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La ciudad transparente

Alicante, 2003


Mariano Sánchez Soler




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Nota preliminar

Alicante/Alacant, la ciudad universal y al mismo tiempo ensimismada, es el objeto y reivindicación de este libro. Más allá del juego literario, sin la retórica de las misceláneas, en estas páginas brillan los colores ardientes del compromiso del escritor con su ciudad, en una época de cambios irreversibles para las identidades colectivas; cuando la ciudad, en palabras del arquitecto Carlos Hernández Pezzi, «ya no va dentro de uno, como un equipaje de identidad que lo sustenta, sino que se transforma en un archivo informático que rueda sobre lenguajes universales».

La ciudad transparente nació a retazos pero con una profunda unidad, aunque sus textos se dispersaran al principio en publicaciones tan diversas como El Periódico de Alicante, La Verdad, El Temps, Festa, los llibrets de Foguerer Carolinas y Diputació-Renfe, o en los micrófonos de Radio Alicante. Después, al ser revisados, el autor descubrió sin sorpresa que en ellos palpita nuestra memoria como un espejo roto, huidiza.


No hallarás otra tierra ni otra mar.
La ciudad siempre irá en ti. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques no la hay-,
ni caminos ni barcos para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.


KAVAFIS                


¡Libro, envíanos el pasado!


JÚLIA SÁNCHEZ CID, Siete años                





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Introducción

Alacant / Innisfree


Cuando regresé a mi ciudad natal, tras más de cinco años trabajando en Madrid, me sentía como John Wayne en El hombre tranquilo, aquella película memorable que relata el retorno a Innisfree de una persona sin demasiadas ganas de pelea. «Alicante... Alacant...», suspiré, entorné los párpados y, con la mirada perdida en las palmeras que asomaban desde mi ventana, me dejé llevar por antiguos pensamientos. Absorto, ante la ausencia total de actividad, abrí la novela Diario del ladrón, de Jean Genet, por la página en que lo había dejado, y leí: «¡Las palmas! Un sol matinal las doraba. La luz temblaba, veía las palmeras. Bordeaban el mar Mediterráneo. Entreabierto, el nombre de Alicante me revelaba el Oriente». Era el último libro de Genet, donde narraba el periplo por el mediterráneo de un oscuro ladrón itinerante. «Llegué de noche a Alicante. Debí de dormirme en un solar y a eso del amanecer tuve la revelación del misterio de la ciudad y el nombre. Al borde de un mar tranquilo y, hundiéndose en él, unas montañas blancas, unas cuantas palmeras, algunas casas, el puerto y, en el sol naciente, un aire luminoso y fresco».

Allí, en la novela del francés, estaba mi Alicante y su misterio, su esencia mágica y abierta al Mediterráneo de mi infancia. «Innisfree».

Mi cerebro se había deslizado en la modorra, acababa de cerrar los ojos y me creía dormido cuando dos visitantes irrumpieron frente a mí.

«Alicante no fue durante mucho tiempo más que una pequeña aldea -comenzó a decir uno de ellos, sin ni siquiera había saludado al entrar-; en 1519 no tenía más que seis o siete casas en el sitio que ocupa hoy, pero en 1561 se contaban ya más de mil. Una de las razones de este prodigioso crecimiento se encuentra en los medios que usan los habitantes de Alicante para preservarse de las hazañas y destrozos de los corsarios. Algunos famosos piratas cruzaban entonces por el Mediterráneo, Drago y Barbarroja sembraban por todas partes el espanto».

No podía dar crédito a mis oídos. Quien me hablaba era un viajero del siglo XVIII llamado Juan Peygon y, sin embargo, lo tenía ante mí acompañado por otro tipo de pinta antigua que dijo ser el botánico Antonio Josef Cavanilles, quien intervino algo molesto:

«¿No ha leído mi estudio sobre la fauna y flora valenciana? -dijo-. Es lo que ustedes llaman un clásico. Lea, lea.

No tuve más remedio que obedecer. Tomé el libro. «El trato familiar y continuo con hombres de todas las naciones de Europa que frecuentan el puerto ha comunicado a los alicantinos trajes y costumbres que apenas se conocen en el interior del «Reyno».

Cuando alcé la mirada, los dos visitantes se habían esfumado. Entonces creí dirigirme al lavabo, abrí estrepitosamente el grifo y, ya totalmente despejado y libre de fantasmas, decidí salir a la calle.

Soplaba levante, un viento que vence a los tubos de escape y devuelve a la ciudad su frescor portuario; todo su olor a mar embadurnado de grasas mientras las palmas se agitan flexibles en las palmeras cimbreantes.

Crucé frente al Mercado Central, huyendo de la Rambla que las obras antirriadas habían convertido casi en una réplica de Sarajevo.

Estaba en mi ciudad, de nuevo, y había venido para quedarme durante una larga temporada. «A la tumultuosa emoción de los primeros momentos -me dijo de repente el historiador Rafael Altamira, con su barba blanca y exiliada tras la guerra civil-, yo había sustituido una tranquila alegría, que paso a paso se alimentaba con la visión de las cosas que no habían envejecido ni variado. Una a una las busqué, por plazas y calles, huyendo de la ciudad nueva, de los ensanches lujosos que nada me decían, porque eran la repetición de otros cien, vistos en todas las ciudades de Europa. Me enfrasqué por las vías estrechas y húmedas de la urbe vieja, con sus olores característicos, que reconocí al punto...».

De repente, le interrumpió un escritor de Monóver conocido como Azorín que dijo: «Sí, la sensación global que yo he tenido en Alicante, en mi niñez, en mi adolescencia, ha sido la olfativa; me penetraba el olor de la ciudad marítima... Los olores heterogéneos de salazones, de brea, de semillas, de cordelaje, de gas de alumbrado, que alguna ráfaga traía de la cerca fábrica. Y lo envolviéndolo todo: el ancho hálito del mar».

Decidí deslizarme hacia él recorriendo el puerto plácido y saludable, donde algunos pescadores de caña trataban de atrapar sus últimas piezas aprovechando la mar picada. Subí al Barrio, hacia el bullicio imparable de cada viernes. El Barrio había resistido todos los embates de los años difíciles, los últimos estertores de la dictadura y la ingenua marcha de una jóvenes politizados, utilizables y con el corazón siempre a la izquierda. Me gusta el lugar, sus calles estrechas y empinadas, mirar sus fachadas blasonadas y sus casas bajas; subir y bajar por la calle de Labradores, dels Sants Metges, atravesar la placeta de Sant Cristòfol y perderse en los antros diseminados alrededor de la concatedral de San Nicolás; dispersos por doquier, postmodernos, espaciosos, electrizantes.

Y a nuestros pies, una ciudad que seguía levantando pasiones tan intensas como la que sacudió a Gabriel Miró durante los años 20, cuando escribió: «No sé si será esta tierra la mejor del mundo; pero sé que su cumbre, su tacto, su vaho, traspasa siempre nuestra vida con una suavidad de óleo precioso y una fortaleza de vino viejo. No la trocaríamos por la más abundante. Tierra nuestra por la que aprendemos a interpretar el paisaje en su desnudez y aún en su carne viva; tierra de cumbres azules y de cumbres pálidas como frentes; tierra morena como nuestro pan, y no hay pan como el de casa. Mi ciudad está traspasada de Mediterráneo. El olor de mar unge las piedras, las celosías, los libros...»

Tenía razón Miró, en Alicante/Alacant, desde que nacemos, se nos llenan los ojos del azul de las aguas. Ese azul nos pertenece como una herencia. «Todo Alicante es del mar», escribió Eduardo Irles. Y el mar es esta ciudad que apenas contiene media docenas de monumentos de visión aceptable.

Entonces, de repente, el tubo de escape de un ciclomotor manejado por un adolescente me hizo abrir los ojos. «Es Alacant», -mascullé despertándome, con los labios partidos a la manera de Humphrey Bogart.






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Viaje al corazón de la ciudad

¿Por dónde comenzar? ¡Vaya pregunta cuando se trata de hablar de Alacant, de recorrer su paisaje urbano, sus calles vitales y amables todavía. El viajero en su propia ciudad trata de seguir a Gabriel Miró cuando habló de aquellos lugares que consagran una memoria: la de la calle y los edificios; aunque, tras una primera ronda meticulosa, a cualquier alicantino de la generación nacida en los años 50 -que es la de quien esto escribe- pueda parecerle que todos sus paisajes, todos los lugares que consagran su recuerdo, están definitivamente muertos, asesinados por el urbanismo salvaje.

El primer balance puede resultar descorazonador ante los efectos demoledores de la piqueta: la casa natal convertida en solar donde aparcan los coches y las ratas; la escuela de monjas de Campoamor, donde llegamos a probar todavía la leche en polvo, hecha añicos para albergar un futuro centro cultural; el edificio del colegio en el que discurrió nuestra adolescencia convertido en una galería de boutiques y apartamentos lujosos... Y aún más: cines transformados en supermercados, en bancos o boleras; antiguos billares vencidos por el abandono y las máquinas tragaperras; ni rastro de las cafeterías y los bares más frecuentados. Desaparecidos Eldorado, El Penalty, el Bar Nuevo, el Sin Problemas o el Enrique, la buena salud del Guillermo, el Luis o El Merengue, puede hacer que algunos esbocen una leve sonrisa. Y es que estamos tan acostumbrados a las demoliciones, que nos conformamos con poco. Quizás porque, a pesar de los cambios, ante nuestros ojos la ciudad parece conservarse casi intacta.

Pero, ¿por dónde empezar? El alicantino que trate de recorrer su ciudad cargado con el equipaje de la memoria, se sabrá rápidamente desorientado, perdido en sus propias calles, confuso sin los tranvías ni los balnearios; con el cerebro pululando alrededor de las plazas nuevas, las autovías, las remodelaciones integrales, los ejes, los triángulos y los planes que desean convertir Alacant en una urbe desarrollada y capitalina. La ciudad se ha transformado tanto en los últimos veinte años que tan solo el Benacantil parece mantener el Castillo intacto, aunque la Cara del Moro tenga que ser reforzada de vez en cuando para que no se desplome a pedazos sobre las casas humildes de Santa Cruz. También está el Mediterráneo, maltratado como siempre, esgrimido como tótem que nos identifica, y las playas de El Postiguet y Sant Joan, con sus transplantes de arena para no sucumbir.

La ciudad actual, edificada, crecida y desfigurada sobre aquel Alacant sentimental, que todavía se resiste a desaparecer, es sin embargo un organismo vivo y codiciado, en el que tantos avispados han inventado teorías, han montado «surestes» delirantes, y se han llenado los bolsillos desde atalayas conquistadas con sigilo de mercaderes. Ah., sí, naturalmente, todavía nos quedan las palmeras que se trajo el alcalde republicano Llorenç Carbonell.


Revelación desde el Palomaret

La primera visión desnuda y reveladora de Alacant surge desde los miradores del Palomaret, en la sierra del Sit, en el trazado fantasmal de la línea férrea Alacant-Alcoi, puesta en marcha por Primo de Rivera en los años 20 y que, dado que jamás terminará de construirse, se ha convertido en un paraíso para los ciclistas de montaña. A través del cauce de una seca torrentera, por donde discurre la gota fría cuando descarga sus aguas salvajes, la vista descubre al final las lejanas azoteas de la ciudad, envuelta en la bruma marina. Es el Alacant esencial que supera su entramado urbano para convertirse, tras las austeras arcillas de Agost, más allá de la Canyada del Fenollar, el Moralet y Raspeig, en la desembocadura al Mediterráneo de un largo barranco abierto y milenario. Es la misma imagen que pudo encontrar Jaume II, en 1308, cuando se dispuso a conquistar Alacant para incorporarla al Reino de Valencia y a la catalanidad. Nada ha cambiado desde la guerra de Sucesión, cuando el caballero D'Asfeld, un año después de la batalla de Almansa, tomó Alacant en 1709 para que su rey, Felipe V, la sometiera a las leyes del centralismo borbónico, con sus decretos de nueva planta.

Sea como fuera, la visión desnuda persiste, inmutable ante los avatares de la Historia, como las tierras secas, aunque ensuciadas hoy por el color de las cementeras y envueltas por las vides que aprovechan el agua gota a gota. Y al aproximarnos, lentamente, descubrimos que Alacant, cobijada entre el Tossal y el Benacantil, sigue siendo una ciudad que siempre aspiró a palacio de invierno.

Alacant disfruta de un Sol invernal que mantiene más caliente las calles que las casas, hasta el punto de hacer más conveniente deambular que dormir la siesta. Es el momento en que la ciudad, sin el cambalache turístico, adquiere su dimensión más verdadera y se proyecta hacia las tierras interiores de su comarca. En las escalinatas del Mercado Central, desde la avenida de Alfonso el Sabio, comienza a bullir ese Alacant de siempre. Este es el centro de la vida popular alicantina desde donde podemos marcar una circunferencia, o zascandilear por las calles con ojos nuevos.




«La mamella, la bacora, la mort»

En Alfonso el Sabio, los tubos de escape de los autobuses rojos rugen. «La mamella, la bacora, la Mort», canta un ciego en la esquina del Banco de Alicante, frente a la puerta principal del Mercado Central, donde antaño estuvo el cine Capitol. «La mamella, la bacora, la Mort». Los ciegos alicantinos le han puesto nombre a los números: El Galant, El Xiquet, La Pebrera, la Revolució, la Punxa...

Si se trata de dejar que la brisa refresque nuestro rostro, es preciso descender por la Rambla sin prisa, para descubrir el mar. La Rambla, en su entorno, ha perdido muchas imágenes rescatadas en las misceláneas: el quiosco de horchata del Portal d'Elx suplantado por una escultura móvil de Eusebi Sempere; el solar del caserón de la Aduaneta, que una empresa constructora tiene desmontada, con las piedras numeradas, pero que no serán colocadas en su sitio cuando un nuevo edificio ocupe su solar (ya no queda espacio para la prestidigitación urbanística); la desaparecida cafetería Ivory; el hotel Carlton, donde se hospedaron millonarios de apellidos tan sonoros como Rothschild, y que hoy es una residencia para jubilados del ministerio de Defensa...

Al otro extremo del Portal d'Elx, la esquina de la librería Marimón esta ocupada por una sucursal bancaria frente a la cual La Ciudad de Roma se ha convertido en una bocatería de Pans & Company. También, totalmente sepultada en el recuerdo, la gran sala de fiestas de Alacant: Albany, de la que todavía resuenan los ecos de aquella radiofónica «Cantera de Artistas», de Pepe Mira Galiana, por la que desfilaron unos aspirantes a cantantes dominicales que nunca grabarían un disco. Y alrededor de la Rambla, como una riada, los edificios, los armazones permanentes, las fachadas-rostro de los años sesenta. A pesar de todo, la Rambla sigue siendo la misma, amplia, abierta a la brisa portuaria; como un tobogán lleno de vida por el que se desliza toda la cálida amabilidad de Alacant. Al llegar a La Explanada, se comparte la sensación descrita por Gil-Albert, cuando dijo que el sentido de Alacant «radica en su compostura exterior, lo que podríamos llamar el exponente de una intención oculta; Alicante vivía para ser la Explanada, para estar sentado allí».

Luego, con el relente en la cara, enfilar San Fernando y se detenerse en la plaza de Gabriel Miró. El murmullo monótono de la fuente podría amansar a las fieras, pero no silencia el deterioro de una de los rincones más bellos de la ciudad; sitiado ya por las barras americanas, la prostitución y los tugurios indescriptibles. La plaza de Gabriel Miró, o de Correos, conoció antaño los juegos de la niñez, las caricias de los enamorados, la soledad de quienes acababan de remitir una carta de nostalgia. Ahora nadie puede sentarse allí sin sentirse observado y bajo sospecha. Te sientes tan arrinconado como el busto de Miró y el surtidor desamparado que humedece el pedestal entre flores esplendorosas. A pesar de todo, el aire se llena de palabras y, de alguna manera, la estatua de Miró trata de repetir al visitante: «Yo no sé si será la mejor tierra del mundo; pero sé que su cumbre, su tacto, su vaho, traspasa siempre nuestra vida con una suavidad de óleo precioso y una fortaleza de vino viejo. No la trocaríamos por la más abundante. Tierra nuestra por la que aprendimos a sentir y a interpretar el paisaje en su desnudez y aún en carne viva».




Restos de la placeta de Sant Cristofol

Desde la Rambla, unas escaleras de mármol destartalado conducen hasta los restos de la placeta de Sant Cristòfol. Al llegar a ella, surge la visión del desastre. Junto a los edificios ruinosos, los solares llenos de basura y la mierda de perro sobre las baldosas grises, se levanta un rascacielos moderno y rojizo que da su espalda con desprecio al que fuera cien años atrás un centro vital de la ciudad, hoy reducido a simple y voraz aparcamiento subterráneo. Hasta su desaparición definitiva, la bella fachada de la Farmacia Soler, modernista y policromada, se mantuvo durante una década cubierta por pasquines, carteles rasgados, fotos sucias de cantantes horteras y anuncios de discotecas.

En todos los rincones de la plaza sigue respirándose hoy la fatalidad de la piqueta. En la primera mitad de los nefastos años 70 borraron de la faz de la tierra uno de los grandes símbolos de la vida civil alicantina; el lugar donde los bañistas, a su regreso desde la playa de El Postiguet, recalaban para refrescarse o beber tras una dura ascensión de sol, arena y salitre. Eran otros tiempos, ya saben ustedes: los rascacielos llegaron como los bárbaros del Norte y los edificios nuevos fueron más destructivos que el corsario Barbarroja.




El barrio

Con paso firme, es preciso dejar atrás la plaza de Sant Cristófol y adentrarse por el carrer dels Sants Metges. Es el único barrio de Alacant donde las calles se denominaban carrers desde tiempos -no tan lejanos por lo que vemos últimamente- en que los capitostes pretendían elevar el enclave geográfico a la categoría de región. Aquellos viejos manises blancos, de caligrafía valenciana, colocados en las fachadas de las esquinas estratégicas, siempre despertaron la sorpresa de muchos colegiales a quienes nos habían engañado, entre himnos exóticos, con historietas de héroes castellanos, de los que nosotros estábamos situados al «Sureste», por supuesto.

Se siente cierta emoción cuando los pies se adentran en el arrabal del primer Alacant, al pie del barrio de Santa Cruz, con sus calles estrechas, empinadas y olorosas de cal y de geranios. Fue, con sus palacetes, la zona noble del siglo XIX limitada por la Rambla y la Explanada. Llauradors, Sant Nicolau. «Ay, el Barrio», es fácil suspirar cuando se enfila el carrer de la Mare de Déu de Betlem, al pasar junto a los portalones sombríos de las pensiones viejas, sitiadas ya por pubs tan postmodernos como La Misión, Curé, El Sitio, Límite, Cabra Loca... Al torcer, por la calle de Sant Nicolau, ningún signo recuerda al Porronet, donde servían los mejores capellans de la ciudad y los barretjats más cargados.

Al girar en Montegó, la piedra del convento de les Monjes de la Sang se mantenía intacta, sin que el paso de los siglos pudiera con ella. Tan resistente como el club Mogambo, la barra americana más famosa de Alacant, que se mantuvo abierta hasta el año 2000, con el Dalila y Los Candiles, en la plaça del Carme, reducidos a escombros desde los años ochenta. El Mogambo siempre fue, junto a La Gata Negra, el antro de perdición con más solera del antiguo barrio chino, un lugar prohibido y misterioso para los estudiantes de principios de los sesenta; en cuyas calles, los bares canallas se emparentaban con los clubs de alterne mientras corría la juerga en los mesones «typical spanish» para turistas de sol y playa, con su marcha rumbera en faralaes, sus tunas y sus inevitables referencias al toro que mató a Manolete.

Es fácil que aquella primera visión resucite al pisar los adoquines vencedores del asfalto, y al divisar la fachada del convento o los rótulos supervivientes del Mogambo, en la confluencia de Sant Agustí con Montegó. Donde antaño estuvo el mesón Sin Problemas, se alzó después un pub llamado Makoki, como el antihéroe frenopático del comic, y en su espacio rehabilitado, hoy es posible asistir a un espectáculo de boys en un nuevo local de colores nocturnos.

La zona fue famosa en otro tiempo con consignas como aquella que decía: «La virginidad produce cáncer. ¡Vacúnate! Casa de vacunación: Sin Problemas y alrededores». El Sin Problemas fue un mesón emblemático y sinuoso donde, tras pasar junto a una barra estrecha, se descendía a un sótano sombrío. Su mobiliario consistía en mesas y taburetes de madera rústica barnizada; el vino se servía en jarras de barro con el nombre grabado y las paredes estaban decoradas con horcas de campesinos, cencerros, ristras de ajos y trozos de jamón expuestos como si se tratara de una declaración de principios.

Allí se iba a cantar en grupos, a beber vino y cerveza en litronas -antes de que se llamaran así- mientras se hablaba mucho y los más listos trataban de meter mano, apelmazados en un desmadre sudoroso. Era el Sin Problemas un poco más pérfido que los mesones de la calle Llauradors -entonces General Sanjurjo-, pero no demasiado.

Reducidos al recuerdo, o convertidos en simples solares pendientes de construcción, vale la pena hacer el inventario de aquellos antros previos al disco bar, anteriores al pub autóctono. Allí estaban: El Coso, donde se reunían los estudiantes más progres de la pre-democracia; Labradores, uno de los últimos en morir; El Mesón del Pollo, en cuyo local está instalado ahora el Archivo Municipal; El Coscorrón, donde al entrar se dejaban la frente los más borrachos; la Peña Santacrucina, sobre cuyas ruinas erigieron el disco bar Yerbeta. Y más arriba, ya en Santa Creu, y a pocos metros del bar Luis, El Loro, en la esquina del carrer del Carme con Pere Sebastià, incomparable en las noches de verano...

Aunque el tiempo ha cambiado aquellos antros de nombre y de dueños, y el disco bar ensordecedor ocupa el lugar de los pubs donde antaño, armónicamente, cabía la charla, el flirteo, el virtuosismo de Supertramp, el jazz-rock de Weather Report, Sisa, Pau Riba o el pasodoble Amparito Roca en versión de la Orquesta Platería, el Barrio es uno de los paisajes favoritos de los jóvenes de entonces, que ya han pasado de la cuarentena, entre mistelas y plis-plais. El Barrio ha soportado todos los embates de los años difíciles, los últimos estertores de la Dictadura y la ingenua marcha transicional de unos jóvenes politizados, radicales y con el corazón siempre a la izquierda. Hoy, aquellos mismos jóvenes, ya maduritos, siguen frecuentando establecimientos como Jamboree, Armstrong y La Naia, local ya desaparecido donde fueron frecuentes las tertulias sobre literatura catalana y los recitales de poemas en la nostra llengua.




Raval Roig superviviente

Al dejar atrás el paseito de Ramiro, con su jardín romántico destruido por el pavimento, y, pasar junto a la iglesia de Santa María, es fácil recordar que en Alacant caminamos siempre bajo un sol amenazado por el mal de piedra. En el abandono de aquellas calles estrechas al paseante, si es aficionado a la novela negra, le viene a la mente una cita del novelista Chester Himes, que vivió en Alacant y Benissa los últimos años de su vida: «La noche era para llorar y el día para mentir, pero la mañana estaba hecha para el miedo».

¿Es miedo lo que se siente al ascender por una calle tan desierta como la de Vilavella, de la que apenas queda el nombre y algún resto del Portal Nou? ¿Se puede sentir miedo en una mañana luminosa mientras los rostros son acariciados por una brisa capaz de refrescar los corazones más ardientes? La respuesta llega con la primera visión del mar desde la calle de la Mare de Déu del Socors. Cuando, apoyados en el muro de piedra, contemplamos a nuestros pies la playa de El Postiguet, renovada y sumisa.

La carretera, con sus vehículos reptando como veloces caimanes, es lo más parecido al foso de un castillo postmoderno en el que un rumor de motores ahoga el eco de las olas. El acceso natural a la playa recibe un tajo mortal y, desde allí, sólo es posible llegar a ella atravesando una diminuta pasarela que en nada recuerda a los puentes levadizos.

Al girar la cabeza con la mirada en alto, como diques gigantes que impiden ver el castillo, se yergue un frente de rascacielos, con balcones geométricos y moles llenas de vida, que ha desterrado para siempre las casas bajas de los marineros; esos edificios que forjaron el corazón de la ciudad vieja de Alacant. Los modernos edificios de diez alturas, con sus nuevos pobladores urbanos profesionales, han transformado irremediablemente el Raval; víctima de una voracidad inmobiliaria que no tuvo reparos en convertir la ermita del Socorro en un aparcamiento.

Sí, la visión de la mañana en el Raval Roig está hecha para el miedo, como si nadie pudiera detener el azote irreversible de la historia. Aunque, cuando llega septiembre, los flecos de papel multicolor cubren las calles y ponen música al viento. Son las fiestas de la Mare de Déu del Socórs. Los buldocers y las grúas han arrinconado a los antiguos pescadores, pero no sus almas; y cuatro calles hermosas y resistentes sobreviven en un extremo del Raval: la plaza de Topete, Mare de Déu del Lluch, Madrid, Santa Ana, Les Bóvedes, las casas de Sangueta... Al caminar por su espacio diminuto es posible sentirse transportado a un tiempo de redes trenzadas, barcas en el Cocó y olor a mar aunque impere el tufo de la gasolina; es sencillo regresar a una época en la que se podía «estar en la calle sin apenas salir de casa».

Y se puede sentir todo el Raval Roig como el manco siente la mano recién amputada. Al cerrar los ojos, no es difícil ver el raval de antaño. En su fiesta, cientos de ravalrochers, arropando las voces de la Coral Crevillentina, entonan en la empinada calle de Sant Caietà el Himne a Alacant, después de permitir que las habaneras siembren la noche hasta vencer a los rascacielos y las autovías.




