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ArribaAbajoLa patria de Raimundo Sabunde

Un inconnu célèbre. Recherches historiques et critiques sur Raymond de Sebonde, par l'Abbé D. Reulet. Paris, V. Palmé; 1875, 324 pp.


ArribaAbajo- I -

Leí meses ha en el Polybiblion (revista bibliográfica católica) un articulito o compte-rendu en que por incidencia, y cual de cosa sabida y notoria, se hablaba de la patria provenzal de R. Sabunde, con referencia a una monografía del abate Reulet, autor de este descubrimiento. Causome no poco pesar la nueva, pues admirando como admiro al autor del Liber creaturarum, no podía yo llevar con paciencia que no se nos despojase de esta gloria filosófica, haciendo tolosano al que por catalán tuvieron y juzgaron todos los doctos, desde el abad Trithemio acá. Pero como tengo natural propensión a creer todas las malas noticias, di aserto, con ligereza sobrada (lo confieso), a la indicación del Polybiblion, y aún la repetí en dos pobres ensayos míos, por creer entonces oportuno no hacer hincapié en títulos dudosos o controvertibles, sino en los ciertos y averiguados de nuestra ciencia. Después he tenido ocasión de leer la del abate Reulet; y visto que no prueba lo que intenta, ni por asomos, creome en la obligación de hacer entera penitencia de mi pecado. No es otro el fin ni otra la causa de haberse escrito estas líneas.

A ninguno de mis escasos lectores parecerá nuevo ni peregrino el nombre de Sabunde. Por grande que sea el olvido en que yacen los monumentos de nuestro pasado científico, no quiero ni debo suponer que este olvido se extienda a la Teología Natural. El atrevido propósito de su autor, aunque los méritos de la ejecución no correspondieran, bastaría para librar de la oscuridad su nombre. En el último y decadente periodo de la escolástica, cuyo imperio se dividían místicos y nominalistas, apareció en Tolosa un profesor barcelonés que, sin pertenecer a ninguna de las banderías militantes ni ajustarse al método y forma universalmente adoptados en las aulas, antes puesta la mira en la reforma del método y de toda enseñanza, como si obedeciera a la poderosa voz del Renacimiento que comenzaba a enseñorearse del arte, concibió la traza de un libro único, no fundado en autoridades divinas ni humanas, que sin alegar textos de ningún doctor, llevase a la inteligencia de todos; libro fundado en la observación y en la experiencia, y sobre todo en la experiencia de cada cual dentro de sí mismo. «Nulla autem certior cognitio quam per experientiam, et maxime per experientiam cujuslibet intra seipsum.» Trazó, pues, una Teología Natural en que la razón fuese demostrando y leyendo, cual si escritos estuviesen en el gran libro de las criaturas, todos los dogmas de la religión cristiana. El plan era audaz y no libre de peligros, que a las veces evitó mal Sabunde; pero la concepción misma es indicio claro de su vigorosísimo entendimiento. Al desarrollarla mostrose potente en la argumentación, abundante en los recursos, y hasta inspirado y facundo a veces en el estilo, libre a la continua de arideces escolásticas.

El libro había nacido en tiempo y sazón convenientes, y su éxito fue brillante, aunque más bien fuera que dentro de las escuelas. Difundido en abundantes copias por Francia, Italia y Alemania, llegó a ser estampado por los tórculos de Deventer en1484 (si es que no existe edición anterior, como algunos sospechan), y entre los últimos años del siglo XV y todo el XVI aparecieron más de doce ediciones del primitivo texto, sin que fuera obstáculo la prohibición que del Prólogo de Sabunde hizo el Concilio de Trento. Suprimiose el prólogo, y la obra siguió imprimiéndose sin otra mudanza. Y como su extensión y lo incorrecto de su latín retrajesen a muchos de su lectura, acudieron dos elegantes humanistas admiradores de Sabunde, Pedro Dorland y Juan Amós Comenio, con sendos extractos rotulados Viola animae y Oculus fidei. Y por si algo faltaba a la mayor difusión y renombre de la doctrina de Raimundo, un caballero gascón, antítesis viva del piadoso catedrático del siglo XV, se entretuvo en verter la Teología Natural en encantadora prosa francesa, que aquel escéptico caballero hablaba y escribía como pocos o ninguno la han vuelto a escribir y hablar. No satisfecho con esto, tomó pie del libro de Sabunde para su más extenso y curioso ensayo, que con título de Apología (aunque de todo tiene menos de esto) anda desde entonces en manos de todos los aficionados a ingeniosas filosofías y a desenfados de estilo.

El Liber creaturarum, que por tales caminos había llegado a la cumbre de la celebridad, mantúvose desde entonces en estimación honrosa, y si no muy leído, continuó siendo muy citado, a veces con oportunidad escasa. De la patria del autor nadie dudaba, hasta que el abate Reulet publicó su paradoja intitulada, como dicho queda, Un célebre desconocido. Veamos si hace fuerza su alegato.




ArribaAbajo- II -

Aunque el escrito de que voy a hablar no tiene más de 316 páginas en dozavo, fácilmente pudiera reducírsele a menor volumen con sólo suprimir algunas de las infinitas amplificaciones y redundancias en que se complace su autor. Es el estilo del abate Reulet elegante, pero desleído y falto de nervio, abundando además en ornamentos amenidades de dudoso gusto. Pero no conviene hacer hincapié en los defectos de un libro que tiene partes recomendables y demuestra haber sido trabajado con amore e interés hacia el asunto. Divídese en dos partes, concernientes, la primera a Sabunde, la segunda a su libro.

En la Biblioteca de Tolosa se guarda un precioso códice del Liber creaturarum. Por la descripción del abate Reulet vemos que el tal manuscrito es un volumen de 280 hojas en 4.º con profusión de adornos y miniaturas. Los títulos de los capítulos están en letra colorada, y en la foliatura síguese la numeración romana. La inscripción filial dice a la letra:

«Et sic explicit Liber Creaturarum (seu Naturae) seu Liber de Homine... inchoatus et inceptus in alma universitate venerabilis studii Tholosani, anno Domini millesimo quadriagentesimo tricesimo quarto et completus et terminatus in eadem universitate anno 1436 in mense Februarii, undecima die, quae fuit dies sabbati, etcétera.»

La importancia de este documento salta a la vista. Hasta hoy ignorábamos la fecha precisa en que fue escrito el Libro de las Criaturas. Cónstanos hoy que se empezó en 1434, y que su autor le puso término en el mes de Febrero de 1436. Pero aún no ha acabado la nota fina del códice tolosano.

«Hic liber est Berengarii Operarii, auctoritate regis notarii, Tholosae habitatoris, extractus a consimili copia magistri Alrici de Rupe, etiam notarii ibidem: et correctus per ambos jam dictos notarios subscriptos cum originali libro manu reverendi magistri Ramundi Sibiude (sic) in sacra pagina, in artibus et in medicina magistri... finitus corrigi die mercurii Cinerum, XIII mensis Februarii, anno ab incarnatione D. mill. quadringentesimo tricesimo sexto. Cujus quidem compilatoris vita functi penultima Aprilis eodem anno, etc.»

Otra revelación inesperada. Raimundo Sabunde murió en Abril de 1436, dos meses después de haber dado cima a su Teología Natural. La contradicción aparente entre las fechas del libro y de la copia ha sido discretamente salvada por el abate Reulet, mediante la diferencia entre el cómputo eclesiástico que Sabunde, como profesor, debió seguir, y el vulgar que forzosamente adoptaban los notarios. Éstos debieron de acabar la confrontación de su copia en 13 de Febrero de 1437. La autoridad de semejante traslado, que para nosotros hace veces de original, no puede ser más decisiva, y merece bien de las letras el abate Reulet por este su único descubrimiento, aunque entusiasmado con él ha querido darle más valor del que realmente tiene, y convertirle en arma para su antiespañola pretensión. Veamos cómo.

La primera dificultad que acerca de Sabunde se ofrece, es su nombre, que ha sido escrito de todas estas maneras: Sebeide, Sabunde, Sebundius, Sabundanus, Sebundus, Sebon, St.-Sebeide, y en cinco o seis formas más. La más antigua autorizada parece la de los notarios tolosanos, que escriben Sibiude. No me parece de grande importancia tal cuestión, aunque Reulet la discute en forma y largamente, explicando a su manera los cambios y trastrueques que en el nombre de Raimundo hicieron copistas y editores, guiados generalmente por razones eufónicas. Pero conviene advertir que en España nunca hemos llamado al filósofo catalán Sabeydem ni Sant-Sebeide, por más que nos cuelgue este milagro su biógrafo y añada que tan exóticos nombres se ajustan a las conveniencias de nuestra lengua. Sabunde o Sebunde se ha escrito siempre del lado acá del Pirineo, y a nada conducen los rasgos de sprit que con esta ocasión se permite el clérigo francés.

Llegamos al nudo de la cuestión, al capítulo de la patria. El abad Trithemio, que en 1494 publicó su catálogo de escritores eclesiásticos, afirma en él que Sabunde era natione Hispanus. Sinforiano Champier, en los primeros años del siglo XVI lo repite. Montaigne hace correr de gente en gente la misma aserción. El docto Maussac, en los prolegómenos al Pugio Fidei de Fr. Ramón Martí, impreso en 1651, adelanta más: llama a Sabunde natural de Barcelona y profesor en Tolosa. Desde entonces todos los críticos e historiadores de la filosofía han repetido estos datos.

El abate Reulet se levanta a contradecirlos, y, con toda la jactancia francesa (aquí de bastante mal gusto) anuncia que las pretensiones del libro van a sucumbir ante los derechos del Garona. ¿Y qué derechos son esos? ¿Ha parecido la partida de bautismo de Sabunde?¿Se ha encontrado la indicación de su patria en algún registro de la Universidad de Tolosa? ¿Hay el más insignificante documento que disculpe tales fanfarronadas? No hay más que la rotunda afirmación del abate Reulet, escritor de 1875, contra el testimonio del abad Trithemio en 1498, cuando aún debían vivir gentes que conocieron a Sabunde.

¿Y cómo ha querido invalidar semejante prueba el apologista de la causa francesa? Fantaseando con escasa formalidad crítica un cuadro de novela en que el abad Trithemio aparece en su celda hojeando el Libro de las Criaturas, para redactar el artículo concerniente a Sabunde, a quien llamó español, ¿a que no saben mis lectores por qué? Porque en un manuscrito citado en una Historia del Languedoc se habla de un magister Hispanus, médico del conde Raimundo de Tolosa ¡en 1242! Y ya se ve, el pobre Trithemio tomó el rábano por las hojas, confundiendo a un filósofo del siglo XV con un médico oscuro del XIII, del cual hay noticia en un manuscrito. ¿Y qué prueba tenemos de que Trithemio hubiera visto semejante manuscrito? Y suponiendo que le viera, ¿por qué hemos de suponerle capaz de un yerro tan enorme e inexplicable? ¿Puede llamarse a este modo de razonar procedimiento crítico?

Que Trithemio, aunque laborioso y muy erudito, era a veces ligero. Está bien; pero ¿quién prueba que lo haya sido en este caso? En reglas de crítica, y tratándose de un autor del siglo XV, la palabra de los contemporáneos o inmediatamente posteriores vale y hace fuerza, mientras no haya datos en contrario.

Tampoco los hay para destruir la afirmación de Maussac respecto a la patria barcelonesa de Sabunde. Maussac sabía demasiado para confundir a Sabunde con S. Raimundo de Peñafort. Anchas tragaderas debe de tener el que consienta en atribuir tal desatino al ilustrador del Pugio fidei. Por lo demás, es cómodo, ya que no muy ingenioso, este medio de explicarlo todo y desembarazarse de las dificultades. ¿Quién ha dicho a Reulet que Maussac no tuvo datos o documentos que hoy desconocemos, para poner en Barcelona, y no en otra ciudad de España, la cuna de Sabunde? ¿Los ha presentado él buenos ni malos para hacer a su héroe hijo de Tolosa? ¿No confiesa que todos los analistas tolosanos guardan acerca de él alto silencio, y que la tradición local asimismo calla?

Pruebas de hecho no alega ninguna el abogado de Francia; conjeturas una sola, que le parece fortísima, pero que es débil y deleznable por descansar en un falso supuesto: la lengua. Dista mucho, en verdad, de ser clásico el latín del Libro de las Criaturas; pero muy de ligero ha procedido Reulet al asentar que está lleno de galicismos. Razón tiene cuando estima por de ningún valor el texto de Montaigne: «Ce livre est basti d'un espagnol baragouiné en terminaisons latines», si por español se entiende el castellano; pero tal interpretación sería aquí absurda. ¿Cómo se le ha de ocurrir a nadie que Sabunde, catalán del siglo XV, hablase castellano? ¿No es esto olvidar del todo la historia literaria de la península?

Dícenos el abate Reulet que él sabe el español (sic) y que no ha encontrado castellanismos en la Teología Natural. ¿Y cómo los había de encontrar, si Sabunde fue barcelonés? ¿Ignora el respetable clérigo que los barceloneses, lo mismo ahora que en el siglo XV, no tienen por lengua materna el castellano, sino el catalán, es decir, una lengua de oc, hermana del provenzal, hermana de la lengua de Tolosa, donde se escribió el Libro de las Criaturas en un latín bastante malo, que abunda en catalanismos por ser catalán el autor, y en provenzalismos porque había residido mucho tiempo en Tolosa, y en repeticiones y desaliños y redundancias como todos los libros de profesores no literatos, y más en el siglo XV?

Déjese, pues, el abate Reulet de traer a cuento la lengua española, frase malsonante y nunca oída de nuestros clásicos que se preciaron siempre de escribir en castellano. Tan española es la lengua catalana como la castellana o la portuguesa. Lo que conviene averiguar es si son realmente galicismos las frases de Sabunde que con dudosa exactitud filológica apellida así el crítico, sin distinguir tampoco el francés del Norte del del Mediodía.

¿Por qué han de ser francesas y no catalanas, o castellanas, o italianas, o de cualquiera otra lengua romance, expresiones tan sencillas como éstas: Volo quod omnes dicant bonum de me; Hoc est clavis et secretum totius cognitionis? ¿No son españolas de buena ley estas otras: Quiero que todos digan bien de mí. Ésta es la llave y el secreto de todo conocimiento? ¿No se puede y debe decir en catalán: Aquesta es la clau de tot coneixement, y en toscano Questa é la chiave ed il segredo, etc.? ¿Estará el galicismo en el uso frecuente de la partícula quod por ut? Pero ¿quién no sabe que éste es resabio general de la escolástica? En otro caso habría que declarar francés al mismo Santo Tomás de Aquino.

De este tenor son casi todas las pruebas alegadas por Reulet; algunas hasta contraproducentes. El necesse est quod in homine, etc. sigue mejor el giro castellano Necesario es que en el hombre haya algo que siempre dure, que el de la francesa Il est necessaire. El despreciativo de ipso nullum computum facimus es provenzalismo o italianismo, pero no buen francés del Norte aunque haya pasado al lenguaje familiar. La repetición de los pronombres personales, sobre todo del nos, aunque contraria a la índole suelta y generosa de las lenguas peninsulares, está en los hábitos académicos y profesorales: nosotros dijimos, nosotros creemos.

En las palabras que como francesas cita, anda aún más desacertado el abate Reulet. Brancha es traducción del catalán branca y no del francés branche, como bladum lo es de blé (trigo). ¿Y no es algo inocente poner como galicismos las expresiones unus cattas (un gato), omnes culpabiles (todos los culpables), addiscere ad legendum (aprender a leer)?

Argumento que prueba demasiado nada prueba. Sabunde, como todos los malos latinos, tendía a la construcción directa y atada, con poco o ningún hipérbaton, por oraciones de sum, es, fui y primeras de activa. Esto es lo que su biógrafo llama construcción francesa, cuando realmente es el modo de decir propio de todo el que escribe con dificultad una lengua, atento sólo a la claridad y enlace lógico de las ideas.

Con todos estos poderosísimos argumentos mezcla el buen clérigo sabrosas burlas a propósito del énfasis castellano, que nos hace llamar batallas a todas las escaramuzas (vg. la escaramuza de Pavía, la de San Quintín, la de Bailén, las de Zaragoza, etc.). Con todo lo cual, si su tesis no gana mucho, a lo menos el autor logrará fama de hombre de sprit o de chispa, como decimos por acá. Dios dé buena manderecha, y mejor gusto y novedad en sus gracias.

De todo lo expuesto se deduce que el abate Reulet no ha alegado razón chica ni grande que invalide la autoridad de Trithemio. Seguimos, pues, contando a Sabunde en el le número de nuestros filósofos. Los documentos, sólo con documentos, no con vanas conjeturas, se destruyen.




ArribaAbajo- III -

Si en la primera parte de este artículo no he podido menos de decir mucho mal de la memoria de Reulet, depárame en cambio grata tarea el retazo de su libro en que expone y juzga las producciones de Sabunde: y digo mal las producciones, puesto que una sola salió de su pluma, o a lo menos una sola nos queda, conforme demuestra con buenas razones nuestro abate. La Viola animae, compendio del Liber Creaturarum, en seis diálogos de elegante latín y sabroso estilo, obra es del brabanzón Pedro Dorland, y así lo indican los versos laudatorios que, a usanza del tiempo acompañan a la Violeta en la impresión de Milán de 1517. Y fuera de la diferencia de estilo entre este libro y el de las Criaturas, acaban de persuadirnos de la verdad los elogios que el compendiador hace de Sabunde, y que en boca de éste fueran impropios y desmesurados. En la Violeta, pues, (que en 1616 fue trasladada al castellano por Fr. Antonio de Ares con rótulo de Diálogos de la naturaleza del hombre), lo que a Sabunde pertenece no es la forma, sino la doctrina: lo propio acontece con el Oculus fidei, compendio más árido y menos feliz, que en 1661 estampó en Amsterdam el sociniano Juan Amós Comenio. Sólo por un inexplicable yerro de José Escalígero ha podido atribuirse a Sabunde el Pugio fidei del insigne orientalista catalán Fr. Ramón Martí, obra de erudición rabínica maravillosa, cuando del autor de la Teología Natural ni siquiera consta (y puede muy bien dudarse) que supiera hebreo. El único escrito de Sabunde, aparte de su obra magna, fueron, pues, las Quaestiones Controversae citadas por Trithemio, sin que de ellas quede otra memoria. Tampoco es imposible que hubiese compuesto Quodlibetos, como Josías Simler y Possevino afirman.

