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De re bibliographica


Mi muy docto amigo y paisano: Dias pasados dirigí a usted una breve impugnación de ciertas erradas afirmaciones acerca del pasado intelectual de España, vertidas por el Sr. D. Gumersindo de Azcárate en sus artículos sobre El Self-Governement y la monarquía doctrinaria. Dolíame allí del lamentable olvido y abandono en que tenemos las glorias científicas nacionales, en especial las filosóficas, abandono y olvido que, entre otros daños de menor entidad, trae el gravísimo de mantener a nuestra patria falta de todo carácter propio en las modernas evoluciones del espíritu humano, dejándonos a merced de cualquier viento de doctrina que sople de extrañas tierras, y siendo causa eficacísima de la anarquía y desconcierto que hoy nos aqueja y lleva trazas de prolongarse, si Dios no lo remedia. Él solo sabe si es útil o dañoso el sesgo que al presente llevan ciertos estudios en España, y si es el mejor antídoto contra la exageración innovadora la exageración reaccionaria. Lo que sí puede afirmarse es que ambos fanatismos se inspiran en libros extranjeros, por más que uno y otro sean de antiguo abolengo en nuestra historia filosófica, y que, tal vez sin darse cuenta de ello, obedecen los secuaces de tan opuestas ideas a las providenciales leyes del pensamiento ibérico, aunque incurriendo en no pocas aberraciones y alejamientos   de las escuelas peninsulares, por no detenerse a estudiarlas como debieran y a buscar dentro de España el anterior desarrollo de sus respectivos sistemas o los precedentes históricos que los han motivado. Pero dejando aparte tales consideraciones, vengamos derechamente al objeto de esta epístola y de las que, Dios mediante, han de seguirla, que se enderezarán sólo a desenvolver algunas indicaciones apuntadas en mi anterior, sobre los medios de reparar la ignorancia, hoy generalmente sentida, respecto a nuestra historia científica y aún a una gran parte (no despreciable por cierto) de la literaria.

Estos medios se reducen a tres:

1.º Fomentar la composición de monografías bibliográficas.

2.º Ídem la de monografías expositivo-críticas referentes a cada ramo de la ciencia, o al menos a los que tienen historia importante en España.

3.º Creación de seis cátedras nuevas en los Doctorados de las facultades, con otras instituciones encaminadas al mismo propósito.

Trataré brevemente de cada uno de estos proyectos, dividiendo mi trabajo, a guisa de sermón, en tres puntos.

I. -ESTUDIOS BIBLIOGRÁFICOS.

Acúsase con frecuencia a la Bibliografía, por los extraños a su cultivo, de ciencia árida e indigesta, de fechas y de nombres, superficial y pesada al mismo tiempo, como que sólo para la atención en los accidentes externos el libro, en la calidad del papel y de los tipos, en el número de las hojas, y limita sus investigaciones a la portada y al colofón, sin cuidarse del interior del volumen, que para ella suele estar tan cerrado como el de los siete sellos. No ha de negarse que hay hartos bibliófilos (si tal nombre merecen) acreedores a esta y aún a otras más acres y no menos fundadas censuras; y en verdad que se duda a veces entre la risa y la indignación al ver a ciertos acaparadores de libros estimar el mérito de los trabajos del humano ingenio por su mayor o menor escasez en el mercado, despreciando, vg., los clásicos griegos y latinos porque se encuentran a toda hora, en cualquier forma y en variedad de ediciones, al paso que dan suma importancia a los tratados de jineta, de esgrima, de cetrería, de tauromaquia de heráldica o de arte de cocina, por raros y difíciles de encontrar en venta. Y produce ciertamente triste impresión la lectura de muchos catálogos bibliográficos, cuyos autores para nada parecen haber tenido en cuenta el valor intrínseco de los libros, fijándose sólo en insignificantes pormenores propios más de un librero que de un erudito. Pero no es ese el verdadero procedimiento del bibliógrafo, ni puede llamarse trabajo científico, sino mecánico, el descarnado índice de centenares de volúmenes cuyo registro externo arguye a lo sumo diligencia y buena fortuna, nunca dotes intelectuales ni saber crítico. Y la crítica ha de ser la primera condición del bibliógrafo, no porque deba éste formularla con todo el rigor del juicio estético y de la apreciacion histórica diestramente combinados, sino para que sepa indicar de pasada los libros de escaso mérito, entresacando a la par cuanto de útil contengan, y detenerse en las obras maestras, apuntando en discretas frases su utilidad, dando alguna idea de su doctrina, método y estilo, ofreciendo extractos si escasea el libro, reproduciendo íntegros los opúsculos raros y de valor notable, y añadiendo sobre cada una de las obras por él leídas y examinadas un juicio, no profundo y detenido como el que nace de largo estudio y atenta comparación, sino breve, ligero y sin pretensiones, como trazado al correr de la pluma por un hombre de gusto; juicio espontáneo y fresco (si vale la expresión), como que nace del contacto inspirador de las páginas del libro; impresiones vertidas sobre el papel con candor e ingenuidad erudita. ¡Qué obra más útil, a la par que deliciosa, es un catálogo bibliográfico redactado de esta manera! Así concebida la Bibliografía, es al mismo tiempo el cuerpo, la historia externa del movimiento intelectual, y una preparación excelente e indispensable para el estudio de la historia interna. Los registros de obras hechos sin estas condiciones serán útiles como lo son los catálogos de editores y libreros, pero no serán trabajo de literato, sino de mozo de cordel; no llamemos a sus autores bibliógrafos, sino acarreadores y faquines de la república de las letras22.

Por dicha, los bibliógrafos españoles (con excepciones raras) han sido fieles al objeto importantísimo que la ciencia por ellos cultivada debe cumplir, y aún algunos pueden presentarse como dechados, si no de todas, de la mayor parte de las cualidades indicadas. No son escasos los frutos de la investigación erudita entre nosotros; pero aún resta no poco que trabajar sen este campo: De los Diccionarios y Catálogos hoy existentes, ya impresos, ya manuscritos, puede hacerse la división siguiente:

  • 1.º Bibliotecas generales.
  • 2.º Etnográficas.
  • 3.º Corporativas.
  • 4.º Regionales.
  • 5.º Por materias.
  • 6.º Índices y Catálogos de bibliotecas públicas y particulares.

Tiene nuestra España la gloria de poseer una de las bibliografías generales más extensas y con más diligencia trabajadas, doblemente admirable si consideramos el tiempo en que fue compuesta, en las dos Bibliothecas, Vetus y Nova de Nicolás Antonio, dadas a la estampa, la segunda en 1672, y póstuma la primera en 1696, gracias a la munificencia del cardenal Aguirre y a los desvelos del deán Martí.

Breves y de escasa importancia eran los ensayos anteriores al colosal trabajo del ilustre bibliógrafo sevillano. El comentario elegantísimo De doctis Hispaniœ viris, o sea Apologia pro adserenda, hispanorum eruditione, del docto profesor complutense Alfonso García Matamoros (vertido al castellano en el siglo pasado por el canónigo Huarte), no es otra cosa que un panegírico de nuestras letras, en que se mencionan muy pocos autores y escasísimos libros, sin indicaciones tipográficas de ninguna especie. La Bibliotheca Hispaniœ de Andrés Peregrino (o sea el P. Andrés Scotto) puede aún consultarse con provecho en ciertos lugares, y mereció bien de nuestras letras su extranjero autor, sólo por el intento, pero es de limitada utilidad bibliográfica a pesar de su volumen, pues de los tres de que consta, versa el primero sobre la religión, universidades, bibliotecas, concilios y reyes de España, y en los dos restantes, tras de intercalarse asimismo materias extrañas, se habla más de los autores que de los libros, y por lo general sólo de los contemporáneos del jesuita flamenco, que dio a luz su obra en Francfort el año de 1608. Un año antes había salido de las prensas maguntinas un Catalogus clarorum Hipaniœ scriptorum a nombre de Andrés Taxandro, índice sucinto y descarnado que generalmente se atribuye al mismo Scotto. Así en el Catálogo como en la Biblioteca se hace mérito casi únicamente de los escritores que usaron la lengua latina, falta que intentó remediar el toledano D. Tomás Tamayo de Vargas, formando un índice bastante copioso de obras castellanas, con el título no impropio de Junta de libros la mayor que España ha visto en su lengua. Manuscrito permanece en la Biblioteca Nacional este catálogo, hoy de escaso valor como libro de consulta, dado caso que le disfrutaron ampliamente Nicolás Antonio y otros bibliógrafos. Con tan escasos auxilios comenzó su tarea, en verdad hercúlea, el autor de la Censura de Historias Fabulosas, prosiguiola con ardor creciente y jamás igualada diligencia, y logró darle cima en lo posible, consagrando a ella el bien aprovechado trabajo de su vida entera. De eterna admiración son dignos sus esfuerzos, pues si reflexionamos las gravísimas dificultades con que se tropieza para formar la bibliografía del ramo menos cultivado del saber humano, el índice de los trabajos relativos a un solo punto de la ciencia, el catálogo de los escritores de una provincia, de un pueblo de limitada importancia, ¡cómo no asombrarnos de esa titánica empresa de dar a conocer en un libro cuanto en España se había escrito desde la era de Augusto hasta fines del siglo XVII, sobre cualquier materia y en cualquiera forma! Y ¿quién ha de parar la vista en los errores, en las omisiones, en las faltas de pormenor inevitables en obra semejante? Aunque mucho más graves fueran, no bastarían a contrapesar las singulares excelencias de erudición y crítica, la riqueza incomparable de noticias recogidas en aquellos cuatro volúmenes, que son aún, y serán por mucho tiempo, el monumento más grandioso levantado a la gloria de las ciencias y de las letras españolas. Conviene consultar la obra de Nicolás Antonio en la reimpresión matritense de 1783 y 1788, en que se agregaron a la Bibliotheca Nova las adiciones manuscritas del mismo autor, y se acrecentó la Vetus con las copiosísimas notas del sabio hebraizante y numismático Pérez Bayer.

El segundo ensayo de bibliografía general debiose a D. José Rodríguez de Castro, que con erudición notable, aún que sin método ni crítica, propúsose refundir, acrecentar y continuar las Bibliothecas de Nicolás Antonio en la suya Española que no pasó del siglo XIV, si bien, con haber quedado tan a los principios, es obra de indispensable consulta en la parte hispano-romano y en la de los tiempos medios, y puede considerarse como el mejor suplemento a la Bibliotheca Vetus.

Al lado de Nicolás Antonio, padre de nuestra bibliografía, debemos colocar el nombre del rey de nuestros modernos eruditos, D. Bartolomé J. Gallardo, en cuyas papeletas, diestramente ordenadas por los señores Zarco del Valle y Sancho Rayón, veo casi realizado (un poco más de crítica no sobraría) el ideal de la labor bibliográfica, tal como la concibo y expuse al comienzo de esta epístola. El Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, riquísimo en extractos y noticias, suple gran parte de las omisiones de Nicolás Antonio respecto al siglo XVI, suministra datos y documentos sobre toda ponderación interesantes para la historia de nuestra literatura y en especial de la poesía lírica y de la dramática, y es de utilidad más directa e inmediata que ningún otro libro de bibliografía nacional para todo linaje de curiosos y de lectores. ¿Por qué desdicha no han visto aún la pública luz los últimos volúmenes de esta obra excelente, suspendida desde 1866 en la letra F? ¿A qué director de Instrucción pública estará reservada la gloria de procurar la impresión de lo restante?