El Postiguet de los balnearios invisibles

En los alrededores de donde estuvo la Comandancia de Marina -ya demolida en medio de una gran polémica- siempre surge inevitablemente el olor del puerto, ese fuerte aroma que mezcla la sal y la grasa de los barcos pequeños, mientras los mástiles de los veleros dibujan una estampa festiva. Es el perfume de una ciudad humanizada, marinera de repente, que vence al mare magnum automovilístico poco antes del mediodía, en el último domingo de octubre; durante un otoño cálido y soleado. Alacant mira al mar. Llegar al mediodía hasta el bar Rompeolas, en el paseo de Gómiz, y sentarse de cara a la playa con una cerveza puede resultar casi tan ritual como vivir la Nit del Foc durante les Fogueres de Sant Joan. Alacant mira hacia un mar luminoso.

En los últimos veinte años, el Postiguet ha cambiado de fisonomía muchas veces, pero en esencia sigue siendo la misma playa en la que, medio siglo atrás, los niños se lanzaban al agua para recoger con la boca las perras gordas que tiraban los turistas desde los miradores. Formaban jaurías de pequeños trapecistas sin trampolín que, desde los años anteriores a la guerra civil, se sumergían en el Postiguet desde balnearios, de nombres tan sugerentes como Baños de Simó, La Esperanza, Diana, Las Delicias, Neptuno, La Estrella, La Rosa, La Florida, Almirante, La Confianza... Los dos últimos balnearios, La Alianza y La Alhambra, perduraron hasta el 25 de mayo de 1969, cuando la remodelación del Paseo de Gómiz y la ampliación de la orilla, los borró definitivamente del mapa y la estética del Postiguet cambió para siempre.

Esta playa íntima, urbana, en pleno corazón de Alacant, está unida a las familias alicantinas como acero soldado con un soplete sentimental. El Postiguet ha sido siempre la playa de los alicantinos, y todos los bañistas forasteros, que siempre convirtieron las dunas en un laberinto, tienen que aceptarlo así. Su nombre se debe a la existencia un antiguo postigo que daba a la arena, y siempre fue como la entrada en el cuarto de estar.




Sant Antoni o el porquet

La calle de Sant Vicent, la fonteta del Empecinado, Díaz Moreu, con su viejo empedrado cubierto de asfalto, para ascender hasta la calle del Pouet, donde la vieja Academia Luis Vives yace olvidada; subir luego por la calle del Paraís. Las casas de Sant Antoni siguen siendo bajas, con dos pisos como máximo, y permanecen unidas pared a pared con una estrechez íntima de viejo arrabal, cuyas calles diminutas han albergado la fauna más inocente de la tierra: los murciélagos que volaban como golondrinas alrededor de las farolas y con rapidez suficiente para esquivar la contundencia mortal de las tellas; las lagartijas huidizas y prudentes escalando las paredes descoloridas; las colas de unas ratas mestizas entre la alcantarilla y el monte, que bailaban vertiginosamente después de ser cortadas; el sacrificio de un puercoespín, amarillo e indefenso, quemado vivo por la brutalidad infantil... O el sabor de la sangre abierta en la frente tras una pedrega con los chavales de la calle Nueva Baja; o el paladar a vino servido en los porrones del bar La Parra. ¿Cómo quitarse de la cabeza a Vicente Blau, el Tino, en la parte baja del Benacantil, dando muletazos dignos de un semidiós a falsos toros de madera?

Alacant, San Antón, la frontera del Pla del Bon Repós... Los vecinos sacaban las sillas fuera y dejaban que el fresco se mezclara con la brisa mediterránea, bajo el canto de los grillos y las chicharras; después de que los traperos recorrieran la calles hasta sus almacenes y los barquilleros pasaran cargados con su ilusión circular por dos reales. Al caer la noche, los pequeños circos ambulantes montaban escenarios sin lonas, con fogatas en lugar de candilejas, cabras amaestradas rodando sobre cubiletes y trapecistas calés capaces de dar, al mismo tiempo, un triple salto mortal y clavarse cuchillas y alfileres en la piel sin dejar la más mínima herida. Era aquel un Alacant que jamás volverá, pero que renace cada año con el Porrat de Sant Antoni.

Junto a la iglesia de la Misericòrdia, a esp Los chiquillos bajábamos por la Cuesta de la Fábrica para perdernos, con ojos sorprendidos, entre castañas pilongas, torrats, tramussos y frutos secos apilados ordenadamente en cada paraeta. Es una sensación que ahora, al regresar, nos obliga a meditar sobre la permanencia de las cosas; sobre la persistencia de quienes pretenden resistirse a los cambios salvajes experimentados por la ciudad desde los años sesenta. La culpa la sigue teniendo Sant Antoni el del Porquet, el de los animales, un santo ecologista, anticonsumidor, conservacionista de la fauna y flora, desprendido hasta el extremo de dar todas sus pertenencias a los pobres. Un santo muy didáctico para tiempos de crisis total.

aldas del Porrat, el panteón de Quijano siempre fue, junto al Benacantil, el escenario favorito para los juegos de los xiquets del raval de Sant Antoni, aunque el jardín mantiene sus puertas de espaldas al barrio. Quijano también marcaba para ellos una frontera territorial con el centro de Alicante, fuertemente custodiada por la casa-cuartel de la Guardia Civil, en la calle San Vicente; limitada por la tienda de «Carne de equino» de la calle Hospital del Rey y por el muro inexpugnable de la Fábrica de Tabacos -Qué Farias los suyos!-. Aquellos lugares siguen en pie, con una sensación de permanencia; como si la historia de una ciudad no inmolara plenamente su pasado al ritmo del negocio y del dinero; como si fuera posible resistir a la piqueta monetaria manteniendo eventos tan sencillos y personales como el Porrat de Sant Antoni, la fiesta más antigua de la ciudad de Alacant.




Trayecto de tranvías

Los adolescentes de mi generación siempre tratábamos de subir al tranvía en marcha. Todavía seguimos con esa metodología en muchas batallas de la vida. Pero, ¿quién no asaltaba tranvías en marcha a los trece años? Lo veíamos torcer, desde las Casitas de Papel, escueto y ruidoso, casi en los huesos de su estructura metálica, como una lata amarilla arrastrada sobre unos raíles que, al paso de las ruedas de hierro, eran utilizados por los niños para aplastar las chapas de Orange Crush y hacer una lámina plana de los clavos cilíndricos.

El armatoste, con el número 2 en el frontal y el cartel «V. DEL REMEDIO MERCADO BENALÚA» bajo la ventanilla del conductor, crujía lento y seguro, bamboleándose como un juguete mecánico de Ibi. La vida también reposaba bajo sus asientos enrejados de madera desgastada, en alguno de los cuales podía leerse una plaquita que decía: «RESERVADO CABALLEROS MUTILADOS».

Tras la última parada de la calle Santa Cruz de Tenerife, el tranvía arrancaba cuesta abajo, hacia la amplia vía del Alcázar de Toledo, a través de las Mil Viviendas. Y solo entonces, cuando el cobrador tiraba dos veces de la cuerda y un pito afónico sonaba con urgencia doble, algunos xiquets, en resuelta carrera, saltábamos al pescante de la plataforma posterior, volando casi, y nos aferrábamos a las barandillas exteriores, negras y pulidas por el contacto de tantas manos y de demasiado tiempo.

Era quizás el único heroísmo de nuestra pacífica adolescencia urbana. Transportado en la brisa de las tres de la tarde, el tranvía de la línea 2 -ampliada desde La Bola de Oro hasta el extrarradio de la Colonia Virgen del Remedio- le conducía por la desnudez del Alacant descampado y fronterizo; la Travesía del Canal, sucio y cenagoso, con sus ratas de monte, sus renacuajos y sus gitanillos bañados en el mayor caudal de agua corriente y serpenteante que habían conocido en sus vidas. Aparecían algunos bloques de viviendas sin urbanizar, con ropa tendida en los balcones de un paisaje desértico en el que, como lunares aislados en la piel, siempre brotaban palmeras solitarias, higueras silvestres rebosantes de higos, tomateras imprevistas con sus cañizos madurados por la sequedad. Y en aquella desolación luminosa, de repente, surgían las calles estrechas de Carolinas Altas. Cerca de la calle San Mateo, en la frontera entre Pla y Carolinas, en dirección a la plaza de Manila, sobrevivió el último cine al aire libre dentro de la ciudad: el Terraza-Manila.




«Som fills del poble...»

Lo dice el himno a la ciudad: «Som fills del poble / que té les xiques com les palmeres...» Y acaba afirmando: «Este no és el poble vell, que és altre Alacant... Visca Alacant».

Muchos alicantinos creen vivir en una ciudad donde haber nacido en ella es casi exótico. Y para ello se acercan al padrón de habitantes: 26.452 manchegos, 15.192 murcianos, 14.279 andaluces, 6.517 madrileños, 6.292 castellano-leoneses, 1939 extremeños, 1.623 gallegos, 1.518 aragoneses, 2.6660 catalanes, y... asturianos, navarros, cántabros, baleares, riojanos, canarios, ceutís y melillenses. Otros 35.941 ciudadanos proceden del País Valenciano; 31.000 de ellos vienen de las comarcas enmarcadas en la división provincial, de los cuales 12.000 nacieron en la Vega Baja. ¡Ah, y quedan los 11.000 extranjeros; los guiris que se han instalado aquí atraídos por el clima y la buena vida! ¿Cuántos quedamos? Muchos, si hiciéramos caso a las voces que pronuncian el nombre de la ciudad como si fuera un Shangri-La tibetano amenazado por los de fuera. Y es que algunos ponen más sentimiento al decir el nombre de «Alicante» que Angelillo cuando cantaba «La hija de Juan Simón».

No hay que llamarse a engaños. Este parece ser el sino de Alacant. El director del periódico «alicantino» por antonomasia es sevillano; el presidente de la patronal ha sido durante años un madrileño que tiene la concesión del reparto de Butano; el ideólogo de los empresarios autóctonos es un señor de Granada, propietario de una inmobiliaria; el delegado de un diario tan madrileño como él mismo, se permite el lujo en la edición alicantina de teorizar constantemente sobre la «levantinidad», lanzar diatribas antifusterianas como si los indígenas fuéramos tontos; el otro diario local, con sede central en Murcia, sigue hablando del «sureste» con verdadero convencimiento; el presidente de la Cámara de Comercio es gallego, el candidato popular a la alcaldía nació en Asturias, incluso el actual alcalde es madrileño y del Real Madrid... En fin, que vivimos rodeados por «los nuevos alicantinos», mientras muchos -y no sólo ellos- se afanan en amargarnos la vida con un cantonalismo apócrifo que agita, hasta el paroxismo, nuestra antigua rivalidad con Valencia.

Y es que nuestra ciudad, su historia, su origen, su identidad presente, su proyecto de futuro... ese es el asunto. Y los alicantinos hemos dejado que otros se apropien de nuestra alma, si es que la tuvimos alguna vez. A muchos nos quema un incendio interior indescriptible. ¿Dónde queda el alma de aquel Alacant cuyo sentido de la vida lo distinguía de otras urbes más ambiciosas e implacables? Ante nuestra mirada, entre aceras rotas por máquinas a motor, se postra una ciudad convertida en arma arrojadiza; utilizada como instrumento mercantil por gentes capaces de vender buzones en el desierto. La vieja ciudad, tomada por la convivencia y la amabilidad sin urgencias, se ahoga en el estruendo de los metálicos sonidos de los motores monetarios. La imagen del Alacant de ayer se pierde en los recuerdos, en «las brumas de la memoria» -como escribiera Francisco Figueras Pacheco- y es para muchos un dragón dispuesto a lanzar fuego contra las olas.

Una intensa bibliografía trata de nosotros, de nuestro «problema»: Alacant a part e Imagen de Alicante, ambos de Josevicente Mateo; Nosaltres els valencians, de Fuster; Los inmigrados en la ciudad de Alicante, de Francisco Quiñonero; la Crónica, de Ramon Muntaner; la Historia de la ciudad de Alicante; Años y leguas, de Gabriel Miró; Alacant contra València, de Emili Rodríguez Bernabeu; Alacant Blues, de quien esto escribe... Y además, un dato irónico: el nombre castellano de Alacant no nos deja demasiado bien. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua dice: «Alicante. m. zool. Víbora muy venenosa, de hocico remangado, que se cría en España...». La siguiente palabra es «Alicantina», que significa: «treta, astucia, malicia, habilidad para engañar y no ser engañado». Sólo en el Diccionario Ideológico de Julio Casares, añade tras estos dos significados, el de «Alicantino, na. Adj. Natural de Alicante». No deja de ser curioso que para el máximo organismo de la lengua española, debajo de la víbora muy venenosa y de la treta para engañar, estemos nosotros. ¿Y cual es nuestra identidad, cuando los mercachifles nos obligan a los alicantinos a seguir luchando por lo evidente, por cuestiones que parecían normalizadas y superadas con la llegada de la democracia?

Al calor de las elecciones municipales y autonómicas de 1995, se alzaron de nuevo voces a favor de un Sureste «en busca de la propia identidad» (como tituló en su edición alicantina el diario La Verdad, del 31 de diciembre de 1994) en el que pretenden incluir a las comarcas meridionales. ¿Acaso una nueva generación de «surestistas», salida desde el centro geopolítico de Murcia, ha tomado el relevo hoy, como hace cuarenta años, cuando en 1953, por vez primera, pretendieron sacarnos del País Valenciano para incluirnos en la nueva región del «Sureste» junto a Murcia, Albacete y Almería, con argumentos económicos y desarrollistas alrededor de la construcción del trasvase Tajo-Segura?

Como de nuestra identidad se trata, empecemos, pues, por nuestro Documento Nacional, antes de que el porvenir aporte nuevas demencialidades político mercantiles diseñadas, eso sí, con un Chivas pendulando en la mano y la visión de los veleros del Club de Regatas tras unas gafas Ray-Ban. Por ejemplo. Veamos. El nombre es Alacant. La fecha de nacimiento: En 1308, Jaume II, llamado El Justo, incorporó la villa de Alacant al Reino de Valencia. Fue 188 años más tarde, en 1490, cuando Fernando de Aragón le otorgó el título de Ciudad. Así pues, desde el siglo XIV formamos parte del Reino de Valencia, dentro de la Corona de Aragón.

Los alicantinos hemos vivido seiscientos años siendo valencianos, amando y utilizando «la nostra llengua» como vehículo de comunicación, defendiendo nuestras peculiaridades. A pesar de la larga noche franquista, se reprimió ferozmente el uso del valenciano, y la galopante castellanización de los años 60, actualmente -según el último padrón de población realizado en 1986-, de un total de 268.000 habitantes, un total de 60.000 alicantinos (21,5 % de la población) hablamos valenciano y otros 120.000 (56 %) lo entienden sin ninguna dificultad.

Históricamente, siempre hemos defendido nuestras costumbres, sin dejar por ello de incorporar todas las tendencias recibidas del exterior. Este es el segundo rasgo de la fotografía que tenemos en nuestro carnet de identidad: Pueblo nuevo, abierto, integrador. Así nos vio, al menos, el botánico Antonio Josef Cavanilles, en 1797: «El trato familiar y continuo con hombres de todas las naciones de Europa que frecuentan el puerto ha comunicado a los alicantinos trajes y costumbres que apenas se conoce en el interior del Reyno; la contratación y sus provechos han atraído multitud de familias nacionales y extranjeras que mezcladas al presente forman un pueblo en gran parte nuevo». Y la lengua de comunicación ha sido siempre el valenciano.

El uso de la nostra llengua era total en Alacant durante los años 20. La revista satírica El Tío Cuc, de Josep Coloma Pellicer, en la que colaboró intensamente Enric Valor, escrita en valenciano, vendía alrededor de veinte mil ejemplares. El Himne a Alacant, las canciones festeras La Festa del Poble y La nit de Sant Joan tienen su letra en la nostra llengua, del mismo modo que la gran canción popular que habla de la playa del Postiguet: La manta al coll. A la Santa Faç -la gran devoción local- se la invoca en valenciano, al grito de «Faç divina, misericòrdia». La fiesta alicantina por antonomasia son Les Fogueres de Sant Joan, cuya nomenclatura está sembrada de «belleses», «foguerers», «barraquers», «racós», «llibret», «mascletà», «coca amb tonyna», «cremà», «plantà»... Las huellas de nuestra catalanidad histórica están todavía vivas, aunque la recuperación lingüística y cultural pase, en estos momentos, por la UVI, una unidad de vigilancia intensiva a la que se han sumado las nuevas generaciones, las líneas de inmersión abiertas en cinco escuelas públicas, a las que muchos llevamos a nuestros hijos, la influencia de la Universidad de Alicante, así como la aparición de escritores locales en lengua catalana.

Tras los pasos de la generación alicantina del 60, a la que pertenece Emili Rodríguez-Bernabéu, poeta y ensayista que publica en catalán desde 1964, así como Francesc Seva y Francesc Quartero, destacan Joaquim González i Caturla, Miquel Martínez, Pascual Sanchis, Francesc Pastor, Joan J. Ponsoda, Francesc Romà, Joaquim Espinós, Silvia-Marina Aresté... hasta completar una nómina de quince poetas y siete narradores. A ellos, habría que sumar a Lluis Alpera, nacido en Valencia, pero que vive en Alacant desde hace 25 años, y desde esta ciudad ha realizado gran parte de su obra. En el terreno editorial, con el antecedente de revistas literarias bilingües ya desaparecidas como Nit vermella, Mediterrania o Algaria 0, la editorial alicantina Agua Clara publica desde 1990 libros escritos en catalán, tanto didácticos como de creación literaria.




Ciudad que mira hacia el norte

Alacant es la segunda ciudad en importancia del País Valenciano, y su desarrollo mira hacia Europa, que está en el Norte como todo el mundo sabe, y pasa por el llamado Eje Mediterráneo. A diferencia de los carnets que todos llevamos encima, nuestra identidad valenciana no caduca ni a los cinco ni a los diez años. No caducará nunca, a pesar de la «geografitis», esa enfermedad ya erradicada, propia de personajes situados al sureste de sí mismos, que sufren algunos prohombres locales.

Desde la Serra del Sit y el Maigmó hasta el Cabeçó d'Or, y más allá, Aitana, la ciudad vive sitiada por una muralla de montañas azules. La búsqueda de Alacant, rodeados por la prisa y el consumismo, resulta un trabajo agotador, detallista, cuidadoso; cualquier síntoma debe ser analizado en perspectiva, cualquier personaje escuchado... Las calles y los recuerdos se funden en imágenes instantáneas, en fotografías miradas casi con rayos infrarrojos. Se trata de que los árboles no nos impidan ver el bosque, aunque el resultado no parezca demasiado alentador. La ciudad parece moverse sin que le importe su pasado, ensimismada en su presente y absolutamente ajena a su posible futuro. Mientras vive al día y cuida las apariencias, Alacant flota sobre sí misma y se niega en cada nuevo movimiento.

En plena década de los noventa, el nuevo patrioterismo alicantino convirtió el grito «Puta Valencia» en un fetiche para justificar todas sus incapacidades seculares. Mientras la culpa de todos nuestros males la tenga nuestro hermano mayor del norte -ay, Valencia-, la ciudad de Alacant seguirá creyendo -como los sicilianos descritos por Lampedusa- que no necesita tomar medidas para proyectar su futuro y enfrentarse a las estocadas de la crisis. Es nuestro menfotismo renovado. [Dejo de escribir por un instante, para apuntar que fue la generación de nuestros abuelos la que entregó Alacant sin luchar, sin defender su personalidad. Lo habían aprendido quizá de sus padres, como depositarios de una herencia devastadora].

El viejo Alacant se apaga, también, con los últimos personajes populares, urbanos, llevados a la tumba por la edad y la enfermedad. Adiós a Ramonet, al Caruso... Adiós al pueblo grande y peatonal que, ante los ojos de los forasteros, parecía vivir en fiestas durante cualquier época del año; cuando el mensaje transmitido por las miradas, en La Rambla o en La Explanada, era aquel de «la vida és bona». Y es que los años, como buldocers del falso progreso, han transformado la ciudad de tal manera que corre el peligro de convertirse en una auténtica desconocida de sí misma.






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Cristal de oliveretes


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Desde el cristal de mi ventana

«Todo el ritmo de la vida pasa por este cristal de mi ventana», cantó el gran León Felipe en su poema ¡Qué lástima!. Y sus versos brotaron de mis labios de una manera silenciosa, involuntaria, como un acto reflejo; como cuando te dan un golpe a traición y no puedes reprimir una queja. «Que todo el ritmo del mundo por estos cristales pasa cuando pasan»... los motoristas que convierten la avenida en velódromo, los novios que, desde la puerta de la iglesia, nos advierten de su casamiento con una traca estruendosa; los niños camino de la escuela con sus pesadas bolsas y sus ojos pegados al sueño todavía; las sirenas de las patrullas policiales con destino desconocido; las señoras con sus carritos en dirección al Mercado Central; los psicópatas de la taladradora que abren y cierran zanjas, abren y cierran, agujerean y levantan la plaza de les Oliveretes desde hace seis meses ya, tan madrugadores ellos con sus compresores, tan invisibles durante semanas...

El domingo, sin embargo, el ritmo del mundo pareció congelarse ante el cristal de mi ventana. En una mañana luminosa, dos imágenes se cruzaron poco antes del mediodía. Ante el semáforo, un coche blanco enarbolaba dos banderas tricolores, las enseñas de la República Española, y, desde la megafonía, una voz invitaba a los vecinos a que se desplazaran hasta la explanada de puerto de Alicante, para conmemorar el final dramático de la guerra civil española, cuando cerca de 15.000 personas pudieron huir en el último barco, el Stanbrook, antes de que entraran las tropas italianas de Gastone Gambara y llenaran los campos de concentración de Los Almendros, en la Goteta, y de Albatera. Hace 62 años ya, pero aquel espacio del puerto alicantino, convertido ahora en lugar de ocio tipo gran superficie pero con brisa, fue el escenario de una de las mayores tragedias humanas de la historia española. Así lo describió Max Aub en su novela Campo de los Almendros: «Este es el lugar de la tragedia: frente al mar, bajo el cielo, en la tierra. Este es el puerto de Alicante, el 30 de marzo de 1939. Las tragedias siempre suceden en un lugar determinado, en una fecha precisa, a una hora que no admite retraso».

Minutos antes, en la plaza de les Oliveretes, con el semáforo en rojo, el automóvil de las banderas tricolores se detuvo en el preciso instante en que, de frente, apareció una procesión de feligreses que se dirigían hacia la iglesia con palmas en las manos. Dos imágenes de la vida en este país coincidieron por un segundo; una instantánea para la reflexión. República y palmas. Dos maneras de tener fe, en carriles distintos, compartiendo la calle. Los creyentes en un mundo más justo y más humano, en el mismo semáforo de los que buscan la salvación eterna. Humanismo y tradición secular. Cuerpo y alma frente a frente.

Durante esta semana, los católicos españoles hacen penitencia bajo máscaras y capirotes, como costaleros descalzos y atormentados para la ocasión; en procesiones silenciosas y entre homenajes a la mantilla española, rodeados por la curiosidad turística y el negocio que provoca pasos, cruces, cadenas, peinetas, los flagelos... Ritos para purgar las propias penas en este mundo confuso que nos rodea. Es la terapia de una tradición con la que se recuerda que tras la muerte llega la resurrección. En las demás semanas del año funciona un calvario más cotidiano y sigiloso. Como en el blues que cantaban los Allman Brothers, algunos no pueden con su cruz... durante el resto del año.

Pero hoy, al mirar desde el cristal de mi ventana, he vuelto a León Felipe, a sus palabras:


«Todo el ritmo de la vida pasa
por este cristal de mi ventana.
¡Y la muerte también pasa!
¡Qué lastima
que no pudiendo cantar otras hazañas,
porque no tengo patria,
ni una tierra provinciana,
ni una casa solariega y blasonada,
ni el retrato de un mi abuelo que ganara una batalla...
Venga, forzado, a cantar
cosas de poca importancia!».






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Cambios caídos del cielo

Muchas veces los cambios planean sobre la vieja ciudad, y caen sobre ella impuestos por una fuerza desconocida, superior, inevitable. El ciudadano ve, impotente, cómo su calle, su barrio, los lugares en los que nació y creció, se transforman inexorablemente sin que él pueda opinar, influir, tener alguna intervención. El cronista de la ciudad, Enrique Cerdán Tato, lo describió en una ocasión con estas palabras: «Una mañana cualquiera, como de costumbre, el paseante sale de su casa con la intención de recorrer Alicante, pero al pisar la acera descubre de repente que se encuentra en una ciudad distinta, nueva, irreconocible, de la que sólo quedan los nombres de las calles (y no todos). Desesperado, se siente ajeno, perdido, confuso. ¿Qué había ocurrido? No tardó en comprender la causa de aquel despropósito: desde el cielo habían descendido las nuevas construcciones hasta quedar enfundadas en la ciudad anterior». De golpe, inesperadamente, habían desaparecido esos lugares que en palabras de Gabriel Miró, consagran una memoria.

Más allá del realismo mágico o de la metáfora kafkiana, el relato del cronista recogía, en esencia, el testimonio de nuestras propias vidas ciudadanas. Como por arte de magia han desaparecido piedras y lugares, jardines y monumentos, árboles y recuerdos. Y Enrique, como memoria comprometida de nuestra ciudad, es sin duda uno de sus testigos imprescindibles; un intelectual que siente y sufre este paisaje como nadie; por no hablar de la manera en que pretende hacerle (hacernos) sufrir determinado paisanaje.

A los alicantinos, desde hace 50 años, los cambios urbanísticos nos caen del cielo como chuzos de punta; entre la depredación más descarada y la indiferencia incorregible, entre el negocio y el menfotisme. La desaparición de la Aduaneta, en el Portal de Elche, resulta ejemplar. Cuando la desmontaron, numeraron sus piedras y nos aseguraron que volverían a ser colocadas en cuanto el edificio fuera reconstruido. Firmaron un compromiso con la constructora de turno y nos garantizaron que la depredación no volvería jamás. Había llegado la democracia y el consistorio no podía permitirse el lujo de actuar como sus antecesores. A lo bestia. ¿Lo consiguieron? Para obtener la respuesta basta con recorrer la ciudad y reflexionar un poco. Donde durante siglos estuvo el edificio de la Aduaneta hoy se alza una estructura de hormigón, el armazón de un edificio nuevo, acristalado y sin mamposterías históricas.