Limpio ya de malezas el terreno, procede estudiar el Libro de las Criaturas, primero por el lado bibliográfico, y luego al modo crítico. Halo intentado no sin fortuna el erudito francés, aunque la parte bibliográfica peque de ligera y sucinta, mucho más si la cotejamos con el excelente estudio que en la Revista de Instrucción pública (año 1857) estampó el modesto y malogrado bibliotecario de Oviedo, Sr. Suárez Bárcena. Las ediciones citadas (aunque sin descripción bibliológica) por Reulet llegan a diez y seis, o mejor dicho a quince, pues la existencia de la primera de Deventer, 1480, es muy incierta, y sólo se afirma por una referencia del Lexicon de Ebert, quien acaso la confundió con otra hecha en la misma ciudad en 1484. Lo mismo las ediciones incunables que las impresas en la primera mitad del siglo XVI, insertan el prólogo, y son por ende las más apreciables. Ni Reulet indica ni yo he podido averiguar la fecha de la más antigua de las expurgadas; pero el prólogo falta ya en la de Venecia, 1581, que poseo. Todos los textos impresos, incluso el moderno de Solsbach (1852), adolecen de alteraciones y faltas (no siempre tan sustanciales como Reulet imagina), cotejados con los códices del siglo XV (en la Biblioteca Nacional de París hay tres), y especialmente con el de Tolosa. Urge, pues, una reimpresión esmerada y completa del Liber Creaturarum, y a los españoles nos toca hacerla. Mengua sería que mientras los libros de jineta y de caza salen del polvo, permanecieran en él los más gloriosos testimonios de nuestra intelectual cultura. Todavía no anda en castellano la Teología Natural que Montaigne en el siglo XVI tradujo al francés y puso sobre su cabeza. Sabunde entre nosotros es principalmente conocido por los Diálogos de Fr. Antonio de Ares (libro muy raro) y por la versión de un rifacimento italiano, vulgarizada pocos años ha en la Librería Religiosa.

En ocasión más oportuna hablaremos de Sabunde, considerado como filósofo.










ArribaAbajoApéndice

Contestación de D. Alejandro Pidal y Mon a la carta In dubiis libertas


«Encontrando demasiado tirante el arco por una parte, probé a doblarle por la otra, quizá con exceso.»


(CARTA DE PELAYO. La España, 21 Abril 77.)                


Sr. D. Marcelino Menéndez Pelayo.

Querido amigo: La carta de usted, a que contesto, cayó sobre mí como una bomba, rompiome en mis propias manos la pluma con que había empezado a refutar el extenso artículo del racionalista Sr. Perojo, publicado en el último número de la Revista Contemporánea sobre La Ciencia Española, y aunque a ninguno cedo en fe y entusiasmo, juzgueme débil y sin fuerzas, y sobre todo sin autoridad para contestar a usted como se debía.

El desaliento y la tristeza de que mi ánimo se halla apoderado con el repugnante espectáculo que diariamente presencio en las columnas de ciertos periódicos, que cerradas para todas las grandezas del movimiento católico y las luchas científicas, sólo se abren a la calumnia, a la injuria y a la acusación contra sus hermanos los católicos; las tareas políticas que tanto absorben la actividad del espíritu distrayéndole de los libros y asuntos literarios; y sobre todo la previsión de los grandes males que al renacimiento filosófico de nuestra patria acarrearían sus ataques de usted a la escolástica, si no se le oponían, como fuerte dique que atajara el mal en su nacimiento, la autoridad científica y doctrinas de algún nombre ilustre en la república filosófica, hicieron que cuando volví a tomar la pluma no lo hiciese para responder a usted, sino para invitar privadamente a los grandes filósofos escolásticos, a los sabios hijos de Santo Domingo, a los esclarecidos discípulos de Santo Tomás, para que saliendo a la palestra contrarestasen los esfuerzos de usted en contra del renacimiento escolástico en España. Quizá, si no las mismas, análoga o semejantes causas les obligaron a deplorar en silencio que el joven erudito que tan valientes asaltos acababa de dar a la impiedad y al racionalismo, volviese ahora sus armas contra la filosofía tomista, única filosofía cristiana que ha quedado en pie y que reverdece con vigor después de la inundación del racionalismo.. Lo cierto es que, si bien me animaron a la pelea, suministrándome armas defensivas con que acudir a los flacos de mi coraza, me dejaron a mí solo el empeño, a mí, siempre impotente para medirme con usted, pero mucho más en la presente ocasión y en el presente estado de mi ánimo; estado de postración y abatimiento, más propicio para el recogimiento y la meditación que para la lucha.

Pero sea como quiera, heme aquí casi sin libros también, pues plúgome no abrir casi ninguno, no porque pueda sin ellos, como usted, inundar con prodigiosa erudición estas páginas, sino por falta de ánimo y de tiempo, y por hacer más explicable mi torpeza. Heme aquí, repito, como David, enfrente del gigante Goliat; como David, sin fuerzas, pero armado de la honda escolástica, cuyos disparos, bien que por más certera y ruda mano dirigidos, dieron ya en tierra con otros gigantes que salieron a desafiar a tan alta filosofía desde los campos del Renacimiento, de la Reforma y de la Enciclopedia.

Bien se me alcanza que rechazará usted este papel que, con justicia sin embargo en la ocasión presente, le atribuyo de enemigo de la filosofía de Santo Tomás, recordándome que si en sus cartas a Laverde le colmó ya de elogios, en ésta a que contesto, con ser su objeto probar que el vivismo no era inferior al tomismo, califica usted a este de «el más firme valladar que en España hallan las invasiones racionalistas», asegurando que lo «aquejaba el temor de haber hablado con irreverencia del tomismo, tan luminoso, tan sublime y tan sesudo sistema», rogándome que «no considerase esta carta como escrito antitomista», pues usted, aunque sin serlo TODAVÍA, «venera, respeta y acata el tomismo como el más fervoroso de sus adeptos», conviniendo que «el ángel de las escuelas tiene por patria al mundo y a la humanidad por discípulo.»

Pero si bien es cierto que usted nos es enemigo sustancial y sistemático del tomismo, no lo es menos que las preocupaciones humanistas a que usted se confiesa un tanto accesible, le asaltaron de tal manera en esa Florencia, «en esa moderna Atenas», como usted la llama, «donde aún vagan las sombras de Lorenzo el Magnífico y de Angelo Poliziano», que sin detenerse a contemplar sobre ellas la sombra más augusta por cierto del ilustre Savonarola, se entregó usted a sus naturales inclinaciones, dejándose llevar de las corrientes apacibles de la literatura renaciente, hasta dar más importancia a la forma que al fondo; nota característica que domina en su carta de usted y que es el eco que a través del baluarte de su fe y de su ciencia resuena en su trabajo, eco producido por el grito de rebeldía que ahoga en la sociedad la carne, reivindicando sus derechos sobre el espíritu, espíritu, y carne vueltos, si no a su primitiva concordia, a su ordenada subordinación en los grandes días de la Edad Media.

«Obra santa y grande» llama usted a la obra del Renacimiento; y he aquí, amigo mío, la clave de sus erradas equivocaciones. La obra del Renacimiento ni fue grande ni santa, como no fue santa ni grande la obra de la Reforma. La grandeza y la santidad fueron los caracteres de la verdadera Reforma y del verdadero Renacimiento, que tuvieron lugar, aquélla en el siglo XVI, por medio de los grandes teólogos escolásticos reunidos en Trento; éste en el siglo XIII, por medio de aquel irresistible movimiento de condensación, depuración y adelanto que se apodera de todas las inteligencias y corazones en todas las esferas de la vida y del que, como causa y efecto a la vez, aparece como dominándole, impulsándole y dirigiéndole la gran figura del teólogo y filósofo escolástico Santo Tomás de Aquino.

Y como éste es el nudo vital de sus apreciaciones y como el foco de donde irradian los tiros que en la carta de usted dirige a la ciencia y a la literatura de la edad cristiana por excelencia, creo más conducente al asunto, y al fin que me propongo, herir con mano firme y de una vez en el corazón de sus doctrinas, que irme de rama en rama y de espina en espina para abatir el árbol peligroso que usted ha levantado y que a pesar de mi flaqueza confío en que ha de venir al suelo en cuanto aplique a su robusto tronco la acerada segur de la incontrastable lógica escolástica.

Y para proceder con método, fijemos bien de antemano el sentido histórico de la palabra Renacimiento.

Es indudable que merced a los restos de las primitivas revelaciones conservados por la tradición más o menos desfigurados, y a los poderosos esfuerzos de la razón humana en todo su vigor natural, se habían elevado antes del cristianismo en medio de las aberraciones del espíritu, esclavo incondicional de la carne en los antiguos días, monumentos de imperecedera grandeza en casi todos los ramos del saber humano.

La personalidad humana, posesionada ya de la conciencia de su propio valer, se había proclamado a sí misma enfrente de la tiranía de la madre naturaleza, entre cuyos brazos se perdía y como se anegaba después de la revuelta ocasionada por el pecado original, el hombre racional y libre. Platón y Aristóteles en filosofía, Homero y Demóstenes en la palabra, Fidias y Praxiteles en las artes, habían elevado la meta del progreso posible en la antigüedad, sustrayendo con mano firme y vigorosa la individualidad humana, en cuyo conocimiento basaban la sabiduría, a la absorbente presión de la totalidad panteísta en que perdida la luz de la revelación se había anegado el hombre, al verse débil y solo ante las ir imponentes manifestaciones de una naturaleza exuberante y virgen.

Pero si la razón natural, en sus condiciones más propicias para su total desarrollo, les había permitido fijar con caracteres inmortales los eternos fundamentos de toda obra intelectual, esa misma razón, privada de la luz sobrenatural que da la gracia, no les habría impedido caer en todos los crímenes y vicios que solicitan y tientan a todo ser racional en este valle de miserias. Así es que el progreso intelectual, falto del apoyo y de la luz del progreso moral, empezó a caer por la pendiente de la decadencia con dirección a la sima de la barbarie.

Entonces vino el Cristianismo, y esta doctrina celestial cuyo fin está contenido en aquellas palabras casi divinas caídas de los labios del Apóstol: instaurare omnia in Christo, empezó por restaurar lo más esencial, las almas, que restauró no con las ciencias y las letras, sino con las virtudes.

Las ciencias y las letras que se bautizaron entonces, se bautizaron ya viejas. Eran catecúmenos decrépitos. Las artes decapitaron a Júpiter para colocar sobre sus hombros la cabeza de Jesucristo, y el Cristianismo, que necesitaba salir de las catacumbas, no pudiendo habitar en los santuarios de la abominación, improvisó sus templos en las basílicas.

Lo principal estaba ya conseguido. El camino del cielo estaba expedito para las almas.

Pero el Cristianismo es divino, y como divino fecundo con fecundidad que todo lo abarca. Así fue que, una vez restauradas las almas en Cristo, emprendió la restauración de todo lo demás, y en medio de las vicisitudes humanas, y a través de luchas y de azares, conservando siempre el elemento natural y operando siempre sobre lo existente, mejorando sin destruir, lo pacificó y lo transfiguró todo, restaurándolo todo en Cristo; y completando la antigua filosofía con las verdades de la revelación, formó la teología escolástica, y combinado el elemento socialista del Paganismo culto con el elemento individualista del Paganismo bárbaro, formó el organismo político, jurídico y económico de la Cristiandad, y utilizando los adelantos que en el metro y la rima habían hecho los antiguos y hasta las alegorías paganas, dándoles su verdadero sentido trascendental e inspirándolo todo en el espíritu de la nueva ley que nos dio la Divina comedia, y hasta las piedras mismas informadas por la divina aspiración, se escalonaron hacia el cielo formando en el espacio, como si las sostuvieran las alas de la fe con los arcos ojivos de la catedral, el templo verdaderamente cristiano.

Y no nos venga la erudición demostrando el proceso de la mecánica, la genealogía de la ornamentación, la génesis del simbolismo; que no ignoramosque además de ser esto prueba de lo mismo que sostenemos, Dios se vale de causas naturales para sobrenaturales efectos, que la historia vieja de la humana libertad es la apoteosis de la Providencia divina; y ciertamente cuando el primer déspota infame eligió para primer suplicio de su primer esclavo la cruz, no sospechaba que conspiraba de antemano a la exaltación de esa misma cruz, que de suplicio del esclavo había de convertirse en árbol de libertad, cuya savia fuese la sangre de un Dios, siendo su fruto la redención del universo.

El hecho es que el ideal cristiano estaba patente. La hora de su realización marcada en el plan divino se había ido preparando por medio y a despecho de los mismos hombres y de los mismos enemigos eternos de Dios. Pero Dios, por no sé qué ley histórica que respetuosamente reverencio, pero que humanamente deploro, nunca nos permite realizar por completo los ideales; abre los pliegues de su manto misterioso para dejárnoslos entrever, y luego nos los cierra como si quisiera enseñarnos que su realización absoluta sólo es posible en el cielo. Todos los monumentos ideales de la humanidad están incompletos, lo mismo los poemas que las catedrales, que las grandes empresas de los héroes del cristianismo. Parece que el pecado original que destruyó aquel magnífico plan del universo armónico se cierne sobre todas las obras de los hombres; su concepción es maravillosa, su ejecución empieza bajo magníficos auspicios pero a lo mejor sobreviene la catástrofe, y la obra queda interrumpida.

Esto le sucedió a la Edad Cristiana a través de invasiones y de peligros, en medio de luchas y de tinieblas: entrevió el ideal de todas las cosas atraídas hacia su perfección por la cruz en que Rey del Universo redimido se levantaba Nuestro Señor Jesucristo. Con los pies sumidos en el lodo que salpica la tierra, pero fija la vista en el cielo, presentaban unánimes aquellas generaciones todas las cosas a su Dios, idealizándolas y trasfigurándolas a la luz de su ideal divino. Casi lo habían conseguido ya, cuando sobrevino la ineludible catástrofe. Cerró Dios los entreabiertos pliegues de su manto. Bajó el hombre sus miradas hacia la tierra, y al grito de ¡arriba! que había resonado en todos les corazones exaltados por el ideal celeste, sucedió el grito de ¡abajo! que hizo resonar en su centro la torpe voz de las groseras realidades.

Y como todo lo que se verifica en la historia, a la consecución de este tristísimo fin conspiró con el plan de Dios, que le permitía, el abuso que el hombre hizo de su libertad propia en todas las esferas de su acción y las infernales maquinaciones del abismo.

El Paganismo, esto es, la idolatría, o sea la adoración del demonio con el culto del vicio en que nos sumió el pecado original destronado por la redención de las almas, más tarde de la sociedad, y por último de las ciencias, de las letras y de las artes, se había refugiado en el misterioso seno de las heregías durante el tiempo de la fe en la Edad Cristiana; pero apenas vio que la humanidad bajaba a la tierra sus ojos antes fijos en el cielo, la llamó con su cántico de sirena por la voz de las letras renacidas; tomó posesión del cuerpo de los ídolos aún no despojados de las cabezas postizas de los santos, se infiltró en brazos de la forma en el fondo de las obras científicas, de la cabeza de los sabios que teorizaban el vicio para no avergonzarse de cometerlo, se corrió al brazo de los reyes, ansiosos de esgrimir las dos espadas que les presentaba el cesarismo pagano y si no pudo sentar su trono en el tabernáculo, subió las gradas del altar, y con la venia de los mismos pontífices tomo posesión de los retablos.

Gramáticos, legistas, artistas y monarcas llevaron a cabo la descristianación de las artes, de las letras, de las ciencias y de la política en ese periodo que se conoce en la historia con el nombre de Renacimiento. La religión no se podía descristianizar, pero podía forzársela a habitar en aquellos templos que no había querido ocupar cuando abandonando las catacumbas había tomado posesión de las basílicas.

Y lo que no se puede se intenta. El Paganismo, fingiendo avergonzarse de sí mismo como los estoicos se avergonzaban de los epicúreos, intentó posesionarse de la religión con el nombre de la Reforma y destruir sus dogmas proclamando el cesarismo en política, el sensualismo en las costumbres, el fatalismo en la conciencia, el racionalismo en el entendimiento, el paganismo, en fin; y en brazos de estos vientos que asolaron la mitad de Europa, se meció el monstruo de la Revolución, que en vez del Papa-Rey quiere el César ateo, que ofrece en la Roma de los ídolos víctimas humanas en holocausto a Luzbel, el ángel de la revuelta que cree llegada ya por fin la hora suprema de su revancha contra Dios.

Tal fue la obra del Renacimiento, que, causa a la vez que pretexto y ocasión de la Reforma, inició la Restauración del paganismo que abiertamente hoy proclama la Revolución cosmopolita.

Así, pues, conste que entiendo por Renacimiento el movimiento pagano que, predominando sobre el elemento cristiano en la Edad Media, tuerce el camino de la civilización cristiana presentándola como ideal en artes, ciencias, letras, política, costumbres y religión la sociedad que cae al otro lado de la cruz.

Todo el que trate de aprovechar los elementos de aquella sociedad depurándolos y convirtiéndolos para hacerlos servir en su respectiva esfera al ideal cristiano, no es renaciente. Eslo, por el contrario, todo el que aunque conserva la significación cristiana, la busca su expresión ideal en las fórmulas del Paganismo.