Empresa es harto difícil el formar la bibliografía del siglo en que vivimos, fértil como ninguno en folletos, opúsculos, memorias, periódicos y hojas volantes. En parte muy considerable, realizáronlo, sin embargo, los señores D. Dionisio Hidalgo y D. Manuel Ovilo y Otero en sendos Diccionarios de no poco volumen, impreso en cinco tomos el primero, desde1862 a 1873, e inédito en la Biblioteca Nacional el segundo, del cual publicó en París un extracto, con título de Manual, la casa de Rosa y Bouret. Como escritos de bibliografía general pueden considerarse, además de los citados, la Tipografía Española del P. Méndez, adicionada por Hidalgo, los Apuntamientos de nuestro paisano D. Rafael Floranes sobre el mismo asunto, y el specimen de Diosdado Caballero De prima tipographiœ hispaniœ œtate, con otros opúsculos de menor cuantía relativos al primer siglo de nuestra imprenta23. Y si agregamos la voluminosa Bibliographia critica (no en todo española) del trinitario Fr. Miguel de San José, los trescientos artículos que añadió Floranes a Nicolás Antonio, los excelentes que en las Revistas Universitarias de Instrucción pública dio a luz el bibliotecario ovetense D. Aquilino Suárez Bárcena, y alguna que otra tentativa semejante24, tendremos casi completo el índice de los estudios generales de bibliografía española realizados hasta el momento en que trazo estas líneas.

Y continuando, amigo mío, en esta reseña de lo hasta hoy trabajado, para indicar después con más holgura lo que aún falta llevar a cabo, mencionaré las dos únicas bibliotecas etnográficas que poseemos, la Arábico-Hispano Escurialensis de Casiri y la Rabínico-Española de Rodríguez de Castro, ninguna de las cuales satisface las exigencias de la crítica moderna, por más que la primera fuese, en el tiempo en que salió a luz, una revelación, y hoy mismo parezca de utilidad grandísima, dado caso que no existe obra alguna que pueda con ventaja sustituirla.

Pero, aparte de la falta de método; harto sensible, y de los reparos que la ciencia contemporánea ha puesto a algunas de las traducciones allí incluidas, ha de confesarse que la obra de Casiri, reducida al catálogo de los manuscritos arábigos de una Biblioteca, siquiera sea de las más ricas en este ramo, no puede suplir, sino en parte y muy indirectamente, la falta de una Bibliografía arábigo-española completa, más necesaria a medida que adelantan los estudios orientales, tan interesantes para la historia de nuestra cultura. A los arabistas españoles toca llenar este vacío, y uno de ellos, el Sr. Fernández y González, está encargado oficialmente de completar y corregir el catálogo de Casiri, lo cual nos da esperanza de ver realizado antes de mucho el común deseo de nuestros eruditos, si, como creemos, el citado profesor no se limita a esta preliminar tarea sino que emprende la formación del apetecido índice de autores árabes-españoles, ya conservados en nuestras bibliotecas, ya en las extranjeras. En cuanto a la obra de Rodríguez de Castro, superior en riqueza de noticias a las anteriores de Wolfio y Bartholoccio, táchanla no pocos hebraizantes modernos de superficial y poco exacta, y fuera de desear que entre la nueva generación masorética, educada por el doctor García Blanco, se hallase algún bibliófilo, docto, a la par, en la lengua santa y en sus afines y derivadas, que tomase a su cargo las adiciones y enmiendas al trabajo de nuestro bibliotecario.

En la clase de Bibliotecas corporativas pongo en primer término las de comunidades religiosas, limitada alguna de ellas a España, generales las más y obras por lo común de autores extranjeros.

Por la parte considerable que encierran de nuestra bibliografía, son dignos de especial mención los Anales franciscanos de Wadingo y su continuador Harold; la Biblioteca de la misma orden, formada por Fr. Antonio de San José; la excelente de escritores dominicos, de Quetif y Echard, a la cual precedieron los ensayos de Antonio Senense, Alfonso Fernández y Fr. Ambrosio de Altamira; la Carmelitana, de Cosme de Villiers de San Esteban; el Alphabeto Augustiniano, de Fr. Tomás de Herrera, los Sœcula Augustiniana del P. Lanteri (1858-59); la Biblioteca Mercenaria de Fr. José Antonio Garí (Barcelona, 1875), las Bibliothecas cistercienses, de Vischio y Muñiz, y otros menos, extensos y conocidos catálogos de autores pertenecientes a diversas órdenes, que no mostraron tanto esmero como las anteriores en la conservación de sus Memorias literarias.

A todo lo cual deben agregarse las numerosas historias de las mismas sociedades monásticas, que, sin ser obras propiamente bibliográficas, contienen, no obstante, un tesoro de noticias acerca de no pocos escritores, siendo notables, en tal concepto, la Crónica de la Orden de San Benito, de Yepes, la que en muy elegante estilo escribió de los jerónimos el P. Sigüenza, y otras que fuera prolijo, y no parece necesario, enumerar. Pero ninguna Orden religiosa ha excedido a la Compañía de Jesus en lo esmerado y completo de su extensa y curiosísima bibliografía. Ya en 1608 publicose en Amberes el catálogo de escritores jesuitas, formado por el ilustre P. Rivadeneyra. Continuáronle Nieremberg, Alegambe y otros egregios varones de la Compañía, así nacionales como extranjeros, y llegados los tiempos de expulsión y extrañamiento, dos jesuitas de la provincia de Aragón, Diosdado Caballero y Onofre Prat de Sabá, formaron en Italia sendos catálogos de los deportados españoles que tan gallarda muestra habían dado de su saber en todo linaje de ciencias y disciplinas. A coronar todos estos ensayos, y otros que al presente no recuerdo, vino en 1859 la muy erudita Bibliothèque des écrivains de la Compagnie de Jésus, publicada en Lieja por los Padres Agustín y Luis Backer, obra que adolece, no obstante, sin duda por la dificultad de la empresa, de omisiones aún yerros, por lo menos en la parte española.

No menos poderosos, influyentes, conspicuos y fecundos en ilustres escritores que las Órdenes religiosas, fueron los llamados Colegios Mayores, muertos a mano airada por D. Manuel de Roda en tiempo de Carlos III. De los escritores salidos del seno de tales corporaciones, poseemos notable bibliografía, gracias a las vigilias de Rezabal y Ugarte, y encuéntranse además noticias en la Historia del Colegio Viejo de San Bartolomé de Salamanca, que ordenó el marqués de Alventos.

Como incluidos también en la sección bibliográfica de corporaciones, pueden estimarse los catálogos de escritores alumnos o maestros de las Universidades de Salamanca, Oviedo, Zaragoza y Valencia, que acompañan a las Memorias históricas de dichas escuelas, publicadas en estos últimos años por los Sres. Vidal y Díaz, Canella y Secades, Borao y Velasco, si bien tales apéndices son por su naturaleza harto breves, y sólo pueden servir de índices o registros para quien emprenda formar la Bibliografía universitaria ibérica, no intentada aún por nadie que yo sepa.

Mucho más rica que la sección anterior, es la de Bibliotecas regionales, en la cual comprendo las de reinos, provincias, comarcas y ciudades. A continuación va el índice de las que conozco, muy incompleto, sin duda, pero que demuestra el grado de cultivo obtenido en España por esta rama de la erudición bio-bibliográfica.

PORTUGAL. Excede en este punto a las demás regiones peninsulares: posee la magna Bibliotheca Lusitana, de Barbosa Machado (a quien precedieron en su empresa Juan Franco Barreto, Jorge Cardoso y algún otro)25, y el admirable Diccionario bibliográfico, de Inocencio de Silva, que aumenta y corrige la obra de su predecesor y la continúa hasta nuestros días.

En la Biblioteca Nacional se conserva un manuscrito del Sr. D. Domingo Pérez, relativo a los escritores portugueses que han escrito en lengua castellana.

VALENCIA. Sigue a Portugal en materia bibliográfica. Aparte de los ensayos hechos en el siglo XVII por Onofre Esquerdo y D. Diego de Vich, cuenta tres bibliotecas impresas: la del P. Rodríguez, continuada por el P. Savalls; la de Jimeno y la de su adicionador Pastor y Fuster, que la prosiguió hasta 1829. Hanse publicado además diversos opúsculos eruditos sobre puntos aislados de la historia literaria de aquel reino, y entre ellos El teatro en Valencia, de D. Luis Lamarca.

ARAGÓN. A ninguna de nuestras bibliotecas regionales cedería la de Latassa, si la falta de método y lo farragoso e indigesto del estilo no oscurecieran las cualidades de erudición y exactitud que en ella resaltan26. Esperamos que los iniciadores de la Biblioteca Aragonesa refundan, amplíen y terminen este trabajo. Acerca de la Imprenta en Zaragoza, conozco un folleto del Sr. Borao27.

CATALUÑA. Aparte de otros catálogos anteriores de menor importancia, posee el Diccionario de escritores catalanes, de Torres Amat, ligero e incompleto, aunque rico en noticias, y el Suplemento al mismo, de Corominas y Aleu, que repara algunas de sus omisiones. Aún resta no poco que trabajar en la bibliografía del Principado, pero es de creer que agote la parte lemosina el docto bibliotecario señor Aguilo, en su obra premiada, ha no pocos años, por la Biblioteca Nacional, aunque por desdicha no impresa todavía. Sobre escritores gerundenses existe una Memoria del Sr. Girbal.

ISLAS BALEARES. D. Joaquín M. Bover ha publicado una extensa y erudita Bibliografía balear, de la cual se han hecho dos ediciones, muy aumentada la segunda, que puede considerarse como obra nueva.

Las regiones del Mediodía, Centro y Norte de la Península han sido en esta parte menos afortunadas que Portugal y la corona aragonesa. Los estudios bibliográficos (con alguna excepción) han sido más breves en Castilla, y muchos de ellos permanecen inéditos. Tengo noticia de los siguientes:

ANDALUCÍA. Sevilla.- Rodrigo Caro (Claros varones en letras, naturales de Sevilla), y sus continuadores don Diego Ignacio de Góngora y D. Juan Nepomuceno González de León, el analista Ortiz de Zúñiga, Arana de Varflora, o séase el P. Valderrama (Hijos ilustres de Sevilla), Matute y Gaviria, más que todos diligente; muchos contemporáneos nuestros, entre los cuales recordamos a los señores Colom, Álava, Asensio, Gómez Aceves, Bueno, Palomo, Lasso, etc., y la Sociedad de bibliófilos andaluces, han acopiado innumerables datos para la bibliografía hispalense, siendo de lamentar que no se hallen reunidas en una obra de fácil manejo las noticias hoy dispersas en manuscritos, libros no frecuentes, prólogos y artículos de revistas. La Biblioteca Nacional premió tiempo atrás la Tipografía Sevillana (siglo XV), del Sr. Escudero y Perosso.

Cádiz.- Sólo he visto el Diccionario de Cambiaso, sobremanera incompleto, y los Hijos ilustres de Jerez de la Frontera, obra del Sr. Parada.

Córdoba.- Hijos ilustres de esta provincia, manuscrito de D. Luis M. Ramírez de las Casas Deza, conservado en la Biblioteca Nacional. Es más biográfico que bibliográfico y crítico.

Granada.- Bibliografía granadina hasta fines del siglo XVIII. Ms. de D. Juan F. Riaño, premiado por la Biblioteca Nacional.

CASTILLA LA NUEVA. Madrid.- El Diccionario de Álvarez Baena tiene de bibliográfico muy poco, y esto con frecuencia inexacto. Más que a los escritores atiende a los nobles nacidos en Madrid, a quienes, por el sólo hecho de serlo, considera ilustres, deteniéndose con fruición a trazar sus genealogías y describir sus escudos de armas28.

Toledo.- Es muy de sentir que el docto cronista de la imperial ciudad, Sr. Gamero, ha poco difunto, no hubiese dedicado una parte de sus aprovechadas tareas a la formación de una Biblioteca toledana. Las únicas noticias que sobre el particular se han recogido, hay que buscarlas en su Historia y en las de otros analistas anteriores, que por incidencia traen algo aprovechable para la historia literaria.

