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La ciudad y el transporte que conocemos: otra forma de pensarlos

Gonzalo García Tomé


(Facultade de Xeografía e Historia, Universidade de Santiago de Compostela)

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Resumen

La transformación de las ciudades en conglomerados urbanos relacionado con la imposición del auto personal por Capital y Estado y los problemas de los transportes urbanos, son los temas centrales de unas reflexiones que indagan en torno a las «teóricas verdades» que sustentan el modelo urbano actual.




Abstract

City's transformation in urban conglomeration related to personal automobile's imposition by Capital and State and the urban transport problems, are central subjects of reflections that make inquiries around the «theorical trues» that support the present urban model.





La concentración de actividad y vida humana en un espacio más o menos limitado dio como fruto el nacimiento de las sociedades urbanas; en ellas hallamos, por lo tanto, movimiento. El movimiento, el desplazamiento en el interior de las ciudades y entre ellas ha sido una constante característica de las ciudades desde que se tienen noticias del mundo urbano.

Un recorrido histórico a través de la estructura y forma de las urbes nos las pone siempre en relación con un modo o con un sistema de desplazamiento de personas y mercancías, de caminantes o jinetes, de alimentos o utensilios, de conductores o pasajeros, de cultura o información,... las ciudades siempre han ejercido de nodos en este sistema. Estas relaciones han sugerido, tanto a los estudiosos de lo urbano como a los que no lo son, respuestas normales, naturales en las diferentes épocas históricas en las que las ciudades estaban. La evolución lógica que lleva consigo el tiempo puede haber sido la cortina que no nos deje ver un cambio en esa relación de la que hablamos, un cambio que se ha dado en la «Sociedad Progresada» de los llamados países desarrollados y que se ha extendido como una mancha de aceite al resto de áreas urbanas del planeta. Este cambio es el que enfrenta al pueblo, a la gente, con el Dinero, con el Capital y todas sus formas; el que enfrenta básicamente un modo de vivir y construir las ciudades bajo el signo del ingenio y la inteligencia con otro, el de la   —480→   Planificación de Estado y Capital, el de la construcción del conglomerado urbano, el de la ciudad del auto personal.

Y es sobre esta «ciudad actual» que entendemos como modelo presente más o menos extendido y dominante de conglomerado urbano surcado por vías de circulación, -o de atasco, da lo mismo-, sobre la que algunas gentes de diversas procedencias (urbanistas, ingenieros, economistas, escritores, geógrafos, ecologistas,...), vienen reflexionando siempre en contra de los tiempos que corren y en contra de la sacralizada creencia de que con el dinero, por el dinero y para el dinero se solucionarán los problemas que acucian a la comunidad urbana, y siempre minoritariamente pero de forma muy lúcida contra la sociedad del ajetreo infinito en la que vivimos, intuyendo la paradójica pérdida de autonomía que acompaña al aparente incremento de libertad de movimiento y dudando, como dice Alfonso Sanz (1994), de que «el crecimiento continuo del movimiento y de la velocidad conduzca a la equidad y a la preservación del planeta».

Este «otro pensamiento» que reza en el título que hemos propuesto, nos abre las puertas de otra dimensión para la contemplación de las urbes actuales, de su crecimiento y expansión en formas materiales y culturales y de los medios de transporte que se utilizan en ellas y entre ellas.

Y es ahora, en la época postindustrial, en la pomposamente denominada «Era de la Comunicación», cuando podemos echar una mirada más clarificadora (siempre desde abajo, a ras de suelo, en contraposición al plan que mira siempre desde arriba) sobre ese cambio, esa sustitución de ingenio e intuición por el Poder del Dinero y sus planificaciones que no sabemos cuándo comenzó a darse exactamente en nuestras ciudades pero que las ha cambiado de una forma radical. No consistirá esta mirada en la contemplación embobada de un pasado romántico y ya lejano de nuestras urbes; en las ciudades pre-industriales la miseria y la insalubridad estaban al orden del día (en otras formas distintas que en las actuales); y no reclamaremos más el mantenimiento de esos cascos históricos como si de nostálgicos museos se trataran, muy al contrario, reclamando la utilidad de lo bello o la belleza de lo útil, que viene siendo lo mismo, serán espejos en los que comparar y en los que vivir, cosa que en los gigantescos conglomerados urbanos se hace cada vez más difícil e incómodo.