No entiendo por Renacimiento el hablar mejor el latín ni el griego, el esculpir mejor que los artistas de la Edad Cristiana. Entiendo por Renacimiento el anteponer en absoluto Homero a la Biblia y Platón a San Pablo; representar a la Virgen María con la formas de Venus, y proclamar la omnipotencia del César sobre la libertad de reinos y repúblicas, asilos de las libertades locales y regidas por el navío almirante que dejando al respectivo piloto el interior gobierno de cada nave, las conduce en ordenada escuadra al fin último de hombres y naciones juntamente.

Y para entendernos de una vez, llamo Renacimiento a lo que la historia se lo llama, a la invasión del Paganismo que con la venida de los griegos arrojados de Constantinopla, hace de la Europa cristiana, que acudía a las alturas de la gloria, la Europa pagana primero, protestante después y revolucionaria por último, que hoy miramos abismarse en la insondable sima de la barbarie.

Y sentado esto, claro es que para mí, como tampoco para usted seguramente, no puede ser obra grande ni santa la obra del Renacimiento. Que a la manera de todas las herejías y de todos los males en la historia haya sido causa ocasional de bienes, no lo niego. Que en determinadas esferas, en la filológica por ejemplo, haya producido incontestables ventajas, lo aseguro con completa seguridad; pero que estos bienes y ventajas compensen de tal modo sus extravíos, ni menos los justifiquen hasta el punto de considerar el Renacimiento como una obra santa, lo rechazo con toda convicción, y estoy seguro de que entendido el Renacimiento así, tampoco usted lo admite.

Aunque usted seguramente no, no faltará quien exclame, al leer mi opinión sobre ambos momentos de la historia, toda esa serie de lugares comunes de épocas bárbaras y de tinieblas, de superstición y de ignorancia, con que se atrevieron a bautizar a la Edad Media los pedantescos renacientes. Usted mejor que yo sabe el valor y significación de esas palabras en boca de humanistas y protestantes, volterianos y secuaces de la revolución que nos deshonra; y usted mejor que yo también sabe a qué ha quedado reducidas después de los trabajos de Chateaubriand, Schelegel, Lenoir, Caumont, Guizot, Thierry, Ozanam, Montalembert, Müller, Leo, Vogt, Hurter, Ranke y tantos otros como han puesto de manifiesto las incontestables grandezas de aquella edad, que no podrá nunca suspender las almas enamoradas de los ideales griegos y romanos.

No, la verdad es que el Renacimiento Pagano, es decir, Renacimiento del paganismo, no hacía falta, a mi ver, dando por supuesto la maldad y el error que el cristianismo había destruido y aniquilado, sustituyéndole como religión y como doctrina; y Renacimiento clásico, esto es, renacimiento de la ciencia, de las letras, de la política y de las artes de las épocas paganas, no hacía falta tampoco si se habría de comprar a tanta costa, por las siguientes razones:

1.ª Porque ya se venía verificando desde mucho antes, o mejor, porque no habiéndose perdido nunca por completo el caudal, se iba aumentando poco a poco, depurándolo, purificándolo e incorporándolo a la ciencia cristiana.

2.ª Porque mejor que volviendo a él por medio de parodias ridículas por lo impotentes y por serviles imitaciones de sus obras literarias y artísticas, se volvían como habían empezado a volver los grandes hombres de la Edad Cristiana, acudiendo a las fuentes perennes del saber y a los inagotables veneros de la inspiración abiertos por Dios en el gran libro de la naturaleza, para recorrer cuyas páginas tenían sus hombres la luz preclara de la fe, en lugar de la antorcha vacilante de la razón que sólo habían tenido los paganos.

3.ª Porque siendo la forma como irradiación suprema del fondo de que es expresión y manifestación completa, la forma literaria y artística completa de los errores paganos no podía convenir sino deshaciéndola de nuevo para informar sus elementos con la doctrina opuesta para expresión de las verdades cristianas.

Y 4.ª Porque era, como lo confesaron los mismos que lo intentaban, materialmente imposible la vuelta a una sociedad muerta, cuyas claves literarias nos eran desconocidas y cuyos resortes artísticos nos estaban vedados.

La historia confirma ampliamente estos aserciones de la razón.

El verdadero renacimiento del saber y de la virtud, del bien, de la belleza y de la verdad, cuyos elementos guardó la Iglesia en sus altares, depositarios de la gracia, en sus dogmas, y en sus claustros y archivos conservadores de la tradición y fieles comisarios de las letras, lo verificaron personificándolo, a despecho de los combates de la barbarie pagana y del paganismo bárbaro, Santo Domingo y San Francisco en las costumbres, Santo Tomás en la ciencia, San Buenaventura en la mística, Rogerio Bacon y Vicente de Beauvais en las ciencias, Dante en la literatura y Gioto en el arte, precedidos, acompañados y seguidos de aquella pléyade de santos sabios, místicos y artistas que hicieron del siglo XIII el gran siglo de la Edad Cristiana.

De tal modo, que a no ser por la consabida catástrofe la civilización hubiera llegado a su plenitud sobre la tierra, en esos mismos siglos XIV, XV y XVI en que a pesar de haber sobrevenido, todavía nos dieron una Santa Catalina de Sena, un Savonarola, un Fray Angélico y los directores del Concilio tridentino, en los que tanto por el hábito que vestían como por la ciencia con que iluminaban los senderos de su virtud, de su religión y de su arte se veía, a través del Renacimiento y la Reforma, como la verdadera Reforma y el verdadero Renacimiento del mundo estaban en aquellos hombres del siglo XIII, cuyas religiones profesaban, cuyos escritos estudiaban para aplicarlos, y cuya obra magna colocaban en el mismo siglo de León X junto con las Sagradas Escrituras al uno y otro lado de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo.

Y mientras tanto, los que se llaman renacientes cuando en realidad debieran llamarse desenterradores, poseídos de un vértigo suicida, y sin mirar a dónde, habían conducido a los griegos de Constantinopla el abandono de la unidad y con ella del espíritu y de las letras cristianas, acogen con trasportes de exaltación y de locura cada fugitivo que escapando de la cimitarra de Mahometo, aborda a Italia trayéndoles la peste entre los pliegues de sus afeminadas vestiduras, entonan cánticos alrededor de cada manuscrito que aparece, y se forman en procesión para honrar cada estatua que se descubre. Las letras y las ciencias que profesaron un San Agustín y un Santo Tomás, son calificadas de bárbaras. Época de barbarie se llama a la Edad Cristiana, religión de los bárbaros al Cristianismo, gótica con desprecio a la arquitectura religiosa; y mientras al culto de Jesucristo sucede el de Platón y a los divinos rostros de las vírgenes y los ángeles los rostros de las rameras en los altares, y a la gran ciencia escolástica el aristotelismo no purificado, el averroísmo, el neoplatonismo divinizado y un eclecticismo más repugnante que el de la escuela de Alejandría. Y el cesarismo renace en toda su desnudez, y los nombres cristianos se abandonan por bárbaros, latinizando los prenombres o tomando en su lugar los paganos, y se llama Júpiter a Dios, diosa a la Virgen, Padres conscriptos a los cardenales, augures a los obispos y asnos a los monjes. Savonarola es quemado vivo por los adoradores del Renacimiento, y Lutero acecha el momento de tomar por asalto como Mahometo la Constantinopla romana, arrojando sobre el Occidente una nube de bárbaros no menos temible que la que acaba de caer sobre el Oriente, ambas semejantes a las que habían arrasado en el siglo V la antigua sociedad pagana.

No creo que usted me tache de exageración estas líneas, su asombrosa erudición de usted anotará seguramente con la memoria y la imaginación estas páginas mejor que yo pudiera hacerlo en muchos días revolviendo libros y papeles.

Pero por si alguno que no posea no ya la colosal erudición de usted, pero ni aún la pobre y cada vez más arruinada que yo supe juntar, creyera exageradas estas líneas, tachándolas de vanas y huecas declamaciones, cúmpleme recordarle aquí las obras de aquellos renacientes, la mayor parte eclesiásticos, como Ficino, quedaba culto a Platón, manteniendo siempre encendida delante de su imagen una lámpara; que llamaba al Criton su segundo evangelio, y parodiando el evangelio de San Juan aplicaba las palabras referentes al Verbo de Dios a Juan de Médicis, reservando a Lorenzo del mismo nombre las palabras relativas al Padre Eterno; de aquel Ficino que ayudaba a morir al gran Cosme de Médicis, al Padre de las letras renacidas, leyéndole las obras de Platón, cuya lectura prefiere aquel pagano a los últimos consuelos del sacerdote. Del ilustre renaciente Pomponio Leto, que se arrodillaba todos los días ante un altar erigido a Rómulo; que fundó una de aquellas academias en que se sacrificaba anualmente un macho cabrío en el aniversario de la fundación de Roma, y que se negaba a leer obra alguna en latín posterior a la decadencia del imperio, incluso los Santos Padres y la Biblia. De aquel Besarión que anunciaba la muerte de su maestro el impío Gemisto, diciendo que ya podía emprender en el cielo con los espíritus celestes la mística danza de Baco; de aquel Policiano que se quejaba de que se prefiriesen los salmos de David a sus propias composiciones; de aquel Bembo que escribía a Sadoleto que no leyese las epístolas de San Pablo para que su latín bárbaro no corrompiera su gusto con aquellas futilidades indignas de hombres serios; de aquel Beroaldo, que canta sus amores sacrílegos, y sus hijos sacrílegos también, en versos que juntamente con su piedad alaba Bembo; de aquel Sannazaro que no pronuncia el nombre de Jesús porque no era latino; de aquel Sadoleto que a pesar de su austera piedad recita de memoria los versos más impúdicos de Bautista el Mantuano; de aquellos Guichardini y Maquiavelo que consideraban la religión como un gran medio de gobierno y de represión por el imperio que ejercía sobre los tontos, a pesar de que la religión y la Iglesia habían acarreado la ruina y la deshonra de Italia, y cuyas obras protegían aquellos pontífices del Renacimiento que llamaban inteligencia hermosa a Lutero, que se valían de la excomunión para proteger la propiedad literaria de Ariosto, que se despojaban de la púrpura y se coronaban de laurel para improvisar versos latinos ante la exhumación de una estatua de la antigüedad, y que se coronaban de modo que hubiera podido preguntarse si era el Pontífice de la religión pagana el que iba a coronarse, pues a las alegorías e inscripciones gentílicas se unían los elogios de cardenales como Bembo, que decía al tribunal apostólico que León X había sido elegido por el favor de los dioses inmortales, llamando diosa Lauretana a la Virgen de Loreto y haciendo escribir al Papa mismo cartas en que, llamándose a la Santísima Virgen diosa, se pedía el auxilio de un monarca por los hombres y por los dioses.

Y todo esto, mientras acaso en el fondo de misteriosos antros se realizaban ya las últimas consecuencias del Renacimiento pagano, inscribiendo su nombre Pomponio Leto como Pontífice máximo del Paganismo renacido, y tejiéndose la corona de lauro que apareció suspendida sobre la puerta de la habitación del médico de Adriano VI al día siguiente de la inesperada muerte de este Papa enemigo del Renacimiento, corona en torno de la cual se leía: «Al libertador de la patria, el Senado y el pueblo romano.»

No quiero alargar más esta carta, que al fin y al cabo va dirigida a usted, recordándole cómo, a pesar de todos estos errores, la obra del Renacimiento literario fue incompleta, pues si la adoración de todo lo pagano pudo rehabilitar los vicios del Paganismo, el arte griego no pudo resucitar a impulso de aquel falso movimiento de galvanismo extraño a todas las energías de la vida. El mismo idioma latino perdió su precisión filosófica en los escritores renacientes, sin haber adquirido, por propia confesión, la elegancia y la fluidez de los grandes escritores clásicos, cuyo uso, norma del lenguaje según ellos, y cuya pronunciación les fueron totalmente desconocidos.

Pero aunque comprendo que como literato sostenga usted la superioridad del latín del Renacimiento sobre el latín de la Edad Media, no lo comprendo si lo sostiene usted como filósofo. «La belleza de una obra científica es naturalmente púdica, ha dicho un filósofo de este siglo, y esquiva todo ornamento que no sea la propiedad en los vocablos y el orden de su disposición en el discurso.» ¡Qué bueno fuera que Santo Tomás, por ejemplo, en vez de aquel estilo cuya densidad metálica ensalzaba Gratry y cuya exactitud precisa enamoraba a Balmes, que decía que Santo Tomás pesaba las palabras como metal precioso, estilo que comparaba Lacordaire con los «lagos límpidos», y con los «cielos trasparentes», porque dejan ver la verdad en sus mayores profundidades, como aquellos dejan ver los peces y las estrellas, y que el P. Secchi compara por su celeste serenidad «con el mismo verbo de Dios», usara un estilo de Renacimiento, en que después de invocar a los dioses y a las musas, sacrificara a la triste parodia de una frase de Cicerón, la precisión de una palabra técnica de la que pendiera la inteligencia de un misterio divino de la religión católica!

No, las lenguas no son ni pueden ser Fetiches, objeto eterno e impasible de la adoración de las generaciones que pasan; la lengua tiene que ser, ante todo, fiel expresión de nuestros pensamientos y a una nueva religión y a una nueva ciencia un nuevo idioma. Sólo que así como la religión católica no destruía la naturaleza, ni la sociedad, ni la ciencia, sino que las purificaba y dirigía; así la Iglesia no destruyó el latín, antes bien hizo de él su propia lengua, menos armoniosa acaso a los oídos de un retórico, pero más propia para explicar los sublimes principios de la metafísica cristiana informada por los misterios divinos de la religión católica.

Vives, el mismo Vives, a quien usted tanto respeta, lo dijo, si no mienten los autores, en estas tres científicas palabras: «A christianis christiane.» Que lejos de considerar como bárbaras, como hacían los renacientes italianos, las letras sagradas, decía que los escritores cristianos eran iguales con frecuencia en elegancia y belleza, y a veces superiores, a los antiguos.

Deshecha, a mi parecer, esta clave fundamental del error, o mejor de la preocupación que avasalla hoy su ingenio, seducido por los brillantes recuerdos de una literatura que usted posee y en cuyos senos ha penetrado usted tan adelante, merced al gran conocimiento de las lenguas sabias de la antigüedad que usted tiene, réstame sólo recordar que si bien es cierto que, además de la soberbia, de la codicia y de la lujuria del heresiarca y de sus corifeos, fue efecto también la protesta de la envidia salvaje de los herejes, pudiéndose considerar la Reforma como brutal retroceso del grosero espíritu germánico contra el espíritu latino cultivado y brillante en aquellos días, no es menos cierto que la Reforma encontró pretexto y causas a la vez en el malhadado Renacimiento, que le dio ocasión con sus vicios y fuerza con sus elementos, que le preparó el terreno descristianizando las muchedumbres y que le franqueó la entrada en la cristiandad, siendo causa de que no se le pusiera pronto y enérgico remedio, y de que los sabios renacientes, más fuertes en Platón que en los Santos Padres, no esgrimieran armas contundentes contra el monstruo de la herejía, hasta que de España, sobre todo, vinieron aquellos grandes escolásticos, hijos fieles de Santo Tomás, que más apartados del movimiento renaciente combatieron a la Reforma con las bien templadas armas de la Edad Media.

Lutero, discípulo del humanista Trebonius, asombro, según Melanchthon, de la academia de Erfurth por sus conocimientos renacientes, que le hacen ensañarse joven aún contra la barbarie escolástica, y despreciar las Sagradas Escrituras hasta el punto de confesar que a los veinte años no había oído una línea, y que hasta cuando, herido por el rayo, abandonó la vida mundanal por el convento, lleva debajo del brazo, como preciosas reliquias, a Plauto y a Virgilio; Lutero, encanto de la universidad de Wittemberg, foco del humanismo en Alemania, que haciendo coro a Hutten, a Reuchlin y a Erasmo en sus burlas sangrientas contra la Edad Cristiana, contra la escolástica y contra las órdenes religiosas, esa trinidad odiada por el Renacimiento, la Revolución y la Reforma, se deshace en elogios de las bellas letras, del latín y del griego renacientes; Lutero, que ante la Roma de los Médicis siente retorcerse en sus entrañas el torcedor de la envidia, que le hace deprimir lo que ambiciona, y que como aventurero que en día de saco entra a sangre y fuego en una ciudad para gozarse con sus riquezas y placeres y destruir las que no puede utilizar, arrojando el nombre de sus vicios a la frente ensangrentada de sus víctimas, clama contra los vicios paganos que cuidadosamente guarda entre los pliegues de su hábito para adorarlos en Alemania; Lutero, que mientras esmalta sus sermones con los nombres adorados del Renacimiento, quema con las Sagradas Escrituras las obras de Santo Tomás, tan odiadas de los renacientes, y que muestra proclamar la emancipación del pensamiento, la emancipación de la carne y la emancipación del estado, esto es, el racionalismo, el sensualismo y el cesarismo, los tres principios fundamentales del Paganismo que rehabilitó el Renacimiento, se desata en diatribas contra Santo Tomás y la iglesia tomística, como llama a la iglesia católica; prueban evidentemente lo que ya dijo Erasmo del Renacimiento y la Reforma: «Ego posui ovum, Lutherus exclusit.»

Y no se olvide usted que Erasmo es, a la vez que juez durísimo en la materia, prueba incontrastable de lo que afirmo.

Erasmo era la personificación del Renacimiento por excelencia. No es pedante como Pomponio Leto, ni ignorante como Pomponazzi; no es pagano como Ficino; aunque para él vale más saber griego que saber todo lo demás, y aunque no se cansa de atacar a la escolástica, a los frailes y a la Edad Media, y aunque el pobre Lutero, según él, no ha cometido más pecados que atentar contra la tiara de los pontífices y contra la panza de los monjes, se conserva, al menos exteriormente, dentro del campo católico, y sin embargo usted recuerda aquel dicho común tan elocuente que atestigua la casi identidad de estas dos personificaciones y de estos dos movimientos: «Aut Erasmus lutherizat, aut Lutherus erasmizat.»