Cuenca.- Posee, no un seco catálogo de ediciones, ni un fárrago de apuntes bibliográficos, como otras provincias menos afortunadas, sino una serie de admirables estudios, modelos de erudición y de crítica, que debieran ser luz y espejo de bibliógrafos y eruditos. Cuatro tomos de notable volumen lleva publicados el Excmo. señor don Fermín Caballero, relativos a Hervás y Panduro, Melchor Cano, el Dr. Montalvo y los hermanos Juan y Alfonso de Valdés. En ellos ha dado a conocer, no sólo la importancia científica y literaria de cada uno de sus personajes, sino las ideas y el espíritu de la época en que vivieron y la atmósfera intelectual que respiraron. La tipografía conquense queda asimismo ampliamente ilustrada en el opúsculo La imprenta en Cuenca, del mismo autor29.

EXTREMADURA. El Excmo. Sr. D. Vicente Barrantes, infatigable explorador de las glorias de su país natal, es autor de un Catálogo bibliográfico de obras útiles para la historia de Extremadura, premiado por la Biblioteca Nacional, y hoy refundido en el Aparato bibliográfico, del cual han visto la luz pública dos tomos. En él anuncia el Sr. Barrantes hallarse ocupado en una bibliografía de extremeños ilustres, que servirá de complemento a sus notables estudios.

CASTILLA LA VIEJA Y REINO DE LEÓN. Doloroso es decirlo, pero necesario. Las provincias castellanas y leonesas han manifestado escasísimo interés en la conservación de sus memorias literarias. Segovia posee el apéndice de escritores que añadió Colmenares a su Historia y los Apuntes biográficos de escritores segovianos de D. T. Baeza (1877). En los anales eclesiásticos y seculares de las demás capitales y poblaciones de importancia se encuentran esparcidas muchas noticias útiles, pero no expuestas con criterio bibliográfico ni en forma erudita. Ni aún ciudades de tan gloriosa historia como Valladolid y Burgos30, ni aún la Atenas española, foco de saber y de cultura, centro además de una escuela literaria en días no muy lejanos, han cuidado de formar sus catálogos bibliográficos. Si algo se ha intentado en tal sentido, son tan escasas la extensión e importancia de los ensayos, que sus títulos y los nombres de sus autores se van de la memoria y de la pluma. La Biblioteca Nacional premió en uno de sus últimos concursos una Colección biográfico-bibliográfica de noticias concernientes a la historia de Zamora, por D. Cesáreo Fernández Duro.

LAS ASTURIAS. Asturias de Santillana o Montaña de Santander.- Sepárola de Castilla, con la cual no tiene otras relaciones que las puramente administrativas y las comerciales, y la asocio, como más afin, al Principado de Asturias. De extensión territorial harto reducida, pero con historia y costumbres propias, la comarca montañesa, patria nuestra muy amada, recuerda con orgullo no pocos blasones literarios, alcanzados por naturales y oriundos de su suelo. A pesar de haberse contado entre ellos eruditos y bibliógrafos tan eminentes como Floranes, el P. La Canal y La Serna Santander, ninguno pensó en registrar ordenadamente los trabajos científicos de sus conterráneos. Algo se ha intentado en nuestros días. La Biblioteca Nacional ha premiado en el presente año un Diccionario de obras útiles para la historia de Santander, obra de un extraño a nuestro país, el Sr. D. Enrique de Leguina, a quien debemos agradecimiento por su diligencia. Y aunque parezca de mal tono literario sacar a plaza el propio nombre, y más cuando éste es de sobra oscuro e insignificante, sabe usted, amigo mío, que me he propuesto formar una serie de monografías crítico-bibliográficas acerca de nuestros escritores, de la cual ha visto la luz pública el primer estudio, dedicado a la apreciación de las producciones del ilustre santanderino D  Telesforo Trueba y Cosío.

Asturias de Oviedo.- A fines del siglo pasado, el docto canónigo de Tarragona, González Posada, acometió la empresa de formar una Biblioteca de escritores asturianos. El primer bosquejo de su trabajo, remitido por él a Campomanes, ha visto la luz pública como anónimo en el tomo I del Ensayo de una biblioteca española formado sobre los apuntamientos de Gallardo. Extendidas con la brevedad que allí aparecen, las primeras notas, dio Posada mayor extensión a sus trabajos, y con el título no muy propio de Memorias históricas del Principado, publicó un primer tomo que abraza sólo la letra A de su Diccionario, no limitado ya a los escritores, sino comprensivo de todos los asturianos ilustres. Perdiose en Tarragona, de la manera que usted sabe, el resto de su obra, harto farragosa y poco crítica, y hasta estos últimos años no se pensó en reparar su falta con una nueva Biblioteca Asturiana. Hala formado con diligencia el Sr. Fuertes, catedrático de este Instituto, y se guarda el manuscrito en la Biblioteca Nacional.

GALICIA. Existen: un Diccionario de escritores gallegos (lastimosamente interrumpido en su publicación), del Sr. Murguía; un Catálogo de libros útiles para la historia de aquel reino, formado por el bibliotecario de la Universidad de Madrid D. José Villamil y Castro, y el ensayo (manuscrito en la Biblioteca Nacional) sobre La imprenta y la prensa periodística en Galicia, del Sr. Soto Freire31.

No tengo noticia de más bibliografías peninsulares, faltando entre otras (y es falta notable en provincias tan apegadas a sus tradiciones) la vasco-navarra, para la cual sólo se hallan noticias sueltas esparcidas en muy desemejantes libros y folletos32.

Existen además las siguientes Bibliotecas americanas, sin otras que de seguro no habrán llegado a mi noticia33:

Generales.- León Pinelo. Epítome de la Biblioteca Oriental y Occidental, Náutica y Geográfica. Madrid, 1629, en un solo tomo, y con adiciones mucho más considerables que el texto por D. Andrés González Barcia, en Madrid, 1737-38, tres volúmenes.

Biblioteca Americana de Ternaux Compans.- También son útiles para nuestra bibliografía, la Asiática y la Africana.

Bibliotheca Americana Nova de Rich. Londres, 1846.

Harrise (Enrique), Biblioteca Americana Vetustissima. A description of works relating to America, published betwen the years 1492 and 1551. New-York, 1816.- Additions, París y Leipzig, 1872.

La Imprenta en América, del mismo. New-York, 1866. Hay una traducción castellana con notables adiciones del Sr. Zarco del Valle.

Apuntes para un Catálogo de escritores en lenguas indígenas de América, por D. J. García Icazbalceta. Méjico, 186034.

Los idiomas de la América latina, por D. F. Cibdad y Sobron, Madrid, 1876. Es una especie de Catálogo bibliográfico, muestra de otro más extenso que tiene inédito su autor.

México.- Eguiara y Eguren. Bibliotheca Mexicana, sive eruditorum historia virorirum qui in América Boreali nati vel alibi geniti, in ipsam domicilio aut studiis asciti, quavis lingua scripto aliquid tradiderunt. Méjico, 1755. Un tomo que comprende hasta la letra C. Los borradores del autor alcanzaban hasta la I.

Beristain de Souza. Biblioteca Hispano-Americana Septentrional o Catálogo y noticia de los literatos que educados en la América Septentrional española han dado a luz algún escrito, etc. Méjico. 1816-21. Tres tomos en folio. Obra abundante en noticias, aunque le falta rigor bibliográfico en las descripciones.

Isla de Cuba.- En la Biblioteca Nacional se conserva un manuscrito moderno, más biográfico que bibliográfico, acerca de los ingenios nacidos en esta colonia. No recuerdo el nombre de su autor.

América del Sur.- Biblioteca de escritores venezolanos contemporáneos, por D. José María Rojas. (París, 1875.)

Ensayo sobre la historia de la literatura Ecuatoriana, por Pablo Herrera. Quito, 1860.

Gutiérrez (J. M). Apuntes biográficos de escritores, oradores, etc., de la República Argentina. Buenos-Aires, 1860.

Id. Bibliografía de la primera imprenta de Buenos Aires con noticias sobre orígenes del arte de imprimir en América. Buenos-Aires, 1866.

Id. Estudios biográficos... sobre algunos poetas sudamericanos anteriores al siglo XIX. Buenos-Aires, 1865.

Torres Caicedo. Ensayos biográficos sobre los principales publicistas, oradores, historiadores, poetas y literatos de la América latina.

Filipinas. D. Sebastián Vidal y Soler insertó un Catálogo de libros útiles para la historia y geografía de aquellas islas al fin de su Memoria sobre los montes de Filipinas. Véase además el Apéndice VI a las Guerras Piráticas de Mindanao y Joló, publicadas por el Sr. Barrantes, y algunos artículos del Sr. Pano en la Revista de Filipinas.

Con intento más científico que el de las bibliotecas regionales, se han formado en España algunas por orden de materias. Su número es por desgracia harto breve. Entre ellas merecen especial recuerdo la Historia bibliográfica de la medicina española, de Hernández Morejón, y la que con el título de Anales publicó D. Anastasio Chinchilla; la Bibliografía médica-portuguesa, de Fonseca Benavides. La Botánica y los Botánicos de la península hispanolusitana, obra del Sr. Colmeiro (D. Miguel); la Biblioteca mineralógica., de los Sres. Maffei y Rua Figueroa; el Diccionario de bibliografía agronómica, de D. Braulio Antón Ramírez; los Apuntes bibliográfico-forestales de D. José Jordana y Morera (Madrid, 1875); la Biblioteca Marítima, de Navarrete, la Bibliografía Militar, del Sr. Almirante35; la de los Economistas españoles, del Sr. Colmeiro (D. Manuel); la Económico-Política, de Sempere y Guarinos; la de Historiadores de reinos, ciudades, villas, iglesias y santuarios, de D. Tomás Muñoz Romero; el admirable Catálogo del teatro antiguo español, del malogrado y eruditísimo La Barrera, libro que en saber y diligencia deja muy atrás los ensayos antecedentes. Si a estas obras, nacidas en su mayor parte de los concursos de la Biblioteca Nacional, agregamos la Hispania Orientalis de Paulo Colomesio; la comenzada Biblioteca de traductores, de Pellicer; el Specimen, del P. Pou sobre la misma materia; los Apuntes, del Sr. Apraiz, para una historia de los estudios helénicos en España; el Catálogo de piezas dramáticas anteriores a Lope de Vega, que acompaña a los Orígenes del Teatro Español, bellísimo estudio de Moratín; el Índice del teatro del siglo XVIII, que puso el mismo egregio dramaturgo al frente de sus Comedias; los muy copiosos y esmerados Catálogos de pliegos sueltos y libros que contienen romances, unidos por el sabio Durán a la última edición de sus Romanceros; los de Poemas heroicos, místicos, históricos, burlescos, etc., publicados por los Sres. D. Cayetano Rosell y D. Leopoldo A. de Cueto36 en los tomos XXIX y LXVII de la Biblioteca de Autores Españoles; los Índices cronológicos de dramáticos del siglo XVII, incluidos en la misma colección por el Sr. Mesonero Romanos; el de Libros de caballerías españoles y portugueses, del señor Gayangos; la Biblioteca Genealógico-Heráldica, de Franckenau; el Ensayo bibliográfico sobre los principales poetas portugueses, de Costa e Silva (Lisboa, 1855); y descendiendo a trabajos de menor extensión e importancia, la Biblioteca militar española, de García de la Huerta; la Biblioteca histórica portuguesa, de Figanière; el ensayo de una Biblioteca antirabínica, de Ribeiro dos Sanctos (tomo VII de las Memorias de la Academia de Ciencias de Lisboa), el Catálogo de escritores de veterinaria, del Sr. Llorente y Lázaro, la Bibliografía venatoria, de Gutiérrez de la Vega, y la de libros de gineta, de Balenchana, tendremos casi completa la lista de las monografías bibliográficas, por orden de materias, dadas hasta hoy a la estampa. Pero inéditas se conservan algunas más, premiadas o adquiridas casi todas por la Biblioteca Nacional, cuales son: el Catálogo de escritores de Bellas Artes en España, del Sr. Zarco del Valle; el de Relaciones y Fiestas, de D. Genaro Alenda, inteligentísimo ordenador de la sala de Varios de dicho establecimiento; la Monografía acerca de las colecciones de refranes, obra del Sr. Sbarbi, que se dispone a publicarla, a par de la rica y curiosa colección que con el título de Refranero da a la estampa, llevando ya impresos cinco volúmenes; el Catálogo de periódicos, del Sr. Hartzenbusch (don Eugenio); el de Escritores de matemáticas en el siglo XVI, formado por el Sr. Picatoste; el muy rico y extenso del Moderno teatro español, de D. Manuel Ovilo y Otero; la Biblioteca jurídica, de Fernández Llamazares, y la de Poetas líricos antiguos y modernos, citada sin indicación de su autor en la Memoria de la Biblioteca Nacional correspondiente a 1872, y como presentados en la misma Biblioteca y no premiados un catálogo de tragedias españolas y otro de fabulistas.

