Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La comedia amorosa de Lope como «puzzle»

Fernando Lázaro Carreter





La estructura de la comedia amorosa que Lope de Vega instaura en el gusto de los españoles, puede compararse a un rompecabezas. El autor va reconstruyendo a los ojos del público el cuadro que previamente ha troceado en piezas; las tiene a su disposición entre cajas, con el fin de juntarlas en el recinto de la escena. Georges Peret, en el preámbulo de su novela La vida; instrucciones de uso1, explica a la perfección el dogma estructural de que «no son los elementos del "puzzle" los que determinan el conjunto, sino el conjunto el que determina los elementos; el conocimiento del todo y de sus leyes, del conjunto y su estructura, no se puede deducir del conocimiento separado de las partes que lo componen; esto significa que podemos estar mirando una pieza de un "puzzle" tres días seguidos, y que lo sabemos todo sobre su configuración y su color, sin haber progresado lo más mínimo: sólo cuenta la posibilidad de relacionar esta pieza con otras [...]; sólo las piezas que se hayan juntado cobrarán un carácter legible, cobrarán un sentido».

Al levantarse el telón, en efecto, las piezas de la comedia empiezan a ser examinadas y tanteadas por el autor. Desde el principio, sabemos que el cuadro que va a reconstruir para nuestra distracción trata un tema de amor (o de honor, o de religión, o de mitología, o de historia antigua...: pero dejamos fuera esos temas). También sabemos que ha de haber dos piezas mayores y principales cuyo encaje es obvio, pues están allí para acoplarse: el galán y la dama. Bastaría con juntarlas, pero no habría comedia; el poeta probará a encajar otras con ellas. Es sólo un juego; el esperado acoplamiento se producirá al fin, y las otras piezas serán apareadas sin miramiento, como de trámite, para que, a ser posible, ninguna quede suelta. El cuadro de la comedia de amor estará así reconstruido.

Rasgo común a todas esas piezas, a estas figuras lopescas, es que carecen de vida propia. Por supuesto, sólo tienen presente; se ignora su pasado y nada permite entrever su futuro más allá del telón final. El progreso histórico de la literatura habrá de consistir en la creación de más vida en los personajes, aligerando su dependencia del autor, concediendo mayor autonomía a su albedrío. Esta ya había empezado a otorgárseles fuera de la comedia. Fernando de Rojas es genial porque su obra sigue un curso que sus criaturas parecen ir decidiendo por ellas mismas. Es así como se produce la «verdad» humana de la ficción, ayudada por el hecho de que esas criaturas parezcan hablar su propia lengua, esto es, una modalidad idiomática diversificada y caracterizadora. Cervantes dio un paso decisivo hacia esa autonomía, estableciendo considerable distancia entre él y sus personajes. Intenta en vano conocer el pasado de don Quijote; ni su nombre verdadero sabe. A esa distancia, que apunta a un deseo de que los personajes vivan por su cuenta, obedece la famosa ironía cervantina. La ironía precisa de lejanía entre el ironista y lo ironizado. Se produce cuando el personaje piensa y actúa de modo distinto a como piensa o podría actuar el autor, pero éste le respeta lo que dice y hace sin el menor reproche, limitándose a quitar de su alrededor lo que podría justificarlo. Don Quijote hace reír porque Cervantes, al no proporcionar al caballero un ámbito caballeresco, nos permite contemplarlo como un entrañable danzante sin música. Se trata de un reconocimiento claro de su individualidad. Y de la de Sancho y los duques y el Bachiller y los personajes todos de la inmortal novela, donde ha introducido, además, una admirable polifonía en el sentido bajtiniano, es decir, una diferencien de géneros de discurso y de voces.

La picaresca, el Lazarillo sobre todo, había dado un paso importante hacia la construcción autónoma del personaje, por cuanto su asunto es, precisamente, el hacerse una vida desde su nacimiento, el ejercicio de su albedrío en tensión con el ambiente que lo constriñe y sanciona. Es uno de los motivos por los que cabe afirmar que el Lazarillo funda la novela moderna. Y ese respeto a la criatura fictiva es máximo en el Guzmán, donde el pícaro procede con tal dominio de su vivir, que el autor se ve obligado a reprenderle en las digresiones morales.