Desde los tiempos del general Franco, Alicante ha crecido atrapada por el caos especulativo y la rapiña. Una ley municipal permitió la construcción de edificios «especiales» como el Riscal, el Gran Sol, los Representantes... mientras los palacetes de Labradores se venían abajo. Eran tiempos de capitalismo salvaje en los que todo era posible dentro de una legislación a la medida. Apartotel Meliá, depredación forever. Nuestra ciudad puede presumir de atentados de terrorismo urbanístico como el de la Casa Alberola, frente a Canalejas. Hoy es un ejemplo de barbarie. La casa Alberola está cortada por la mitad y en medio han colocado un bloque de fachada blanca que rebasa incluso la altura de la casa original.

Para el recuerdo queda el Monumental Salón Moderno que, junto al Mercado Central y al Edificio Bergé, formaba parte de un conjunto armónico creado por el arquitecto Vidal Ramos en los años 20. Hoy sólo nos queda el Mercado. Oremos. De tantos edificios y rincones históricos demolidos hemos conseguido vivir en una ciudad permanentemente nueva, sin memoria. Vamos a más. El Benacantil va a perder su imagen si consiguen levantar en su ladera un Palacio de Congresos al que habrá que acceder escalando. Y eso por no hablar del hotel Palas. Sus propietarios lo han condenado a muerte, pero vienen a decirnos: «A nosotros nos gusta mucho el hotel, ya sabemos que forma parte del patrimonio de los alicantinos; pero... ¡Hombre, si nos permitieran aumentar la edificabilidad en tres plantas!, un hotel de cien habitaciones sería rentable. Es cierto que hay que cambiar el Plan General de Ordenación Urbana, pero no sería la primera vez que se hace a requerimiento de las empresas privadas».

Pronto nos quedaremos sin patrimonio. Ellos tan ricamente, nosotros empobrecidos.




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Panorámica del Tossal

Mientras se cierne un futuro de cemento sobre el monte Benacantil, la desidia oficial sigue revoloteando, como un pájaro de mal agüero, sobre el parque del Tossal de San Fernando, un lugar emblemático, se supone. Perpetrado con el consentimiento del alcalde saliente en época de desesperación electoral, la Generalitat nos construyó en su cima un pequeño lago, en el que pretendían que, mientras remábamos en barca, pudiéramos mirar de soslayo la azotea del edificio de los Representantes. O así. Han pasado cinco años desde su precipitada erección en enclave tan inverosímil. Hagamos memoria.

El parque del tossal de San Fernando es la herencia dejada por un conseller de Comercio y Turismo llamado Andrés García Reche, e ideada por un arquitecto con la cabeza en las nubes, por sus ideas de altura. ¿Recuerdan a García Reche? Se trata de aquel que, para promocionar el turismo en el País Valenciano, puso en marcha la marca turística Mediterrania, fiasco que cayó en desuso. Incluso antes de perder las elecciones. Y como los hombres pasan pero sus obras quedan, los alicantinos nos hemos quedado con el marrón del Tossal, mientras la nueva corporación municipal popular deja que se deteriore, que la escalera de acceso se rompa en pedazos, que los terraplenes de tierra se desmoronen sobre el barrio de San Fernando. Como dicen los expertos, un crimen se puede cometer por acción y por omisión.

En estos años, y a pesar de los pesares, el Tossal se ha convertido en uno de los parques más vivos de la ciudad en cuanto a su uso ciudadano, aunque, con los accesos de las rampas cortados por vallas, apenas quede la sombra de aquel parque temático titulado oficialmente «Érase un país de niños». El tiempo ha demostrado el despropósito de construir un lago en la ladera de un monte, de una loma. De acuerdo, la idea no fue muy feliz, pero la solución es simple. Basta con convertir el lago en una pista de patinaje, por ejemplo, que ya se ha quedado pequeña la que tiene el parque ante la afluencia de jóvenes.

Además, ¿será por dinero? Según las propias autoridades, Alicante es la ciudad que más dinero recibe de la Generalitat y los políticos quieren modernizarnos tanto que en la zona lúdica del puerto pretenden hacer un túnel subterráneo para que disfrutemos. Claro que muchos barrios de la ciudad vital siguen teniendo un aspecto lamentable, sucio, con las aceras deterioradas desde hace medio siglo, o más. Basta mirar a nuestro alrededor. No hay que ser un lince para verlo. San Fernando es uno de esos barrios abandonados a su (mala) suerte. Desde la muy alicantina calle del marqués de Molins, el que inventó aquello de «la millor terra del món», cualquier ciudadano puede comprenderlo con un simple golpe de vista.

Para que sepan su ubicación los ediles pertinentes: San Fernando limita al norte con el Tossal, que desprende mamposterías y terraplenes incluso cuando no llueve. Al Sur, con la «vía rápida» de Carmelo Calvo-Pérez Galdós, donde los motoristas y los conductores imponen la ley del más fuerte; donde los coches aparcan en las aceras junto a los semáforos y no respetan ni las rampas para minusválidos. Al Este, con la avenida de Novelda. Mejor no meneallo hasta que deje de estar en obras. Y al Oeste, la Escuela de Idiomas y el instituto Jorge Juan, cuyos aledaños son ya el paraíso de las litronas (ahora las llaman «botellones»), en un paisaje con olor a orina y bolsas de plástico derramadas entre cristales de botellas rotas. La serpenteante carretera que lleva a la cima de San Fernando se ha convertido en un basurero y la ruina domina el parque infantil donde antaño el Sargento Moquillo enseñaba educación vial a los colegiales de mi generación. Qué bello panorama. A un lado, el Tossal con sus calles degradadas. Al otro, el Benacantil, con un San Antón sacado de una estampa de Sarajevo. Y en medio, la «millor terra del món». Ahí es nada. Al mirar la ciudad desde el Tossal, parece como si la verticalidad y el peligro, tan de moda entre nuestros artistas de Fogueres, se hubiera trasladado al urbanismo de una ciudad que aspira a ser turística y de congresos. Pura retórica.




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Aquel alicantino de Jumilla

Pensó y sintió Alacant como nadie. Desde un amor beligerante y necesario en una ciudad tan desarraigada de sí misma como la nuestra. Escribió con la brillantez de una prosa literaria castellana rica y auténtica, y sus reflexiones se concretaron en un texto sin precedentes que ya es un clásico: Alacant a part. «El caso de Alicante»: la relación de la ciudad con las comarcas del sur valencianas, con «el Cap i Casal», con la cultura catalana, consigo misma. Su autor, Josevicente Mateo, era un murciano integrado. «Y por eso, forastero e integrado, medio nuestro y medio ajeno, lo que nos dice tiene bien merecida la atención de todo el mundo», escribió Joan Fuster en el prólogo de la primera edición de ¡1966!. Entonces, yo tenía doce años, estudiaba en un colegio de curas y apenas sabía que la lectura posterior de este pequeño libro me iba a marcar tan profundamente. «Entre tots ho farem tot», aseguraba la editorial de Barcelona.

En las postrimerías del franquismo, compré Alacant a part en la desaparecida librería Set i Mig, de la calle Rafael Terol, y a mis dieciocho años, pude leer verdades como ésta: «Alicante es una encrucijada: sometida a colonización permanente, de las clásicas a las turísticas, no disfrutó de reposo para construir nada seguro y duradero. Pobre de recursos naturales su río vertebral es, antes que curso fluvial, una rambla-, no dispuso nunca de patrimonio que conservar o legar, estableciendo así una línea de continuidad. Los injertos, cuando no remiendos, múltiples, fueron decisivos. La consecuencia fue un afán de cambio que se renueva sin cesar». Mateo hablaba del país en el que yo había nacido en un momento histórico en el que los poderes fácticos ni siquiera se planteaban ofrecer «nuevas glorias a España» y los jefes económico-crediticios se empeñaban en inventarnos una región llamada Sureste, en compañía de Murcia, Albacete y Almería. Qué perversos.

En 1991, el Instituto Juan Gil-Albert publicó la primera versión en castellano de este libro imprescindible y la editorial Tres i Quatre, de Valencia, hizo lo propio en catalán. Desde entonces, ha pasado una década ya. Silenciosa, estéril. Hace varias semanas, Josevicente murió en Murcia, alejado de esta ciudad por la que había luchado como presidente del Club de Amigos de la UNESCO, una entidad fundamental en la conquista de las libertades democráticas de esta ciudad, por la que había sido senador electo en las filas de la izquierda.

Para muchos alicantinos de mi generación, los que ahora nos acercamos a los cuarenta y diez años, Josevicente Mateo fue y es una referencia ética del compromiso imprescindible; pero también -y sobre todo- un autor valioso, un pensador a revisar lejos de los discursos fáciles y complacientes. En su libro Imagen de Alicante, Mateo se atrevía a escribir reflexiones como ésta: « Alicante, la resbaladiza entidad que llamamos Alicante, no es un arcifinio [territorio que tiene límites naturales]. La geografía, la lengua, la economía, las costumbres, el folclore, la raza incluso, la hacen trizas. Los factores que normalmente aglutinan a los pueblos parece que al encontrarse en Alicante se pusieran de acuerdo para fomentar la dispersión y la fuga, para sostenerla sobre bases de una evidente movilidad».

Alejado de nuestra ciudad y de la política, aceptó en diciembre de 1992 participar en un Seminario organizado por el profesor Biel Sansano, bajo el título Elx-Alacant. Espais culturals, Economia i Territori. Allí, Josevicente lanzó otra de sus observaciones proverbiales: «Sin ánimo de zanjar eventuales litigios -dijo- esto que llamamos Alicante, el rabo del País por desollar, anodino, es su porción más vivaz, dinámica y habitable». Y confesó: «La mayoría de mis años, qué importa el nacimiento, ejerzo integrado de alicantino, esta singular manera, remolona a veces, de proclamarse valenciano».




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Todo es máscara en Alacant


Invitación al carnaval

«El mundo todo es máscara, todo el año es Carnaval», escribió Larra. Una verdad que permanece a través de los siglos. Vivimos un tiempo hipócrita donde «vender imagen» y aparentar lo que somos se practica como un ejercicio de supervivencia; donde el doble lenguaje se ha hecho el amo de la vida social, de la política, de la cultura, e incluso de la convivencia cotidiana, lanzada a una estrategia de camuflaje que enmascara nuestros auténticos pensamientos. La realidad surge ante nuestras miradas como un gran carnaval que oculta la verdad del mundo. Los árboles de la comodidad, la autocomplacencia y el conformismo impiden ver la selva urbana del Dios Dinero y sus migajas.

Carnaval, carnaval. Todo es máscara en la búsqueda de un brillo social hipotecado en el banco de la esquina. Nuestras vidas discurren entre coches veloces, carreteras lentas, trajes inútiles, baratijas infames que se amontonan en el armario de nuestras ambiciones; tarjetas de crédito que arropan las carteras vacías, y la ciudad convertida en una máscara de oropeles, mierdas de perro, consumo sublimado y una existencia de plástico que -como cantaba Rubén Blades- «se derrite si le da de lleno el sol».

¿Y para qué un Carnaval, hecho ruido y color, en el último año capicúa de nuestras vidas? (Ninguno de ustedes pensará vivir en el 2112 ¿verdad?). El viernes por la noche, cuando representen sus Autos de Carnaval, las peñas carnavaleras de La Tripa del Moro, la Compañía de Caín, los Desoxiribonucleicos, el Col.lectiu Carnestoltes... nos darán la respuesta. Desnudarán el mundo sin tapujos ni autocensuras, en el uso de su libertad duradera, con la gracia de la burla y el bisturí de la sinceridad. No perdonarán a los políticos con mando en plaza, ni a los obispos metidos a brokers, la guerra será despellejada y serán ajusticiados tantos asuntos inmobiliarios, domésticos, tan queridos por los depredadores... El Carnaval es nuestro mejor cronista, sin tapujos, libre, puede decirlo todo porque es inocente, como un espejo.

Y así, los autos de Carnaval abrirán el camino al Sábado Ramblero, a la fiesta, al disfraz como terapia y acto de irreverente sinceridad. Sobre la careta epidérmica de nuestra vida cotidiana, colocaremos un antifaz liberador; ocultaremos nuestro rostro bajo una fachada de cartón piedra o goma multicolor, y sacaremos a la calle el fantasma de la libertad.

Máscara sobre máscara, el Carnaval alicantino dejará suelto al peligroso Don Carnal, con su sonrisa sardónica de puro vicio vitalista. Y la Carne vencerá a la Represión, esa Cuaresma hipócrita que muchos llevan dentro. Esta subversión -la última que nos queda en estos tiempos de pensamiento único- será fiesta y música, peña y camuflaje. El espejo carnavalero nos invita a la comisión del único acto subversivo que consiente la alegría, una injuriosa burla sin maldad, pero afilada y autocrítica, que no levanta querellas ni procedimientos judiciales, porque no caben calumnias cuando se representa la verdad. No resulta extraño que el Régimen de Franco, la dictadura del nacional-catolicismo, prohibiera los Carnavales durante cuarenta años y que cueste tanto esfuerzo recuperarlos año tras año, en esta democracia de nuevos ricos y viejos pobres. Su arma secreta y demoledora es el humor, la burla crítica capaz de dejar al aire las vergüenzas, que en las personas bienpensantes es algo más que una parte de la anatomía.

En el Sistema de los Grandes Disfraces (militares, alcaldes, jueces, policías, santos, guardias, curas, penitentes...) sigue resultando inconveniente que la calle sea tomada por un soldado ataviado de monja, un monárquico vestido de republicano, un juez convertido en presidiario o un policía ascendido a chorizo de poca monta. ¡Mundo de máscaras! ¡Ha llegado el Carnaval! Los alicantinos pueden contener la respiración. Por unas horas pueden mostrarse en la calle tal como son, y mostrar su auténtica identidad bajo la careta que borra su rígida apariencia «menfotista», xenófoba, ordenada por los dueños del escalafón! Y cuando la fiesta termine, recuerden que no hay problema: que en este mundo todo es máscara, todo el año es carnaval.




Noche de autos

Salí a la calle y, con paso firme, me dirigí hasta la plaza del Mercado, que antaño se llamó «dels gats» porque los restos de pescado y hortalizas dejados por los puestos que ocupaban aquella superficie al aire libre, congregaban a todos los felinos de la zona. Y ya se sabe que, en las noches de Carnaval, todos los gatos son pardos. Mi reloj marcaba las veintidós horas y todavía no había hecho acto de presencia esa «frescoreta» alicantina de febrero que siempre nos cala hasta los huesos. Un mojito y una mistela ayudaron comenzar la noche más interesante de los Carnavales alicantinos, cuando los autos carnavaleros mezclan el arte con la mala leche. Desde un pequeño escenario, La Tripa del Moro destripó con elegancia los últimos escándalos de los dineros de la Iglesia, el caso Gescartera, las cuitas del ecónomo en su intento celestial de blanquear las pesetas de los cepillos; una angelical burla del diablo, tan conveniente estos pagos del pensamiento único y el liberalismo monetario como único Dios. La válvula de escape nos trajo una representación libertaria, con todo el espíritu clásico del Carnaval. El obispo de la Tripa del Moro, que curiosamente se parecía mucho a mi viejo amigo Juanjo Sánchez Fuster, nos invitó al escarnio, a inaugurar esta fiesta donde se fraguan tantas pasiones y tanta contracultura liberadora.

Dejé atrás la plaza de Sant Cristòfol, con la vieja fuente convertida en un pequeño monumento a la memoria e mi generación, y al ascender por Labradores, como siempre me invade cierta añoranza. El Barrio es la única zona de Alicante donde las calles se denominaban carrers desde tiempos de dictadura y olvido. Sintió que sus pies le sumergían en el arrabal del primer Alicante, al pie del barrio de Santa Cruz, con sus calles estrechas, empinadas y olorosas de cal y de geranios. Comenzó a dar vueltas, sin prisa. Cuando era niño, aquellos viejos manises blancos, de caligrafía valenciana, colocados en las fachadas de las esquinas estratégicas, siempre despertaron mi sorpresa de colegial, porque, en un intento vano de destrucción cultural colectiva, nos hacían cantar en las escuelas himnos exóticos con montañas nevadas y banderas al viento, mientras nos contaba una historia de héroes castellanos en la que nosotros siempre estábamos al Sureste de una gran entelequia.

«Ah, el Barrio», suspiré al pasar junto a los portalones sombríos de las pensiones viejas, sitiadas por los disco pubs de última generación. Giré en Montegón. Reducidos al recuerdo, hice inventario de algunos mesones previos al disco bar: El Coso, donde se reunían los estudiantes más progres de la predemocracia; Labradores, El Mesón del Pollo, en cuyo local se ha instalado el Archivo Municipal; El Coscorrón superviviente, la Peña Santacrucina...

Llegué al claustro de San Nicolás y esperé durante media hora agasajado por un «agua de Valencia». Los Desoxirribonucleicos aparecieron con su «Alakant Karnal», un auto itinerante, innovador de fuego y ritmos tribales, contra los últimos señores de la guerra surgidos de la tragedia del 11 de septiembre, con los muñecos de Bush y Bin Laden colgados y Cuaresma vencida; a través de un beligerante discurso pacifista, contra la hipocresía y los nuevos autoritarismos. Fieles a sí mismos, Los Desoxirribonucleicos seguían un año más la línea dura que les caracteriza desde que se llamaban Los Inoxidables.

En el mismo escenario, La Compañía de Caín emergió entre los asistentes con un auto de texto clásico y directo, en el que repartían mandobles al alcalde de la ciudad, a los Gobernantes, a los banqueros, al Dinero que todo lo corrompe y que no se conforma con comprar la vida de las gentes, y quiere también sus almas. Con la música de Pink Floyd, Money, después de que Doña Cuaresma nos exhortara a la represión, un Don Carnal con las formas enérgicas de Pepe Mahía, armado con un gran cipote, clamó desnudo por la libertad, dilapidó montañas de dinero e invitó a tomar la calle sin ningún recato. Un texto lleno de fuerza y verdad, acompañado por Los Esclavos del Rey, una sólida banda de rock and roll. Guitarras eléctricas, fuegos artificiales poderosos y un montaje impecable en el que Don Carnal voló sobre nuestras cabezas montado en una grúa que se agitaba como el tentáculo de un pulpo. Ácidos, libres, divertidos. Los autos del Carnaval han vuelto a resucitan el Barrio y la libertad de criticar a los poderosos sin ningún miramiento. A por ellos.






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Catxirulos

Mientras tratan de manejarnos como a polichinelas, entre franquicias electrónicas, hay personas entre nosotros que se dejan arrastrar por algunas pasiones poderosas, al margen de tanto márketing idiota, irreflexivo. Entre mis amigos hay roqueros que saben la importancia histórica de la guitarra eléctrica, cinéfilos capaces de recitar de memoria los mejores diálogos de Casablanca, puristas del saber vivir que saben emocionarse ante una tierra tan roja como las arcillas de Agost. Pintores, artistas de vida franciscana y creación plástica arrolladora, gentes de juego limpio, de creación sin redes ni trampas...

Todos ellos tienen una relación con el paisaje diferente a la que ofrecen los spots publicitarios. Ninguno quiere ser ejecutivo, ni yuppie de la era liberal, ni explotador de sus semejantes, ni medrar en el foro público con afán oportunista; ni mucho menos abrirse paso a puñaladas traperas. Es una metáfora. Estos amigos míos tienen una relación con la vida que no se parece nada al modelo oficial del sistema, marcado por el dios dinero y el mercadeo de aparentar lo que no se es, o de utilizar palabras pedantes para explicar lo que no se comprende. Ellos saben que la vida es complicada, pero llevan en sus ojos la alegría de vivir. Entusiasmados, y a veces dolidos, por el descubrimiento que hacen a su paso, por las emociones que les ofrece el día a día.

De entre todos, Ángel tiene una pasión poderosa, diferente, que es toda una metáfora de cómo deberíamos plantearnos la existencia los cuarentones: Ángel vuela catxirulos, hace con sus imponentes cometas pulsos al viento del Mediterráneo. Y lo realiza como actividad personal, individual y amable, pero con la ilusión de quien sabe que está desafiando las leyes de la gravedad y que es capaz de mirar al cielo sin presagios de tormenta. También con lo catxirulos se conoce gente.

Haciéndolos volar se aprende y se comparten emociones. No es una actividad solitaria, ni mucho menos. Lo comprendí en el cabo de Santa Pola, frente a Tabarca, durante una clara mañana de domingo. Ángel y sus amigos manejaban sus espléndidos catxirulos con una destreza de acróbatas, pero con el gesto divertido de esa infancia creadora y envidiable que ha sido objetivo permanente (a veces inconfesado) de los artistas plásticos más importantes de este siglo. Allí , mi hija Marina sintió por primera vez la fuerza del viento y, evidentemente sin saberlo, experimentó la emoción del aire, la grandeza del vuelo sencillo y milenario. Cuando llegó mi turno, yo recuperé por un instante mi pasado, cuando en el barrio de San Antón construíamos nuestros propios catxirulos con cañas, papel de colores e hilo «palomar», y hacerlos volar era toda una victoria.

Aquellas cometas de Ángel irradiaban futuro, cultura, creatividad. En mi cuarenta y bastantes años de vida, pocas veces me he cruzado con alguien que transmita tanta ilusión en lo que hace y que, al mismo tiempo, actúe casi en silencio, sin protagonismos fatuos, sin buscar notoriedades ni ponerse medallas; desde una actividad cotidiana, de trabajo. Porque Ángel tiene otra pasión: los títeres, y desde la concejalía de Cultura del ayuntamiento de Alicante, es uno de los organizadores de un certamen que es una joya: Festitíteres, el festival de las marionetas, de los saltimbanquis y de los hombres-orquesta maravillosos que cada año, en diciembre, nos acercan a Alicante un arte de pequeñas dimensiones físicas -un teatrito, una bicicleta, una charamita...- pero de alma grande y mérito descomunal: un Arte con mayúsculas. En estos momentos, otros como él trabajan lejos del poder y de la gloria efímera, creando arte, organizando actividades sigilosamente, para que nuestra vida sea mejor, en las antípodas de ese Gran Hermano que nos aliena y nos manipula cada día, descaradamente.

Un domingo del mes que viene, ya muy pronto, y en Canalejas, nuestros hijos e hijas aprenderán a construir marionetas, y en el parque de Lo Morant medio millar de padres e hijos disfrutarán, sin duda, de la enésima versión de El Gato con botas. Desde hace más de una década, el arte de Festitíteres vuela entre nosotros con la misma ilusión de un catxirulo sobre el viento. Muy alto y con mucha verdad.




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«Hamallaj»

El libro, a veces, se convierte en un instrumento que, escrito desde la honestidad personal y la experiencia sincera, va más allá de la literatura y atraviesa la creación narrativa, o la pura ficción, para instalarse en un territorio tan imprescindible como el aire que respiramos. Y todo ello, sin dejar de ser una obra bella en la que las palabras buscan y encuentran su conjunción sonora para que nosotros construyamos imágenes en nuestro cerebro y acabemos la labor comenzada por el escritor.

Cuando en el Sant Jordi libresco sólo se habla de plagios y del renqueante Francisco Umbral con su «metáfora de España», vale la pena repetir que existen libros necesarios, generosos, convertidos en instrumentos para mejorar la vida de la gente, para explicar fenómenos que a todos nos incumben, para transmitir experiencias personales que, de no ser escritas por personas que no se consideran escritoras, jamás podríamos compartir ni conocer. Es el libro como herramienta necesaria, que sobrevive a duras penas en las librerías, resistiendo al maremoto de obras clanes, de esas de usar y tirar, destinadas en el mejor de los casos a cubrir el hueco de una estantería y que inundan los escaparates de las pequeñas, grandes y medianas superficies.

El libro auténtico debe convivir con las mercancías plagiadas por oportunistas y mentirosos. La copia en España parece una epidemia nacional, una fiebre que da buenos dividendos a no pocos cerdos ilustrados. Metafóricamente hablando, se entiende. Ya saben ustedes. Me refiero a la ley en la granja de George Orwell: «Todos los cerdos son iguales..., pero algunos son más iguales que otros». Incluso un premio Nobel es acusado de haber robado el argumento de una novela. Aquí usurpa páginas enteras una presentadora de televisión de cuyo nombre no quiero acordarme y se monta el escándalo, pero cuando lo hace un director general de Cultura llamado Luis Alberto de Cuenca, poeta exquisito, su palabra basta para que entendamos en qué consiste el modus operandi. Qué le vamos a hacer: se le olvidó poner las comillas en un texto sobre piratas copiado de un especialista inglés. «Es una práctica normal en los ensayos que se presentan en congresos...», vino a decir. Un presidente autonómico molt honorable no se ruborizó al declararse autor «hasta la última coma» de un libro copiado a una entidad crediticia. El último requiebro lo ha dado Luis Racionero, custodio en la Biblioteca Nacional de auténticos tesoros en los que sin duda encontrará una inagotable fuente de inspiración. Dice que lo suyo es «intertextualidad» y se queda tan ancho.

En este mundo feroz, frente a tanta impostura y tanto rostro de mármol que ruborizaría a las cariátides de la Atenas de Pericles, no resulta extraño que algunos libros necesarios, que debían ser escritos, se queden por desgracia en la mente de sus autores. Al mirar el panorama, la primera reacción es la de echar a correr. Pero, a pesar de los pesares, y por suerte, otros libros nacen por la necesidad ineludible de explicar la verdad, de relatar los hechos, de comunicar a las personas un testimonio imprescindible. Viscerales, humildes, contundentes.

Uno de esos libros necesarios se titula Hamallaj, Crónicas desde un campo de refugiados de Kosovo, publicado en Alicante por la editorial Aguaclara en coedición con Cruz Roja, y escrito por José Ramón Samper, un cooperante alicantino que, antes de trabajar en un campo de refugiados de Kosovo, ha estado destacado en países tan distantes de la millor terra del món como Japón, India, Egipto, Gana, Costa de Marfil, Guatemala, Cuba... Experto en temas de ayuda humanitaria, nuestro paisano ha escrito una obra sincera y solidaria, cuyos derechos de autor serán destinados a proyectos de reconstrucción y de ayuda humanitaria internacional. Nada se queda para él, excepto la satisfacción de haber convertido el libro en una herramienta de trabajo real, en un vehículo imprescindible que me atrevo a recomendar a todos aquellos que amen la literatura y el compromiso. El negocio y la gloria queda para quienes se hacen un patrimonio ganando premios amañados, para quienes ocupan direcciones generales desde donde repartir prebendas o se hacen con las riendas de la Biblioteca Nacional.