En punto a índices y catálogos de Bibliotecas públicas y particulares, con mencionar, aparte de los registros e inventarios de diversas colecciones formados en los siglos XV, XVI y XVII sin rigor bibliográfico suficiente37, el Casiri ya citado, la excelente Bibliotheca Grœca-Matritensis, de Iriarte (D. Juan), trabajo el más esmerado que ha salido de manos de nuestros helenistas; el Specimen bibliothecœ hispano-majansianœ; el ligerísimo Catálogo de Mss. del Escorial, del Sr. Llacayo; el Índice de los manuscritos españoles conservados en las Bibliotecas de Roma, de Hervás y Panduro, el Catalogue of the Spanish Mss. in the Brilish Museum, del Sr. Gayangos, el de Manuscritos de las Bibliotecas de París, dado a la estampa años ha por D. Eugenio de Ochoa; el que tiene dispuesto para la prensa mi docto amigo Morel Fatio, corrigiendo los infinitos yerros de su predecesor; los diversos Índices38 de la Universidad de Salamanca la Memoria descriptiva de los códices notables conservados en los Archivos Eclesiásticos de España, del Sr. Eguren, y los tres ricos y extensos Católogos de nuestro La Serna Santander (Bruselas, 1803; 5 volúmenes), del marqués de Morante y de Salvá; el Relatorio acerca de la Biblioteca Nacional de Lisboa, por José Feliciano de Castilho; el Catálogo de los Mss. de la Biblioteca de Évora, formado por Joaquín Heliodoro da Cunha Rivara; y el de Mss. portugueses del Museo Británico, tendremos expuesto lo más notable que sobre el particular recuerdo.

A estas seis especies de bibliotecas pudieran añadirse otras dos, la de épocas y la de sectas religiosas. Pero no habiendo de la primera clase más ejemplos que el Ensayo de una biblioteca de los mejores escritores españoles del reinado de Carlos III, de Sampere y Guarinos, y los dos Diccionarios de autores del siglo XIX, ya mencionados; y estando limitada por hoy la segunda a la Biblioteca Wiffeniana del sabio profesor de Strasburgo, doctor Bohemer, relativa a los protestantes españoles del siglo XVI, no he juzgado necesario hacer clase aparte de tales libros. Por razón análoga omito las bibliografías especiales de cada autor, de su escuela, discípulos, imitadores, etc.; pues, fuera de la Biblioteca Luliana, de Roselló, inédita todavía, no conozco ninguna que forme libro aparte, dado que suelen acompañar como apéndices a las monografías crítico-bibliográficas de cada autor, que citaré en sazón más oportuna39.

A todo este arsenal erudito han de añadirse las bibliografías generales de Brunet, La Serna Santander, Hain y tantos otros que fuera prolijo citar aquí, libros de indispensable consulta, debidos en su mayor número a autores extranjeros40.

Tal es (salvas inevitables omisiones) el caudal bibliográfico hoy existente41

. ¿Cuál de los métodos hasta ahora adoptados para la composición de este linaje de obras es más científico, más útil y, satisface mayor necesidad en España? No dudo responder que el de materias. La Bibliografía general es hoy por hoy, imposible en España como en todas partes. Debe ser el desideratum de la erudición y de la crítica, pero no conviene empeñarnos en tentativas directas, y sin duda infructuosas, para conseguirlo. Deben fomentarse los trabajos ertiditos acerca del movimiento intelectual en cada una de las regiones de nuestra Península, para que por tal camino se conserve la autonomía científica y literaria de que algunas ciudades, como Barcelona y Sevilla, disfrutan; adquieran otras la independencia, carácter y vida propia de que hoy, a pesar del número y calidad de sus ingenios, carecen; crezca en nosotros el amor a las glorias de nuestra provincia, de nuestro pueblo y hasta de nuestro barrio, único medio de hecer fecundo y provechoso el amor a las glorias comunes de la patria, y sea posible contrarestar esa funesta centralización a la francesa, que pretende localizar en Madrid cuanto de vida literaria existe en todos los ámbitos del suelo español, borrando por ende toda diferencia y todo sello local, para obtener en cambio una ciencia y un arte reflejos pálidos de la ciencia y del arte extranjeros, no pocas veces antipáticos y repulsivos a nuestro carácter. Aparte de esta capital consideración, los catálogos de escritores provinciales conducirán en un término lejano a la formación de la bibliografía general; los estudios sobre la imprenta en cada una de nuestras ciudades formarán unidos la Tipografía Española, y los índices de libros útiles para la historia particular son materiales para el Aparato bibliográfico a la historia de España, obra que falta aún, como asimismo faltan el Arqueológico y el Diplomático, trabajos preparatorios indispensables, sin los cuales, y numerosas colecciones de documentos a más de las existentes, nunca lograremos poseer una Historia completa, erudita y digna de su nombre.

Pero aún más necesarias que las Bibliotecas regionales, de las cuales existen al cabo gran número, son las compuestas por materias, muy escasas todavía en España; libros que satisfacen de lleno las condiciones que la historia literaria tiene derecho a exigir de la bibliografía, pues su unidad interna no esta´limitada por las condiciones de tiempo y espacio, sino por la naturaleza de cada rama del saber, apareciendo los escritores en ellos incluidos como eslabones de la misma cadena. De ese género de bibliografías, formadas con los requisitos que señalé al principio de la presente carta, es muy fácil el tránsito a las monografías histórico-críticas.

Por desgracia, consideraciones materiales de poco levantada índole limitan en España, del modo que usted sabe, la producción de libros eruditos. No hay público para esta clase de trabajos, y su impresión, con frecuencia harto costosa, suele no ser accesible a las fuerzas de un particular, que teme empeñar sus recursos en un libro de difícil o dudosa venta. Por tal razón hallo digna de toda alabanza la institución de premios anuales para este objeto en la Biblioteca Nacional, institución provechosísima, de que nuestras letras son deudoras al insigne erudito señor D. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe. En el escaso tiempo trascurrido desde el primer concurso hasta hoy, ha dado por naturales frutos un número de obras bibliográficas superiores en extensión y en importancia a cuanto se había trabajado en España en el medio siglo antecedente. Algo se ha detenido este movimiento desde el año 67, por una causa verdaderamente lamentable, que dará ocasión a la muerte de toda actividad bibliográfica, si pronto no se acude al remedio. Desde aquella fecha no se ha impreso una letra de ninguna de las obras premiadas, y, lo que es aún más de sentir, ha quedado incompleto el importantísimo Ensayo de Gallardo, Zarco del Valle y Sancho Rayón. ¿Cuál es la causa de semejante atraso? La ignoro: tal vez los malos tiempos que hemos corrido; tal vez la indiferencia con que en España se miran estas cosas. Pero sí afirmo que de no remediarlo presto quien puede y debe, darase ocasión a que el público no tenga medio fácil de apreciar el acierto del Jurado en sus calificaciones, confiscarase en provecho de los pocos literatos que en Madrid residen y pueden a toda hora concurrir a la Biblioteca Nacional lo que debiera ser patrimonio común de la erudición española; harase cada día más difícil el conocimiento de nuestras riquezas literarias, y a la postre faltarán aspirantes a los premios, pues no es grande estímulo la mezquina recompensa pecuniaria a ellos aneja, ni aún la entrada en el cuerpo de Bibliotecarios, para que consienta nadie en enterrar en la sala de manuscritos una obra, fruto tal vez de largos afanes y vigilias.

Es, pues, urgentísima la publicación de los trabajos hasta hoy premiados, y si arredrare a la Superioridad el escasísimo coste de tal empresa (pues aquí para todo lo útil se tropieza con dificultades increíbles, al paso que nadie para mientes en los gastos que ocasionan tantas y tantas cosas superfluas), creo que fuera preferible suspender por algunos años los concursos y publicar en tanto las obras existentes, a dejar de cumplir lo que se anunció en las condiciones de los concursos como parte (y la más esencial) del premio.

Pero tal vez se me dirá: ¿A qué tanta protección a esos estudios? ¿A qué fomentar la composición de obras bibliográficas, cuando existen tantas como ya dejo citadas, aparte de las muchas que habré omitido? ¿No se ha trabajado bastante en ese campo? ¿Quedan aún puntos sin explorar? ¿No sabemos bastante de nuestros escritores? La respuesta es muy sencilla: a continuación va el índice de algunos de los Diccionarios bibliográficos que nos faltan todavía. Elijo sólo aquellas materias de mayor y más reconocido interés, prescindiendo de otras muchas que solicitan de un modo menos imperioso la curiosidad erudita:

  • 1. Biblioteca de Teólogos
    • Escrituarios
    • Escolásticos.
    • Dogmáticos.
    • Moralistas.
  • 2. De Místicos y Ascéticos.
  • 3. Filósofos.
  • 4. Moralistas no teológicos.
  • 5. Jurisperitos.
    • Civilistas.
    • Canonistas.
  • 6. Políticos y tratadistas de Filosofía política.
  • 7. Escritores de Alquimia, Química y Física. (Pudieran dar materia a dos Bibliotecas, cuya formación incumbe de derecho a mi sabio amigo y maestro en materia bibliográfica don José R. de Luanco, autor de la excelente monografía acerca de Raimundo Lulio considerado como alquimista, y al Sr. Rico y Sinobas, ilustrador de las obras científicas del Rey Sabio.)
  • 8. Zoólogos.
  • 9. Geógrafos y Cronologistas.
  • 10. Arqueólogos.
  • 11. Historiadores generales y de sucesos particulares.
  • 12. Historiadores de órdenes religiosas y monasterios, Genealogistas, etc., etc. (Sobre el segundo de estos grupos existe la Bibliotheca Genealógico-Heráldica, de Franckenau, o sea D. Juan Lucas Cortés; pero es muy incompleta)42.
  • 13. Estéticos, preceptistas, críticos o historiadores de la literatura.
  • 14. Orientalistas.
  • 15. Humanistas.
  • 16. Autores que han escrito de o en lenguas exóticas.
  • 17. Poetas españoles que han escrito en griego, en latín o en alguna de las lenguas vulgares no habladas en la Península Ibérica.
  • 18. Líricos castellanos, galaico-portugueses y lemosines.
  • 19. Poetas épicos.
  • 20. Novelistas.
  • 21. Biógrafos, y Bibliógrafos.
  • 22. Anónimos, pseudónimos, plagiarios, curiosidades literarias. (Obra análoga al Diccionario de supercherías bibliográficas, de Querard.)
  • 23. Heterodoxos españoles. (Completar a Bohemer con la noticia de todos los que en Iberia extravagaron de la fe católica antes y después de la Reforma protestante del siglo XVI.)
  • 24. Biblioteca de Traductores de lenguas clásicas y de poetas modernos. (Llevo muy adelantada esta Biblioteca.)
  • 25. Traductores de idiomas vulgares.
  • 26. Escritores oriundos de España, aunque hayan nacido y escrito en país y lengua extranjeros. Escritores extranjeros que han usado cualquiera de las lenguas peninsulares en todos o en alguno de sus escritos.
  • 27. Autores extranjeros que han escrito de cosas de España.
  • 28. Matemáticos ibéricos anteriores y posteriores al siglo XVI.
  • 29. Autores cuyas obras se han perdido.
  • 30. Escritoras españolas.
  • 31. Obras prohibidas. Pudiera hacerse un trabajo curiosísimo cotejando los diversos índices expurgatorios de la Inquisición.

