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La ciencia española: polémicas, indicaciones y proyectos

Marcelino Menéndez y Pelayo




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El inusitado, aunque poco merecido favor con que el público acogió estas cartas ligerísimas y escritas a vuelapluma, agotando en pocos meses la primera edición, me mueve a hacer esta segunda, del todo refundida y en más del doble aumentada. No sólo he corregido las erratas, inexactitudes, omisiones y faltas de elocución que noté en la primera, sino que he añadido una segunda parte, formada con diferentes escritos acerca de nuestra ciencia por mí publicados en La España Católica y en la Revista de España. En el texto de las cartas ya conocidas he hecho considerables adiciones, sobre todo en la parte bibliográfica. Suprimo, en cambio, la introducción y plan de mi Historia de los herejes españoles, porque esta obra comenzará a publicarse muy luego, y ya no es necesario aquel specimen

¡Quiera Dios que con tales perfiles y retoques haya quedado este librejo menos indigno de la benevolencia de los doctos!




ArribaAbajoA guisa de prólogo

Sr. D. Marcelino Menéndez y Pelayo.

Muy querido amigo y paisano: Pasan los años, marchítanse las ilusiones, las esperanzas terrenales se disipan, los desengaños aumentan, desfallecen a una cuerpo y espíritu, el círculo de la existencia se va cerrando, pero el amor al suelo natal permanece vivo en mi corazón: ni el tiempo, ni la ausencia, ni los trabajos y dolores le extinguen, antes bien crece con ellos de día en día, haciéndose cada vez más íntimo, enérgico y profundo. Paréceme estar oyendo de continuo, tristes y dulces al alma como la memoria de las pasadas alegrías, los ecos vagos y soledosos de las distantes campiñas y de las apacibles tonadas, a cuyo arrullo dormí los sueños primeros, cual si me llamasen a terminar esta vida de tribulaciones allá donde empecé a correrla, feliz y descuidado, entre juegos y risas, caricias y flores. Sumido en amargura y desaliento, sin porvenir ya en el mundo, pocas ideas me apenan tanto como la de exhalar el último suspiro fuera del suelo bendito en que reposan las cenizas de mis abuelos y aún alientan mis padres y hermanos muy amados. ¡Cuán a menudo se me vienen a los labios, con indecible emoción y humedecidos los ojos, aquellos tiernos versos de Lista:


   Dichoso quien nunca ha visto
Más río que el de su patria,
Y duerme anciano a la sombra
Do pequeñuelo jugaba!



Poseído yo de tales sentimientos, natural es que me complazca en explayar la imaginación por esas tierras cántabro-asturianas, como para consolarme de su ausencia, recorriendo en espíritu sus amenísimos valles y enriscadas cumbres, evocando sus antiguas glorias, fantaseando mejoras y progresos y deleitándome con el cuadro halagüeño de su futura prosperidad y bienandanza. Así, nadie extrañará que experimente indecible gozo al recibir de esas montañas y marinas señales de cariño, noticias de hechos que enaltezcan a sus hijos, o testimonios de su saber y cultura, tan elocuentes como las notabilísimas epístolas literarias que usted ha tenido la bondad de encabezar con mi humilde nombre, honrándole sobre todo encarecimiento y poniendo el suyo y el de nuestra común patria a grande altura. Nuevo y muy preciado título de gloria será el libro de usted para nuestra literatura regional, hoy en alto grado rica y floreciente; pues, aparte de otros prosistas y poetas estimabilísimos, posee uno de los primeros filósofos contemporáneos en Fr. Zeferino González, en Campoamor uno de los líricos más egregios, un insuperable novelista y pintor de costumbres en Pereda, un tan soberano artífice y maestro de la palabra como Juan García, y anticuarios y eruditos tan hábiles, laboriosos y concienzudos como Caveda, Arias de Miranda, Assas y Ríos y Ríos, dignos sucesores de los Compomanes, La Serna Santander, Ceán, Floranes, Martínez Marina, La Canal y Pidal de otras épocas. Justo era que de ella saliese la valiente y animada defensa de los merecimientos del espíritu nacional que usted hace en sus Cartas.

Angústiame sólo el motivo que le indujo a escribirlas, que es ciertamente para afligir al más insensible el ver que, en el último tercio del siglo XIX, cuando tanto ha avanzado en todas direcciones el genio de la investigación histórica, aún esté casi enteramente inexplorada la ciencia ibérica de los pasados tiempos, hasta el punto de que escritores, nada vulgares por otros estilos, no teman desconceptuarse negándola o menospreciándola con singular uniformidad e insistencia, y haya sido preciso desenterrar la péñola apologética de Matamoros, Lampillas, Forner y Cavanilles, no contra menguados enciclopedistas traspirenaicos, ni frívolos abates italianos de la anterior centuria, sino contra famosos literatos y filósofos españoles del día presente.

Pero bien mirado todo, no tenemos por qué lamentarnos de su conducta. Oportet hœreses esse. Si ellos no hubiesen caído en la mala tentación de remedar las añejas ocurrencias del asendereado colaborador de la Enciclopedia, habríale faltado a usted ocasión de enriquecer la literatura española con sus preciosas Cartas, en que tan brillantes muestras da de estar cortado por el patrón de los Nebrijas, Vives y Brocenses. El caudal de doctrina y de noticias (muchas harto nuevas), la madurez y penetración de juicio, la destreza polémica, el orden amplio y desembarazado, y la soltura, originalidad y abundancia de estilo que usted ostenta en ellas, hácenlas dignas de ponerse con los dechados del género en nuestra lengua. Maravilloso en verdad es, en un joven de veinte años, tal conjunto de cualidades, que pocas veces aparecen reunidas. Y el asombro sube de punto al considerar que esas Cartas han sido improvisadas ex abundantia cordis, sin desatender otras tareas literarias, de mucho mayor empeño algunas. Ahí están, para no dejarme por hiperbólico, los Estudios poéticos, donde en breve conocerá el público la maestría envidiable con que usted, émulo dichoso de Burgos, Castillo y Ayensa y otros preclaros traductores nuestros, interpreta en verso castellano las inspiraciones de la musa griega, latina, italiana, lemosina, portuguesa, francesa e inglesa; los Estudios clásicos, de que es un fragmento el bello discurso acerca de La Novela entre los latinos, por usted leído al recibir la investidura de doctor en filosofía y letras; el Horacio en España, curiosísimo ensayo bibliográfico y crítico sobre los traductores, comentadores e imitadores que entre nosotros ha tenido el gran poeta venusino; el Bosquejo de la historia científica y literaria de los jesuitas españoles desterrados a Italia por Carlos III, del cual han salido a luz, valiéndole a usted no pocos plácemes, diversos e interesantes trozos en La España Católica; los Estudios críticos sobre escritores montañeses, inaugurados con el tomo relativo a Trueba y Cosío, modelo de esta clase de monografías, dignamente ensalzado por el sabio Milá y Fontanals en el Polybiblion; la Biblioteca de traductores españoles, vasto tesoro de erudición biográfica y bibliográfica, en su mayor parte, y con infatigable aplicación y diligencia, ya reunida y ordenada; la Historia de la Estética en España, en que, por decirlo así, saca usted de bajo tierra una de las corrientes más fecundas y copiosas de la ciencia patria; y finalmente, la de los Heterodoxos españoles, cuyo plan, que ahora se publica anticipadamente y a manera de specimen, manifiesta bastante la magnitud e importancia de la empresa, y el talento y saber con que, de fijo, será desempeñada. Ópimos frutos prometía para el porvenir la lucidísima carrera universitaria de usted, discípulo fiel de la escuela catalana, educado por los Milá, los Rubió y los Llorens, que supieron cultivar y desarrollar sus nativas disposiciones... la cosecha lleva trazas de exceder a las más galanas esperanzas. Niéguenle su admiración con afectada superioridad la ruin envidia y la vanidosa pedantería; yo no sé reprimirla, ni quiero disimularla; hallo en abandonarme a ella especial fruición, mezclada de noble y legítimo orgullo. ¿Qué mucho, si me cabe parte en la gloria de usted por conterráneo, por amigo y por identificado con sus ideas, sentimientos y aspiraciones?

Pero volvamos a la materia de sus Cartas, de la cual insensiblemente me he venido apartando. Comprendo cuán en lo vivo herirían a usted en su corazón de español y en su alma de erudito los reiterados menosprecios y negaciones de que es objeto nuestra ciencia, y no extraño, por tanto, el tono cáustico y desenfadado con que a veces habla de sus, en esta parte, desalumbrados autores. ¿Qué buen hijo, y más en el hervor de la juventud, si acaso tiene que indicar la honra de su madre, pertinaz y sistemáticamente denigrada (no por malicia de la voluntad, sin duda, pero denigrada al cabo), sabe contener su indignación, medir con absoluta serenidad sus expresiones y respetar escrupulosamente al agresor, sobre todo cuando la reputación de éste es lo único que da alguna fuerza y autoridad a sus palabras en la opinión del vulgo circunstante? Paciencia heroica habría menester, y los Job son rarœ aves.

Harto más duros e incisivos, y de ordinario sin tantas circunstancias que lo atenuaran, han sido la mayor parte de los polemistas antiguos y modernos. Al cabo usted solamente descarga su vis satírica sobre flaquezas literarias, cuando ellos se entraban por la vida privada de sus contradictores, y hasta de sus defectos físicos hacían chacota, si ya no es que apelasen, para hundirlos, a la difamación y a la calumnia. Recuérdese, si no, cuán feroces y envenenadas solían ser las contiendas literarias del Renacimiento. Dejando aparte a Filelfo, a Poggio, a Lorenzo Valla, a Scalígero, a Scioppio y a otros, justamente calificados por Nisard de gladiadores de la república de las letras, ¡con qué rudeza atacó Erasmo a sus adversarios en religión y en filología! ¡a qué armas acudió para defenderse! ¡Qué invectivas dispararon contra él Estúñiga Carvajal y Sepúlveda! Y en todo aquel siglo, ¡qué carácter tan personal y virulento no tuvo casi siempre la controversia entre católicos y protestantes, aunque fuesen hombres doctos y pasasen por juiciosos y moderados los sustentadores! El tratarse recíprocamente de locos, asnos, ebrios, licenciosos, ministros de Satanás, demonios, incendiarios y otros excesos, era cosa común y corriente en las disputas que los humanistas trababan, siquier versasen sobre la más insignificante cuestión gramatical o la interpretación de algún pasaje de los clásicos. Una rociada de improperios parecía la salsa de aquellas brutales pelamesas literarias. Y aún en tiempos de mayor delicadeza social, en el siglo XVII, ¡qué maligno y punzante no aparece Pascal, bien que con formas templadas, en las famosas Provinciales, donde a la par vulnera no pocas veces los fueros de la verdad y de la justicia!

Mas no necesitamos salir de nuestra propia casa. Recorramos la historia de las guerras de pluma en el siglo pasado, y encontraremos repetidos ejemplos de intolerancia y descomedimiento increíbles. El P. Feijóo, por lo común tan prudente y circunspecto, mostrose iracundo y altanero en la Ilustración apologética de su Teatro crítico, proporcionada en verdad al modo descortés con que le impugnaran Mañer, Soto Marne, y otros escritores de aquella época. Del P. Isla nadie ignora que en toda polémica, aún de las más graves, sazonaba con sangrientos chistes todos los rasgos de su pluma. ¿Y quién ha igualado a Forner en el uso de la sátira despiadada contra todo linaje de enemigos? Lean los que a usted le tildan de acre y mordaz sus opúsculos críticos, y entonces sabrán lo que es dureza, furia y personalidades. Ni fue sólo Forner quien se desmandase en este punto: lo mismo hacían sus contrarios; Iriarte, Huerta, Sedano, Sánchez, Vargas, Ponce, Ayala, no le iban en zaga por lo tocante a aspereza y destemplanza. Y en este mismo siglo, ¿no hemos presenciado las durísimas fraternas de D. Fermín Caballero a Miñano y otros geógrafos del año 29, y más acá, y prescindiendo de lides menos ruidosas, la increíble por lo extremada entre Gallardo, D. Adolfo de Castro y Estébanez Calderón con motivo de la publicación del Buscapié en 1848? ¿Ha llamado usted caco ni biblio-pirata a ninguno de los herederos de Mr. Masson?

