderosas razones históricas, relativas a la génesis de nuestra nacionalidad, la ciencia no se da fácilmente en España. Ha debido ser siempre suscitada por el Estado o por una escasa minoría rectora.
  2. Esa disposición habitual del español frente a la ciencia, y la oscilante actitud de los poderes político y social, explican bien el curso histórico real de nuestra vida científica, con sus tres elevaciones, en los siglos XVI, XVIII y XX, y sus dos hundimientos, en el siglo XVII y en los tres primeros cuartos del XIX.
  3. En modo alguno es aceptable la tesis de una incapacidad física de los españoles -racial o geográfica- para el ejercicio de la actividad científica. Las causas de nuestra deficiencia científica no pertenecen a nuestra «naturaleza», sino a nuestra «historia».






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