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ArribaAbajoLa Antoniana Margarita de Gómez Pereira

Carta al Sr. D. Juan Valera de la Academia Española


Mi docto amigo: A usted que es de los pocos y escogidos defensores del pensamiento nacional y castizo, enderezo esta carta con el declarado propósito de arrimarla a buena sombra, y cubrir mis audacias (ya que hoy pasa por atrevimiento nefando toda palabra de paz y de justicia hacia la antigua España) con el nombre y la amistad del escritor que hoy simboliza entre nosotros la alianza de la pureza clásica y de la gracia española. Mi voz tendría poca o ninguna autoridad para que se leyeran y tomasen en alguna consideración mis escritos. Y casi estoy tentado a no firmarlos. Usted sabe cómo he sido recibido en esta república de las letras, de ordinario tan quieta y pacífica. Apenas dije algo en pro de la ciencia española, que me parecía y sigue pareciéndome la cosa más clara y evidente de la tierra, no hubo piedra ni palo que no se levantase contra mí. Unos me dijeron soñador; otros neo; los de más allá erudito indigesto, falto de criterio y de ciencia; no faltó quien supusiera caritativamente, que de los libros sólo conocía yo los tejuelos, è così via discorrendo. Todo esto y mucho más debía de merecer yo por mis pecados: pero como quiera que semejantes calificativos no daban luz grande, que digamos, en la cuestión debatida, claro está que no me convencieron ni por asomos. Contesté, replicaron, torné a contestar, respondieron tomando un año de tiempo para la respuesta: volví a la carga con un fárrago escrito de prisa en una posada veneciana, y hasta la fecha han callado, quién dice que por desprecio, quién que por esperar otro año... o dos, porque esos señores gustan sólo de escritos lamidos y limados.

Con tales y tan perversos antecedentes, necesario era que para asomar de nuevo la cabeza a ese escenario, donde basta ser español y cristiano viejo para ser recibido con silbidos y alharacas, buscase yo el amparo y patrocinio de un Mecenas como usted, respetado y bienquisto de todas las banderías, y a mí, y a todos los amantes de la cultura indígena, en grado particular, simpático. Porque usted ha dicho que la historia de la filosofía española debe escribirse: que en la filosofía del Renacimiento España disputa a Italia la primacía, y casi la vence con Vives, Soto, Suárez, Gómez Pereira, Foxo Morcillo, Servet, Sánchez y tantos otros, sin olvidar a nuestros prodigiosos e inspirados místicos105. Usted ha tenido valor para decir esto y otras cosas más sin temor de desprestigiarse ni perder su envidiable fama, a la faz del Ateneo y demás centros de ciencia movediza y extranjerizada. A usted tampoco le han de tener por sospechoso de ultramontanismo los nuevos apóstoles. Usted será, pues, mi padrino en esta demanda.

De tiempo atrás me he convencido que el principal obstáculo para que la idea de la filosofía española cunda y se propague (aparte de las preocupaciones antinacionales y antireligiosas) es la rareza de nuestros libros, la lengua en que por lo general están escritos, y la pereza y falta de resolución que a mucha gente aparta de leerlos. Usted lo dijo con su habitual gracia ante la Academia Española106. A unos les falta la paciencia del bibliófilo, y no leen los libros porque no los encuentran a mano, o porque no quieren buscarlos ni gastar en ellos buena cantidad de dineros. A otros, por falta de latinidad, les estorba lo negro. Los bibliófilos, que tanto podían ayudarnos, hacen coro con los enemigos de nuestra cultura, y cuando de reimprimir rarezas se trata, no salen de Celestinas y libros de jineta. Temiendo estoy que el mejor día nos obsequien con el Libro de guisados de Ruperto de Nola, obra de grande trascendencia, como que se refiere al llamado arte útil; que es, a no dudarlo, el que los krausistas (séales la tierra ligera) mandaban estudiar en los Institutos, en el célebre plan de estudios de 3 de Junio de 1873.

Por todas estas causas y otras que fuera prolijo exponer, son contados los que toman en la mano un libro español de filosofía, aunque por otra parte no haya gran mérito ni dificultad en tomarle. Algunos salen del paso con decir que la filosofía española es un mito, disimulando (como decía Moratín de los despreciadores del teatro castellano) con un desatino su ignorancia107. Otros (y de éstos soy, aunque indigno) procuran haber a las manos esos libracos y estudiarlos. Desde que supe (gracias a mi incomparable amigo Laverde, a quien corresponde la primera honra y prez en este campo) que había filósofos españoles y quiénes eran, tuve empeño en conocerlos un poco de cerca, y con tal mira he ido y voy reuniendo una coleccioncita de libros filosóficos españoles, donde no faltan algunas rarezas, y extractando, y copiando casi, en las bibliotecas públicas, los que ni poseo ni tengo apenas esperanza de poseer nunca. Uno de estos es, por mi desdicha, la Antoniana Margarita, de la cual pudiera decir, parodiando a otro propósito unas palabras de Escalígero, que en más estimaría poseer un ejemplar que ser rey de Celtiberia.

Pero aunque no la tengo (¡quiera Dios que algún día se me muestre de buen talante el numen que preside a las empresas bibliománicas!) la he leído entera dos veces, muy despacio, y con la pluma en la mano, y tengo de ella extractos bastante copiosos, en los cuales irá fundado este análisis, que no será (Dios mediante) el último que yo haga de libros de filósofos españoles. Discurramos, pues, familiarmente y sin aparato científico acerca de Gómez Pereira, y reciba usted este trabajo como leve muestra de mi gratitud y amistad, ya que (como decía Catulo):


Tu solebas
meas esse aliquid putare nugas.



Del autor se sabe poco, casi nada. Los dos diligentes historiadores de nuestra Medicina no han añadido cosa alguna a lo que de su libro resulta. Su nombre y su patria andan en controversias. Llámanle casi todos los que de él escriben, Antonio: algunos extranjeros mal informados y de poca autoridad, y a su frente el abate Ladvocat, compendiador de Moreri, le apellidan Jorge108. La verdad es que su nombre no fue Antonio, ni Jorge, sino Gómez, y su apellido Pereira; de la misma manera que se llamó Gómez Arias aquel mal caballero cuyas fechorías pusieron en las tablas Luis Vélez de Guevara y Calderón, y conocemos por Gómez Manrique al autor del Regimiento de príncipes: no siendo en ninguno de estos casos patronímico el Gómez, como no lo es en el caso de Pereira. Así lo indica la misma forma de latinización de su nombre: Gometius Pereira. Nicolás Antonio debió de pensar como yo en esta parte, y por eso colocó a nuestro filósofo en la letra G de su Diccionario, y no en la lista de los autores nominis ignoti.

Lo que se ignora de todo punto es su patria. El apellido Pereira ha inducido a muchos a suponerle gallego o portugués: el jesuita Ulloa, en un pasaje que citaré adelante, le llamó resueltamente, y en latín bastante macarrónico, gallegus; pero la verdad es que en sus libros, ni a Galicia ni a Portugal alude una sola vez, que yo sepa. Lo que de él consta es que vivió y escribió en Medina del Campo, donde quizá habría nacido, aunque sus padres o abuelos procediesen de otra región de España. Si es verdad, como ha dicho Florentino109 que un filósofo es ciudadano del pueblo donde piensa y escribe, como un guerrero toma nombre y patria de la bandera bajo la cual combate, la gloria de Gómez Pereira pertenece sin duda a Medina, que por tal hijo será famosa entre las villas castellanas, más que por los recuerdos de su antigua prosperidad y de sus riquísimas ferias.

El padre de Gómez se llamó Antonio, su madre Margarita: nombres que él mismo dejó registrados con piedad filial en el título de su obra maestra, y aún interrumpe en una ocasión el hilo de sus razonamientos para rogar cristianamente a sus lectores que encomienden a Dios el alma de sus padres.

Estudió, presumo que en Salamanca, filosofía y medicina, inclinándose de preferencia, según discurro, al sistema de los nominalistas, que él trasformó en sensualismo a la moderna. Los Nominales habían penetrado a fines del siglo XV, no sin oposición, en Salamanca, donde fue su primer corifeo Alfonso de Córdoba. Sus discípulos llegaron a tener igual número de cátedras que los reales o realistas110. Allí se explicaron las doctrinas de Gregorio de Rimini, las de Durando y quizá las do Ockam, aunque por traer este nombre cierto sabor de heterodoxia no sonó tanto como los otros dos. Gómez Pereira los cita a todos, y es visible la influencia que en su ánimo y enseñanzas ejercieron, a pesar de la independencia de su carácter y de su marcada tendencia a la paradoja. Además de los autores nominalistas, estudió a Santo Tomás y a sus principales expositores, leyó todas las paráfrasis y comentarios averroístas, entonces tan en boga en la escuela de Padua; y, aún penetró en la filosofía de los Padres de la Iglesia latina, haciendo mucho caudal de las doctrinas de San Agustín. Su libro muestra erudición copiosa, aunque no rara en los filósofos de su siglo. Su ciencia médica rayaba muy alto, según parece por el libro De las fiebres.

G. Pereira, sin ser en su latín rudo ni bárbaro, tampoco puede ser calificado de humanista. No había hecho con preferencia una educación literaria como Vives, Sepúlveda, Gouvea, Cardillo, Foxo, Núñez y tantos otros pensadores sexcentistas. Habíase educado entre los gritos de la escuela: allí aguzó su ingenio sutilísimo con la disputa, y de allí tomó el arte de separar, distinguir y subdividir hasta lo infinito, robando a la escolástica sus propias armas para combatirla con ellas, y enriqueciendo a la nueva filosofía con los despojos de Egipto. Luce, sin embargo, cualidades de escritor en la Antoniana, a despecho de la prolijidad y falta de artísticas proporciones de tal libro, cortado a la contínua por interminables digresiones y controversias que apartan de la vista y de la memoria del leyente el principal asunto. Pero G. Pereira no se pierde nunca: cuando más distraído parecía, vuelve a tomar el hilo, y prosigue eslabonando consideraciones. ¡Lástima que estas externas cualidades de la obra hagan un tanto fatigosa su lectura! El latín no es mejor ni peor que el de los buenos escolásticos de entonces, Domingo de Soto, vg. Pero el autor no se dirigía a los humanistas, sino a los médicos, filósofos y teólogos: así lo anuncia desde la portada.

A falta de otras noticias acerca del carácter e ingenio de G. Pereira, de sus libros se deduce que era buen cristiano y buen hijo, pero en lo demás hombre arrojado, impaciente de todo yugo, rebelde a toda autoridad no fundada en razón, amigo de ir contra la corriente, y de sacar a luz paradojas extrañas que asombraran a los nacidos; y al mismo tiempo observador sagaz, dialéctico agudísimo, hombre, en suma, de poderosas y no mal dirigidas facultades intelectuales.

Médico se titulaba de Medina del Campo, cuando en 1554 y 58 divulgó en aquella villa los dos volúmenes, hoy rarísimos, a que debe toda su fama. Titúlase el primero, cuyo rótulo copiaré exactamente para satisfacción de los bibliófilos:

«Antoniana Margarita, opus nempe Physicis, Medicis et Theologis non minus utile quam necessarium. Per Gometium Pereiram, medicum Metimnœ Duelli, quœ Hispanorum lingua Medina del Campo appellatur, nunc primum in lucem editum. Anno MDLIV, decima quarta die Mensis Augusti111

Tiene 6 hojas no foliadas de preliminares, 832 columnas y 10 hojas más sin foliar, con las erratas e índices.

Al fin dice:

«Metymnœ Campi excussum est hoc opus ex officina Chalcographica Guilielmi de Millis 1554.»

Esta primera edición es el colmo de la rareza. He tenido a la vista dos ejemplares de ella, perteneciente el uno a la Biblioteca de la Academia de Ciencias de Lisboa, y el otro a la Nacional de Bruselas, que lo adquirió con los demás libros del bibliófilo gantés Van-Hulthem, amigo y discípulo de mi paisano La Serna Santander.

La segunda edición de la Antoniana se hizo en Francfort (si hemos de creer a N. Antonio) medio siglo después que la primera, en 1610. Pero yo jamás la he visto, ni encuentro otra noticia de ella.

La tercera es de Madrid, 1749, por Antonio Marín. La portada es idéntica a la de la edición antigua, excepto en el final.

«Ex integro correcta in hac secunda editione. Tomus Primus Cum licentia. Matriti, Ex Typographia Antonii Marin, anno MDCCXLIX.» Tiene 355 páginas y se titula tomo primero, porque hace de segundo el otro tratado de Gómez Pereira, impreso por primera vez en 1558, y encabezado así:

«Novae Veraeque Medicinae experimentis et evidentibus rationibus comprobatae per Gometium Pereiram Medicum, etc.» (lo demás igual que en el frontis de la Antoniana.)

De este libro no sé que haya otra reimpresión que la de Marín, que hace juego con la Antoniana.

«Nunc secundum in lucem edita: quae in hoc volumine tractantur elenchus versae paginae docebit. Tomus Secundas. Cum licentia. Matriti: Ex Typoqraphia Antonii Marin, anno MDCCXLIX», 452 páginas. Con aprobaciones que para esta reimpresión dieron los PP. Aravaca y Gallo.

Este segundo libro tiene mucho interés médico, pero poco o ninguno filosófico. Su objeto es combatir la doctrina de Galeno acerca de las fiebres, porque a juicio de Pereira (hombre en todo de singulares opiniones y nullius addictus jurare in verba magistri) el médico de Pérgamo ignoró las causas, esencia y especies de la fiebre, y con su ignorancia causó irremediables daños a las sucesivas generaciones, que le tuvieron por luz y espejo de la Medicina.

Pero dejando este punto para que los inteligentes le discutan, y sentencien si en los descubrimientos del terapéutico de Medina, y en los de Doña Oliva Sabuco de Nantes, que levantó asimismo bandera contra Galeno, hay (como parece) ideas, al par que atrevidas y originales, útiles y basadas en larga experiencia, cerremos nosotros esta parte bibliográfica, haciendo constar la inusitada escasez de la última edición de la Antoniana y de la Vera Medicina. Dada su fecha, relativamente moderna, debía de abundar, y sin embargo, es casi tan peregrina como las dos anteriores. He visto un ejemplar de ella en la Biblioteca de la referida Academia de Ciencias, y sé que existen otros en la del Colegio de San Carlos de Madrid, en las Universidades de Oviedo y Salamanca112.

A la vuelta de la primera hoja de la Antoniana hay un Elenchus o resumen de las materias de la obra, especie de hilo de Ariadna, muy útil para no perderse en aquel laberinto de cuestiones incidentales. La dedicatoria es a Nuestro Señor Jesucristo, y ni aún allí pudo contener el autor su índole satírica y desenfadada. Una de las razones que aduce para dar tan santa nuncupación a su libro es la siguiente: «Muchas veces tropiezo con libros de antiguos escritores, conservados y tenidos en no poca estima, aunque su utilidad sea ninguna y su lección nada tenga de deleitosa. Lo cual atribuyo a la piedad de sus autores, por cuyos méritos concedióles Dios que sus obras durasen largas edades, al paso que se perdieron las de autores doctos pero impíos.»

En pos de esta dedicatoria viene una carta al cardenal arzobispo de Toledo D. Juan Martínez Guijarro, alias Siliceo, a quien se muestra muy agradecido, no sin indicarle que fue su intención primera ofrecerle la obra, pero que luego lo pensó mejor y la enderezó al Rey de los reyes y Señor de los señores.

Una breve advertencia informa a los lectores de la razón del título de la obra, que no se llama Paradojas, para que no parezca el rótulo soberbio: y otro prólogo, algo más extenso, muestra el fin y propósito del autor en la composición del tratado. Su profesión de fe filosófica no ruede ser más explícita: «Sabed (dice) que sólo el celo de a verdad me mueve a divulgar esta obra y muchas otras (queriendo Dios), unas especulativas, otras de medicina práctica, tan útiles como nuevas y singulares. Comencé a dudar de muchas opiniones que médicos y filósofos tenían por indubitables y seguras: probelas en la piedra de toque de la experiencia, y resultaron falsas: al paso que mis doctrinas, confirmadas primero por la razón y luego por el éxito, más y más se arraigaron en mi ánimo113. Y entonces deliberé dar a la estampa estas primicias de mi labor, para que difundidas por toda Europa (si no me engaña el amor propio), sean como nuncios de la verdad que sustento. «Hablaré de cosas que nadie ha dicho ni escrito antes que yo. En no tratándose de cosas de religión, no me rendiré al parecer y sentencia de ningun filósofo, si no está fundado en razón. En lo que atañe a la especulación y no a la fe, debemos despreciar toda autoridad. La razón sola es la que puede inclinar el entendimiento a una parte o a otra»114.