Cuantos aman la vida y se conmueven todavía ante la realidad del mundo, tienen una oportunidad para la lectura. Porque Hamallaj no es sólo testimonio y crónica de la dura realidad que vive el corazón de Europa. A través de sus páginas también se puede disfrutar del placer de la lectura, de la fuerza literaria de palabras como éstas: «Albania es el país de las paradojas: la pobreza aflora por sus calles rotas, polvorientas y parcheadas; por sus edificios desvencijados y a medio construir; por el rostro cansado y curtido de sus rudas gentes. Sin embargo, de cada diez coches, seis o siete son Mercedes robados en los países europeos de alrededor. Coches sin matrícula que deambulan raudos por calles sin semáforos... Es la ley del más fuerte». Toda una metáfora.




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Romería

Hace 512 años no había sido descubierto aún el continente americano, pero ya disponíamos de un hecho singular que pervive en nuestro imaginario colectivo: la aparición (casualmente encontrada) de la Santa Faç, el rostro de Cristo impreso en un lienzo, según la tradición que se extiende por el Mediterráneo y que convierte a la Verónica en la patrona de las fotocopiadoras. La memoria tiene más fuerza que la devoción, y los recuerdos personales quedarán incluso después de que las salidas al campo en romería hayan sido vencidas definitivamente por los videojuegos, la televisión interactiva, las canciones en un esperanto derivado del spanglish y los ritmos hipnóticos de las neosinfonías. Mientras tanto, aquí estamos, a golpe de paseo, porque mi santa faç (con minúsculas) jamás conoció de iglesias ni de liturgias, misterios o sudarios. Se queda en una expresión cultural y festiva donde el pasado y el presente se funden como carne y piel, hasta calar muy dentro de todos nosotros. Incluso de racionalistas ateos como yo. A fin de cuentas, perduran los tenderetes de siempre para dar salida a productos de artesanía local creados al efecto: el gaiato, la campana de barro blanco, esos grandes caramelos como postes multicolores, los botijos de Agost, el pan de higo... todos ellos resisten el embate de nuevos productos plastificados y de diseño. Es casi una victoria contra este tiempo demoledor.

Confieso que nunca llegué a contemplar el famoso rostro ni grité jamás aquello de «faç divina, misericordia», porque me conformo con descubrir el jolgorio de los demás, la luminosidad de los semblantes tumultuosos, a los viejos amigos que te encuentras con la caña en la mano, sorprendidos de sí mismos y embutidos en la blusa negra de ese campesino que siempre han llevado dentro: sin saberlo. Las auténticas tradiciones son así. Mientras se niegan a sí mismas, se sustentan sobre detalles reinventados por la gente año tras año, en cada momento, sin perspectiva. Y quizás en esta realidad ornamental, en esta mezcla de olores e imágenes pequeñas, resida su inevitable grandeza.




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Tanques sí, pero de cerveza


Primera entrega

El sábado comprendí, abrumado, cómo debe sentirse la Bellesa del Foc cuando todo su alrededor gira como una noria. Qué derroche de medios, qué desvelo del subdelegado del Gobierno. Qué gente. Se habían tomado tantas molestias, que no supe cómo agradecérselo. Primero, garantizaron el tráfico como nunca, con un despliegue de guardias sin precedentes en Alicante, la patria del atasco y de los motoristas sin casco y sin cerebro. Más de diez furgonetas evitaban, desde la avenida de la Estación, que los automovilistas hicieran de las suyas y fueran capaces de estropear nuestro desfile. Después, palmo a palmo, cubrieron los alrededores de Luceros y las bocacalles de Alfonso el Sabio. Los cruces más recónditos contaban con su presencia. Cuando el reloj marcaba las diecinueve horas, a cada uno de los desfilantes, a cada festero que se arrimaba a nuestra foguera en forma de tanque, a los miembros de la colla de Dimonis La Ceba y al grupo de dolçainers y tabaleters, nos correspondían tres tíos cachas por persona, según el primer recuento que hicimos entre sonrisas y desconcierto. ¿Nos merecíamos tanto?. En ese instante comprendimos, con sorpresa, que éramos muy importantes para los políticos con mando en plaza.

Además, para que fuéramos conscientes de nuestra importancia ¡nos filmaron con una cámara de video! Detalladamente. Yo, como Julio Iglesias, les ofrecí mi mejor perfil. No sea que luego hagan cosas raras con mi imagen o me vea incluido en alguna página verde de Internet, de esas que pone: «Hardcore». Que las cámaras las carga el diablo. (Y por cierto, una pregunta ingenua: ¿es constitucional que la policía filme en la calle a unos ciudadanos que, en uso de su derecho democrático, asisten a un desfile-fiesta que cumple todos los requisitos legales?. ¡Contestad, juristas!)

De repente, comprendimos que éramos muy, pero que muy queridos para ellos y que su atención demostraba que daban a nuestro desfile un gran valor ciudadano, superior incluso a la cabalgata del ninot y a la entrada de bandas. Debieron gastarse mucho dinero en dietas, en traslados, en gasolina y en efectivos de seguridad. Qué hombres, qué cuerpos, qué almas. Alicante se merece lo mejor. El desvelo era tal que incluso el comisario de policía, parapetado tras una taza de café en una de las terrazas que hay frente a la peluquería de Toni, nos observaba preocupado. Sin duda sacrificó su día libre, preocupado porque la libertad de expresión recorrí a la calle con aire de fiesta familiar. Alguien debería proponerle para un premio ya que sus hombres, altos, imponentes, vestidos de azul impoluto, con el casco muy cerca de la taleguilla y con el trabuco en ristre a la manera de los Moros y Cristianos de San Blas, nos escoltaban palmo a palmo. Ni la guardia mora lo hubiera hecho mejor.

Mientras avanzábamos entre canciones, charangas, tambores y consignas reivindicativas, una señora que cruzaba Alfonso el Sabio me preguntó desconcertada: «¿Y éstos? ¿Por qué tantos policías?». Yo esbocé una sonrisa y le di una respuesta que no sé si entendió: «Señora, están aquí para protegernos... de nosotros mismos».

Y allí estaban (estábamos) mujeres, niños, personas mayores, gentes de mediana edad y de toda condición. Creyentes y gentiles, festeros y maestros de escuela. También había cargos públicos. Algunos. Yo saludé a una concejala, a los secretarios generales de dos sindicatos obreros y a numerosos militantes de izquierdas; vi a una ex Bellesa del Foc y a un diputado autonómico sujetando una pancarta... Tres mil asistentes a una fiesta de libertad en la que sólo pretendíamos explicar que existe otra visión del mundo; que estamos a favor de que los gastos militares se utilicen en ayudas sociales, y que no creemos en la cultura de la violencia. Gentes pacíficas y activas que tenemos nuestra propia fe.




Segunda entrega

Como a Mick Jagger, a mí tampoco me gustan los uniformes. Sin excepción. Ponle un uniforme a un guardacoches y se sentirá como un capitán general. Tampoco me atraen los desfiles que exaltan las banderas, ni el ruido de las botas. Las fuerzas desarmadas están mejor. Amo la libertad de pensamiento, la lógica cartesiana, la vida sencilla. Como periodista, he visto demasiados monstruos nacer del sueño de la razón, de la modorra ciudadana, de la indiferencia. Quiero dejarlo claro. Aunque la esencia democrática radica en el respeto a las minorías, he llegado a la conclusión de que cada vez resulta más difícil tener ideas propias y explicarlas. Un nuevo autoritarismo crece bajo las formas y los contenidos de la democracia. Una vieja canción de Georges Brassens decí a que todos le miraban mal y le señalaban con el dedo por su actitud poco patriótica. «En la fiesta nacional -cantaba Brassens- yo me quedo en la cama igual, porque la música militar nunca me supo levantar». La traducción se debe al gran Paco Ibáñez, una voz libertaria que sigue retumbando en las conciencias de toda una generación. «Y es que en este mundo no hay mayor pecado que el no seguir al abanderado».

Cuando creía que el término «abanderado» había quedado felizmente reducido a una marca d e calzoncillos, descubro mi error. A pesar de que, como dice el verso de García Montero, «vivir es ir doblando las banderas», son muchos los abanderados de la pluma que sacan a relucir sus pasiones turbulentas, con voces insultantes, e incluso alguno de ellos llega a escribir que el Muro de Berlín sigue en pie ¡en Alicante!, por culpa una manifestación pacifista. Mientras algún que otro chusquero agita el fantasma de la guerra civil, la Policía se dedica a la identificación aleatoria de personas, coches y objetos «sospechosos». Alicante, ciudad cerrada.

Por ello, dado que el ambiente se está haciendo insoportable, he decidido aplicarme la mejor terapia: recurrir a mis poetas favoritos y a Miguel Hernández en particular. Leer a Miguel siempre me reconcilia con el género humano, pues supo convertir la tragedia en arte y el dolor en belleza. Ahí está su poesía amorosa, intensa, cargada de verdad. Sólo tenía 31 años cuando le hicieron morir, tísico y abandonado por los vencedores, pero dejó una obra inmensa y una vida de hombre honrado y orgulloso que apuró su tiempo como un cáliz amargo. Los vencedores impusieron su violencia. A cambio de ofrecerle la libertad, quisieron que repudiara incluso sus libros. Le pedían un público arrepentimiento de sus ideas y de su obra, que renunciara a ser él mismo si deseaba pisar la calle. Como lo hacen siempre, como lo hacen hoy mismo con nuevas maneras. En su mundo de vencedores, siempre tratan de pasarnos por encima, moral y físicamente, aunque sus modos sean hoy menos cruentos en apariencia. Y Miguel escribió: «Todos los armamentos no son nada colocados / delante de la terca bravura que resopla / en tu esqueleto fijo». Por expresar este mismo sentimiento nos convierten hoy en «sospechosos». Frente a los ecos del paso de la oca, no conozco mejor terapia que leer, en voz alta y en la calle, al gran poeta de nuestra tierra. «Poco pueden las armas: les falta corazón».






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En defensa propia

He comenzado el verano acompañado por la obra poética completa de Miguel Hernández. A la sombra siempre fresca del Mediterráneo, la lectura de los poemas de Miguel me ha reconciliado con el género humano, con la capacidad del hombre para convertir su tragedia en arte y su dolor en belleza. Ahí está su poesía amorosa, intensa, cargada de verdad y universalidad. La obra de Miguel es eterna, ha sobrevivido al tiempo y a los avatares dramáticos que marcaron su propia vida.

Sólo tenía 31 años cuando le hicieron morir, tísico y abandonado por los vencedores. Recuérdenlo: 31 años, pero una obra intensa, con dos libros fundamentales en la poesía española de este siglo: El rayo que no cesa y Viento del pueblo; un testamento desgarrador: Cancionero y romancero de ausencias y una vida de hombre bueno, honrado y orgulloso que apuró su tiempo como un cáliz amargo.

Los vencedores impusieron su violencia. A cambio de ofrecerle la libertad, quisieron que repudiara parte de sus poemas, que abjurara de Viento del Pueblo e incluso que quemara los ejemplares de sus libros. Le pedían un público arrepentimiento de sus ideas y de su obra. Tenía que renunciar a ser él mismo si deseaba la libertad.

Como lo hacen siempre, como lo hacen hoy mismo con nuevos modos y maneras. En su mundo de vencedores, ellos siempre tratan de pasarnos por encima, moral y físicamente, con su apisonadora monetaria. Y en estos momentos tratan de aplastarnos de un modo menos cruento en apariencia: les basta con ensalzar a los corruptos del pragmatismo; hay que ser «prácticos» y «realistas», dicen cuando elevan a los altares a tiburones financieros. Mientras les sirvan.

El ladrón piensa que todos son de su condición, dice el refrán, y ellos lo aplican con tenacidad desde sus enmoquetados despachos, a través de las pantallas de televisión y los medios de comunicación más diversos. Así nos desarman, roban la ética, reinventan el significado moral de las palabras, y, de algún modo, usurpan los conceptos con triquiñuelas de listillos.

Por ello, desde este universo salvaje en el que convivimos hoy, en este incendiado verano, me atrevo a hacer un llamamiento para que el personal se acerque al poeta, despacito, con calma, y descubra la emoción de leer los versos de un paisano nuestro que murió hace más de medio siglo, por ser fiel a sí mismo y a su visión lírica del ser humano. Basta con leer un poema, o un par de versos. Ese será el principio, el primer movimiento que abrirá la puerta de par en par.

Sí, ya sé que eso de leer poesía no es lo mismo que hacerse con el Hola o mirar al Gran Hermano en la caja tonta, pero el esfuerzo valdrá la pena. A veces hay que detenerse ante la vorágine y dar cuartel a la sensibilidad. No se me ocurre ningún consejo mejor que leer a Miguel Hernández, el más grande poeta de nuestra tierra, para soportar la zafia realidad que nos tiene reservado el verano. Prosaica, leve y hueca realidad.




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El fuego de todos los veranos

Los mutantes de ciudad conciben el asfalto como el signo máximo de la modernidad y el progreso; creen que han vencido a la Naturaleza aplastándola y cubriendo la tierra con un estéril manto de alquitrán, baldosas y escombros, mientras arañan las alturas con rascacielos. Si a esto se le suma la especulación y el negocio fácil, miel sobre hojuelas. Los árboles para ellos son casi elementos decorativos y, cuando se juntan en masas boscosas, forman parte de una barata forma de ocio. Son, en resumen, el entorno de la paella o el bacalao al pil-pil. Un buen lugar donde dejar su basura, sus latas de cerveza, las bolsas de plástico y las fogatas a medios apagar después de haberse puestos ciegos a butifarras. Pues bien, ha llegado el momento de que los mutantes de ciudad tomemos conciencia de que, de seguir por estos derroteros, en cuestión de varios años nuestros hijos sólo podrán acampar en desiertos sin vegetación o en parques ajardinados con especies vegetales en peligro de extinción.

El primer incendio del verano de 2001 se desencadenó en La Nucia el pasado 21 de junio. Hubo que desalojar doce chalets. Lo relató El Periódico en días de Fogueres. Es el primer aviso de lo que se nos viene encima durante un verano que se presenta caluroso como pocos, mientras nuestro entorno sufre una presión urbanística salvaje, la ley resulta demasiado permisiva a la hora de construir sobre la tierra calcinada y los depredadores miran con buenos ojos, el mal ejemplo que ha supuesto la construcción de parques temáticos sobre antiguos pinares tan oportunamente quemados por desconocidos.

Desde 1994, en que batimos el récord con la calcinación de doscientas mil hectáreas de nuestros bosques, y quedó hecha un desastre la sierra de Mariola, el expolio sigue sin que en el horizonte se distingan medidas preventivas adecuadas. Xàbia, el Montgó, la Granadella... Cada verano la devastación llega más lejos y alcanza un nuevo paraje. Sesenta años tardarán en reforestarse nuestros bosques arrasados durante la última década. Así de simple. Parajes tan hermosos y vitales como el Coll de Rates, o la zona del Mongó acorralada bajo la presión de las urbanizaciones, no tendrán pinos hasta el año 2064, cuando todos los de mi generación estemos calvos.

Hoy se trata, más que nunca, de dejar de ser mutantes de ciudad y volver la mirada hacia nuestros bosques, mientras las autoridades parecen haber descubierto que la mejor respuesta a una catástrofe es hacer declaraciones triunfalistas sobre lo bien que funcionan los servicios de extinción cada vez que nuestros pinos arden como teas. El domingo próximo ponen en marcha el plan contra incendios forestales de la Generalitat que dotará de vigilancia permanente a diecisiete localidades alicantinas, pero, al escribir estas líneas, los aviones antiincendios «dromader» aun no estaban contratados y, cuando junio muere, Alicante cuenta con cinco brigadas forestales menos que el verano pasado, según denuncian los bomberos afiliados a la UGT. La protección de nuestros bosques está llegando con retraso mientras la ola de calor hace temer la repetición de tragedias ya vividas, previsibles, dramáticas.

La pérdida de nuestros bosques, paulatinamente, verano tras verano, es un crimen irreparable. El problema es nuestro, directamente nuestro, aunque el campo parezca demasiado ajeno y distante. Los políticos de turno, por lo general, toman las medidas en función del número de votos a conseguir. Es lo que en política se llama «clientelismo». Hacen parques, carrete ras e infraestructuras pensando en las urnas y en los bolsillos. Ellos son también, como nosotros, mutantes de ciudad y su sensibilidad se basa directamente en la que nos suponen a los ciudadanos. Mala barraca cuando observamos las llamas con indiferencia o fatalismo.

Año tras año, el ritual se repite con miles de hectáreas calcinadas. Si a la Naturaleza, esa que organiza terremotos y riadas o nos sumerge en la pertinaz sequía, se le añade el abandono o la desidia, endulzada eso sí por una bella propaganda, el final puede resultar desastroso. Como diría un abogado, hay crímenes que se cometen por omisión.




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Nuestra escuela

La emoción y el conocimiento tienen voz infantil. ¿Qué es un pensamiento? ¿Un pensamiento es lo mismo que un sueño? Mi hija Marina, que ya ha cumplido los once años, me ha estado haciendo pregunta como esta desde que empezó en la escuela. Júlia, la pequeña, a sus ocho años, ha descubierto que le gusta la música, el dibujo, las matemáticas y hace esas preguntas tan esenciales, sobre la vida y la muerte para las que los filósofos siguen buscando respuestas. Las dos aprenden el mundo desde una atalaya de tolerancia y puertas abiertas a la curiosidad, el estudio y el juego.

Van felices al colegio, construyen sus gustos, sus amistades, y despiertan a la realidad con un hermoso aprendizaje. También hacen asambleas desde donde practican la democracia, la fuerza de la unidad, la conveniencia de una disciplina positiva; no impuesta como en los tiempos de quien habla, época de San Palitroque y de «la letra con sangre entra».

Además, con la educación de nuestras hijas apostamos por un proyecto multiplicador: la inmersión lingüística. Junto a un castellano culto, ellas aprenden en valenciano y suman el idioma de nuestros padres y abuelos al aprendizaje del francés y el inglés. Completan así una visión del mundo y de las relaciones humanas, una forma de sentirnos a nosotros mismos; de mejorar.

Y todo este proyecto está en manos de gentes como las maestras de mis dos hijas. Al hablar con ellas me considero un ciudadano afortunado porque su implicación es total. Todos los profesores y profesoras del centro se dedican a un trabajo duro, complicado y muy importante para muchos alicantinos de mi generación; los que ahora rondamos los 45 años y queremos ser parte del futuro.

Cada día, cotidianamente, aplican las nuevas pedagogías y lo hacen, muy a menudo desde la adversidad, cuando se imponen los recortes presupuestarios; cuando se niega la dotación de profesorado cualificado que marca la ley y se aplican planteamientos políticos mercantilistas; cuando se deja envejecer las instalaciones hasta su destrucción o cuando se mantiene en el colegio a chicos que ya debían estar en el instituto, para ahorrarse cuatro duros.

Mientras la sociedad alicantina está pendiente de los devaneos del British Council, un culebrón de elite que afecta a doscientas familias con amplio poder adquisitivo (cien mil pesetas al mes por niño), 2.500 escolares alicantinos han tenido problemas en su primer día de clase. Algo normal, según los responsables. Ocho colegios de Alicante no tienen acabadas las obras de acondicionamiento y los niños están asistiendo a clase entre cascotes. El colegio de Benalúa, demolido tras declararse en ruina, es reemplazado por unos barracones propios de la posguerra. La LOGSE no se aplica en su totalidad ya que no han creado el 40 por ciento de los ciclos de Formación Profesional. Profesores no cualificados ocupan puestos para los que no están suficientemente preparados. Es la normalidad de la escuela pública, la única alternativa laica que tenemos muchos ciudadanos.

Pero ahí están los maestros y maestras en su difícil trabajo. Lo que no da el presupuesto ni facilita la conselleria de Educación a pesar de que esté presupuestado, ellos lo suplen muy a menudo con más dedicación, talento y paciencia. A estas alturas del comentario, supongo que los oyentes querrán saber a qué colegio van mis hijas, Marina y Júlia. Tomen nota: colegio Joaquín Sorolla, de San Blas, una escuela pública a la que, cada mañana, confiamos nuestros tesoros más preciados.




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Los olvidados

«Vive deprisa, muere joven y tendrás un bonito cadáver», dice uno de los personajes de la película de Nicholas Ray, Llamad a cualquier puerta, con Bogart y un juvenil John Derek. Ya no existen cadáveres bonitos como en los años cincuenta. En la actualidad, los antiguos usuarios de esos cuerpos han vivido tan deprisa, con un deterioro tan rápido que ni siquiera sus muertes resultan jóvenes, porque se deslizaron durante años en un descenso a los infiernos cuando, al final de la adolescencia, apenas se ha salido de la primera juventud.

Entre todas la víctimas, recuerdo a Sonia Martínez, una famosa presentadora de programas infantiles de televisión que murió víctima del Sida «hipodérmico» cuando tenía 31 años. Ni vivió deprisa ni el suyo fue un bonito cadáver. Su infierno ardió en los problemas de su vida familiar. Como tantos otros. La debilidad de su carácter y el falso refugio de la heroína hicieron el resto. Después, en su descenso incontrolable, también ayudó la incomprensión social y la marginación laboral a la que fue sometida por TVE, que la despidió tras unas fotos playeras en topless publicadas por Interviú. Sonia había alcanzado la fama a los dieciséis años y, al verse privada de ella, no pudo resistir la pendiente inevitable, ese terraplén por el que los fabricantes de sueños dejan caer a sus juguetes rotos cuando ya no sirven a sus intereses. Luego, las agujas hipodérmicas trajeron la prostitución, el virus y la muerte.

Las drogas destructivas galopan a nuestro alrededor como un jinete exterminador que llega silenciosamente, al principio casi como una diversión. La primera vez se consumen por curiosidad, la última por desesperación. No hay bromas que valgan. Vivimos en un mundo narcotizado donde la heroína y la cocaína están haciendo estragos. Como consecuencia de las condiciones sanitarias, a través de las agujas compartidas y sucias, el sida es la principal causa de mortalidad entre los enganchados a la heroína, porque en España la mayoría de los casos se sigue dando entre los drogodependientes. 120.000 personas tienen en su sangre el virus; otros 60.458 han desarrollado ya la enfermedad. Es una cuestión sanitaria y social. Así de claro.

Y es que ya no nos sorprende el goteo mortal de víctimas. Ni siquiera es noticia. En Alicante, cada día, un millar de jóvenes se aproximan a los dispensarios de Cruz Roja para someterse al tratamiento con metadona, para descabalgar de esa droga que les ha conducido a la miseria moral y a la marginación sin salida. La metadona, al menos, hará que no se conviertan en delincuentes para conseguir el dinero que les cuesta una dosis. Quieren escapar del infierno, pero es muy difícil que les conduzca hasta la salida definitiva del túnel. Mil personas en Alicante, dispuestas a salir de las drogas; mil personas a las que el ciudadano nunca ve, porque han terminado por hacerse transparentes para las conciencias adormecidas; si es que no están anestesiadas por la peor de las drogas sociales: la indiferencia.

Sólo cuando son personas famosas las que caen, merecen un poco de atención del público. Un cantante de rock como Enrique Urquijo, una presentadora televisiva como Sonia, un modisto, un actor de cine... Los moralistas lanzan sus diatribas cada vez que aparece una nuevo caso con nombres y apellidos; los cronistas de sucesos escriben pequeñas gacetillas y los responsables político sanitarios ponen parches puntuales en vez de tomar el toro por los cuernos. Mientras tanto, queda el testimonio de una solitaria agonía. Se van perdiendo fuerzas, se van perdiendo amigos, hasta que se quedan solos, completamente solos. Porque mientras sus vidas se apagan, millones de ciudadanos prefieren mirar hacia otro lado, restarle importancia al problema y creer que están libres de contagio. Pero se equivocan: el infierno no está en los demás, el virus lo llevamos dentro de nosotros mismos, y nada nos es ajeno.




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Monumental, salón moderno

A mi hija Marina se le saltaron las lágrimas durante la última secuencia de West Side Story. Se emocionó tanto como yo frente a la muerte de Tony en brazos de María, cuando la intolerancia, el racismo y la violencia tribal se cobró la vida de un muchacho que sólo tenía frente a él un futuro. Amor sin barreras, subtitularon a esta película entonces. La música de Leonard Berstein, la coreografía urbana ideada por Jerome Robbins y el guión del gran Ernest Lehman para la película dirigida por el eficiente Robert Wise, siguen dando a West Side Story una vigencia temática y una fuerza emocional, narrativa, tan arrolladora como cuando yo la vi hace ahora más de tres décadas largas.

Esta ha sido la primera vez que he visto llorar a mi hija emocionada frente a una pantalla cinematográfica. Como ella, yo también lloré cuando, al comienzo de mi adolescencia, vi por primera vez aquella película eterna en el primitivo cine Monumental, aquel que conservaba en su fachada la leyenda de «Salón Moderno» cincelada en el alma de mi generación. El film me impresionó tanto que incluso le escribí un poema que ahora he rescatado en Fuera de lugar, mi último libro de versos. También el cine Monumental está presente en algunos de mis textos. En 1974, cuando lo demolieron, yo estudiaba en Madrid y, en uno de mis regresos sentí su desaparición como si me hubieran amputado un brazo. Los rótulos de las fachadas eran sustituidos por tintineantes letras de neón y al cine Monumental lo había demolido eso que llamaban «el progreso» con la misma frialdad con que cambiaron los tranvías por autobuses. El dinero derrumbaba nuestro pasado, nuestra adolescencia, los años vitales.