Cuando esté realizado todo o la mayor parte de este programa, podrá decirse con fundamento que la bibliografía española queda ampliamente ilustrada. Hasta tanto, y mientras sigamos ignorando la mitad de nuestro pasado intelectual, no me cansaré de solicitar protección y apoyo, para este linaje de estudios, de suyo áridos e ingratos, que reportan fatigas considerables, aunque no honra ni provecho.

En mi próxima epístola trataré del segundo medio de promover el estudio de nuestra historia científica, o sea de las monografías expositivo-críticas.

Santander, Junio de 1876.




ArribaAbajo- III -

Mr. Masson Redivivo


Mi muy querido amigo y paisano: Parece que algún revoltoso duende anda empeñado en hacerme prolongar esta correspondencia. No será para mal, puesto que Dios se lo consiente. He aquí que cuando pensaba continuar hablando con todo reposo acerca de los medios de facilitar a la generación actual el conocimiento de nuestra ciencia antigua, se me atraviesa el ingenioso y agudo crítico don Manuel de la Revilla, que en el último número de la Revista Contemporánea nos larga tremenda filípica, llamando mito a la filosofía española, y soñadores a los que en ella nos ocupamos, citándonos a usted y a mí (aunque indigno) nominatim, y honrándonos con un calificativo que por mi parte no acepto, aunque se lo agradezca de veras. Justo parece que, a modo de paréntesis, nos hagamos cargo de las afirmaciones de este caballero, eco póstumo de aquel Mr. Masson de la Enciclopedia tan briosamente refutado un siglo ha por Cavanilles, el abate Denina y Forner, ya que no duda en lanzarlas al mundo, suscritas con su nombre y apellido. Y comenzaré por advertir que ninguna extrañeza me ha causado el verlas en letras de molde en la Revista citada, pues parece que esa publicación profesa odio mortal a todo lo que tenga sabor de españolismo, y yo, por mi parte, juro que desde que apareció por estas playas, ando buscando en ella a meco de candil algún artículo, párrafo o línea castellanos por el pensamiento o por la frase, y muy pocas veces he logrado la dicha de encontrarlos. Como no sé el aleman, ni he estudiado en Heidelberg, ni oído a Kuno Fischer, no me explico la razón de que en una revista escrita (al parecer) en español y para españoles, sea extranjero todo, los artículos doctrinales, las novelas, las poesías y hasta los anuncios de la cubierta. Dios nos tenga de su mano. Si esto sigue así algunos años, ¿qué será de los desdichados que jamás entramos en el Sancta Sanctorum del Deutschen, y que en vez de leer a Hartmann y a Schopenhauer y a otros pensadores y filósofos eximios, cuyos nombres acaban en of y en graf, como los de los héroes de El Gran Cerco de Viena, gastamos el tiempo y la paciencia en los añejos y trasnochados libros de esos pobres españoles de las tres centurias antecedentes, que vivieron bajo el triple yugo de todos los despotismos, de todas las intolerancias, de todas las supersticiones? Afortunadamente, los redactores de la Revista Contemporánea no paran mientes en esa grey servil, aherrojada por el despotismo y la Inquisición, y siguen impertérritos su camino. Con ellos me entierren, que son inteligencias abiertas a todo viento de doctrina y libres de preocupaciones históricas. ¿Qué extraño que menosprecien la filosofía española?

Cosas más raras estamos viendo cada día. Parecía que ya era tiempo de que callase esa literatura progresista de perversa ralea, cuyas inocentadas han sido la delicia de tres generaciones. Pues he aquí que el eminente lírico Sr. Núñez de Arce (nombre caro a nuestras musas), al tomar asiento en la Academia Española, se acuerda de haber sido periodista y diputado constituyente y gobernador de Barcelona despues del movimiento setembrino, y con mengua de su buen juicio y talento poderoso (¡debilidades humanas!) nos regala un trocito de poesía doceañista, capaz de hacer llorar a las piedras. El Sr. Núñez de Arce es de los que para todo encuentran una explicación: la intolerancia. ¡Felices ellos que así poseen la clave de nuestra historia!

El vulgo de los mortales nos devanamos el seso para comprender cómo esa intolerancia puede producir efectos contradictorios. Unos dicen que las letras españolas florecieron gracias a la intolerancia, pero que ésta mató toda actividad científica; otros afirman que la susodicha intolerancia echó a perder ciencia y arte y costumbres, todo en una pieza. De estos es el Sr. Núñez de Arce. Al leer su discurso me parecía tener a la vista el estudio crítico que antepuso el abate Marchena a sus Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia, o algún otro de los alegatos que por el tiempo de éste, aparecieron en defensa de la imbecilidad y estupidez de nuestra raza. El nuevo académico está, por lo visto, en tales cuestiones a la altura de los críticos del año de gracia 1820. No le envidio la triste gloria de sustentar causa tan antipatriótica y atrasada. El Sr. Núñez de Arce, que como poeta tiene no pocas semejanzas con el gran Quintana, hasta en lo declamador a veces, se le parece mucho más en ideas religiosas y políticas: uno y otro se hacen insoportables cuando se acuerdan de que pertenecen a la incorregible y reacia estirpe liberalesca de comienzos del siglo presente.

Pero dejemos el discurso del nuevo académico, ya que con tanta brillantez le trituró su compañero el Sr. Valera (pocas veces se pudo decir con igual exactitud que ahora: Paz a los muertos), y, hablemos algo del artículo del señor de la Revilla, al cual dio principal asunto la solemnidad literaria en que fue leído aquel sangriento ataque a nuestra cultura. El crítico ex-krausista se entusiasma con él y bate palmas de gozo al hallarse con una nueva catilinaria contra la Inquisición y la gente de sotana. A otro le causaría empalago tan enfadosa repetición de lugares comunes; al señor de la Revilla no: en este punto es insaciable: trivialidades, contradicciones, absurdos, todo sirve para su propósito. Examinemos punto por punto los párrafos que dedica a esta materia, y no espere usted, amigo mío, descubrir una idea, ni una noticia nueva; es la peroración eterna con algunas variantes, no siempre atinadas.

Ante todo, ha de advertirse que el señor de la Revilla no conviene en absoluto con las ideas del autor de los Gritos del Combate, y hace algunas salvedades respecto a la literatura, aunque ninguna en punto a la ciencia. Vea usted cómo se explica en cuanto al segundo de estos dos ramos de la cultura patria: «A despecho de los que se obstinan en descubrir en aquella época un supuesto florecimiento de la ciencia española, es lo cierto que en este punto caímos bien pronto en lamentable atraso.» Contradicción lastimosa en el pensamiento y en la frase. Si caímos en atraso, sería porque hasta entonces estábamos adelantados; sería porque antes floreciera la ciencia en nuestro suelo, pues mal se puede decir que decae lo que primero no ha existido; no se queda atrasado, el que no se pone en camino. Ahora quisiera yo que el señor de la Revilla fijase las épocas de florecimiento y de decadencia en nuestra actividad científica, no con vigas afirmaciones de es cierto y es indudable, sino con ejemplos al canto, como discuten los míseros mortales que no han penetrado los arcanos de las novísimas filosofías. Yo le aseguro que el determinar estos límites es más difícil de lo que parece. En general, el siglo XVII puede estimarse como de atraso científico respecto al XVI; pero, aún en este punto, cabe establecer sus excepciones: la crítica histórica, por ejemplo, rayó mucho más alto en el reinado de Carlos II que en el de Carlos I el Emperador. ¿Sabe el señor de la Revilla que en materias de erudición conviene proceder con no poco tiento? El ingenio y la agudeza y el desembarazo sirven de mucho; pero en cuestiones de hecho, los hechos deciden.

Y añade nuestro crítico: «Regístrense los nombres de todos los físicos, matemáticos y naturalistas que entonces produjimos, y ninguno se hallará que compita con los de Copérnico y Galileo, Newton y Kepler, Pascal y Descartes.»

Al señor de la Revilla se debe el asombroso descubrimiento de que todo geómetra, físico y astrónomo que no llegue a la altura de los citados, es un pigmeo indigno de memoria. ¿Ignora el arrojado crítico que esos genios poderosos aparecen muy de tarde en tarde para cumplir una providencial misión en la vida de las ciencias? ¿Ignora que no hay intolerancia que logre cortar su vuelo, ni libertad que baste a producirlos? Y si no, ¿dónde están los grandes astrónomos, físicos, matemáticos y naturalistas que ha dado España en este siglo, no ya de libertad y tolerancia, sino de anarquía y desconcierto? Y ¿qué es aquí la intolerancia más que una palabra vana, una verdadera garrulería, arma de partido, buena para los tiempos en que se quemaban conventos y se degollaba a los frailes, pero hoy desgastada y sin uso? ¿Qué influencia buena ni mala había de ejercer la intolerancia religiosa en ciencias que no se rozaban, o se rozaban poquísimo, con el dogma? No nació en España Copérnico, porque no quiso Dios que naciese; pero nació Diego de Stúñiga, que abrazó inmediatamente su sistema y le expuso con toda claridad sin que nadie le pusiese trabas. ¿Quiere decirme el señor de la Revilla en qué índice expurgatorio del sigloXVII, en cuá1 de esos libros de proscripción del entendimiento humano, como dijo el Sr. Núñez de Arce, ha visto prohibidas las obras de Galileo, de Descartes y de Newton? Pues si a nadie se prohibía su lectura, ¿con qué derecho se afirma hoy que el Santo Oficio coartó la libertad científica? Luego si no tuvimos Galileos, Kepleros ni Newtones, por otra razón sería, y no por los rigores inquisitoriales.

En mi primera carta, que sin duda no leyó el señor de la Revilla, porque tan insignificante escrito no merecía solicitar su atención, apunté algo sobre el particular, y a lo dicho entonces me remito.

Y sigue hablando el señor de la Revilla:

«Por doloroso que sea confesarlo, si en la historia literaria de Europa suponemos mucho, en la historia científica no somos nada, y esa historia puede escribirse cumplidamente sin que en ella suenen otros nombres españoles que los de los heroicos marinos que descubrieron las Américas y dieron por vez primera la vuelta al mundo. No tenemos un solo matemático, físico ni naturalista que merezca colocarse al lado de las grandes figuras de la ciencia.»