Como ve usted, G. Pereira es racionalista en el buen sentido de la palabra, y no tomada in malam partem según ahora hacemos: es pensador independiente y ciudadano libre de la república de las letras, al modo de muchos otros filósofos nuestros. Dice como Vives, de quien en línea recta desciende: Tantum mihi habeatur fidei quantum ratio mea evicerit... Ideoque rationes attuli petitas ex natura, non e divinis oraculis, ne ex philosophia in Theologiam transirem115.

También Vives juzgaba cosa mala y dañosa auctoritate sola acquiescere et fide semper aliena accipere omnia, y repetía con Séneca: Patet omnibus veritas, nondum est occupata. Multum ex illa etiam futuris relictum est. «No quiero (dice en otra parte) que se me compare con los antiguos, sino que se pesen sus razones y las mías... ni deseo ser autor o fautor de ninguna secta; ni quiero que nadie jure en mis palabras o sistemáticamente me siga. Si encontráis algo de verdad en mis escritos, seguidlo y defendedio, no por ser mío, sino por ser verdadero. No rompáis lanzas en mi defensa... sed discípulos y secuaces de la verdad donde quiera que la encontréis»116. ¡Cómo había de sospechar Vives que precisamente por su independencia y manifiesto propósito de filosofar con libertad, habían de negarle algunos la cualidad de filósofo, fundados en que no formó escuela! Efugio pobre y miserable a todas luces. Pues qué, ¿no fundó la mejor y más ámplia escuela, la del pensamiento libre? ¿Qué otra cosa es lo que yo he llamado y sigo llamando vivismo? Como Vives y Gómez Pereira pensaba el Brocense, cuando pronunció aquellas memorables palabras registradas en su proceso: «que en cuanto a las cosas que son artículo de fe, él siempre tenía captivado el entendimiento a la obediencia de la fe, pero que en las otras cosas que no lo eran, no quería captivar su entendimiento, sino interpretar conforme a lo que ha estudiado, y que lo mismo hacía con los autores antiguos, porque a Platón y a Aristóteles, si no es que le convenciesen con razón, no quería creerlos, y así tenía escrito contra ellos; y que cuando comenzó a estudiar Súmulas, a las tres o cuatro lecciones dijo: juro a Dios y a esta cruz, de no creeros palabra que me digáis... y que así tenía por malo creer a los maestros, porque para que uno sepa, es necesario no creerles sino ver lo que dicen, como Euclides y otros maestros de matemáticas, que no piden que los crean, sino que con la razón y evidencia entiendan lo que dicen117

En lo cual, si bien se mira, no hacía Francisco Sánchez más que glosar lo que había dicho en el tratado De los errores de Porfirio118 al combatir la máxima Oportet addiscentem credere: «Mihi certe divinitus arbitror contigisse, ut per totum triennium quo Philosophicis studiis impenditur opera, magistris meis nunquam aliquid assentirem.» Y en la obra admirable donde formuló por primera vez, con aplicación a la lengua latina, las leyes de la filosofía del lenguaje, no se hartó de encarecer el daño que resultaba de no investigar las causas y las razones, y contentarse con ver por ajenos ojos y oír por ajenos oídos119. «Muchas cosas se ocultaron a Platón, que luego descubrió Aristóteles: muchas ignoró éste, que fueron después sabidas, porque la verdad está oculta, pero nada hay más precioso que la verdad.»

No de otra manera pensaba Sebastián Fox Morzillo, cuando al frente de su áureo libro De naturœ philosophia seu de Platonis et Aristotelis consensione, escribía: «El método que siempre me propuse en mis estudios y escritos filosóficos fue no seguir por sistema a ningún maestro, sino abrazar y defender lo que me parecía más probable, ya viniese de Platón, ya de Aristóteles, ya de cualquier otro. No dudo que esta manera de filosofar desagradará a hombres divididos en varias sectas y pertinacísimos en defenderlas; pero juzgo que el amor de la verdad debe anteponerse a toda autoridad humana. Yo sólo doy fe a los testimonios divinos, y a los de la Iglesia católica, y los acato y defiendo en todo como infalibles y eternos oráculos120. (Eam enim semper rationem inire in studiis meis vel scriptis decrevi, ut nullius in verba auctoris jurare velim, sed quœ mihi magis probabilia videantur, ea maxime complectar, sive ab Aristolele, sive a Platone, sive a quovis alio dicatur: quœ vero minus probabilia, rejiciam. Hoc sane philosophandi genus quamvis multis qui ut varias sectas adamarunt, ita pugnacissime tuentur, displicere, adeoque in varias reprehensiones incurrere me posse non dubito, tamen... anteponendum est studium veritatis opinioni de alterius auctoritate temere sumptœ. Nos tantum divinis et Eclesiœ catholicœ testimoniis fidem adhibemus, eaque tanquam certa et stabilia oracula amplectimur et tuemur.)

En el tratado de Studii philosophici ratione121 señala Fox como una de las principales fuentes de error el jurare in verba magistri, y adherirse a un sistema. Y tan allá lleva el filósofo hispalense este principio, a pesar de sus tendencias plutónico-aristotélicas, que en el tratado De demonstratione ejusque necessitate ac vi122 anuncia que prescindirá de todo lo que halló escrito, guiándose sólo por sus propias observaciones, basadas muchas de ellas en el estudio de las matemáticas.

Esta tendencia crítica se extrema en manos del Hipócrates complutense, Francisco Vallés, que juzgó necesario, para no caer en error, «dudar de todo, hasta de lo más probable»123. «Necesse est ut in rationum investigatione... etiam de his quœ sibi videntur probabilissima, nisi se ipsos velint fallere (homines) dubitent», a pesar de lo cual, Vallés no es del todo escéptico, dado que admite las verdades per se notas con todas sus consecuencias, siempre que tengan aquella «evidencia» matemática que el Brocense pedía. En cuanto al conocimiento de las cosas sensibles, no pasa de «opinión» más o menos probable, y ni hay ni puede haber verdadera ciencia física124.

De tales doctrinas al escepticismo puro y neto no habla gran distancia, y de cierto la anduvo el médico portugués Francisco Sánchez, cuyo agudo e ingenioso libro De multum nobili, prima et universali scientia quod nihil scitur125, conoce usted sobradamente. Pero justo será advertir que la ciencia que Sánchez principalmente ataca es la de su tiempo, no la ciencia en general, sobre cuyo método ofrece escribir un tratado: Interim nos ad res examinandas accingentes, an aliquid scitur et quomodo, libello alio prœponemus, quo methodum sciendi, quantum fragilitas humana patietur, exponemus. Pero como este libro falta, y sólo queda el de las dudas y objeciones, de aquí que el nombre de Sánchez aparezca en primera línea entre los escépticos.

Con audacia no menor, aunque con tendencias empíricas en vez de escépticas, mostraron igual desprecio a la tradición Doña Oliva Sabuco de Nantes en su Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, y Juan Huarte de San Juan en su conocido Examen de ingenios. A juicio de la doctora de Alcaraz, los antiguos se habían dejado intacta la filosofía que ella daba a luz, «con ser la verdadera, mejor y de más fruto para el hombre. Y el que no la entendiere ni comprendiere (dice en otra parte) déjela para los otros y para los venideros, o crea a la experiencia y no a ella»126. La experiencia es para Huarte, lo mismo que para Doña Oliva, la piedra de toque de todo conocimiento.

Estas citas, a las cuales fácilmente pudieran añadirse muchas, así de «aristotélicos clásicos» como de «ramistas, escépticos», etc., bastan, según entiendo, para establecer cierta manera de conformidad en cuanto a independencia filosófica entre nuestros pensadores no escolásticos del siglo XVI. El influjo de Vives es, en mi juicio, la causa primera de esta dirección. Por lo demás, cada autor, según las particulares aficiones de su espíritu, escogió diverso criterio de verdad, inclinándose unos a la experiencia, otros a la razón como facultad de las ideas puras, algunos al sentido común, y otros a la evidencia matemática. Pero todos convinieron en ser ciudadanos libres de la república de las letras.

Así se mostró en los fines de aquel siglo y principios del siguiente, Pedro de Valencia, al exponer y analizar con vislumbres escépticas las doctrinas de los antiguos sobre el juicio de la verdad (De Judicio erga verum) en el precioso opúsculo que intituló Académica127. Así, en tiempo de Felipe IV, el P. Poza en su lección de placitis philosophorum. Así el jesuita logroñés Rodrigo de Arriga, que con ser escolástico no dudó en contradecir a Santo Tomás y a Suárez. Así, en 1673, Isaac Cardoso, que el su egregia Philosophia Libera se propuso no admitir las opiniones como demostraciones o dogmas. «Ita mentem disponemus ut neque alicui sectœ addicti aut sapientiam primoribus alligati, illius tantunmodo placita, aliis despectis, amplectamur, nec opiniones tanquam fides aut demostrationes recipiendœ»128. Así el obispo Caramuel, que en su Metalógica exclama: «No soy enemigo de los peripatéticos, aunque tampoco sea ni quiera ser llamado peripatético: busco la verdad sola; sólo la verdad amo»129.

Lo mismo Camaruel que Cardoso, pertenecen a los últimos años del siglo XVII: a dos pasos de ellos están los PP. Tosca y Feijóo. ¿Dudará alguno de la persistencia del espíritu vivista en nuestra cultura? Si mayor prueba se necesitara, bastaría recorrer las inestimables páginas de la Philosophia Libera, donde hormiguean las citas de nuestros pensadores, desde Vives en adelante.

Harto me he detenido en esta digresión, enderezada a probar que la tendencia crítica de Gómez Pereira es sólo una fase del espíritu general de nuestra ciencia libre en los dos siglos XVI y XVII, aunque menoscabada en el segundo. Ahora conviene entrar en el examen de la Antoniana, que por no ser un tratado metódico de psicología, de física ni de metafísica, sino un libro de controversia, una serie de paradojas, presenta las cuestiones en orden poco riguroso y sistemático. Como la exposición que voy a hacer es puramente analítica, no hay inconveniente en tratarlas por el orden en que él las trae. Lo que me propongo no es reconstruir el sistema, sino dar a conocer la obra.

I. -Automatismo de las bestias. -Acepto esta expresión como admitida por el uso, aunque no es del todo exacta ni corresponde a la verdadera tesis de G. Pereira. Por lo demás, si hace algunos años podía juzgarse vano ejercicio escolástico y pura sofistería la cuestión del alma de los brutos, a nadie ha de parecerle tal, hoy que anda en boga esa nueva ciencia apellidada, con escasa propiedad psicología comparativa. Cuestión de psicología comparativa es la que discute el médico castellano, y justo será oír los fundamentos de su primera paradoja, la cual está formulada en estos términos: Bruta sensu carere (los brutos no sienten).

Nada más opuesto a la psicología peripatética que, concediendo al bruto alma sensitiva, sólo le negaba la racional. Y no faltaban filósofos y aún teólogos que admitiesen en los brutos cierta manera de raciocinio, negándoles sólo el conocimiento de lo universal130. En cuanto al valor de la palabra ratio, casi todos decían con Pereira que es Vis animi distinguendi ac connectendi (la facultad de distinción y relación).

La doctrina del alma de los brutos pasaba por axioma tan cierto como éste: el todo es mayor que una de sus partes. Algunos suponían del todo idénticos los juicios del bruto y los del hombre, afirmando que si hablara el primero, llamaría, como nosotros, album al color blanco, y quadratum, a la figura cuadrada.

El primero y más fuerte de los argumentos de G. Pereira es éste:

«Si el animal siente, tiene forzosamente que juzgar, si juzga, raciocina; si raciocina, forma proposiciones universales: luego no habrá distinción esencial entre él y el hombre: consecuencia inadmisible y absurda.» La conclusión es peregrina, y se funda en las premisas siguientes:

«Si los brutos ejerciesen los actos de los sentidos exteriores como el hombre, al ver un perro o un caballo a su dueño, concebiría lo mismo que un hombre cuando ve a su señor, y afirmaría mentalmente que aquél era su dueño... Y si no queréis confesar esto, ni conceder tanto a los brutos, no negaréis, a lo menos, que el bruto forma proposiciones mentales, lo cual no puede hacerse sin alguna facultad interior estimativa o cogitativa. El bruto distingue al amigo del enemigo; luego hay que concederle la distinción, prœcipuum rationis opus

«Pensarán algunos destruir esta razón, diciendo que no todos los que conocen afirman la existencia de un objeto, puesto que en el conocimiento de simple aprehensión no se afirma ni niega nada. Por simple aprensión pueden conocer los brutos las cosas sensibles sin afirmar si son, o no, cuáles son.»

La cuestión toma aquí nuevo giro, y G. Pereira impugna de esta manera el primer modo de conocimiento imaginado por los peripatéticos:

«Si la sensación y el conocimiento de la cosa que se desea antecede forzosamente al movimiento prosecutivo hacia la cosa misma, necesario es que la noción de la cosa apetecida sea distinta, con afirmación de lo que es y donde está (quod est aut ubi est). Fuera absurdo imaginar que el bruto se mueve hacia un fin ignorando cuál es y dónde se halla. No niego que se dé algún conocimiento sin afirmación de existencia como el de la quimera, pero tengo por imposible huir de una cosa cuando se ignora hasta su existencia. El que afirma que los brutos conocen a sus amigos o enemigos, ha de confesar que forman juicios o proposiciones mentales»131.

«Si el cordero conoce al lobo presente, será porque forma esta proposición mental: el que está presente es el lobo. Afirmación particular que sólo puede fundarse en el conocimiento universal del lobo y todo lobo, como dirían los modernos sofistas. El cordero, por tanto, deduce la conclusión de las premisas.»

«En nada favorece a los adversarios la distinción de los dos modos de conocimiento hecha por Aristóteles. No basta la simple aprensión sin juicio para buscar -o huir de- la cosa apetecida. También hemos de conceder a las bestias la segunda operación del entendimiento, la facultad de componer y dividir, porque nadie puede afirmar: esto debo hacer, sin haber aseverado antes: esto es lo que es, estableciendo una relación entre dos juicios.»

Y a los que recurren al instinto, les responde: «O el instinto es una facultad y propiedad natural, o es algo diverso. Si lo primero, ¿para qué introducir una facultad distinta de la razón? Si lo segundo, será bien que los adversarios expliquen lo que es el instinto, porque yo no veo medio entre la propiedad que nos mueve hacia -o nos aparta de- una cosa, y la facultad de sentir y juzgar, que busca la útil y huye de lo dañoso»132. El instinto era (como las especies inteligibles, la materia prima, etc.) uno de los fantasmas de la filosofía escolástica que daban más pesadilla a G. Pereira.

De las obras admirables de los animales, de sus costumbres referidas por Aristóteles y Plinio, saca el autor de la Margarita la consecuencia de que son máquinas prodigiosamente organizadas, so pena de concederles las mismas facultades que al hombre, si no mayores.

Y razonando siempre por reducción al absurdo, afirma que pensarán en la inmortalidad del alma y temerán los castigos de la otra vida133, puesto que hacen todo lo posible por conservar ésta, defendiéndose de la inclemencia de las estaciones y de todo linaje de peligros. Argumento este de bien poca fuerza, porque basta el amor a la conservación natural para explicar tales actos.

Tendrán asimismo los brutos el don de pronosticar los fenómenos naturales, como lo advertimos en los alciones cuando se acerca la tormenta, según aquello de nuestro poeta:


«Ni baten las alas ya los alciones.
Ni tentan jugando de se rociar,
Los cuales amansan la furia del mar
Con sus cantares y lánguidos sones.



¿No indica maravilloso discurso apenas por el hombre igualado la industria de las abejas y el buen orden y regimiento de su república? et sic de cœteris, porque G. Pereira prosigue acumulando ejemplos.

«Si los brutos sienten como nosotros y juzgan, componen y distinguen, sacarán de las premisas la conclusión, y conocerán, por tanto, los universales. Si huyen del fuego, es porque conocen la proposición universal: Omnis ignis est calidus134, la cual han inducido de muchas proposiciones singulares. ¿Dónde queda la diferencia específica del hombre? ¿Por qué le llamamos animal racional?