No vengan a decirnos que esas eran riñas de plazuela entre literatos y bibliófilos, gente levantisca y revoltosa, como que no conocen los mandamientos del Ideal de la humanidad ni saben poner atento oído al Imperativo categórico; ni tampoco nos repitan que muy de otra manera se han en sus controversias los publicistas formales, los científicos y filósofos eximios. Nadie negará que a esta categoría pertenece el sabio escocés Hamilton, el cual, no obstante, empeñado en polémica con el doctor Brown, díjole cosas, por lo menos, tan ásperas como usted a sus adversarios, llegando a afirmar de él que rara vez citaba autores antiguos sin mostrar su absoluta incompetencia en las materias sobre que tan intrépidamente discurría. Esto escribió Hamilton en la sesuda y flemática Revista de Edimburgo, por juzgar comprometida en aquella lucha la causa de la filosofía escocesa. No ha ido usted más lejos, a pesar de su sangre meridional y viveza juvenil, en una contienda en que andaban empeñados juntamente el crédito científico de España y el honor y la vida de la filosofía española.

No dejaré de aconsejarle, sin embargo, que en lo sucesivo, llegado el caso de habérselas de nuevo con los empedernidos sectarios de Mr  Masson, imite en lo que pueda al santo Patriarca idumeo, aunque ellos disten mucho de proponérsele por modelo. Así no les dejará usted, para encubrir su derrota, el tradicional recurso de exclamar: «¡Esos neos (por lo visto, vuelve a estar de moda la palabrilla, que, para calificar a los admiradores de Vives, no tiene precio) siempre los mismos! ¡siempre empleando, en lugar de razones, insultos y diatribas! ¿Cómo discutir en serio con tales gentes?» Y privados de esta puerta falsa, ¿por dónde se escaparían?

Porque, a los ojos del buen sentido y de la crítica imparcial, que no se para en la corteza de las cosas, usted ha conseguido sobre ellos señaladísima victoria. Empezaron asentando rotundamente que la vida científica de España estuvo oprimida y paralizada casi por completo durante el periodo que corre desde los Reyes Católicos hasta la guerra de la Independencia. Sólo considerando cuánto suelen ofuscar aún a las más perspicuas inteligencias los prejuicios sistemáticos, acierto a explicarme cómo mi digno amigo y tocayo el Sr. Azcárate pudo aventurar proposición semejante, máxime teniéndola de antemano refutada nada menos que en la Exposición histórico-crítica de los sistemas filosóficos modernos, escrita por el sabio autor de sus días, ferviente panegirista del movimiento intelectual de España en el siglo XVI. El convencerla de errónea no era por cierto difícil, y usted lo ha hecho cumplidamente, recordando los principales méritos de la filosofía española, enumerando los autores más ilustres que entre nosotros cultivaron las varias ramas del árbol enciclopédico, encomiando cual se merecen sus producciones y enseñanzas, y dando alguna idea de los adelantamientos debidos a su meditación y estudio. Su primera carta es un excelente resumen, de la inmensa actividad intelectual desplegada por nuestros compatriotas en los tres siglos precedentes, a la vez que una demostración palmaria de la ligereza y falta de verdad con que se pinta al despotismo inquisitorial como la causa única y más eficaz de nuestra decadencia científica y del menor progreso que en algún orden de conocimientos alcanzamos. ¿Qué obstáculos puso el Santo Oficio a Vives para señalar las múltiples fuentes de la corrupción de los estudios, ni al P. Feijóo para fulminar su crítica incansable contra toda casta de errores y preocupaciones? ¿En qué vejó a Vallés, Gómez Pereyra, Isaac Cardoso y tantos otros por sus hipótesis y teorías físicas y psicológicas, para aquel tiempo tan osadas? ¿Qué persecuciones descargó sobre nuestros políticos y economistas en castigo de los principios y máximas, con frecuencia asaz radicales, que en sus libros expusieron? Si no impidió el florecimiento de las ciencias médicas, por los mismos adversarios reconocido, ¿con qué justicia puede imputársele nuestra relativa pobreza en las exactas, físicas y naturales?

Desalojados así de sus primeras posiciones, todavía no se dieron por vencidos los massonianos. Reconociendo, aunque a regañadientes, que el espíritu científico no estuvo del todo muerto en nuestros abuelos, han pretendido amenguar su importancia con sostener que aquellos sabios no pasaron de voces aisladas sin enlace ni consecuencia con el proceso de la cultura europea, por donde nada valen en la historia general de las vicisitudes del entendimiento humano. Mas como la negación, sobre todo en absoluto, es siempre arriesgada, tropezaron de nuevo con la formidable oposición de usted, que en otras dos cartas, amplificando especies ya apuntadas en la primera, puso de resalto a poca costa la inanidad de sus juicios y el ningún fundamento de sus aseveraciones.

No se habrían metido en tan mal paso, si en vez de medir, como sin duda miden, lo pasado por lo presente, parasen mientes en ciertos datos históricos y reflexionaran sobre ellos. Hoy, es verdad, nuestra ciencia halla eco muy débil fuera de los lindes de la Península. ¿Para qué han de venir los extranjeros a buscar pálidas y desfiguradas reproducciones de su saber y enseñanzas? ¿Tenemos en el día pensamiento propio, digno de ser estudiado? Esto hemos adelantado con el insensato empeño de divorciarnos de la tradición nacional y abrirnos a todo viento de doctrina. Excepto un corto número, casi todos producto de neos y oscurantistas como Balmes, Donoso Cortés, Fr. Zeferino González, Caminero... ¿qué libros modernos de ciencia española han salvado los Pirineos? ¡No sucedía así en el siglo XVI, y aún en el decadente XVII. Entonces se traducían y reimprimían y leían con avidez en toda Europa las producciones de Fr. Antonio de Guevara, paisano nuestro muy ilustre, las de Granada, Quevedo, Saavedra Fajardo, Gracián y otros mil, originalmente escritas en castellano, a tal punto, que una bibliografía de sus versiones sería inmensa y para España gloriosísima. Pues si esas obras, no todas de primer orden, obtenían tanta circulación entre los extranjeros, ¿qué no acontecería con las compuestas en latín, cuando éste era el idioma común de los sabios en el orbe cristiano? ¿Dejarían de infiltrarse y germinar en el espíritu de Europa y contribuir a su educación intelectual las doctrinas, las ideas nuevas, los descubrimientos en ellas contenidos? Por otra parte, multitud de sabios españoles desempeñaban a la sazón cátedras en las principales Universidades italianas, francesas y alemanas; hasta en Polonia y Dinamarca tuvimos profesores. ¿Cabe en lo posible que sus lecciones cayesen como semillas muertas sobre los innumerables alumnos que a oírlas acudían? Si tan pobre y estadiza fuese nuestra ciencia, ¿habrían merecido tal aceptación en todas partes los libros y los doctores que la explicaban? ¿No prueba esto que íbamos, no a la cola, sino a la cabeza? ¿Cuándo se ha visto que los pueblos menos cultos manden en tanta abundancia lecturas y maestros a los más adelantados?

Numerosos hechos, cuya certeza e importancia sería monstruosa temeridad poner en duda, vienen en confirmación de estas inducciones tan obvias como legítimas. Juan Luis Vives sembró los gérmenes del baconismo, del psicologismo escocés y aún del cartesianismo, que tuvo también antecedentes más inmediatos en otros filósofos peninsulares; las doctrinas metafísicas y teológicas de Molina, Vázquez y Suárez, que modificaron el tomismo en puntos capitales, dando origen a empeñadas controversias, extendiéronse con la Compañía de Jesús hasta los últimos confines del globo; los teólogos españoles fueron los oráculos del Concilio de Trento y de todas las escuelas del continente, adquiriendo superior concepto, aún entre los protestantes; con las obras de los místicos, recibidas donde quiera con extraordinario aplauso, nutrieron su espíritu San Francisco de Sales, Bossuet, Fenelon, etc., que no les superan ciertamente en profundidad ni en grandeza; en las de nuestros escritores filosófico-jurídicos, Vitoria, Ayala, Suárez, Domingo de Soto, bebieron Grocio y demás organizadores del Derecho natural y de gentes lo más selecto, puro y sólido de sus teorías; las de Huarte, Pujasol, Venegas y Bonet algo representan en el desarrollo histórico de la Frenología y de la Pedagogía, como en el de la Gramática general y de la Filología comparativa las del Brocense, Arias Montano y Hervas y Panduro; ¿qué mas? hasta las de nuestros físicos y naturalistas, en tan baja estima tenidos, aportaron no despreciables aumentos al acervo común de la ciencia europea. De todo esto ha hablado usted acertadamente. Y ante hechos de tal calibre, ¡hay doctores españoles, y de primera nota, que crean posible escribir la historia del saber humano sin contar para nada con España!

No es de admirar, a vista de semejante fenómeno, que los extranjeros miren con poco aprecio la ciencia española y desconozcan sus servicios. Así, no extraño que Rousselot en su monografía de Los místicos españoles hable de Raimundo Lulio como de un loco verosímil sólo en el país de Don Quijote, y llame simples moralistas a todos nuestros pensadores del siglo XVI, citando entre ellos a algunos que, como Sepúlveda, poco de moral escribieron, y hasta regatee su admiración a los sublimes místicos objeto de su libro, con tener por cierto y averiguado que fueron ellos nuestra única filosofía. Menos extraño aún que Emilio Saisset, que a la cualidad de francos une la de no presumir de hispanista, en su obrita de los Precursores de Descartes, ni siquiera miente los nombres de Vives, Juan de Valdés, Foxo, Henao, Bernaldo de Quirós, Arriaga, Vallés, doña Oliva Sabuco, Gómez Pereira, etc., de cuyos libros sacó o pudo sacar el filósofo de la Haye la duda metódica, el entimema famoso, la doctrina del pensamiento y la extensión considerados como constitutivos esenciales respectivamente del espíritu y de la materia, la de las ideas innatas, la teoría de las pasiones, la localización del alma en la glándula pineal, el mecanismo, el automatismo de las bestias, etc. Ni tampoco me sorprende que otros escritores franceses, que, como, por ejemplo, M. Levèque en la Revue des Deux Mondes, han ventilado recientemente este último punto -hoy de alguna entidad por lo que se relaciona con la psicología comparativa,- hagan caso omiso de la Antoniana Margarita y de sus impugnadores. ¿Por dónde pretenderíamos que los extraños nos diesen ejemplo de españolismo, cuando no saben (salvo sus intenciones) dárnosle los propios?

Desde el comienzo de la presente contienda viose asomar, en medio de las varias negaciones, digámoslo así, concéntricas, que la ocasionaron, y cual núcleo de ellas, una negación capital, en cuyo mantenimiento han revelado mayor empeño los massonianos, así como usted, por su parte, lo ha puesto no menor en echarla abajo; la negación de la filosofía española. Arrollados por la erudición y la lógica de usted, fueron abandonándolas todas sucesivamente; a esta de que hablo no renunciaron hasta el postrer momento, encastillándose en ella como en su último y más preciado baluarte. Eran harto débiles sus fundamentos para que pudiese sostenerse mucho tiempo. No sé con qué derecho exigen los adversarios, como condición sine qua non, para que un pueblo pueda blasonar de tener filosofía propia y con ella opción a figurar honrosamente en los anales de la ciencia, el que ofrezca una serie de filósofos regimentados en forma de escuela, y que el influjo de ésta haya trascendido al resto del mundo. Paréceme que con poseer cierto número de pensadores ilustres que, reflejando la índole del genio nacional, apareciesen unidos por comunes caracteres externos, bastaría. No tuvo más Italia, y de los chinos no sabemos que sus luces hayan llegado mucho más acá de las fronteras del Celeste Imperio. Con todo, a nadie se le ha ocurrido la peregrina idea de calificar de mitos a las filosofías italiana y china, y menos de privarlas de los honores de la historia. Pero no necesitó usted valerse de esta clase de argumentos, supuesto que podía acometer de frente al enemigo, oponiéndole no una, sino tres creaciones filosóficas españolas, tres escuelas originales, de influencia en el pensamiento europeo, a saber: el lulismo, el suarismo y el vivismo, aún sin contar el senequismo, el averroísmo y el maymonismo.

