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«La colmena»: olor a miseria

Gonzalo Sobejano






Media España ocupaba España entera
con la vulgaridad, con el desprecio
total de que es capaz, frente al vencido,
un intratable pueblo de cabreros.
Barcelona y Madrid eran algo humillado.
Como una casa sucia, donde la gente es vieja,
la ciudad parecía más oscura
y los Metros olían a miseria.


(Jaime Gil de Biedma: «De los años cuarenta», Moralidades.)                


El lector de La colmena asiste en el capítulo I de esta novela, por la tarde -avanzada- de un día de diciembre de 1942 ó 43, a una pluralidad de escenas; todas, salvo una (la que hace el número 33), ambientadas en el interior de un céntrico café de Madrid, y cuyo significado preponderante, advertido ya por un comentarista1, es la HUMILLACIÓN. La dueña del café, doña Rosa, humilla a sus subordinados: a Pepe el camarero, a Gabriel el cocinero, a Consorcio el encargado, al intelectual todavía anónimo (Martín Marco) que no puede pagar su consumición y a quien manda expulsar del local, a Macario el pianista, al violinista Seoane, y, con alusiones denigrantes o insultos voceados, a todos cuantos viven fuera de su regla. «Doña Rosa, con sus manos gordezuelas apoyadas sobre el vientre, hinchado como un pellejo de aceite, es la imagen misma de la venganza del bien nutrido contra el hambriento. ¡Sinvergüenzas! ¡Perros! De sus dedos como morcillas se reflejan hermosos, casi lujuriosos, los destellos de las lámparas»2. Doña Rosa es la opresora por excelencia, pero no la única. Don Leonardo Meléndez tiene oprimido, a fuerza de sablazos y desprecios, al limpiabotas del café. Don José Rodríguez de Madrid, escribiente de un juzgado, indujo a doña Rosa, poco después de terminar la guerra civil, a echar a puntapiés a un violinista por considerarlo un «rojo irrespetuoso y sinvergüenza» en quien había que hacer un escarmiento. Don Pablo describe con cruel satisfacción lo que hizo para que una pobre ramera alcoholizada se rompiese la cara contra una puerta: «A todos estos mangantes hay que tratarlos así; las personas decentes no podemos dejar que se nos suban a las barbas» (página 58). Don Trinidad García Sobrino vive de explotar a los necesitados prestando dinero a interés. El impresor don Mario de la Vega fuma un descomunal cigarro para encandilar a su ingenuo vecino de mesa y se prepara a ofrecerle un empleo que luego resultará condicionado a no reclamar contrato de trabajo. El señor Suárez, el marica, pertenece a la clase de «los triunfadores, los señalados, los acostumbrados a mandar» (p. 69). Cuando era niña, Elvira, la prostituta sentimental del café, no vio en su casa más que «desprecio y calamidades» (p. 75). Don Jaime Arce pontifica acerca de la mala organización con solemnidad presuntuosa. Las pensionistas doña Asunción y doña Matilde comparan ventajosamente su simulada decencia con la indecencia descarada de las que ellas suelen llamar «pelanduscas». Y, de modo parecido, don Jaime Arce aplaca su afán de superioridad al suponer que la lista de los reyes godos, que él recuerda aún perfectamente, será ignorada por el «imbécil» poeta que acaba de sufrir un desmayo.

Cuando el lector inicia -y prosigue- la lectura del capítulo II, pronto advierte que la figura del escuálido Martín Marco, el escritor arrojado a la calle anteriormente, se destaca más que ninguna otra. Y, no ya por la acumulación de casos semejantes, sino por la selección de este caso particular para que sirva de enlace con el capítulo II, comprende mejor el significado de aquella expulsión como prueba ostensible de voluntad humillante. Sí, la humillación, culminando en ese hecho, define el capítulo I. Tema apoyado por otros dos: la indecisión y el aburrimiento. Indecisión de don Jaime Arce, que «anda buscando un destino, pero no lo encuentra» (53); de Elvirita, que «lleva una vida perra» y «está a lo que caiga» (55); del joven poeta que, en trance de componer un poema largo, prefiere titularlo «Destino», en vez de «El destino», porque así quedaría más impreciso y no se sabría si quería aludir a «el destino», a «un destino», a «destino incierto», a «destino fatal» o a «destino feliz» (p. 58). Y aburrimiento: un aburrimiento común a todos los clientes del café, expuesto con relieve casi emblemático en la pareja de niños que juegan al tren «sin fe, sin esperanza, incluso sin caridad» (p. 66) y revelado con gravedad insuperable en la actitud del violinista: «Seoane mira vagamente para los clientes del café, y no piensa en nada. Seoane es un hombre que prefiere no pensar; lo que quiere es que el día pase corriendo, lo más de prisa posible y a otra cosa» (p. 105).