«Síguese otro inconveniente mayor: las almas de los brutos tendrán que ser indivisibles como el alma humana, porque una sustancia divisible no puede engendrar el pensamiento. Lo que conociese la parte anterior, no sería percibido por la posterior y vice-versa. La distinción fuera imposible. Mas, por experiencia, vese claro que el bruto distingue y conoce la cantidad135

«Concedida la sensibilidad, hay que conceder a los brutos la conciencia. Conocerán que ven, conocerán que oyen; podrán juzgar de su propios actos y distinguir los accidentes de la sustancia.»

Dejemos a un lado otros argumentos de menor fuerza, y vamos a la extraña solución que G. Pereira da al problema.

«Los brutos (según él) se determinan a obrar moverse mediante ciertas cualidades trasmitidas por los objetos extrínsecos a los órganos de los sentidos, o por los accidentes que producen en la economía animal los fantasmas encerrados en el órgano de la memoria» (in loco memorativo).

G. Pereira cree en las cualidades ocultas, y por ellas explica el movimiento de los graves, la reflexión de la luz, etc. (Est enim talis naturœ ordo quid quanto a magis elato loco grave descendit, ac cum majore impetu cadit, tanto in altrorem partem resilit).

De aquí procede también, y no de la sensación, el Movimiento de los brutos. Conviene saber que los brutos se mueven:

1.º Por las cosas presentes que mandan su imagen o algo equivalente a los órganos que impropiamente decimos sentidos. Por eso huye el animal cuando alguno le amenaza, y se arroja sobre el alimento cuando le ve cerca

2.º Por los fantasmas de las mismas cosas que, presentes, fueron causa de movimiento en otra ocasión. Así buscan los perros a su dueño ausente, etc.

3.º Por hábito y enseñanza.

4.º Por causas ocultas, que es lo que llaman instinto natural. Sólo así pueden explicarse ciertas operaciones de las hormigas y de las abejas.

No valía la pena de haber destruido con hábil dialéctica el sistema antiguo, para levantar después tan frágil edificio. Estas soluciones son una pura contradicción admite el instinto o algo parecido a él, después de haberle negado: supone al bruto capaz de enseñanza, cuando antes ni aún le concedía sensibilidad, y vuelve a los fantasmas y a las cualidades ocultas de la escuela, faltándole poco para decir que el fuego quema porque tiene virtud ustiva.

En la explanación del sistema hay cosas muy peregrinas y de sabor crudamente materialista.

La primera especie de movimiento puede ser de tres clases: natural (el de los graves), voluntario (el del hombre), orgánico o vital (el de los brutos.) La especie o imagen del objeto, recibida en algún órgano, se trasmite a aquella parte del cerebro, de donde arrancan los nervios motores. La cual parte produce una reacción que contrae o dilata los miembros del animal forzándole a moverse. Este movimiento es doble: de simpatía, o de antipatía136.

Al dar esta explicación fisiológica, ¿no pensó Gómez Pereira, no vieron los calificadores del Santo Oficio, que con un poco de lógica era fácil aplicarla a los actos humanos? A uno y a otros su firme creencia en la espiritualidad del alma y en la libertad humana debió de ocultarles las consecuencias de aquella atrevida paradoja, sostenida con una cadena de sofismas.

Segunda especie de movimiento. Los fantasmas son para Gómez Pereira, unos corpúsculos sutilísimos (spirituosa) trasmitidos de oculto modo por los objetos exteriores. En ausencia de los objetos mismos, se conservan, en el triclinio de la parte posterior de la cabeza, asiento de la memoria, y obrando a veces sobre la parte anterior, determinan un movimiento análogo al que produjo la primera vista del objeto137.

Lo peor es que G. Pereira aplica proporcionalmente esta misma explicación de la memoria y de la abstracción al hombre. «Habéis de saber que tienen los brutos en la parte occipital una celdilla, donde se conservan al vivo las imágenes de los objetos. En esto somos muy parecidos a las bestias. Pero además de esta potencia conservadora de los fantasmas que decimos memoria, tenemos en el synciput otra facultad para conocer los objetos de quienes los fantasmas proceden, por vista y consideración del fantasma mismo que ante la parte anterior de la cabeza se presenta: y este conocimiento es el que llamamos abstractivo. En el bruto hay algo semejante, situado también en la parte syncipital. Cuando esta facultad entra en ejercicio, los miembros del animal se mueven»138.

Tercera especie de movimiento. Para explicar la educación de los animales, cosa apenas compatible con un sistema, supone que la onda sonora hace mover las cosas que toca y hiere. El sonido de la voz humana se trasmite, hiere los nervios: llega la impresión al cerebro, éste reacciona y produce el movimiento: quemlibet aerem, motum, sic conari movere quascumque res ab eodem, contactas, prout ipse movetur.

De la cuarta y última razón de las operaciones del bruto dice poco o nada. Dase por satisfecho con atribuirlas a una causa exterior y oculta, llámese occulta vis, causa prima, alma del mando, etc.

Tal es, sucintamente, pero con fidelidad expuesto, el famoso automatismo de Gómez Pereira, acerca del cual corren muchas ideas incompletas y equivocadas entre los que sólo de oídas conocen su libro. Dicen que negó el alma a las bestias; pero la verdad es que les concede una alma divisible y perecedera, que se engendra por partes como el alma de la planta (quœ ab ortu usque ad interitum deperdatur et gignatur per partes, ut anima plantœ). Otras veces la identifica con el aliento vital, otras con el organismo. Tiene cuantidad y está sujeta a la muerte (quanta et interitui obnoxia). Cuando hacemos pedazos a un gusano, queda en cada trozo una alma que le hace moverse, vivir y propagarse, y en cada una de las partes divididas se conservan los fantasmas.

Pedro Bayle demostró prolijamente (y no hay para qué rehacer su trabajo) que esta opinión del automatismo (llamémosle así, para excusar rodeos) fue parto del ingenio de Gómez Pereira, sin que se encuentren rastros de ella en toda la antigüedad griega y, latina139. Algunos la han atribuido a los estoicos; pero hubieran salido de su error con sólo leer en el lib. I de las disertaciones de Arriano sobre Epicteto el cap. VI, donde se niega que los brutos tengan razón, pero no se pone en tela de juicio el que sientan.

De los nuestros llevó la misma opinión Juan Luis Vives en el libro II de su bello tratado De anima et vita140, donde leemos: Brutum sequitur id quod vel sensu est simpliciter cognitum, vel a phantasia copulatum compactumque, vel ab extimatrice stimulatum, tanquam tacito calcari naturœ; homo autem componit ac dividit, et ab aliis ad alia transit, conferens ea inter se, ex quibus aliquid pariat atque eliciat. Admite Vives en los brutos sensación, fantasía y existimativa, pero de ningún modo razón ni menos inmortalidad (irrationabiles esse et mortalibus animis prœditas).

Ésta era la doctrina corriente entre escolásticos y no escolásticos, con muy leves diferencias. Francisco Cervantes de Salazar, en la continuación del Diálogo de la dignidad del hombre, afirma que éste «es igual con las plantas en el crecer, lo cual en ellas se llama ánima vegetativa; igual con los animales en el sentir, lo cual en ellos se dice ánima sensitiva; pero tiene razón, de la cual las plantas y bestias carecen.» Pero el sentir, en opinión del humanista toledano, «es de dos maneras, interior y exteriormente, porque el hombre (lo que no hace el animal) siente dentro el mal y el bien», es decir, tiene conciencia141.

Los tomistas glosaron en diversos sentidos estas palabras de la Suma contra gentes (lib. III): Actus creaturarum irrationalium prout ad speciem pertinent, diriguntur a Deo quadam naturali inclinatione (el instinto) quœ naturam speciei consequitur. Ergo supra hoc dandum est aliquid hominibus, quo in suis personalibus actibus dirigantur. Algunos escolásticos, entre ellos nuestro insigne Francisco de Toledo juzgaron que en ciertas especies de animales, notables por la sabiduría y prudencia de sus operaciones, había una fantasía o imaginación (que de ambos modos la llamaron) no disciplinable ni capaz de enseñanza: Bene concluditur habere illa animalia (formicœ et apes) phantasiam, sed non disciplinabilem142.

Júzguese qué escándalo produciría en las aulas la resbaladiza paradoja de Gómez Pereira. El primero que salió a impugnarla fue el granadino Miguel de Palacios, teólogo y filósofo peripatético de los más notables, autor de un comentario al tratado De anima, y profesor muchos años en Salamanca. El opúsculo que escribió contra algunas paradojas de la Antoniana imprimiese en 1555 en Medina del Campo y es muy raro. He visto un ejemplar, encuadernado con la obra de G. Pereira, en la Academia de Ciencias de Lisboa, y su descripción bibliográfica es ésta:

Objectiones Licenciati Michaelis a Palacios, Cathedratici Sacrœ Theologiœ in Salamantina Universitate, adversus nonnulla ex multiplicibus Paradoxis Antonianœ Margaritœ, et Apologia eorundem.

Al fin: Excussum est Methymnœ Campi in officina chalcographica Guillelmi de Millis vigesima die Martii. Anni 1555.

El argumento principal, el Aquiles, como dicen, de Gómez Pereira, está contestado en los términos siguientes: «Dices que si los brutos están dotados de sensibilidad, también lo estarán de razón. ¿Pero no ves que la fuerza sensitiva interior en los brutos es sólo aprensiva y no discursiva o judicativa? ¿No basta la aprehensión interior para excitar el apetito, y éste el movimiento exterior? Nosotros mismos experimentamos esto en los movimientos repentinos huyendo a la sola aprehensión de un mal terrible que de pronto se nos ofrece. El que nunca oyó el estruendo de las bombardas, ni sabe qué cosa sean, tiembla y se estremece cuando por primera vez lo escucha, por sola la aprehensión, sin que intervenga el juicio... La simple percepción del mal induce a huirle; la simple percepción del bien a buscarle143.

Tampoco admitía Miguel de Palacios que de la sensación se dedujese lógicamente la conciencia. «Cosas muy diversas, escribe, son el sentir y el saber que se siente. La primera de estas operaciones es directa, la segunda refleja. En el hombre mismo suelen andar separadas, cuanto más en el bruto. El que éste sienta no implica en manera alguna que reflexione144

En esto, como en otras casas de su réplica, anduvo Palacios discreto y sagaz, y puso verdaderamente el dedo en la llaga. G. Pereira se defendió habilísimamente, dando cierta especiosidad a su paradoja, pero poniéndose dos dedos del materialismo.

Al año siguiente (1556) apareció en la misma villa de Medina, centro entonces de gran comercio de libros, uno hoy rarísimo, con el título de Endecálogo contra Antoniana Margarita, sin duda por constar de once proposiciones. No he visto este opúsculo, pero ustedes tienen en Madrid dos ejemplares, uno en la Biblioteca Nacional entre los libros que fueron de D. Serafín E. Calderón, y otro en la colección de Salvá, que hoy posee D. Ricardo Heredia. Yo sólo puedo decir, por testimonio de D. Andrés Piquer en su Discurso sobre el sistema del Mechanismo, que el Endecálogo está escrito en romance (contra lo que generalmente se usaba en libros de filosofía), y tiene la forma de un diálogo satírico y burlesco, en que hablan el jimio, el murciélago, el cocodrilo, el león, el águila y otros animales, y presentan a Júpiter una demanda criminal contra G. Pereira, por haberles despojado de la posesión de sentidos, apetitos, etc. Nombran procurador, hacen un pedimento y alcanzan favorable sentencia. «Por la lectura de este diálogo (añade Piquer) se echa de ver cuán extravagante pareció a los españoles la opinión de Pereira, que después fue recibida con tanto aplauso fuera de España por su novedad, y se ve también que el autor del Endecálogo era más satírico que filósofo.»

El divino Francisco Vallés atacó la doctrina de G. Pereira, aunque sin nombrarle, en el capítulo LV de la Sacra Philosophia. «Un escritor nuestro (dice) por no conceder a los brutos la razón, temeroso (a lo que sospecho) de tener que atribuirles asimismo la inmortalidad, les negó hasta el sentido, explicando todas sus operaciones por naturales simpatías y antipatías. Admitida esta tesis, síguese una de dos cosas: o que nadie siente sino el hombre, o que todos los animales están dotados de razón y entendimiento145. La primera opinión es absurda, porque en tal caso ninguna fe podremos dar a nuestros sentidos, y será verdadera locura el negar que tienen sensibilidad unos entes a quienes vemos huir del peligro, acudir a la voz y al reclamo, observar las leyes de la amistad y de la enemistad, etc. Dejado aparte este delirio, resta considerar si los brutos poseen alguna manera de razón.» Y de hecho Vallés se la otorga: «Certe rationem aliquam esse brutis negare non possamus citra proterviam», y lo prueba por sus maravillosas operaciones, haciendo una brillante retorsión de los argumentos de G. Pereira en pro de la tesis contraria: «Si negamos a los brutos la razón, hemos de negarles el sentido; pues ¿cómo se conocen las facultades sino por sus actos, y los actos sino por sus operaciones?»146 El mismo procedimiento lógico que llevó al autor de la Margarita a asentar el automatismo, convenció a Vallés de que todo animal era racional, aunque con razón muy diversa de la humana, no sólo en grados, sino en la misma esencia, por ser el entendimiento humano capaz de las ideas puras: «ex sese nata est (mens) ratiocinari simpliciter et circa quidvis.» Por lo cual corrigió la antigua definición del hombre, en estos términos: animal científico o capaz de ciencia, es decir, de conocimiento ordenado, metódico y dependiente de los universales. De otro pasaje se deduce que concedía a los brutos la simple cogitacion, cum prœsensione finis, pero sin elección de medios. Lo cual le indujo a afirmar con buen sentido que sólo por analogía debía llamarse racionales a las bestias, aunque tuvieran imaginación y estimativa, que él llama razón sensitiva.

La paradoja de G. Pereira, discutida en España tan ampliamente como hemos visto, pasó ultra-puertos en el siglo XVII y alcanzó mucha notoriedad cuando la expuso Descartes, por encontrarla ajustada al divorcio que él ponía entre el pensamiento y la extensión, entre la materia y el espíritu. La opinión cartesiana es más sencilla y menos ingeniosa que la de G. Pereira. Los animales no son más que materia, y están sujetos a las leyes del mecanismo: son autómatas (ya pareció la palabreja). Escribe Descartes en la quinta parte del Discurso del Método: «Por estos dos medios podemos conocer la diferencia entre el hombre y las bestias. Cosa es digna de notarse que no haya hombre tan necio, ignorante e insensato que no sea capaz de juntar unas cuantas palabras y dar a entender su pensamiento; lo cual no hace ningún animal por perfecto y hábil que le supongamos. Y no es por falta de órganos, dado que vemos a las picazas y a los papagayos pronunciar palabras como nosotros, pero no hablar, quiero decir, no tener conciencia de lo que dicen. Por el contrario, los sordo-mudos, careciendo de órganos, estando por ende más incapacitados que las bestias, inventan por sí propios algunos signos, y se hacen entender de los que habitualmente les tratan. Lo cual prueba, no sólo que las bestias tienen menos razón que el hombre, sino que absolutamente carecen de ella147. Ni hemos de confundir las palabras con los movimientos naturales que indican las pasiones, y que pueden ser imitados por máquinas lo mismo que por animales, ni creer con los antiguos que las bestias hablan aunque no entendemos su lenguaje: cosa imposible, puesto que sus órganos son proporcionados a los nuestros. A lo cual se agrega que muchos animales muestran industria grande y mayor que la nuestra en muchas operaciones, y son del todo inhábiles para muchas otras: lo cual prueba, no que tengan entendimiento, pues entonces sería superior al nuestro y nos vencerían en todo, sino que carecen de alma, y que sólo la naturaleza guía sus actos según la disposición de sus órganos, a la manera que un reloj, compuesto sólo de ruedas y resortes, cuenta las horas y mide el tiempo mejor que nosotros»148.

Si en las primeras líneas Descartes glosa a G. Pereira, en las últimas compendia lo que había dicho Vallés, copiando hasta sus palabras textuales y sus ejemplos: quare cum illorum peritiam non agnoscamus, superest ut ad peritiam authoris referatur velut quod horologium, motu gnomonis et pulsatione cymbali, metiatur et distinguat nostra tempora, refertur ad peritiam artificis...149

En la «respuesta a las objeciones de Arnauld» repitió Descartes «que el único principio de movimiento en los brutos era la disposición de los órgano, y la continua afluencia de espíritus animales producidos por el calor del corazón, que atenúa y sutiliza la sangre.»