Pues es ahora y ha sido en los últimos tiempos cosa habitual la construcción de bloques cuadrados de innumerables pisos, que a modo de nichos familiares, encierran a los individuos con su televisor, nunca tan cerca de los vecinos y sin embargo, nunca tan lejos. Las ciudades se han ido transformando en los denominados conglomerados urbanos gracias a estos bloques de cemento y hormigón construidos para insertar a la creciente población que se vio (como masa de individuos), forzada a abandonar los campos, donde eran gentes y   —481→   pueblo, persiguiendo el bienestar y las comodidades del asfalto, donde Estado y Capital se encargarían de encauzar bien sus vidas, con un trabajo adecuado para pagar con su esfuerzo los automóviles y las viviendas que desgranaran las deudas durante toda la vida; durante millones de vidas. El negocio para el Capital es redondo: se transforma así en el nuevo Dios al que rendir los nuevos tributos que son el tiempo y el esfuerzo.

El Estado mientras tanto, en su teórico papel de juez entre capital y súbditos, lo que hace no es más que jugar del lado del primero, encauzando en un sistema ordenado jurídica y económicamente las relaciones entre los dos polos opuestos. Así, Estado y Capital se convierten a nivel mundial en auténticos ordenadores del territorio urbano que va ensanchando sus fronteras y reduciendo a desiertos cruzados por autovías y trenes de alta velocidad los campos y las tierras; para el Sistema ése es el ideal, La Idea de la que se alimenta regalando su futuro y su progreso a los individuos. Nuestras ciudades puede decirse que han sido unas de las principales víctimas de este gran entramado ideológico. El contraste no podrá ser mayor entre el conglomerado urbano y la ciudad vieja, que aunque habituales vecinos, como los de los bloques de apartamentos, siempre se saludarán con extrañeza y apenas se dirigirán la palabra.

El espacio urbano, como hemos visto, se consolida como espacio preeminente de nuestra sociedad y de todas las sociedades diferentes unidas ahora por el llamado desarrollo (en sus tres versiones, en participio, en «vías de...» y en «sub-»). Las actividades humanas se concentran conformando los llamados espacios centrales con sus espacios periféricos alrededor, los centros de decisión y las zonas de preferente desarrollo; y estos lugares dominados por la frenética actividad de todos los órdenes humanos, cuenta con unos habitantes de excepción (los verdaderos habitantes de los conglomerados urbanos) que, a las órdenes de sus chóferes (¿o es al revés?), los trabajadores, se hacen los auténticos amos de las calles y plazas, incluso en los cascos históricos que no se construyeron para ellos: se trata del auto personal, el de cada uno. El automóvil constituye hoy por hoy la imagen de la sociedad moderna, «la vaca sagrada de occidente», como dice Xavier Bermúdez (1994).

La sociedad eminentemente urbana de hoy vive y trabaja por y para el coche, por y para él se planifican y se construyen las ciudades desde unas décadas a esta parte. Pero, ¿cuál es el secreto del éxito de la máquina en cuestión?, ¿qué es lo que hace que se convierta en uno de los grandes baluartes ideológicos que sustentan los mimbres de este sistema?, ¿por qué se ha convertido en auténtico transformador de la vida urbana y centro de la planificación oficial? Muchos factores conjuntos consiguen que triunfe como medio de transporte individual, factores de todo tipo menos medioambientales y de sentido común,   —482→   que como se sabe, destaca en numerosas ocasiones por ser el menos común de los sentidos. La «obligación» para el ciudadano de a pie de usar como medio de transporte el auto personal se impone cuando las mayores facilidades en infraestructuras y en propaganda oficial se ponen a su servicio, relegando tantas otras posibilidades, como el transporte público colectivo a un discreto segundo plano. Por otro lado la desventaja con la que parten los demás medios de transporte en referencia al auto personal es notable al ser éste un claro signo de prestigio social, no pudiendo nunca ser justa la comparación entre los gastos fijos y variables que el vehículo en propiedad ocasiona a su dueño, con los gastos directos e indirectos que le causa la existencia y utilización del transporte público. En otras palabras, no se medirán nunca por el mismo rasero al ser el automóvil usado para el «disfrute personal» -como juguete-, y para la ostentación social, que por cierto, ha ido disminuyendo conforme se extendía la plaga de autos. Desde hace muchos años cualquiera puede tener un auto.