Con el capítulo II, que cambia el escenario único del café de doña Rosa por un escenario diverso (casas, tabernas, bares, cafés, pero sobre todo las calles, ámbito de casi la mitad de sus segmentos), el lector sale de la sucinta ínsula de la opresión al vasto yermo urbano de la POBREZA. Pobreza omnipresente de Martín Marco, expulsado, acosado, tiritando de frío por las calles, a quien su hermana ofrece un huevo y dos pesetas; que tiene que fumar las colillas del cuñado; que está en deuda con el dueño del bar «Aurora», de donde sale violentamente cuando éste, Celestino Ortiz, le recuerda sus apremios; recogido por las noches en el ropero de un amigo; entrando en Correos y en los Bancos durante el día, en busca de calor y de papel gratuito. Pobreza del gitanito que canta por las calles para reunir calderilla con que cenar un plato de alubias y seguir cantando. Pobreza de la castañera, que guarda un rescoldo para calentar la cama. Pobreza de la señorita Elvira, que cena aquella noche una peseta de castañas asadas. Pobreza del bachiller a quien va a colocar, explotándolo, como corrector de pruebas, el taimado impresor. Pobreza, o escasez extrema, de la Filo, hermana de Martín, y de su esposo, don Roberto, que hace horas extraordinarias para sacar adelante a los hijos. Adjuntos al tema principal de la pobreza, se dan otros: la indecisión (de Martín, falto de ideas claras sobre lo que deba hacerse; del malogrado señorito Paco; del delirante Celestino; del iluso don Leoncio Maestre), la opresión (del rico Pablo Alonso hacia su querida; de doña Visitación en sus pensamientos acerca de los obreros; de doña Rosa, juzgada por un visitante casual de su café) y la violencia (asesinato de doña Margot, la madre del marica).

De seguir la línea cronológica, habría que saltar ahora al capítulo IV, en el que sigue y concluye la noche misma de los dos primeros capítulos. Pero, como es sabido, el autor quiso alterar el orden consecutivo, interponiendo, tras el capítulo de la humillación y el de la pobreza, un capítulo III que corresponde a las primeras horas de la tarde del día siguiente y cuyo tema fundamental sería el ABURRIMIENTO y el simultáneo esfuerzo por combatirlo mediante alguna forma de entretenimiento o aventura. Los contertulios del Café de San Bernardo, los de «la hora del café», juegan al ajedrez y al dominó y conversan para matar el tiempo. Las mujeres de la lechería de doña Ramona Bragado se dedican a la charla y al celestineo. Pablo Alonso se aburre ya de los empalagosos celos de su querida. Marujita Raneo, casada con un rico enfermo de cáncer, desea reanudar sus amores con el encargado del café de doña Rosa y se le ofrece para aquella noche. Ventura Aguado y Julita practican las artes venéreas en la casa de citas de doña Celia, mientras el padre de aquélla, don Roque, hace solitarios para eludir las tediosas conversaciones de su mujer con otra beata. Un inquilino del inmueble donde fue asesinada doña Margot malgasta la tarde escuchando las vaciedades de la junta de vecinos organizada por el sandio orador don Ibrahim Ostolaza y Bofarull. El pianista Macario echa unas parrafadas con su novia de treinta y nueve años. Nati Robles, antigua compañera de estudios de Martín, se siente decepcionada y recuerda como algo anterior y superior a sus decepciones el primer beso que de él recibiera una tarde en el Parque del Oeste. La aventura más excitante y más arriesgada para matar el tedio es, claro, la aventura erótica: para todos, menos para Petrita, la criada de la Filo, que, enamorada de Marco, se entrega al tabernero Celestino Ortiz a fin de pagar la deuda de aquél a éste, y para Victorita, joven obrera que piensa en cómo venderse para adquirir las medicinas que su novio tuberculoso precisa urgentemente. Por la vía de la diversión se introduce el tema del sexo; por la de la entrega venal, a fin de salvar a un indigente, el tema de la pobreza, visible también en los apuros del violinista Seoane y su mujer enferma. Pero la tónica que satura el capítulo III es la del más mediocre, cuando no más sórdido esfuerzo por escapar al aburrimiento.