En la «respuesta a las sextas objecciones hechas por diversos teólogos y geómetras», se jactó de haber probado con razones fortísimas el automatismo de las bestias, sin nombrar para nada a los españoles que tanto habían especulado sobre esta materia. Objetáronle algunos que aquella opinión sabía a materialismo, y el afirmó que la contraria inducia a creer de la misma naturaleza, y sólo diversas en grados, el alma del hombre y la del bruto.

Al fin de su docta y acre Censura Philosophiœ Cartesianœ; puso el sapientísimo Obispo de Avranches Pedro Daniel Huet una especie de catálogo de los plagios de Descartes. Allí textualmente dice:150 «Nadie defendió con más calor, ni enseñó más a las claras esta doctrina (la del automatismo) que Gómez Pereira en su Antoniana Margarita, el cual rompiendo las cadenas del Lyceo en que había sido educado, y dejándose llevar de la libertad de su genio, divulgó en España ésta y otras muchas paradojas.»

De Huet tomó esta especie Bayle primero en las Nouvelles de la Republique des lettres, y después en su famoso Diccionario, donde trata bastante del asunto, y repite algunos argumentos de G. Pereira. Los discípulos y biógrafos de Descartes procuraron defenderle, alegando que leía poco, que el libro era muy raro, y no parecía natural que hubiese llegado a sus manos: presunciones harto débiles, al lado del convencimiento que a mi parecer resulta de todo lo expuesto. Y aún suponiendo que no conociera la Antoniana, pudo haber tenido noticia de ella por cualquiera de sus impugnadores, y sobre todo por la Philosophia sacra de Vallés, que tenía muy leída.

Para acabar de una vez esta materia ya enojosa, apuntaré las opiniones de otros filósofos nuestros que después de Descartes tocaron la cuestión del alma de los brutos.

El médico judío Isaac Cardoso, en su Philosophia Libera, calificada de opus sane egregium por Fr. Ceferino González, escribe que el alma de los brutos es corporal, y se reduce a la armonía de los elementos. Y como el fuego es el elemento más sutil, ardiente y movible, de aquí que el alma sea una partícula ígnea, que, templada por otros elementos, produce en el animal admirables operaciones151. La filiación de esta doctrina de la de G. Pereira, es indudable, aunque tiene asimismo procedentes en Galeno, que confundió el alma con el temperamento.

El P. Feijóo trató de la racionalidad de los brutos en un agradable discurso, que es el noveno del tomo III del Teatro crítico. No da muestras de conocer la Antoniana Margarita, sino por las referencias de Bayle, y se inclina a la opinión de los que negaron que Descartes hubiese leído el libro del médico castellano. Pero se equivoca de todo en lodo al aseverar que este no tuvo séquito alguno y que su doctrina cayó muy luego en olvido, cuando de lo contrario dan testimonio las objeciones de Palacios, el Endecálogo, y las obras de Vallés e Isaac Cardoso, el segundo de los cuales invoca a cada paso, con respeto grande, la autoridad de G. Pereira.

Por lo que hace a la cuestión en sí misma, el P. Feijóo, sin afirmar positivamente cosa alguna, se inclina a la sentencia más admitida, que niega a los brutos discurso y les concede sentimiento, aunque no deja de proponer y esforzar algunos argumentos en pro de la racionalidad, defendida por Vallés entre los modernos y por Lactancio entre los antiguos. Para el benedictino de Oviedo la racionalidad no implica espiritualidad, y el alma de los brutos, sin ser materia, puede ser forma material, esto es, dependiente de la materia en el hacerse, en el ser y en el conservarse152.

El célebre médico y elegante filósofo D. Andrés Piquer, en su Discurso sobre el sistema del Mecanismo153, escribe: «Los nuestros (filósofos) en los tiempos pasados no han tenido reparo de llamar en los brutos alma al principio de sus operaciones, como lo hacen en el hombre, dando ocasión a que compendiando ambos principios en una idea, les atribuyesen los poco advertidos y los impíos idénticas facultades. Al principio, pues, interno, que en el hombre y en las bestias produce las sensaciones, vegetación, nutrición y cuantas acciones conducen a sostener la vida, lo llamaremos psyche... y al principio que en el hombre ejercita la razón con libertad e inteligencia, lo llamaremos alma (pneuma), para evitar la confusión y conformarnos con el uso común de nuestra lengua. Las puras sensaciones se hallan en los brutos: las sensaciones con conocimiento en los hombres.» Piquer había leído la Antoniana, el Endecálogo y la Philosophia sacra, que cita y juzga con acierto. Es reminiscencia pereirista la de este pasaje: «Al modo que el hierro se va hacia el imán y las pajas al ámbar, se van los brutos o huyen de los objetos que impresionan sus órganos sensibles.» La psyque de Piquer es material; es, como él dice, «la flor de la materia», y no difiere mucho de la partícula ígnea de Isaac Cardoso.

En concepto de D. Juan Pablo Forner, sobrino, y discípulo en muchas cosas, de Piquer, «los brutos tienen facultad de sentir, pero ajena enteramente de conocimiento reflexivo: de manera que su facultad de sentir no pasa más alla de la sensación. La sensación obra en la fantasía representando las imágenes, para que éstas pongan en movimiento los conatos siempre uniformes del apetito... En suma, el bruto siente, imagina, apetece, se mueve, pero no conoce. Todos sus actos dependen del principio brutal que en ninguna manera puede llamarse alma.» Porque es de advertir que Forner admitía dos principios en el hombre, el racional y el sensitivo. Este último, común con los brutos, no era para él sustancia, sino una energía vital o principio activo, semejante al de las plantas154.

Otros tratadistas de filosofía del siglo pasado y comienzos del presente no dieron en tan singulares opiniones, contentándose por lo general con las proposiciones de Wolffio, que supuso inmateriales, pero no espirituales, perecederas por aniquilación, y en ninguna manera inmortales, las almas de los brutos.

Una cita más y concluyo. Para Balmes, en quien renació con nueva gloria nuestra tradición filosófica, el alma del bruto no es material, porque la materia no siente; tampoco es espíritu, por no ser inteligente ni libre el principio activo en el animal. Su naturaleza es desconocida: su final destino también. No perecerá por corrupción, porque no es orgánico. Quizá será aniquilado (Balmes admite la aniquilación); quizá al ser absorbido de nuevo en el piélago de la naturaleza, prosigue ejerciendo su actividad en diversos sentidos y animando nuevos seres155.

Basta con estas indicaciones históricas sobre un punto que no es de mera curiosidad. El desarrollarlas fuera asunto de una larga monografía. Otras materias de mayor trascendencia llaman y solicitan nuestra atención en el libro de G. Pereira.

II. Modos de conocimiento. -Especies inteligibles. Para apreciar debidamente el mérito y originalidad del filósofo de Medina, es necesario fijarse en su teoría del conocimiento. El único método que para llegar a ella preconiza y defiende es la experiencia psicológica. «Antes de explicar las nociones internas y externas del alma humana, debo prevenir a mis lectores que juzguen de la verdad de lo que digo por lo que ellos mismos en el sentir, o en el entender hayan experimentado y experimenten. No se trata aquí de cuestiones cosmográficas, donde conviene creer al maestro, sino que se discuten y explican las operaciones de nuestro espíritu, de las que todos tenemos plena conciencia156

Admitida como único criterio psicológico la experiencia interna, la tacita cognitio, mal podía resistir a los de G. Pereira la doctrina escolástica, que él formula así: «Convienen todos en afirmar que nuestra alma no puede sentir ni entender nada, si no se modifica por algún accidente realmente distinto de su propia esencia. De donde infieren que el conocimiento es realiter distinto del sujeto cognoscente157.» A todo lo cual se agre-aba la invención de las especies inteligibles, por analogía con las sensibles.

G. Pereira rechaza todo esto. En primer lugar, las especies no son sensaciones, la sensación no se verifica sin la atención o animadversión de la facultad sensitiva. La impresión (affectus) en el órgano y la atención son sus únicas condiciones. En cuanto al conocimiento, no es cosa distinta de la facultad de conocer, ni esta se distingue tampoco del alma. El conocimiento puede ser intuitivo o abstractivo. El conocimiento intuitivo envuelve siempre una afirmación de existencia. «Nihil aliud est hominem cognoscere distincte intuitive aliquam rem quam animam illius esse certissimam, existentiœ rei.» Lo cual no implica que el conocimiento sea verdadero, porque hay sensaciones deceptorias.

Las ideas o nociones son el alma misma modificada diversamente (Animam ipsam taliter se habentem, tantum universas notiones suas esse.) La visión no es más que un modus habendi del alma, provocado por otro modus habendi que es la atención158. «Si me preguntas en qué consisten estas modificaciones del alma, te diré que no las conozco a priori sino a posteriori y por sus efectos; pero conjeturo que guardan cierta proporción con las partes de nuestro cuerpo.»

No realmente, sino por un procedimiento racional, podemos separar el conocimiento, de la facultad de conocer, y ésta de la esencia del alma. (Impossibile enim existimamus cognitionem ullam esse rem distinctam entilative a cognoscente.)

Aplica el mismo principio a las sensaciones que él llama exteriores, prueba que no son entes, ni accidentes corpóreos ni espirituales: sólo resta que sean modos del alma. La sensación no nace del objeto y de la facultad, sino de la facultad. sola: a sola vi sensitrice. Los fantasmas que son causa ocasional de la sensación, difieren del alma y son corpóreos: quid ab homine sejunctum et in homine inclusum. El alma es libre en cuanto al conocimiento de sí misma, pero no por lo que hace al de los fantasmas que muchas veces se le presentan sin quererlo ella159.

Combate luego G. Pereira la proposición de San Agustín: Illa informatio sensus quae visio dicitur, a solo imprimitur corpore quod videtur, en lo cual, como advierte el autor de la Antoniana, claro se ve que el Doctor Hiponense confundió la impresión con la sensación o percepción. El alma necesita atender para ser modificada y sentir. El mismo santo parece reconocerlo en este otro pasaje: Gignitur ergo ex re non visibili visio, sed non ex sola visione, nisi adsit et videns.

Añade G. Pereira que «la visión es la atención del alma que se siente afectada por el objeto» (modus habendi animœ animadvertentis se affectam); y niega que se vea sólo la especie, sino el objeto mediante la impresión.

No respeta el atrevido reformador la antigua clasificación de las facultades del alma. Para él no existe el sentido común a la manera que lo entendían los peripatéticos, sensus qui ab Aristotele communis dicitur quo judicantur sensilia absentia et discernuntur ea quœ variorum sunt sensuum160. Este sentido, que discernía las percepciones de los demás, solían localizarle los escolásticos en la parte anterior del cerebro. Pero Gómez Pereira nota que, si este sentido común es facultad orgánica, será del todo inútil, o habrá dos sensaciones. Para juzgar las cosas sensibles comunes, vg. el movimiento y la quietud, el número, la magnitud, etc., tampoco vale, porque estas cosas no son sensibles per se, sino per accidens, conforme a la opinión de los nominales, a la cual G. Pereira se inclina. Y ¿quién sostendrá que es necesario para distinguir las percepciones de los demás sentidos? «¿Para qué inventas esa facultad orgánica interior, cuando para dar razón de lo que nosotros experimentamos, es a sabor, que existe una potencia que distingue entre los objetos de los diversos sentidos, basta decir que el alma informando el ojo conoce el color, e informando el pie siente en él la frialdad, y afectada en el órgano del olfato percibe el olor etc., y que ella sola es la que juzga y distingue entre varias sensaciones, y aún entre los actos de varias facultades? Y si esto afirmamos, ¿para qué sirve ese vano sentido común puesto en la parte syncipital? ¡Como si no bastaran los cinco exteriores!»161.

No hay distinción real entre la facultad sensitiva y la intelectiva, ni entre el conocimiento directo de lo singular y el conocimiento por reflexión. El uno depende del otro, y la misma alma que conoce lo universal percibe también lo singular (eamdem animam quae universale cognoscit, et singulare percipere). El alma misma, sin ningún accidente distinto de ella, es virtud sensitiva y virtud intelectiva, y es sentido común cuando discierne las percepciones de los cinco sentidos162.

Tampoco es facultad orgánica la fantasía, que Avicena supuso colocada en la parte anterior de la cabeza para guardar los fantasmas. A lo de la localización replica el autor que herida o lesionada dicha parte anterior, no se pierde la memoria; al contrario de lo que sucede si se hiere la parte posterior. Por lo cual niega que haya semejante facultad ni que se distinga de la memoria.

Tampoco admite la imaginativa como exterior, pero sí como facultad interior de componer y dividir, que no se distingue de la esencia del alma. Otro tanto acontece con la estimativa. La memoria, si, es facultad externa y localizada en el occipucio, como lo comprueban los experimentos. Las potencias que no se distinguen del alma no tienen órganos especiales a su servicio; lo cual parece estar en contradicción con unas palabras anteriores163.

Hemos llegado a las entrañas del libro, a la discusión contra las especies inteligibles; y como éste es punto de capital importancia en que G. Pereira se adelantó más de dos siglos a Reid, me permitirá usted que sea un tanto prolijo y acumule extractos para convencer, si es posible, a los incrédulos.

¿Cómo se verifica el conocimiento? La explicación escolástica, según G. Pereira la expone, era esta: «Cuando el entendimiento desea conocer lo universal, pone delante de la imaginativa los fantasmas de algunos individuos de aquella especie conocidos antes: prescinde de todas las condiciones individuales, convierte el fantasma así modificado en especie inteligible, y por este método, abstraídas todas las particulares condiciones que distinguen un ser de otro, queda desnuda y escueta la naturaleza del ser, que, por medio de las especies inteligibles, produce en el entendimiento un acto de intelección universal, y esta intelección es accidente espiritual distinto del mismo entendimiento.»

Toda esta fantasmagoría se disipa ante las siguientes observaciones del médico de Medina del Campo164:

«Ante todo, de los fantasmas no pueden extraerse las especies inteligibles, por ser el fantasma cosa corpórea, y las especies inmateriales. Y si suponen que de la corrupción del fantasma nacen las especies inteligibles que guían al conocimiento de lo universal, engáñanse de todo punto. Porque ni el fantasma se corrompe después de la intelección de lo universal, dado que seguimos conociendo y recordando como antes, ni aunque se corrompa puede ser nunca materia para especies inteligibles, como una piedra no es materia para producir un ángel. Absurdo es suponer que tengamos la facultad de sacar lo espiritual de lo corpóreo. Como los agentes intelectuales no obran sobre la materia, es imposible que del fantasma corpóreo y de una forma intelectual, como es el alma, resulte un ser incorpóreo.»

«Me responderás con los tomistas que la luz del entendimiento (lumen intellectus) produce ese fenómeno, y te volveré a preguntar qué luz es la que el entendimiento comunica a los fantasmas para producir la especie inteligible como de materia ex qua... No puede el entendimiento transmitir al fantasma su propia sustancia inteligible, que sólo Dios crea. Y aunque el entendimiento participe de ella, en modo alguno puede crear una sustancia espiritual en el fantasma, que es sustancia corpórea. Ni dará al fantasma ningún accidente espiritual, porque éstos (fuera de un milagro) no caben en las cosas corpóreas. La luz del entendimiento no da, pues, al fantasma virtud para producir las especies inteligibles.165»

«Ni la especie inteligible puede ser engendrada por el entendimiento mediante la consideración del fantasma, separando de él por abstracción propia las que llaman condiciones individuales, y produciendo luego la especie inteligible que represente lo universal, porque si así fuera, de trabajo excusado calificaríamos el del entendimiento en fabricar la especie o apariencia de lo universal, que él conoce antes y de un modo más exquisito. Y no se entiende por qué esa representación ha de tener existencia más perfecta fuera que dentro del alma, siendo así que ésta la contiene por alta manera como la causa a su efecto, al modo que aquella Venus Charita (esto es, graciosa) pintada por Apeles, distaba mucho de la Venus que el mismo Apeles había concebido en su mente, porque ni los órganos le obedecieron en todo, ni logró vencer las resistencias del material, ni cumplir perfectamente sus anhelos. Y si en esta obra externa no logró su propósito el inmortal artífice, verosímil será que el entendimiento en ninguna manera puede engendrar una especie que retrate lo universal tan al vivo como ya lo conoce y posee la inteligencia misma, productora de la especie166.» Y aún dado que esta fuera del todo exacta, frustra fit per plura quod potest fieri per pauciora.