La existencia del lulismo y del suarismo por ningún escritor razonable había sido hasta ahora puesta en tela de juicio; la del vivismo era más disputada; yo me atreví a afirmarla años ha; usted la demuestra con pruebas irrefragables, evidenciando al propio tiempo sus extensas y profundas ramificaciones en la variada trama de las modernas teorías filosóficas. ¡Cuán fuera de camino van los que sólo consideran a Vives como censor de la Escolástica, cuando su poderosa crítica alcanzó a todos los sistemas entonces conocidos, y de todos formó proceso, y en todos encontró defectos y perfecciones! No sería absurdo un paralelo entre la obra científica de Vives y la de Santo Tomás de Aquino. Si el Ángel de las Escuelas supo encauzar por las vías católicas las torcidas corrientes filosóficas de su siglo, depurando las doctrinas anteriores y organizándolas en una vasta síntesis; el polígrafo valenciano acrisoló la escolástica decadente, combinó con el oro que de ella extrajo lo más acendrado de otros sistemas, abrió nuevo sendero a la especulación dando importancia al procedimiento inductivo, reformó el método, señaló reglas para evitar los extravíos intelectuales, y cristanizó la filosofía del Renacimiento, milagros todos de su espíritu imparcial y comprensivo, que le hizo, no entrever, sino formular con claridad y precisión incomparables cuantos principios habían de disputarse la arena filosófica en aquella edad y en las siguientes; pero sin extremar ninguno, ni sacarlo de su lugar propio y valor respectivo. Por tal razón, tuvo menos discípulos completos, que secuaces exagerados de alguna parte de su doctrina, los cuales, dividiéndose la herencia del maestro, corrieron en diversas, y aún opuestas direcciones, porque no abundan las inteligencias tan sintéticas y universales como la de nuestro filósofo, siendo, por el contrario, achaque frecuente, aún en pensadores esclarecidos, el contentarse con un solo principio y deducir de él las últimas consecuencias. Así Bacon, exagerando la experiencia proclamada por Vives, paró en el empirismo y engendró a Locke, como Locke a Condillac, y Condillac a Destutt-Tracy y a Cabanis. Así, Reid, huyendo del escepticismo de David Hume, se refugió en aquel juicio natural e instintivo de que habla Vives, y a imitación suya el Padre Buffier, y no acertando a salir del sentido común ni a desprenderse de las reminiscencias baconianas, estableció un empirismo psicológico, sabio y fecundo, pero estrecho, que a su vez extremó Hamilton, desterrando de la filosofía toda especulación acerca de lo absoluto e incondicionado, por donde vino a convertirse en fautor del positivismo. Así, Descartes, tomando de los vivistas españoles su racionalismo, pero sin atenuación ni límites, dejó al descubierto altas verdades y, conscia o inconsciamente, abrió la puerta a todos los idealismos posteriores. Y he aquí cómo, de Vives procede toda la filosofía moderna anterior a Kant, lo mismo en lo bueno que en lo malo, sin que, esto no obstante, se le puedan achacar las erradas consecuencias que infieles alumnos derivaron de principios suyos mal entendidos o trastrocados del único lugar en que tenían solidez y fuerza dentro del conjunto de sus especulaciones. La Europa entera es discípula, aunque ingrata, de Vives, y no sin razón le reputaba Forner por igual a los mayores sabios de todos los siglos. España debe estimarle como la más elevada personificación de su genio científico, y ver en su sistema el molde más a propósito, por lo amplio y conciliador, para reducir a unidad armónica las diferentes teorías de nuestros doctores, y de esta manera dar cuerpo visible, si se me permite la expresión, a la filosofía nacional.

En toda su apología, pero más, si cabe, en esta última parte de ella, hace usted ver prácticamente que no son incompatibles la cualidad de crítico profundo y la de consumado bibliófilo, desplegando, al par que un gran conocimiento de los pormenores históricos, recto juicio y perspicacia suma para examinarlos y discernirlos, clasificarlos y componerlos según su respectiva importancia y mutuas conexiones. La notable participación que en el crecimiento y desarrollo de la cultura científica europea, sobre todo de la filosófica, tuvo España, resulta patente y puesta en su debido punto, aunque con la brevedad propia de una polémica. De esta demostración brota otra no menos palmaria, y es que la historia de la ciencia, y especialmente de la filosofía moderna, tal como anda escrita, dejando a nuestra patria en casi completo olvido, carece de integridad y de verdad, puesto que no abraza toda la materia que le corresponde abrazar, ni refleja con exactitud el enlace real de las causas y de los efectos, y que por tanto debe rehacerse radicalmente, dando cabida en ella a la exposición de las ideas de los sabios españoles, y partiendo de Vives, centro de la vida intelectual de Europa en la era del Renacimiento y progenitor de las principales doctrinas que florecieron antes de la kantiana. Abundantes y preciosos materiales para esta obra ha reunido usted en sus Cartas, dirigiendo la atención de los estudiosos hacia puntos poco conocidos, sacando de la oscuridad libros y autores dignos de remembranza y loa, rectificando noticias y juicios equivocados que corrían como indudables, señalando relaciones de que nadie se percataba entre unos y otros pensadores y sistemas, y determinando la existencia y entronques de ciertas escuelas hasta ahora confundidas en la masa común o inclasificada de nuestro caudal filosófico. Por ello merece usted bien de la ciencia, ya en cuanto acrecienta desde luego considerablemente sus dominios, ya también en cuanto le abre camino para nuevas y fecundas conquistas.

No es menor el servicio que usted presta a la patria volviendo por sus timbres científicos, de cierto más altos y estimables que las conquistas y hazañas sin cuento registradas en nuestros anales. Desmoronose el poderío fundado en la fuerza militar y en las artes de la política; no perecerán nunca el genio de nuestros sabios ni la levantada inspiración de nuestros poetas. Los segundos son universalmente conocidos y celebrados. Pero de los primeros, ¿quién se acuerda? ¿quién los lee ni estudia? Tarea en sumo grado loable es la de renovar su memoria y procurar que vuelvan a adquirir popularidad y fama; que al par de los nombres de Fr. Luis de León, Ercilla, Cervantes, Lope, Calderón, Tirso y Quevedo, suenen de nuevo con aplauso, entre propios y extraños, como sonaban en mejores tiempos, los de Lulio, Vives, Foxo, Vallés, Gómez Pereira, Vázquez, Molina, Suárez, Domingo de Soto, Ángel Manrique, Isaac Cardoso, Caramuel y tantos otros, y que, convirtiendo la vista a sus enseñanzas y tomándolas por base de sus ulteriores disquisiciones, recobre España su pristina personalidad e influencia en el mundo científico.

¡Triste de la nación que deja caer en el olvido las ideas y concepciones de sus mayores! Esclava alternativamente de doctrinas exóticas entre sí opuestas, vagará sin rumbo fijo por los mares del pensamiento, y, como usted con mucho acierto indica, cuando acabe de perder los restos de la ciencia castiza, perderá, a la corta o a la larga, los caracteres distintivos de su lengua, y los de su arte y los de sus costumbres, y luego... estará amenazada de perder también hasta su integridad territorial y su independencia, que, mejor que con lanzas y cañones, se defienden con la unidad de creencias, sentimientos y gloriosos recuerdos, alma y vida de los pueblos. Y ¡cuán cerca de tan desdichada suerte nos hallamos en España! La demolición comenzada en el siglo XVIII, se ha proseguido con ardor creciente en el XIX, amontonando ruinas sin medida ni término. Por el campo de nuestra filosofía han penetrado sucesivamente el cartesianismo, el sensualismo de Locke y Condillac, el materialismo de Cabanis y Destutt-Tracy, el sentimentalismo de Laromiguière el eclecticismo de Cousin y Jouffroy, el psicologismo de Reid y Dugald-Stewart, el tradicionalismo de Bonald y el P. Ventura de Ráulica, el kantismo, el hegelianismo, el krausismo, y ahora andan en moda el neo-kantismo y el positivismo, estrechamente aliados. La ciencia española ha ido, entre tanto, desapareciendo del comercio intelectual. Precedentes insignes tenían en ella algunas de las referidas escuelas; pero (con una sola excepción) los dedicados a propagarlas aquende el Pirineo, de todo se han cuidado menos de empalmar sus doctrinas con las antiguas, españolizándolas en lo posible, para que así corriesen rodeadas de mayor autoridad y prestigio. Lejos de eso, hasta la forma de exposición ha solido ser anárquica, mestiza, desapacible y de todo punto ajena a la naturaleza del habla castellana.

No ignoro (¿como había de ignorarlo?) que la ciencia es una y que la verdad no tiene patria; mas nadie negará tampoco que la verdad y la ciencia adoptan formas y caracteres distintos en cada tiempo y país, según el genio e historia de las razas, a cuyas peculiares condiciones se atenta con la manía de introducir lo extranjero sin asimilarlo a lo propio. Infríngese una ley fundamental de la vida así espiritual como física cuando a la asimilación se sustituye la superposición, nunca duradera ni fructuosa. De muy diverso modo proceden los misioneros católicos en las regiones donde reina el paganismo. Van a difundir la verdad, la verdad absoluta, superior a las opiniones y juicios varios de los hombres; no, por eso, prescinden de las creencias anteriores de las gentes a quienes intentan evangelizar; las examinan a fondo, las cotejan con los dogmas de la Iglesia, y siempre que de estos no difieren o pueden, mediante plausibles interpretaciones, armonizarse con ellos, las traen y utilizan en su apoyo. ¿Qué hizo San Pablo cuando empezó su discurso en el Areópago diciendo a los Atenienses que, al entrar en la ciudad, había visto la estatua del Dios ignoto, y que cabalmente de ese mismo Dios iba a predicarles?

La tradición es elemento y auxiliar capitalísimo del progreso en todo. La falta de ella, la solución de continuidad entre lo viejo y lo nuevo, explica por qué en la España moderna aparecen y mueren tan pronto los sistemas filosóficos sin llegar jamás a aclimatarse, y la facilidad con que sus adeptos pasan de unos a otros, como si en ninguno encontrasen estabilidad y reposo. ¿A qué debe, en cambio, Alemania el vuelo y preponderancia de sus escuelas sino a haber permanecido fiel en lo que va de siglo al espíritu nativo de su ciencia, con tener esta tantos deslumbramientos y trampantojos, como creación de los que Hamilton llama visionarios filosóficos,

Gens ratione ferox et mentem pasta chimeris?



¿A qué debió su prosperidad o importancia la escuela escocesa, sino a su rigurosa consecuencia y disciplina, soló por el Dr. Brown quebrantada, y a su conformidad con el sentido práctico de la gente británica? ¿Por qué ha prevalecido en Francia el moderno eclecticismo, sino por sus conexiones con la doctrina cartesiana o invocarla constantemente en favor suyo? ¿Por qué, en fin, rayó a tanta altura la filosofía italiana ea los días de Gallupi, Gioberti, Rosmini, Mamiani y Sanseverino, sino por el colorido nacional que éstos le dieron, presentándose como intérpretes y vivificadores de la antigua sabiduría de su patria? ¡Qué diferencia entre el auge y esplendor que entonces tuvo, y la pobreza a que ha venido desde que, abandonada aquella senda, la Península trasalpina se ha dejado invadir y dominar de las escuelas alemanas y francesas más funestas, favorecidas por el espíritu revolucionario y anti-católico! ¿Qué es al presente, ni qué supone Italia en el terreno de la especulación filosófica?