Pero la clave misma del éxito del citado vehículo viene inscrita ya desde su propio nacimiento, que como Agustín García Calvo (1992) sostiene, se enfrenta al nacimiento de otros artilugios fruto de la inspiración de abajo, contra la imposición de arriba:

«[...] nos es dado percibir esa diferencia en lo que distingue las vías y máquinas del Progreso burgués de las del Progreso Progresado de la demotecnocracia. El cual se llama Progreso Progresado porque sus artilugios, en vez de estar promovidos por demanda previa, se elucubran por mera deducción a partir de los del Progreso (P. ej. "si 100, ¿por qué no 500?", "si tierra, ¿por qué no universo?", "si oído, ¿por qué no ojo?", "si hombres, ¿por qué no mujeres?", y así) y necesitan la creación de una demanda que los venda.» Y esa clave es la que encierra dentro del automóvil el Ideal Democrático en el que se sustentan Estado y Capital como forma más perfecta y sofisticada de dominio. La supuesta libertad que proporciona el auto personal (cacareada una y mil veces en sus publicidades varias) entronca directamente con la suposición democrática de que cada uno va a donde quiere en el medio que quiere y cuando quiere, resultando que al final vamos todos al mismo sitio y a la misma hora, pero cada uno por su cuenta. Es el igualador máximo de las mayorías ciudadanas en este supuesto sistema de libertades totales; en este sentido la sociedad norteamericana es el ejemplo más claro de quien se ha tragado un anzuelo y ni se ha enterado.

Es evidente que este entramado demotecnocrático de dominio sobre el espíritu de la gente encuentra en los conglomerados urbanos su territorio favorito de dominio; el automóvil será el actor principal de la comedia: la calle es suya. Los humos (malos humos), los ruidos, los accidentes, la incomunicación, las prisas, el estrés, el papanatismo... son los regalos que cada día dejan a los caminantes ciudadanos.

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La relación creciente que hoy se da entre conformación de un nuevo tejido urbano y expansión de uso del automóvil es evidente. La proliferación de nuevas formas de poblamiento urbano confundiéndose con espacios rurales en las periferias de los conglomerados la tenemos ya aquí al orden del día; se trata de un modelo de expansión absolutamente congraciado con una apuesta de transporte que es la individual, que como vimos también es la democrática; es en esta tipología de nuevas urbanizaciones, (donde por otra parte, se vive mejor que en los conglomerados), como en tantas otras cosas, los Estados Unidos llevan una ventaja de décadas sobre nuestros espacios más conocidos. La relación de la proximidad o lejanía con el centro urbano de las nuevas urbanizaciones de chalets adosados y de viviendas unifamiliares, que suelen repetir los aburridos esquemas de planificación de las demás construcciones resultantes del Sistema que conocemos, se establece claramente vinculado a la capacidad de absorción que tengan las vías de comunicación y movimiento que las unen con la ciudad.

La presencia en los entornos de las ciudades de las nuevas áreas comerciales, los grandes hipermercados, que tan de moda están en ciudades medias y pequeñas últimamente en nuestro país, (en las grandes ya las había), responden también a la nueva estrategia de articular la vida del ciudadano en torno del automóvil personal. Algunos expertos han llegado a dar la voz de alarma sobre el peligro que estas áreas suponen como imitación sofisticada del centro urbano comercial tradicional; incluso se llegan a construir réplicas de plazas y de calles con todas las comodidades de compra alrededor y con las distracciones «necesarias» para cada miembro de la familia. El centro urbano tradicional, el de pasear perdiendo agradablemente el tiempo, (cosa que no mueve excesivo dinero), ha encontrado aquí un tremendo competidor.

Regresando a un tema anteriormente esbozado no nos resistimos a hablar aquí un poco sobre el asunto de los transportes públicos y la ciudad que conocemos. La certeza de que el crecimiento del parque automovilístico juega en contra de la utilización del transporte público se presenta con claridad para los estudiosos del tema. Curiosamente es en las grandes ciudades en las que más se usa el transporte público y en la que más ofertas de transporte colectivo existen, las mismas en las que el número de automóviles por habitante crece hasta extremos insospechados. El caso de Madrid en este sentido es paradigmático: con casi un automóvil por cada dos personas (una media superior a la de Nueva York) el caos circulatorio es ya bastante descalabrado aún cuando buena parte de la población que se desplaza, aproximadamente la mitad, emplea diariamente los transportes públicos. Como señalan José Manuel Naredo y Luis J. Sánchez Ortiz (1994) «experiencias extremas como la de Los Ángeles ponen de manifiesto que si se quiere dar prioridad al transporte privado como medio de   —484→   transporte sin colapsar la ciudad, habría que destinar a este fin más del 60% del espacio».