Punto y aparte. Cargad aquí la consideración, como decía aquel predicador portugués. El señor de la Revilla cree, por lo visto, que la historia de la ciencia se reduce a las biografías de seis, siete u ocho hombres prodigiosos: ellos dieron la luz; en los intermedios completa oscuridad. Pero a cualquiera se le alcanza, sin ser filósofo ni crítico de la Revista Contemporánea, que una historia de la ciencia escrita de esa manera, ni sería historia ni sería ciencia, sino un libro muy ameno y entretenido à l'usage des demoiselles, como las Vidas de los sabios que publican Luis Figuier y otros franceses. Una historia formal no puede escribirse de este modo: ¿qué unidad ha de tener obra semejante? ¿cómo ha de componerse una historia de la astronomía saltando de Copérnico a Galileo, y de Galileo a Kepier y Newton, y de Newton a Laplace? Concibo que se escriba una historia de1a literatura dejando aparte las obras de los autores medianos, no obstante la importancia grandísima que suelen tener bajo el aspecto histórico y a pesar de las grandes bellezas que con frecuencia se hallan en los libros de escritores de segundo orden, merecedores de estudio y de aplauso, aunque no se llamen Homero, Dante, Shakspeare, Cervantes, Calderón o Byron; comprendo, repito, que se escriba tal historia, aún a riesgo casi seguro de dejar sin explicación infinitos fenómenos literarios y sociales producidos en el mundo por poetas y prosistas oscuros, y hasta malos; pero en la historia de la ciencia, ¿cómo olvidar la infatigable labor de esos modestos cultivadores que han abierto y allanado el camino a los genios (según en voz poco castellana, aunque necesaria, decimos ahora) y que, si no han sido grandes hombres, han sido por lo menos hombres eminentes útiles para los progresos del entendimiento humano, lo cual vale en ocasiones tanto o más que lo primero? En ciencias de observación y experimento como las naturales, o de cálculo como las exactas, ¿no significan tanto como los descubridores de leyes y los forjadores de hipótesis, esas generaciones de observadores, analizadores y calculistas que día tras día, en incesante lucha y noble cumplimiento de la ley, del trabajo, han ido adquiriendo nuevos hechos y demostraciones no sospechadas? Las tareas de esos hombres ¿no merecen un recuerdo en la historia de sus respectivas ciencias? ¿A qué recompensa pueden aspirar en el mundo, si no se les otorga ésta?

El señor de la Revilla debe de pensar que los grandes hombres aparecen aislados en el mundo, y que nada les precede ni les sigue nada. Puede afirmarse, por el contrario, y muchas veces se ha demostrado, que cuanto ellos supieron pensaron, fantasearon y dijeron, estaba en gérmen en los trabajos de modestos sabios antecedentes, aunque no expuesto en fórmulas claras, ni sistemáticamente enlazado, ni reducido a unidad científica. Siendo esto tan evidente que por sabido debiera callarse, yo le aseguro al señor de la Revilla que gran trabajo había de costarle escribir la historia de ninguna ciencia sin tropezar una y muchas veces con los españoles, a pesar de la mala voluntad que muestra y el desprecio con que mira a cuanto haya salido de manos de sus compatricios. ¿Qué historia de la Botánica sería la que para nada mentase a Nicolás Monardes, José de Acosta, Francisco Hernández, a quienes debió la Europa el conocimiento de la Flora americana, ni a Quer, Mutis, Cavanilles, Lagasca y tantos otros posteriores? Recorra nuestro crítico el Prodromus florae hispanicœ del alemán Will-Komms, y el Genus Plantarum de Endlicher, alemán también, y verá contínuos elogios y citas de nuestros autores. Desengáñese el señor de la Revilla: no hay medio humano de omitir a los españoles en esa obra. ¿Tanto exceden los botánicos extranjeros del siglo XVI a los españoles? Aunque esa historla se escribiese con la deliberada intención de oscurecer nuestros méritos, muchos o pocos, ¿podría el narrador (siquier lo fuese el señor de la Revilla) dejar de decir al llegar a esa época: «Diversos españoles dedicados a estos estudios dieron a conocer infinitas especies de plantas ignoradas en el antiguo mundo?» Y ¿no basta esto para que se recuerde con respeto a nuestros filólogos? ¿Cree el señor de la Revilla que sólo marinos y aventureros pasaron al nuevo continente y que sólo les debe reconocimiento la humanidad por la exploración material del territorio?

Fuerte cosa es que los españoles seamos tan despreciadores de lo propio. Los autores de la Biblioteca mineralógica, recientemente dada a la estampa, dicen en su prólogo, que tiempos atras se les acercó un erudito extranjero pidiéndoles noticias sobre el particular. Si este erudito, en vez de dirigirse a aquellos dos ingenieros de minas, doctos y bien intencionados, que se creyeron en la obligación de apurar el asunto, hubiese tropezado con el señor de la Revilla, éste no habría dudado en decirle las siguientes o parecidas palabras: «No hay noticia de que esta tierra, atrasada e ignorante, haya producido ningun Haüy, Werner ni Beudant; he oído hablar de ciertos rancios librotes que tratan de metales, de minas y de otras cosas semejantes, pero todo ello es despreciable: aquí no se ha hecho nada digno de memoria en esas materias; la Inquisición y el despotismo nos han impedido estudiar las piedras y los metales, porque, ya ve usted, tales estudios ponían muy en peligro la inviolabilidad de esa creencia inflexible, divorciada de toda dirección científica, que nos ha mantenido apartados de todo comercio intelectual y ha sido causa de todas las plagas de España.» Y el extranjero se iría tan persuadido de que los españoles habíamos sido unos salvajes, gracias a la Inquisición, y no dejaría de decirlo en letras de molde apenas llegase a su país. Porque ese terrorífico nombre de Inquisición, coco de niños y espantajo de bobos, es para muchos la solución de todos los problemas, el Deus ex machina que viene como llovido en situaciones apuradas.

¿Por qué no había industria en España? Por la Inquisición. ¿Por qué había malas costumbres, como en todos tiempos y países, excepto en la bienaventurada Arcadia de los bucólicos? Por la Inquisición. ¿Por qué somos holgazanes los españoles? Por la Inquisición. ¿Por qué hay toros en España? Por la Inquisición. ¿Por qué duermen los españoles la siesta? Por la Inquisición. ¿Por qué había malas posadas, malos caminos y malas comidas en España, en tiempo de Madama D'Aulnoy? Por la Inquisición, por el fanatismo, por la teocracia. ¡Qué furor clerofóbico domina a ciertos hombres! Hasta son capaces de afirmar que los pronunciamientos y los escándalos del parlamentarismo, y las licencias de la prensa, y las explicaciones de los krausistas, y la jerigonza de la Analítica, son efectos póstumos de la Inquisición y obra de esa abominable teocracia que quiere desacreditar por el ridículo las ideas e instituciones modernas.

Volviendo a nuestro asunto, yo diría al señor de la Revilla si, a su juicio, debe mencionarse en una historia de la ciencia la invención de las cartas esféricas o reducidas y la del nonius. Pues a dos españoles fueron debidas, la primera a Alfonso de Santa Cruz, la segunda a Pedro Núñez. Preguntaríale asimismo si no son dignos de recuerdo en una historia de las matemáticas (o de la matemática, como dicen los krausistas con insufrible pedantería), aparte del Rey Sabio y de los que le ayudaron en sus grandiosas tareas científicas, aparte de Raimundo Lulio y no pocos de sus discípulos, aquellos insignes españoles que en el siglo XVI enseñaron con general aplauso las ciencias de la cantidad y de la extensión en aulas españolas y extranjeras, como fueron, entre otros que al presente omito, el cardenal Silíceo y su discípulo el doctísimo Hernán Pérez de Oliva, el aragonés Pedro Ciruelo, Álvaro Tomás, Pedro Juan Monzó, Núñez, los numerosos autores de tratados de la esfera, los no escasos cementadores de Euclides y Tolomeo, los que como nuestro paisano Juan de Herrera, fundador de una academia de matemáticas protegida por el sombrío déspota Felipe II, hicieron estudios acerca de la figura cúbica y otras materias semejantes, adquiriendo fama de aventajados geómetras, los tratadistas de arte militar que lograron renombre europeo y fueron traducidos a diversas lenguas, y los celebrados matemáticos que en el siglo XVIII atajaron la decadencia de estos estudios, cuales fueron (aparte de otros menos conocidos) los PP. Tosca, Cerdá, Andrés y Eximeno, y el ilustre autor del Examen Marítimo.

Yo soy enteramente extraño a tales disciplinas, y aunque conozco de visu los libros de muchos españoles cultivadores de las ciencias exactas, nunca he caído en la tentación de leerlos (otro tanto digo de los extranjeros, y juzgo que lo propio le habrá sucedido al señor de la Revilla); pero sí puedo afirmar que las obras de los autores citados y de otros que fuera prolijo referir, lograron en su tiempo aceptación grande y son mentados con aprecio por críticos e historiadores, si no como prodigios científicos ni mucho menos, como obras apreciables, doctas y juiciosas, no inferiores al estado de los conocimientos en su época, y que tales cuales son bastan para demostrar que nuestra relativa pobreza en este punto no llega a esterilidad absoluta, Por lo demás, a algún docto matemático incumbe la resolución de este punto, no al señor de la Revilla ni a mí, meros profanos que hablamos al aire en tales materias, gracias a la manía que hoy reina de generalizar las cuestiones y de confundirlo todo. Tractent fabrilia fabri.

Pero antes de dejar este asunto y entrar en materias que nos tocan más de cerca, permítame el señor de la Revilla aconsejarle que, si desea saber lo mucho que la Medicina debió en todos tiempos a los españoles, hojee las obras conocidísimas de los señores Morejón y Chinchilla, en que, aparte de mucho fárrago, hallará noticias copiosas que de plano lo convenzan de que es imposible escribir la historia de dicha ciencia sin hacer mérito, no de uno, sino de muchos nombres españoles. Tengo, no obstante, por cierto, dada su erudición, que sabe todas estas cosas, y sin duda por eso no incluye a nuestros médicos nominatim en el general anatema que contra la ciencia española fulmina.

Y aún nos falta la cola por desollar, y la cola es lo siguiente: «Sutilícese el ingenio para descubrir portentos y maravillas en las ignoradas obras de nuestros filósofos; búsquense en ellos precursores de Bacon y Descartes; encómiense los merecimientos de Vives y Suárez, Pereira y Morcillo, Huarte y Oliva Sabuco, y por más que se haga, forzoso será reconocer que, salvo los que siguieron las corrientes escolásticas, ninguno logró fundar escuela ni alcanzar legítima influencia, siendo por tanto un mito esa decantada filosofía española, con cuya resurrección sueñan hoy eruditos como Laverde Ruiz y Menéndez Pelayo.» Gracias por la lisonja, y vamos al grano. Cualquiera al leer el párrafo transcrito y fijarse en lo magistral y decisivo de sus afirmaciones, diría que el señor de la Revilla se ha pasado la vida estudiando nuestra filosofía y desempolvando los libros de nuestros filósofos, convertido en hurón literario, y dividiendo sus horas entre los estantes de las bibliotecas públicas, los de las particulares y las madrigueras de los libreros, para sacar por fruto de todas sus investigaciones, lecturas y molestias, el convencimiento tristísimo de que la decantada filosofía española era cosa absolutamente despreciable, como engendrada, ya se ve, en país de Inquisición y fanatismo.