El viejo Monumental era nuestro punto de encuentro. En sus portalones se concentraban los chavales con relucientes pantalones de tergal, los pandilleros de los barrios periféricos, como aquellos macarras de camisa floreada y pantalón negro acampado con bordes bermellón en los costados de la pernera; las niñas repintadas con un exceso de rimel inexperto... Siempre un tumulto a las cinco de la tarde, media hora antes de que el maquinista del Monumental nos hiciera viajar hasta Wichita o a las ardientes arenas de Kalahari. El tranvía de lata, con su color amarillo desbordado, parecía un imán de jóvenes adheridos y sonrientes.

Frente a la pantalla del Monumental, miles de adolescentes conocimos el mundo exterior, soñamos en su patio de butacas, cobijados por toda su verdad en technicolor, en un crujir de pipas y murmullos, con aquellas películas en programa doble. Luego, una vez en la realidad de la calle, intentábamos hablar de cosas sin importancia antes de entrar en los billares Ayuso, junto al Mercado Central.

A través de las salas de cine, descubrimos el mundo. Así de sencillo. Son tantas las que ya no existen porque las demolió la piqueta del dinero rápido. Hace varios meses, el segundo y menguado Monumental, que sucedió al Salón Moderno, volvió a cerrar sus puertas. Como en la novela de James M. Cain, el cartero siempre llama dos veces. Una sola vez le bastó a los cines de mi infancia. Pla, Carolinas, Rialto, Terraza-Manila, Novedades y Roxy se convirtieron en viviendas. Goya, Los Ángeles, Chapí, Maracaibo y Calderón son supermercados. Sobre el cine Avenida se alza una oficina de turismo y un bloque de apartamentos. El Capitol, conocido por nuestros padres como el Salón España, es por ahora la sede del Banco de Alicante... El destino urbanístico del Casablanca culminará en un bloque de viviendas.

Recuerdo que en el Monumental Salón Moderno también supimos enamorarnos de Deany Loumis, abrazada a los libros, y sufrir con ella mientras recitaba unos versos del poeta Wordsworth, en versión libre, que siguen estremeciéndome:


«Aunque ya nada pueda devolvernos la hora
del esplendor en la hierba, de la gloria en la flor,
no lloraremos, porque la belleza perdura en el recuerdo».






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Violentos, racistas y armados con navajas

Hay días en que a uno, como a Dana Andrews en aquella película de Fritz Lang, le gustaría decir: «Que se pare el mundo, que me quiero bajar». Y que además se cumpliera el deseo. Me aturde la estupidez humana envuelta en consumismo, la corrupción de baja intensidad agazapada en tantos despachos y la violencia, sobre todo; esta violencia de apariencia «nihilista» pero alimentada por el odio al diferente, al extranjero, al más pobre. La violencia impune: el monstruo.

Entre los aficionados del Hércules, la peña ultra Herculigans organizó una pelea brutal en las gradas de Castalia. Sangre, botellazos, puños, patadas... La misma violencia que se desata ya todas las noches de fin de semana en la llamada «ruta de la Madera», de las calles que rodean el Mercado Central; la misma que ha matado en El Barrio a un joven de nacionalidad checa. Una banda de skins bakalaeros blandió las navajas y, después de apalear a un ciudadano de raza negra, se cobraron la vida de Petr Ricar, de 20 años, con quien se enzarzaron por un simple cigarrillo. Se podrá buscar toda clase de argumentos, pero el primer problema está en las armas blancas. Quienes las llevan encima lo hacen para usarlas. Así de simple.

Durante años, indefectiblemente, los responsables públicos de turno han respondido igual al mismo proceso. Su máxima preocupación ha radicado siempre en negar el fondo de los hechos. En Madrid, desde hace una dé cada, tras cada asesinato (de la dominicana Lucrecia Pérez, de David González, de Ricardo Rodríguez, incluso de Aitor Zabaleta; y en Valencia con Guillem Agulló), el delegado del Gobierno, el alcalde y la policía se encargaban de quitar hierro al asunto. No alarmemos. Primero, en vez de hablar de skinheards, organizados como escuadristas a la más vieja usanza neonazi, inventaron la etiqueta de «tribus urbanas» para ocultar lo que era evidente y meter a todos los grupos en el mismo saco. Luego hablaron de «violencia juvenil», pero al final, una vez pasada la oleada periodística que tanto les preocupaba en el mantenimiento de sus poltronas, terminaron reconociendo en privado que se trataba de grupos racistas, organizados, violentos, que utilizaban una táctica de dominio del territorio a base de terror y palizas. Los años han demostrado que, con la técnica de negar la realidad, en vez de acabar con el problema, lo han dejado crecer e instalarse en el miedo cotidiano.

Ahora le ha llegado el turno a nuestra ciudad. En Alicante, nuestros artistas de la cosa pública se despachan con la ambigüedad que les caracteriza cuando tra tan temas que no les interesan demasiado. El alcalde se disculpa diciendo que le falta policía para vigilar a las pandillas juveniles. ¿De qué pandillas habla? ¿Cada vez que nos crucemos con un grupo de amigos estaremos en peligro de toparnos con una violenta «pandilla juvenil»?. Por cierto, que a nuestro ayuntamiento parece que le falta policía para casi todo: para los motoristas sin casco, para los excesos de velocidad, los coches aparcados en rampas para minusválidos, los tubos de escape trucados, las vigilancias a las salidas de los colegios; para regular el tráfico en las calles cortadas por obras sin permiso...

Lo del subdelegado del Gobierno, Luis Garrido, el especialista, ya es de traca. Lo suyo es el reinado del eufemismo. ¿Recuerdan cuando en verano dijo que los atrasos para embarcar en el ferry se debían a que los ciudadanos argelinos que llegaban al puerto preferían quedarse unos días en el aparcamiento para hacer turismo? ¿Lo recuerdan? ¿Y el trato policial desmedido que dio a la manifestación pacifista que protestó por el Desfile de las Fuerzas Armadas? Pues ahora dice que los asesinos del joven Petr Ricar, forman parte de un grupo de ideología «radical», pero descarta que el crimen tenga «tintes racistas». ¿Qué es ser radical? ¿En qué consiste el tinte racista? A eso se le llama escurrir el bulto. Así pues, que nadie se alarme, que Alicante sigue siendo «la millor terra del món». Tranquilos...

Sin embargo, la violencia existe, crece en la noche junto al alcohol y las anfetaminas; se extiende por doquier. Si no se reconoce que es un problema social, difícilmente se avanzará en su solución. Para detener la violencia es preciso, de entrada, aplicar la legislación sobre armas blancas y actuar policialmente sobre los grupos organizados de skinheads, en la calle, en los estadios, en los colegios... al tiempo que se toman medidas integrales de formación y prevención frente a un fenómeno que, antes de adueñarse de las calles, ya ha empezado a estallar en los institutos de enseñanza media de Alicante. Si fracasa la educación para la tolerancia y el respeto, nuestros hijos tendrán que salir a la calle acompañados por Robocop.




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Morir sobre dos ruedas estúpidas

La muerte viaja en moto. La muerte joven, tonta, evitable. Uno de cada dos menores de 30 años que mueren lo hacen con la piel sobre el asfalto, aplastados contra los vértices de las aceras, en colisiones con automóviles adelantados por la izquierda; con la cabeza abierta en choques que nada se parecen a las truculencias cinematográficas protagonizadas por el Swartzennegger de turno (¿se escribe así ?). Son carne de asfalto. El pasado domingo, un coche giró en dirección prohibida en la Gran Vía y se llevó por delante a una joven motociclista. Hace poco más de una semana fui testigo del choque entre un coche y un joven en ciclomotor y sin casco, que no respetaron los semáforos de la esquina de Padre Mariana con Calderón.

Año tras año, con una persistencia homicida, las estadísticas lanzan a las páginas de los periódicos esta siniestra realidad, hasta dejarla instalada en el más hipócrita de los fatalismos. No hay nada que hacer. El ciudadano comenta entonces la mala suerte de ese vecino al que se le murió el hijo en un estúpido accidente de circulación; al buen hombre se le ensombrece la mirada por un instante y luego se queda mirando al vacío con una estéril parsimonia. Tan paralizados como la Policía Local alicantina, que no se molesta en parar a los jóvenes que circulan sin casco, dos en un ciclomotor, haciendo eses y metiendo un ruido de mil demonios con sus tubos de escape trucados y truculentos. ¿En qué han quedado las viejas campañas de seguridad contra los que no llevaban casco? ¿Qué ha sido de aquellas campañas de información y prevención lanzadas para concienciar los motoristas ligeros de cascos?

Pero claro, dedicarse a los suicidas irresponsables de las motocicletas cuesta más trabajo que poner multas a los coches aparcados en zona azul. Evidentemente, dedicarse a las motos (y Alicante tiene el mayor parque de ciclomotores de España) significaría acabar con la ley del mínimo esfuerzo, que parece ser una tónica general. Para comprobar tanta desidia, basta pasear por el centro de Alicante para comprobar cómo las rampas de las aceras están todos los días taponadas por coches insolidarios que impiden el paso a personas en silla de ruedas o cochecitos de niños.

Pero la sangría de los ciclomotores no es solamente un asunto policial. Ante una realidad semejante todos parecen ajenos al problema: los padres, los vendedores de alcohol, los políticos, los estrategas de las estadísticas...

Los cementerios están de moda. Cada año se contabiliza en el País Valenciano una media de quinientos muertos en accidentes de tráfico. Es decir, un muerto y medio al día; 32 heridos cada veinticuatro horas. Son las cifras oficiales, contundentes, tremendas. Y para colmo, los expertos achacan al «factor humano», a la gente, la causa del 85 por 100 de estos accidentes mortales. Nosotros tenemos la culpa, no las carreteras. Unos por acción: los irresponsables del acelerador; y otros por omisión: la sociedad entera, que asiste impasible a un crimen feroz que se repite ante nuestras propias narices sin que nos inmutemos demasiado.

Alcohol, tripis, inexperiencia en el manejo de las máquinas rodantes, falta de conciencia en que la vida es un fino hilo, frágil y tenso, que puede romperse atolondradamente... De vez en cuando surgen los cartelitos dando consignas muy bien intencionadas, con juegos de palabra buscados por un avispado publicista. Muy bueno lo tuyo. Pero servirá de muy poco si no se ponen manos a la obra todos los estamentos implicados en el fenómeno; si no se toman medidas integrales, coordinadas, permanentes. Pero claro, evitar la muerte de los más jóvenes con medidas acciones reales podría estropear el negocio de muchos avispados. Y ya saben ustedes que el negoci és el negoci.




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La ciudad de las mujeres solas

Tu ciudad puede abandonarte de muchas maneras. Una de ellas, quizás la más íntima, se desencadena cuando en tu vida cotidiana desaparecen de las calles aquellas personas que te conocen bien, que todavía (a pesar de que ya estás casi en los cuarenta y diez años) siguen llamándote con el diminutivo de tu nombre, como cuando eras niño y esas personas amigas forjaban para ti un paisaje humano, gigantesco, que te ayudaba a seguir peleando por la vida con cierta comodidad tribal.

Entonces no lo pensabas, pero te parecía que siempre iban a estar allí, cobijándote, dándote su calor y su visión del mundo; sus refranes y sus chascarrillos civilizados, su entereza ante los golpes de timón de la barquichuela de la vida; incluso sus debilidades de personas verdaderas. Entonces, sin saberlo, casi todo lo hacías para que te siguieran en cada pirueta personal. Ahora recuerdas el placer que sentías cuando esas personas se mostraban orgullosas y unidas a ti en tus logros. Más de una vez, te han visto en la televisión o en la página de algún periódico y, al encontrarte por la calle, te han mostrado su alegría. Uno de los suyos había estado, por unos instantes, al otro lado del gran cristal que ilumina los hogares humildes.

En los últimos tiempos, los rostros que para mí siempre configuraron la ciudad han ido menguado paulatinamente, se han marchado poco a poco, relegados al recuerdo, a la memoria cada vez más torpe y fría. Con su ausencia, se acaba comprendiendo que siempre fueron únicos, insustituibles, porque nos mantienen vivos en tiempo presente, como si estuviéramos todavía en la rampa de salida. Para ellos siempre seremos jóvenes, pequeños y en pantalón corto, aunque se nos caiga el pelo.

Con los años, casi todas estas personas imprescindibles que me quedan son mujeres. El recuento es amplio. En el barrio, en el vecindario, en mi entorno familiar. Los maridos cayeron primero y, ahora, me rodea un plantel de mujeres solas que han conseguido sobrevivir a sus parejas, como si de una darwiniana selección de las especies se tratara. A mí, cada vez que me encuentro con alguna de ellas, me sacude un brote de optimismo, sin nostalgias. Cada vez son menos, y ofrecen una estampa septuagenaria de lo que es la vida. Sus rostros están más arrugados y sus cuerpos más débiles, pero despliegan una felicidad indescriptible cuando te detienes y les saludas como antaño, con afecto y reconocimiento. Son las venas y el corazón de la ciudad; la máquina sentimental que actualiza los recuerdos y los mantiene en pie.

Se trata de mujeres, como mi madre o mis tías Matilde y Conchi, que hacen su vida con sencillez, que aguantan el tirón de las pensiones escuetas en la mayoría de los casos, que siguen trabajando por los suyos como siempre, inagotables, hermosas. La enfermedad y la cronología las ha dejado viudas y ellas, en su plenitud sentimental y humana, siguen ofreciendo vitalismo a espuertas, inteligencia, sentimiento y una capacidad de raciocinio que para sí quisieran muchos ególatras de mi generación y de las que le han sucedido, tan llenas de individualistas, autosuficientes e idiotas.

Estas mujeres solas lo han vivido todo, han pasado una guerra, han conocido las calamidades verdaderas, el hambre de todas las posguerras, los partos sin anestesia, la represión de un mundo gobernado por hombres, el autoritarismo religioso, las epidemias inevitables, el desgarramiento de la emigración en plena adolescencia, el trabajo doblemente impuesto y jamás pagado... Son las supervivientes de una época dura, las vencedoras de un siglo convulso y criminal. Ellas han podido con todo, y ahora viven solas en el tramo final de sus vidas; saben más que nadie, y muchos están tan ciegos que las tratan como si fueran transparentes. Pero ellas son, en realidad, lo que queda de nosotros, el corazón de la ciudad. Y ya ni siquiera cuentan para quienes organizan el Día de la Mujer Trabajadora.






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Del fuego y la memoria


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Todos los fuegos del fuego

En vísperas de la Plantà, en un acto íntimo y sencillo, más allá de parafernalias y banderines de enganche, la Colla de Dimonis «la Ceba » nos trajo la Flama del Canigó, que inaugura ese fuego que nos une de Salses a Guardamar, y que desciende de la cima de la gran montaña para encender nuestras hogueras de la Nit de Sant Joan. Un acto amable, abierto a todos, sin exclusiones, y del que disfrutaron todos los vecinos que gozaban la noche en la remozada plaza de Palmeretes.

La Nit de Sant Joan, cuando «les fogueres es salten per davant», encuentra -mediante la Flama del Canigó- «els desigs de solidaritat, d'esperança, de magia, de goig i de germanor dels pobles de la nostra llengua», dicen los dimonis de «La Ceba». Con ellos, nuestro fuego, una vez más se ha encontrado con sus raíces, con su esencia cultural, con su rostro en un espejo suave. Todos los fuegos el fuego, que diría Julio Cortázar en uno de sus títulos más bellos. O como escribió Víctor Viñes, en la Revista de Fogueres de 1956: «Todas las manifestaciones del fuego son acordes y contradictorias. Y, sin embargo, el fuego siempre es el mismo». No es el fuego en abstracto, sino nuestra manera de expresarlo la que nos hace caer en contradicciones y afinidades; y con el ritual de las hogueras lo convertimos en nuestro medio de expresión.

La luz del fuego y el ruido de la pólvora conforman una de las señales más destacadas de nuestra identidad, un elemento común que a los valencianos nos identifica ante nosotros mismos, como una parte de la cultura llegada del norte. Desde los Pirineos con las fallas de Isil (Pallars Sobirà, Lleida), donde los jóvenes bajan de la montaña con antorchas para quemar una gran hoguera en el centro del pueblo, pasando por las hogueras de Barcelona y els dimonis de la Festa d'Es Sol qui balla, en Sant Joan de Mallorca; hasta llegar a las Fogueres d'Alacant. El ritual festivo de las fogueres lo trajo desde Europa Jaume I al conquistar y crear el Reino de València. Con la repoblación cristiana y la expulsión de los moriscos llegó la festa del foc, una práctica precristiana europea vinculada a la tradición de los solsticios que durante siglos el Islam había erradicado ya que no formaba parte de sus rituales. La nit de Sant Joan, la noche más corta del año, la noche de los sueños y los conjuros, de las cocas y los dulces, la noche del primer baño en el mar. Y en pleno invierno, les fogueres de Sant Antoni, el del Porquet, que se queman en más de quinientas poblaciones valencianas, la cordà, el bou embolat, las mascletades, fallas, tracas, dimonis, castillos de fuego...

De norte a sur, la festa del foc surgió entre nosotros con el nacimiento del nuevo país y arraigó también con gran fuerza en las comarcas del sur reconquistadas y repobladas bajo el reinado de Jaume II. Hoy, en las comarcas de la circunscripción provincial alicantina, el fuego se manifiesta con una gran vigencia. Se queman fallas/hogueras en Alacant, Agres, Pego, Dénia, Xàbia, Calp, Benidorm, Onil, Elda, Sant Joan d'Alacant, Sant Vicent del Raspeig, Elx, Agost, en el barrio oriolano del Ravaloche...

Como dejó escrito el arqueólogo Francisco Figueras Pacheco, en el Llibret de la Foguera Gabriel Miró de 1941: «Una chispa de las espléndidas fallas valencianas cayó no ha mucho tiempo al pie del Benacantil y encendió las hogueras de Alicante. Las de Valencia arden al romper la primavera, las nuestras, cuando ésta deja paso al estío. Diríase que las dos urbes hermanas se concertaron para poner prólogo y epílogo grandiosos a la estación más bella del año, encerrando su poema entre estrofas de fuego». La festa del foc es una de las máximas expresiones de nuestra cultura y pertenece a toda la ciudad. Conviene no olvidarlo.




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Escritores de llibret

La figura del novelista y gramático Enric Valor contemplada desde todos los ángulos posibles. Los artistas foguerers como principio y fin de la fiesta. Las vanguardias estéticas y la modernidad. La cultura en Alicante durante el primer tercio del siglo XX... Son temas de les Fogueres d'Alacant 2001, motivos de nuestra Festa més fermosa recogidos de las páginas de los primeros llibrets que he atesorado este año, cuando el estruendo se acerca para convertir los sueños en humo y ceniza. Son llibrets -que dicho con palabras antiguas de Rafael Quilis- guardan «en lo más recóndito de su ser en sus páginas doctas y profundas- las más bellas frases que la foguera ha inspirado».

En este 2001, he tenido la fortuna de escribir en el llibret de Séneca-Autobusos, dedicado al Gremio de Artistas de Fogueres (donde soy reincidente); en el de Sant Nicolau de Bari i Benissaudet sobre nuestro gran escritor de Castalla; y en el de Carolinas Altas, con una pequeña aportación a la memoria musical del barrio y a viejos rockeros como Vicente Hipólito. La revista oficial Festa, de la mano de Juan Carlos Vizcaíno, ha dado un repaso al siglo XX alicantino en el que también he ofrecido mi pequeña aportación. Debo confesarlo, pues, cuando llegan les Fogueres me convierto en un escritor de llibrets, cargo las pilas de la memoria urbana y me lanzo sin pensarlo dos veces. En este vicio sucumbo desde hace más de dos décadas. Qué le vamos a hacer.

La fiesta de Fogueres también se dignifica y se engrandece escribiendo. Y así lo han comprendido los miembros de la Barraca Ñas Coca, con su presidente Paco Llorca al frente, que por tercer año consecutivo convocan su premio de ensayo literario sobre las fiestas del fuego, con el objetivo de abrir la cultura alicantina a la sociedad. Cultura e Historia; iniciativas que forman parte del estallido que trae, con el fuego, la memoria civil de Alicante.

Y lo hace en forma de llibret, que, como su nombre indica, es un libro pequeño en formato pero grande en contenidos. A través del tiempo, el llibret ha posibilitado el encuentro anual de la ciudad con sus propios escritores (que no todos han sabido aprovechar), y en sus páginas «doctas y profundas» han publicado sus poemas y relatos autores como Julio Bernácer, Francisco Figueras Pacheco, Rafael Altamira, Eduardo Irles, Carlos Arniches, Manuel Molina, Vicente Mojica, Rafael Azuar, Eduardo Trives, Vicente Molina Foix, Miguel Signes, Enrique Cerdán Tato, José Luis Ferris... incluso visitantes tan ilustrados como Camilo José Cela o el gran poeta Vicent Andrés Estellés.

Tras décadas enredados en temas recurrentes, los llibrets de los últimos años han emprendido un camino renovador, como contrapeso a la creciente pérdida de nuestra identidad urbana. A falta de publicaciones periódicas que recojan la historia de la ciudad y la divulguen entre los vecinos, cada vez son más numerosas las comisiones fogueriles que, con gran tenacidad, se han lanzado a la tarea de recuperar nuestra memoria, nuestras raíces y cultura. Utilizan ya con normalidad «la nostra llengua», un valenciano sin faltas de ortografía, digno y correcto, a través del que alimentan nuestra propia identidad. Son llibrets que divulgan trabajos de gran interés histórico y documental, y todo lo hacen sin dejar de ser vehículos de les fogueres, instrumentos de comunicación y conocimiento entre la comisión del distrito y sus vecinos.

Literatura y crónica nuestra, en suma. Algún día, para conocer la historia de Alicante y sus realidades sociales durante el siglo XX, los historiadores tendrán que recurrir a muchos de estos llibrets como documentos imprescindibles, porque en ellos se está escribiendo nuestra historia.




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Una ciudad para el fuego

A veces las ciudades ofrecen una sensación irrepetible, única, casi a contramano. Llegas sabiendo a dónde vas y, de repente, un sentimiento imprevisto se instala en tu cerebro para siempre; marcado a fuego casi, hasta formar parte del equipaje de tu alma. Dos veces me he visto arrastrado por ese sentimiento inolvidable, profundo. Una fue en Venecia, hace varios años. Llegué en un tren gris lleno de viajeros, arrastrado por una marea de cuerpos y maletas recorrí el vestíbulo de una estación vulgar, agitada y nerviosa, pero cuando se abrieron las puertas de cristal y salí al exterior, mis pupilas estallaron ante la visión del gran canal. Ruidoso, multicolor, inesperado. Entraba en una ciudad mágica, que mezclaba los siglos y emborrachaba los sentidos y los sentimientos. Las góndolas, el vaporetto, las barcas de los vendedores de fruta haciendo su vida cotidiana al margen de las legiones de turistas, aquel hormiguero humano agitándose en tanta belleza ofrecida como un narcótico...

Sólo he tenido una sensación parecida al llegar a Alicante, un 22 de junio, después de varios años lejos, cuando al salir de la estación tuve frente a mí una ciudad transformada por la fiesta, con las avenidas tomadas por el más hermoso de los caos. Hogueras, tracas, luces, música, ruido y humo... la alegría de un pueblo que se adueña de un espacio usurpado por los coches. ¿Existe una reivindicación más democrática?

Si en Venecia mi agitación se debió a la inesperada hermosura del tiempo detenido, en Alicante mi emoción tenía raíces profundas. Era mi vida la que desfilaba frente a mí; era mi memoria, mi identidad, mi infancia... Regresó de golpe aquel equipaje sentimental, aquel Alacant en el que me hice a mí mismo: el barrio de San Antón, el colegio, el cine Pla, la colonia Virgen del Remedio... Siempre fui un alicantino de la diáspora, de esos que comienzan a regresar desde el preciso instante en que se marchan. Mi generación emigró a ciudades como Madrid y Valencia para estudiar porque aquí no teníamos todavía universidad, y para progresar era preciso conmoverse. Desde esta circunstancia íntima siempre fue fácil identificarse con Vicente Blasco Ibáñez cuando dijo: «El hombre mediterráneo, fijo en las orillas que le vieron nacer, aceptaba todos los cambios de la Historia, como los moluscos aguantan las tempestades adheridos al peñasco. Para él, lo único importante era no perder de vista su mar azul».

Y a esta necesidad de tener el mar siempre se ha unido la pasión por el fuego en su expresión alicantina. No perder la Nit del Foc, tratar de mantenerla encendida porque su ritual convertido en arte efímero explica, de alguna manera, nuestra forma de entender la vida y de ver el mundo. Aunque no seamos conscientes de toda su plenitud.

Desde ese convencimiento, he vivido durante décadas les Fogueres de Sant Joan, he buscado su historia y el significado de nuestro fuego. Es éste otro modo de conocimiento, que quiere indagar sobre nosotros mismos: ciudadanos crecidos en un Alicante que borra sus orígenes y parece negarse a sí mismo en cada movimiento, hasta que la ciudad deje de ser para nosotros «un equipaje de identidad» y sucumba definitivamente en esa realidad urbana general que el arquitecto Carlos Hernández Pezzi ha analizado en su libro La ciudad compartida, donde afirma con palabras certeras: «Las mismas marcas, las mismas tiendas, iguales nombres, semejantes mobiliarios: idéntico mensaje. La ciudad ya no va dentro de uno, como un equipaje de identidad que lo sustenta, sino que se transforma en un archivo informático que rueda sobre lenguajes universales».

Pero a los alicantinos nos queda el fuego para rodar sobre los sentimientos y la memoria. Todavía. Las hogueras y la pólvora ruidosa nos identifican como pueblo, como parte de una cultura llegada desde Europa tras la conquista del Reino de Valencia por Jaume I. Con la repoblación cristiana, la fiesta del fuego resucitó la tradición de los solsticios, erradicada por el Islam durante siglos, y a través del tiempo se ha manifestado con les fogueres, la cordà, el bou embolat, las mascletaes, fallas, tracas, dimonis, castillos de fuego...