«La experiencia de cada uno demuestra que el entendimiento puede alcanzar lo universal sin la consideración de ningún fantasma. Tampoco la noción de una cosa singular y cuantitativa puede dar al entendimiento la facultad de conocer lo universal, porque las cosas indivisibles sólo se perciben y conocen por una facultad indivisible. Los que inventaron estas especies cayeron en el mismo yerro que un pintor que dijera: «Yo que nunca he visto elefantes, ni sé cuál es su forma ni su figura, voy a formar una noción mental que me represente al elefante. «¿Cómo ha de pintar nadie lo que no ha visto ni concibe?167»

Al leer esta briosa refutación, en que hasta el estilo de G. Pereira toma una elocuencia desusada; al oírle defender con tanta energía los fueros del conocimiento directo, tal y como la experiencia nos le muestra, ¿quién no cree tener a la vista una página psicológica de la escuela escocesa? ¿Serán inútiles estas lecciones, hoy que el renovado escolasticismo enseña y sostiene aún la conversión del fantasma en especie inteligible por la luz del entendimiento?

Aún había otras malezas que desbrozar en este campo, y G. Pereira prosiguió lógico e inflexible, deduciendo que la intelección no es producida por ningún objeto o facultad distinta del entendimiento, ni puede llamarse accidente, sino que es la inteligencia misma taliter se habens; negando que fuese necesaria una nueva entidad para entender lo que antes no se entendía, cuando bastaba con una simple modificación; y repitiendo una y otra vez, antes de Descartes, que la esencia del alma era el pensamiento (actus intellectus idem cum anima), de cuyo principio sacó el partido que adelante veremos en su tratado De la inmortalidad del alma. A los teólogos les dice: «Si Dios concediese intelección a la piedra, ¿la llamaríamos sujeto inteligente? De ninguna manera, porque el pensamiento no está en su esencia168

En la cuestión de los universales, G. Pereira es nominalista, pero a su modo. Lo universal es para él un término incomplejo, que se predica univoce de muchas cosas diferentes en especie o en número169. El conocimiento de los universales es de dos maneras: confuso, o distinto. Universal confuso es el todo respecto a sus partes. Universales distintos son la sustancia y los otros nueve predicamentos, con todo lo que cae bajo cada una de las categorías (dentro de la sustancia, el cuerpo, el animal, etc.)170. Lo universal confuso es conocido antes que lo singular; el todo antes que las partes, y así sucesivamente. «Primero decimos éste es un ente o un cuerpo, que éste es un animal o un hombre; y primero éste es padre o ésta es madre, que éste es Antonio, o ésta Margarita. Por eso los niños llaman a todos los hombres padres, y madres a todas las mujeres171

El conocimiento arranca de los universales confusos; de allí pasa a los singulares, y por eso tenemos siempre un conocimiento vago del objeto de la ciencia Antes de estudiarla172. Los universales distintos no son conocidos por sí mismos, sino por accidente, per accidens, mediante los sentidos interiores y exteriores. Sin haber visto los accidentes del caballo (color, figura, magnitud) no tenemos idea de la sustancia del caballo.

A los universales distintos se llega por abstracción. El pasaje siguiente, notable por el análisis psicológico y por la propiedad y limpieza de la expresión, explicará de qué modo:

«Yo nunca diré que entiendo lo que por experiencia sé que nunca he entendido, y escribiré sólo las operaciones intelectuales de que puedo decirme testigo ocular. Cuando deseo conocer la sustancia de una pared blanca y cuadrada, aparto mi entendimiento de la blancura, de la cantidad, de la figura, del sitio y de las demás condiciones individuales de aquella pared, todas las cuales yo he conocido antes por los sentidos exteriores o concebido abstractamente por la imaginación. Finjo mentalmente que la blancura, la cantidad, el número, etc. pueden dividirse y separarse de la sustancia en que residen, y entonces, adquiero la noción de ésta. Nunca la he conocido en sí misma, porque está velada por los accidentes; pero tampoco necesito formar una especie inteligible que me la represente, sino que vengo a su noción por la noción de los accidentes. Al contemplar mi entendimiento que aquellos accidentes varían a cada paso, sucediéndoles otros, infiero por necesidad la existencia de un objeto en quien residan los accidentes que se corrompen y los que de nuevo se engendran. Y así que infiero esto, conozco el sujeto, sin intermedio de especie alguna, sin que importe nada al entendimiento que el objeto sea o deje de ser como él lo entiende. Así se conoce lo real y lo fantástico, la quimera, vg., trayendo a la memoria partes de animales ya conocidos. Este conocimiento es por abstracción (abstractive noscitur)173.

Refuta luego a los realistas y a los partidarios de las especies inteligibles o conceptualistas, y añade: «Todas las conclusiones matemáticas se van deduciendo unas de otras, sin generación de ninguna especie

«Los objetos inteligibles se distinguen de los sensibles en que no producen inmulación formal en nuestros órganos, ni son conocidos por sí, sino por el intermedio de otros. Los seres indivisibles: Dios, los ángeles, las inteligencias y las almas, se conocen por la noción de las cosas sensibles. Invisibilia Dei a creatura mundi.»

Niega G. Pereira todo conocimiento intuitivo. Para formar una imagen o especie inteligible de Dios, de los ángeles y del alma, sería preciso conocer antes el objeto, del cual la especie es copia174. Además, la experiencia no nos informa de tal conocimiento intuitivo.

«Lo universal no se halla en los entes; todos son singulares. Lo universal, como conocido, tiene ser en el entendimiento. Conocemos la quimera; luego existe. Por lo demás, toda la cuestión de los universales se funda en el antiguo error de los gramáticos, que tomaron por sustantivos una infinidad de connotativos o adjetivos que designaban cualidades o accidentes y no individuos»175. «El alma, como activa, es entendimiento agente, como pasiva es intelecto posible. (Anima intellectrix dicitur intellectus possibilis in quantum nata est omnia fieri ad affectionem proprii organi, ab omnibus sensilibus rebus nati affici.) El omnia fieri está tomado en el sentido de Aristóteles.

Hasta aquí el autor fielmente expuesto y compendiado. Apuntemos ahora los resultados de la especulación neológica de la Antoniana Margarita, para que se vea de un golpe la trascendencia de sus afirmaciones.

1.º El único criterio en cuestiones psicológicas es la experiencia interna.

2.º La sensación (bajo este nombre comprende G. Pereira las percepciones) no se verifica sin la atención o animadversión del alma, ni puede confundirse con la impresión o afección en el órgano. La sensación no nace del objeto y de la facultad sensitiva, sino que es una modificación o modus habendi del alma.

3.º La intelección o acto de entender no se distingue de la inteligencia, ni ésta de la esencia del alma.

4.º El conocimiento es directo, sin especies o imágenes intermedias, como lo prueban a una el razonamiento y la experiencia.

5.º No existe un sentido común. La facultad de discernir las percepciones no se distingue de la esencia del alma.

6.º La imaginación o fantasía es facultad interior y no orgánica ni localizada. Lo mismo la cogitativa o estimativa.

7.º La memoria es facultad orgánica, y reside en la parte posterior de la cabeza.

8.º La facultad sensitiva y la intelectiva no se distinguen más que en grados. El conocimiento principia por la sensación. Así conocemos los objetos externos.

9.º Conocemos los universales por abstracción. Así se forman las ideas de sustancia y causa.

10. No hay conocimiento intuitivo.

11. Los universales sólo tienen realidad en la mente.

12. De la noción de los objetos sensibles nos elevamos a la de los indivisibles.

No está, sin embargo, en estas proposiciones la doctrina psicológica completa y definitiva de G. Pereira. Lo más curioso anda oculto en el tratado De animae inmortalitate, que estudiaré luego. Allí veremos que no hay motivos para calificarle de sensualista, aunque hasta ahora las apariencias sean fatales.

Como partidario de la experiencia interna, figura el autor de la Antoniana entre los padres de la moderna psicología, representada especialmente por los escoceses. Verdad es que aún en esta parte le precedió Vives. Su tratado De anima et vita no es más que el desarrollo de este principio: Anima quid sit, nihil interest nostra scire: qualis autem et quae ejus opera, permultum, nec qui jussit ut ipsi nos nossemus, de essentia animae sensit, sed de actionibus... Opera autem omnibus pene sensibus et internis et externis cognoscimus176. Por eso Vives en la obra citada raciocina poco y observa mucho. G. Pereira, aunque emplea el procedimiento dialéctico contra las teorías escolásticas, basa siempre las suyas en la observación.

En la identificación del acto de entender, del entendimiento y de la esencia del alma, precedió el filósofo de Medina a Descartes. Tria igitur in eo ipso agnoscit Cartesius quod unum idemque esse dixerat: facultatem scilicet cogitandi, cogitationem et ideam, dice Huet177. Para no extremar la semejanza, conviene tener presente que G. Pereira no admite ideas al modo cartesiano ni platónico, y que es francamente nominalista.

Como adversario de las especies inteligibles (invención de los árabes o de los escolásticos, nunca conocida por Aristóteles178 a quien malamente se la achacó Reid) tenía G. Pereira por únicos predecesores a los Nominales, y especialmente a Durando. De ellos aprendió el gran principio de que «no se han de multiplicar los entes sin necesidad», tan elogiado por Leibniz: Secta nominalium, omnium inter scholasticas profundissima et hodiernaere formatae philosophandi rationi congruentissima est... Generalis autem regula est qua nominales passim utuntur: entia non esse multiplicanda praeter necessitatem... quae (sententia) etsi obscurius proposita, huc redit, hypothesim eo esse meliorem quo simpliciorem... Ex hac jam regula nominales deduxerunt omnia in rerum natura explicari posse, etsi universalibus et formalitatibus realibus prorsus careatur, qua sententia nihil verius, nihil nostri temporis philosopho dignius179.

Además, uno de los argumentos de G. Pereira se encuentra también en Durando: «El entendimiento, que es virtud reflexiva, se conoce a sí mismo y a sus facultades por certidumbre y casi experimentalmente. (G. Pereira suprimió el casi, porque para él la experiencia interna es más cierta e infalible que la externa.) Así sabemos por experiencia que existe en nosotros el principio de la inteligencia. Si en ella hubiese especies, conoceríamos con certidumbre su existencia en nosotros, como conocemos los demás actos y hábitos de nuestro entendimiento180

Guillermo Ockam, el más arrojado de los nominalistas, escribió: Pluralitas non est ponenda sine necesitate, sed non apparet necessitas ponendi tales especies productas... ab objectis, quia omnes istœ species non possunt sentiri ab aliquo sensu181. De Durando y de Ockam tomaron estos argumentos los nominalistas de París y de Salamanca, y en la última de estas escuelas debió de oírlos G. Pereira de boca de algún discípulo de Alfonso de Córdoba; pero tras de añadirles novedad y fuerza, imaginó otros muchos tan profundos o ingeniosos, y los enlazó por tal arte, que no sin motivo podemos darle la palma entre todos los predecesores de Reid, y afirmar que ninguno mejor que él comprendió y expuso la doctrina del conocimiento directo, de la cual los nominales no tuvieron más que atisbos y vislumbres.

En psicología experimental G. Pereira está, a no dudarlo, más adelantado que la filosofía de su tiempo, más que la del siglo XVII, más que Bacán, más que Descartes. Ninguno observa ni analiza como él los fenómenos de la inteligencia. El lord Canciller es casi extraño a estas cuestiones: le absorben demasiado la clasificación de las ciencias y el método inductivo. Es partidario de la experiencia, y toma puesto en las filas de los nominalistas. Pero su experiencia predilecta es la externa, con la cual adelantan y prosperan las ciencias naturales. De la interna habla poco y confusamente. Como todos los grandes lógicos, estudia más que nada, en el entendimiento el lado pragmático.

En cuanto a Descartes, el Dr. Reid ha notado que de la antigua teoría de la percepción sólo rechaza una fase. «Esta teoría (dice el patriarca de la escuela escocesa) puede dividirse en dos partes: la primera establece que las imágenes, especies o formas de los objetos externos proceden del objeto y entran por los sentidos al entendimiento: la segunda es que no percibimos en sí mismo el objeto externo, sino sólo su imagen o especie inteligible. La primera parte ha sido refutada por Descartes con sólidos argumentos, pero la segunda ni él ni sus discípulos la pusieron nunca en duda, estando todos muy persuadidos de que no percibimos el objeto, sino su imagen representativa. Esta imagen que los peripatéticos llaman especie, él la llamó idea, cambiando sólo el nombre, pero admitiendo la cosa182

En honor de la verdad, debo advertir que estas explicaciones del Dr. Reid no están muy conformes con el significado que dan a la idea cartesiana los modernos espiritualistas como Bordás y Martín Macos, ni quizá se ajusta a la verdadera de Descartes, aunque en los escritos de éste pueden hallarse proposiciones casi contradictorias en este punto. Que rechazaba los fantasmas, se deduce de este pasaje de la Dióptrica: Observandum praeterea animam nullis imaginibus ab objectis ad cerebrum missis egere ut sentiat, contra quam communiter philosophi nostri statuerunt183. Pero contra las especies no tiene ninguna refutación directa. Tampoco ha de entenderse la idea de Descartes en el sentido platónico, porque (como advirtió Hamilton) el autor del Discurso del Método la extiende a los objetos de nuestra conciencia en general184. Yo bien sé que el Dr. Brown, disidente de la escuela escocesa, afirmó en sus Lectures on the Philosophy of the mind que la opinión de Descartes era diametralmente opuesta a la que Reid le atribuía; pero basta leer la brillante refutación que de aquella obra hizo Guillermo Hamilton para convencerse de que Descartes admitía una representación mental (como si dijéramos especie inteligible) distinta del objeto conocido y del conocimiento mismo, and consequently that in the act of knowledge the representation is really distinct from the cognition proper.

Malebranche presentó como doctrina cartesiana la de las representaciones distintas de la percepción, y fue refutado por Arnauld, el cual sostuvo, como G. Pereira, que todas nuestras percepciones son modificaciones del alma; pero añadió: esencialmente representativas. La representación, ni aún en ese sentido la admite G. Pereira; ni tampoco Reid, que, partidario acérrimo del conocimiento directo, califica el parecer de Arnauld de tentativa desgraciada de reconciliación entre dos opuestas doctrinas.

En el precioso Ensayo que cité antes probó Hamilton evidentemente que ni Locke ni otros filósofos de menor cuenta dejaron de admitir el sistema de la representación en una u en otra forma. Leibnitz rechaza ciertamente las especies inteligibles, pero es para sustituirlas con hipótesis de otro género, no menos opuestas a la teoría de la porción directa.

La gloria de haberla asentado sobre firmísimos fundamentos pertenece a la escuela de Edimburgo, y especialmente al Dr. Reid. No es mi intento disminuir en un ápice el mérito de esta prudente y sabia escuela que fundó en el sentido común el sistema del realismo natural, destruyendo para siempre la hipótesis de la representación con la cual (dice Hamilton) no hay medio entre el materialismo y el idealismo185. Pero séame lícito pedir algún recuerdo y alguna justicia para los antiguos nominalistas, para Durando y Ockam, y sobre todo para G. Pereira,. cuyo nombre se enlaza a una de las mayores y más positivas, aunque menos ruidosas, conquistas de la ciencia. Las brillantes concepciones a priori, los sistemas germánicos de lo absoluto van uno tras otro desapareciendo; pero quedarán en pie el hecho de conciencia primitivo e irreductible, la observación psicológica y la crítica que de ella nace.

¿Osaré decir que en estos resultados han influido, más de lo que parece, Vives, Gómez Pereira y otros filósofos peninsulares?

El Dr. Miguel de Palacios, en sus Objectiones ya citadas, combate dos de las paradojas que en psicología sentó Pereira: la identificación del acto de sentir y de la facultad sensitiva: la no existencia del sentido común. Pero sus argumentos, aunque presentados con habilidad, son débiles, y G. Pereira lleva la ventaja en esta parte de su Psicología.