No, no cabe negarlo. Los críticos modernos más amantes del Renacimiento y más enemigos de la Reforma lo confiesan; por más que no hace mucho que el original Letamendi haya llamado al Renacimiento la Grecia en gracia de Dios frase que hubiera seguramente indignado a los renacientes italianos, más cuidadosos y amantes que de la gracia de Dios, de las gracias y de los dioses. Pero aún disculpando a los renacientes, no se puede negar que en ellos encontró aún a pesar suyo sus auxiliares la herejía, sin contar los que la siguieron, que no fueron en menor número, pues como el conde Alberto de Carpi escribía a Erasmo, que lo reconocía también, «entre los alemanes todos tos amantes de las bellas letras se han convertido en fautores de Lutero.»

Como en Italia, aparte aquellos espíritus inconscientes y tímidos que siempre se detienen en las premisas, los demás se habían entregado al Paganismo por completo, no puede negarse, so pena de negar la historia, lo que con frase elocuente confiesa un partidario del Renacimiento en nuestros días: «Que la tea de la Reforma se encendía en la antorcha del Renacimiento.»

Por las mismas razones que nos prueban de dónde nos vino la enfermedad, se prueba de dónde nos vino el remedio.

A la sociedad cristiana paganizada no le quedaban más que tres caminos: o morir pagana como Cosme de Médicis en brazos de Platón; o precipitarse en brazos de Lutero con Melanchton; o volver los ojos a la fe de los grandes días del Cristianismo, como el magnifico Lorenzo volvía en sus últimos instantes los moribundos ojos, apartándolos de las maravillas neopaganas que decoraban su estancia, al tosco Crucifijo de madera que le presentaba la diestra del mártir tomista Savonarola.

Europa siguió este último camino, y Europa se salvó, recordando que allá en el siglo XIII, en el momento más crítico de su existencia, cuando por todas partes la cercaban peligros, Santo Tomás la salvó con su doctrina de los errores aristotélicos, averroístas y escolásticos, del cesarismo pagano, del fatalismo oriental, del antimonarquismo universitario, del racionalismo y panteísmo claustral, del kabalismo judaico y del misticismo de los herejes. Volvió los ojos a esta doctrina con la que Juan de Montenegro había vencido a los griegos en el concilio de Florencia, y Torquemada había brillado en Basilea, y Fr. Diego de Deza había comprendido a Colón, y Cayetano había asombrado a Italia y a Alemania, y Vitoria había restaurado las universidades europeas; y llamando en su auxilio a los grandes tomistas alemanes como Getino, polacos como Stono, ingleses como Fischer, italianos como Tomás de Vio, clamó con ronco acento hacia España, donde el Renacimiento propiamente tal no había penetrado apenas, donde el estudio de las lenguas sabias se utilizaba imprimiendo la Poliglota complutense en vez de las obras impúdicas de la antigüedad pagana, donde en lugar de Erasmo brillaba Vives, y donde, como efecto a la vez que como causa de todo esto, se cultivaba el estudio de Santo Tomás; y España entonces abrió los claustros gloriosos de sus conventos y sus universidades, y envió contra el monstruo de la Reforma aquel batallón sagrado de teólogos tomistas que pelearon en Trento derrotando al protestantismo para siempre con la doctrina de Santo Tomás de Aquino, que a cada paso se consultaba, deteniendo las deliberaciones hasta conocer su opinión, a pesar del desprecio con que la cubría el Renacimiento; plagiándole hasta sus palabras mismas para ponerlas en los decretos del concilio, a pesar de estar escritas en latín bárbaro según los pedantescos renacientes, y cuya obra magistral, la Suma, se colocó en pleno siglo XVI con las Sagradas Escrituras en la cima más culminante de la cristiandad verdaderamente renacida.

En tanto Lutero, ejecutando la sentencia que contra unas y otras había fulminado el Renacimiento, las quemaba constituyéndose en su verdugo, y tanto él como todos sus secuaces, considerando a los renacientes o como adversarios de escaso mérito y valor o como auxiliares, sólo decían al atacar los alcázares del Cristianismo: «Tolle Thomam et dissipabo ecclesiam Dei.» A lo que los doctores cristianos, defendiéndolos, contestaban, arrojando de sus manos a los adoradores de Platón: «Consulamus divum Thomam.»

Que tanto en uno como en otro campo, venidos ya a las manos y metidos en lo más recio de la pelea, se procuraba para herir en el corazón despojar al enemigo de su pavés, y si buscaban para esgrimir las armas más templadas los enemigos de la cristiandad, la cristiandad del siglo XVI no encontraba escudo más resistente para defenderse ni arma de mejor temple para atacar que la doctrina de Santo Tomás, forjada en los grandes días de la Edad Media por aquel gigante de la escolástica.

Aún considerando a los renacientes incompletos que pelearon por la verdad, los papas que los habían preferido a los tomistas debieron recordar aquella fábula del pastor que trocó su fuerte y poderoso mastín por diez gozques pequeños, creyendo resguardar mejor su rebaño, y que cuando vino el lobo, tuvo que buscar de prisa su mastín porque los ladradores gozquecillos no impedían el destrozo de sus ovejas.

Si usted, que es uno de los hombres que más respeto y admiro, no sólo por su erudición asombrosa en tan cortos años reunida, sino por su crítica atinada y lucido criterio, se detiene, dejando aparte toda pasión de polémica y toda impresión de momento y de lugar, a considerar estas razones, no dudo ni por un instante que, aparte tales diferencias, convendrá usted conmigo en lo sustancial, confesándome sin rebozo que la mayor parte de los cargos que usted hizo al tomismo fueron alardes de ingenio y de erudición con que usted quiso, parodiando los actos académicos de otros días, probar que se podían defender los excesos del Renacimiento, acaso con cierta secreta satisfacción del amor propio envanecido, producida por la íntima convicción de que entre los que cultivamos las letras no había ninguno capaz de deshacer su tesis de usted aún teniendo de su parte el auxilio de la razón y el testimonio de la historia.

Yo, después que usted me confiese lo primero, no tengo reparo en confesarle lo segundo. Así es que en vez de pelear contra usted, lo que hago es un llamamiento a su sentido moral, para que no abusando más de la broma, sin deslustrar el mérito de Vives y las grandezas del Renacimiento español, que soy el primero en proclamar, contribuya usted con su recto juicio y su prodigiosa ilustración al glorioso Renacimiento cristiano a que, después de tres siglos de Reforma, de Enciclopedia y de Revolución, estamos asistiendo en nuestros días.

Si usted, atento a la voz de este llamamiento amistoso, no ve en estas páginas una tesis que combatir, ni en esta discusión un juego de retóricos, y encerrándose dentro de sí, y posponiendo sus tentaciones literarias y su arsenal de erudición a su deber filosófico, trata usted de restablecer toda la verdad en la cuestión presente, trocándose de mi adversario en mi maestro, nada me quedará ya más que hacer sino soltar la pluma, para batir con más facilidad las palmas al ver cómo usted me enseña las paradas y respuestas que tienen las estocadas y tajos con que usted me maltrató en su epístola.

¡Qué carta entonces la de usted, amigo mío! ¡Qué, gran vindicación de la Edad Media! ¡Qué panegírico de la escolástica y del tomismo! ¡Qué flagelación de los excesos del Renacimiento! ¡Qué análisis tan profundo del Renacimiento español, tan distinto del italiano! Como abogado del diablo en la causa de beatificación de la Edad Cristiana, que al ver que por torpeza de sus defensores va a quedar sin honor el varón justo a quien tuvo por exigencias de su papel que atacar, restablece en su réplica la verdad sobre las virtudes de su alma y sobre la santidad de su vida; así usted en esta carta deshará con mayor crítica y erudición los cargos que amontonó usted en su acusación primera.

De seguro empezará usted acusándome de que no supe leer su epístola, en la que además de los elogios ya citados sobre Santo Tomás y su doctrina, me recuerda usted que «hablaba como bibliógrafo español» y no como filósofo al ponderar autores antiescolásticos; que a la escolástica llamó usted «no una sino las dos terceras partes de nuestra filosofía»; que a pesar de que «el neotomismo cobra de día en día fuerzas mayores en España, y que sus secuaces son tan respetables por su número como por su saber», «sería una herejía científica considerar inútil una reimpresión más de las obras de Santo Tomás en nuestra patria», a pesar «de haber sido tantas veces reproducidas por la estampa, de ser tan conocidas que se encuentran en todas las bibliotecas y en todas las manos, y cuando en todo el orbe cristiano se trabaja sin cesar sobre sus admirables escritos y en cien formas se le expone y se le reproduce»; que aunque usted «no es todavía tomista, quizá lo será mañana», pues aunque, hoy por hoy, «es vivista», «el vivismo no es adverso al tomismo, ni mucho menos», antes bien lo considera «como un hermano mayor», razón por la que usted «lo venera, respeta y acata como puede hacerlo el más fervoroso de sus adeptos.» Que si habló usted del bárbaro estiércol de la escolástica, debajo del cual se hallaba oro según Leibnitz, añadió usted que Leibnitz «se equivocaba en lo del estiércol como todos los de su época», y que si bien dice usted que aplaude las invectivas del Renacimiento contra la barbarie de la escuela, a renglón seguido tiene usted cuidado de añadir «que no es usted partícipe de la preocupación en otro tiempo general contra el lenguaje y estilo de los escolásticos», porque «sabe que, habiéndose encontrado con un latín decadente y de malas condiciones para la filosofía, crearon una lengua y un estilo especiales analíticos y precisos», en la que «escribieron con vigor y con fuerza», y que aunque Santo Tomás de Aquino sobresalga más «como pensador que como artista, no ha de ser usted el que haga observaciones literarias tratándose de un Santo Tomás de Aquino»; que al ponderar la obra de Vives no halla usted mayor elogio para él que compararla con la obra de Santo Tomás, y que al ensalzar los tomistas del Renacimiento no encuentra usted alabanza más grande que llamarles «dignos discípulos de Santo Tomás de Aquino.» Que tiene usted buen cuidado en advertir que por lo general «no fueron tomistas los escolásticos que sucumbieron a la Reforma»; y finalmente, que aunque «suscribe usted con todo el entusiasmo de que es capaz a los elogios que yo hice de los tomistas españoles, que constituyen una de las páginas más brillantes de nuestra historia científica», le aqueja a usted «el temor de haber hablado con irreverencia de luminoso, sublime y fecundo tomismo», por lo que encarecidamente me ruega «no considere su carta como un escrito antitomista, sino como «palabras ligeras» con que usted, «encontrando demasiado tirante el arco por una parte, probó a doblarlo por la otra quizás con exceso»; y después de darme esta lección preliminar para que «aprecie su posición de usted respecto al tomismo», me irá usted enseñando los quites propios de cada acusación con estas o parecidas palabras.

Al cargo de que el tomismo no es la verdad total, porque ésta se encuentra en la deseada armonía de Platón y Aristóteles, y Santo Tomás sólo tuvo en cuenta a Aristóteles, y Aristóteles incompleto, pues no le conoció en sus fuentes como le conocieron los renacientes, usted contesta diciendo que Santo Tomás tuvo en cuenta a Platón, como se echa de ver en los elementos platónicos que se hallan en sus obras, y que tomó no sólo de Platón mismo, sino de San Agustín y demás padres de la Iglesia griega y latina que le siguieron y de los místicos que le estudiaron; que lo que tomó de Aristóteles principalmente fue el método,como lo que Santo Tomás tuvo que hacer fue más que un tratado crítico de Aristóteles, una creación filosófica nueva en vista de los problemas suscitados por estos genios de la filosofía, y una refutación de sus errores, tal como entonces emponzoñaban a la cristiandad, le fue más útil conocerlo como lo conoció entonces, completado con menos errores y comentarios para bien de la cristiandad y de la filosofía; y esto sin olvidar que escritores muy graves sostienen que Santo Tomás leyó a Aristóteles en griego, y sin olvidar que a instancia suya lo tradujo el famoso Wiliermo de Moerbeka, renombrado orientalista.

Que al cargo «de que la escuela con Averroes y antes de Averroes había sido un semillero de herejes como Scoto Erigena, Berengario, Abelardo y Roscelin», usted contesta que estos herejes salieron en tiempo y al lado de la escolástica, pero no de ella, sino a pesar de ella, como todas las herejías salieron de las verdades dogmáticas y de la Escritura, pero no producidas por éstas, sino a pesar y con ocasión de éstas; y de la escuela salieron los que los derrotaron, como San Francisco, San Anselmo y San Bernardo, Guillermo de Champeaux, Hugo y Ricardo de San Víctor, Alberto Magno, Alejandro de Hales, Enrique de Gante, y finalmente Santo Tomás que los enterró bajo el inmenso peso de su gloria.

Que al cargo de que obreros del Renacimiento y no tomistas eran los que trabajaban en la Políglota complutense, se debe contestar diciendo que sobre que falta averiguar si eran o no tomistas algunos de los que trabajaron en la Políglota, no se puede en justicia llamar obreros del Renacimiento, que llamaba a las Escrituras letras bárbaras, posponiendo su estudio al de Platón y alguno al de sus propias obras, a los que imprimían tan soberbiamente en sus primeros tomos la vulgata, tan despreciada por el Renacimiento y quemada después por la Reforma, sino más bien obreros que trabalaban por impedir que el Renacimiento paganizase nuestra patria, y que lo que está averiguado es, que si no lo fueron no fue porque no pudieran serlo, pues tomistas eran Agustín Justiniani, autor de la Octapla, y Santes Pagnini, autor de obras que aún hoy son muy estimadas de los orientalistas, y que escribieron al mismo tiempo que se imprimía la Políglota complutense, mientras venía al seno de la Iglesia el famoso orientalista Pablo de Santa María, convertido por la lectura de las obras de Santo Tomás, y su hijo, y sucesor en el obispado de Burgos, D. Alfonso de Cartagena; y esto sin contar los grandes orientalistas compañeros de Santo Tomás en religión y doctrina, como Fray Hugo y Fray Pedro, enviados por Gregorio IX a conferenciar con los griegos y que tan brillante papel desempeñaron en Nicea y Ninfea; como Raimundo Martín, autor de la obra del Pugio Fidei que plagia un escritor en el Renacimiento, y sus siete compañeros destinados por el capítulo de la orden en Toledo para desempeñar cátedras de estudios orientales como las que por el mismo tiempo abrieron los hermanos predicadores en Murcia, Játiva y Estella, como Pablo Cristiano y Puigventor y demás hijos de Santo Domingo, que San Raimundo de Peñafort asignó al estudio y enseñanza de estas lenguas; como Fray Aroldo de Florencia y los dominicos que escribieron contra errores grœcorum; como los sabios hermanos de Santo Tomás que, tres siglos antes de que se imprimiese la Políglota presentaban a Europa una Biblia de cuatro tomos en folio, fruto de la reunión, comparación y estudio de gran número de manuscritos antiguos, griegos, hebreos y latinos; como Guillermo de Moerbeka, que trasladó del griego al latín varios libros de Aristóteles a instancia de Santo Tomás de Aquino; como el célebre Bonanerrio, que escribió en griego el Thesaurus fidei, obra llena de erudición y de ciencia; como Gofredo de Walerfodia y como Nicolao de Florencia, y Andrés Doto y tantos otros dominicos como, en medio de la general rudeza, cultivaron el griego, el árabe y el hebreo, no para resucitar las obras impúdicas del arte antiguo, sino para defender a la religión y a la civilización europea de los errores orientales que amenazaban hacer del Oriente un bajo imperio o un estado del Asia, los cuales merecieran atraer por sus heréticas cavilaciones y por su fatalismo panteísta la barbarie asoladora de Omar o el azote cruel de Mahometo.

Que al cargo de que Pomponazzi dudó de la inmortalidad del alma siendo escolástico y no se levantó a responderle ningún tomista, sino un peripatético clásico, Nipho, se le refuta contestando que Pomponazzi fue un aristotélico renaciente a la sombra de Alejandro de Afrodisia, muy ensalzado por los protestantes y los racionalistas, que era tan escolástico que llamaba ilusiones y decepciones falsas y absurdas a las doctrinas de Santo Tomás, y que sólo consentiría en aceptar sus doctrinas, imposibles según él, y en someterse a las sagradas Escrituras, por obedecer a Platón, «que dice que es una impiedad no creer en los dioses ni en los hijos de los dioses.» Que a este renaciente naturalista le contestaron, además de Nipho (que entre paréntesis era panteísta), Alejandro Achillini, que aunque averroísta era escolástico; Contarini, de la ilustre familia veneciana, que fue después cardenal; Ambrosio, arzobispo de Nápoles, y los tres frailes, probablemente tomistas, Bartolomé de Pisa, Jerónimo Banelliere y Silvestre Pereira, sin contar aquel ermitaño de Nápoles que le denunciaba como hereje e impío, mientras el ilustre renaciente, el famoso cardenal Bembo lo defendía delante de la corte romana, sosteniendo que su libro De inmortalitate no encerraba nada contrario a la verdad; sin olvidar que mientras Pomponazzi y sus amigos se quejaban continuamente de los portadores de hábito que, educados con la doctrina tomista, les perseguían en sus errores, los obreros del Renacimiento se adherían a las doctrinas de Pomponazzi, como lo hicieron Simón Porta, Lázaro Bonamico, Julio César Escalígero, Santiago Zabarella, Daniel Bárbaro, Simón Porcio, cuya obra sobre el alma era más digna de un puerco que de un hombre «según Gessner»; Andrés Cesalpino, partidario de la generación espontánea; Galeotto Marcio, protegido por los reyes y los pontífices, y obligado a retractarse por los tomistas dominicos, y tantos otros sofistas como florecieron en el Renacimiento al calor de aquella filosofía, verdadero producto híbrido de mezclas tan extrañas y cuya personificación más ilustre es el famoso Juan Pico de la Mirándola, educado en la corte de Lorenzo de Médicis con aquellas doctrinas mixtas compuestas de kábala y gnosticismo, neoplatonismo y judaísmo, revestidas con el brillante manto de la literatura clásica y adornadas con trofeos de Aristóteles, Averroes y Epicuro, que le hacen caer en la herejía, de la que, a semejanza de la sociedad que simboliza, sólo se levanta cuando, abandonando sus errores renacientes, muere en brazos de los hermanos de Santo Tomás de Aquino.