El capítulo IV, que sucede cronológicamente al II y ofrece, por tanto, el desenlace de la primera jornada, contiene la culminación de lo que José M. Castellet llamó «sinfonía erótica»3; sinfonía estridente en que las relaciones del SEXO aparecen, en la mayor parte de los casos, manchadas de venalidad, clandestinidad, angustia o fatiga. Victorita, torturada por recuerdos humillantes, sabe inminente su entrega a don Mario, que pretende comprarla. Encaminándose hacia los prostíbulos, Martín tiene un desagradable encuentro con un «cabrito» y su coima. Pablo y Laurita, Javier y Pirula forman parejas de señorito rico y querida pobre: placer comprado, goce servido. La hambrienta Elvira sufre una pesadilla erótico-infernal en su cama solitaria. Petrita sale a fornicar con su novio el guardia a los solares de la Plaza de Toros. Filo y don Roberto, el señor Ramón el tahonero y su mujer, Paulina, y don Pepe y doña María, inquilinos de un entresuelo de la calle de Ibiza, hacen conyugal, habitual y rutinariamente el amor. Y Martín Marco, vacío y sin rumbo por las calles, acobardado ante el policía que le pide la documentación, acaba la noche en un burdel, en el lecho de una prostituta extenuada, con quien duerme el sueño del cansancio.

El capítulo V -noche de la jornada segunda, a continuación de la tarde de esta jornada que se evocó en el capítulo III- gira en torno a otro tema cardinal: el ENCUBRIMIENTO. Si en la línea sucesiva del tiempo era congruente que la humillación (I) diese paso a la pobreza (II) y ésta al sexo (IV) como solución económica de la pobreza o como único alivio gratuito para los que nada tienen, en esa misma línea es también congruente que los recursos esbozados en el capítulo III para escapar al aburrimiento (entre los cuales se destacaba el erotismo clandestino) conduzcan a una actitud de ocultación; actitud que, de otra parte, viene favorecida por la vergüenza de la pobreza humillada. Principales portadores del encubrimiento son aquí Julita y su padre, don Roque, quienes habiéndose tropezado por las escaleras de la misma casa de citas, intentan ocultarse a sí mismos y a la cándida doña Visitación, su madre y mujer, respectivamente, el bochornoso episodio. Pero también don Pablo tiene que disimular ante su esposa el malhumor que le causa no poder ir esa noche al café por culpa de la visita de unos sobrinos de aquélla; también doña Asunción tiene que eludir ante su visitante doña Juana y ante sí misma la verdadera condición meretricia de su hija, y doña Juana seguir engañada en la creencia de que su marido falleció en una iglesia y no en un lupanar; también el chamarilero ha de esconder su aventura con Purita en las últimas filas de una sala de cine, y el doctor Robles guarecerse en una casa de citas para saborear las primicias de una virgen de trece años adquirida por cien duros. Junto a la clandestinidad de las relaciones sexuales, la ocultación de la pobreza: Elvira miente a doña Rosa sobre lo que cenó la noche anterior; don Roberto refiere chistes a la mujer de su patrón para hacerla reír, pagando de este modo con lisonjas el adelanto que recibió la víspera; y la pobreza de Marco y de Seoane cruza las suertes alrededor de un billete de cinco duros que aquél pierde y éste encuentra en el lavabo del café de doña Rosa, adonde Marco había ido a vindicar su orgullo ofendido tomando café y haciéndose servir del limpiabotas y del cerillero con dinero prestado por su antigua novia. En esta maraña de secretos, fingimientos y azares sólo dos personajes pronuncian la verdad o, más bien, la exclaman: Victorita, a su alcahueta, antes de entregarse a quien tiene concertada su compra (segmento 3), y el anónimo enfermo que se suicidó porque olía a cebolla (segmento 11), al que después me refiero. Todo este panorama de mentiras incomunicantes se condensa en las reflexiones soliloquiales de Julia: «¡Si se pudiera leer como en un libro lo que pasa por dentro de las cabezas! No, no; es mejor que siga todo así, que no podamos leer nada, que nos entendamos los unos con los otros sólo con lo que queramos decir, ¡qué carajo!, ¡aunque sea mentira!» (p. 328).