Salta a la vista, pues, que importa en extremo a los pueblos no renegar de su abolengo doctrinal, ni limitarse a repetir más o menos servilmente lo que otros pueblos discurren y escriben. Insistere vestigiis, debe ser su divisa; acoger la verdad, sí, venga de donde viniere, pero ingiriéndola en el cuerpo de las que los siglos les legaron, y no aceptándola como prestada siempre que puedan ostentarla como de cosecha propia. Sólo de esta suerte lograrán en la línea científica vida robusta o independiente, consideración y respeto. Impórtale a España muy especialmente seguir esa pauta, ya que, por fortuna, su filosofía de antaño -donde, a lo menos en germen, se contiene casi todo cuanto de razonable y sólido encierran los libros de los modernos pensadores, y aún más que en ellos respecto a no pocas cuestiones- le ofrece, a la vez que seguros métodos, inagotable mina de excelentes materiales para las más variadas, atrevidas y grandiosas construcciones Restaurarla, ilustrarla, ampliarla, embellecerla, siguiendo los designios de Vives, sea por tanto, de hoy más, su principal empeño, si quiere de influida convertirse en influyente en los futuros desarrollos de la razón humana. A este fin han de contribuir sobremanera las eruditas epístolas de usted, y los atinadísimos proyectos que en ellas diseña. Muy conducente sería asimismo, en mi sentir, la composición de una obra metódica, extensa y minuciosa acerca de la Filosofía española comparada con la antigua y la moderna, por el estilo de la relativa a la cristiana que tan justo renombre ha dado al napolitano Sanseverino.

Al par que como diligente obrero de la ciencia y como hijo amante de la patria, ha cumplido usted como buen católico vindicando la verdad histórica en punto al estado intelectual de España en las edades pretéritas, pues con esto pulveriza ipso facto uno de los argumentos que más a su sabor emplean frecuentemente los multicolores devotos del Gran Pan contra la Iglesia de Jesucristo, cual es el suponer efecto de su acción y predominio la que llaman decadencia de las naciones dóciles al magisterio de la cátedra de San Pedro. En la guerra que se hace a nuestra antigua cultura científica, entran por mucho, entre otras causas, la escasez de conocimientos bibliográficos, la poca afición a leer libros viejos y en latín, la preocupación y el espíritu de secta y de sistema; pero el móvil principal -usted lo ha dicho sin rodeos- es el odio al catolicismo, el insaciable afán de desacreditarle. La adhesión inquebrantable a éste ha sido en todos tiempos una de las notas características del pueblo español; de ella nacieron la mayor parte de las proezas y maravillas obradas por nuestros padres. La heterodoxia intentó en repetidas ocasiones borrarla; siempre en vano. Nunca doctrinas impías ni heréticas echaron raíces en la Península ibérica; fueron, a lo sumo, accidentes transitorios. Usted lo patentiza admirablemente en su Historia de los Heterodoxos españoles. ¿Qué son, en el glorioso y dilatado curso de nuestra civilización, más que aberraciones de un día el gnosticismo de Prisciliano y el adopcionismo de Félix y Elipando? ¿Qué significan los olvidados desvaríos de Hostigesis, Arnaldo de Vilanova, Gonzalo de Cuenca y Pedro de Osma? Ni el protestantismo en el siglo XVI, ni el enciclopedismo a fines del XVIII y principios del actual, consiguieron torcer la índole unitaria de nuestra raza. Y en cuanto a los que, fuera de estos grupos, extravagaron de la ortodoxia, sabido es que, no obstante ser a veces hombres de talento privilegiado y mucha doctrina, ni hicieron prosélitos ni dejaron rastros en pos de sí, apareciendo en la historia patria como fugaces meteoros, como fenómenos aislados, sin antecedentes ni consecuencias. Hoy nos embiste el error nuevamente y con formidable aparato, valiéndose de todo linaje de armas, y para abrirse paso con mayor facilidad pone singular empeño en hacernos ver que todas las dolencias históricas de España provienen de su catolicismo. Una de ellas, acaso la más grave, es, a sus ojos, nuestra pretendida nulidad científica desde el Renacimiento hasta la edad que denominan novísima, y por eso se la cuelga a las trabas e imposiciones dogmáticas, prevalido de la ignorancia que en orden a nuestra pasada actividad intelectual reina generalmente entre doctos o indoctos. Señalado obsequio hace usted, pues, a la religión, trabajando por destruir esta ignorancia y dejar, como deja, fuera de duda que no hubo semejante anulación del pensamiento ibérico, y que, por tanto, carecen de base cuantas deducciones en ella se fundan.

También la falsa filosofía del siglo último llamó ese argumento en pro de sus dañados propósitos; también hubo entonces quien, a nombre de ella, preguntase enfáticamente: ¿qué se debe a España?; y entonces como ahora, salieron a la palestra valentísimos defensores de la cultura nacional. Quizá en algún punto anduvieron escasos; quizá en otros comprometieron demasiado su generosa causa. No ha de dudarse, sin embargo, que en la mayor parte de ellos obtuvieron sobre sus adversarios completísimo triunfo. Con todo, aquellas memorables apologías no han impedido a M. Masson resucitar en el año de gracia 1876, ni hecho innecesarios los denodados esfuerzos de usted para repeler sus tenaces acometidas y hundirle de nuevo en el sepulcro; y témome que, semejante a los vampiros, aún vuelva a levantar, cuando menos se piense, la cabeza. Para evitarlo, es indispensable emprender con energía y constancia la ilustración bibliográfica e histórico-crítica del saber de nuestros antepasados en sus diversas ramas, particularmente en la filosófica, llevando a cabo el magnífico programa por usted expuesto, que ha sido siempre el sueño dorado de mi vida. De vano, utópico e irrealizable sé que han de calificarle a boca llena los hombres de voluntad débil y tibio patriotismo; los españoles netos, los verdaderos amantes de las luces, los católicos fervorosos y de elevadas miras no dejarán de tener fe en su éxito, y con fe contribuir a él, moviendo montañas, si preciso fuere; que la fe a tanto alcanza.

En ningún caso desmayemos: la obra es grande, es santa; requiere el concurso de todas las voluntades no marchitas, de todos los entendimientos no pervertidos por el error, de todos los corazones que no han apostatado de la religión ni de la patria. Con su directa colaboración los doctos, con sus simpatías y aplauso los no letrados, coadyuven todos a esta empresa regeneradora, todavía posible, porque, dicha, aún alienta el genuino espíritu de España, la cual no está reducida a las dos docenas de doctores más o menos flamantes que se arrogan el derecho de representarla en el estadio de la inteligencia. Pero acudamos pronto; el mal se ha hecho crónico, y cuanto más dilatemos la curación, más difícil será extirparle. A los católicos exhorto muy principalmente. Ni en los campos de batalla, ni en las, de ordinario, estériles luchas políticas, sino en el ancho palenque donde usted bizarramente lidia, deben concentrar sus facultades y recursos. No cabe dar más útil aplicación a los talentos y vigilias del apologista ortodoxo; pocas materias, de seguro, la reclaman tanto. Vengan, pues, los sabios todos del orbe cristano a defender y sacar del olvido la ciencia española. Defendiéndola, defenderán el catolicismo; sacándola del olvido, franquearán un arsenal riquísimo a los paladines de la Iglesia. Multiplíquense los diccionarios bibliográficos, las monografías, las publicaciones de todas especies acerca de nuestro pasado científico; acábese de descorrer el velo que lo cubre; no quede en él rincón alguno a donde no lleguen las luces de la erudición y de la recta crítica; désele a conocer, en una palabra, plena, clara y detalladamente, y entonces M. Masson, que sólo a favor de la oscuridad revive, habrá muerto para siempre.

Levantada tengo años ha esa bandera, y ¡loado sea Dios! no todo ha sido desdén hacia ella. Poco a poco va creciendo el número de los que creen en la ciencia española y desean que su historia se escriba y que su savia torne a vigorizar el espíritu nacional. Usted sólo vale por un ejército. Flaco siempre de entendimiento, y ahora, amén de esto, enfermo y dolorido, nada me es dado hacer ya para unir a la predicación el ejemplo: estas líneas, salvo un milagro, pueden considerarse como mi testamento literario. ¿Qué importa? Non omnis moriar. Queda en pie usted, joven alentado, corazón sano, cabeza potentísima, para continuar la tradición de mis ideas y proyectos, y si, como ardientemente le pido, el cielo se digna otorgarle vida larga, salud sosiego, conducirlos todos a felice término y remate. Lo que en mi fue humilde brote, será en usted árbol corpulento y lozano, cargado de sabrosísimo fruto.

¡Cuánto me regocija y consuela, en medio de mis angustias y melancolías, el pensar que es usted, como yo, hijo de


[...] la gran montaña en quien guardada
La fe, la sangre y la lealtad estuvo,
Que pura y no manchada,
Más limpia que su nieve la mantuvo,



y que, tal vez, a esa comarca está reservada la gloria de dar, como dio los primeros, el último y más avanzado paso en el camino de la restauración científico-patriótica que anhelamos! ¡Cuán dulcemente me lisonjea el poder finalizar la presente carta, y con ella mi carrera de escritor, apropiándome esta afectuosa estrofa de la oda de Cadahalso, a Meléndez Valdés:


    Y yo, siendo testigo
De tu fortuna, que tendré por mía,
Diré: «Yo fui su amigo,
Y por tal me tenía,
¡Y en dulcísimos versos lo decía!»



Reciba usted el más cordial abrazo de

GUMERSINDO LAVERDE. 

Lugo 30 de Setiembre de 1876.






ArribaAbajoPrimera parte

Al Sr. D. Gumersindo Laverde



ArribaAbajo- I -

Indicaciones sobre la actividad intelectual de España en los tres últimos siglos


Mi carísimo amigo y paisano: En una serie de artículos que, con el título de El Self Government y la Monarquía doctrinaria, está publicando en la acreditada Revista de España su tocayo de usted D. Gumersindo de Azcárate, escritor docto, y en la escuela krausista sobremanera estimado, he leído con asombro y mal humor (como sin duda le habrá acontecido a usted) el párrafo a continuación trascrito:

«Según que, por ejemplo, el Estado ampare o niegue la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar genialidad en este orden, y podrá hasta darse el caso de que se ahogue casi POR COMPLETO su actividad, como ha sucedido en España durante tres siglos