No conviene olvidar que el único transporte colectivo con el que cuentan la mayor parte de las ciudades en España es el autobús urbano, una presa fácil para la sopa de vehículos en que se convierten a determinadas horas las vías de circulación -o de atasco, da lo mismo- que surcan los conglomerados urbanos. La constante dificultad que encuentran las empresas de autobuses urbanos para mantener ciertos beneficios en un servicio de transporte de superficie que no necesita de la construcción de infraestructuras propias para su actividad, -ya que ésta se desarrolla en el mismo plano horizontal que el de los automóviles, el mismo en el que también se desenvuelven como buenamente pueden los caminantes urbanos y esos cuerpos extraños, que lo suelen ser en el asfalto entre los autos, que son los ciclistas: (-«Madrid no está hecha para la bicicleta» -anunció delante de miles de ciclistas recientemente el Alcalde de Madrid: -No, claro, y cada vez menos), nos recuerda al típico caso de la pescadilla que se muerde la cola; E. J. Mishan ejemplificó en su obra «Los costes del desarrollo» (1971) este círculo vicioso en el que se ahoga el autobús urbano en tres distintas fases: Fase 1. «El individuo A, ejemplo de otros muchos, utiliza diariamente el autobús que le lleva al centro de la ciudad en 10 minutos». En la Fase 2 «el individuo A, se compra un coche que, en las circunstancias que rigen, (las cuales él, con su corta visión, proyecta en el futuro) espera que lo lleve al centro en la mitad de tiempo (5 minutos)». En la Fase 3 encontramos que «al cabo de 2 ó 3 años, un gran número de individuos siguen el ejemplo de A y el incremento de número de automóviles es tal que A necesita 20 minutos para llegar al trabajo. Entonces se da cuenta de que estaba en mejor situación en la fase 1, pero ya no tiene abierta esta oportunidad, puesto que la congestión de tráfico es tal que necesitaría 40 minutos para llegar a su oficina si tomara el autobús. Además, puesto que ha habido que compensar a los conductores y pagar los costes adicionales que para el autobús supone la congestión, se ha producido una subida de tarifas».

Por supuesto, el individuo A, achacará a los políticos o a la meteorología la culpa de los atascos y de sus nuevos problemas.

Los autobuses presentes en todas nuestras ciudades podrían ser en líneas generales más eficientes, pero se ahogan en la espesez de las calles con cierta asiduidad; podrían ser más limpios, pero nos sueltan todos los días en la cara sus malos humos; podrían ser menos ruidosos, pero el motor de explosión, con ese nombre, no parece el más adecuado para rebajar los niveles de decibelios; sobre todo, unas líneas de autobuses baratas, con buen trato al viajero, con abundante información, y con altas frecuencias serían un primer paso para hacer frente a los incontables autos personales con chófer que les estorban en   —485→   su mismo camino. Pero esto, claro, iría atacando directamente a las ya de por sí maltrechas arcas recaudatorias municipales e iría atacando indirectamente y bajo el razonamiento habitual con el que unas lógicas circulatorias y económicas particulares se hacen pasar por universales y únicas, al bolsillo del contribuyente (= votante, = individuo A que sabe a dónde va), ése que no considera, porque así se lo han enseñado, de igual forma el gasto de su automóvil, que el gasto en impuestos destinados a la mejora del transporte público, a la mejora de la vida de nuestras ciudades.

El servicio de Metro, por los costes fijos de construcción y mantenimiento que requiere, sólo aparece viable en principio para grandes áreas urbanas, que son las que le proporcionan el elevado umbral de demanda que requieren. En España sólo cuentan con este medio de transporte urbano cuatro grandes ciudades: Madrid, Barcelona, Valencia y la más reciente que es Bilbao.

Hubo un tiempo en el que por las ciudades, ya en vías de conglomerados o áreas urbanas más o menos informes, discurrían unos graciosos y bellos artilugios eléctricos al alcance de toda la gente, en la misma superficie horizontal de la calle pero al margen y con derecho de paso sobre el resto de vehículos. Su camino estaba marcado, era el de las vías; pero el peor enemigo del tranvía, el automóvil, acabó consiguiendo levantar esas vías y sustituir a los tranvías por los ya comentados autobuses. Era un modelo nuevo que publicitó una mayor libertad de movimiento. El movimiento fue tan libre, que de tanto moverse acabó colapsado.