El capítulo VI, que cronológicamente se sitúa entre el IV (noche avanzada del primer día) y el III (primeras horas de la tarde de la jornada segunda) evocan el amanecer a través del despertar de distintos sujetos: despertar de Martín y de las mujeres del burdel; del señor Ramón, que sale hacia su panadería; de Victorita, que se dirige a la imprenta; de doña Rosa, que va a misa y luego a su café; de don Roberto, que se prepara a ir a la Diputación, donde tiene su único empleo fijo; del gitanillo, que pasó la noche bajo un puente; de Elvira, que lee un folletín en la cama. Y el sentido de este múltiple cuadro, la REPETICIÓN, queda expresado en los párrafos finales: «La mañana sube, poco a poco, trepando como un gusano por los corazones de los hombres y de las mujeres de la ciudad; golpeando, casi con mimo, sobre los mirares recién despiertos, esos mirares que jamás descubren horizontes nuevos, paisajes nuevos, nuevas decoraciones. La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena...», (pp. 342-343).

Devolviendo el capítulo VI al lugar cronológico que le corresponde entre los IV y III, su tema, la repetición, puede considerarse como la obertura de la segunda jornada, así como la humillación constituía la obertura de la primera. Tendríamos, sobre la línea del tiempo consecutivo, el siguiente esquema de significados:

1.ª jornada: HUMILLACIÓN I
POBREZA II
SEXO IV
2.ª jornada: REPETICIÓN VI
ABURRIMIENTO III
ENCUBRIMIENTO V

La humillación se ceba en la pobreza, y desde ésta se recurre al sexo como solución económica o como gratuito solaz. La repetición engendra el aburrimiento, y para escapar a él se vuelve, como principal recurso de diversión, al sexo, cuyas vergüenzas [y de modo semejante las de la pobreza) se recatan en un encubrimiento aislante. Las dos jornadas son en sustancia iguales, aunque en la forma y en el acento temático finjan cambiar un poco la apariencia de las cosas. Si el orden adoptado por el relator altera el cronológico, no es principalmente porque se quiera poner de relieve la vida en un presente constante, como explica Paul Ilie4, ni porque se desee contrastar la atemporalidad de la esencia humana con la temporalidad ineludible de la naturaleza, según interpreta Robert Spires5, sino porque se aspira a plasmar un modo de existencia, social e históricamente condicionado, que se caracteriza por su motilidad confusa, obstruida e intrascendente. En la baraja dispuesta por el narrador el nuevo esquema de significaciones sería:

HUMILLACIÓN I
POBREZA II
ABURRIMIENTO III
SEXO IV
ENCUBRIMIENTO V
REPETICIÓN VI

El orden de los factores no altera el producto. La humillación se ceba en la pobreza y desde ésta y desde el aburrimiento se recurre al sexo como solución económica o como alivio gratuito y principal medio de diversión; y las vergüenzas del placer furtivo, como las de la pobreza, se embozan en un encubrimiento aislante un día y otro día en indefinida repetición de la misma muerte (sepulcro), del mismo afán (cucaña), de la misma ciega e inconducente motilidad (colmena). Al quedar al extremo de la novela el capítulo de la repetición, ésta cobra una densidad más llamativa.