Que al cargo de que el tomismo era incapaz de acabar con el averroísmo, se contesta con la lectura de las obras de Santo Tomás, especialmente de la Summa contra gentiles, con la expresión de los mismos renacientes que dijeron por boca del mismo Pomponazzi que «Averroes fue talmente zurrado por Santo Tomás, que no le quedó otro recurso que vomitar contra él injurias», y por el testimonio de la cristiandad, que celebró con magníficos y colosales frescos por manos de Gozzoli, de Gaddi y de Traini el triunfo de Santo Tomás de Aquino, debajo de cuyos pies victoriosos se revuelca impotente y vencido, con el Gran comento en la mano, el temible Averroes.

Que al cargo de que los escolásticos olvidaron un poquito la experimentación, se contesta no sólo con recordar a Miguel Scoto, Vicente de Beauvais, el gran Rogerio Bacon, Raimundo Lulio y los alquimistas, y sobre todo a Alberto el Magno, tan ponderado por sus observaciones naturalistas por Humboldt, sino con las mismas palabras de la acusación, pues habiendo sido por lo general la física escolástica un comentario de Aristóteles, si Aristóteles no descuidó la experimentación tampoco la descuidaron los escolásticos, pudiendo además añadir a guisa de posdata los nombres de Alejandro Spina, inventor de los anteojos, Domingo Ceva, que escribió sobre gnomónica, Ignacio Dante, «uno de los matemáticos más insignes que brillaron en la corte del gran Cosme de Médicis»; que no sólo fueron escolásticos, sino hasta tomistas y dominicos, coronando estos nombres con el de Tomás Campanella, que sin dejar de ser tomista, se dedicó con ardor a la experimentación, fundando antes que Bacon, sobre este procedimiento exclusivo, el estudio de las ciencias naturales.

Que al cargo formulado con las palabras barbarie de la escuela, sinónimo en su carta de usted de barbarie literaria, esto es, que Santo Tomás y los grandes escolásticos de la Edad Media no escribieron un latín digno de Cicerón y de Virgilio, se debe responder, además de que la belleza de la forma en una obra filosófica consiste en la claridad y la precisión más que en la elegancia de los giros y en lo castizo de las palabras, de que no es razón juzgar del fondo por la forma y de que los famosos renacientes que todo lo sacrificaban a escribir como Cicerón, nunca pudieron conseguirlo, acusándose mutuamente de su impotente ignorancia y confesando que mejor que ellos hablarían el latín los palafreneros de Roma, estas palabras arrancadas por la manía pedantesca de los renacientes italianos al mismo Erasmo, tan enemigo de la Edad Cristiana y de los frailes y tan adorador del latín y del griego: «Es maravilla, exclama dirigiéndose a los renacientes italianos, cómo rebajáis a los Santos Padres de la Iglesia, a los grandes escritores de la Edad Media, a Santo Tomás, a Escoto, a Durando y demás. No halláis palabras con que denunciar su BARBARIE, y sin embargo, considerando, el caso con sangre fría, esos GRANDES HOMBRES que no hacen alardes de ser elocuentes ni ciceronianos, SON MÁS CICERONIANOS QUE TODOS VOSOTROS JUNTOS.» Erasmo lo prueba con las enseñanzas mismas de los clásicos y la confesión de los renacientes, que califica de gran escritor (esto es, de ciceroniano) al que habla bien, exigiendo para merecer este nombre dos condiciones precisas: conocer a fondo el asunto, y tener corazón y convicción para expresarlo. «Ahora bien, añadía irritado Erasmo, probadme que los escritores cristianos no conocen las cosas que hablan ni tienen el corazón y la convicción para expresarlas.»

Es evidente, el latín escolástico les parecía bárbaro a los paganos renacientes porque no comprendían las ideas de que eran expresión, y así como el latín pagano no podía servir al cristianismo, al paganismo renaciente no podía servir de intérprete el latín cristiano. Por eso nosotros, al oír cómo llaman bárbaro el latín de la Iglesia los renacientes, no podemos menos de recordar aquel verso de Ovidio: «Barbarus hic ego sum quia non intelligor ulli.» Erasmo, además de probar a los renacientes que, según su criterio, también Cicerón fue un bárbaro, puesto que empleó palabras desconocidas y nuevas, se burla de los que quieren hacer nuevos Cicerones con el estudio del latín pagano, diciéndoles que harán charlatanes, pero no grandes oradores y escritores como el antiguo cónsul; y tenía razón Erasmo: si la palabra supone el pensamiento, el calor y la vida, ¿qué vida y qué calor podía tener el pensamiento pagano en una sociedad, a pesar de todo, cristiana, en boca de eclesiásticos y después de quince siglos de cristianismo? A esto solo cabe responder que, continuando el Renacimiento pagano, hubiéramos podido olvidar del todo el cristianismo, y acaso entonces hubiéramos llegado a escribir como Cicerón, lo que no valía seguramente la pena de deshacer la obra de Cristo; pues esto sí que sería barbarie, y barbarie del peor género.

Y contestados estos cargos, me recordaría usted, en auxilio de mis palabras sobre el amor que las universidades profesaron al luminoso tomismo, la historia de la universidad de Alcalá, fundada por el ilustre Cisneros, y de la cual dice D. Vicente de Lafuente que «tiene la gloria de haber vivido y muerto tomista desde su fundación hasta su último instante», «teniendo la honra de morir abrazada a la Suma»; y como prueba de que aún en las épocas de más decadencia científica en nuestra patria, tuvo elocuentes defensores el tomismo que se opusieron a la invasión cartesiana, me citaría usted el nombre célebre de Alvarado, conocido con el pseudónimo de El filósofo rancio; y en prueba de que la tradición tomista no se interrumpe en España, a Balmes, educado en el seminario tomista de Vich, consagrado a Santo Tomás por su madre, y que sus biógrafos nos presentan meditando sobre la Summa; y para justificar nuestros elogios a los tomistas españoles a que usted con tanto entusiasmo suscribe, nos presentará a nuestros místicos que, como usted dijo en aquella incomparable carta Perojina «tomaron los orígenes de su doctrina en la no interrumpida serie de místicos cristianos, en San Agustín, en Hugo de San Víctor, Gerson y San Buenaventura, amamantándose en las obras atribuidas con error al Areopagita» (elementos todos que se encuentran depurados y sintetizados en las obras de Santo Tomás), haciéndole a usted exclamar con evidente justicia que «nuestra mística sólo difiere de la de la Edad Media en la perfección artística, y en un poco de Platonismo, que entró durante el Renacimiento»; y me recordará usted que Santa Teresa, si no estudió autores escolásticos, encontró dirección y guía a las exaltaciones de su amor espiritual y místico en los tomistas dominicos que estaban encargados de su dirección espiritual primero, y en los tomistas carmelitas autores de los Salmanticenses, que la dirigieron después. Además me dirá usted cosas que ni siquiera sospecho, y que ha recogido usted de seguro en sus profundas y vastas investigaciones científicas en los archivos y bibliotecas del mundo sabio.

Y después de recordarme todo esto, me traerá usted a la memoria, como desagravio artístico de Santo Tomás, la influencia de su doctrina en Dante, y por Dante en las escuelas pictóricas que iniciaron y llevaron a cabo, elevándolo a su mayor perfección, el progreso artístico en Italia, y sus famosos himnos, aquellos himnos traducidos y puestos en música por los poetas y los artistas religiosos más célebres de la edad contemporánea, y de los cuales por sólo cuatro versos decía el poeta Santeuil que daría gustoso todas sus obras; y la resurrección de sus principios estáticos en el santo y mártir Savonarola, que aparece en la orgía artística del Renacimiento como un nuevo Pedro el Ermitaño, que predica la cruzada de todas las virtudes contra los vicios renacientes a fin de arrancar el sepulcro que Dios tiene en los altares, de manos del paganismo renacido, mientras enfrente de las tiránicas teorías de Maquiavelo, cuyo libro El Príncipe llamaba el déspota Federico II el Breviario de los reyes, coloca las doctrinas políticas de Santo Tomás; y la reacción que hoy mismo en nuestros días se levanta contra el realismo grosero de las artes en las obras de Félix, Taparelli, Jungmann y Marchese, que vuelven a buscar la determinación y guía de sus investigaciones estéticas en las obras de Santo Tomás, punto de partida inevitable de todo progreso filosófico en sí y en su aplicación a todas las esferas de la ciencia y del arte.

Y finalmente, y para acabar, como a modo de lección práctica de dialéctica, me enseñará usted cómo se deshace el ingenioso sofisma con que usted quiso mostrarme a que extremos puede llegar un ingenio y una erudición como la de usted cuando, por probar el ingenio o la paciencia del adversario, se propone sostener una paradoja tan contraria a la opinión corriente como que Melchor Cano no fue discípulo de Santo Tomás, sino de Vives.

Este sofisma, que empieza por separar, para oponer, lo que en este sentido es inseparable, como es la teología de la filosofía en la escolástica, olvidando que, aunque distintas en su origen, formaron en los escritos de Santo Tomás, un perfecto organismo en el que compenetrándose se completan, siendo por lo tanto imposible ser lógicamente tomista en teología sin serlo en filosofía, como se puede ver estudiando la relación de la cuestión de la gracia con la cuestión de la naturaleza y la causalidad eficiente, la que liga la cuestión del sacramento de la Eucaristía con la de la esencia o concepto de los accidentes, la que encadena la de la naturaleza, existencia y propagación del pecado original con la teoría del compuesto humano y de la generación sustancial del hombre, la que une aprieta estrechamente la de los actos humanos, la de las virtudes y vicios, la de las pasiones, la de la voluntad y el libre albedrío y hasta de la vida eterna con los fundamentos y desarrollos de su ética y de su psicología, relaciones que podríamos ir señalando en todos los puntos de la doctrina de Santo Tomás, y que plenamente confirma a modo de contraprueba la inevitable y perpetua consecuencia con que de toda derivación tomista en las cuestiones teológicas se desprende una derivación filosófica de las doctrinas de Santo Tomás, como plenamente se ve en el congruismo que, puesto enfrente de la gracia eficaz en teología, exigió que se presentase inmediatamente, como teoría filosófica, el concurso simultáneo enfrente del principio de la premoción física; este sofisma que sigue señalando como carácter principal para filiar las escuelas y los sistemas filosóficos el estilo literario del autor que los explica y los defiende, con lo cual se echa por tierra toda la genealogía filosófica, pues ninguno de los tomistas de hoy escribe como Santo Tomás y los tomistas del sigloXIII, ni estos como Aristóteles, ni aún hoy Vera escribe como Hegel, ni Tiberghien escribe como Krause, ni es posible que variado el gusto literario con las épocas y generaciories, pudiera trascender ninguna doctrina filosófica, ni continuar ninguna escuela, si éstas hubieran de clasificarse no por sus soluciones científicas, sino por su estilo literario.

Este sofisma, que continúa valiéndose de la palabra forma como equívoca para diferenciar la de Santo Tomás de la de Melchor Cano, y que aparentando referirse sólo al estilo, se refiere en realidad al método, suponiendo así diferencias donde hay sólo identidad, como sucede en el método que usaron Melchor Cano y Santo Tomás, que no es otro que el método escolástico, que consiste en proponer la cuestión, presentar los argumentos en contra, establecer su tesis con las pruebas correspondientes y contestar a las objeciones.

Este sofisma, que pretende apoyarse en unas palabras de Melchor Cano sobre quién es superior, si Aristóteles o Platón (cuando después de todo viene a coincidir con Santo Tomás en dar la preferencia a Aristóteles con cierta moderación y completándolo con doctrinas platónicas) (Probanda vero magis est divi Thomae opinio, ut adhibeatur moderatio quaedam), para deducir de aquí que no sigue la doctrina de Santo Tomás, cuando no rechaza en sus obras ni una sola de sus teorías teológicas ni filosóficas, antes bien, le vemos citarlas y aprobarlas a cada paso, como sucede, sobre todo, en su obra Relectiones de sacramentis; y calificarlo de vivista cuando él mismo dijo, sin que lo invalide el confesarlo (que es otra de las habilidades del sofisma), que si Vives señaló con acierto las causas de la corrupción de las ciencias, no anduvo tan atinado en proponer los remedios, lo cual (con permiso del sofisma) quiere decir que, en vez de declararse partidario de su filosofía, se declara abiertamente su contrario.

Sofisma al cabo que prueba, por lo absurdo y descomunal, el grado de sutileza de su claro ingenio y la opulencia de su atesorada erudición, que le ponen a usted en estado de asentar y casi probar, como cosa cierta y evidente, lo que es contrario a la realidad y a la común opinión de todos los doctos.

Lo mismo podría decir del suarismo presentado como doctrina distinta de la de Santo Tomás, que en casi todo lo que no sea relativo a las exigencias de la doctrina congruista y en alguna otra, como la distinción entre la esencia y la existencia, es idéntica al tomismo, habiendo bastante más distancia de ciertos pretendidos suaristas al gran Suárez que de éste a Santo Tomás; pero no quiero alargar ya más esta carta, que por lo pesada e indigesta lo mancha, cubre y llena de repeticiones, y por lo hinchado del estilo parece una producción de los pedantescos renacientes. Más valiera que, siguiendo el método escolástico, hubiera desenvuelto en dos cuartillas una serie de proposiciones que probadas a posteriori y lógicamente encadenadas entre sí, fueran al par que una demostración teórica, una demostración práctica de las excelencias del escolasticismo.

Pero ¿qué hacer? ya está escrita, y sin contestar a Perojo, de quien dio usted tan buena cuenta (y mucho siento no poder aceptar sus elogios, porque no me creo digno de merecerlos), teniendo a orgullo reconocer la inmensa superioridad de usted sobre mí, y dejando a un lado las ya para mi secundarias cuestiones referentes a la ciencia española, termino con un ruego que fervientemente le dirijo.

No sé lo que contestará usted a esta carta; pero puede usted darle dos contestaciones: una que me atrevería a llamar contestación de erudito; otra que calificaré de contestación de crítico y de filósofo. La primera consiste en desenterrar, cosa para usted que tiene toda una biblioteca en la cabeza sumamente fácil, todas las acusaciones que el Renacimiento primero, la Reforma después, el Cartesianismo más tarde, la Enciclopedia en seguida y el Racionalismo contemporáneo hoy, han formulado contra la Escolástica. A esta carta podría yo contestar victoriosamente después de muchos días de trabajo, de meditación y de consulta; pero como en el terreno de la erudición nuestras fuerzas son muy desiguales, me costaría mucho trabajo vencer, aún teniendo la razón de mi parte. La segunda consiste en colocarse en el observatorio de la crítica filosófica e histórica, y dejando aparte toda pasión y toda paradoja, apreciar los principios fundamentales, los efectos históricos y los resultados finales de los sistemas filosóficos en sus relaciones con la religión, con la política, con las artes, con las letras, con las ciencias y con la sociedad en que se formaron. A esta contestación no tendría más respuesta que dar que mi total aprobación. Estoy seguro de ello.

Lo conozco a usted demasiado para saber que si usted, cuyo prodigioso saber en edad tan temprana es un misterio que sólo puede explicarse reconociendo en usted un talento comprensivo, organizador y sintético que haya determinado a priori una dirección profunda y vasta en sus posteriores estudios, una memoria colosal, fácil y tenaz como que conserva estereotipado paro siempre lo que fugazmente atravesó por delante de los ojos y de los oídos, y una aplicación portentosa por la vocación intelectual y por la resistencia física que supone; se propone, elevándose sobre toda pasión de polémica y toda preocupación literaria, determinar fijamente el valor de la doctrina de Santo Tomás de Aquino, ha de rendir usted a esta gran manifestación científica de la verdad católica un homenaje profundo y completo, como el que espontáneamente ha rendido usted a la Inquisición española en su obra de civilización, en el transcurso de sus cartas.

Si así no lo hiciera usted, impotente yo para contrarestar, sus ataques, sólo me restaría apelar, como ahora apelo, del erudito que se colocó en un siglo que no era el nuestro, para esgrimir armas definitivamente relegadas al panteón del olvido por el fallo de la crítica histórica, y del erudito, que pertrechado con interminable arsenal de hechos sueltos y al parecer contrarios, apedrease el monumento levantado por esos hechos mismos completos y encadenados, o a pesar de ellos por la historia, al eminente crítico, teológico, filosófico, histórico y literario autor de la Historia de los heterodoxos españoles.

ALEJANDRO PIDAL Y MON.




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Carta al Sr. D. Alejandro Pidal y Mon


Mi carísimo amigo: Gracias mil por la brillante carta con que ha respondido usted a la mía de Florencia, de Abril de 1877, dándole más importancia que la que en sí tenía, y honrando a su autor con excesivos, aunque en boca de usted harto sinceros, elogios. Gracias también por la claridad con que usted ha explicado su opinión en los puntos en que disentíamos (más en apariencia que en realidad), proporcionándome con esto bien templadas armas, y abriéndome fácil y expedito camino para acabar esta amistosa escaramuza, que no quiero llamar polémica. Seré brevísimo, porque apremia el tiempo para la publicación de la segunda Ciencia Española, de la cual serán el mejor remate y corona las epístolas de usted.