El nuestro es un fuego milenario del que existen algunas pruebas documentales antiguas. La primera data de 1698 y habla de las hogueras que se quemaban en nuestra ciudad en honor de San Juan Bautista. Así lo ha dejado escrito Josep Sala al relatar la fiesta celebrada por la elección de Ramón de Perelló y Rocafull como Gran Maestre de Malta: «...al llegar la procesión a cada una de las plazas se procedía a quemar las hogueras allí dispuestas». Las hogueras alicantinas aparecen también en poemas de José Vila y Blanco escritos en 1854. Un bando municipal de 1870 prohibía encender hogueras la noche de Sant Joan y tirar cohetes por las calles. Autores como Francisco Figueras Pacheco, Carlos Arniches y Rafael Altamira han dejado escrita su visión de las hogueras quemadas en los primeros años del siglo XX, que eran «un costum fet llei» en el Alicante de 1912. Ya entonces la fiesta de Sant Joan tenía algunas costumbres que hoy se conservan; se comía coca amb tonyina, la dolçaina y el tabalet acompañaban a los juegos callejeros y a la cucaña, mientras, en palabras de Arniches, se quemaban «trastos viejos».


«Tot en lo món és fum i cendra».

En 1928, a la búsqueda del progreso y la modernidad, nuestra fiesta de Fogueres renovó su rostro en un Alicante de 70.000 habitantes, descrito por Gabriel Miró como una ciudad de terrados blancos, de palomas que iban y venían en el azul del cielo; donde todas las casas tenían sensación de escollera, «de haber sido mar y tenerlo bajo las piedras»; y que vivía sumergida en aquello que algunos llamaban «la modorra suicida».

En aquella ciudad, que aún era un pueblo grande, José María Py i Ramírez de Cartagena, un experimentado fallero, publicó el 28 de marzo de 1928, en el diario alicantino La Voz de Levante, un artículo titulado: «Les Falles de San Chusep en Valencia y les Fogueres de San Chuan en Alacant», en el que propuso con entusiasmo la creación de una nueva fiesta: «Las hogueras de San Juan de Alicante -escribió- son bien conocidas por su tradición desde tiempos remotos. Tanto por tales circunstancias, como por pertenecer a la región valenciana, debiéramos los alicantinos (aunque yo no lo sea, pero siento como tal por esta querida tierra levantina) darles a tales hogueras el mismo carácter que se le ha dado a las fallas valencianas».

José María Py explicaba también el contenido de los futuros monumentos fogueriles: «Se llamará la atención de todo lo malo que hay en nuestra sociedad, desde els asunts baixos de veinat, els problemes polítics i hasta internacionals, pasando por los del municipio y la nación. Pero, ¿qué más? La foguera incluso mos demostra que tot en lo món és fum i cendra».

Tras el humo y la ceniza, algunos buscaban, además, nuestras propias señas de identidad. Y frente al reclamo turístico que, desde los periódicos, auguraba un negocio lucrativo, Py respondió que la fiesta mantendría su carácter tradicional y altruista, sin ánimo de lucro, y que su principal objetivo era que «Alicante, todos los alicantinos, aprendieran a encontrarse a sí mismos, a salir de lo que alguien -quizás impropiamente- llamó modorra suicida y que no era más que el residuo de un siglo romántico en una ciudad adusta en nupcias con el mar».

Para sacar a la ciudad de esta «modorra suicida», y con la intención de que Alicante tuviera su fiesta más hermosa, la idea de Py fue puesta en marcha por una entidad cultural municipal llamada Alicante Atracción, dedicada al fomento del turismo, similar a la que en Valencia había organizado el Tren Fallero de 1927. Alicante despertaba, y antes de que cuajara la denominación de «Fogueres de Sant Chuan», comenzaron a barajarse nombres como «Falles d'Alacant» o, tal como anunciaba el diario republicano alicantino El Luchador: «Alicante va a tener sus Fallas de San Juan». El entusiasmo fue tal que, en apenas tres meses y ante el asombro de los propios alicantinos, se organizaron seis comisiones que levantaron otras tantas fogueres. Como explica el malogrado Francisco Javier Sebastià, en el primer libro que estudia seriamente Les Fogueres: «La sorpresa popular se había engendrado simplemente por la revelación -quizás inconsciente- de un fondo folklórico netamente alicantino para surgir de esta forma la hoguera alicantina».

La razón era simple: nuestras Fogueres de Sant Joan nacían sobre la base de una larga tradición de fuego y pólvora, y en esencia se trataba de convertir la pira de trastos viejos en monumentos. Así, la ciudad de Alicante iba a sacar a la calle un modo de expresión popular propio que le permitiera, además, mostrar si alma y mirar al mundo. Al mismo tiempo, tendría por fin un escaparate para atraer visitantes que el ayuntamiento veía con muy buenos ojos. Basta reseñar las declaraciones del gran alcalde republicano Lorenzo Carbonell, en 1932, a la mítica revista alicantina El Tío Cuc para comprenderlo: «Debem apoyar tots esta festa perque está probat que es molt necesari per a els ingresos generals de la capital, y el Ayuntyament es el primer interesat en sostindre esta manifestació del poble. El que, podent, no coopere a ella, será enemic del poble, dels interesos generals y del Munisipi; y el alcalde asepta plament la seua resposabilititat personal declarant la guerra sense cuartel a tots els enemics de les fogueres. Estes son sagraes per a Alacant...»

La propuesta de José María Py fue demasiado ambiciosa y profunda para la época; pero su pensamiento caló en intelectuales de su tiempo como el gran arqueólogo Francisco Figueras Pacheco, quien, en el Llibret de la Foguera Gabriel Miró de 1941, escribió: «Una chispa de las espléndidas fallas valencianas cayó no ha mucho tiempo al pie del Benacantil y encendió las hogueras de Alicante. Las de Valencia arden al romper la primavera, las nuestras, cuando ésta deja paso al estío. Diríase que las dos urbes hermanas se concertaron para poner prólogo y epílogo grandiosos a la estación más bella del año, encerrando su poema entre estrofas de fuego».

Los alicantinos habían comenzado a buscarse a sí mismos con la expresión artística de un fuego efímero, estruendoso, desmedido... Porque nuestras fogueres, populares y festivas, convierten en pavesas algo más que esculturas ofrecidas a la brisa del mar. Todos mis encuentros con ese Alicante en llamas están marcados, año tras año, por esta sensación profunda e inevitable. Quizás porque, como diría Shakespeare, Les Fogueres de Sant Joan están hechas del material con que se forjan los sueños.

(Premio de la Barraca Nyas Coca, junio 2000)






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Escultores tan nuestros

Nada nos cautiva tanto como un lugar que consagre una memoria, escribió Gabriel Miró. Pero al pasear por nuestras calles llama poderosamente la atención la ausencia de esculturas y monumentos erigidos en memoria de alicantinos destacados, de las personalidades con las que Alicante tiene una deuda de gratitud. Parece como si no tuviéramos memoria, o como si prefiriéramos el olvido, la negación, reinventarnos a nosotros mismos cada cierto tiempo. Mentirnos como forma de renuncia. Para completar el despiste, durante los últimos años, nos han sembrado la ciudad con esculturas decorativas, colocadas sin ninguna relación o referencia con el espacio donde las han ubicado. ¿Un jinete gordito a la entrada de la Estación puede considerarse una metáfora del ferrocarril? ¿Y los ninots al soldado de reemplazo en la plaza del Mar? De esta realidad, sólo podrí amos descontar el conjunto taurino que engalanará la entrada de la plaza de toros, y que ha costado 60 millones de pesetas, más dinero que todo el presupuesto municipal destinado anualmente a la conservación de nuestros monumentos. En su inmensa mayoría, las esculturas dispersas por nuestras calles son ajenas a la historia de Alicante y, en la práctica, pasan inadvertidas para el paseante, que las ve como un elemento más del mobiliario urbano, similar a los chirimbolos donde el Ayuntamiento incluye sus anuncios, pero sin tal utilidad. Decoración prescindible.

Basta hacer un recuento somero para que Alicante aparezca en sus calles como si no hubiera tenido hijos ilustres ni hechos históricos que merezcan ser recordados por las generaciones posteriores. Al enumerarlos estos monumentos, apenas se alcanza la docena de monumentos de estas características ¿Abandono? ¿menfotismo? No es por falta de artistas ni sentimientos. Nuestra ciudad que ha parido magníficos escultores como Pepe Gutiérrez, a quien el ayuntamiento acaba de dedicar una calle. De Gutiérrez, (a quien la foguera Diputació-Renfe dedica su llibret de este año), como botón de muestra, es simbólica la historia de su escultura dedicada a Miguel Hernández. Una vez esculpida y entregada, estuvo arrumbada durante años en los sótanos de la Diputación, hasta que el arqueólogo Enrique Llobregat la rescató del olvido y ahora está colocada en el jardín del palacio provincial, al aire libre; sin embargo otros proyectos suyos fueron silenciados por los jerifaltes franquistas después de haberlos puesto en marcha.

Antes que Gutiérrez, los escultores alicantinos Vicente Bañuls Aracil (1865-1935) y su hijo, Daniel Bañuls Martínez (l905-1947), fueron los únicos que, con sus obras, mantuvieron en las calles de Alicante, durante medio siglo, lo poco que queda de nuestra más que maltrecha memoria urbana. Se trata de una pequeña parte de la producción de unos artistas cuyo catálogo alcanza las 295 piezas, realizadas desde su estudio en el Altozano. De Vicente Bañuls contamos con los monumentos a Eleuterio Maissonnave (1898), a José Canalejas (1914), la fuente de la plaza de Gabriel Miró con el remate de la «Moza del Cántaro» (1918) y el busto a Ruperto Chapí junto al Teatro Principal (1939).

Su hijo Daniel creó en 1930, con un presupuesto de 30.000 pesetas, la «Fuente de los Caballos», en la entonces llamada Plaza de la Independencia, antes de que los falangistas locales la rebautizaran como de Los Luceros, así como el monumento al Doctor Rico, aquel mismo año. También levantó la «Composición» en homenaje a Carlos Arniches (1937), que fue colocada en el Tossal de San Fernando antes de su traslado al Parque de Canalejas, y el monumento a los Caídos de la Vega Baja (l941), que puede verse todavía en Aigua Amarga. De toda la obra pública de los Bañuls, dos han sido destruidas por la piqueta: el monumento los Mártires de la Libertad, en honor de los fusilados liberales de 1 844, creado por Vicente, y El Soldado Desconocido, realizado por su hijo Daniel, e instalado en el cuartel de Benalúa, hoy en demolición. Los Bañuls erigieron sus obras en un Alicante que, como describió Miró, era todavía «una ciudad de terrados blancos, de palomas que iba y venían en el azul del cielo, con todas sus casas con sensación de escollera... de haber sido mar y tenerlo bajo las piedras». Desde entonces, poca cosa. Coches, aparcamientos, grandes superficies... y poca memoria. Alicante tiene una deuda con Vicente y Daniel Bañuls, como la tiene con Pepe Gutiérrez. Olvidar las obras de nuestros escultores puede ser tan destructivo como el efecto de la piqueta y la especulación salvaje en nuestros edificios emblemáticos, cuya desaparición acabará convirtiéndonos en una ciudad sin historia, amnésica. Ignorante de sí misma.




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Como un personaje de Jack London

Conocí su muerte a bocajarro, con palabras tan certeras como un disparo sentimental. Un infarto detuvo su joven corazón de 37 años, cuando en la vida todo está por hacer y la existencia comienza a ofrecernos lo mejor de sí misma. Antonio Defez siempre fue como aquel personaje de Jack London capaz de vagabundear por las estrellas sin que su cuerpo abandonara un diminuto cubículo. Durante años, desde la barra del pequeño bar Leuka, en la plaza de la Muntanyeta, Antonio desplegaba una actividad desmesurada, y era capaz de contagiar con su optimismo a los más desesperados. Su imaginación desbordante, su creatividad y su tremendo empuje le convirtieron en un protagonista imprescindible para entender la recuperación y dignificación de nuestras fiestas populares.

En plena transición, Antonio fue alma y cuerpo de Arribar i Pouar, la primera barraca abierta -popular de verdad- de Alacant, en la que yo fui el presidente por el mero hecho de ser el único de todos nosotros que había cumplido los dieciocho años, y porque Tomás Valcárcel, para boicotearnos, nos obligó a pasar por el aro de las normas legales que él había impuesto durante el franquismo. Pero Antonio Defez fue el verdadero motor de Arribar i Pouar y ya, en 1978, abrió un camino que seguirían otros como El Tio Cuc y las barracas posteriores sin peaje.

Antonio el del Leuka fue también un personaje clave en la recuperación de los Carnavales de Alacant; formó parte de La Tripa del Moro y más tarde creó Los Inoxidables. Sus Autos de Carnaval serán recordados siempre como piezas de referencia obligada porque son obras literarias hermosas, cáusticas, llenas de frescura, escritas con ese sabor libertario con el que Antonio Defez vivió y amó intensamente; con esa misma fuerza que le hizo protagonizar las broncas más sonadas en nombre la cultura popular y que terminó creando todo un estilo.

En los Carnavales 2001, Pepe Mahía, en el auto ganador del concurso, recordaba a Defez con estos versos:


«Emerjo desde el burdel
que todos llevamos dentro
a ejercer la libertad
de acción y de pensamiento.
Por el pueblo saharaui
que no tiene referéndum.
Por San Antonio Defez
tirándose de los pelos.
Queda abierto el Carnaval.
¡Al carajo tanto tedio!».



Antonio se fue con el verano, discretamente, sin armar ruido: como los verdaderos. Jamás tendrá una calle a su nombre, ni un local cultural que le recuerde, nadie hizo jamás un ninot con su figura, y dudo mucho que las fuerzas vivas le ofrezcan un homenaje algún día. Soy escéptico. Las llamadas «fuerzas vivas» -¡qué tremendo contrasentido!- no le reconocieron nunca porque jamás doró la píldora a nadie. Jamás le olvidaremos quienes, en algún momento, compartimos con Antonio sus sueños, sus tristezas (¡le gustaba tanto el triste rumbero Gato Pérez, también muerto del corazón!), su visión abrasadora de la fiesta alicantina e incluso alguna novia sorprendente. Es parte de nuestras vidas. Él no tuvo suerte, pero vivió su tiempo con la pasión de los grandes artistas populares. Antonio Defez ha sido uno de los mejores de nuestra generación y su recuerdo seguirá entre nosotros. El Alacant amable, abierto e integrador se ha quedado sin uno de sus mejores creadores. Humano, sencillo, libertario. Vale la pena recordarlo ahora, cuando la cultura popular parece patrocinada por el olvido en forma de multinacional de la hamburguesa.




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Evocación de Ifach

Mi encuentro personal con la poesía nació a principios de los años 60 gracias al boletín del Instituto Social Obrero, el ISO del barrio de Carolinas, que mi padre había guardado, y encuadernado como un tesoro, desde los tiempos en que aprendía el oficio de impresor en el taller montado por don Alejo. Aquellos poemas cayeron en mis manos adolescentes cuando mi padre ya era un experimentado «oficial minervista» en la imprenta de don Tomás Fernández, situada en el portal de Elche. Habían pasado veinte años y mucha vida. Mi padre se sentía orgulloso de un premio logrado por su «destreza en el oficio» y trabajaba a las órdenes de mi tío Pepe, su hermano mayor, tan buen cajista como afamado apuntador en el Orfeón de Alicante. Ambos, mientras yo correteaba por el taller, me habían enseñado el valor de las letras en plomo, los distintos estilos, la magia de los moldes, los fotograbados y el olor inolvidable de las tintas al discurrir sobre los rodillos de las máquinas manuales, utilizadas a pulso todavía.

Las primeras revistas del ISO, convertidas con el tiempo en algo personal, contenían dos suplementos en papel azul donde se sucedían versos y emociones de autores que para mí, entonces, no significaban nada. Eran unos completos e inalcanzables desconocidos cuyas composiciones, sin embargo, abrieron la puerta de la poesía a un chico de barrio como yo, dominado por la curiosidad y la lectura de tebeos.

Aquellos fueron los primeros poemas de verdad que entraron en mi casa del barrio de San Antón y que nos acompañaron hasta la Colonia Virgen del Remedio. Así, Ifach. Anejo literario de I.S.O., editado en marzo-abril y mayo-junio de 1949, supo descubrirme el valor sonoro de unas palabras transformadas en «anhelos de lírica belleza» -como escribía Carlos Fenoll en una de sus páginas- y presentes en versos como los de Leopoldo de Luis:


El sol, rosa de sangre,
sobre el inmóvil río del ocaso,
dobla la dulce rama de la tarde.



Gracias a Ifach conecté con la literatura y terminé escribiendo poemas; supe de métricas, rimas y metáforas en un mundo prosaico de talleres y escuelas nacionales bajo techos de uralita. Durante los años posteriores, mis ojos visitarían aquel Ifach de vez en cuando, para redescubrir endecasílabos, sonetos y líricas de algunos autores a los que ya había leído en todo su esplendor; y para sorprenderme de aquella temprana presencia en las páginas del ISO Así de simple. Aunque breve y perdido en las hemerotecas, el «anejo literario» Ifach tuvo un papel importantísimo para las letras alicantinas.

A caballo entre dos décadas difíciles, imposibles de comprender desde la sociedad actual, de su edición «cuidaron» Vicente Ramos y Manuel Molina, que habían roto en 1947 con Verbo, la revista dirigida por José Albi y que contaba con la presencia determinante de Joan Fuster, el gran autor de Nosaltres els valencians, y estaban embarcados desde el año anterior en otras empresas literarias tan ambiciosas como la Colección Ifach, que ya había publicado un poemario de Santiago Moreno Grau titulado El amor en el paisaje. Molina, además, estaba ultimando su libro Hombres a la deriva (1950) y Ramos tenía a punto de imprenta su Cántico de la creación y el amor (1949).

A otros corresponde situar el «anejo literario del ISO» en su lugar que se merece. Yo, como lector adolescente de aquel suplemento, me conformo con reseñar su importante contenido lírico; porque en Ifach publicaron poemas de firmas tan emblemáticas como Santiago Moreno Grau (Bendición de la fraternidad poética y Pozo de luz), Carlos Fenoll (Recordando a Gabriel Miró), Gabriel Sijé (la elegía inédita El torerillo y el toro), Rafael Azuar (Dame la canción y Poema en prosa), y el alcoyano Joan Valls Jordà (Angustia del tiempo y El estigma), que ya había publicado su primer libro en lengua catalana La cançó de Mariola.

Así, en las páginas azuladas de I.S.O. se reunían poetas autóctonos de la órbita oriolana de Miguel Hernández, como Gabriel Sijé -hermano menor de Ramón-, Carlos Fenoll y Manuel Molina, junto a creadores que, años más tarde, serían imprescindibles para comprender la evolución de la lírica en lengua castellana. Sus nombres lo dicen todo: José García Nieto (Regreso), Premio Nacional de Poesía y académico de la Lengua, Gabriel Celaya (A mi medida), Leopoldo de Luis (Primavera), o Ramón de Garciasol, quien en su poema Perdón exclama:


Perdonadme ser hombre, rosas, niños,
perdonadme ser hombre, rosas, madres,
perdonadme ser hombre, rosas, fuego,
trigo, aire, sol, amor, pan, luz, mar, sangre,
perdonadme ser hombre... sombra... nada,
perdonadme ser hombre, perdonadme.



Ifach además rompió fronteras. A través de Santiago Moreno Grau mantuvo correspondencia poética con las chilenas Juana de Ibarbourou y Stella Corvalán (Perfiles de Argentina), relacionadas con el Grupo de Amigos de la Poesía de Alicante, una tertulia literaria en la que se daban cita aquellos decididos poetas que buscaban la belleza en una ciudad aún sumergida en la dura posguerra. Y en esa búsqueda, desde las páginas del «anejo» de I.S.O. aquellos escritores recordaron a Gabriel Miró en el decimonoveno aniversario de su muerte, y como en un espejo, hallaron en el gran autor alicantino «la historia viva de la más pura creación literaria».

A este recuento de jóvenes autores que publicaron en Ifach es preciso añadir los nombres de Lucio Ballesteros (Poema), Manuel Gutiérrez de la Fuente (El trigo joven), Antonio Oliver (Elegía a Gabriel Miró) y Julián Andúgar, que sería senador socialista por Alicante en las primeras elecciones democráticas, en cuyo poema Llanto por unas piedras decía:


Hasta tu corazón, ya casi humano,
se acerca un frío mineral, un hielo,
¡piedra que conducías mi regreso!
Calentaré tu invierno con mi mano,
¡muro, defensa, origen mío, cielo,
techumbre para el llanto y para el beso!



Es sorprendente que en ninguno de los estudios sobre la creación poética en el Alicante de años 40 y 50 consultados, Ifach sea reseñada como una referente. No lo hace Canelobre es sus magníficos monográficos; tampoco lo recogen otros estudiosos y prologuistas. Ni siquiera Manuel Molina, en sus Recuerdos del ambiente literario, cita el «boletín Ifach» identificándolo como un suplemento de «I.S.O.». Pero aquí, en la radio, queda la prueba documental de aquella presencia poética, ahora que ha pasado medio siglo desde aquel tiempo oscuro que Joan Valls reflejó en sus versos publicados en aquel Ifach humilde :


Palabras y pan. Sólo esto.
Luego la soledad, como un fakir en éxtasis,
ausenta del dolor su espina y su fragancia
y algunas palabras de alas frías, nebulosas,
pretenden insistir, crear contra el vacío su alzamiento auroral,
asirse al himno unánime de la esperanza
hasta que la sombra de una negra muralla nos limita.






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Vivir entre buriles y cinceles

A Rosa Ana Gutiérrez Lloret

Soy un hombre de izquierdas, de toda la vida. Pero de izquierdas sin comillas. Soy un hombre amante de la paz que quiero seguir trabajando junto a los míos. La escultura es un oficio difícil, costoso. No podemos permitirnos descanso alguno


JOSÉ GUTIÉRREZ CARBONELL                


El mármol, la terracota, el bronce, el hormigón... son los materiales con los que José Gutiérrez ha forjado el sueño artístico de su generación. «Podría decirse que fui amamantado entre buriles y cinceles», dice. Nacido en Alicante en 1924, puede presumir de haber sabido vivir de su arte, obra tras obra, convirtiendo los encargos en realizaciones personales. Su padre, José Gutiérrez Ortuño, era un escultor de lápidas, un especialista en retratos mortuorios, que conoció a Mariano Benlliure y colaboró con Vicente Bañuls, el gran escultor alicantino de entre siglos. Como hijo primogénito, nuestro artista tuvo la suerte de vivir su infancia entre talleres y mármoles. Allí descubrió sus excelentes dotes para el dibujo, su vocación por la escultura, la emoción creativa.

Tras la guerra civil, un José Gutiérrez de dieciséis años conoció en 1941 a su futuro maestro, Daniel Bañuls, el continuador de la saga, cuando creaba en su taller el Monumento a los Mártires de la Vega Baja. Atraído por el arte popular desde su adolescencia, también se relacionó con artistas de hogueras. En 1948, con una beca de la Diputación Provincial, estudió en la Escuela Superior de Bellas Artes San Carlos, de Valencia.

En 1952, tras finalizar la carrera, regresó a Alicante con la intención de irse a Venezuela con su título debajo del brazo, pero el mal momento político que aquel país vivía un momento político lleno de peligros. «Desistí del proyecto de saltar el charco y me quedé en Alicante», recuerda. «He mantenido siempre una línea que he respetado. He sido un enamorado de la escultura mediterránea, con su máximo representante, el Maestro Bañuls. En un viaje conocí el expresionismo alemán, y ahí están mis figuras distorsionadas pero conservando los rasgos humanos. Con esto, en esencia, me he desnudado ante ti como artista».

Sincero consigo mismo, José Gutiérrez Carbonell es uno de los grandes escultores alicantinos del último siglo. Es un artista mediterráneo cuya obra se dispersa por fachadas, en altorrelieves, en vestíbulos y edificios de Alicante, hasta modelar una de las imágenes emblemáticas de la ciudad, con sus rasgos presentes en calles, iglesias y lugares públicos. Son sesenta años de creación en y desde Alicante, con una obra volcada a su ciudad natal, ejecutada con la pasión del artista de su tiempo. Como ha escrito Lorenzo Hernández Guardiola: «Si nos detenemos en la totalidad de la obra de José Gutiérrez y la analizamos en conjunto, advertiremos de inmediato la inquieta evolución de su estilo a lo largo de toda su vida; su deseo continuo de renovación, que acompaña con su profundo conocimiento de todas las propuestas que en el campo de la escultura ha ido generando nuestro siglo XX, aunque se desenvolviera dentro de los límites de la figuración».

Escultor de grupos alegóricos dedicados al progreso y a los oficios de la tierra, en fábricas y empresas; autor del altorrelieve Exaltación del trabajo (1970), ubicado en la Mutua Unión Patronal de la calle Alfonso el Sabio; creador de esculturas de estilo humanista-clásico como La Sagrada Familia de la iglesia de Nuestra Señora de Gracia (1957); expresionista con su homenaje a Miguel Hernández (1954), sobre piedra caliza colocada en los jardines de la Diputación, o su escultura El Guitarrista, de 1957, en piedra blanca. En los años sesenta se afianzó como escultor de motivos religiosos presentes en iglesias como la de la Misericordia, la Virgen del Remedio, la Santa Faz o el Colegio Salesiano.

«La vida de escultor es bastante dura y el trabajo no viene como uno quiere -afirma con su sinceridad característica-. Soy un escultor de encargos, influenciado en cierto modo por la voluntad del cliente, aunque la idea creativa siempre se respeta porque es la base de nuestro trabajo». En los años setenta se decantó por el bronce y el hormigón. Mosaicos, hierro forjado, relieves, cerámica...

Los paseantes pueden distinguir la mano maestra de Gutiérrez. Su talento y su estética se extienden por la fachada de la Cámara de Comercio de la calle San Fernando, por el Colegio de Farmacéuticos, en la Caja de Ahorros del Mediterráneo (La familia y el ahorro, de 1952) o en establecimientos de tejidos como Julio el Madrileño (1970). Podemos descubrir su Jirafa metálica y humilde entre los hormigones de la Albufereta desde 1963, o recibir un fuego blanco y estilizado en el Monumento al Foguerer de la plaza de España (1982)

Ya fuera de Alicante, destacan monumentos como el dedicado a Cruz Roja, de Elda (1976); al Doctor Orozco, en Elche (1987), y a la Paz y Reconciliación, de Callosa del Segura (1987). Esculturas y alegorías se dispersan por fábricas de Alcoy, zapaterías de Elda, sastrerías, clínicas y comercios, como una enredadera de arte civil, arte urbano, creado para seguir al pueblo en su vida cotidiana y transmitirse sus emociones.