Y, sin embargo, el capítulo «Final», ambientado al amanecer como el que inmediatamente le precede, parece introducir con su significado capital, la AMENAZA, algo nuevo. Todos los personajes que hemos visto relacionados positivamente con Martín Marco en los capítulos anteriores (excepto Nati Robles) saben a éste, una mañana tres o cuatro días después, objeto de una amenaza que sólo él, Martín, ignora. Aun si la amenaza fuese de poca importancia, en este capítulo final el narrador, al volver a destacar a Marco entre la masa de sus numerosísimas figuras, lo ha presentado -sin sublimarlo- atento a una misión de cariño (la visita a la tumba de su madre) y rodeado desde lejos por la compasión de aquellos que le profesan afecto. Cierto que en este mismo capítulo se subraya la indiferencia de «la gente»: los que van en el tranvía, los que miran sin inmutarse la agonía del perro callejero. Pero mucho más acentuado queda el interés de los amigos de Martín en salvar a éste del peligro que sobre él gravita. El final de La colmena no es, pues, un final pesimista: si no puede calificársele de esperanzador, sí al menos de caritativo. Como Spires observó muy bien6, hay en esta novela una paradoja tonal entre la objetividad propuesta por el relator y su participación sentimental -más frecuente de lo que parece- en el hacer y padecer de sus personajes. Esta implicación afectiva nunca resulta tan evidente, creo yo, como en el final -abierto- de La colmena. Difiero, en cambio, del crítico mencionado en cuanto a la otra paradoja: la temporal. La alteración del orden cronológico natural mediante un montaje que desajusta la consecuencia medible por el reloj, no obedece, en mi opinión, al propósito de resaltar la fatalidad del tiempo sucesivo frente a aquella presunta atemporalidad esencial del hombre, sino al intento de expresar en una forma indiferencial, quebrada, laberíntica y artísticamente renovadora, la incertidumbre de unos años de historia española ejemplificadores del punto más bajo a que pudo llegar nunca en nuestra patria la degradación humana. El desajuste no es sólo de días, sino de años. Cela sitúa expresamente La colmena en 1942 («nota a la primera edición»), pero pronto descubrieron algunos críticos (tácitamente Robert Kirsner, explícitamente David Henn) que no podía ser ese año, sino 1943, fecha de la Conferencia de Teherán aludida en el capítulo último. Ahora bien: el error inicial en la fecha de una lápida (1943) y la declaración de Cela al frente de la versión rumana de su obra respecto a que ésta se refería «a la ciudad de Madrid en torno a los años 1940 ó 42», desbaratan la consecuencia de los años lo mismo que el orden desordenado de los capítulos desarregla la consecuencia de los días, y ello revela que el autor estaba interesado en indefinir, en dejar en nieblas de memoria imprecisa, un período histórico que lo mismo puede centrarse en 1940 que en 1942 ó 1943. ¿No está fechada en 1949 Tiempo de silencio, novela cuyo mundo referencial es tan semejante al de La colmena en oscuridad y miseria?7.

La oscuridad y la miseria del mundo de La colmena, en ningún punto de la obra aparecen con tan brutal intensidad como en el segmento 11 del capítulo V, al cual, conforme al «Censo de personajes» de J. M. Caballero Bonald, titularé «El hombre que se suicidó porque olía a cebolla».

Lo ordinario en La colmena (tan ordinario que llega a funcionar como un cliché) es que los segmentos empiecen con el nombre del protagonista de cada uno, sea en la primera línea (lo más frecuente) o en las líneas inmediatas, y que el narrador refuerce la identificación con algún atributo peculiar al sujeto («El jovencito de los versos...», «La del hijo muerto...», «Don Mario de la Vega, el impresor del puro...»). Cuando esto no ocurre, y el protagonista aparece moviéndose y hablando sin ningún nombre, más tarde (en el segmento mismo o en otro) se aclara su identidad y se dice su nombre. Hay, sí, unos pocos segmentos de protagonista colectivo o puramente ambiental: los clientes del café de doña Rosa (I: 3), el café mismo a punto de quedar vacío (I: 48), el público de la hora del café y el público de la hora de la merienda (III: 4), los noctámbulos (IV: 5), los solares de la Plaza de Toros (IV: 24), los hombres y mujeres abrazados en la noche (IV: 41), la mañana subiendo sobre la ciudad (VI: 9), las gentes que se cruzan (Final: 1), los viajeros de los tranvías (Final: 5). Los demás segmentos -la inmensa mayoría- ostentan uno o varios protagonistas individuales designados por su nombre y, frecuentemente, por su nombre y apellidos, salvo el segmento del hombre que se suicidó porque olía a cebolla, cuyo texto dice así:

Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.

-Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.

-Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana?

-No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla.

La mujer era la imagen de la paciencia.

-¿Quieres lavarte las manos?

-No, no quiero; el corazón también me huele a cebolla.

-Tranquilízate.

-No puedo, huele a cebolla.

-Anda, procura dormir un poco.

-No podría, todo me huele a cebolla.

-¿Quieres un vaso de leche?

-No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme, morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.

-No digas tonterías.

-¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla!

El hombre se echó a llorar.

-¡Huele a cebolla!

-Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.

-¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!

La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.

-¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!

-Como quieras.

La mujer cerró la ventana.

-Quiero agua en una taza; en un vaso, no.

La mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido.

La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente.

El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.

-¡Ay!

El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacía.

Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio.

-¿Qué pasa?

La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:

-Nada, que olía un poco a cebolla.


(pp. 303-305)                


Dos figuras protagonizan el segmento; el hombre y la mujer, sujetos genéricos cuya mención se repite con insistencia. Otra repetición, más insistente aún, comporta un signo de enloquecimiento: es la de la presunta causa de la angustia que conduce al suicidio. Primero adopta la forma de un resumen inicial: «Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla». Resumen aparentemente sofístico, pues causa suficiente para quitarse la vida sería estar enfermo y sin un real; «pero» (dice la voz narrativa) no fue por esto por lo que se suicidó: fue «porque olía a cebolla». La adversativa parece oponer a la causa suficiente un motivo baladí. Como el segmento no es sino el desarrollo escénico del resumen inicial, el lector asiste a la escena atento a averiguar cómo fue posible que un hombre enfermo y sin medios se suicidase por el detalle de que oliese a cebolla. El final del segmento (la imaginaria respuesta de la mujer a la pregunta de algunos vecinos: «¿Qué pasa?»: «Nada, que olía un poco a cebolla») confirmaría como motivo del suicidio aquella fútil circunstancia del olor. Sin embargo, para el sujeto que se suicida, el olor a cebolla no es un pormenor insignificante: es la condensación sensórea de la miseria en forma de un olor (olor a cocina pobre) del que la repetición traduce el carácter irracional, obsesionante, insoportable, con que lo vive el enfermo. Nada menos que doce veces (una, en boca de la mujer condescendiente; el resto, en la del hombre exasperado) se repite «huele a cebolla». Las repeticiones observan una gradación ascendente, desde el extremo de la repulsión («que apesta», «un horror») al extremo de la compenetración del sujeto con aquello que le repugna («¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!»), pasando por el proceso de invasión del olor desde fuera hasta lo más íntimo: «las paredes», «las manos», «el corazón», «todo me huele a cebolla», «cada vez huele más a cebolla».

Al principio no hay signos admirativos. Se trata de comprobaciones reiteradas de una sensación que va metiéndose en la persona y a las que la otra persona responde con solícita paciencia: «¿quieres que abra la ventana?», «¿Quieres lavarte las manos?», «Tranquilízate», «procura dormir un poco», «¿Quieres un vaso de leche?». Cuando la mujer parece como si empezase a impacientarse («No digas tonterías»), el hombre llega al ápice de la exasperación y se pone a llorar y a gritar. Ahora surgen los signos admirativos y se produce el giro paradójico de que el olor obsesivo se haga sustancia de la persona, la cual formula, como capricho de enfermo, síntoma de delirio o última voluntad de condenado, la extraña demanda: «Quiero agua en una taza; en un vaso, no».

La voz narrativa sólo interrumpe el coloquio -enjuto, cortado, brusco- para resumir la actitud de la mujer en una frase hecha, exenta por tanto de valor subjetivo («La mujer era la imagen de la paciencia») y para consignar lacónicamente los gestos del hombre («El hombre se echó a llorar», «El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar») y los movimientos de la mujer («La mujer abrió la ventana», «La mujer fue a la cocina», «La mujer estaba lavando la taza...», «El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó», «El grito de la mujer salió por la ventana abierta», «La mujer no podía hablar»). Intensifica la aparente impasibilidad del relator no sólo esta sintaxis de oraciones desoladoramente simples, sino, además, la escueta descripción, de carácter exclusivamente físico, que alude al reventón del cuerpo, al golpe contra el patio, al pinchazo que la mujer siente en las sienes: alusiones sin ampliación moral ni resonancia afectiva.