III. Principios de las cosas naturales. -La materia prima. -La sustancia y el accidente, etc. -En el campo de la psicología ejercitó principalmente su actividad Gómez Pereira; pero tampoco dejó de sostener atrevidas novedades físicas y ontológicas en algunas cuestiones que trató por incidencia y a modo de digresión. Una de ellas fue la de principiis rerum naturalium, que no resolvió en sentido platónico como Foxo Morcillo, ni aristotélico como Benito Pererio sino inclinándose al atomismo, no tanto, sin embargo, que podamos decir con Isaac Cardoso: Gomezius Pereira in sua Antoniana Margarita, Aristotelem deserens, in castra Democriti se recepit186. Aunque sea evidente la inclinación de G. Pereira a la física corpuscular, no me atrevo a decir que se pasase a los reales de Demócrito. La exposición siguiente mostrará su verdadera doctrina.

Empieza por apuntar, siguiendo a Aristóteles, los pareceres de los antiguos filósofos mecánicos, dinámicos, etcétera; refiere luego el del mismo Aristóteles, según resulta de la Física, y añade los de Hipócrates y Galeno. En seguida comienza a impugnar los tres principios de la Escuela: materia, forma y privación; pero sobre todo la materia prima. Los elementos se corrompen del todo por la acción de disposiciones contrarias a su conservación, y se engendran de la corrupción de los otros, sin que exista materia alguna. «Ninguna generación se verifica sin la corrupción de otro ente, ninguna corrupción sin la generación de un nuevo ser187.» La materia prima es inútil, según el axioma de que no se han de multiplicar los entes sin necesidad. Es condición de la materia ser un todo compuesto (totum compositum): por consiguiente, la materia prima será generable y corruptible, se resolverá en otra y ésta en otra usque ad infinitum, o hasta que lleguemos a los elementos, verdaderos principios de las cosas. Si no es materia como la materia que conocemos, sólo resta que sea mera potencia de la forma, capacidad de recibirla, y por ende cosa vana y ficticia, ente de razón, porque la inherencia no es distinta de la cosa inherente, como la cantidad no se puede separar de la cosa quanta, ni la figura de la cosa figurada

«¿Por ventura podremos llamará la materia prima, potencia de todo el compuesto, en tendiendo que en la composición no tiene otro ser que el ser total de la cosa? Pero, ¿cómo hemos de decir que tiene el mismo ser de la cosa compuesta, sino afirmando que el compuesto y el componente son una sola y misma cosa? Y entonces tendrán que confesar que la parte componente es igual al todo compuesto. Ajeno es de todo buen discurso el imaginar que la materia no tiene más ser que el que recibe de la forma, y que de ambas resulta un solo ente. Si la forma da su ser a la materia, las dos entidades vienen a convertirse en una sola. Acaso supondrás que la materia da primero el ser a la forma, cuando ésta es educida o sacada de la potencia de la misma materia, y que, después, de ella y de la forma resulta el todo esencial; pero esto es un delirio188.» Y entonces, ¿quién da el ser a la materia?

«Más verosímil será afirmar que los principios de la sustancia corpórea y mixta son los cuatro elementos, que sucesivamente se engendran y corrompen. De esta manera no habría necesidad de fingir entidades que ni percibimos en sí mismas ni conocemos por sus efectos. Tal es ese fantasma de la materia prima189

Verdad es que la distinción de materia y forma servía de base a la doctrina del compuesto humano de los teólogos; pero G. Pereira no se detiene por eso: «Sospecho, dice, que los grandes teólogos, atentos a la especulación de las cosas divinas y al cuidado de la salvación de las almas, despreciaron no pocas veces la observación de las cosas naturales, y cayeron así en algunos errores.» Poco importa que Santo Tomás hable de materia y forma en el hombre: sus razones minime probant, porque está en contra la experiencia190

También escribió algo G. Pereira acerca de la Educción de las formas de la potencia de la materia, impugnando la opinión de un grave doctor moderno a quien no nombra, según el cual, educirse las formas de la materia, de la cual todas, excepto el alma racional, dependen, es convertirse la potencia en acto, el fieri en esse.

Los elementos son entes corpóreos, simplicísimos, los más imperfectos entre todas las sustancias corpóreas, porque son los menos compuestos, y la esencia de la materia es la composición.

De las mil cuestiones, muchas veces menudas y fútiles, que G. Pereira promueve acerca de la generación y corrupción, no haré memoria, porque sólo conduciría a molestar a Vd. y a hacer olvidar a los lectores los verdaderos principios físicos de la Antoniana.

Como adversario de las formas sustanciales, G. Pereira tiene innegable importancia; pero no es el único ni el primero en España. Antes que él había escrito Dolese, en sentido francamente atomista, su Suma de filosofía y medicina, libro que no he llegado a ver, pero que encuentro citado por Isaac Cardoso, autoridad de gran peso en todo lo que a nuestra ciencia se refiere: «En España Pedro Dolese, caballero valenciano, de profesión médico, publicó una Suma de filosofía y medicina en que sigue a Demócrito, y defiende sus opiniones acerca de los principios naturales, los átomos, y la incorruptibilidad de los elementos»191. Dolese es el más antiguo de los atomistas modernos: a lo menos así lo afirma Isaac Cardoso, que sabía bien la historia de estas controversias192.

Contra las formas sustanciales se levantaron principalmente los médicos. Además de G. Pereira, las combatió, Francisco Vallés en su Philosophia Sacra. Regnabat pacifice et feliciter sane regnabat (escribe el jesuita Ulloa) in scholis omnibus Europœ, aristotelicorum entis naturalis systema, compositio nimirum ex materia et forma reciproce distinctis. Sed medici duo Hispani, alter complutensis Valles, satis notus ex Sacra sua, Philosophia, gallegus alter Pereira, haud ignotus ex sua Margarita Antoniana, enti naturali quod bene se habebat mederi volentes, ipsum necavere193.

Vallés confiesa que en sus primeros escritos y en sus lecciones de física había defendido la materia prima, pero que ya la consideraba como hipótesis inventada para los más rudos (hypothesin quandam esse ob rudiores confictam.) Para Vallés los principios son los elementos, que están en potencia en las cosas concretas, en acto en ninguna parte194. Ni existen, ni han existido, ni pueden existir puros y sin mezcla, ni tienen formas sustanciales. Los que llamamos elementos son cuerpos de composición más sencilla y más próxima a la naturaleza elemental, pero en ninguna manera simples. La forma de la cosa es su esencia. Los seres se dividen en corpóreos e incorpóreos, no en materiales e inmateriales, a no ser que llamemos materia al conjunto de los cuerpos. El principio de individuación no es la materia sino la cantidad195. El modo cómo Vallés explica y defiende estas ideas no es para tratado de pasada. Día vendrá en que yo escriba de propósito acerca de la Sacra Philosophia. Ahora baste advertir que en lo esencial conviene su autor con G. Pereira, afirmando la corruptibilidad de los elementos. De la alteración nace la generación. «Si no existiera en los seres una lucha por la existencia, o nada se engendraría, o la generación de cada cosa procedería hasta lo infinito.» Citaré las palabras textuales: Data autem est rebus a natura parente ea contrarietas et necessitas pugnandi ad generationem: quia si aliter quam per pugnam generare possent, neque talem repugnandi vim haberent, aut nihil generaretur, aut generatio rei cujusque procederet in infinitum. Nada atajaría el progreso de la generación (añade) si todas las cosas no se pusiesen recíprocamente límites, peleando entre sí. Por eso fue necesario que hubiese entre las cosas lid y contrariedad y que unas se engendrasen de otras, aunque no tienen una materia común196. «Tal es el sentido de la lucha por la existencia en el sistema de Vallés. Los elementos diversamente combinados forman todos los cuerpos que en continua lucha se alteran y destruyen para dar lugar a nuevas composiciones, que se diferencian en la cantidad. Si los antiguos ponían la vida del Universo en el amor, Vallés en la contrariedad y discordia197.

Esta doctrina tuvo mucho séquito en Alcalá. Isaac Cardoso cita, entre sus defensores, a Torrejón, que será sin duda el teólogo Pedro Fernández Torrejón, autor de un comentario o exposición a la física de Aristóteles, así rotulado: Antiquœ Philosophiœ enucleatio per expositionem in octo libros Physicorum; y al médico Barreda, autor de un tratado de temperamentos. Uno y otro pertenecen ya al siglo XVII, porque la tradición atomística (llamémosla así siguiendo a Cardoso, aunque el nombre no sea del todo exacto) no se interrumpió entre nosotros un momento. Fuera de aquí, todos los reformadores filosóficos de mediados y fines de aquel siglo convinieron en rechazar las formas sustanciales, inclinándose los más al mecanismo y algunos al dinamismo. Gassendo redujo a sistema las concepciones atomísticas de Demócrito y Leucipo. Siguiéronle muchos, y entre los españoles, Isaac Cardoso, que dedicó todo el primer libro de su Philosophia Libera, impresa en 1673, a tratar de principiis rerum naturalium, mostrándose acre y tenaz en la reprensión de Aristóteles. «¿Cuánto no se hubieran reído (dice) Demócrito, Platón, Empédocles y Anaxágoras, si hubieran oído que la privación es el principio de las cosas, y que hay una materia nuda e informe, de cuyo vientre, como del caballo Troyano, proceden todas las formas, que, sin embargo, están sólo en potencia, produciéndose, por consiguiente, de la nada todos los seres naturales? El mismo Heráclito lloraría al oír tan monstruosa enseñanza. Si la privación es nada, ¿por qué se la cuenta entre los principios?198»

«¿Y qué es la materia prima? ¿Será un punto o un cuerpo? No puede ser cuerpo, porque no tiene forma ni cantidad. Si es punto, dependerá de otro sujeto en quien persista, y por tanto, no será principio. Si es cuerpo, no será ya pura potencia: tendrá cantidad, porque todo cuerpo es quanto. Vacío no será, porque los escolásticos no concederán que se dé vacío en la naturaleza. ¿Dónde está, pues ese cuerpo insensible, sin cualidad o cantidad; dónde ese fantasma o vana sombra? Ni en los elementos, ni en el cielo, ni en los mixtos... en parte alguna, a no ser en nuestro pensamiento. ¿Y cómo ha de crear nuestro pensamiento entes naturales? Los principios de toda composición natural no son lógicos ni gramaticales, sino reales, naturales, físicos, sensibles»199. Vaginam et amphoram formarum llama por donaire a la materia prima.

Cardoso difiere de Vallés en un punto muy importante: sostiene la incorruptibilidad de los elementos, y procura comprobarla con razones y experiencias, tomadas algunas de ellas de Maignan y Beligardo.

En la cuestión de atomis et illorum natura, el médico hebreo se declara partidario de Dolese y de Gassendo: Doctrina de atomis tametsi apud vulgares Philosophos male audiat, tamen iis qui libertatem in philosophando sortiuntur, verissima existimatur... utpote quœ melius rerum causas earumque affectiones asserit. Los átomos son: minima et indivisibilia rerum naturalium principia, ex quibus componuntur et in quœ ultima fit resolutio. Vocantur semina rerum, elementa primœ magnitudinis, prima corpora, et apud Pithagoricos unitates. Solida sunt ac inanis expertia individua, insectilia, insensibilia ac invisibilia corpuscula, et quamvis sint partes individuœ, non sunt instar puncta mathematici, sed ita sunt solidœ, compactœ et minimœ ut dividi nequeant, infrangibiles ob exiguitatem, invisibiles ob parvitatem200.

Cardoso desarrolló largamente estos principios, y su libro, a pesar de ser judaizante el autor, fue muy leído y apreciado en España, tomando puesto en las bibliotecas de conventos y universidades. Además, se conocía directamente a Gassendo y a Maignan, cuyas doctrinas, así como las de Descartes, fueron ya tenidas en cuenta por Caramuel. Y aún algunos españoles entablaron polémica con los atomistas de ultra-puertos. El P. Palanco, obispo de Jaén, publicó un Dialogus physico-theologicus contra filosofía novatores. Replicole el P. Saguens, de la orden de los Mínimos, en su Atomismus demonstratus.

Iba entrando el siglo XVIII, y creciendo el número de adeptos de la filosofía corpuscular. Defendiéronla el padre Juan de Nájera, en su Maignanus Redivivus, y el presbítero Guzmán en su Diamantino escudo atomístico201; pero más que todos se distinguió el insigne valenciano padre Vicente Tosca, restaurador de la manera de filosofar crítica, libre y amplia que llamamos vivismo... Atendiendo a su doctrina sobre los principios de los cuerpos, le he apellidado alguna vez gassendista; pero lo cierto es que en el conjunto de su doctrina no se ató a ningún sistema extranjero, porque era hombre de «larga experiencia y contemplación, de indecible amor a la verdad y libertad en profesarla, que supo contenerse donde convenía, y no dejarse llevar ni de las preocupaciones de la antigüedad ni de los halagos de las novedades modernas: amigo de elegir de cada secta filosófica lo que mejor le parecía»202. Y por eso dijo un célebre satírico del siglo pasado, (que a veces hablaba en veras), impugnando a Vernei (Alilas el Barbadiño): «El insigne valenciano Vicente Tosca, no sólo nos dio larga noticia de todas las recientes sectas filosóficas, sino que aún se empeñó... en que había de introducirlas en España, desterrando de ella la aristotélica. No logró del todo su empeño, pero lo consiguió en gran parte, porque en los reinos de Valencia y de Aragón se perdió del todo el miedo al nombre de Aristóteles, se examinaron sus razones sin respetar su autoridad, y se conservaron aquellas opiniones suyas que se hallaron estar bien establecidas. Y al mismo tiempo se abrazaron otras de los modernos que parecieron puestas en razón: de manera, que en las universidades de aquellos dos reinos se tiene tanta noticia de lo que han dicho los novísimos terapeutas de la naturaleza, como se puede tener en lla mismísima Berlín»203.

En la difusión del experimentalismo y de la filosofía natural influyó cuanto es sabido el P. Feijóo, aunque en la cuestión de principios anduvo indeciso y no se atrevió a prescindir de las formas sustanciales, como hacían Tosca y sus discípulos.

Volvamos al libro de G. Pereira, que, por ser un semillero de ideas y de paradojas, me hace caer a la continua en interminables digresiones. El resto de su cosmología más se distingue por la extravagancia que por los aciertos. Notaré sólo una teoría del fuego, bastante rara y original. «Investiguemos (dice) si en la concavidad de la luna existe un fuego elemental que excede en décupla proporción a la mole del aire, o si el tal fuego es una vetusta fábula de los poetas, semejante a los Campos Elíseos, a la Stigia y a las infernales furias, pues no parecen muy fuertes las razones que se traen para probar la existencia de ese inmenso fuego, y la verdad es que Aristóteles anduvo dudoso en esta parte.»

Tras este comienzo era de esperar una negación rotunda; pero esta vez G. Pereira nos da chasco. «A mi parecer (dice) hay en la región superior que linda con el cielo, una sustancia cálida y seca, no desemejante por su consistencia al aire. Llamémosle fuego o exhalación: poco importa... Este fuego entra en la composición de todos los mixtos... Si quieres experimentarlo, mete la mano en las entrañas, especialmente en el corazón, de un animal medio muerto, tenla algún rato y sentirás un calor grande y como de llama. El mismo ardor notarás en la descomposición de las lanas o de los estiércoles, o de otros mixtos semejantes. El fuego inferior que decimos llama no es simple como éste, sino compuesto»204.

Vallés imaginó otra teoría del fuego mucho más ingeniosa, y adoptada después por Boerhaave. Para el médico de Alcalá, como para el de Leiden, no existe ese fantástico fuego elemental en el orbe de la luna; el fuego en ninguna parte se encuentra separado, sino que es el alma del mundo, el padre de toda generación, el agente universal de las combinaciones, el que mantiene y alimenta todo ser, el espíritu de Dios que corría sobre las aguas. Todas estas cosas están defendidas en la Filosofía Sacra205, y la concepción no carece de grandeza.

No me detendré en una porción de extrañas cuestiones físicas que trata G. Pereira, y que luego trató Cardoso con soluciones no menos extrañas. Pero sí advertiré que el autor de la Antoniana anduvo muy en lo cierto al defender que sólo una causa extrínseca (forinseca causa) puede inducir el alma vegetativa y sensitiva en el feto, y cuando prueba contra los expositores de Aristóteles semen non esse animatum.

De ontología trató poco nuestro autor; pero en eso poco cortó por lo sano, negando una porción de distinciones que establecía la ciencia escolástica. A juicio suyo, los realistas habían confundido los accidentes reales y distintos de la sustancia (blanco, negro, caliente, dulce, etc.) con los que no son más que distinciones intelectuales.