Sentencia más infundada, ni más en contradicción con la verdad histórica, no se ha escrito en lo que va del presente. Y no es que el ilustrado Sr. Azcárate sea el único sustentador de tan erróneas ideas, antes con dolor hemos de confesar que son harto vulgares entre no pocos hombres de ciencia de nuestro país, más versados sin duda en libros extraños que en los propios. Y achaque es comunísimo en los prohombres del armonismo juzgar que la actividad intelectual fue nula en España hasta que su maestro Sanz del Río importó de Heidelberg la doctrina regeneradora, y aún el mismo pontífice y hierofante de la escuela jactose de ello en repetidas ocasiones, no yéndole en zaga sus discípulos. ¡Y si fueran ellos solos! Pero es por desdicha frecuente en los campeones de las más distintas banderías filosóficas, políticas y literarias, darse la mano en este punto sólo, estimar en poco el rico legado científico de nuestros padres, despreciar libros que jamás leyeron, oír con burlona sonrisa el nombre de filosofía española, ir a buscar en incompletos tratados extranjeros lo que muy completo tienen en casa, y preciarse más de conocer las doctrinas del último pensador alemán o francés, siquiera sean antiguos desvaríos remozados o trivialidades de todos sabidas, que los principios fecundos y luminosos de Lulio, Vives, Suárez o Foxo Morcillo. Y en esto pecan todos en mayor o menor grado, así el neo-escolástico que se inspira en los artículos de La Civilta y en las obras de Liberatore, de Sanseverino, de Prisco o de Kleutgen (sabiendo no pocas veces, gracias a ellos, que hubo filosofía y filósofos españoles), como el alemanesco doctor que refunde a Hegel, se extasía con Schelling, o martiriza la lengua castellana con traducciones detestables de Kant y de Krause. Cuál se proclama neo-kantista; cuál se acoge al estandarte de Schopenhauer; unos se van a la derecha hegeliana; otros se corren a la extrema izquierda y de allí al positivismo; algunos se alistan en las filas del caído eclecticismo francés, disfrazado con el nombre de espiritualismo; no faltan rezagados de la escuela escocesa; cuenta algunos secuaces el tradicionalismo, y una numerosa falange se agrupa en torno de la enseña tomista. Y en esta agitación y arrebatado movimiento filosófico, cuando todos leen y hablan de metafísica y se sumergen en las profundidades ontológicas, cuando en todos los campos hay fuertes y aguerridos luchadores, y todos los sistemas cuentan parciales y todas las escuelas discípulos, nadie procura enlazar sus doctrinas con las de antiguos pensadores ibéricos, nadie se cuida de investigar si hay elementos aprovechables en el caudal filosófico reunido por tantas generaciones, nadie se proclama luliano, ni levanta bandera vivista, ni se apoya en Suárez, ni los escépticos invocan el nombre de Sánchez, ni los panteístas el de Servet; y la ciencia española se desconoce, se olvidan nuestros libros, se los estima de escasa importancia, y pocos caen en la tentación de abrir tales volúmenes, que hasta los bibliófilos desprecian en sus publicaciones, teniendo sin duda por más dignos de conservarse el Libro de las aves de caza, el De la cámara del Príncipe D. Juan, La Lozana Andaluza, o La desordenada codicia de los bienes ajenos, que los tratados De causis corruptarum artium y De tradendis disciplinis, los De justitia et jure, la Antoniana Margarita, el libro de Gouvea Adversus Petrum Ramum, el de Sánchez Quod nihil scitur, el De morte et inmortalitate de Mariana, las obras todas de Foxo Morcillo, hoy rarísimas, sin otra multitud de produciones por varios conceptos notables y algunas excelentes. ¿Y qué diremos del olvido en que políticos, economistas y escritores de ciencias sociales suelen tener a sus predecesores? Raros son asimismo los que conocen y estudian a nuestros filólogos y humanistas. Y de este común descuido nace, cual forzosa consecuencia, el que se sostengan y repitan afirmaciones como la que da ocasión a esta carta. A usted, amigo mío, campeón infatigable de la ciencia española, conocedor, como pocos, de sus riquezas, toca oponerse con ardor creciente a los descomedidos ataques que contra nuestro pasado intelectual cada día y en todas formas se repiten. Yo, pobre de erudición y débil de entendimiento; yo, que sólo en la modesta condición de rebuscador y bibliógrafo puedo ayudar a la generosa cruzada por usted desde 1855 emprendida, y por pocos, aunque valiosos sustentadores, apoyada, voy a exponer brevísimas consideraciones sobre el párrafo del distinguido filósofo krausista que me ha dado pie para estas mal pergeñadas reflexiones.

Dice el Sr. Azcárate que se ahogó casi por completo la actividad científica de España durante tres siglos, que serán sin duda el XVI, XVII y XVIII. Vamos a verlo. ¿En cuál de las esferas del humano saber tuvo lugar esa opresión y muerte del pensamiento?

¿Fue en la filosofía? Precisamente el siglo XVI puede considerarse como su edad dorada en España. En él continuaron, se rejuvenecieron y tomaron nuevas formas las escuelas todas, ya ibéricas, ya de otros países importadas, que entre nosotros dominaron durante la Edad Media. El lulismo, la más completa, armónica y pujante de todas ellas, conserva sus cátedras mallorquinas, penetra en Castilla amparado por el cardenal Jiménez, recibe decidida protección del opresor y tirano Felipe II, y cuenta entre sus sectarios nada menos que a Fray Luis de León y a nuestro egregio conterráneo el arquitecto Juan de Herrera. Llega a su apogeo el escolasticismo en sus diversas sectas de tomistas, escotistas, etc., brota lozana y vigorosa la de los suaristas, y multiplícanse los volúmenes en que semejantes doctrinas se exponen, hasta el punto de que ninguna nación nos excede ni en el número ni en la calidad de tales escritores. De lo primero responda, sin ir más lejos, la Bibliotheca hispana nova de Nicolás Antonio, que sobre la mesa tengo, en cuyos índices, con ser tan incompletos, figuran innumerables filósofos peripatéticos, autores, ya de Cursos de artes, ya de Dialéctica y Súmulas, ya de Física, ya de las materias en las escuelas comprendidas bajo el dictado genérico De Anima, ya, en fin, de Metafísica.

Del mérito o importancia de muchos de estos trabajos den testimonio los preclaros nombres de Gabriel Bañez1, Domingo de Soto2, Téllez3, Vázquez4, Rodrigo de Arriaga5, Toledo6, Bernaldo de Quirós7, Pererio8, Molina9, Marsilio Vázquez10, Ángel Manrique11, Juan de Santo Tomás12, y sobre todo el de Suárez, en cuyos libros fuera no difícil hallar, abundante y de subidos quilates, aquel oro que Leibnitz reconocía en la escolástica, con resultados tan notables beneficiada en nuestros días. Y no insisto más en este punto, porque harto sé que hoy ningún hombre serio osa despreciar aquella prodigiosa labor intelectual, de significación tan grande, de tan notable influjo en la historia de la ciencia. Harto se me alcanza asimismo que los parciales de ciertas escuelas modernas (en una de las cuales milita el distinguido escritor a quien combato) miran, no sólo con respeto, sino con veneración excesiva, envuelta en cierto temor, al renaciente escolasticismo, hoy tan en boga, quizá porque creen descubrir en él su más valiente enemigo, sin que se atrevan tampoco a dirigirle cargos en cuanto a la rudeza y literaria incorrección de las formas, como culpables que son, hasta con creces, del mismo pecado. Justo es, pues, que amigos y enemigos de esa remozada teoría tributen a los nombres obras de nuestros escolásticos insignes el mismo culto que, no sé si con rendimiento extremado, ofrecen a las doctrinas y libros de ciertos extranjeros contemporáneos.

Y saliendo del campo escolástico, que conozco mal, y del que, en ocasiones, instintivamente me aparta algo de aquella santa ira que dominaba a los humanistas del Renacimiento, repulsión en mí más poderosa que la corriente tomista, hoy avasalladora, dirijamos la vista a la falange, brillantísima de peripatéticos clásicos, como usted los apellida (denominación en todo extremo feliz), y de esos otros pensadores eclécticos e independientes que en su bandera pudieron escribir el lema de ciudadanos libres de la república de las letras. ¡Qué siglo aquel en que Sepúlveda vertía al latín y comentaba con exquisito gusto y clara inteligencia del original La Ética, La Política, los opúsculos psicológicos y otros tratados de Aristóteles; en que Don Diego de Mendoza parafraseaba las obras todas del Estagirita13, y Fonseca trasladaba la Metafísica, y Pedro Juan Núñez, que desde las filas de Pedro Ramus se había pasado al peripatetismo, explicaba las dificultades de Aristóteles, ponía escolios al Organon, y coleccionaba las memorias históricas de los antiguos peripatéticos, y Cardillo de Villalpando y Martínez de Brea extendían sus comentarios a los libros todos del discípulo de Platón, defendiendo su doctrina en sabias y elegantes monografías contra los que le acusaban de materialista y reñido con la inmortalidad del alma! ¿Quién podrá enumerar los más importantes siquiera de aquellos trabajos de bibliografía, comentario, crítica y exposición de la doctrina de Aristóteles, bebida en las fuentes helénicas? ¿Cómo olvidar, entre otros no menos dignos de estima (cuyos autores no solían escasear, por cierto, las acerbas invectivas contra la barbarie de los escolásticos, su ignorancia del griego y su incompleto y torcido conocimiento de Aristóteles), los de Gouvea14, Montes de Oca15, Luis de Lemus16, Pedro Monzó17 y Simón Abril18, y las traducciones castellanas fidelísimas completas (en la Biblioteca nacional se conservan inéditas) que a principios del siglo XVII trabajó el insigne helenista valenciano Vicente Mariner, último de los peripatéticos clásicos y, sucesor no indigno de los Sepúlvedas y de los Núñez? ¡Y en época de tal y tan prodigioso movimiento dicen que estaba dormida la actividad científica de España!

¿Ofreció entonces nación alguna el espectáculo de independencia y agitación filosófica que caracteriza a España en aquella era? Todos los sistemas a la sazón existentes tenían representantes en nuestra tierra, y sobre todos ellos se alzaba el atrevido vuelo de esos espíritus, osados e inquietos los unos, sosegados y majestuosos los otros, agitadores todos, cada cual a su manera, sembradores de nuevos gérmenes, y nuncios de ideas y de teorías que proféticamente compendiaban los varios y revueltos giros del pensamiento moderno. Sólo Italia podía disputarnos el cetro filosófico con su renovado platonismo y con las audaces y más o menos originales doctrinas de sus Pomponazzis, Telesios, Brunos y Campanelas. Si tienen que envidiarles nada nuestros filósofos, usted lo sabe, amigo mío, que tantas veces se habrá detenido, como yo, en la contemplación y estudio de los tratados admirables de Luis Vives, el más prodigioso de los artífices del Renacimiento, pensador crítico de primera fuerza (como hoy suele decirse), renovador del método antes que Bacon y Descartes, iniciador del psicologismo escocés, conciliador casi siempre, prudente y mesurado aún en la obra de reconstrucción que había emprendido, dechado de claridad, elegancia y rigor lógico, admirable por la construcción arquitectónica del sistema, filósofo en quien predominó siempre el juicio y el sentido práctico, nunca reñidos en él con la alteza del pensamiento, que, para todos accesible, jamás se abate, sin embargo, con aparente y menguada facilidad al vulgar criterio. ¡Qué útil fuera una, resurrección de la doctrina vivista en esta época de anarquía filosófica, más enamorada de lo ingenioso que de lo sólido, más que de lo razonado de lo abstruso, siquiera en ello se encuentren únicamente esfuerzos de intelectual gimnasia, útiles tal vez como ejercicio, pero perniciosos si se convierten en hábito y se erigen en sistema!

Próximo a Vives debemos colocar al sevillano Foxo Morcillo, que con sin igual fortuna lanzose, en son de paz, entre platónicos y aristotélicos, intentando resolver en terreno neutral la eterna lucha del discípulo y del maestro, el eterno dualismo del pensamiento humano, que por sí solo explica la historia entera de la filosofía, partida siempre en dos campos rivales, más en apariencia que en realidad conciliados a veces, nunca del todo, en los sistemas armónicos.

Afirma Foxo que la idea de Platón, la idea sobre las cosas, es la forma aristotélica, cuando se traduce y concreta en las cosas creadas. ¿Quién no ve aquí los elementos de un racionalismo armónico?

De siglo de oro filosófico habrá de calificar al siglo XVI quien conozca, siquiera someramente, las obras de los ramistas españoles, muy superiores a su maestro en saber o ingenio, cuales fueron Núñez (en su primera época), el protestante Pedro Núñez Vela, amigo de Pedro Ramus y autor de una Dialéctica, y el Brocense, ingenio agitador por excelencia, que llevó al campo de la lógica aquella su perspicacia y agudeza de entendimiento, aquel horror a la opinión vulgar y a la barbarie de la escuela, altamente manifestados en filológicas cuestiones. Y en punto a novedad y extrañeza de opiniones, pocos libros pueden compararse al del portugués Sánchez Quod nihil scitur, inspirado en los de Sexto Empírico, y predecesor de los de Montaigne y Charron. ¿Qué diremos de Gómez Pereira, cartesiano antes que Descartes, así en materias físicas como metafísicas; del divino Vallés, adversario terrible, asimismo, de la cosmología aristotélica, como lo fue después Isaac Cardoso en su egregia Philosophia libera; de Huarte, padre de la frenología y engendrador inconsciente de no pocos sistemas materialistas; de doña Oliva, analizadora sutil de las pasiones? ¿Qué de nuestros innumerables moralistas, secuaces de Séneca y estoicos a su manera los unos, apologistas otros de Epicuro, amalgamándolos con frecuencia bajo superiores principios? ¿Y qué de nuestros místicos, en cuyas obras el entendimiento se abisma, y halla luz la fantasía, y alimento el corazón, y regalo el oído, admirando todos de consuno tanta profundidad y tan seguro juicio, tal intuición de los misterios ontológicos y estéticos adonde no llega la reflexión ni el análisis alcanza, tal revelación de maravillas y de grandezas hecha en aquella lengua cuyo secreto se ha perdido, que parece en tales escritores la más grande de las lenguas humanas y que es, a lo menos, la única entre las modernas que ha logrado expresar algo de la idea suprema, y ha tenido palabras, por grandes y pequeños comprendidas, para penetrar en los arcanos del ser, palabras que en su correr y en su sonar tienen algo de celestial y angélico, como pronunciadas por aquellos que se perdieron en el ancho piélago de la hermosura divina? Imposible es menospreciar el siglo que tales grandezas produjo. Inmortal sería, aunque sólo hubiese dado las Moradas teresianas, la Llama de amor viva y la Subida al Carmelo, el libro admirable de Los Nombres de Cristo y los Diálogos de la conquista del espiritual y secreto reino de Dios de Fr. Juan de los Ángeles.