Si la escena es sobremanera impresionante por lo que presenta (el único suicidio en una novela donde tantos personajes se hallan abocados a él) y por el modo como se presenta (expectación neutral de la máxima prueba de la desesperación humana), el valor impresionante se acrece al considerar el segmento dentro de su contexto inmediato, el capítulo V de la novela, cuyo tema fundamental es el encubrimiento: encubrimiento del placer furtivo y de las humillaciones de la pobreza. En medio de este contexto temático, el suicidio del hombre sin nombre surge desligado de toda referencia al entramado de los personajes o a la significación principal del capítulo en que se inscribe. El lector deduce que ese hombre y esa mujer viven en un piso de una casa de vecindad, a cuyo patio se asoman «algunos vecinos» al oír el retumbo del cuerpo despeñado; pero no puede conectar a ese hombre y a esa mujer con ningún otro personaje, ni identificar la casa en que ocurre la escena, ni siquiera situar lo ocurrido en determinado momento de un día determinado (el capítulo V transcurre entre la tarde avanzada de la jornada segunda de la novela y la hora de retirarse a dormir, pero en el segmento mismo falta todo indicio de día, hora, luz o costumbre doméstica, y el hecho de que la forma verbal en que se expone sea el pretérito perfecto simple, frente al presente de indicativo usual en la mayoría de las escenas del libro, contribuye al aislamiento de esta unidad).

En el segmento que precede inmediatamente al nuestro, don Roberto contaba un chiste a la panadera. Agradecido al patrón y alegre porque (como el lector deduce) hoy es el cumpleaños de su mujer con quien pasó una noche de amor y a quien, gracias al dinero adelantado, ha podido obsequiar, don Roberto hace reír a doña Paulina con un chiste acerca de «lo mal que olía» un señor gordo. Esto se lee en la última línea del segmento 10, y en la primera del 11 se lee que el enfermo se suicidó «porque olía a cebolla». La desigualdad de olores es notoria y, por otra parte, la anadiplosis no es frecuente recurso de enlace en La colmena. No hay relación temática, mecánica, temporal, polarizadora, irónica ni irracional, tipos de enlace señalados por José Ortega8. Si acaso, habría un enlace por oposición (otro tipo indicado por el mismo crítico), o mejor, el propósito de sugerir una disonancia abrupta: mal olor momentáneo del señor gordo / olor persistente de una casa pobre; chiste / angustia; risa / llanto; compañía / soledad. Soledad, digo, porque ese hombre y esa mujer están absoluta y terroríficamente solos.

El segmento 12 presentará a Seoane, el violinista, antes de ir al café de doña Rosa como todas las tardes, tratando de comprar para su mujer unas gafas ahumadas por tres duros, lo único de que dispone. Y aunque el intento fracasa, y es una humillación de pobre, la pobreza de Seoane y la enfermedad de su mujer («tiene los ojos cada vez peor») sólo muy de lejos pueden compararse con la miseria y la dolencia, no especificada, del hombre que se arroja por la ventana9.

Con esta escena, abruptamente inserta en el capítulo V, desprovista de directa relación a otras, casi abstracta en su significación a pesar de los detalles rabiosamente concretos con que está elaborada, el autor parece haber querido plantar en su panorama la figura extrema de la desesperación, un sentimiento que llena la novela, pero que nunca estalla definitivamente, como aquí. Ese hombre anónimo que, enfermo, pobre y solo, quiere morirse, nada más que morirse, morirse muy de prisa, representa en La colmena la última amenaza, el supremo peligro a que se hallan expuestos los átomos de la masa que puebla la novela y que poblaba el mundo del que ésta quiere dejar testimonio. Alguna vez he pensado si para esta escena no pudo obrar como reminiscencia cierto personaje galdosiano que coincide con el hombre anónimo en lo más singular de su conducta. En Torquemada en la cruz (Parte II, capítulo VIII), el ciego y digno Rafael del Águila, hermano de la mujer (Cruz) que, para sacar de apuros a su noble y empobrecida familia, casa a otra hermana (Fidela) con el usurero Torquemada, es invitado por ambas hermanas a tomar un almuerzo, que él, sabiendo de dónde procede el dinero con que se ha comprado, rechaza secamente:

-No puedo comerlo. Me huele a cebolla.