Yo también juzgué piadosamente que el señor de la Revilla había hecho esta preliminar a indispensable indagación, aunque algo me daba que sospechar lo rotundo y destemplado do sus negaciones, siendo propio de los que han mascado un poco el saludable polvo de los antiguos volúmenes, no decidir de ligero y en redondo las cuestiones, hacer en todas no pocas salvedades, desconfiar mucho del propio juicio y no aventurar palabras, todo lo cual se deja no para eruditos como el señor de la Revilla, sino para esos filósofos que discuten en el Ateneo y sentencian en las Revistas sobre todo lo discutible y sentenciable. Pero volviendo a leer con alguna detención las precitadas líneas, convencime de que el señor de la Revilla no debe haber penetrado mucho en el estudio de nuestros filósofos, puesto que dice que sus obras son ignoradas, y que la filosofía española es un mito, palabra que no se aplica a lo que es malo, sino a lo que no existe, a lo que es fábula y mentira, si no miente la etimología griega o no he perdido yo los papeles desde que regresé a la montaña. Y ahora ayúdeme usted a discurrir, amigo mío: el señor de la Revilla dice que la filosofía española es un mito y que está ignorada; ergo el señor de la Revilla es de los que la ignoran y dudan de su existencia. De lo que está ignorado y se tiene por mito no hay derecho a afirmar que sea bueno o malo, que valga o que no valga: la cuestión es de existencia o no existencia. Sed sic est que existe la filosofía española, como está superabundantemente demostrado; ergo póngase a estudiar el señor de la Revilla y cuéntenos después sus impresiones. Tome el señor de la Revilla las obras de Lulio, Vives, Foxo (a quien llama Morcillo a secas, semejante a aquel buen hombre que llamaba a Cervantes D. Miquel de Saavedra), Servet, Suárez, Soto, Gómez Pereira y tutti quanti; léalos con la misma atención y amore con que leerla a Darwin o a Hacckel, y entonces podrá decirnos con algún fundamento si tales escritores son despreciables o dignos de veneración y loa. Entre tanto, ni en el señor de la Revilla, a pesar de su agudeza de ingenio y poca aprensión, ni en el sabio más eminente de los nacidos, aunque se llame Platón, o Aristóteles, o Leibnitz, reconozco ni reconoceré nunca el derecho de sentenciar sobre doctrinas que no conoce y sobre libros que no ha leído. ¿No se reiría de mí el señor de la Revilla si magistralmente comenzase a hablar del darwinismo, del positivismo y de otras doctrinas, hoy a la moda, que poco más que de nombre y por referencias conozco? Pues en el mismo caso se encuentra él respecto a las obras y sistemas de los filósofos peninsulares. El talento más claro no libra a nadie de dar traspiés en lo que ignora. Por eso, sin duda, ha tropezado tantas veces el señor de la Revilla en las breves líneas que copié antes.

Sólo a quien desconozca por entero la filosofía española se le puede ocurrir el citar entre nuestros grandes pensadores a Huarte y a doña Oliva Sabuco de Nantes, colocándolos en la misma línea que a Luis Vives, Suárez y Foxo Morcillo. Con ser el Examen de ingenios y la Nueva Filosofía de la naturaleza del hombre dos libros discretos, amenos y originalísimos, por ningún concepto pertenecen a la alta Filosofía, ni pueden, en manera alguna, ser puestos al mismo nivel que los tres De prima philosophia de Vives y el De Platonis et Aristotelis consensione de Foxo Morcillo, la Metafísica y el tratado De Anima de Suárez, ni aún el Quod nihil scitur de Francisco Sánchez, el Christianismi restitutio de Servet, o la Antoniana Margarita de Gómez Pereira (no le, llame Pereira a secas el señor de la Revilla, porque corre riesgo de confundirle con otro filósofo portugués del siglo pasado, autor de una Theodicea escrita en castellano). Apreciables los libros de Huarte y doña Oliva como manifestaciones del empirismo sensualista en nuestra historia filosófica, curioso el primero por sus vislumbres de Frenología, y el segundo por su delicado análisis de las pasiones, son, a pesar de todo, de más interés en la relación fisiológica que en la psicológica según entiendo.

El señor de la Revilla se engaña de todo punto si imagina que somos usted y yo los únicos defensores de la filosofía ibérica. Ésta, por el contrario, cuenta, así en la Península como en el extranjero, numerosos aficionados. Sonlo en España el Sr. Valera (a pesar de ciertas proposiciones dubitativas que alguna vez aventura), pues le debemos, aparte de otros artículos, un notable estudio (inserto en La América) acerca de Quevedo, considerado principalmente como filósofo; el Sr. Campoamor, que en su discurso de entrada en la Academia Española, llama a Gómez Pereira el fundador del psicologismo moderno, y al canciller Bacon el más prosaico de los discípulos de Vives; el Sr. Canalejas, autor de una extensa Memoria sobre Las doctrinas del iluminado Dr. Raimundo Lulio, de las cuales casi se declara partidario, manifestando deseos de su restauración, y llegando a afirmar que el solitario del monte Randa fue más sintético que Santo Tomás; D. Adolfo de Castro, que ha llegado a formar un tomo de filósofos (moralistas los más) para la Biblioteca de Rivadeneyra; D. Luis Vidart, autor de un tomo de Indicaciones bibliográficas sobre nuestros filósofos; los dos krausistas D. Facundo de los Ríos Portilla y D. Federico de Castro, expositor el primero de las doctrinas vivistas, biógrafo el segundo de Pérez y López; el hegeliano de la extrema izquierda Sr. Pi y Margall, que en su discurso preliminar a las obras del P. Mariana encomía altamente el valor filosófico del libro De morte et inmortalitate: el escolástico Fr. Ceferino González, cuya Philosophia Elementaria, aparte de numerosas citas, incluye en la parte histórica noticias de varios filósofos peninsulares; el Sr. Azcárate (D. Patricio), que muy atinadamente declara nuestro, en el concepto filosófico, el siglo XVI, al analizar los tratados panteístas de Servet en la Exposición de los principales sistemas filosóficos modernos; el neo-cartesiano Sr. Martín Mateos, que en 1857 apoyaba en la Revista de Instrucción pública los proyectos de usted, amigo mío, y posteriormente ha dado a la estampa estudios acerca de nuestros místicos; el empírico Sr. Weyler y Laviña, expositor y crítico de las doctrinas de Raimundo Lulio; el portugués López Praza, historiador de la filosofía de su país, y el erudito mallorquín Roselló, bibliógrafo infatigable del lulismo, sin otros que al presente no recuerdo.

Fuéronlo entre los muertos el doctor D. Ildefonso Martínez, editor o ilustrador de Huarte y doña Oliva; el señor Sánchez Ruano, panegirista de la segunda; el suarista padre Cuevas, digno de muy honroso recuerdo por haber trazado ya en 1854 un compendio de nuestra historia filosófica, destinado a la enseñanza de los Seminarios; el bibliotecario ovetense Suárez Bárcena, erudito biógrafo de los Abarbaneles, Sabunde y Servet; el Sr. González Muzquiz, vindicador de Vives en 1839; el ilustre Martí de Eixalá, importador de la filosofía escocesa a Cataluña, y su sabio y nunca bastante llorado discípulo el doctor Llorens, eminente profesor de Metafísica en la Universidad barcelonesa, de quien todos los que alguna vez tuvieron la dicha de oírle, recordarán el respeto con que citaba siempre a Vives, el largo estudio que de sus obras había hecho, dejando traducida e ilustrada la De anima et vita, y las relaciones que hallaba entre las doctrinas del insigne pensador valenciano y la del sense conmon de Guillermo Hamilton, por él con tanta gloría defendida. Y no es cosa de ayer la creencia de una tradición científica en España, pues quien haya leído las notas sabias y asaz olvidadas de los Discursos filosóficos de Forner, una de las inteligencias más claras y poderosas que en el siglo XVIII produjo España, y la Oración apologética, el Preservativo contra el Ateísmo y otras obras del mismo, no podrá menos de contarle con igual o mayor razón que a usted y a mí en el número de los soñadores. En igual categoría deberá poner a Cerdá y Rico, editor de diversas obras de nuestros filósofos, y que por desdicha no llegó a reimprimir, como deseaba, las de Foxo Morcillo, a los PP. Andrés y Lampillas, y al infatigable y eruditísimo Mayans, a quién tanto deben estos y otros estudios de parecida índole. Y en general puede afirmarse que, hasta fines del siglo pasado, nadie dudó de que España hubiese tenido en todas épocas filosofía y filósofos eminentes.

Pues si al extranjero pasamos, no quiero suponer que el señor de la Revilla desconozca los libros y artículos de Adolfo Franck, Munk, Ernesto Renan, Rousselot, Saisset, relativos a Maymónides, Avicebron, Averroes, los místicos, Miguel Servet y otros filósofos peninsulares, hebreos, árabes o cristianos, ni pienso que ignore la existencia de una Historia alemana de la Psicología en España, y no dudo que habrá leído en la antigua Revista de Edimburgo un estudio de James Mackintosh a propósito de ciertos ensayos de historia de la filosofía publicados por Dugald-Stewart, y en él encarecidos elogios de Suárez, Domingo de Soto, Francisco de Vitoria y otros españoles cuyos nombres no le sonaban, por lo visto, al crítico escocés tan mal como al señor de la Revilla. ¿Qué más? Hasta soñaron con la filosofía española Montaigne, traductor y apologista de Raimundo Sabunde; Lessing, que vertió al alemán la obra de Huarte; Hamilton, que llama a Vives filósofo tan profundo como olvidado, y cita y aplaude doctrinas suyas sobre la Lógica; Leibnitz, en cuya opinión los libros de nuestros escolásticos contenían mucho oro, y los doctores de la Universidad de Jena que, según cuenta Puffendorf, no obstante ser luteranos, tenían a Suárez, Molina, Vázquez, Valencia y Sánchez por escritores dignísimos de eterno renombre (con perdón sea dicho del señor de la Revilla y de los que como él piensan y juzgan)43.

Todos estos autores y algunos más, célebres u oscuros, españoles y extranjeros, buenos, medienos y malos, representantes de todas las tendencias filosóficas o simples eruditos, antiguos y modernos, vivos y muertos, han soñado o sueñan, y continuarán soñando los que aún viven, con la filosofía y con los filósofos españoles.

Hormiguean las contradicciones y los errores en el párrafo del señor de la Revilla. Ante todo conviene advertir que a pesar de ser la filosofía española un mito, nos concede la existencia de grandes escolásticos y de místicos incomparables, esto es, las dos terceras partes (y me quedo corto) de nuestra filosofía.

Excluye a los primeros en términos expresos, «salvo los que siguieron las corrientes escolásticas», y comprendo bien que los excluya, porque no invalidan su doctrina. Fuera de cerrar los ojos a la luz, no veo otro medio de negar el mérito y la influencia de Suárez y del suarismo, ni la importancia grande de muchos tomistas y escotistas españoles.

Concede, pues, el señor de la Revilla que tuvo un gran florecimiento la ciencia escolástica en España. Y como el escolasticismo abraza sin duda algunos de los sistemas más completos, luminosos y prepotentes que han ejercitado al entendimiento humano (aunque no el sistema primero ni único de la filosofía cristiana, digan lo que quieran los neo-tomistas), síguese por lógica consecuencia que España, madre de los más ilustres escolásticos después de Santo Tomás, ha tenido una grey de verdaderos y profundos filósofos dentro de las vías católicas, y que aunque esto sólo hubiese producido, siempre sería ligereza indisculpable (por no darle otro nombre) llamar mito a la filosofía española, y que así como fuera absurdo suprimir el escolasticismo en la historia de la filosofía, absurdo sería, y mayor, omitir en el capítulo a tal materia dedicado los nombres y obras de los doctores escolásticos peninsulares, por más que el señor de la Revilla afirme (con admirable patriotismo) que en la historia de la filosofía puede suprimirse sin gran menoscabo la parte relativa a España.

Pero aún es más peregrino lo que dice de los místicos. Para el señor de la Revilla, el misticismo no es filosofía, puesto que pone en parangón y contraste la riqueza del uno con la pobreza de la otra entre nosotros.

¡Bien por el señor de la Revilla, que sabe distinguir, como el Estrepsiades de Aristófanes, la piel de perro de la de perra, y disputa como los conejos de la fábula sobre si son galgos o podencos! Todos los católicos y muchos racionalistas están de acuerdo en considerar el misticismo, no sólo como filosofía, sino como la más alta y sublime de las filosofías existentes.