¡Tan por completo se ahogó nuestra actividad científica en aquella época! No acierto a ver esa opresión que pondera el Sr. Azcárate; por el contrario, me admira a veces la tolerancia y lenidad de los poderes civil y eclesiástico de entonces con ciertas ideas de buena intención expuestas, pero más o menos sospechosas de materialismo o de panteísticas cavilaciones. No encuentro en los Indices Expurgatorios más obras de filósofos ibéricos notables que las de Huarte y doña Oliva, y éstas sólo para borrar frases muy contadas. Exceptuando al Brocense y Fr. Luis de León, en cuyos injustos procesos influyeron otras causas, no hallo pensador alguno español perseguido por el Santo Oficio; a nadie castigó aquel Tribunal por haber expuesto doctrinas metafísicas, propias o ajenas, acomodadas o no a las ideas dominantes. En las llamas pereció un crudo panteísta aragonés, pero fue su suplicio en Ginebra, no en España; ordenolo Juan Calvino, no el Tribunal de la Fe.

No me empeñaré en trazar una brillante pintura del siglo XVII, que, notable bajo otros aspectos, fue en lo filosófico degenerada secuela del XVI. Pero usted sabe, amigo mío (y discretamente lo ha dado a entender en uno de sus preciosos Ensayos), que no puede juzgarse muerta la actividad científica de un periodo que cuenta pensadores como Pedro de Valencia, Isaac Cardoso, Quevedo, Caramuel y Nieremberg, aparte de numerosos escolásticos, discípulos no indignos de los grandes doctores del siglo anterior. Y como la tirantez de la Inquisición en ese tiempo no fue mayor que en la precedente centuria, claro se ve que, no por falta de libertad, sino por causas de otra índole, decayeron tan lastimosamente los estudios. El mal gusto literario que extendió sus estragos a todas las disciplinas; la universal decadencia de la nación, de múltiples fuentes emanada; la rigidez y tiranía de las escuelas; las inútiles guerras filosóficas, y la natural tendencia de las cosas humanas a descender así que llegan a la cumbre, dieron al traste con gran parte del edificio levantado en el siglo XVI, sin que en tal destrucción ejerciera grande influjo ese poder opresor a quien algunos atribuyen toda la culpa.

El tercero de los siglos ominosos para el Sr. Azcárate es el XVIII, época de controversia, de discusión y de análisis, de grandes estudios y de encarnizada lucha; siglo de transición, falto de carácter propio, si ya no le fijamos en su propia vaguedad o indecisión. ¿Pero cómo ha de estimarse muerta la actividad científica en un periodo en que penetraron sucesivamente en España todas las doctrinas extranjeras, buenas o malas, útiles o dañosas, a la sazón corrientes; en que el gassendismo contó secuaces como el P. Tosca, y el maignanismo fue defendido por el P. Nájera, y la doctrina cartesiana, combinada con reminiscencias de Vives, Gómez Pereira y otros filósofos ibéricos, logró, como más afine de los sistemas peninsulares, el apoyo, siempre condicional, del P. Feijóo, y el más decidido de Hervás y Panduro y Forner19, y el fácil y rastrero sensualismo de Locke y Condillac deslumbró las clarísimas inteligencias de los PP. Andrés y Eximeno, no libres en esta parte del tributo que raros pensadores dejan de pagar, más o menos, a las ideas dominantes de su época? Y no se ha de creer por esto que faltaron en el siglo XVIII paladines de los antiguos sistemas y acérrimos contradictores, más o menos bien encaminados, de las innovadoras doctrinas. Recuérdese el número prodigioso de libros y folletos que aparecieron con ocasión del Theatro Crítico y de las Cartas del P. Feijóo; recuérdense especialmente las defensas del lulismo hechas por los PP. Fornés, Pascual, Tronchon y Torreblanca; fíjese la consideración en los tratados escolásticos que entonces se dieron a la estampa; estúdiese la porfiada contienda entre revolucionarios y conservadores, primero en el terreno de la Filosofía natural, después en el de la Metafísica y la Moral, y podrá formarse idea del notable movimiento intelectual del siglo que nos precedió; edad en muchos conceptos gloriosa para España, aunque por nosotros poco estudiada, y aún puesta en menosprecio y olvido. Excelente monografía pudiera escribirse sobre este punto, utilizando las indicaciones por usted esparcidas en diversos artículos, que dan (como diría un krausista) el concepto, plan, método y fuentes de conocimiento para obra semejante. Y en verdad que no sería excusado, antes muy útil y fructuoso, el análisis y juicio de libros tan notables como la Philosophia Sceptica del Dr. Martínez, la Lógica, la Filosofía Moral y los Opúsculos de Piquer, La Falsa Filosofía del P. Ceballos, los Desengaños filosóficos de Valcárcel, El Philoteo del cisterciense D. Antonio Rodríguez, los Discursos filosóficos sobre el hombre de Forner, los Principios esenciales del orden de la Naturaleza de Pérez y López, Dios y la Naturaleza de D. Juan Francisco de Castro, las Investigaciones de Arteaga sobre la belleza, y El Hombre Físico de Hervás, escépticos reformados, o sea eclécticos los unos, adversarios los otros del enciclopedismo, un tanto sensualista alguno de ellos, y secuaces los otros del espiritualismo cartesiano.

Bastan los nombres de autores y de obras hasta aquí indicados, para demostrar que en dicha época anduvo muy ajena de ser oprimida ni anulada nuestra peculiar genialidad en este orden de conocimientos. Antes bien observamos que las doctrinas más funestas y tumultuosas recibieron en ocasiones el decidido apoyo del poder civil, como acaeció con el enciclopedismo francés. En cuanto a la Inquisición, es harto sabido que perdió en aquella era gran parte de su fuerza y prestigio, que desde mediados del siglo estuvo en manos de los jansenistas, convertida a veces en instrumento dócil del regalismo, y que lejos de perseguir ni coartar en ningún sentido la libertad filosófica, dejó crecer y desarrollarse la mezquina planta del sensualismo, consintió que penetrase en las aulas, y sólo tuvo prohibiciones y anatemas para los libros franceses claramente perniciosos a la religión o a las costumbres. Y si molestó a Olavide, a Marchena y a algún otro propagandista o secuaz de enciclopedismo, más digna es de encomio que de censura por haberse opuesto, aunque desgraciadamente sin bastante energía, a la importación de doctrinas pobres, rastreras y monstruosamente impías, hoy, para todo hombre de ciencia, de cualquier campo filosófico, dignas de menosprecio y risa.

De presumir es que entre las ciencias oprimidas y muertas en los siglos XVI, XVII y XVIII no incluya el Sr. Azcárate a la Teología católica, tan cultivada en esas tres centurias como ha podido serlo en cualquier otro momento histórico (hablemos a la manera germanesca... ¡como si pudiera haber algún momento que no lo fuese!). Sin más trabajo que el facilísimo de registrar a Nicolás Antonio (ya que por desdicha no existe una Biblioteca especial de teólogos españoles), se encontrarán nombres de escriturarios y expositores, de dogmáticos, controversistas, ascéticos, moralistas, etc., etc., en número verdaderamente prodigioso. ¡Y qué nombres entre ellos! Arias Montano, Maluenda, Maldonado, D. Martín Pérez de Ayala, Fr. Luis de León, Fr. Luis de Granada, Francisco de Vitoria, Fr. Luis de Carvajal, Melchor Cano, Báñez, Lomos, Soto, Láinez, Salmerón, Molina, Suárez, Vázquez, Valencia, Sánchez, Álvarez de Paz, Martínez de Ripalda, Tirso González, astros de primera magnitud en el cielo de las letras eclesiásticas. En sus libros se explicó ampliamente nuestra genialidad teológica, que es católica y no heterodoxa, mal que les pese a algunos. ¡Qué inmensa actividad intelectual no desplegaron en las famosas controversias de auxiliis! ¡De qué sutileza y profundidad de pensamiento no hicieron alarde Molina, Vázquez y Suárez en la concepción y desarrollo del congruismo, sistema teológico admirable, del todo español, que ha llegado a ser la doctrina más corriente en las escuelas católicas! Confesaré de buen grado que la Inquisición se opuso con mano fuerte a la introducción de toda enseñanza herética; en lo cual obró con suma cordura, dada la condición de los tiempos y dado el principio fundamental de nuestra civilización, entonces harto amenazado; mas no faltó por eso considerable grey de disidentes, que mostraron a su sabor sus propias genialidades, seguros unos del alcance del Santo-Oficio, y sujetos otros a sus rigores. Y quien busque teología heterodoxa, acuda a Valdés y a Servet, a Juan Díaz y al Dr. Constantino, a Cipriano de Valora y a Juan Pérez, a Tejeda y a Molinos, y advertirá que, por haber de todo, no faltaron doctores del mal y sembradores de cizaña, aunque a dicha no germinó entonces la mala semilla en nuestro suelo.

Tampoco creo que nuestro articulista incluya en su casi rotunda afirmación el Derecho, así natural como positivo, pues en quien tan dignamente ha ocupado cátedra de esta ciencia, debe suponerse, no vulgar conocimiento, sino meditación y estudio, del tratado De Legibus et Deo legislatore del jesuita Suárez, de los sendos De Justitia et Jure del dominico Soto y de los jesuitas Molina y Lugo, de los dos De Jure Belli debidos a Vitoria y a Baltasar de Ayala, de la Æncyclopœdia juris de Cristóbal García Yáñez, y de otras producciones del mismo género, estimadas y grandemente puestas a contribución por Grocio y demás renombrados maestros extranjeros de Filosofía del Derecho. Y presumo que han de serle asimismo familiares las obras de los grandes jurisconsultos y canonistas Gouvea, émulo de Cujacio; Martín de Azpilcueta, defensor generoso del arzobispo Carranza; Antonio Agustín, en todo linaje de disciplinas eminente; D. Diego de Covarrubias, honra al par de la mitra y de la toga; Pedro Ruiz de Moros, admirado en Polonia por sus Decisiones lituánicas; Ramos del Manzano, el más erudito de los Jurisconsultos, Fernández de Retes, su discípulo, lumbrera de la Universidad salmantina; Nicolás Antonio, tan docto jurisperito como bibliógrafo consumado; Salgado, Puga, y en tiempos a nosotros más cercanos, Mayans, Finestres, Castro, principalmente el insigne conde de Campomanes, por más que su nombre no suene del todo bien (y con harta razón) en muchos oídos.