-¿A cebolla? Tú estás loco... ¡Tanto como te gusta!

-Me gusta, sí...; pero apesta.... No lo quiero.

Las dos hermanas se miraron consternadas. Por la noche repitiose la escena. Había traído también Cruz de casa de Lhardy unas salchichas muy sabrosas, que a Rafael le gustaban extraordinariamente. Resistiose a probarlas.

-Pero, hijo...

-Apestan a cebolla.

-Vamos, no desvaríes.

-Es que me persigue el maldito olor de la cebolla... Vosotras mismas lo tenéis en las manos. Se os ha pegado de algo que lleváis en el portamonedas y que ha venido a casa no sé cómo.


Lo notable no es sólo esta aversión insistente al olor de cebolla (aquí alusivo, claro está, al origen plebeyo del usurero con quien el ciego se resiste a emparentar), sino sobre todo el hecho de que este despreciador del picante y cristalino bulbo termine (en Torquemada en el purgatorio, parte III, capítulo XII) suicidándose por el mismo procedimiento del hombre anónimo. Acabada una conversación del ciego con su cuñado, éste, Torquemada, ahora marqués de nueva estampa, se despide de aquél, que finge querer dormir:

Transcurrió un lapso de tiempo que el tacaño no pudo apreciar. Hallábanse él y Argüelles Mora revisando una larga cuenta, cuando sintieron un ruido seco y grave, que lo mismo podía ser lejano que próximo. Segundos después, alaridos de la portera en el patio, gritos y carreras de los criados en toda la casa... Medio minuto más y ven entrar a Pinto desencajado, sin aliento:

-Señor, señor...

-¿Qué, con mil Biblias?

-¡Por la ventana..., patio..., señorito..., pum!

Bajaron todos... Estrellado, muerto...


Aunque no deje de ser curiosa la semejanza de rasgos anecdóticos, la divergencia intencional y estilística entre el texto de Galdós y el de Camilo José Cela salta a la vista, y no precisa comentario. Rafael del Águila es el símbolo de la aristocracia materialmente decaída que se niega a pactar con la plebe (olor a cebolla), y el suicidio el último refrendo de aquella resistencia al pacto. En la escena del suicida anónimo de La colmena, el olor a cebolla es el olor inarrancable de una miseria largamente padecida, y el suicidio la única salida para quien nada tiene: ni salud, ni medios de subsistencia, ni la atención caritativa de nadie.

Si la escena del suicida sin nombre es quintaesencia y cima del pesimismo que anega el mundo de La colmena, el «Final» de la novela representa, como queda dicho, un epílogo alumbrado por el resplandor de la caridad. Martín Marco podrá fracasar en sus planes de hallar trabajo y empezar nueva vida, y de hecho una amenaza ya divulgada (¿otra humillación?) anda cercándole sin que él lo sepa. Pero su hermana y sus amigos le estiman, le quieren, se preocupan por él: don Roberto, su cuñado, va a iniciar las primeras diligencias; Pablo Alonso, que le da albergue de noche, se sobresalta y le compadece; Paco proyecta ayudarle a salir de la ciudad mañana mismo; doña Jesusa y Purita comentan apiadadas la nota que sobre él trae el periódico; Ventura va a ponerse al habla con un amigo influyente; el señor Ramón está dispuesto a esconderle en su tahona los días necesarios; Rómulo el librero lamenta su desgracia; Celestino Ortiz lleva escritas tres cartas y va a escribir otras tres («Si no me paga, que no me pague, pero yo no lo puedo dejar así»). Y la hermana de Martín llora por él y habla de él con Petrita, la muchacha que vendió su cuerpo para librarlo de deudas. Martín Marco será un pobre diablo, un piernas, un perro callejero; pero otros, a distancia, piensan en él, le quieren, están decididos a socorrerle. Ese hombre no tendrá que quitarse la vida. No está solo ante el peligro.





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