El tranvía con su trazado físicamente rígido apareció como un claro enemigo de la movilidad individual que exigían los nuevos tiempos. Así, desaparecieron de las ciudades de más de medio mundo contando entre estas desapariciones incluso con conspiraciones económicas a gran escala de especulación sobre el transporte y el terreno como la que llevó a la General Motors a comprar y abandonar más de 100 sistemas de tranvías en EE.UU. para vender a cambio autobuses, que ellos fabricaban de forma casi monopolizadora en el país, como nos narra Colin Ward.

Sin embargo, recientemente el tranvía (llamado por Colin Ward «la góndola del pueblo») se ve redescubierto en numerosas ciudades (no muchas en España: Valencia, La Coruña, ésta con carácter turístico). Los italianos Carlo Andriolo y Carlo Giacomini (1994) nos hablan de ello de una manera clarificadora, borrando de nuestra mente antes que nada los recuerdos de los «[...] tambaleantes medios que antaño se desplazaban sobre ruidosos rieles con sus engorrosos cables eléctricos» y presentando el tranvía moderno como un sistema de transporte innovador para nuestras ciudades, como un tratamiento de choque para todos los males que acarrean consigo los conglomerados urbanos.

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Pero el hablar de un sistema tranviario más que de un medio tranviario nos lleva al inevitable enfrentamiento con la ciudad construida para el automóvil. Las diferencias urbanísticas ambientales y sociales que pueden presentar dos ciudades con estas apuestas tan diferentes son notables.

El tranvía moderno, mejorando la accesibilidad, la calidad de las calles, dando una oportunidad a la lección urbanística bella y útil, y controlando la expansión urbana frente al sprawl urbano que propicia el automóvil debe plantearse de manera global si se quiere que tenga todos estos efectos, y un planteamiento parcial del tranvía en la ciudad cohabitando con el auto personal no tendrá más que una interpretación que es la del romanticismo o la belleza turística de gran inutilidad práctica. El tranvía en definitiva responde a un modelo de ciudad y de vida comunitaria bien diferenciado del que tenemos: es el que soñamos.

Aunando un poco ligeramente las reflexiones de toda esta gente que se preocupa de ir más allá de la línea trazada en cuanto al pensamiento sobre la sociedad creada por Estado y Capital y, en concreto, sobre la ciudad actual y sus relaciones de pareja con un modo determinado de transporte que es el que hay pero que no por eso es insustituible, cabe animar desde aquí a los geógrafos urbanos a que intenten abrir puertas cerradas habitualmente de antemano para manejar materiales e ideas necesarias para descubrir las mentiras y desventajas que, establecidas como verdades y razones aceptadas de antemano, dominan la vida de lo que eran las ciudades y pueblos y, en última instancia, de la gente. Nuestra posición de estudiosos con formación multidisciplinar nos debe ayudar a ello.

En definitiva, y sin ánimo de volver reiterativamente sobre la multitud de temas que hemos intentado abarcar y siendo conscientes de que poco apretamos, recalcaremos algunas vías que nos hagan mirar hacia el cambio que no sabemos por dónde nos llevará pero que esperamos nos abra los ojos con una nueva visión sobre las posibilidades y lo posible dentro de la realidad que tenemos y conocemos ahora mismo.

El fomento de los transportes públicos y la restricción del uso del auto personal dando prioridad a los movimientos no motorizados, racionalizando la distribución de los usos del suelo, creando relaciones de proximidad y potenciando la accesibilidad (entendida como variable cualitativa frente a la movilidad que es cuantitativa), reduciendo necesidades de transporte serán las vías que nos lleven a una creación de cercanía. Esta creación de cercanía no será entendida como un nuevo conjunto de técnicas de planificación territorial, sino más bien como una concepción global de la organización de las relaciones humanas y un criterio rector de la conducta general, como señala Antonio Estevan   —487→   (1994). El beneficio que puede obtener la ciudad de una política de transportes sana y bien pensada es incalculable.

En fin, contra el prestigio abstracto, puramente ideológico, del modo de ordenación urbana planificado desde lo alto por el Dinero y sus necesidades y la imposición de medios de transporte inferiores e inútiles, vaya desde aquí el recuerdo de las posibilidades de vida para la gente en lugares habitables y con unos transportes eficaces, limpios y en definitiva, útiles.






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