Para separar los accidentes, en realidad, distintos, señaló dos métodos:

«Son distintos, los accidentes que producen impresión diversa en la parte sensitiva, y nos traen la noción de una cosa nueva. Así distinguimos la blancura de la leche, de su dulzura, percibiendo con los ojos la primera y con el gusto la segunda. Si ambas fuesen la misma cosa en la leche, uno de los dos juicios habría de ser falso o deceptorio. De la misma suerte distinguimos la sustancia de Sócrates de su blancura, porque la sustancia queda, y el color se muda. Y por la misma razón distinguimos de la sustancia el olor y las demás cualidades realmente distintas. Pero en este juicio podemos engañarnos, porque a veces la sustancia se modifica, perdiendo la figura, la cuantidad y otros accidentes, que no por eso son separables de la sustancia. Entonces tenemos otro medio de distinguirlos. Podemos alterar a nuestro arbitrio la cantidad, la figura, el lugar, etc. de la cosa; pero no su color, ni su sabor, ni su olor. No podemos trocar lo blanco en negro, ni lo fétido en oloroso, ni lo caliente en frío. Al contrario, estas cualidades nos afectan en ocasiones contra nuestra voluntad. Además, hay muchas sustancias incoloras, inodoras, etc.; pero ninguna sin cantidad o sin figura, porque estos accidentes no se distinguen realmente de la sustancia»206.

Prueba más adelante que las relaciones no se distinguen de los fundamentos ni de los términos, y que Aristóteles jamás admitió tales distinciones reales, sino meramente lógicas, así en las Categorías como en la Metafísica.

En cuanto a la percepción de los universales de accidente (el coloren genera1) la cuestión es sencilla: o se consideran como singulares y entonces se perciben como sensibitia per se, o como verdaderos universales, y entonces se conocen per accidens y por el entendimiento207.

Aun lleva más allá su horror a las distinciones reales. Para él el ente no se distingue de la esencia, ni ésta de la existencia, y así debió de entenderlo Santo Tomás, aunque sus expositores lo expliquen de otro modo. Illa essentia quœ concipitur cum ipsa non sunt, postea cum sunt et existunt, est illa sua existentia. Comcipimus quae sunt et quae non sunt eodem modo. Esta cuestión capital de la Metafísica (y resuelta del mismo modo por Suárez) está tratada muy de paso en la Antoniana.

En la no distinción de ciertos accidentes entitativos siguió G. Pereira a los antiguos nominalistas, especialmente a Ockam y a Gregorio de Rimini, y tuvo a su vez muchos secuaces. Vallés en las Controversias208 negó que la cantidad se distinguiese de la sustancia. El mismo parecer llevaron muchos escolásticos, principalmente jesuitas, como Pedro Hurtado de Mendoza, Torrejón y Rodrigo de Arriaga209. Francisco de Oviedo, también de la Compañía, identificó con el cuerpo la figura. Y así otros, otras cualidades. No hay que decir si Isaac Cardoso se acostaría a las mismas opiniones, tan conformes a las novísimas filosofías cartesiana y gassendista.

El valenciano Benito Pererio en su elegante tratado De cummunibus omnium rerum naturalium principiis, no admite distinción entre la esencia y la existencia, separándose en este y en otros puntos de la doctrina de Santo Tomás210, con aquel espíritu de libre indagación que en el siglo XVI solía acompañar a los pensadores jesuitas:

Miguel de Palacios en sus Objectiones dejo pasar sin impugnación todas las novedades hasta aquí expuestas, excepto la negación de la materia prima, y la teoría de la generación y corrupción, que es su consecuencia.

IV. Tratado de la inmortalidad del alma. En la pág. 496 del volumen que voy recorriendo, acaba lo que propiamente se llama Antoniana Margarita; pero a continuación se leen dos tratados adicionales. Del primero poco hay que decir. Titúlase Paraphrasis in tertium librum Aristotelis De anima. G. Pereira, apartándose, como desde el principio advierte, del camino de todos los expositores, trata de conciliar la doctrina del Estagirita con la suya, interpretándola en sentido muy lato, pero con agudeza. Opina como Cardillo de Villalpando211, Martínez de Brea212 casi todos los nuestros, que Aristóteles creyó en la inmortalidad del alma. La paráfrasis va acompañada de algunas notas en letra más menuda. Allí vuelve a sostener el automatismo de las bestias.

Como ilustración a esta paráfrasis sigue otro fragmento en que el autor repite que las sensaciones e intelecciones no son actos diversos del que siente y entiende, por ser el sentir y entender la esencia del alma, no obstante el parecer contrario de los escolásticos, a quienes procura convencer trayendo pasajes de Aristóteles y de San Agustín De Trinitate en su abono.

El segundo tratado se rotula así:

«De inmortalitate animorum Antonianae Margaritae, ubi potiora quae de re hac scripta sunt, adducuntur et solvuntur, et novae rationes, quibus a mortalitate rationalis anima vindicatur, proponuntur.»

G. Pereira declara haber leído todas las apologías de la inmortalidad del alma, sin que ninguna le convenciese, por lo cual va a refutarlas una por una. En cuanto a él ha encontrado argumentos de tanta fuerza como las demostraciones matemáticas, argumentos ignorados hasta entonces, como se ha ignorado siempre la cuadratura del círculo.

La primera parte del tratado más se puede llamar de la mortalidad que de la inmortalidad, y si no estuviera yo bien convencido de la libertad filosófica que reinaba en la España del siglo XVI, motivo tendría para admirarme de que el Santo Oficio hubiera permitido la impresión, y el cardenal Silíceo admitido la dedicatoria de un libro, en que se tienen por vanas y de poco momento, y se critican ásperamente las razones todas en que la humanidad venía fundando una de sus más indestructibles creencias, para darla luego un fundamento más o menos sólido, pero nacido de una opinión psicológica individual, que pugnaba con la generalmente admitida en las escuelas.

El primer documento que en esta cuestión de la inmortalidad se presenta es el Fedon platónico, diálogo admirable que ha infundido en tantos el dulce deseo de la muerte. Pero G. Pereira permanece sordo a aquel encanto: todo aquello de la fértil Ftia le parece retórica pura: retórica el argumento fundado en la justicia de las penas, y de las recompensas. Rhetoricam plus quam Physicam sapiunt. Las razones puramente filosóficas son muy débiles, por estar fundadas en el sistema de la transmigración y de la reminiscencia, que el autor de la Margarita rechaza con toda energía.

En representación de los platónicos cristianos viene San Agustín con su libro De inmortalitate animae, pero sus razonamientos (prosigue imperturbable el médico de Medina) son nullius valoris, y además están faltos de todo enlace lógico. El mismo Santo reconoció el poco orden y la oscuridad de aquel tratado en sus Retractiones. «Tiempo perdido será el que invirtamos en destruir estas cavilaciones, porque no habrá nadie tan ignorante de la Dialéctica que no pueda desatarlas fácilmente; pero temo que algunos se dejen llevar de la autoridad y nombre del escritor, y no pesando las palabras, sino el autor, den crédito a sus discursos»213. Y en efecto, ¡qué cosa más fútil que este modo de razonar: toda ciencia es eterna, la ciencia está en el alma; luego el alma es eterna. Este argumento sólo servirá para probar la inmortalidad de la especie, el intelecto uno. No menos vano es este otro: «La razón es inmortal, el alma no se puede separar de la razón; luego el alma es inmortal.» Este argumento, sin embargo, aunque no expuesto con bastante precisión, es en la sustancia idéntico a otro de G. Pereira y de Descartes, que veremos luego.

Después de haber tratado tan cavalièrement a San Agustín, la emprende con el Peripato. De Aristóteles dice poco, porque el Stagirita nunca trató de propósito esta cuestión, y anduvo oscuro en ella.

¿Y qué diremos de Averroes, ese hombre rudo, crassae et confusae Minervœ, bárbaro y antes caliginator que expositor? Ni él ni los demás árabes sabrán griego ni latín. Se dejaron guiar por intérpretes, asimismo indoctos, ciegos que guiaban a otros ciegos y les hacían caer en el hoyo. G. Pereira, tras estas invectivas que estaban de moda entre los filósofos Renacientes, aconseja a sus lectores que no pierdan el tiempo ni la paciencia leyendo las paráfrasis de Averroes impresas en 1552 por los Juntas, ni menos su libro de medicina intitulado Colliget.

Averroes es el padre del famoso argumento escolástico Intellectus recipiens omnes formas materiales debet esse denudatus a substanlia recepti. Pero si el entendimiento ha de ser inmaterial porque recibe formas materiales, claro está que para recibir las inmateriales debía de ser material. El argumento es, pues, contraproducente. Fuera de esto, todas las razones de Averroes y de la Escolástica se fundan en la doctrina de las especies inteligibles, del intelecto agente y del posible, fantasmas ya destruidos o ahuyentados por G. Pereira. El cual aquí persigue y anonada a los partidarios del intelecto uno, con las razones generalmente usadas en la escuela contra el panteísmo averroísta, pero expuestas con mucha fuerza.

Los que quieren demostrar la inmortalidad del alma, suponiéndola partícula de la esencia divina, yerran en los fundamentos. Los que acuden al Lumen intellectus que trasforma en inteligibles las especies sensibles, apóyanse en un sistema errado sobre los modos de conocer y en la vana distinción de dos clases de entendimiento.

Antes de entrar en la exposición de sus inauditos argumentos, G. Pereira, que se repite a cada paso, vuelve a traer a cuento el automatismo de las bestias, y vuelve a emprenderla con San Agustín, que en su libro De quantitate animœ, se mostró más teólogo que físico, plus theologicis negotiis vacavit quam physicis.

La razón primera y capital que G. Pereira aduce en pro de la inmortalidad del alma, es la que después adoptó Descartes, y que se conoce en las escuelas con el nombre de prueba cartesiana. Está fundada en el dualismo humano y en la independencia de las operaciones del alma, que tiene el cuerpo por instrumento. En estos términos desarrolla el médico español su argumento:

«El alma puede ejecutar sin el cuerpo sus principales operaciones (el entender): luego puede vivir sin el cuerpo, porque no depende de él, como el accidente de la sustancia, en el ser, ni en el conservase, ni necesita de las disposiciones del sujeto para reparar las partes perdidas, porque como es inmaterial, no tiene partes. El alma ejerce sin el cuerpo, no sólo la operación de entender, sino la de sentir, porque una y otra son operaciones inmanentes... El alma no tiene instrumentos con que (quibus) hacer sus obras, sino por medio de los cuales (per quœ) las haga, porque en el estado actual no puede prescindir de los sentidos214. El alma racional que informa el cuerpo es semejante a un hombre encerrado en una cárcel, puesto dentro de un enrejado y sumergido en profundo sopor, del cual sólo le despierta algún golpe en el enrejado o algún objeto visible, odorífero, gustoso, etc., que por alguna de las ventanas se le ofrece. Entonces despierta sobresaltado, y siente los golpes en la red, o percibe por una ventana los colores y las luces, por otra el sabor, etc.

«Los objetos exteriores que impresionan nuestros órganos no concurren a la sensación de otra manera que como el que despierta a un hombre dormido. ¿Podremos llamar a este hombre causa de nuestro conocimiento o intelección? Causa eficiente en ninguna manera: ocasión sí, porque sin él no se hubiera verificado aquella sensación. Pero sólo el hombre que dormía es el verdadero productor de sus actos de sentir y entender.

Y si me preguntas de qué utilidad sirve el cuerpo al alma, puesto que no concurre a producir la sensación ni la intelección, te responderé que sirve para despertarla y excitarla, porque mientras anda unida a este cuerpo corruptible, no puede percibir nada sin que antes se verifique una alteración en cualquiera de los sentidos. Pero la sensación nace solamente del alma, y no debe confundirse con la impresión hecha por el objeto en el órgano215.

«De las operaciones del alma no puede aducirse otro testimonio que la experiencia interna. Ella nos dice que el alma no se conoce a sí misma, si antes no la impresiona algún objeto extrínseco... Por eso en nosotros ha de preceder siempre alguna noción de cosa extrínseca al conocimiento del alma que se conoce a sí misma. Esta consecuencia es evidente. Y de aquí se seguirá también que esa noción sólo puede servir de antecedente, para que el alma saque después el consiguiente, procediendo así: «Conozco que yo conozco algo. Todo lo que conoce es; luego yo soy»216.

Aquí tenemos el famoso cogito cartesiano, mal formulado en G. Pereira lo mismo que en Descartes, pero idéntico. Ni como silogismo ni como entimema (reducible como todos los entimemas a un silogismo) resiste el más leve ataque. ¿De dónde saca G. Pereira la proposición: todo lo que conoce es, si hasta ahora no ha conocido más que objetos sensibles? ¿Con qué derecho dice Descartes luego, sobreentendiendo la mayor de un silogismo, cuando ha empezado por dudar de todo? Ni uno ni otro prueban la proposición: todo lo que conoce existe. ¿Será ésta una de las universales confusas, cuyo conocimiento precede, según G. Pereira, al de lo singular?

Evidentemente, el cogito cartesiano y pereirista sólo tiene fuerza incontrastable como hecho y afirmación de conciencia (de qua quivis conscius est, dice G. Pereira). Descartes lo reconoció muy bien en su réplica a las objeciones recogidas por el P. Mersenne: «Cuando conozco que soy una cosa que piensa, esta primera noción no está sacada de ningún silogismo; y cuando alguno dice: yo pienso, luego soy, no infiere del pensamiento la existencia como por medio de un silogismo, sino como cosa conocida en sí misma, por simple inspección del espíritu»217. En tal sentido, el cogito es la base del psicologismo moderno.

G. Pereira, como salido de las filas del nominalismo, no podía extremar tanto sus conclusiones. Harto hacía con separar del todo las operaciones del espíritu de las de la materia, e identificar el pensamiento con la esencia del alma, y repetir que es tan evidente la experiencia que tenernos de nuestros actos internos como la que adquirimos de las cosas extrínsecas218, todo lo cual es cartesianismo puro y neto.

No conozco más que otros dos autores que antes de la publicación del discurso del Método formularan un razonamiento análogo al de Descartes. El primero es San Agustín, en aquellas sabidas palabras contra los Académicos: Nulla in his vero academicorum argumentorum formido dicentium: ¿Quid si falleris? Si enim fallor, sum, nam qui non est, utique nec falli potest: ac per hoc sum, si fallor; argumento que repite en el libro II De libero arbitrio, casi en idénticos términos.

El segundo es Fr. Bernardo Ochino, famoso hereje italiano, de peregrina historia, discípulo de nuestro Juan de Valdés. En su catecismo, impreso en Basilea en 1561 (que no he visto sino citado por Rosmini), uno de los interlocutores dice: «Me parece que existo, pero no estoy seguro. Quizá me engañe.» Y replica el maestro: «Es imposible que lo que no existe crea que existe: tú crees que existes; luego existes.» «Cierto es», dice el discípulo.

Ochino divulgó esto años después de la impresión de la Antoniana; pero en la manera de presentar el argumento hay poca semejanza. Tampoco el de San Agustín se parece mucho en la forma al de Descartes219.

El segundo argumento de G. Pereira por la inmortalidad del alma, dice así: «Toda forma220 puede dejar el sujeto que informa y tomar otro nuevo: puede abandonar uno y otro, y existir sola. De este género es el alma racional; luego podrá existir por sí y sin el cuerpo informado. Además no habrá objeto que exteriormente la afecte, y como interiormente no tiene principio de corrupción, será eterna»221.

«En todo el curso de esta obra hemos mostrado que el alma es indivisible, no como un punto, sino como un ángel, u otra de las sustancias separadas; es decir, toda el todo el cuerpo, y toda en cada una de sus partes. Separada del cuerpo, no se llamará forma; pero tampoco permanecerá ociosa, antes ejercerá, con mayor pureza que cuando informaba al cuerpo, su obra principal, la de entender, puesto que ya he demostrado antes que la intelección nace del alma sola. Cuando deje el cuerpo, entenderá por otro modo más perfecto todos los entes, sin necesidad de ser excitada por los objetos exteriores. Más natural es que el espíritu entienda sin el cuerpo que no unido él»222.

La tercera prueba está fundada en la identidad del alma: «¿Quién, a no ser un insano y un delirante, podrá negar que conoció en su infancia algunas cosas de que se acuerda en su vejez? Lo cual sería imposible si el alma no fuese una e idéntica en todas las edades»223.