Nada semejante hay en la comedia de Lope, nada libra a los personajes de ser piezas de un rompecabezas, recortadas para encajar unas con otras. Aunque a las que he llamado principales se les proporciona un tamaño y unos cortes que permiten reconocer desde el principio su función esencial. Para que sean reconocibles, son bastante constantes. Y en ellas y en todas el autor se proyecta. No obran por sí, sino al servicio del cuadro que deben formar; y no dicen y hacen otra cosa que lo dictado por el autor. Este habla por ellas, pone en sus labios, sin transformar apenas, no sólo lo que, a efectos literarios, piensa de lo humano y lo divino, sino también el modo mismo de expresarlo, el aparato retórico con que inscribe su personalidad en la poesía de su tiempo. Las damas enamoradas, los galanes, los criados y los viejos se manifiestan no en cuanto individuos, sino en cuanto tipos. No hay, en rigor, polifonía dentro de una obra, sino dentro del género. No hablan los personajes, sino las figuras: oído el caballero enamorado de una comedia, hemos oído prácticamente a los demás caballeros enamorados de ella, si los hay, y a los caballeros enamorados de todas las comedias. Lo mismo podemos decir de las restantes figuras. Más aún: esa polifonía de género no es definida; cualquier personaje, en especial el gracioso, puede adoptar el tipo retórico de otro. Pero, en definitiva, oyéndolos, oímos a Lope mismo, que, como dueño del retablo, les insufla su propio espíritu.

Hasta tal punto es eso cierto, que, para llenar el hueco de sus biografías, no vacila en prestarles la suya, atribuyéndoles circunstancias de su propio vivir apenas sin transformar. En cualquier momento, el pensar o el obrar del personaje pueden ser los de Lope. A veces, incluso, lo que parece una autocrítica de sí mismo. Así, cuando tres pretendientes de la viuda valenciana esperan a su puerta la salida del galán que suponen dentro, uno de ellos propone vejar a tan liviana mujer: «Una sátira le hagamos». A lo que otro objeta: «¡Vive Dios que es gran bajeza! / Sin duda, la deshonramos». Y añade: «Las sátiras invectivas / que dan en las llagas vivas / son para la gente baja. / Que bien aquesto me encaja: / nunca digas mal ni escribas» (III, 7)2. Este personaje, Otón, es simple boca de ganso de Lope, que evoca sus esperas a la puerta de Elena Osorio hasta el amanecer, para ocupar el lugar que dejaba Granvela en el lecho de Filiis, así como las «sátiras invectivas» que contra ella escribió cuando se cansó del humillante papel o se lo quitó la dama. Seguramente Lope ironiza conforme al método que hemos visto: reproduce sin crítica la opinión de quienes entonces lo murmuraron de bajeza, haciéndola risible en un contexto de acusaciones que gran parte del público conocía bien y no compartía.

Si el vivir auténtico de Lope asoma en sus comedias, no le anda a la zaga la afirmación de sus creencias estéticas y de sus juicios literarios, que, es de suponer, importaban poco a los mosqueteros. En su obra pueden seguirse las fluctuaciones de su aprecio a Góngora, y su permanente aversión a lo gongorino; también su alta estima del Quijote como inigualable obra cómica. Y aprovecha la escena para hacer oír ecos de la actualidad literaria; recién aparecidos, en 1615, Los donaires del Parnaso, de Castillo Solórzano, o el Orfeo, un año anterior, de Juan de Jáuregui, ya los menciona un personaje del El premio de bien hablar. Todo lo que ha pasado y pasa a Lope, vale para sus figuras. En ocasiones, hasta se permite autocriticar su cumplimiento del arte nuevo; cuando una dama hace una relación de sus cuitas en silvas, un criado advierte:


«Gusto de señora tienes,
que yo esperaba un romance,
y en verso grave procedes».3



Los rasgos genéricos del héroe amatorio lopesco, fueron admirablemente analizados por J. F. Montesinos. El héroe, dice, obedece a las exigencias de una estirpe aristocrática; la trayectoria de su voluntad está determinada por la sangre heredada. Y a ésta corresponde una especial sensibilidad para el amor, el culto a la amistad, la liberalidad, la abnegación, la bravura, el desinterés, la sobriedad, el gusto por la aventura, la fidelidad, la capacidad de ensoñación y de entusiasmo lírico... Todas las cualidades positivas esperables en el caballero joven se concentran en él. Debemos añadir una evidente: su insuperable perfección física, fundamental en un amor en el que tanta parte ocupa la sensualidad. En La dama boba, pregunta Finea a Laurencio: «¿Qué es amor?».Y él contesta: «¿Amor? Deseo.»; «¿De qué», insiste ella; «De una cosa hermosa», responde él. «¿Es oro, es diamante? ¿Es cosa/ destas que muy lindas veo?». Pero Laurencio le aclara: «No, sino de la hermosura / de una mujer como vos», (I, 13). Son los alicientes del cuerpo los que inspiran, en primer término, el amor. También las mujeres lo reconocen. En La viuda valenciana, de Camilo se dice que es bello de rostro, proporcionado de pierna y pie, y viril. Tanta es su belleza, que Leonarda temerosa de que el miedo le impida acudir a la misteriosa cita que le ha dado, llega a sospechar si, «en ser tan hermoso, / no tendrá algo de mujer»; pero desecha aquel mal pensamiento, persuadido de que es «un mancebo varonil, / no como otros mujeriles, / con quien fuera el mismo Aquiles /ahora cobarde y vil» (II,5). Es curioso el atractivo que ejercen sobre las damas lopescas las extremidades inferiores del varón. En El anzuelo de Fenisa, esta dice, elogiando al galán: «Fuera de la cara hermosa, / me matan piernas y pies» (I, 12). (El mismo fervor, por cierto, le inspiraban a Julieta las piernas de Romeo).