Si el señor de la Revilla me dice que el misticismo es más que filosofía, que el misticismo empieza donde la filosofía concluye, y que sólo él resuelve hasta cierto punto las perpetuas dudas de la primera, porque la intuición del alma iluminada y abrasada por el amor divino es siempre más poderosa que el mezquino análisis psicológico y las eternas logomaquias de los sofistas, estaré de acuerdo con él; pero entonces la cuestión será de palabras, y a mí me será lícito decir: «España, además de sus escolásticos y de sus pensadores independientes, precursores de Bacon y Descartes, tuvo una casta de hombres, hoy perdida, que no fueron filósofos, sino mucho más que filósofos, pues por intuición soberana y nunca igualada, supieron y entendieron lo que nunca han sabido ni entendido los filósofos, dijeron clara y hermosamente lo que los filósofos han envuelto en laberínticos juegos de palabras, y vieron a toda luz lo que los filósofos nunca han visto sino a medias y envuelto en mil nebulosidades.»

Tenemos, pues, que el señor de la Revilla admite la existencia y el mérito de nuestros místicos y escolásticos. Del resto de nuestros filósofos dice que son un mito, porque (según él piensa) no formaron escuela ni ejercieron legítima influencia. ¡Peregrina regla para juzgar el mérito de los filósofos! Figúrese el señor de la Revilla que hasta ahora hubiesen estado inéditas y desconocidas o no estudiadas por nadie, aunque impresas, las obras de Platón, y que hoy las publicase o reimprimiese, ilustrase y comentase algún erudito apreciándolas en su altísimo valor. Si el señor de la Revilla es consecuente con su doctrina, tendría que decir: Platón es un mito; no ha formado escuela ni ejercido influencia en el mundo. O bien: imagine el señor de la Revilla que él mismo da mañana a la estampa un libro portentoso de alta filosofía, que por uno de aquellos azares bibliográficos tan comunes, habent sua fata libelli, nadie compra, ni lee, ni estudia, hasta que al cabo de los años mil sale un doctor alemán proclamando su excelencia: ¿querrá que, aplicándole entonces sus principios, diga alguno: no leáis el libro del señor de la Revilla; de la Revilla es un mito, no ha formado escuela ni ejercido influencia en el mundo? Es método muy aventurado a errores el estimar el mérito de los libros por el ruido que han hecho o por el número de los secuaces de las doctrinas de sus autores. No se ha dicho en el mundo absurdo ni desatino que no haya tenido secuaces: ahí está, sin ir más lejos, el mormonismo, para comprobarlo. Para el señor de la Revilla, la religión de los mormones será un sistema prodigioso, porque a la voz de Smith se congregó muy pronto numeroso enjambre de ilusos y de truhanes. No hay idea que no tenga partidarios, en religión, en filosofía, en sociología (como hoy se dice bárbaramente), y cuanto más grosera sea la doctrina, más elementos de anarquía envuelva y más halague los apetitos humanos, tanto más seguro será su efecto.

Niego además que los españoles que filosofaron fuera del escolasticismo y de la mística no formasen escuela ni ejerciesen influencia. Luis Vives es el patriarca de una serie de pensadores críticos: sus discípulos se llaman Dolese, Gélida, Melchor Cano, Foxo Morcillo, Gómez Pereira (con ciertas vislumbres de empirismo en ocasiones), Quevedo (vacilante también, pero con marcada tendencia vivista), Pedro de Valencia y Caramuel, y en el siglo XVIII el deán Martí, Tosca, Feijóo, Mayans, Viesgas, Piquer y su ilustre sobrino Forner, que hace profesión de vivismo clara y descubiertamente en repetidos lugares de sus obras impresas y manuscritas. Esta doctrina crítica, cuya restauración no sería un sueno ni mucho menos, constituye con el lulismo y el suarismo, la gran triada de los sistemas peninsulares ortodoxos. En cuanto a los peripatéticos clásicos, los ramistas, los partidarios del empirismo sensualista, y los moralistas ya estoicos, ya epicúreos, nadie negará que constituyen grupos perfectamente definidos, si bien casi todos ellos pueden considerarse como derivaciones más o menos próximas de la corriente vivista. En cuanto a si ejercieron o no influencia en el mundo, baste repetir lo que hasta ahora no se ha convencido de falsedad, que Vives y el Vivismo son los precedentes históricos de Bacon y el baconismo y de Descartes y el cartesianismo; que el libro De augmentis scientiarum del famoso canciller inglés en nada supera (si es que iguala) a los De disciplinis; que Foxo Morcillo intentó, al decir del sabio francés Boivin, la más docta conciliación entre Platón y Aristóteles, y que desde su época hasta la nuestra se viene trabajando en el mismo sentido, sin haber mejorado gran cosa lo que él dejó escrito.

A algunos ha de extrañar la tenacidad sin ejemplo con que los sectarios de ciertas escuelas niegan el mérito de nuestros filósofos, sin haberlos leído ni querer leerlos. Muy sencilla me parece la explicación de esta terquedad y de esta ignorancia (llamemos las cosas por su nombre) en que voluntariamente se mantienen. Si llegasen a confesar que España había dado grandes filósofos en esa época de Inquisición y fanatismo, ¿qué peso tendrían sus declamaciones contra la intolerancia? De suerte que, por mantener una vulgaridad y un absurdo, tolerables sólo en gacetillas de periódico, consienten en cerrar los ojos, tapiar los oídos y mantenerse apartados de toda investigación erudita. El señor de la Revilla desprecia la erudición, sea en hora buena; dice que expone a grandes extravíos: a mayores expone la falta de ella. Yo estoy firmemente persuadido de que la erudición conduce siempre a algún resultado provechoso; el charlatanismo y las discusiones de omni re scibili a ninguno. De sofistas y oradores de Ateneo estamos hartos en España. La generación presente se formó en los cafés, en los clubs y en las cátedras de los krausistas; la generación siguiente, si algo ha de valer, debe formarse en las bibliotecas: fallan estudios sólidos y macizos.

Nuestros flamantes filósofos desprecian a los antiguos sabios españoles porque fueron católicos y escribieron bajo un gobierno de unidad religiosa y monárquica. Muchas veces me he sentido tentado a tomar alguna de sus obras, traducirla en la jerga bárbara de la Analítica y ofrecérsela a esos señores (gente poco escrupulosa en materias bibliográficas) como traducción de un libro alemán desconocido. De seguro que les hacía buen efecto y que la ponían en los cuernos de la luna.

La prueba de que sólo por ser católica desprecian nuestra ciencia, nos las da el señor de la Revilla cuando, al refutar a su modo al señor Valera, dice pocas líneas más adelante: «En esa Inglaterra... nacieron las más avanzadas sectas del protestantismo (¡gran progreso, a fe mía!) y propagaron Bacon, Hobbes y Locke los más radicales principios de la filosofía; en esa Francia... minó Ramus los fundamentos de la escolástica, abrió Gassendi el camino al materialismo, zahirió Rabelais los más altos ideales, proclamaron escépticas doctrinas Montaigne y Charron, y fundó Descartes el racionalismo moderno; y esa Alemania... fue la cuna de la filosofía novísima que ha conmovido los cimientos de toda creencia. «Bien por el señor de la Revilla. ¿Conque para él significan más en la historia de la filosofía el pedante Ramus, cuyas innovaciones fueron únicamente de palabras, y el asqueroso Rabelais, que ni fue filósofo ni hizo cosa de provecho jamás, y el sensualista Locke, y Hobbes, apologista de la fuerza bruta y de toda tiranía; conque estos escritores, digo, representan más que Lulio, Foxo, Vives, Suárez y toda nuestra filosofía junta? ¿Conque hasta el Pantagruel, libro estúpido si los hay, excede a todas las concepciones de nuestros filósofos? Imposible parece que la pasión ciegue tanto a hombres de claro entendimiento. Si Montaigne y Charron fueron escépticos, escéptico fue Francisco Sánchez y más radical que ninguno de ellos. Si Francia engendró el materialismo, guárdese esa triste gloria, que aquí no la necesitamos. Si el señor de la Revilla juzga que la filosofía alemana ha conmovido los fundamentos de las creencias, yo creo y creeré siempre que éstas permanecen firmes y enteras; y después de todo, España dio a Miguel Servet, que ni en audacia ni en talento cede a ninguno de los pretensos demoledores de allende el Rhin.

Del resto de la lucubración del señor de la Revilla nada diré, porque se alarga ya en demasía esta carta, y los restantes párrafos de su artículo no nos interesan de un modo directo. Con decir que constituyen una sinfonía patriótica sobre motivos inquisitoriales, quedarán calificados como merecen. No falta ninguna de las campanudas expresiones de rúbrica, «intolerancia sistemáticamente organizada», «bárbara fiereza», «crueldad fría y sistemática», «muerte del pensamiento», «poder teocrático implacable y tenaz», «uniformidad de la muerte», «calma de las tumbas», «sangría lenta jamás interrumpida», «opresión constante», «siglo de hierro», «tiranías de todo género» y otras ejusdem furfuris, dignas de La Inquisición sin máscara del recalcitrante novicio cartujo Dr. Puigblanch, o de la Histoire Critique del canónigo volteriano Llorente, escritor venal y corrompido, cuya buena fe y exactitud niego, aunque no dispute su erudición.

Respecto a la literatura, juzga el señor de la Revilla, discorde en esto del Sr. Núñez de Arce, que no fue oprimida por el Santo Oficio, lo cual, dice, da singular prueba del talento y habilidad de los Inquisidores, porque la actividad intelectual del hombre necesita desahogo, y toda máquina que la comprima ha de tener válvulas para darla salida. ¡Benditos Inquisidores aquellos que abrían semejantes válvulas!

Dos palabras para acabar. Yo no niego que una de las mil causas ocasionales de la declinación parcial de la ciencia española en el siglo XVII fuese la intolerancia; pero no la de la Inquisición tan solo, sino más bien la de las escuelas y sistemas prepotentes, harto más dañosa, como usted apuntó ya en uno de sus Ensayos críticos. Y esto ha sucedido y sucederá en todos tiempos: las sectas filosóficas dominantes, lo propio que los partidos políticos, tienden a la intolerancia y al exclusivismo, cohibiendo de mil maneras la iniciativa individual. Sin ir más lejos, ahí están los krausistas, de cuya tolerancia pueden decir muy buenas cosas los que alguna vez han asistido a sus aulas.

El señor de la Revilla no es ya krausista, no es siquiera hegeliano, por más que tal se le creyera en algún tiempo; ha renegado de esas sectas por reaccionarias y atrasadas; hoy no gusta de espiritualismos e idealismos, según nos informa en el mismo artículo a que contesto; hoy tiende con toda claridad al materialismo positivista en crudo, y rompe lanzas en pro de la teoría darwiniana. Pero en medio de todas estas transformaciones ha conservado el señor de la Revilla la intolerancia de la impiedad, como otros la de la creencia; habla siempre con desdén del catolicismo y de los católicos, y afecta mirarnos con cierta compasión, cual si se tratase de parias o ilotas. Yo, por mi parte, ni acepto la compasión ni tolero el desprecio. El verdaderamente digno de lástima es quien camina a ciegas, sin fe, sin amor ni esperanza en las cosas de este mundo ni en las del otro.

Antes de terminar, diré a usted que me parece muy dudosa la propiedad de expresión con que el señor de la Revilla incluye a Pericles entre los déspotas protectores de las letras. El llamar déspota a un hombre que gobernó bien y legalmente en una república, pasaría por grave lapsus, aún en sujeto de menos campanillas que el crítico de la Revista Contemporánea.

Santander 2 de Junio de 1876.



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