Entran luego las razones que llama retóricas; es a saber: la justicia divina, la sed de lo absoluto, etc., y mezclado con ellas una especie de comentario a la égloga 4.ª de Virgilio. En el argumento del consenso común, cita la creencia de los indios en la inmortalidad, «según me lo han participado, dice, mi hermano y mi sobrino, que han vivido muchos años entre ellos (ex fratre et nepote qui per multos annos apud Indos vixerunt.)»

Finalmente, desata las razones que suelen alegarse contra la inmortalidad.

1.ª El entendimiento crece, se desarrolla y decae con la edad. G. Pereira contesta que lo que se altera no es el entendimiento, sino sus operaciones, a causa de la debilidad de los órganos o instrumentos. Notoria inconsecuencia es ésta después de haber afirmado que los actos intelectuales no se distinguen del entendimiento.

2.ª Inutilidad del alma después de la muerte por falta de órganos de los sentidos. A esto replica que el alma separada puede entender de más perfecto modo que unida, porque el cuerpo sólo le sirve de estorbo.

Las demás objeciones eran fútiles, y G. Pereira desata sin dificultad.

A nadie sorprendan el atrevido estilo y singular proceder de este tratado. Sobre las pruebas de inmortalitate, reinaba gran libertad en las escuelas. Scoto y Cayetano afirmaron que la inmortalidad era verdad de fe, y como tal, indemostrable por razones naturales. Lo que en aquellos piadosos escolásticos nació de excesiva desconfianza en las luces de la razón, fue cómodo efugio en la escuela de Padua para cubrir impiedades. Pedro Pomponazzi dijo que el dogma de la inmortalidad era verdadero, según la fe; falso, según la razón224.

Quizá no andaba muy distante de este sentir su comprofesor y amigo, el ilustre sevillano Juan Montes de Oca, autor de unas importantes y desconocidas lecciones sobre el libro tercero De anima225. En ellas, después de refutar con crítica aguda y sutil el famoso argumento Omne recipiens debet esse denudatum a substantia recepti, y las demás pruebas averroístas, tomistas, etc., hasta entonces presentadas, acaba diciendo: quod nulla est ratio naturalis quœ cogat intellectum ad assentiendum quod anima sit inmortalis... Assentiendum est quod anima, sit inmortalis solo verbo Cristi... Verdad es que añade que tampoco las pruebas de la inmortalidad concluyen, y procura escudarse, en cuanto a lo primero, con la autoridad de Escoto; pero al decir a sus discípulos: «Si tuvieseis razones naturales, creeríais en la inmortalidad más de lo que creéis (si... haberetis, magis crederetis quan creditis)» harto induce a sospechar que también a él le habían tocado los vientos de duda que corrían en la escuela paduana. Por lo menos, no se libra de temeridad notoria, enseñando y escribiendo tales opiniones en 1521, después del decreto del Concilio lateranense de 19 de Diciembre de 1512. Quizá este mismo decreto le obligó a expresarse con menos claridad y más cautela, porque en otras muchas cosas va de acuerdo con Pomponazzi.

Desde Montes de Oca hasta Uriel de Acosta, no sé que ningún español dudase de la inmortalidad del alma. ¿Qué importaba que algunos de los argumentos por ella alegados fuesen débiles, cuando la creencia en un destino superior tiene sus raíces en lo más hondo de la conciencia humana? Por sostener esta verdad lidiaron bizarramente Sebastián Fox Morcillo, con las armas del platonismo226, Cardillo de Villalpando y Martínez de Brea, con las del peripatetismo, D. Pedro de Navarra y otros, en concepto de moralistas. Pero ninguno mostró tanta novedad y atrevimiento como G. Pereira al fundar la inmortalidad de nuestro espíritu en la independencia de sus actos y en el conocimiento que el alma tiene de sí misma. Sólo se le acerca en méritos Juan de Mariana en su hermoso tratado De morte et inmortalitate, no impreso hasta 1609, medio siglo después de la Antoniana227. Pero el jesuita talaverano, que anduvo tan feliz al desarrollar el argumento platónico anima se ipsam movet, no vio toda la trascendencia y el alcance del Animus a corpore non dependet, y en su exposición se muestra harto débil.

Descartes no hacía otra cosa que repetir el razonamiento de G. Pereira cuando escribía: «Concebimos claramente el espíritu, es decir, una sustancia que piensa, sin el cuerpo, es decir, sin una sustancia extensa... Luego, a lo menos, por la omnipotencia de Dios, el espíritu puede existir sin el cuerpo, y el cuerpo sin el espíritu.» El autor de la Antoniana no tuvo necesidad de hacer intervenir la omnipotencia de Dios en una prueba de filosofía natural. Nótese que él profesaba, más o menos mitigado, el sensualismo de los nominalistas; con lo cual es más de admirar su clara comprensión de la naturaleza del espíritu.

He terminado el análisis del libro de G. Pereira, no más que en sus puntos y cuestiones esenciales228. Para acabar de caracterizarle, añadiré que su autor, como casi todos nuestros grandes pensadores, era hijo sumiso de la Iglesia y excelente católico. Quizá por esto, y a pesar de sus audacias de otra índole, no será acepto a los modernos impíos, que a tal extremo han traído a nuestra desdichada patria. En cuanto a mí, no puedo menos de mirar con admiración y simpatía al hombre que independiente y desligado de toda autoridad científica, sólo dobló la frente ante la eterna verdad, escribiendo: Quapropter nequis putet nos pertinaci cervice persisturos, in nonullo errore, si forte ignari eum dictaverimus, confitemur, nos ipsos et nostra scripta subjici correctioni Summi Pontificis ac Eclessiœ Romanœ.

Con ser gentil, dijo ya nuestro Séneca, el más antiguo de los filósofos ibéricos: Parere deo libertas. Pocos de sus sucesores han sido infieles a esta máxima.

Y ahora, ¿qué me falta para cumplir, aunque mal, mi propósito en esta carta? Lo primero advertir que la Antoniana tiene al fin una tabla de erratas precedida de una advertencia al lector Cantio lectoribus observanda, antequam, opus hoc legere aggrediantur, y un índice de las cosas notables de la obra. (Index sive tabula eorum quœ in hoc opere reperiuntur.)

Lo segundo, formar una especie de catálogo de los escritores que hasta ahora han hablado (casi todos de pasada) de la Antoniana, y notar sus aciertos o errores. Pero ya esta carta crescit in inmensum, y me parece oportuno dar de mano a la tal lista, limitándome a citar algunos nombres que marcan ciertas alternativas en la manera de estimar y juzgar, por lo general de segunda mano, a G. Pereira.

Ya hablé de las cuestiones promovidas por el libro al tiempo de su aparición, y de lo que de él escribieron en el siglo XVII Huet, Bayle e Isaac Cardoso. Pero Huet, con ser tan erudito, no debió de leer entero el libro, puesto que no señala más analogías entre su doctrina y la de Descartes que el automatismo. Bayle sólo le conoció de oídas, como él mismo confiesa. Sólo Cardoso da muestras de tenerle estudiado y convertido en sustancia propia.

En el siglo XVIII le menciona Feijóo sin haberle visto, y más tarde Martín Martínez. Excitada la curiosidad de algunos, tuvo no sé quién la feliz idea de reimprimirle en 1759 con esmero grande; pero su intento salió vano, porque a los pocos años, y como por virtud mágica, el libro volvió a ser tan raro como antes. Pero ya se conocía mejor la doctrina física y psicológica de Pereira, y muchos le citaban como primer innovador filosófico, sobre todo en lo relativo a las formas sustanciales. En este sentido dijo el P. Isla en su novela famosa: «Dejo a un lado que el famoso Antonio Gómez Pereira no fue inglés, francés, italiano ni alemán, sino gallego, por la gracia de Dios, y del obispado de Tuy, como quieren unos, o portugués, como desean otros; pero sea esto o aquello (que yo no he visto su fe de bautismo), al cabo español fue, y no se llamó Jorge, como se te antojó a monsieur el abad (sic) Lavocat, compendiador del diccionario de Moreri, y no tuvo por bien de corregirlo su escrupuloso traductor, sin duda por no faltar a la fidelidad. Pues es de pública notoriedad en todos los estados de Minerva, que este insigne hombre, seis años antes que hubiese en el mundo Bacán de Verulamio, más de ochenta antes que naciese Descartes, treinta y ocho antes que Pedro Gassendo fuese bautizado en Chantersier, más de ciento antes que Isaac Newton hiciese los primeros puchericos, en Volstrope, de la provincia de Lincoln, los mismos con corta diferencia antes que Guillermo Godofredo, barón de Leibnitz, se dejase ver en Leipzig, envuelto en las secundinas... ya había hecho el proceso al pobre Estagirita. Había llamado a juicio sus principales máximas, principios y axiomas»229.

En términos parecidos, aunque con manera más científica, juzgaron la importancia de la Antoniana, Piquer, Forner, Ulloa y otros, cuyos pareceres quedan va referidos. El P. Castro, autor de una docta aunque indigesta, Apología por la teología escolástica, particularizó más. «Es fácil (dice) descubrir en la Antoniana algunos otros principios de la nueva filosofía, vg., que no se distinguen de la sustancia del alma sus conocimientos, que estos no son otra cosa que diversos modos de ser o de saberse, que no todas las que llaman cualidades sensibles son accidentes entitativos de los cuerpos, y otras cosas que, hasta que se demuestre lo contrario, deben merecerle el distinguido honor de ser el primer innovador en materia de filosofía, el ejemplar de imitación y la causa, siquiera ocasional, de los nuevos sistemas»230.

El abate Lampillas escribió que después de Vives y antes de Bruno, abrió nueva senda a la filosofía el español G. Pereira, que tuvo valor de publicar... nuevo sistema de física, contrario al de Aristóteles, estableciendo nuevos principios, opuestos a la materia y formas sustanciales de las escuelas.» Los demás juicios del siglo XVIII están calcados en éste.

En el siglo XIX el nombre de G. Pereira ha tenido menos notoriedad, por el general abandono de nuestras gloriosas tradiciones. Los dos historiadores de la Medicina española, Sres. Morejón y Chinchilla, juzgaron bajo un parcial aspecto la Antoniana, e hicieron de ella justísimos elogios, y aun más del tratado De las fiebres. Chinchilla expuso con fidelidad, pero muy en compendio, la opinión de G. Pereira sobre el alma de los brutos.

En un erudito opúsculo sobre descubrimientos de los españoles atribuidos a los extranjeros, que dio a luz el escritor santanderino D. Ramón Ruiz de Eguilaz, hombre curioso y aficionado a estas investigaciones (sobre las cuales escribió un libro extenso, que no llegó a imprimirse) apareció por primera vez (que yo sepa) el silogismo de G. Pereira Nosco me aliquid nosse... como original del entimema cartesiano. Cundió esta especie, y reprodújola en su ingenioso discurso de entrada en la Academia Española el Sr. Campoamor. De allí la tomaron los Sres. Vidart, Salmerón y muchos otros. Hoy ha entrado en el general comercio científico, por lo menos en España.

Para las posteriores vicisitudes del nombre de G. Pereira, pueden verse mis Polémicas, así las coleccionadas como las que andan todavía sueltas, aunque con noticia de su dueño.

Aún tengo que añadir una noticia, y por cierto la más lastimosa. A fines del año pasado oí que varios miembros influyentes de la Sociedad de Bibliófilos trataban de reimprimir la Margarita, y aún se me preguntó por tercera persona dónde había algún ejemplar que pudiera servir de texto para la reproducción. Excuso decir a usted el júbilo que me causó la noticia. A los pocos meses, la Sociedad publica un libro. Mi gozo en un pozo: la obra reimpresa no era la Antoniana, sino el Libro del potro y descendencia de los caballos Guzmanes. Confieso que toqué el cielo con las manos, y que en mis adentros maldije de la bibliofilia y del primero que tuvo tal manía en el mundo. Cuatro o cinco sociedades de bibliófilos tenemos en España: a ninguna se le ha ocurrido publicar un solo libro de filosofía. ¿Qué importa averiguar si hubo o no un español que se anticipase a Descartes, a Gassendo y a Reid en la discusión de las formas sustanciales o de las especies inteligibles? Lo que importa es poner en claro los oficios del mozo del bacín231 o el modo de melesinar los halcones232. Si yo fuera capitalista, poco tardaría en hacer una copiosa y regia edición de la Antoniana y de otros muchos libros filosóficos españoles. Pero como no lo soy, ruego a usted, con las lágrimas en los ojos, que si conoce y trata a alguno de esos señores filo-biblion, que entienden en el gobierno y manejo de la dicha Sociedad, les pida por Dios y la Virgen Santísima que reimpriman la Antoniana (acompañada de las Objectiones y del Endecálogo), no ya por ser libro de importancia filosófica (consideración que no ha de hacerlos mella), sino por ser rarísimo y muy difícil de adquirir a ningún precio. Dígales usted que, por lo menos, vale tanto y es tan digno de conservarse como el Libro del potro, y que hasta puede hombrear sin desdoro con las Campañas de Carlos V, de Cereceda, y con el Henrique fi de Oliva. Dígales usted... pero no les diga nada, porque sería predicar en desierto.

A los sabios que no son bibliófilos y que desprecian la ciencia indígena, creyendo con simplicidad columbina que hoy empieza nuestro movimiento filosófico, gracias al trasiego de ideas vertidas a medio mascar en el Ateneo y en las Revistas, me limitaré a decirles con palabras más autorizadas que las mías, como que son de uno de los más profundos, a la vez que más modestos pensadores españoles de nuestro siglo, del inolvidable Dr. Llorens, profesor que fue de metafísica en la universidad Barcelonesa: «Cuando la civilización de un pueblo ha salido de sus corrientes primitivas; cuando la masa de sus ideas es más bien un agregado informe que un conjunto ordenado, y su energía natural se ha ido gastando en empresas poco meditadas o en imitaciones serviles, no hay que esperar que la importación de una doctrina filosófica venga a llamar la vida a un cuerpo desfallecido y exhausto. Podrá acontecer en ocasiones que un sistema filosófico, que lisonjee la pasión o se enlace con opiniones prácticas favoritas, se propague fácilmente y aún tome cierto aire que haga sospechar la existencia de un pensamiento propio: más venidos al hecho se desvanecerá esta apariencia cuando fijemos la vista en lo hondo de la sociedad donde esto aconteciere, que allí descubriremos o una degeneración de su constitución íntima, o un antagonismo entre el elemento propio y el extraño: accidentes todos que no pueden menos a de traer a mal término la vida nacional.» «El pensamiento filosófico no es un nuevo elemento de la conciencia humana, sino una forma especial que el contenido de la conciencia va tomando: por manera, que la masa de ideas elaboradas por cada pueblo, debe ser la materia sobre la cual se ejercite la actividad filosófica.» Y en otra parte añade: «El pensamiento filosófico viene naturalmente a formar parte de aquel organismo invisible que existiendo en el seno de cada nación determina su individualidad»233.

Esto dijo Llorens en 1854, cuando el desorden de las ideas y el desprecio a la tradición no habían llegado al punto en que hoy los vemos. Lo mismo, aunque con menos gravedad y elocuencia, he procurado yo inculcar en más de una ocasión. Sigo creyendo y afirmando que en España llevamos, hace más de medio siglo, errado el camino en todo. El que seguimos sólo puede conducirnos a la aniquilación y a la muerte de nuestra conciencia nacional. Deus tale omen avertat.

Aparte Dios tan mal agüero, mi respetable amigo, y déjenos ver de nuevo a esta pobre y maltratada España, ya que no temida en Flandes ni respetada en Trento, a lo menos cristiana y española en la ciencia como en la vida. No pretendo yo (¿ni quién tal pretendiera?) restaurar la variada trama de ideas y opiniones que desde Séneca hasta Balmes y aún más acá, constituyen lo que llamamos filosofía española. Quiero sólo que renazca el espíritu nacional a que Llorens se refería, ese espíritu que vive y palpita en el fondo de todos nuestros sistemas, y les da cierto aire de parentesco, y traba y enlaza hasta a los más discordes y opuestos.

Adiós, mi Sr. D Juan; harto he molestado a usted con las inauditas prolijidades de esta carta. Téngala por recuerdo de su apasionado amigo

M. MENÉNDEZ PELAYO.



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