Confieso que al comenzar a leer la última a que contesto, sentí cierta pena de ver a usted apadrinar las antiestéticas y peligrosas opiniones de cierta escuela, cuyos descarríos han merecido más de una vez las censuras de la Iglesia y de toda sana filosofía, especialmente de aquella cuyas banderas usted sigue. Dolíame de ver convertido a usted en tradicionalista, de la noche a la mañana. Que el abate Gaume (a quien Dios haya perdonado) condenara, en Le Ver Rongeur, en La Revolución y en cien partes más, el Renacimiento, y se empeñara en entroncar con todas las herejías, errores y revoluciones modernas, de Norte y Mediodía, de Oriente y Occidente, atribuyéndolo todo con pobre y estrecho criterio al estudio de los clásicos, ni más ni menos que esos historiadores progresistas que lo explican todo por la Inquisición y los Jesuitas, lamentable es, pero nada extraño. Al cabo, Gaume era tradicionalista, y, en consonancia con los principios de su escuela, debió discurrir así: todo lo que el hombre hace o ha hecho, entregado a las fuerzas de su razón natural y sin el auxilio de la revelación, es malo, vitando y pernicioso. Es así que los paganos no tuvieron lumbre de la revelación: luego debemos hacer con sus libros un auto de fe, abrir cuenta nueva, y figurarnos que no hubo más que hebreos en el mundo, hasta que vino Nuestro Señor Jesucristo.

Tales raciocinios, reducidos aquí a su forma más precisa y seca, moverían a risa, si lo piadoso de la intención no los disculpase. Esto es lisa y llanamente sancta simplicitas. Y es además, con leve diferencia, una de las proposiciones heréticas de Lutero, condenadas por la Bula de León X: «que todas las virtudes de los paganos son vicios.»

¡Pero usted, discípulo de Santo Tomás, y por ende de Aristóteles; sectario de una escuela pagana, en cosmología, en antropología y hasta en ética y política: usted, a quien el tradicionalismo ha de parecerle uno de los más funestos errores que han afligido a la Iglesia: usted, que tan briosamente afirma el poder y las fuerzas naturales de la razón humana: usted, de cuyos labios he oído que tiene al Estagirita por hombre casi divino por lo admirable de su teoría de la materia y de la forma: usted, que acepta y pone sobre su cabeza todas esas enseñanzas griegas, se me había de convertir en eco de ese sentimentalismo a la francesa, entre devoto y atrabiliario, que aquí han representado sólo algunos periodistas religiosos, discípulos de Donoso Cortés! ¿Qué dirían Melchor Cano y su maestro Francisco de Victoria, el Sócrates de la teología española si levantasen la cabeza? Pues qué, ¿imagina usted que en el auto de fe que Gaume o sus amigos hiciesen, habían de escapar inmunes la Metafísica, ni el Organon, ni la Política del hijo de Nicomaco, aunque la sombra de Santo Tomás los escudase? Capaces eran de quemar a Santo Tomás mismo por haber gastado el tiempo en comentar esas profanidades, y a San Agustín por sus aficiones platónicas, y a San Jerónimo por sus aliños ciceronianos, y a San Juan Crisóstomo por la pícara afición que tenía a Aristófanes, a San Basilio por aquel tratado suyo Del provecho que se saca de los antiguos y a todos los Padres de la Iglesia, en suma, por lo mucho que se acordaban de las ollas de Egipto. Y entonces la educación católica no sería aquella amplia, generosa y espléndida de las universidades de los tiempos medios, ni la del siglo XVI en que San Carlos Borromeo hacía imprimir para las jóvenes milaneses las comedias de Terencio, sino una educación hipócrita, raquítica y endeble, incapaz de resistir al más leve ataque de la impiedad moderna, que no es ignorante y ligera como la del siglo pasado, sino docta, razonadora y fría (en todas partes menos en España, se entiende), y que busca armas en todos los arsenales de la erudición sagrada y profana. No es que se pretenda hacer étnicos a los muchachos desde los bancos de la escuela: lo que deseamos es unir en fecundo y estrecho abrazo, como lo han estado en todas las grandes épocas de la Iglesia, el estudio de ambas antigüedades, para que dentro de un espíritu cristiano, ortodoxo y purísimo, la vida, la animación, la serenidad y la armonía lo penetren e informen todo, así en la ciencia como en el arte.

Pero repito que usted está con nosotros, y en manera alguna con Gaume y los suyos. Usted es un espíritu recto y delicado, amante de todo lo que es verdad y belleza, y usted no puede condenar ni quemar lo que sus maestros adoraron. Su carta de usted hace tales concesiones, que ellas bastan para tejer mi defensa. Un solo punto nos separa, y éste es una cuestión de nombre: el distinto significado que damos a la palabra Renacimiento. Usted le limita a los siglos XV y XVI: se fija en algunos aspectos suyos, en las aberraciones de algunos artistas, y enérgicamente le condena. Pero el Renacimiento no es eso, ni así le entiendo yo, ni así le he entendido nunca, y usted mismo va a darme la razón. ¿No llama usted verdadero Renacimiento al de su adorado siglo XIII? ¿Y Renacimiento de qué? pregunto yo. ¿Acaso del espíritu cristiano, que no estaba muerto, y que fue poderosísimo en toda la Edad Media? ¿Quizá de la ciencia de los Padres? ¡Pero cómo, si éstos eran la habitual lectura de entonces! Algo renacería para que aquello pudiera llamarse Renacimiento. Y venimos a sacar en consecuencia que este algo es la ciencia pagana de Aristóteles, mejor interpretada por Santo Tomás que por los anteriores; y es el arte de Dante, que toma por guía y maestro a un pagano, salva de las llamas eternas a los gentiles que se le antoja, llena su trilogía de símbolos y alegorías mitológicas (a veces con muy mal gusto), dándoles, eso sí, todo el sentido católico que usted quiera; y llama a Jesucristo el sumo Jove que fue crucificado por nosotros:


E se licito m'è, o sommo Giove,
Che fosti'n terra per noi crocifisso,
Son li giusti occhi tuoi rivolti altrove.



Ya sé que como se trata de Dante, a quien hemos convenido en llamar el poeta católico por excelencia, se encontrarán a esto mil disculpas, y volveremos al arte simbólico y al alto sentido, etc., etc.; pero, con franqueza: ¿qué diría usted si encontrase esas enormidades en un pobre poeta renaciente, en Sannazaro o en Vida? ¿No tocaría usted el cielo con las manos? Pues de esa injusticia me quejo yo, y diré siempre a los admiradores incondicionados del siglo XIII, que no es muy puesto en razón tirar piedras al tejado del vecino, teniendo de vidrio el propio, ni hay para qué escandalizarse tanto de la inofensiva pedantería de llamar a los cardenales Padres conscriptos. Ya ve usted que el llamar Júpiter a Dios tampoco fue invención de los humanistas. Cosas son éstas que, después de todo, más atacan los fueros del buen gusto que los del dogma. ¿Cree usted que ninguno de aquellos paganos del tiempo de León X era bastante inocente para tomar por lo serio esas retóricas e imaginarse que vivía en la Roma imperial, y que iba a tornar a levantarse el ara de la Victoria, abrirse las puertas de Jano bifronte, caer la blanca víctima del Clitumno bajo la segur del sacrificador, y humear de nuevo el incienso ante las aras de Júpiter Capitolino? Todo esto no pasaba de ser un dulce recuerdo, bueno para dicho en verso o en oraciones de aparato; una pura convención académica, como lo ha sido en tiempos más cercanos el amor a los trajes, usos y muebles de la Edad Media, traído por el Romanticismo. Si el Renacimiento no hubiera sido más que eso, antes deberíamos calificarle de pueril y ñoño, que de cosa mala y vitanda como ustedes hacen.

Yo entiendo el Renacimiento de un modo más amplio, para mí, lo que hubo en el siglo XVI no fue más que el remate, el feliz complemento de la obra de reacción contra la barbarie que siguió a las invasiones de los pueblos del Norte: para mí, la historia de la Edad Media no es más que la gran batalla entre la luz latina y cristiana y las tinieblas germánicas. A esta obra, que llamo grande y santa, contribuyeron por igual Casiodoro y Boecio en la corte del rey Teodorico, San Martín Dumiense entre los suevos de Galicia, San Isidoro y sus discípulos entre los visigodos, Alcuino y Teodulfo en la corte de Carlo Magno. Lo que estos hombres sabían no era más que una empobrecida reliquia, pero reliquia al cabo, de la antigua ciencia profana y sagrada, y al hacer entrar en el espíritu de los bárbaros algo de la lógica de Aristóteles, de la gramática de Prisciano y Donato, de la moral de Séneca, hacían obra de Renacimiento, como la hacía San Eulogio al llevar a Córdoba, cual solaz para los muzárabes en la horrenda persecución que sobre ellos pesaba, las obras o Virgilio, Horacio y Juvenal. Y obra de Renacimiento hacía el mismo Carlo Magno en su tentativa de imperio; y a la causa latina servía Gregorio VII al poner su planta sobre la dura cerviz de los emperadores alemanes. Todo el que en medio de la desmembración y desorden de la Edad Media tuvo un pensamiento de unidad social o científica, fue renaciente. Y lo fueron los que en Occidente dilataron el conocimiento de Aristóteles, y lo fue su maestro de usted Santo Tomás, que le cristianizó. Y como no el más ni el menos, sino la esencia misma de las cosas, determina el carácter de toda gran evolución histórica, no me negará usted que el movimiento de los siglos XIV, XV y XVI es una prolongación del anterior, pues tan renaciente y pagano es el que comenta a Aristóteles como el que comenta a Platón... el que estudia a Homero como el que estudia a Virgilio, el que sabe griego como el que sabe latín; y si absolvemos a Gualtero de Chatillon, y a José Iscano, y a Benoit de Saint-More y a todos los que en la Edad Media escribieron malos poemas sobre el cerco de Troya, o las hazañas de Alejandro u otros temas clásicos por el estilo, no sé por qué hemos de condenar a los que con mejor estilo y más limados versos hicieron lo mismo en el siglo XVI. La medida debe ser una para todos; y yo, por más que hago, no puedo encontrar esa zanja entre el mundo antiguo y el nuevo, ni sé a punto fijo cuándo dejó de gritarse ¡arriba! y empezó a gritarse ¡abajo! como usted con más poesía que exactitud dice. Porque, francamente, entre un viejo fabliau francés y un cuento de Boccacio, ni en el asunto ni en la desvergüenza de la narración hallo diferencia alguna, y sólo la veo en ser más elegante y donairoso el estilo del novelador de Certaldo. Y si le escandaliza a usted la Mandrágora de Maquiavelo o la Calandra de Bibiena, no me escandalizan a mí menos los brutales desahogos del cruzado Guillermo de Poitiers o los feroces serventesios de nuestro Guillermo de Bergadan, y váyase lo uno por lo otro. Fácil es tejer un ramillete de poesías de la Edad Media, así latinas como vulgares, que son una verdadera spintria. Pero ni esto prueba nada contra la Edad Media, ni lo que usted dice va contra el Renacimiento sino contra los desafueros de algunos artistas que con Renacimiento o sin él hubieran hecho de las suyas. Citando hechos particulares y aberraciones de unos y de otros, toda causa se puede defender, pero sin llegar a resultado ni sentencia alguna. Abominaciones, errores y pecados en todos tiempos hay, y no son patrimonio ni afrenta de una época sola. ¡Ojalá fuera verdad lo que usted dice de que la carne estuvo subordinada al espíritu en la Edad Media!

Usted reconoce y acata la grandeza de los filósofos y artistas gentiles, atribuyéndola no sólo a los restos de la primitiva tradición, sino a los poderosos esfuerzos de la razón humana en todo su vigor natural (sic). Usted, atento a aquellas palabras del Apóstol: Instaurare omnia in Chisto, llama restauración al Cristianismo, y no dice que destruyese lo antiguo, sino que lo pacificó y lo transfiguró todo, completando la antigua filosofía, y aprovechando el elemento social del paganismo antiguo. ¿Qué más defensa necesito yo? ¿No estamos conformes en todo? ¿No es esto lo que con su habitual agudeza ha dicho nuestro amigo Letamendi: la Grecia en gracia de Dios? Y después de esto, ¿qué significa el que usted, sin duda por involuntario olvido de esta su apología del paganismo (voz tan compleja como que abraza una civilización entera), venga a confundirle luego con la idolatría? ¿O que convertido involuntariamente, como tantos otros católicos, en eco de las diatribas protestantes contra Roma, censure indirectamente a los pontífices por el amor con que miraron el arte renacido? Pues que hay algún parentesco (sacrilegio es sólo el pensarlo) entre la Iglesia y la barbarie?

Repito que en lo sustancial estamos conformes. Usted encuentra bien que se aprovechen los elementos de la sociedad antigua convertidos y depurados: eso mismo digo yo. A usted le parece mal que le anteponga en absoluto (nota bene) Homero a la Biblia y Platón a San Pablo: yo creo lo mismo. Tiene usted por una profanación el representar a la Virgen con las formas de Venus, y yo lo tengo no sólo por una profanación sino por un error estético que el verdadero clasicismo reprueba. Usted confiesa las ventajas que en la esfera filológica y en otras hizo el Renacimiento. ¿Qué es, pues, lo que nos separa? El persistir usted en llamar Renacimiento a una sola de sus fases, y no de las más decisivas, a la venida de los griegos de Constantinopla, como si admitido todo lo que se dice de esos pobres griegos (que después de todo, no lo dude usted, son autores poco leídos y por nadie menos que por el abate Gaume), bastara la publicación de dos o tres gramáticas griegas ni de algún indigesto comentario sobre Platón, para hacer a la Europa, pagana primero protestante después, y revolucionaria por último. ¡Qué pícaros griegos!

El hermoso y clarísimo entendimiento de usted no puede asentir a tales filosofías de la historia. Usted sabe que nunca de causas tan pequeñas han nacido tan grandes efectos.

Usted dice que el Renacimiento clásico no hacía falta porque ya venía verificándose, y a mí no me parece mal que continuara, por la misma razón. Si sabíamos ya latín, bueno era que aprendiésemos griego: si sabíamos algo de la poesía de los antiguos, tampoco estaba de más que conociésemos su escultura.

Usted cree que las imitaciones que se hicieron entonces fueron ridículas o impotentes. Ésta es cuestión de gustos, y a mí me agradan mucho las silvas de Poliziano, y me encanta Fr. Luis de León imitando las odas morales de Horacio y el himno de Aristóteles a Hermias. Todo eso de formas muertas tampoco me convence; porque si la forma es bella, resplandece con eterna y no marchita juventud, y usted sabe y siente como los platónicos que aunque la Venus Urania descienda al sepulcro, resurgirá siempre tan hermosa y radiante como al principio. No hay preocupación, ni sistema, ni escolástica que resista a la pura luz de la belleza.

Que en el siglo XVI no gustaba la arquitectura gótica. Error de gusto, pero que no contradice a ningún artículo del Credo ni definición dogmática.

Emparentar el Renacimiento con la Reforma es un lugar común que me parece muy poco fundado. El Renacimiento es cosa demasiado compleja, y la Reforma es una herejía harto sencilla, para que sea dable confundirlos. Concediendo que entre los italianos hubiera impíos, materialistas y paganos de toda especie, faltaría demostrar que profesaban la doctrina del servo arbitrio y de la fe sin las obras para identificarlos con los discípulos de Lutero. Y si se me responde que éste se parecía a Pomponio Leto, a Machiavelli y a Pomponazzi en ser revoltoso y díscolo, contestaré que el desorden y la rebelión son en el mundo harto más viejos que el Renacimiento y la Reforma y que los romanos y los griegos, como que el primer protestante fue aquel príncipe de la luz que dijo: «Pondré mi trono sobre el Aquilón y seré semejante al Altísimo.» Pues qué, ¿no ha habido herejías e impiedad en el mundo cuando no se estudiaba a los clásicos? Lutero era sencillanente un bárbaro, y usted confiesa que él no comprendió una palabra de los esplendores de la Roma de los Médicis. Y esa decantada cultura de las Universidades alemanas no era más que una barbarie pedantesca que se reducía al conocimiento material de los textos, sin que tuviera nada que ver con la penetración íntima y profunda del espíritu de la antigüedad que había en Italia. Lutero fue quien declaró que todas las virtudes de los gentiles habían sido vicios, quien execró el paganismo de la Roma papal; y su discípulo el dulce Melancthon, en quien bajo la corteza humanística duraba la herrumbre germánica, no se cansó de acusar a los cristianos de haber apostatado en las aras de Platón, tomando de él la doctrina del libre albedrío. Es más, rechazó constantemente la filosofía aristotélica, excepto la dialéctica.

Con Renacimiento y sin Renacimiento hubiera sido el siglo XV una edad viciosa y necesitada de reforma, dados los precedentes de la Edad Media. Sólo que en el siglo X, por ejemplo, había vicios y no había esplendor de ciencias y artes, y en el siglo XV brillan y florecen tanto éstas, que a muchos críticos les hacen incurrir en el paralogismo: post hoc, o más bien juxta hoc, ergo propter hoc, sin considerar que en último caso no es el arte el que corrompe a la sociedad, sino la sociedad la que corrompe al arte, puesto que ella le hace y produce. Y esta sociedad había sido producida y educada por aquellos benditos siglos medios, en que el concubinato, la simonía, la rapiña, el hierro de los emperadores y la ambición de los barones toscanos dilaceraron la iglesia hasta llevarla a aquel lamentable estado que así describe y deplora el Cardenal Baronio (pondré sus palabras en latín, para que no me saquen los ojos los extáticos adoradores de aquella edad de hierro): «¡Quam fœdissima Ecclessiœ romanœ facies, quum Romœ dominarentur potentissimœ œque ac sordidissimœ meretrices, quorum arbitrio mutarentur sedes, darentur episcopatus, et quod auditu horrendum et infandum est, intruderentur in sedem Petri eorum amasii pseudo-pontifices, qui non sunt nisi ad consignanda tantum tempora in Catalogo Romanorum Pontificum, scripti!» ¿Prefiere usted estos pontificados al gloriosísimo de León X, cuyo nombre no deshonra, por otra parte, ningún hecho vituperable? ¿O le agradan más los tiempos en que la Iglesia era abofeteada en Anagni y conducida como vil cautiva a Aviñón?