Un hombre caído se aferra, con su mano izquierda, a una lira e intenta tirar de las cuerdas hacia abajo, en lo que parece ser su momento de muerte, el último movimiento de su mano. Así había pensado José Gutiérrez levantar su monumento al poeta que murió entre nosotros. «Yo veo una imagen del Miguel Hernández hombre y poeta, destrozado en lo mejor de su vida, truncado. Partiría de su obra El rayo que no cesa. Eso quisiera simbolizar». El proyecto se había puesto en marcha en noviembre de 1981, pero jamás llegó a realizarse. «Yo quería que el monumento a Miguel Hernández estuviera exento de todo significado político; quería un monumento para que Alicante recordara, simplemente, el dolor de un hombre destrozado, y eso es lo que hice. La idea la tengo guardada, y pensé incluso que podría haber sido colocada en el jardincillo que hay en la Rambla, ante la Torre Provincial. Sin embargo...»

Este querido monumento tuvo peor suerte que la escultura dedicada a Hernández hace medio siglo y que, en la actualidad, puede verse en el jardín del Palacio Provincial de la Diputación desde 1978, tras una rocambolesca historia. La escultura de piedra caliza fue realizada en 1956. «La hice por propio gusto, no por encargo recuerda el escultor-, como homenaje al poeta. Después Efrén Fenoll la contempló e se hizo gestiones para situarla en Orihuela. Yo decidí cederla gratuitamente y el alcalde estaba de acuerdo, pero el proyecto no fue aceptado por la permanente municipal, que la vetó por motivos políticos». Al año siguiente, en 1957, y bajo el título Homenaje a Miguel Hernández, el joven Gutiérrez la presentó al Primer Concurso de Escultura Mediterránea convocado por la Diputación Provincial de Alicante. Después de una dura polémica, el jurado, presidido por José Camón Aznar, decidió conceder a esta obra el segundo premio, dotado con 7.500 pesetas. «Votar a su favor -explica su autor- presuponía una serie de factores condicionantes de tipo político. Para no citar el nombre del poeta, la escultura figuró en el catálogo de la Diputación como Homenaje a M.H. y fue depositada en la sala de calderas de la antigua calefacción del palacio, donde permaneció durante quince años hasta que el arqueólogo Enrique Llobregat la rescató de su oscuro destino.

Miguel Hernández volvió a la vida de nuestro escultor cuando, en 1985, Gutiérrez, junto a Mario Candela, coordinó el homenaje de los artistas plásticos españoles al poeta de Orihuela, y pintó el Mural a los poetas del sacrificio: Miguel Hernández, Machado y Lorca, sobre los muros de la antigua Cárcel de Alicante, una obra que sería abandonada a su suerte y destruida totalmente cuando la antigua prisión fue remodelada para albergar la sede de los juzgados.

En una ciudad tan poco amante de su historia como Alicante, los avatares de la dura vida del escultor vieron frustrarse otras obras en las que Gutiérrez había trabajado intensamente. En la relación de estos proyectos perdidos, podemos destacar: el mural «Alegoría del turismo» desaparecido del hotel Victoria (1960), el Monumento al Clima de Denia, el Monumento a la Industria de Alcoy (1970) y la escultura de una Sirena para colocar en el remodelado paseo de Gómiz, en 1970, que jamás pasaron de bocetos. Lo mismo ocurrió con los monumentos a Carlos Arniches y al doctor Francisco Javier Balmis (1978). El encargo municipal de 25 de noviembre de 1980 para levantar el Monumento a los Mártires de la Libertad, con un presupuesto de 3.200.000 pesetas, tampoco llegó a materializarse. Qué lejanas quedaban, de nuevo, aquellas palabras de Gabriel Miró en las que nos transmitía la emoción de esos lugares capaces de consagrar nuestra memoria.




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Los proyectos perdidos

Cobijada entre el Tossal y el Benacantil, Alacant/Alicante es una ciudad que aspiró a convertirse en Palacio de invierno, tras la visita de la reina Isabel II en 1858. Alacant tenía ya entonces una posición privilegiada: poseía la primera línea férrea de largo recorrido que la unía con Madrid; los higienistas comparaban su clima con el de Niza y la Riviera italiana; su tamaño urbano junto al mar resultaba idóneo para que se convirtiera en residencia real durante los meses de invierno. Los alicantinos se lanzaron a proyectar un edificio para la Familia Real que transformaría la ciudad, su línea costera, sus barrios. Levantar el palacio significaba, modernizar Alacant después de que sus murallas hubieran sido derruidas totalmente. Durante diez años, los arquitectos, el alcalde Caturla, el cronista Viravens... estudiaron su posible ubicación, cuidaron cualquier detalle, hasta que la realidad truncó sus sueños y a finales del verano de 1868 llegó la noticia: había triunfado la República y la reina abandonaba España. Tras la frustración, el destino de Alacant, y quizá también su temperamento «menfotista», quedó marcado a fuego durante todo el siglo XX, hasta la actualidad.

En el primer tercio del siglo pasado, nuestra ciudad estaba sumergida en lo que el creador de les Fogueres de Sant Joan, José María Py, calificaba como «la modorra suicida», considerada como «el residuo de un siglo romántico, en una ciudad adusta liberal en nupcias con el mar». En 1928, cuando Py escribía estas palabras, caían definitivamente las murallas que impedían el crecimiento de la ciudad y que Isabel II había autorizado como premio en su visita de 1858. Un lento proceso de setenta años. Nada menos. Como escribió en su día el periodista Fernando Gil, «Alicante siempre ha tenido que luchar y esperar mucho para conseguir algo».

Una ciudad en la deriva de todo un siglo. «Alacant es la ciudad de los proyectos que nunca se llevan a cabo -afirma el arqueólogo municipal Pablo Rosser a modo de balance-, porque la ciudad está en una profunda crisis, sin modelo. A raíz de un modelo de ciudad, todo se imbrica. En Alacant hubo un modelo desde la prehistoria hasta la Segunda República basado en la agricultura y el puerto. Cuando desaparece este modelo tras la guerra civil, no ha habido otro. Tampoco se dio la industrialización. El franquismo no creó un modelo de ciudad, se limitó a posibilitar la especulación, y en eso seguimos».

Al hablar de Alacant durante el siglo XX, de sus oportunidades perdidas, de sus proyectos jamás ejecutados, tras una primera ronda meticulosa, puede parecer que todos los lugares que consagran nuestra memoria están definitivamente destruido. Josevicente Mateo en su clásico libro Alacant a part, lo explicó en 1966 con estas palabras: «Sometida a colonización permanente, de las clásicas a las turísticas, [Alacant] no disfrutó de reposo para construir nada seguro y duradero. Pobre de recursos naturales -su río vertebral es, antes que curso fluvial, una rambla-, no dispuso nunca de patrimonio que conservar o legar, estableciendo así una línea de continuidad. Los injertos, cuando no remiendos, múltiples, fueron decisivos. La consecuencia fue un afán de cambio que se renueva sin cesar». Es la visión de un escritor que siempre consideró la ciudad como un organismo vivo que sufre y disfruta de su suerte.

Cambios, renovación incesante, injertos, ausencia de modelos, falta de continuidad... ¿Realmente pudo ser de otra manera?. Las hemerotecas y algunos libros de historia nos relatan proyectos que jamás llegaron a consolidarse y que han marcado la vida de nuestra ciudad durante el siglo XX. En 1928, durante la dictadura de Primo de Rivera, el Estado cedió la fortaleza de Santa Bárbara a la ciudad, pero el ministerio de la Guerra quería vendérnosla por 700.000 pesetas. Tras la presión de intelectuales alicantinos como Rafael Altamira, Gabriel Miró, Oscar Esplá, el Conde de Casas Rojas y Carlos Arniches, entre otros, el Gobierno de Calvo-Sotelo entregó el monte al ministerio de Fomento y el Consejo de Ministros lo cedió al ayuntamiento gratuitamente. También un año más tarde, en 1929, la Explanada, entonces el paseo de los Mártires, y el Parque de Canalejas, que pertenecían a Obras del Puerto, pasaron a ser propiedad de la ciudad. La Rambla de Méndez Núñez quedó perfilada como una gran avenida y se construyó la fuente de la plaza de la Independencia, hoy Luceros. Desde el año que nos visitó Isabel II seguía «desmontándose» la Muntanyeta, con esa lentitud de quien no sabe cómo crecer, y nuevas calles se abrían hacia el mar.


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Nuestro alcalde republicano

La ciudad rondaba los 63.000 habitantes cuando en 1931 la proclamación de la Segunda República llevó a la alcaldía al impresor Lorenzo Carbonell, propietario de Gráficas Gutemberg y militante de radical republicano. En su discurso de toma de posesión, el alcalde Carbonell advirtió: «No somos hombres de negocios ni combinaciones. Somos los apóstoles de un ideal y queremos que este ideal irradie en todas las conciencias para que hagamos una obra tan grandiosa que en la posteridad nuestros sucesores puedan decir: Los alicantinos, los republicanos del año 31, fueron los precursores, los grandes apóstoles de la felicidad del pueblo antes que la de ellos».

Carbonell llegaba cargado de ideas pero, a decir de los republicanos, «el capital alicantino eludió su aparición». A pesar de todo, durante su mandato hasta 1934, Alacant vivió una transformación portentosa. Se construyó la Estación Central de Autobuses en la plaza de Séneca; la Comisión de Reformas Urbanas terminó de desmontar y urbanizar la Muntanyeta para ensanchar y prolongar las calles de Riego, Álvarez Sereix, Pascual Pérez, Molino, Aranjuez y Colón; en su ubicación de creó una plaza con jardín y un grupo escolar. La situación de la Muntanyeta en el centro de la ciudad, escribió Carbonell en su moción municipal, «constituye una vergonzosa mancha dentro del casco urbano, no sólo por la accidentado de su topografía, sino por la miseria de sus viviendas antihigiénicas, albergue insalubre de un grupo de población cuyo mejoramiento sanitario es una urgente necesidad para Alicante».

En 1934, antes de su destitución tras los hechos de la revolución de Asturias que dieron lugar al llamado «bienio negro», Lorenzo Carbonell se despidió ordenando la construcción de centros escolares en las barriadas de Carolinas, Los Angeles, San Blas y Benalúa. Aunque la fiebre «palmeril» se desencadenó en la ciudad de Alacant a partir de 1944, fue el alcalde Carbonell quien hizo plantar las primeras palmeras en la ciudad, a lo largo de los paseos y avenidas de Soto, Gadea, Luceros, Alfonso el Sabio y la calle de San Vicente. Pero Carbonell puso en marcha dos proyectos que jamás se llevaron a cabo y que hubieran cambiado la faz de nuestra ciudad. El primero de ellos, un funicular y un parque de atracciones en el monte Benacantil.

En febrero de 1931, el ingeniero Alfonso Conceiçao de la Cruz presentó ante el ayuntamiento un proyecto «que tiene el propósito de crear un gran parque de atracciones y urbanizar la parte superior de Santa Bárbara y la construcción de un ferrocarril funicular que vaya desde la playa del Postiguet a la parte superior del Castillo». Para ello disponía de un presupuesto de cinco millones de pesetas. El ayuntamiento republicano, presidido por Lorenzo Carbonell, aprobó el anteproyecto para crear «un parque de recreos en el Castillo». El 21 de agosto de 1931, el Consistorio dio su visto bueno y acordó que la concesión del parque duraría cincuenta años.




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Indalecio Prieto en la playa de San Juan

El 19 de agosto de 1932, el ayuntamiento aprobó poner en marcha un plan de urbanización para la playa de San Juan. El alcalde Carbonell lo explicó así en su ponencia: «Alicante tiene sus inmediaciones una playa incomparable, que por su limpidez, extensión y belleza no tiene rival entra las playas españolas: la llamada de San Juan, cuyo disfrute queda privado a alicantinos y forasteros por falta de fáciles medios de comunicación de instalaciones adecuadas para hospedajes, baños, etc.». Para conseguirlo, serían expropiada una zona considerable de terrenos lindantes con la playa, donde «sería construido un hotel municipal dotado de todos los adelantos modernos, con jardines, campos de golf y tenis; asimismo serían construidos hoteles para viviendas, un gran balneario con terrazas adecuadas para baños de sol en la playa, en condiciones para invierno y verano que asegure la permanencia de turistas que la bondad de nuestro clima atrae en todas las épocas del año».

El ministro de Obras Públicas, Indalecio Prieto, presentó en las Cortes el proyecto de Ley para urbanizar la playa de San Juan, «que se extiende desde el cabo de las Huertas hasta Campello» y que, según sus palabras, «puede ser, si se cuida ordenadamente su explotación, la base más firme del engrandecimiento de Alicante, dentro de cuyo término municipal está casi íntegramente enclavada la ciudad». Y añadió que, con el fin de fomentar el turismo de invierno y de verano «conviene explotar de modo adecuado la playa de San Juan, magnífica en su extensión, soberbia para el reposo por su apartamiento del tráfico urbano y apropiadísima para la traza de una insuperable ciudad satélite».

La construcción de la carretera de acceso dificultó el proyecto. Un largo debate parlamentario produjo la inquietud en Alacant. El 17 de febrero de 1932, Carbonell envió un telegrama a Manuel Azaña y a los diputados alicantinos en el que les hizo saber «el grado de inquietud de la población, que sigue con serenidad y dolor el curso de este debate, confiando se tendrá en cuenta los relevantes servicios que Alacant ha prestado y prestará siempre a la República». El 9 de marzo, las Cortes dieron su conformidad y el 22 de mayo se subastó la construcción de la carretera, que se inició el 25 de junio. Azaña, jefe del Gobierno, fue el que disparó el primer barreno de su construcción.

El 7 de julio, el ayuntamiento acordó construir la ciudad satélite y convocó un concurso nacional ganado por el arquitecto Pedro Muguruza Otaño, en una propuesta desarrollada a lo largo de 59 folios. Este arquitecto conocía muy bien Alacant y la playa de San Juan «de clima dulce, amable, en lugar privilegiado de la costa, a un paso de los focos urbanos, con una playa extensa, bañada en un mar tranquilo». El proyecto quedó redactado en noviembre de 1933. El sueño del arquitecto Muguruza albergaba escuelas públicas, mercadillos de abastos, campos de golf, pistas de tenis, casinos, embarcaderos, un acuario, un museo de excavaciones de Lucentum, una galería para exposiciones tradicionales y otros espacios culturales, un gran estadio y un balneario eminentemente popular. El 60 por 100 de los solares tenían que ser espacios verdes. Nada que ver con el «matan» de ladrillos y hormigón que hoy discurre desde la Serra Grossa hasta el Campello. Una racional Ciudad satélite que los avatares de la historia española y la guerra civil de 1936 impidieron que se hiciera realidad y marcara la pauta a seguir.




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Un puente entre bocanas y el mal de alturas

El franquismo tuvo sus proyectos pintorescos. En 1946 se propuso la construcción de un puente de bocana a bocana del puerto para evitar el paso de los trenes por la Explanada y que fuera preciso ubicar una estación de mercancías junto a la playa del Postiguet. El puente tenía un impedimento insalvable. Según los ingenieros, tardaría un siglo en construirse y tendría un presupuesto que podría alcanzar los 300 millones de pesetas. Y eso entonces era demasiado dinero.

En vísperas del desarrollismo se perdió una oportunidad para el crecimiento urbano razonable. La encrucijada que vivía la ciudad en los últimos años de posguerra fue explicada por el ex alcalde Agatángelo Soler, en una polémica con el presidente del Colegio de Arquitectos de la ciudad, y que recogió el diario Información el 17 de noviembre de 1970:

«Cuando tomé posesión de la alcaldía, las ordenanzas estaban anticuadas, de tal forma que no había más remedio que actualizarlas rápidamente. La reforma de la avenida de Méndez Núñez, llena de solares, de edificios derribados, exigía una rápida ordenación urbana. Lo que había que hacer, con estudios minuciosos y lentos, era incompatible con la explosión de vitalidad que se nos venía encima y que Alacant no podía desaprovechar. Mientras se pusieran al día las ordenanzas había que dar facilidades, aunque fueran en precario, para que Alacant construyera y construyera, y se adelantara a la invasión del turismo. Estábamos en 1954, octubre. No se podía edificar en casi ningún sitio. Y había que hacer la Albufereta, la playa de San Juan, las Mil Viviendas «Francisco Franco», la Colonia Virgen del Remedio, la Ciudad de Asís y tantas y tantas. ¿Cree el señor presidente del Colegio de Arquitectos que debíamos haber parado todo hasta que tuvieran unas ordenanzas y planos más actualizados? ¿Debíamos haber cumplido unas ordenanzas inactuales y haber hecho un Alicante inadecuado y sin vitalidad? ¿Podíamos negar la construcción de barrios sociales por no tener un plan urbanístico aprobado? No era yo, como alcalde, el último que iba a tratar de dar facilidades».

Y concluye el creador de la Explanada: «Gracias a esta visión, y durante mi mandato, el edificio de la Caja de Ahorros Provincial no tuvo sólo seis plantas, y la Rambla de Méndez Núñez tiene el empaque actual. Se marcó la pauta. Todo lo que allí se hizo fue definitivo para Alicante, para el progreso y la prosperidad de los alicantinos. De no haberse obrado así, Alicante sería hoy una ciudad sin fisonomía propia, igual que cualquier pueblo grande perdido en la llanura».

En 1969, con José Abad Gosálvez en la alcaldía, la playa del Postiguet estaba cambiando a marchas forzadas. Se remodelaba el paseo de Gómiz, y agonizaban los dos últimos balnearios, La Alianza y La Alambra, que desaparecería definitivamente el 25 de mayo de 1969. Alacant vivía una euforia urbanística sin precedentes espoleada por el boom turístico. La piqueta era vista por los alicantinos como un signo de modernidad y prosperidad, del mismo modo que, en aquel mismo año, la desaparición de los tranvías se consideró una demostración de progreso.

Con el Postiguet en obras, el 23 de julio de 1969 el Melià crecía en altura en terrenos públicos explanados al mar. Para aprobar el proyecto sobredimensionado, el Ayuntamiento argumentó: «Teniendo en cuenta que por su emplazamiento en terrenos recuperados al mar el edificio no está zonificado dentro del Plan General de Ordenación Urbana de la Ciudad, no puede regularse con arreglo a las normas de volumen que para las distintas zonas del Plan determinan las Ordenanzas Municipales vigentes, entrando por tanto de lleno en la consideración de edificio especial, cuya aceptación por parte del Excmo. Ayuntamiento en cada caso particular queda regulado por el artículo 138». Y el alcalde Abad añadía: «Por tratarse de una instalación de tipo hotelero que encaja perfectamente con la zona turística de la Playa, esta Comisión de Urbanismo estima oportuno proponer la aprobación de las obras proyectadas, en cuanto al edificio propiamente dicho se refiere».

Por fin la fórmula mágica: edificio especial. Una plaga que arrasó la arquitectura urbana de los años 60-70. El desarrollismo erigió en nuestra ciudad un buen número de «edificios especiales» en forma de rascacielos: Gran Sol, Riscal, Representantes... Los constructores del Meliá solicitaron autorización para construir un muelle destinado a embarcaciones deportivas que pretendían adosar al Dique en nuevos terrenos ganados al mar. Pretendían llenar de barcas la emblemática playa del Postiguet, que entonces vivía una remodelación profunda. Les dijeron que no «por razones urbanísticas y por el perjuicio que se causa a la playa de la ciudad». Resultaba demasiado.

Como ejemplo de los tiempos que corrían para la ciudad, en la mañana del 3 de febrero de 1971, la Comisión Provincial de Urbanismo del 3 de febrero de 1971, presidida por el gobernador civil Mariano Nicolás García, dio luz verde definitiva al proyecto del Apartotel Meliá, y el mismo día aprobó una nueva aberración de similares características: el Apartotel residencial y la zona polideportiva de la Finca Adoc, promovido por la empresa Rocafel S.A., en terrenos de la Albufereta alicantina también ganados al mar. Los responsables políticos permitieron que el constructor Carlos Pradells (un emprendedor pied-noir que años más tarde tuvo que responder ante la justicia por la quiebra de sus promotoras) ganara terrenos al mar utilizando las piedras que entonces estaban siendo arrancadas de la ladera de la Serra Grossa para abrir la nueva carretera de la Cantera, que comunicaría la ciudad con la playa de San Juan. El dinero público facilitaba intereses privados en nombre del desarrollo.




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Campoamor, triángulo, racha

Con la llegada de la democracia municipal, el consistorio socialista trató de crear una ciudad a través del Plan General de Ordenación Urbana de 1987, texto fundamental para vertebrar y consolidar los ejes básicos de la ciudad pero que, en palabras de Pablo Rosser «se despreocupó de otros temas estructurales dentro del caos y la anarquía que reinaba en los barrios inconexos, con los grandes vacíos y una bicefalia urbana; con la playa de San Juan entonces poco desarrollada».

Las últimas décadas han sido abrumadoras en cuanto a proyectos anunciados a bombo y platillo y jamás realizados. El resultado de las urnas y los enfrentamientos internos entre el ayuntamiento y la diputación dejaron sin efecto el Complejo Cultural Campoamor, compuesto por el Palacio de Congresos, el Museo Provincial, el Museo de la Ciudad y un Auditorio. Al final, todo quedó reducido a ubicación de la Barraca Popular, como consecuencia del enfrentamiento personal durante años entre el alcalde José Luis Lassaleta y el presidente de la Diputación Antonio Fernández Valenzuela, fundamentalmente.

Desde mediados de los ochenta también se habló del soterramiento de las vías de RENFE, e incluso del traslado de la Estación. Para ello se redactaron varios proyectos, el más importante fue el llamado «Proyecto Borrell», que preveía estaciones en pleno casco urbano, por ejemplo, bajo la Plaza de Luceros. A principios de los 90, el Plan RACHA, cuyas siglas significan Rehabilitación y Arquitectura del Centro Histórico de Alacant, fue redactado y aprobado, pero quedó prácticamente sin estrenar cuando los socialistas perdieron la alcaldía.

El Plan Bahía, Plan Especial de la línea litoral de Alacant, era un proyecto respetuoso con el medio ambiente que regeneraba toda la bahía en varias fases de actuación. Lo presentó el conseller Eugenio Burriel al final del mandato del socialista Ángel Luna y en plena campaña electoral para las municipales. La Torre de Comunicaciones de Santiago Calatrava, de diseño moderno, iba a ser instalada sobre el Tossal, en el Castillo de San Fernando; incluí a un ascensor y zona de ocio en la zona alta.

El Triángulo Elx-Alacant-Santapola no se concretó por el desinterés demostrado por la Generalitat valenciana, presidida por Joan Lerma. Como alternativa, el actual Plan de Acción Territorial Metropolitano de Alicante y Elche se basa en el mismo planteamiento que el Triángulo, con la incorporación de la Ciudad de la Luz y la Ciudad del Cine, pero sin proyectos «locomotora» en el campo de las nuevas tecnologías.

Entre la realidad y el deseo, Alacant mira hacia el futuro, a veces de manera apasionada y turbulenta, casi siempre desde la precariedad del presente. Como si no tuviéramos memoria. La ciudad que pudo haber sido y no fue se diluye ante nuestras miradas. A los alicantinos, acostumbrados a un «menfotisme» endémico, parece bastarnos con la Explanada, con pasear por ella y sentirla como un símbolo de permanencia. Esta realización emblemática del alcalde Agatángelo Soler, inaugurada el 19 de febrero de 1958 con sus teselas de mármol, va más allá de la polémica y los sueños. El paseo de palmeras es el rostro y los brazos de la ciudad, «estar en Alicante es estar en la Explanada escribió Juan Gil-Albert-. Lo demás no cuenta; como toda ciudad, grande o chica, tendrá sus vericuetos y sus escondrijos como nuestro organismo tiene sus vísceras y sus glándulas de secreción interna, pero el manifiesto sentido de su ser radica en su compostura exterior, lo que podríamos llamar el exponente de su intención oculta; Alicante vivía para ser la Explanada, para estar sentado allí».

Sin modelo, a borbotones, insensibles al cambio de los tiempos.




Bibliografía

-GIL SÁNCHEZ, Fernando. Crónicas alicantinas. Caja de Ahorros de Alicante y Murcia. Alicante, 1977.

-GIL SÁNCHEZ, Fernando. Raúl Álvarez Antón, Francisco Aldeguer y Miguel Martínez Mena. Alicante, 1930. Alicante, 1931 y Alicante, 1933. Edición de los autores. Alicante, 1980, 1981 y 1983, respectivamente.

-MATEO, Josevicente. Alacant a part. Edicions d'Aportación Catalana. Barcelona 1966

-RAMOS, Vicente. Lorenzo Carbonell, alcalde popular de Alicante. 1986.

-Transformemos Alicante. Oficina Municipal para la Revisión del Plan General. Ayuntamiento de Alicante.1985.

-Historia de la Ciudad de Alicante. Tomo IV. Edad Contemporánea. Coordinado por Glicerio Sánchez Recio y Francisco Moreno Sáez. Patronato Municipal para la conmemoración del Quinto Centenario de la Ciudad de Alicante. Ayuntamiento de Alicante, 1990.








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Arrebatos


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Miguel Hernández, último desprecio

Desde hace meses vivo completamente sitiado por la figura de Miguel Hernández. Mi amigo José Luis Ferris está escribiendo una biografía sobre el poeta que romperá muchos tópicos e inercias interesadas. Es la primera visión panorámica, independiente y contrastada hasta el mínimo detalle, que se ofrece de Miguel Hernández Gilabert. Y sorprende que, cuando tantos estudiosos viven y diseccionan la obra de los poetas muertos, después de tantos libros y poemas inéditos desvelados, nadie se halla planteado esta tarea global hasta hoy. Quizás tenga razón Lucía Izquierdo, la nuera del poeta, cuando dice que la figura de Miguel sigue siendo incómoda para muchos. Por fortuna, las palabras de Hernández siguen presentes en el arte y la voz de numerosos creadores. Se vive un momento de interés hacia su obra y su vida. En Orihuela y Madrid, TVE ha rodado un serial dramático sobre la vida del poeta; una obra de teatro conduce estos días a Miguel hasta los escenarios. El 2002 será sin duda un año hernandiano mientras los poderes públicos miran hacia otro lado.