De legistas a políticos el tránsito es fácil. Conocidos son los tratados De Regno et Regis officio de Sepúlveda, De Regis institutione de Foxo Morcillo, De Rege et Regis institutione del P. Marlana, El Consejo y Consejeros del Príncipe de Furió Seriol, El Príncipe Cristiano del P  Rivadeneira, el libro De República y policía cristiana de Fray Juan de Santa María, El Gobernador Cristiano del P. Márquez, la Conservación de monarquías de Navarrete, la Política de Dios de Quevedo, las Empresas de Saavedra, y otros libros semejantes, escritos casi todos con gran libertad de ánimo, y llenos algunos de las más audaces doctrinas políticas. Ninguno de ellos (entiéndase bien) fue prohibido por el Santo Oficio, ni recogido por mandamiento real. La Inquisición y el Rey dejaron correr sin estorbo (y perdóneseme lo manoseado de la cita, en gracia de su oportunidad) aquel libro famoso de Mariana, en cuyos capítulos 6.º, 7.º y 8.º se investiga si es lícito matar al tirano, si es lícito envenenarle, y si el poder del rey es menor que el de la república, decidiéndose en la primera y tercera de estas cuestiones por la afirmativa, lo cual no deja de ser una prueba de lo oprimida y anulada que estaba la libertad científica, cuando tales genialidades se estampaban como cosa corriente. Esa terrible manía del tiranicidio, nacida de clásicas reminiscencias, y en España poco o nada peligrosa, porque al poder monárquico nadie lo reputaba tiránico, y era harto fuerte y estaba de sobra arraigado en la opinión y en las costumbres, para que pudieran conmoverle en lo más mínimo las doctrinas de uno ni de muchos libros, contagió a otros escritores, llegando hasta manifestarse en conclusiones tan audaces como las publicadas en 1634 por el P. Agustín de Castro, de la Compañía de Jesús, donde la consabida pregunta de si es lícito matar al tirano, va acompañada de las siguientes: «¿Es mejor algún gobierno, que ninguno? ¿Es mejor el gobierno democrático que el monárquico y aristocrático? ¿Es más conveniente la monarquía electiva que la hereditaria? ¿Es lícito excluir a las hembras de la sucesión del trono?»; tesis todas que el buen Padre se proponía sostener en sentido afirmativo; prueba asimismo evidentísima de la formidable opresión y tiranía que pesaba sobre el pensamiento español en materias políticas.

Muy semejante debió de ser la anulación de nuestra genialidad y carácter en las sociales y económicas. De ello dan muestra los tratados de Fray Bartolomé de las Casas, de Bartolomé Frías de Albornoz y de tantos otros contra la esclavitud, y los libros de economía social y hacienda pública debidos a las valientes plumas del doctor Sancho de Moncada, de Francisco Martínez de la Mata, de Fernández de Navarrete, de Álvarez Osorio, de Mariana, de Pedro de Valencia, del contador Luis Valle de la Cerda, de Martín González de Cellorigo, de Damián de Olivares, de Diego Mexía de las Higueras, de Alcázar de Arriaza, de Francisco de Cisneros y Jerónimo de Porras, de Leruela, de Alberto Struzzi, de Dormer y tantos otros economistas, ninguno de los cuales dudó en poner el dedo en la llaga, ora señalando entre las causas de la despoblación el excesivo número de regulares y la amortización así civil como eclesiástica, ora combatiendo las absurdas disposiciones gubernativas respecto a la tasa del pan y la alteración de la moneda. El número de tales escritores es grande: con ellos pudiera formarse una colección copiosísima; y, de sus nombres y obras lógrase sin dificultad larga noticia con sólo recorrer la Educación Popular de Campomanes y su Apéndice, la Biblioteca Económico-Política de Sempere, el Sumario de la España Económica de Vadillo y, sobre todo, la Biblioteca de los españoles y la Historia de la economía política en España del Sr. Colmeiro. Por lo que al siglo XVIII respecta, nadie ignora que se dio a estos estudios especial fomento, y basta recordar, entre los nombres de sus economistas, los del marqués de Santa Cruz de Marcenado, el P. Cabrera, Campillo, Ulloa, Ustáriz, Campomanes y Jovellanos, para hacer respetable en lo crematístico la época en que se escribieron La Industria Popular y La Ley Agraria, en que se crearon las Sociedades Económicas, y con tal suerte y tino se explotaron los veneros todos de la riqueza pública.

Si con tanta amplitud y libertad discurrieron nuestros ingenios sobre materias filosóficas, políticas y económicas, claro es que no habían de encontrar cerrado el campo de las investigaciones lingüísticas, críticas, históricas y arqueológicas. Que hubo orientalistas, y en especial hebraizantes, dignos de inmortal recuerdo, compréndese con sólo traer a la memoria las dos Políglotas, monumentos de gloria para los que las protegieron y realizaron. Que hubieron de tropezar, en España y fuera de ella, con poderosos obstáculos los cultivadores de tales estudios, especialmente en el segundo tercio del siglo XVI, explícase bien por el estado de agitación religiosa de aquella época. Pero si Arias Montano fue envuelto en dilatados procesos, y Fray Luis de León gimió en las cárceles inquisitoriales, y Pedro de Valencia hubo de luchar con el P. Andrés de León en defensa de la memoria de su maestro, el resultado de estas persecuciones y contiendas en definitiva favorable a los agraviados, pues al ilustrador de la Políglota antuerpiense y a su libro los escudó la protección de Felipe II; al místico autor de la Exposición del libro de Job valiole su inocencia y saber contra los encarnizados ataques de León de Castro, y fue absuelto, aunque tarde y con alguna restricción; y el docto filósofo de Zafra sacó a salvo de las detracciones de enconados émulos el nombre y los trabajos del inmortal escriturario de la Peña de Aracena. Mas si en el estudio de la lengua y literatura hebraicas encontraron nuestros filólogos alguna contradicción, no ha de afirmarse otro tanto del de los idiomas clásicos griego y latino, con tanto esmero y gloria cultivados desde fines del siglo XV, en que a uno y otro señalaron rumbo y abrieron camino Arias Barbosa y Antonio de Nebrija. De los posteriores progresos responden las numerosas traducciones de ambas lenguas, las gramáticas así griegas como latinas (estas últimas en cantidad prodigiosa), los vocabularios, los comentos e ilustraciones de diversos autores de la antigüedad clásica, los tratados de preceptiva y crítica en que se exponen y amplían los cánones aristotélicos u horacianos; tareas en alto grado fructuosas, debidas (entre otros mil que al presente omito) a los insignes humanistas Vives, el comendador Hernán Núñez, Sepúlveda, Vergara, la Sigea, Lorenzo Balbo, Encinas, Gélida, A. Agustín, Mendoza, Páez de Castro, Diego Gracián, Pedro Juan Núñez, Oliver, Chacón, Gonzalo Pérez, Álvar Gómez, Matamoros, Pérez de Oliva, Foxo Morcillo, Álvarez, el Brocense, Malara, Medina, Girón, Osorío, Calvete, Simón Abril, el Pinciano, Cascales, Bustamante, Barreda, Espinel, Correas, González de Salas, Baltasar de Céspedes, Valencia, Mariner, Tamayo de Vargas, Perpiñá, el P. La Cerda, Martí, don Juan de Iriarte y todos los latinistas y helenistas egregios que después de él florecieron en el siglo XVIII. De otras lenguas, como el árabe, escasearon más los cultivadores, y aún estos no solían proponerse un objeto literario al aprender tal idioma, relegado casi a los misioneros que habían de usarle en sus predicaciones y enseñanzas20. A la diligencia y celo de estos piadosos varones debiéronse asimismo gramáticas y vocabularios de gran número de lenguas exóticas, catecismos y traducciones de libros sagrados en caldeo, siriaco, etíope, malabar, chino, japonés y sánscrito, en los dialectos americanos y en los de no pocas islas de la Oceanía; riquísima mies lingüística que a fines del siglo XVIII había de cosechar uno de los más esclarecidos hijos del solar español, el jesuita Hervás y Panduro, de cuyo cerebro, como Minerva del de Júpiter, brotó armada y pujante la Filología comparada.

¿Y qué diremos, amigo mío, de los innumerables cultivadores de las ciencias históricas y arqueológicas, en esas edades que con tanto desdén miran algunos? Materia es ésta ya tratada, y en que no insistiré por tanto, pues de superfluidad impertinente habría de tacharse el repetir, cual si no fuesen de sobra conocidos, los nombres de A. Agustín, numismático insigne, de Luis de Lucena, Fernández Franco, Juan de Vilches, Llanzol de Romaní, Ambrosio de Morales, Resende, Rodrigo Caro, Ustarroz, Lastanosa, el deán Martí, Sarmiento, Valdeflores, Finestres, Contador de Argote, Flórez, Pérez Bayer, Floranes, Capmany y tantos otros arqueólogos y diligentísimos investigadores; los de nuestros historiadores generales más o menos eruditos, más o menos críticos, Florián de Ocampo, Morales, Garibay, Zurita, Mariana, Ferreras, etc.; los de aquéllos que como Gonzalo Fernández de Oviedo, el Inca Garcilaso, Bernal Díaz del Castillo, Antonio de Herrera, etc., etc., dieron a conocer la América y los maravillosos sucesos acaecidos en su descubrimiento y conquista por los españoles; los de tantos y tantos como ilustraron los anales de ciudades, villas, provincias, monasterios, iglesias, de los cuales formó copiosa bibliografía, que aún puede acrecentarse mucho, el Sr. Muñoz Romero; los de Sigüenza, Yepes y otros doctísimos cronistas de órdenes religiosas; los de Pellicer, Salazar de Castro y otros eruditos respetables entre la inmensa balumba de los genealogistas e historiadores de casas nobles, y aún los de los forjadores de falsos cronicones, que demuestran el grande, si bien descaminado, entusiasmo con que se proseguían las indagaciones históricas, entusiasmo que los llevaba a fingir historia donde no la había y a llenar con patrañas los huecos, no sin que, para gloria de la crítica histórica entre nosotros, encontrasen los osados falsarios, cabalmente en el periodo menos próspero de la cultura española, en los últimos días de la casa de Austria, la formidable oposición de varones tan preclaros como D. Juan Bautista Pérez, Pedro de Valencia, Fr. Hermenegildo de San Pablo, el marqués de Mondéjar, D. Juan Lucas Cortés y D. Nicolás Antonio.

Filólogos, humanistas, arqueólogos o historiadores nos han traído a las fronteras de la República literaria, en la cual no entraré, sin embargo porque el Sr. Azcárate parece referirse sólo a la actividad científica, y ni él ni nadie ha negado ni niega el prodigioso desarrollo de nuestra genialidad artística, antes bien, suelen afirmar que el poder opresor y tiránico de aquellos tiempos dio libertad y protección a la poesía, a la novela, al teatro y a todos los ramos de las bellas letras, para entretener y aletargar de esta suerte a los españoles, y hacer que no sintiesen en modo alguno el peso de las cadenas que amarraban la libertad del pensamiento. Esto, expresado en más retumbantes frases y, preñados conceptos, se oye cada día en boca de algunos filósofos, y esto quería indicar sin duda Sanz del Río, cuando asentaba que, por falta de libertad en el llamado siglo de oro, el ingenio español se desarrolló sólo bajo un parcial aspecto, que, según él piensa, no fue el de la razón ni el entendimiento; y cierto que sería cosa peregrina un desarrollo intelectual de cualquier especie sin razón ni entendimiento. Digo, volviendo a mi asunto, que, aunque así hubiese acontecido, siempre tendríamos que agradecer mucho a aquel Estado que, en medio de sus iniquidades y tiranías y anulaciones del pensamiento, tanto se desvelaba porque no las sintiésemos, y procuraba divertirnos con poesías, novelas y comedias, discreta y lozanísimamente escritas; secreto administrativo, propio de déspotas, al cual deben nuestras letras muchos días de gloria que jamás les daría un Estado krausista en que fuesen norma de buen estilo y elegante decir la Analítica o el Ideal de la humanidad para la vida. Hablando en serio, creo haber dejado fuera de duda que, excepto en algún caso particular, no hubo anulación de la libertad científica en materias filosóficas, políticas y sociales, las más difíciles de tratar bajo un gobierno de unidad religiosa y monárquica.