¿Se han perdido por ventura los escritos de San Pedro Damiano que tan claramente nos dice que ningún vicio, aún de los más nefandos y contra naturaleza, era extraño a los clérigos de su tiempo? ¿Por ventura han perecido los libros De consideratione de San Bernardo, o el Planctus ecclessiœ; de Álvaro Pelayo, o el mismo poema de Dante, para que concedamos tan de barato que todo era luz y virtudes en la Edad Media, y que hasta que vinieron esos pobres griegos a enseñar gramática, estábamos como en el paraíso? A no ser que toda la gente mala de la Edad Media fuera renaciente en profecía.

Me cita usted el testimonio de Erasmo contra el Renacimiento, y yo respondo: 1.º, que Erasmo no es la personificación del Renacimiento, porque, como los demás septentrionales, se quedó en la corteza; 2.º, que las invectivas de Erasmo contra los ciceronianos no son más que un despique por lo mucho que ellos se habían burlado de su latín y de lo plúmbeo de sus gracias.

Otro tanto digo de la frase de Alberto Carpi de que «en Alemania todos los amantes de las bellas letras se habían hecho fautores de Lutero.» Lo primero que convendría averiguar es si había entonces algún alemán que pudiera llamarse amante de las buenas letras.

Y aún dando por supuesto lo que se quiera suponer, ¿qué tiene que ver el neo-platonismo de Florencia, ni el materialismo de Pomponazzi, ni la impiedad política de Maquiavelo con el fatalismo fideísta y la superstición escriturarla de los luteranos? Sólo en ser herejías y errores pueden parecerse.

Lo de que el Renacimiento propiamente tal no había penetrado en España, sólo probaría, en caso de ser verdad, que habíamos sido más incultos y rudos que los demás meridionales, y no sería para alegado como título de gloria; pero (a Dios gracias) creo que esta suposición está refutada en todo el curso de este libro y en otros escritos míos. La verdad es, sí, que a nuestro Renacimiento no podemos acusarle de ninguno de los pecados que se achacan al italiano, y que, después de todo, no son suyos esenciales, sino peculiares de algunos de sus representantes.

No puede ser más delicado ni galante el modo como usted cierra su epístola. Y yo, correspondiendo en lo posible a él, no diré ni ahora ni en adelante una palabra más que pueda interpretarse como desdeñosa del tomismo, aún que en justa reciprocidad deseo, que no se ensañen ustedes en términos tan generales con el Renacimiento, en el cual hay muchas cosas buenas y bellas, y que todo hombre de buen gusto (y usted le tiene exquisito) debe reconocer y venerar. Ni me parece buen modo de servir a la Iglesia el suponer que tantos y tan ilustres pontífices, y tantos y tan venerables obispos, modelos en costumbres y doctrina, como Jerónimo Vida, Sadoleto y Antonio Agustín, fueran tan necios que no comprendieran nunca el trago que hacían en la sociedad con sus aficiones gentílicas.

Acordes como lo estamos, en lo esencial, sólo haré alguna leve indicación sobre otros puntos secundarios que trata usted en su carta. Así, diré:

1.º Que Santo Tomás tomó de Aristóteles bastante más que el método, pues tomó toda su doctrina cosmológica acerca de los principios de los seres, toda su doctrina ideológica del entendimiento agente y posible (bien o mal entendida, que esto no es ahora del caso), toda su lógica, y de la Ética y la Política cuanto era compatible con la doctrina católica. Usted sabe muy bien que ni aún sus más ardientes admiradores tienen a Santo Tomás por un filósofo original e inventivo, ni miran su sistema como una creación filosófica nueva, sino como una vasta síntesis en que se aplaude sobre todo la grandeza del conjunto. Por eso, la Santidad de León XIII en su reciente Encíclica lo que alaba principalmente en Santo Tomás es el haber reunido y congregado los miembros antes dispersos. Santo Tomás no puede ser llamado con entera propiedad fundador de un sistema: es un filósofo derivado de Aristóteles y de los Padres.

2.º Que no puede sostenerse que Santo Tomás supiera griego, pues aunque se hallan palabras griegas en sus escritos (como noym, yle y otros muchos vocablos técnicos, cuyo valor discute), las toma siempre de las versiones latinas de Aristóteles; ni más ni menos que el gran número de voces griegas que se usan y explican en los modernos tratados de medicina y ciencias naturales no nos autorizan para calificar de helenistas a sus autores. Lo que hay que aplaudir en Santo Tomás es la diligencia que tuvo en proporcionarse distintas versiones, y compararlas entre sí, y aún en encargar otras nuevas (pero todavía muy imperfectas) a Moerbeka y algún otro. Por esta razón, y por lo que su sagacidad natural le hizo adivinar, es benemérito Santo Tomás del texto de Aristóteles, y debe contársele entre los precursores del Renacimiento, que continuó la tarea de corregir y depurar los textos y las versiones.

3.º Que si los herejes escolásticos nada prueban contra la Escolástica, tampoco los impíos italianos que usted menciona (ninguno de los cuales es humanista de primera talla) prueban nada contra el humanismo. Ex nobis prodierunt, sed non erant ex nobis, pueden contestar ustedes y podemos contestar nosotros, con palabras de San Juan. Y si no parece del todo justo atribuir a una escuela filosófica los errores de algunos de sus adeptos, todavía lo es menos hacer responsable de ellos a un movimiento filológico, pues no se ve aquí relación alguna entre la causa y el efecto.

4.º Que bien averiguado está que no eran tomistas de profesión los que trabajaron en la Políglota, sino discípulos unos del humanismo, y otros de la tradición rabínica; y bien sabidos son sus nombres: Nebrija, Diego López de Stúñiga, el Comendador Griego, Vergara, Alfonso de Zamora, Alcalá, Coronel, etc. Y lo racional era que para una empresa filológica se buscase a los que mejor sabrán el hebreo y el griego, y no a los que mejor disputaban simpliciter y secundum quid, al modo de las escuelas.

5.º Que no es lo mismo ser dominico que tomista, y que Fr. Tomás Campanella fue lo primero, pero no lo segundo, y no bastan todas las ingeniosidades y tours de force del P. Zeferino para hacerle entrar en el gremio.

6.º Que Pomponazzi era escolástico, aunque no tomista, y considerado como escritor, pasaba por un bárbaro entre los cultos ingenios de su tiempo, y era del todo extraño a los estudios helénicos.

7.º Que al cargo de que los escolásticos olvidaron un poco la experimentación, me contesta usted citando a Miguel Scoto, averroísta, y que por lo tanto queda, según usted, excluido del gremio: a Raimundo Lulio, a quien en rigor no se lo puede llamar escolástico: a los alquimistas que tampoco lo eran, y a Vicente de Beauvais, mero compilador. Ni basta que Aristóteles fuera partidario de la experimentación para decir que también lo serían los escolásticos, pues éstos, con dos o tres excepciones, prefirieron al estudio de la naturaleza el de las obras del Estagirita.

8.º Que cuanto más leo a Melchor Cano, más me convenzo de que no es escolástico, sino discípulo de Vives (con quien fue injusto como con tantos otros) y escritor del Renacimiento. Pues cabalmente lo que caracteriza y da valor propio al libro de Melchor Cano es lo que ni soñó Santo Tomás ni pudo soñarse en la Edad Media: la crítica de las fuentes de conocimiento, el criticismo aplicado a la teología. Idea era ésta que no podía brotar en tiempos de ignorancia filológica e histórica como fueron los anteriores al siglo XVI, e idea era tan nueva y peregrina, aún en ese mismo siglo, que el canciller Bacon contaba todavía entre los desiderata de las ciencias particulares el estudio de los respectivos tópicos, lugares o fuentes. ¿Cómo he de tener por escolástico a un hombre que con tanto desdén habla de las cuestiones relativas al principio de individuación, y aún a los universales? Ciertamente que si Melchor Cano hubiera sido un dominico vulgar que se hubiera limitado a exponer mejor o peor lo que en Santo Tomás había aprendido, nadie se acordaría de él a estas fechas. Porque supo escribir y porque trajo algo nuevo a la ciencia, dura hoy venerada su memoria.

9.º No se puede admitir esa compenetración tan absoluta que ustedes suponen entre la teología tomista y la filosofía, pues bien se puede estar de acuerdo con las conclusiones teológicas de Santo Tomás sin que para esto sea preciso declararse partidario de la teoría peripatética de la materia y de la forma y no de la hipótesis atomística; sin que sea necesario tampoco admitir toda la fantasmagoría de las especies inteligibles, y del entendimiento agente y posible, sino antes bien propugnando la doctrina del realismo natural y del conocimiento directo. Y tan teólogo tomista puede ser el que niegue la distinción entre la esencia y la existencia como el que la admita. Yo no tengo inconveniente en decirme tomista, si el tomismo se entiende en el sentido amplio en que le toma nuestro actual Pontífice (gran partidario de los estudios clásicos, entre paréntesis). Después de decir en su hermosa Encíclica que «maestros posteriores desarrollaron con abundante fruto las semillas que esparció el Doctor Angélico», no se descuida de apuntar sabiamente que «si en los doctores escolásticos se halla algo tratado con demasiada sutileza o con poca consideración, o algo que no concierte bien con los descubrimientos posteriores, o que de cualquier modo no parezca, probable, de ninguna manera debe proponerse como dechado de imitación. Si así se entiende el tomismo (y éste es el único sentido autorizado por la cabeza visible de la Iglesia), soy tomista; pero no si se me quiere imponer, como última razón de todo, la doctrina cerrada de la Suma, y aún ésta no como la entienden los jesuitas, sino como la quieren los dominicos, y no sólo en lo esencial y en lo que se relaciona con la teología, sino en una multitud de problemas antropológicos y cosmológicos que entregó Dios a las disputas de los hombres: y no sólo en la doctrina, sino en el método y forma, y hasta en el estilo, de suerte que la filosofía católica venga a reducirse a un puro y escueto comentario de uno de los comentadores de Aristóteles, sin que en ella entre nada del criticismo de Vives, ni del experimentalismo baconiano (en lo que no tiene de exclusivo), ni de las observaciones psicológicas de la escuela escocesa, ni de lo que en la lógica inductiva han adelantado los positivistas, ni de los modernos estudios filológicos que han restaurado del todo la historia de la filosofía griega, ni nada, en suma, de lo que Santo Tomás no alcanzó o no supo. No: la filosofía cristiana y tomista, si lo es de veras, no puede caer en ese particularismo estrecho, que si le daría fácil victoria sobre el eclecticismo francés o el idealismo alemán y todos los sistemas a priori cada día más decadentes, la dejaría impotente para resistir la furiosa avenida de las hordas positivistas, de los lógicos ingleses, de los escritores críticos, de los filósofos de la asociación de ideas y de la inducción, que desde los laboratorios químicos y los anfiteatros anatómicos amenazan a la sana Metafísica, después de haber exterminado casi la Metafísica vacía y nebulosa de allende el Rhin. Aquí está el peligro verdadero: no en los trampantojos krausistas o hegelianos; y si la batalla ha de darse, forzoso es presentarnos con armas tan buenas como las suyas en el combate. La crítica histórica y literaria, las lenguas sabias, las ciencias naturales, la antropología en todas sus ramas, la lógica en todas sus formas y procedimientos, las ciencias escriturarias y patrísticas, todo esto debe ser el principal estudio del apologista católico, en vez de afincarse tanto en cuestiones que ya pasaron, en errores que ya no volverán y que nadie sigue ni defiende. Todo lo que Santo Tomás tiene de teólogo y filósofo cristiano es admirable y vividero: lo que tiene de filósofo peripatético y medieval puede y debe discutirse, y en algunos casos abandonarse. Por algo han pasado seis siglos desde el siglo XIII. Y usted comprende muy bien que es tal la fuerza expansiva del entendimiento en las cuestiones de tejas abajo, que aunque aparente estar sumiso a una doctrina y a un nombre, siempre halla algún resquicio por donde recobrar su libertad prístina; y así como en nombre de Aristóteles han lidiado entre sí alejandristas y averroístas, panteístas e individualistas, tomistas y escotistas, moros y cristianos, así vendrá a suceder que esa filosofía tomista que ustedes proclaman (y en la cual Santo Tomás, si levantase la cabeza, vería ya muchas novedades), a fuerza de adiciones, enmiendas e interpretaciones quedará tan desemejante de lo que fue en sus principios, como aquella famosa nave de Atenas, en la cual se sustituía cada año una pieza nueva a las viejas y gastadas, hasta que no quedó ninguna de las que había tenido en tiempo de Teseo. Quiéranlo ustedes o no, la restauración tomista lleva este camino, y vale más ser franco como los jesuitas, y decir como dice el P. Yungmann en el prólogo de su Estética: «No es nuestro intento significar con el nombre de filosofía cristiana la de ningún periodo ni tiempo particular, ni de ningún sistema ni escuela determinados, sino la que tiene siempre presente que toda sabiduría viene de Dios, o lo que es lo mismo, el conjunto ordenado y científico de conclusiones del pensamiento racional que convienen bajo todos conceptos con la divina revelación.»

En suma: el espíritu general, el sentido, la mente del Angélico Doctor, no la letra que mata. Y decimos del Angélico Doctor, por ser la suya la más vasta y grandiosa de todas las concepciones filosóficas cristianas, pero obra humana, al fin, y que en sus pormenores admite controversia.

Así entiendo la filosofía cristiana, y aplaudo y bendigo su restauración, sin que para seguir su lábaro importe gran cosa el ser aristotélico o platónico, ni mucho menos el profesar tal o cual o cual doctrina sobre los modos del conocimiento. Ni creo que esa restauración tenga nada que ver con las aficiones clásicas ni con el Renacimiento. Quédese el confundir estas cosas para el abate Gaume y otros cejijuntos y severos Aristarcos, de quienes podemos decir con el poeta que «Ni les sientan los Dioses a su mesa, ni les admiten las Diosas a su lecho.»

No les dé usted oídos, pues muchas veces (no quiero creer que a ciencia y conciencia) han falsificado la historia achacando, vg., a Policiano un desprecio por los Salmos de que no hay el menor vestigio en sus obras (que tengo muy leídas), y que pugna con todo lo que sabemos de su vida y gusto literario.

El espíritu de usted es demasiado alto y generoso para dar asenso a tales invenciones, anécdotas y cuentecillos, y condenar por ellos el arte y la civilización en una de sus época más espléndidas. Usted tiene alma de artista, y gusta sin duda de coronarse con las flores de la antigua sabiduría, y repite conmigo aquella plegaria de Teócrito:


¡Haz que las Gracias sean
Compañeras eternas de mi vida!



De usted afectísimo amigo,

M. MENÉNDEZ PELAYO.

P. D. Como me precio de católico sincero, sin embajes ni restricciones mentales, y quizá en ésta y otras cartas, donde hablo de la Escolástica y de Santo Tomás, se me haya deslizado alguna frase poco exacta o que suene a irreverencia, o algo, en suma, que de cualquier modo pueda dar fundado pretexto a que algún escritor racionalista tenga la mala ocurrencia de citarme en apoyo de sus lucubraciones (si es que merezco ser citado), desde luego retiro tales palabras y las doy por no dichas, a lo menos en ese sentido, sin que esto obste en nada a la libertad que tengo y deseo conservar íntegra en todas las materias opinables de ciencia y arte, al modo de aquellos españoles de otros tiempos cuyas huellas, aunque de lejos y longo intervallo, procuro seguir, no captivando mi entendimiento sino en las cosas que son de fe, como dijo el Brocense.




ArribaAbajoContestación del Sr. D. Gumersindo Laverde a la última réplica del Sr. Azcárate

Sr. D. Gumersindo de Azcárate.

Mi distinguido amigo: Quebrantando, aunque levemente, mi propósito, involuntario por desgracia, de no volver a tomar la pluma para otra cosa que la correspondencia privada, voy a hacerme cargo, con la mayor concisión que me sea posible, de la carta benévola y discreta, como suya, que usted ha tenido la bondad de dedicarme en el último número de la Revista Europea. Muévenme a ello la cortesía y buena correspondencia que usted tanto se merece, juntamente con el deseo de poner en su verdadero punto algunas especies, no el intento, que sería ya inoportuno, de renovar una discusión para la que me faltan fuerzas.

Cordialmente felicito a usted, y me felicito a mí mismo -que, a fuer de amigo suyo y justo apreciador de sus relevantes dotes personales, sentía en el alma verle capitaneando a los detractores de nuestras glorias científicas- por los términos en que rectifica la inteligencia, sobrado literal según veo, que, tanto el Sr. Menéndez Pelayo como yo, dimos al párrafo de su artículo de la Revista de España, de donde tomó pie aquel amigo para escribir la serie de eruditísimas epístolas insertas en la Europea. No iba tan allá su intención como sus palabras. Con su muy respetable padre, reconoce y proclama usted los merecimientos de la ciencia española del siglo XVI. Con nuestro común amigo el doctor Sr. D. Federico de Castro, ama la antigua filosofía nacional y desea que, saliendo del olvido en que la tenemos, sirva de base y punto de partida a las futuras especulaciones de los pensadores españoles.