En un disco recién editado, Manuel Gerena canta con Miguel Hernández, en una obra impetuosa. «Querido Miguel -escribe Gerena-, tu verso profundo lo sonoriza mi voz en la jondura del cante flamenco». Granadinas, malagueñas, peteneras, cartageneras, martinetes... sobre versos de El Niño yuntero, de Viento del pueblo, de Sentado sobre los muertos... Y como regalo impagable, la voz real del poeta, sacada de una vieja y única grabación parisina, nos recita su Canción del esposo soldado, y se hace próximo, vital, humano; más allá de los símbolos y las iconografías, con un encuentro memorable.

Ayer mismo, José Luis Ferris terminó de redactar su investigación histórica, escrita con la pulsión de quien, además de narrador, es poeta. Y de los buenos. La pasión creativa y la contundencia de documentos y testimonios están garantizadas en un libro necesario que despertará la polémica y que los lectores agradecerán muy pronto, en cuanto lo tengan entre sus manos. Me consta. José Luis con su libro y Gerena en su cante, sitúan la figura de Miguel Hernández en el lugar fundamental que le corresponde. Y de alguna manera, con sus aportaciones, hacen justicia con un gran poeta a quien Alicante y Valencia jamás hicieron caso. Por no hablar de la Orihuela de las sacristías, donde siempre fue estigmatizado por comunista y cuyo obispo Almarcha demostró que sólo le preocupaba que claudicara de sus convicciones para salvar su alma. Entre todos lo dejaron morir. Esa es la historia. Los vencedores impusieron su violencia. A cambio de ofrecerle la libertad, quisieron que repudiara parte de sus poemas, que rechazara Viento del Pueblo e incluso que quemara los ejemplares de sus libros. Le pedían un público arrepentimiento de sus ideas y de su obra. Tenía que renunciar a ser él mismo si deseaba la libertad.

Hoy, estos hechos del pasado, oficialmente superados por la historia, parece que siguen fastidiando a nuevas generaciones de prohombres. De lo contrario, no se entiende lo que está ocurriendo con la figura del poeta, con el deterioro físico de su legado, con la Fundación Miguel Hernández. No se comprende el desprecio que, desde hace años, sufre la memoria viva del único gran poeta en lengua castellana, incontestable, que ha parido esta tierra. De seguir así, su legado, sus manuscritos, sus retratos y pertenencias (protegidos por Josefina Manresa, contra viento y marea, escondidos a los registros de la Guardia Civil, y a la soberbia de los inquisidores nacional-católicos) acabarán depositados en Madrid, en la Residencia de Estudiantes o en alguna entidad con visión de futuro y amor a la palabra. Mientras tanto, en la Comunidad Valenciana seguiremos haciendo el ridículo.

Aunque a veces el complejo de culpa se transmite de generación en generación, aquí nos hallamos ante un caso clínico de miopía política; ante una expresión del sectarismo cultural con el que ciertos personajes públicos demuestran su propio desconocimiento. ¿No será que quienes tienen que tomar las decisiones desconocen la obra de Miguel Hernández? ¿No será que no han leído al poeta?. Por si acaso, y como terapia frente al despropósito, recomiendo a los responsables de este desaguisado una aproximación a sus versos. A lo mejor así descubren a un ser humano que fue capaz de convertir la tragedia en arte y el dolor en belleza. Ahí está su poesía amorosa, intensa, cargada de verdad y universalidad. A sus 31 años nos dejó una obra intensa, con dos libros fundamentales en la poesía española del siglo XX: El rayo que no cesa y Viento del pueblo, un testamento desgarrador: Cancionero y romancero de ausencias, y una vida de hombre bueno, honrado y orgulloso. Como él escribió: «Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas». Algunos no se han enterado todavía. Pobres.




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Llega un jinete duro y salvaje

Aquella tarde, el Mediterráneo se veía desde mi ventana, y un velero navegaba sobre un mar irremediablemente azul, localizado entre dos rascacielos blancos de veinticinco alturas. Todavía quedaba verano cuando la televisión cortó su emisión para informar que un avión había chocado contra una de las Torres Gemelas. El humo desconcertante ocupó la pantalla y el otoño surgió de repente. Terror, crimen de masas, dolor desesperado. Y todo en tiempo real, durante horas y en directo. Comenzaba una pesadilla futurista propia de Orwell, pero con el estilo de un mediocre telefilme y el formato de un concurso para videoaficionados. Aquel 11 de septiembre había bastado que unos fanáticos estuvieran dispuestos a morir, para que el país más poderoso de la Tierra comprendiera con estupor que todos, absolutamente todos, somos vulnerables; que no puede haber escudo de misiles contra un cuchillo de plástico o una pistola de madera accionada como un tirachinas mortal. El gigante de acero ha descubierto al fin su fragilidad de barro.

Desde entonces la ficción ya no existe, todo es real; todo es surrealismo hecho desastre, manipulación y muerte. Mucha muerte ajena, por supuesto. Pase lo que pase, nuestro mundo ha cambiado. Un nuevo fantasma recorre el planeta a lomos de un trágico espectáculo de rodeo. Quien no está conmigo está contra mí. Ojo por ojo. El gran cowboy no conoce de matices y no acepta «peros»: Nosotros somos los buenos -viene a decir Bush- y acabaremos con el Mal. Quiero a nuestro antiguo aliado Bin Laden; lo quiero, como decimos en el far west, vivo o muerto. Que Dios bendiga a América contra el terrorismo islámico y contra todo lo que atente contra el «modo de vida» americano. Llega un jinete libre y salvaje, sacado -eso sí- de una versión del Apocalipsis vulgarizada por el Readers Diggers y retocada televisivamente por la CNN. Si los misiles que hace una década vimos estallar en directo contra Bagdad, donde murieron dieciocho mil civiles, fueron descritos «como árboles de Navidad» por uno de los pilotos que efectuó los bombardeos, ¿qué nueva metáfora sombría ofrecerán a partir de ahora los centuriones de todos los bandos?

Cuando escribo estas líneas la gran maquinaria bélica está en marcha mientras los grandes tahúres de la Bolsa compran a destajo aprovechando las últimas caídas. A río revuelto ganancia de pescadores. Optimismo en sangre. Dinero global, muerte global. Desde 1945, las guerras se han ensañado preferentemente sobre la población civil (los expertos ofrecen estadísticas escalofriantes). Cien mil japoneses en Hiroshima y Nagasaki, 130.000 civiles iraquíes en 1991 durante la guerra del Golfo; 150.000 afganos por los talibán armados por los Estados Unidos; y Vietnam, Congo, Chechenia, Argelia... Pobre población civil que a nadie importa...

Desconcertado, para escapar del dolor, me he refugiado en la poesía de Cavafis. Sin embargo, al leer el poema «Se acabó», he visto la matanza de las Torres Gemelas y la represalia «infinita» que provocará. El poeta escribió:


Sumidos en miedos y sospechas,
con la mente agitada y ojos atemorizados,
nos consumimos planeando el modo
de esquivar el peligro seguro. (...)
Falsos eran los mensajes
(no los oímos, o no los entendimos bien).
Otro desastre, que no imaginábamos,
súbito, violento cae sobre nosotros,
y al no estar preparados -no hay tiempo ya- nos arrebata».



Y de qué manera.




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Cargados de futuro

«Somos nuestra memoria -escribió Borges-, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos». El viernes pasado, la matanza de Atocha volvió a mi memoria con la proyección de la película de Juan Antonio Bardem, «7 días de enero», cinema-verité, docudrama rodado en el fuego de los hechos más duros de la transición española. Verla en el salón de actos de Comisiones Obreras de Alicante, le daba un contenido diferente. De reflexión emocionada. Y volvimos a ser nuestra memoria.

Han pasado 25 años desde que aquellos pistoleros irrumpieron en el despacho laboralista de la calle Atocha, de Madrid, y dejaron cinco muertos, otros tantos heridos y un reguero de sangre que jamás desaparecerá del recuerdo de mi generación, aunque el tiempo -como diría Borges- quiera convertirlo todo en un montón de espejos rotos y una nueva camada de seudo historiadores -fieles a quien les paga- pretendan vendernos la transición como un museo de despachos inmaculados y políticos providenciales que, desde su implicación en la dictadura de Franco, diseñaron una vía limpia y ejemplar hacia la democracia.

A partir de 1975 muchos vivimos la movilización en la calle, por la legalización de todos los partidos políticos, la amnistía, l'Estatut, la libertad, y en la calle reivindicativa conocimos el miedo físico, el de verdad; porque en aquella época los disparos al aire mataban estudiantes y obreros; porque desde el aparato de Estado se aplicaba la represión y el terror en forma de pirueta criminal. Mientras la mayoría de la población miraba hacia otro lado, como una gallina ciega, no eran pocos los detenidos que saltaban por los balcones de ciertas comisarías, después de ser convenientemente interrogados por la Brigada Político-Social.

La estrategia que desencadenó la Matanza de Atocha, aquel oscuro crimen perpetrado por pistoleros falangistas de la Organización Sindical y de Fuerza Nueva, tuvo también entre nosotros nombres propios: Teófilo del Valle, en Elda, Miquel Grau, en Alicante... Cientos de detenidos, palizas y cárcel. Vale la pena no olvidarlo en esta democracia de neoliberalismo y santificación del dios consumo.

También conviene recordar a los criminales. Los asesinos de Atocha no sufrieron demasiado. Dos de ellos, Albadalejo Corredera y Jiménez Caravaca, murieron por enfermedad y vejez. El asesino principal, Fernández Cerrá, disfruta de la libertad y hace algún tiempo se pudo ver entre nosotros como oficinista de la antigua gasolinera Sandoval, de la Goteta. Al que fuera guardaespaldas de Blas Piñar, García Juliá, fue descubierto como detective dedicado durante una temporada a seguir al juez Baltasar Garzón, y en la actualidad está encarcelado en Uruguay implicado por un caso de tráfico de drogas. El último de ellos, Lerdo de Tejada, consiguió escapar aprovechando un permiso del controvertido juez instructor del caso Atocha, Gómez Chaparro; desde entonces sigue en paradero desconocido pero seguramente volverá a hacer su vida en cuanto prescriba el delito, si es que ya no lo está. La democracia por la que perdieron la vida los abogados laboralistas de Atocha ha sido muy generosa con sus asesinos.

Después de un cuarto de siglo, queda pendiente el balance; conocer toda la verdad de aquella estrategia de la tensión con la que trataron de frenar el proceso democrático. El viernes pasado, en la sede de Comisiones Obreras de Alicante, pudimos estremecernos con ese pedazo de nuestra historia y de nuestra vida; reflexionar, descubrirnos quizás... Mañana a las siete y media de la tarde, en la sede del PCPV, se hablará de la transición política tan como se vivió en nuestra ciudad. En la mesa estarán cinco militantes de aquel proceso: Francisco Moreno Saez. Ramiro Muñoz, Enrique Cerdán Tato, Antonio Martín Lillo y Miguel Segarra. Todos en activo hoy, con tantas cosas que decir. Junto al homenaje a las víctimas debe brillar la autocrítica de las fuerzas democráticas y recomponer así el espejo roto de nuestra historia reciente. Porque somos una memoria cargada de futuro. Y alguien tiene que hacerlo.




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Un republicano de las letras

Hace unos días, mi amigo Mario Martínez Gomis me relataba la emoción que sintió mientras daba una conferencia en Salamanca, al saberse miembro de la República de las Letras, rodeado por personas sensibles que vivían la creación de la palabra por él distribuida. Escribir es una forma de estar vivo; de ver nuestro rostro en el espejo y descubrir nuestra propia dignidad. La historia moderna es el fuerte de Mario, pero la escritura es su pasión vital. Una brava pasión, respetuosa y ajena a cualquier artificio. Nos habíamos encontrado, por casualidad, en la estación de Chamartín y esperábamos la llegada del mismo tren. Él venía de Salamanca y Valladolid, tras un maratón de conferencias. Yo había participado en la cena del premio de novela de la Fundación José Manuel Lara Hernández y me había dedicado a lo que los periodistas llamamos «regar las fuentes»: a encuentros con editores y colegas para darle un vaivén definitivo a mi último libro y sentirme, también, un «republicano» más.

Las palabras de Mario, prudentes y sinceras, me acompañaron durante todo el viaje, y desde entonces me han hecho reflexionar sobre el oficio de escribir. Yo conozco a otros «republicanos de las letras» como nosotros, sin salir de Alicante. Somos gentes dispuestas a vivir la actividad literaria, la escritura, de una manera total, como si nos fuera la vida en ello. Y la practicamos sin anestesia. Con el temblor cada vez que acabamos una nueva obra. Con la complicidad de una extraña sociedad secreta. Abiertos al siguiente proyecto, siempre en marcha. Además, sé que Mario tiene en sus manos un diamante para la literatura y para la historia. Su mirada en la noche dejará huellas profundas.




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La biografía

José Luis Ferris es uno de esos escritores capaces de convertir cualquier encargo en una obra personal. Su pasión por la literatura le lleva a implicarse hasta el fondo. Le pidieron que escribiera una biografía divulgativa de Miguel Hernández; que a través de doscientas páginas diera a conocer la figura humana y literaria del poeta de Orihuela, tan secuestrada durante años, tan desdibujada entre la ideología y la familia, pero él ha llegado más lejos.

Se puso manos a la obra, y su biografía, Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta, editada por Temas de Hoy, se transformó en una investigación de quinientas páginas que desentraña la vida de Miguel, que habla de tú a la generación del 27 y denuncia a los destacadísimos cómplices de su muerte. Algunos dioses han caído bajo la fuerza certera de este libro valiente, documentado, recomendable y polémico, que desborda los ámbitos especializados con su relato vital.

Por sus páginas discurre la intensa aventura de un poeta del pueblo, un poeta soldado, comprometido en la causa republicana. Ferris ilumina los rincones oscurecidos hasta ahora por todo tipo de intereses. Los verdaderos amores de Miguel Hernández, sus años de escolarización, el papel exacto de su viuda Josefina Manresa, la sucia actuación carcelaria del obispo Almarcha, la fobia que provocaba en Lorca y Cernuda, los enfrentamientos con Alberti... Un libro apasionante y apasionado que ha sacado a Miguel de las necropsias académicas para devolverlo a nuestras vidas.




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Procesión

Por unos días la pasión humana ha traspasado los límites terrenales gracias a la televisión. Cuánto entusiasmo confesional el de mis colegas catódicos en su despliegue procesional, omnipresente en todos los telediarios y durante casi toda su duración. Y no lo comprendo, porque la noticia era conocida en antemano: un carpintero iba a ser condenado a morir en la cruz. Ya se sabía lo que iba a pasar. Que tocaran el asunto en programas diferentes, bueno; pero que ocupara los informativos no hasta ese punto... ¿Alguien recuerda que este país es aconfesional, según la Constitución?

Una pasión de pasos, flagelos, peinetas y tambores ha ocupado todas las cadenas de televisión, muy especialmente las que dependen del dinero público. Y lo han hecho con tanta habilidad que, de nuevo, la realidad y la ficción se han unido en una extraña simbiosis televisiva. En Canal 9, unos extraños nazarenos vestidos de blanco y con capirotes aparecían matando y flagelando a ciudadanos negros. Eran de Mississipi. Dolía, sin duda. Al zapear, por todos los lados surgían nazarenos de morado dándose penitencia sobre sus espaldas. Los informativos repetían con entusiasmo las mismas procesiones, el mismo ritual del dolor, idéntica simbología. Mientras, en un rinconcito de los noticieros, Arafat resistí a, sin luz, los cañonazos del jefe político de los israelitas de hoy, un Cleofás pistolero llamado Sharon que jamás saldría en procesión sin el apoyo logístico y mediático de su jefe, aquel César tejano que confundiría a los nazarenos con el Ku-Klux-Klan.




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Antogonza

Hace cuarenta años, mi padre me llevó a mi primera exposición de pintura. Se trataba de una muestra en Alicante del joven Antogonza; corría 1962 y yo apenas tenía ocho años. Desde entonces, los paisajes de Antonio González, Antogonza, forman parte de la vida de mi familia. Hermosos paisajes de un artista honrado, con el talento en los pinceles y en el alma. «El paisaje debe crear, no copiar», dijo entonces. Hoy, el destino ha querido que este pintor haya vuelto a entrar en mi vida. En mi libro Alacant Blues recordé aquel encuentro con la pintura, la impresión emocionante de aquellos óleos vitales, amarillos y densos, donde la austeridad del paisaje interior se mezcla con la luz mediterránea hecha color; ya que, como dijo el pintor en 1966, «a la pintura se va por el color, no por la luz».

Antogonza abrió su estudio en el barrio de La Florida y fue el profesor de Dibujo de algunos amigos míos; dinamizó el Ateneo de Alicante, dirigió la Escuela de Artes Plásticas y pintó, sigue pintando con la sinceridad de los imprescindibles. Artista en tierra, verdadero, la obra de Antogonza brilla en la Antológica 1962-2002 que estos días puede verse en el Palacio de la Diputación. Encuentro necesario y amable. Mañana iré con mis hijas a disfrutar de sus cuadros. Como hizo mi padre conmigo hace ya cuarenta años, cuando con Antogonza descubrí el amor al arte.




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A José Luis Lassaletta, en el recuerdo


I

Resulta muy difícil, es casi imposible, escribir sobre una persona a la que conoces desde hace tantos años que forma parte de ti, de tu memoria, de tu vida desde la juventud; de tus peleas y de tus emociones. José Luis Lassaletta ha sido uno de los protagonistas principales de la historia de nuestra ciudad y con él Alicante tiene una deuda que jamás podrá pagar de todo. Una deuda contra el olvido, por la dignidad.

Pepe fue el primer alcalde democrático de Alicante tras la larga noche del franquismo. Su impronta honrada, pasional y orgullosa, sólo es comparable a la huella dejada por el republicano Lorenzo Carbonell. El alcalde Lassaletta fue un paréntesis en la historia de Alicante, antes de que los oportunistas cuneros y los neofranquistas de siempre ocuparan los puestos que dejaron sus tíos, sus padres, sus abuelos, en esa perpetuación de apellidos y negocios que tan buenos dividendos sigue dando a tanto mediocre sin escrúpulos.

José Luis Lassaletta Cano, antiguo secretario de Cultura de la UGT, fue otra cosa. Creyó en su ciudad natal, trabajó para ella y salió del puesto tan ligero de equipaje como había entrado: con la honradez de los auténticos. Sin testaferros, sin cuñados ni mordidas en PAUS. Fue un alicantino controvertido y emocionado que creyó en Alicante, a la que la sirvió con la dignidad y el amor -a veces no correspondido- de quien piensa que lo más grande que le puede ocurrir en la vida a un ciudadano orgulloso es ser alcalde de su pueblo.

Pepe disfrutó en sus años como alcalde. Le gustaba su trabajo. Quiso dignificar la fiesta y, en tiempos difíciles, trató de dotar a la ciudad de un plan de ordenación urbana que acabara con la decrepitud urbanística y enterrara para siempre ese capitalismo salvaje que tanto gusta a los nuevos prohombres del neoliberalismo barato. Fue quizás el último alcalde de Alicante que puso su vida en ello. Y siguió haciéndolo una vez jubilado, cuando se lanzó a defender el Benacantil, la fisonomía de Alacant y nuestra historia, en una actividad casi solitaria, de francotirador necesario. Alguien tenía que hacerlo y muy pocos estaban dispuestos a tomarse tantas molestias a cambio de nada.

Sé que Pepe amó Alicante como pocos, que fue socialista y cristiano, foguerer y sindicalista. Un hombre bueno y siempre fue sincero, como alcalde y como persona. Con su muerte, los alicantinos que tenemos corazón hemos perdido una parte de nuestra vida y de nuestra historia personal, mientras los hipócritas y los mercaderes tratan de repartirse los despojos de Alicante. La ciudad se ha quedado huérfana sin la presencia de Pepe Lassaleta. Aunque muchos no se den ni cuenta, hemos perdido una parte de nosotros. Un brazo, un pierna... o el alma.




II

Quien sirve al Estado sirve a un ingrato, dice un viejo adagio. Quien sirve a nuestra ciudad, también. La muerte de José Luis Lassaletta me ha hecho reflexionar de manera sombría. El sábado salí de casa y descendí hasta San Nicolás, para asistir al funeral de córpore insepulto. En una mañana luminosa, el Mercado Central, que él salvó de la ruina, no recordaba al primer alcalde de la democracia. Por no hablar de otros edificios emblemáticos que él salvo: el Teatro Principal, la plaza de Toros, la Casa de Socorro... O del proyecto de «prolongación» de Alfonso el Sabio. A nadie parecía importarle ya su Plan General de Ordenación Urbana que frenó la depredación franquista.

Mientras caminaba, creía que miles de personas despedirían al hombre bueno que había luchado por la ciudad hasta su último aliento, con una postura ética intachable y apasionada. Al ciudadano que nunca se dio de baja en su compromiso con Alicante. Cuando llegué a San Nicolás surgió la decepcionante verdad. Si descontamos a la banda de música, a los políticos del PP vestidos de luto, a los hipócritas con carnet y a los oportunistas que hacen cualquier cosa por salir en la foto, apenas un centenar de personas sinceras -familiares, amigos, compañeros...- le acompañaron en el último adiós Qué ciudad la nuestra. Ha perdido el amor propio. Desmemoriada, sin vergüenza.










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Un epílogo

Estación término


Las calles recuperaron su anterior mansedumbre, o su fiereza habitual, según se mire. Una nubosidad suave y la tenue humedad se adueñaba del asfalto. Era, de todo el año, uno de esos sesenta días en que, estadísticamente, el Sol no sale para la ciudad.

Crucé junto al monumento a La Libertad, subí la escalinata con zancadas de dos en dos peldaños y entré en la Estación de Madrid, tranquila y familiar como la consola de la entrada de casa. Inmediatamente, me dirigí a las nuevas taquillas, guardé cola durante unos minutos que me parecieron horas, y saqué un billete de segunda clase para el Talgo de las catorce treinta.

-Con ventanilla y no fumadores, por favor.

Desde que regresé, aquel era mi primer viaje a Madrid tras unos meses en los que Beneixama era el lugar más lejano pisado por mis pies. La Estación había sido remozada con una limpieza cosmética de paredes pintadas, carteles fluorescentes y rótulos iluminados. Los andenes, por el contrario, seguían siendo los mismos de siempre, fuertes, inexorables, con toda su carga emocional de historias que al detective se le antojaban hermosas.

«La vida, los trenes...», había escrito en una ocasión,porque veía mi existencia como un viaje permanente de idas y vueltas; como una colección de momentos desparramados en aquella Estación de Alacant, y que tanto significó para mí en otro tiempo. Horas que se alejaban sobre vías de hierro, a través del desierto manchego, para llegar al fin hasta el vientre de la gran ballena metropolitana.

Subí al tren, sonó una sirena.

En el trayecto Alacant-Madrid-Alacant yo había forjado mis últimos años. Tantas veces me dolió abandonar mi ciudad, siempre obligado por las circunstancias, el trabajo, la falta de oportunidades... Mi generación había sido condenada a una emigración coyuntural pero inevitable.

«Alacant me ha expulsado demasiadas veces -pensé, mientras miraba por la ventanilla-. Desde que cumplí los diecisiete años me ha lanzado fuera porque en su seno no me permitió el último aprendizaje, ese que nos obliga a madurar».

El Talgo arrancó de pronto, comenzó a moverse lentamente y, arrellanado en su asiento, vi desaparecer el Castillo de Santa Bárbara tras la sequedad de Fontcalent, y se sintió una vez más extranjero, con el gesto sombrío de quien empaqueta sus sentimientos y los remite a una dirección desconocida. Pero yo me limité a mover la cabeza con fatalismo y ver cómo los kilómetros crecían a mi espalda mientras, por cada metro avanzado, por cada centímetro, una carga creciente de nostalgia entorpecía la agilidad mecánica del tren.

La imagen del Benacantil iluminado, antes de llegar al apeadero de Sant Vicent del Raspeig, representó para mí en demasiadas ocasiones la más dura expresión de la melancolía,la antesala desolada de su desarraigo futuro. La vida se me venía de golpe durante aquellas horas densas, silenciosas, agitadas con la suavidad de un vaivén.

De repente, creí como antaño que no quedaban demasiadas cosas a las que aferrarse; que, como en la vieja canción de Crosby, Stills and Nash, «el pasado era tan solo un adiós». Alacant se perdía, o en todo caso flotaba el miedo a no luchar lo suficiente en el futuro. Para los de mi edad habían cambiado demasiadas cosas, empezando por nosotros mismos.

Desde que comencé a buscarme la vida, había conocido innumerables viajes nocturnos en segunda clase, dormitando sentado desde las diez de la noche hasta las ocho de la mañana en un tren-correo que realizaba mil paradas. Y cómo no, el autobús de La Chaco y los camiones de mudanzas La Veloz, como primeros signos exteriores de que regresaba a casa una vez más.

El trayecto ofreció un paisaje monótono, plano, que me sabía de memoria. Dormitó. Entre Pinto y Valdemoro descubrí la tristeza de las colmenas con ropa tendida en los balcones, los jardines arrasados y los coches desperdigados por doquier. Las chabolas crecían como hongos junto a las fábricas. «Getafe-Alicante», leí en un apeadero. «Villaverde...» El corazón de Madrid, con sus cuatro millones de historias, latía ya muy cerca; aglomerado, envalado en papel de plata, solitario en la muchedumbre, urgente ante miradas vencidas por el bono bus. Una voz impersonal, en tres idiomas, anunció: «Señores viajeros próxima estación: Madrid-Atocha».

Abrí los ojos de par en par. El Mediterráneo dispondría de tiempo suficiente para notar mi ausencia.






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