Pero se dirá: ¿por qué obtuvieron tan escaso florecimiento las ciencias exactas, físicas y naturales, sino por la rigidez con que el Estado negó siempre la libertad de la ciencia? Entendámonos: en primer lugar, niego el supuesto en tan absolutos términos formulado: verdad es que no apareció en España ningún Galileo, Descartes, Newton, Lagrange, Lavoisier o Linneo; confieso de buen grado nuestra inferioridad en esta parte; no lo da Dios todo a todos; quizá el terreno no estaba tan bien preparado; quizá la genialidad española no tira tanto por ese camino como por otros; pero es lo cierto que en esos ominosos siglos debieron las ciencias de la naturaleza considerables adelantos a muchos españoles; acaudaláronse la Zoología y la Botánica con las innumerables noticias sobre la Fauna y la Flora de los países americanos, esparcidas en los libros de Gonzalo Fernández de Oviedo y otros primitivos historiadores de Indias, y luego más científicamente expuestas en los tratados de Nicolás Monardes, Francisco Hernández y José de Acosta; brillaron Cavanilles y tantos otros sabios ilustradores del reino vegetal, de que en su laureada obra La Botánica y los Botánicos de la Península da cumplida noticia el Sr. D. Miguel Colmeiro; hicieron importantes estudios sobre los metales Álvaro Alonso Barba, Bernal Pérez de Vargas y otros menos conocidos autores; publicáronse notables comentarios y traducciones de Aristóteles y Teofrasto, de Arquímedes y Euclides, de Dioscórides y Plinio; no faltaron matemáticos y físicos tan memorables como Núñez, inventor del nonius, el docto humanista Fernán Pérez de Oliva, que escribió De magnete y empeñose en hallar modo de que por la piedra imán se comunicasen dos ausentes21, el complutense Vallés que, entre otras novedades, presentó en su Philosofia sacra la doctrina del fuego, adoptada e ilustrada posteriormente por el célebre químico Boerhave, el cosmógrafo Santa Cruz, el ya citado Chacón, que tuvo parte no secundaria en la corrección gregoriana, el arzobispo Siliceo, profundo aritmético, el insigne polígrafo Pedro Ciruelo, cuyo tratado De Algoritmia compite con los mejores de su clase dados a la estampa fuera de España en el siglo XVI, el maestro Esquivel que, por encargo de Felipe II, formó la topografía de la Península, siglos antes que las demás naciones de Europa se ocuparan en trabajos análogos, el portentoso Caramuel, el gaditano Hugo de Omerique, cuyo tratado de Análisis Geométrica impreso en 1698 (nótese la fecha), mereció los elogios de Newton; y, en tiempos más cercanos, el universal Feijóo, que, no contento con vulgarizar multitud de conocimientos matemáticos y físicos y propagar el experimentalismo, apuntó ideas originales sobre cuestiones geológicas y se adelantó a los extranjeros en la teoría eléctrica de los terremotos, los Padres Tosca y Losada, los sabios marinos Ulloa y Jorge Juan, sin contar una multitud de tratadistas como los Padres Zaragoza, Cassani y Cerdá, el alférez Fernández Medrano, Bails, etc., que, más o menos atinados en la exposición de la doctrina, demuestran que nunca faltaron del todo buenos estudios de ciencias exactas y físicas en nuestro país. Prueba son también de ello los numerosos tratados de fortificación, artillería y arte militar en todos sus ramos, dados a luz en los siglos XVI y XVII por nuestro conterráneo el beneficiado de Laredo D. Bernandino de Escalante, por su homónimo de Mendoza, por Cristóbal de Rojas, Lechuga, Firrufino, D. Diego de Álava, D. Sancho de Londoño, Luis Collado, etc., libros que en su mayor parte obtuvieron la honra de ser traducidos a extrañas lenguas. En otra ciencia aplicada, aunque bien diversa de la anterior por su objeto, descollaron notablemente los españoles. Me refiero a la Medicina, que con orgullo registra en sus fastos los nombres de Laguna, a la vez humanista, orador y poeta; de Villalobos, tan célebre sifiliógrafo como ingenioso y agudo literato, por algunos apellidado el Fracastorio español; del divino Vallés, ya mencionado como filósofo, en unión con Gómez Pereira, Huarte, Cardoso y otros médicos esclarecidos; de Servel, descubridor de la circulación de la sangre, tan famoso por ello como por sus teorías antitrinitarias y su desastrada muerte; de Valverde, Mercado, Gaspar de los Reyes, Lobera de Ávila, etc.; y en el siglo pasado, los de Solano de Luque, a quien dio universal renombre su doctrina del pulso; de Martín Martínez, el Feijóo de la medicina, y Piquer que, continuando como él la gloriosa serie de médicos-filósofos, supo a la vez traducir a Hipócrates, analizar las pasiones o investigar doctamente las causas de los errores.

Aparte de todo lo expuesto, conviene observar que, dada la menor relación de las ciencias exactas, físicas y naturales con la religión y la política, debieron de ser las menos oprimidas y vejadas, si admitimos la teoría de nuestros adversarios. Y es lo cierto que la Inquisición española no opuso trabas a la admisión del sistema copernicano en las aulas salmantinas ni impidió que Diego de Estúñiga le expusiese con toda claridad en su Comentario a Job, libro que mandó expurgar la Congregación de Roma, en cuyos índices figura hasta tiempos muy recientes. Y, hablando en puridad, ¿qué temor podía inspirar a los poderes públicos, así civil como eclesiástico, los grandes descubrimientos astronómicos o físicos? A nadie hubieran dado malos ratos la Inquisición ni el Rey por formular la ley de atracción, descubrir el cálculo de las fluxiones, o por entretenerse en profundos estudios de óptica y de mecánica. En una nación en que se permitía defender el tiranicidio, ¿qué obstáculo había de encontrar el que se propusiese hacer nueva clasificación de las plantas, o destruir la antigua nomenclatura alquímica, o revelar la existencia de todos los cuerpos simples hoy conocidos, y de muchos más, si más hubiera? Si como el docto aragonés Gómez Miedes escribió un grueso volumen sobre la sal común, única que él cocía, hubiese tratado de todas las sales hoy descubiertas, ¿hubiérale puesto cortapisas alguien? ¿Se opuso el Estado a que desarrollase ampliamente su estrafalaria genialidad matemática el caballero valenciano Falcó, tan agudo poeta latino como desdichado geómetra, que gastó su tiempo y su dinero en investigar la cuadratura del círculo y se fue al otro mundo pensando haberlo logrado?

Como indicios claros de la situación lamentable a que llegaron entre nosotros las ciencias naturales, suelen citarse esos libros llenos de patrañas y aberraciones que a fines del siglo XVII aparecieron con los títulos de Magia Natural, Oculta, Filosofía, El Ente dilucidado y otros ejusdem fur furis. Pero fuera de que en la misma época se escribieron otros tratados con sano juicio y buen seso, y dejando aparte también el que dichas obras fueron vertidas a idiomas extranjeros y acogidas con aplauso, lo cual demuestra que en todas partes cuecen habas, es lo cierto que en ningún siglo han faltado autores y obras extravagantes, y aún en este ilustradísimo en que nos tocó nacer, abundan doctrinales de espiritismo y otras ciencias de la misma laya, más estúpidos y menos divertidos que el mismísimo Ente dilucidado, que al cabo todos los curiosos leen con placer y ponen sobre las niñas de sus ojos como tesoro de recreación y mina de pasatiempos.

Estas breves indicaciones, mi Sr. D. Gumersindo, escritas a vuela-pluma y casi sin consultar libros, bastan, en mi juicio, para demostrar lo mal fundado e injusto de la opinión del Sr. Azcárate respecto a nuestra cultura; y eso que he prescindido de los notables estudios estéticos que desde León Hebreo, Fonseca y Maximiliano Calvi hasta Rebolledo y Nieremberg, desde Barreda y Alcázar hasta el P. Feijóo y Arteaga, mantuvieron siempre viva entre nosotros la filosofía del arte y de la belleza, y pasado por alto las sabias especulaciones de Salinas, Eximeno y otros sobre la Música, y hecho caso omiso de la admirable invención pedagógica del arte de enseñar a los sordo-mudos, imaginada por el benedictino Ponce de León y escrita por el aragonés Juan Pablo Bonet, y nada he dicho, en fin, de otros varios aspectos y merecimientos de la ciencia española, cuya relación me habría llevado más allá de lo que consienten los estrechos límites de una carta. Nunca hubiera enristrado la mal tajada peñola contra escritor tan estimable, a no estar bien convencido de que refutaba una opinión, no particular suya, sino común y corriente entre muchos que de doctos se precian. La ignorancia y el olvido en que estamos de nuestro pasado intelectual; las insensatas declamaciones que se enderezan a apartarnos de su estudio como de cosa baladí y de poco momento; el desacordado empeño de algunos en romper con toda tradición científica persuadidos de que sólo en su secta y escuela se halla la verdad completa; la facilidad que hoy existe para apropiarnos la erudición forastera, granjeando así fama de sabios a poca costa, y las dificultades con que tropezamos para conocer, siquiera por encima, la nuestra; el orgullo que caracteriza al siglo actual, entre cuantos recuerda la historia, causas son que producen ese menosprecio de todo lo de casa, esas antipatrióticas afirmaciones que afligen y contristan el ánimo. El remedio de tanto mal indicado está por usted, amigo mío, en su excelente artículo El plan de estudios y la historia intelectual de España, donde propone el establecimiento de las seis cátedras siguientes para el doctorado de las respectivas facultades:

Historia de la teología en España.

Historia de la ciencia jurídica en España.

Historia de la medicina española.

Historia de las ciencias exactas, físicas y naturales en España.

Historia de la filosofía española.

Historia de los estudios filológicos en España.

Cada día van siendo más urgentes las reformas allí pedidas para la enseñanza. ¡Qué vastísimo campo abrirían ante la clara inteligencia de nuestra juventud estudiosa seis profesores escogidos con acierto, dedicados exclusivamente a exponer de palabra y por escrito el magnífico proceso de la vida científica nacional en todas sus fases y direcciones! Cuánto de honra y provecho no reportarían a España! ¡Quiera Dios que el actual director de Instrucción pública, de cuya ilustración y patriotismo mucho bueno hay derecho a esperar, nos dé pronto la satisfacción de ver realizado algo siquiera de tan oportuno proyecto!

De suma necesidad es también (y esto puede hasta cierto punto considerarse como condición precisa para llevar a cabo el pensamiento de usted en orden a las referidas cátedras) que continúe la publicación, hace años lamentablemente interrumpida, de las obras bibliográficas premiadas por la Biblioteca nacional, y que las Reales Academias, principalmente las de la Historia, Ciencias morales y políticas, y Ciencias exactas, físicas y naturales, consagren parte de sus certámenes -anunciándolos con más anticipación de la que acostumbran- a promover el estudio de la actividad intelectual de nuestros mayores y de los variados y copiosos frutos ques produjo en los diversos ramos del saber humano. ¿Qué serie de temas tan preciosos no ofrecen a la primera de dichas Academias los grandes polígrafos españoles? ¿Qué interesantes monografías no pudiera obtener la segunda si propusiese por asuntos de sus concursos, ya determinados escritores, vg., Soto, Molina, Suárez, Foxo Morcillo, el Padre Ceballos, D. Juan Francisco de Castro, ya ciertos grupos de ellos, como los moralistas, los políticos, los economistas que florecieron bajo la dinastía austriaca? Y la última, ¿cuán curiosos y útiles estudios no lograría premiando Memorias acerca de nuestros físicos, astrónomos, cosmógrafos, metalurgistas y geopónicos, de los españoles que han ilustrado a los naturalistas y matemáticos griegos, de los cultivadores de la Historia natural de Ultramar, y de otros puntos semejantes?

Si el gobierno y los Cuerpos sabios no toman este rumbo, mucho me temo que lleguen a ser (como ya lo están siendo en parte) una verdad aquellas palabras de nuestro buen amigo, el ilustre literato D. Juan Valera: «Quizá tengamos que esperar a que los alemanes se aficionen a nuestros sabios, como ya se aficionaron a nuestros poetas, para que nos convenzan de que nuestros sabios no son de despreciar. Quizá tendrá que venir a España algún docto alemán a defender contra los españoles, que hemos tenido filósofos eminentes.»

Santander 14 de Abril de 1876.



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