Verdad es que, a pesar de tan satisfactorias explicaciones, todavía subsisten entre usted, por una parte y el señor Menéndez Pelayo y yo, por la otra, diferencias de no escaso bulto, pues si convenimos en la estimación del siglo XVI, no así en la de los dos siguientes, durante los cuales ve usted casi por completo -y nosotros trucho menos- paralizada la actividad intelectual de la Península. Como el prejuicio sistemático de que en mi carta-prólogo a las del Sr. Menéndez le suponía a usted imbuido, no precisamente por su cualidad de krausista, sino por otra más genérica, la de libre-pensador; prejuicio que consiste en reputar imposible la vida científica donde y cuando quiera que esté vedado el poner en tela de Juicio los dogmas religiosos; como este prejuicio, digo, de ser cierto, lo mismo y aún más implicaría la negación de la cultura patria de la primera que de las demás centurias referidas, no puedo ya atribuir a él la pobrísima idea que de éstas tiene usted formada, y debo considerarla hija de otras, aparentemente al menos, más positivas razones. ¿Cuáles? Una sola apunta usted (aparte la cita del absurdo paréntesis de tres siglos de Donoso, fácil y victoriosamente refutado tiempo ha por el Sr. Valera); la de que «si el movimiento intelectual del siglo XVI no se hubiese interrumpido, no le ignoraríamos.» ¿Era preciso para esto que semejante interrupción durase dos siglos, ni mucho menos? Cabalmente en España abundan, de un modo lamentable por cierto, los ejemplos de obras científicas del todo o casi del todo olvidadas por nuestros compatriotas a poco de haber salido a luz. Recordaré algunos por vía de muestra. Menester fue que un facultativo residente en París participase al P. Feijóo, que de los escritores allí en boga era uno por aquel tiempo «el nunca bastantemente ponderado Solano de Luque», para que el erudito polígrafo benedictino supiese que había existido pocos años antes y ejercido su profesión en Antequera el célebre autor del Lapis Lydius Apolinis. Con no ser muy posterior al marqués de Santa Cruz de Marcenado, el general Álvarez de Sotomayor, enviado a Berlín por el Gobierno español para estudiar la táctica prusiana, lo que hace presumir que no sería sujeto indocto, hubo de confesar, sin embargo, a Federico el Grande que sólo de oídas conocía las Refiexiones militares de mi ilustre paisano, de las cuales aquel monarca sacara el procedimiento bélico a que debió tantas victorias. De Hervás y Panduro y de su Catálogo de las lenguas, ¿quién se acordaba en nuestro suelo, mientras no comenzaron a divulgar su nombre los Discursos del cardenal Wisseman sobre las relaciones entre las Ciencias y la Religión revelada? ¿Quién recordaba tampoco al sabio anatomista Martín Martínez, médico de Felipe V, y al profundo matemático Tomás Vicente Tosca, lumbreras de la ciencia de su época, hasta que la Academia Española los incluyó en su precioso Catálogo de Autoridades? ¿Quién hacía caso, de las Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal, de Arteaga, impresas, como la obra de Hervás, a fines del siglo último, hasta que el Sr. Fernández y González las encomió en su Historia de la crítica literaria en España desde Luzán, premiada por la Academia Española? A vista de estos y otros muchos casos que pudiera aducir, ¿cabe dar valor alguno al argumento u observación que usted propone en apoyo de su dictamen sobre la casi completa nulidad científica de nuestra nación en los siglos XVII y XVIII?

No pretendo con estas reflexiones negar la decadencia de nuestros estudios después del siglo XVI; miradas las cosas en globo, nadie la niega. Fue grande, en verdad, comparada con la altura a que anteriormente habíamos llegado; pero no tan absoluta, general y profunda como usted da a entender y yo mismo, con menos datos que ahora, ha algún tiempo creía. La falta de una bibliografía que continuase hasta el reinado de Carlos III la de D. Nicolás Antonio ha influido no poco en que erróneamente nos figuremos como de tinieblas palpables todo ese periodo. Por de pronto, en ciertos ramos del saber humano hubo, bajo los últimos reinados de la dinastía austriaca, manifiesto progreso, según ha puesto fuera de duda el Sr. Cánovas, contestando en la Academia Española al discurso de recepción del Sr. Silvela. Aunque es largo el pasaje del Sr. Cánovas, lo inserto a continuación en interés de la causa que defiendo, ya que las Memorias de la Academia Española, de donde le tomo, no son tan conocidas como merecen:

«Grave error sería deducir de los falsos principios y extraños ejemplos citados hoy por el Sr. Silvela, que fuera el decimoctavo siglo, no ya a los fines o a la mitad, sino ni aún al comienzo, periodo de general decadencia de la cultura patria. Es ésta de aquellas cosas que se dicen más que se piensan, pasando tal vez de boca en boca por pereza de analizarlas. Porque la poesía lírica había ya caído del todo hacia la segunda mitad del siglo XVII, sin que el brillo de ésta ni el de la dramática pudiera renovarse en los dos primeros tercios del siguiente, se suele condenar de plano una época, por otros conceptos digna de honrada memoria en nuestros anales literarios. Sabido es por demás que el cultivo de las ciencias entonces conocidas de la erudición, de las lenguas, fue no menos asiduo que el de las bellas letras en los reinados de Carlos V y Felipe II; debiéndose, a no dudar, el maravilloso vuelo que tomaron aquí a un tiempo todos los ramos de cultura el frecuentísimo trato que tenían a la sazón nuestros compatriotas con los pueblos más civilizados del mundo. Viose a los españoles durante el siglo XVI, aprender y enseñar en las sabias universidades de Francia o Flandes; rimar y construir estrofas en la ribera de Nápoles o las orillas del Po, al tiempo mismo que el Ariosto y el Tasso, estudiando a la par con ellos al Petrarca y al Boccacio; predicar en Inglaterra la verdad católica a los mal convertidos súbditos de la reina María; disputar doctamente en Alemania, secundando con sus silogismos los golpes de la temida espada de Carlos V; plantear, profundizar, ilustrar en Trento las más complicadas cuestiones teológicas; contribuir más que nadie a extender el imperio de la filosofía escolástica, produciendo con arreglo a su método y principios, abundantes y preciados libros, no ya sólo de teología, sino de derecho natural y público, de jurisprudencia canónica y civil. Ni los estudios lingüísticos, ni los escriturarios, ni las matemáticas, ni la astronomía, ni la topografía, ni la geografía, ni la numismática, ni la historia en general, materias tan descuidadas más tarde, dejaron de florecer tampoco durante el periodo referido, con ser aquel mismo el que vio nacer, por causa de la oculta y amenazadora invasión del protestantismo, los mayores rigores de la censura real y eclesiástica en España. Pero desde los días de Felipe III hasta ya bien entrados los de Carlos II, la decadencia en todo género de estudios graves, eruditos y profundos fue luego rápida, palpable, total, precisamente a la hora misma que con rayos más altos resplandecía en nuestras letras la inspiración dramática. Plena prueba es de este aserto una consulta, que poseo inédita, acerca de las personas que deberían acompañar a Inglaterra a la infanta María, presunta mujer del Príncipe de Gales, y en la cual el Consejo de Estado recomendó muy particularmente a Felipe IV, que comenzaba a reinar entonces, cierto jesuita escocés, «porque tenía (dice textualmente el documento citado) todos los estudios que allá estiman y acá no se usan, como son lenguas, controversias y matemáticas.» Hablando en secreto al Rey sobre asuntos de público interés, y siendo los que tal hablaban sabios ministros, no hay más remedio que prestar fe a esta mala noticia literaria. En el postrer reinado de la dinastía austriaca, los primeros diez y seis años del cual iluminó Calderón, como espléndida luz de ocaso, notose otra vez cierto calor en los buenos estudios, comenzando por los históricos, cuyas excelencias ya había celebrado, mejor que nadie, Fr. Jerónimo de San Josef en su conocida obra intitulada El genio de la historia, y continuando por los de lenguas y controversias, erudición y crítica, derecho civil y canónico, cual se echa de ver en las obras insignes de D. Nicolás Antonio, Ramos del Manzano, D. Juan Lucas Cortés, el Arcediano Dormer y el Marqués de Mondéjar, predecesores o maestros de Macanaz, Ferreras, Berganza, Burriel, Flórez, Mayans, Velázquez y Pérez Bayer, útiles faros aún de la literatura nacional. El Santo Oficio, siempre inflexible con los judaizantes y moriscos, ni vigilaba, ni asustaba mucho realmente a las personas de calidad y fama en los días de Carlos II, porque el poder real, de donde tomaba fuerza, andaba tiempo hacía en manos flacas; y en el entretanto el espíritu de examen, dejando en paz por de pronto las cosas divinas, y ocultándose bajo el manto de las ciencias positivas, se abría fácil paso por todas partes, llegando a penetrar advertido hasta en la misma España. A tales causas se debió, en mi concepto, aquel inesperado renacimiento literario. Mas, sea cualquiera el origen del fenómeno, su realidad no puede negarse; y no será culpa mía, sino de la verdad estricta, que falte en esta ocasión también aquella rigurosa unidad o simetría, tan pretendida por algunos teóricos, y que tanto suele escasear en la sucesión verdadera de los hechos humanos.»

Tampoco hallo que en estudios económico-políticos retrogradásemos ni tuviésemos nada que envidiar a las naciones entonces más adelantadas: tal impresión, al menos, deja en mi ánimo la lectura de la Biblioteca de los economistas españoles, del Sr. Colmeiro. En jurisprudencia sospecho que no eran unos pigmeos, vg., Salgado, Ramos del Manzano y Fernández de Retes, cuyos libros alcanzaban crédito allende los Pirineos, y eran reimpresos en Holanda por Meerman. Y para no amontonar citas, ¿cuántos sabios ha producido la España contemporánea, con todas sus luces y libertades, dignos de ponerse al lado de Pedro de Valencia, Isaac Cardoso, Caramuel, y Nieremberg, o siquiera de Quevedo y Saavedra? Pues ¿qué diremos del siglo XVIII? Sírvase usted citarme, si desea que asienta a su opinión, una serie de escritores de época posterior que en calidad y número compitan con Tosca, Feijóo, Campomanes, Piquer, Pérez Bayer, el P. Ceballos, los autores de La España Sagrada, Ulloa, D. Jorge Juan, D. Juan Bautista Muñoz, Cavanillas, Jovellanos, Andrés, Serrano, Eximeno, Hervás y Panduro, los canónigos Castro y Martínez Marina, Capmany, etc., etc. ¿Puede reputarse aletargada la actividad científica en un siglo que tan esclarecidos varones produjo? Que fuese inferior a la del XVI, concedido; pero ¿negarla casi en absoluto?...

Aquello «del ingenioso procedimiento de añadir a ciertos nombres la terminación ismo, y de las listas de escritores, no muchos para dos siglos, y eso que no se olvida ninguno», téngolo por una broma hiperbólica de usted, nacida acaso de su continuo trato con los filósofos andaluces, pues no puedo suponerle lector tan ligero de las cartas del Sr. Menéndez Pelayo y de la mía, que no haya advertido que en ellas sólo suena un ismo de nuestra invención, el vivismo, sobradamente justificado, y amén de esto, no correspondiente a los siglos XVII y XVIII, ni figurármele tan ayuno de noticias bibliográficas, que desconozca que dicho amigo y yo, lejos de apurar la materia, hemos omitido centenares de autores, entre ellos algunos que, si hoy vivieran, tal vez pasasen por de primer orden.

Cuanto a las causas de la decadencia en cuestión, usted sigue considerando como la principal, si no única, la tiranía del Santo Oficio; yo, a mi vez, persisto en creer que no fue la única ni la más eficaz, digan lo que quieran Montalembert y otros escritores. Los argumentos expuestos en pro de esta opinión no han sido invalidados, ni se ha intentado siquiera contestarlos, y paréceme innecesario repetirlos.

Sobre mi modo de pensar en orden a la filosofía moderna, o a la que tal se denomina, aunque en el fondo sea tan añeja como las que pasan por rancias, diré a usted que únicamente la rechazo en lo que tiene de incompatible con el Credo católico. Fuera de esto, entiendo que podrán extraerse de ella, como en otros tiempos se extrajeron de la ateniense y de la alejandrina, materiales para ampliar y perfeccionar el edificio de la española. No me permiten más laxitud respecto al particular mis convicciones religiosas.

Por lo tocante a «la absolución que otorgo a ciertas formas de discusión», seame lícito observar que en el caso de que se trata no hubo ni aún asomo de ofensa verdadera, sino vivezas y frases irónicas, que podrán menoscabar un tanto, cuando más, el crédito científico o literario, nunca declarado inviolable, pero de ningún modo el honor y reputación moral del adversario, que es lo único que constituiría pecado grave. ¿No están haciendo continuamente lo mismo, sin que nadie se escandalice, no ya los críticos de gacetilla, sino los más encopetados de las revistas contemporáneas? Y si al propio tiempo, como la equidad exige, tenemos en cuenta la holgura y franqueza propias del género epistolar, el calor de la improvisación y de la controversia, la índole de las negaciones contrarias, y más aún la pertinacia en sostenerlas sin oponer pruebas a pruebas, que todo esto contribuye a encender el ánimo y a desatar la pluma sin que lo advierta el que la maneja, ¿a qué queda reducida la culpa por cuya absolución usted amigablemente me censura?

Deseándole prosperidades, es de usted siempre apasionado amigo,

GUMERSINDO LAVERDE.

Lugo, 9 de Noviembre de 1876.




ArribaNota final

Esta carta de mi amigo Laverde puede servir de cumplida respuesta, no sólo a la del Sr. Azcárate (que tuvo buen cuidado de no mentarme en la suya, él sabrá por duda por desprecio de sectario), sino a lo que apunta D. Luis Vidart en unos artículos sobre la Historia Literaria de España, insertos en la Revista Contemporánea. El Sr. Vidart, que ha escrito un libro sobre la filosofía española, no incurre ni podía incurrir en tan enormes yerros como otros racionalistas llamando, vg. como el Sr. Azcárate, siglo de absoluta nulidad científica al siglo en que un español, jesuita por añadidura, creó la Filología Comparada. Tales cosas se quedan para los krausistas, y el Sr. Vidart a estas fechas ya no lo es. Pero con todo eso tiene por irrefutable el argumento del Sr. Azcárate, de «que sin duda debió interrumpirse el movimiento a fines del siglo XVI, porque si así no fuese, ahora no ignoraríamos nuestro pasado científico.» A lo cual responderé con dos o tres proposiciones, para no repetir cosas ya dichas.

1.º Que a fines del siglo XVII no estaba ignorado el movimiento, puesto que nuestros escolásticos no se cansaban de leer y citar a los escolásticos del siglo XVI, y otro tanto hacían los filósofos independientes, como el judaizante Isaac Cardoso, que tenía una erudición estupenda en materia de filosofía española, no habiendo pensador nuestro cuyas obras no hubiese leído y no aprovechara en su Philosophia Libera, impresa en 1673. Y no digamos nada de Caramuel, de Aguirre y de otros filósofos de entonces; sin que la intolerancia religiosa perdiera el tiempo en ahogar el recuerdo de nuestra pasada gloria científica. Lo que digo de los filósofos y teólogos es aplicable a los economistas y políticos, a los humanistas, a los eruditos como Nicolás Antonio y D. Juan Lucas Cortés, y hasta a los matemáticos como Hugo de Omerique.

2.º Que tampoco se cortó la tradición en el siglo XVII y nos lo prueban, entre otros ejemplos, Feijóo, aprovechando doctrinas de Vives sobre la Reforma de los Estudios; el P. Tosca, continuando la serie de nuestros atomistas; Martín Martínez, reimprimiendo la Nueva Filosofía de doña Oliva; Mayans, sacando a luz innumerables obras de sabios españoles, principalmente todas las de Vives; un editor de Madrid reimprimiendo la Antoniana Margarita, y otro de Granada, el Examen de ingenios; Hervás, utilizando los trabajos lingüísticos de nuestros misioneros, y Piquer, Forner, Lampillas, Andrés y Cerdá y Rico, con sus citas, apologías y reimpresiones de todas clases.

3.º Que el olvido y desprecio de nuestra tradición científica se inicia en los últimos años del siglo XVIII, y es debido exclusivamente al enciclopedismo y al espíritu francés, que no podían menos de condenar y tener en poco una cultura católica e indígena.

4.º Que a extender este desprecio y esta ignorancia han contribuido en lo que va de siglo las gárrulas declamaciones de los políticos, la extinción de las comunidades religiosas, conservadoras de la tradición antigua; las mal nacidas reformas y planes de estudios, el olvido de la lengua latina, la vandálica destrucción de muchas bibliotecas, la pereza intelectual y falta de seriedad científica que nos corroe, y finalmente, el énfasis germanesco de esos señores que se jactan de ignorar nuestras cosas (como si ninguna clase de ignorancia fuera mérito), y traen su propia insipiencia por prueba de su dicho, como si las cuestiones históricas se resolviesen con un trabalengua o un sofisma.

Tenía, pues, razón el Sr. Azcárate en afirmar que «la vida intelectual en España debió interrumpirse durante largo tiempo», sólo que este largo tiempo comienza por los años de 1790 (plus minusve) y continúa en el presente, sin que se vean trazas de remedio, como que la decadencia intelectual de España, lejos de coincidir exactamente (como el Sr. Vidart dice) con la unidad católica fundada y sostenida por el Tribunal de la Fe (¡es decir, con el tiempo de los Reyes Católicos!) coincide, con exactitud matemática, con la corte volteriana de Carlos IV, con las constituyentes de Cádiz, con los acordes del himno de Riego, con la desamortización de Mendizábal, con la quema de los conventos y las palizas a los clérigos, con la fundación del Ateneo de Madrid, y con el viaje de Sanz del Río a Alemania.

Y bueno será advertir, a propósito de nuestra decantada intolerancia, que habiendo dominado los españoles por cerca de tres siglos en Italia, hizo la suerte que del españolísimo reino de Nápoles saliesen los más audaces pensadores de la península itálica: Giordano Bruno (a quien quemó la Inquisición de Roma, pero no la nuestra), Telesio, Campanella, Vanini (ajusticiado en Francia), y, finalmente, Juan B. Vico, Qui potest capere, capiat. ¡Qué maña nos dábamos los españoles para matar la luz de la ciencia!



 
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