Dama y galán están en la edad propicia al amor, la de la juventud, que justifica todas las locuras. «Es don Juan / mozo; no me maravillo» comenta un personaje al conocer una botaratada de un enamorado. Disculpas así se prodigan en las obras. Y cuando un varón maduro reprocha a su sobrino lo que hace, este le arguye: «Yo no he sido viejo; / tú has sido mozo, y sabes que amor puede / en tierna edad hacer estos dislates»4.

Además de tales cualidades, el amador posee dotes intelectuales condignas. En él se realiza la alianza entre el hombre de acción y el de letras. Un gracioso no entiende cómo su amo, don Juan, se precia de latinista, vistiendo como viste a lo galán, con capa y espada. ¿Es que sólo se puede adorar a Horacio con el aspecto gris de un graduado por Sigüenza o Valencia?, le pregunta este. Y Carrillo le responde que eso piensa el vulgo. Don Juan exclama: «¡Ah qué cansado hispanismo! / Lipsio con capa y espada, / fama inmortal tiene y goza; / persona fue celebrada / don Íñigo de Mendoza, / que ha dejado a España honrada. / Mil ejemplos te trujera / con que el vulgo me entendiera / si aquí con el vulgo hablara» (Ibid., I, 17). Pues claro que hablaba don Juan con el vulgo; una vez más, Lope se expresa por medio del personaje, para encarecer la clase de persona que él quería ser, tan docto como el que más, pero tan bizarro como nadie. Es él quien, encarnando en don Juan, hace decir a este: «¡Letras santas, / bien os puede tener un caballero!» (I, 18). Y, entre las letras, claro es, y de modo eminente, la aptitud poética. «Es todo amante poeta», dice el galán de El acero de Madrid (I, 1), en nombre de otros mil galanes de comedia... y del autor.

Una gran parte de esta, llamémosle teoría poética amorosa, proviene, es bien sabido, del petrarquismo, y aun de antes, del amor cortés. Pero tiene una fuente más próxima: el sentido que Lope de Vega mismo tiene de la gentileza. El tipo de amador forjado por la tradición literaria es asumido por el Fénix, que se enajena en él y que lo exhibe como un super-yo. Pero a los materiales recibidos, les insufla un hálito personal de gracia y gallardía, que resulta, a su vez, de su profunda experiencia erótica. El galán de la comedia atrae al público por lo mismo que el autor seducía a la gente como admirable poeta y disparatado amante. En Los locos de Valencia, no duda en aparecer entre los dementes del manicomio con el inconfudible nombre de Belardo. Y, al preguntar un visitante quién es, el loquero le informa: «Belardo fue su nombre; / escribe versos, y es del mundo fábula / con los varios sucesos de su vida» (III, 8)5. Se envanecía, sin duda, al menos, por los años de su juventud, de ser «fábula del mundo», y prestaba lo mejor que tenía a los galanes de sus comedias.

A tal caballero, tal dama, la otra gran pieza destinada a coincidir con él en el centro del «puzzle». Prácticamente, todos los rasgos del caballero tienen su debida correspondencia en los de ella. Por supuesto, es hermosa sobre toda ponderación; atrae como imán los deseos del caballero con su belleza, y sabe que esta es irresistible. En El premio de bien hablar, se explica el presunto desvío de su amado porque ha visto desnuda a la que imagina ser su rival: «Desvelos me dio vestida, / celos me ha dado desnuda» (II,2). La protagonista suele ser rica y es siempre de alcurnia y exigente. Posee también discreción, esto es, prudencia en el trato y, a la vez, ingenio para tramar ardides en el juego de amor. Ya hemos dicho que es muchas veces honesta por exigencia de su propio decoro: «Por sí misma la mujer / está a ser buena obligada, / porque ser casta obligada / no se debe agradecer», dice la protagonista de El acero de Madrid, (I, 12). Esto significa que de nada sirven las guardas que le pongan. El lugar del pecado, insistimos, lo ocupa en ella el honor, el respeto que se debe y le deben, el cual le impone dos cosas inquebrantables: al igual que el hombre, no puede amar a persona de inferior condición; y si se entrega, ha de ser en secreto y con certeza de boda. Por ello, la honra no deja de ser un yugo, contra el cual clama Diana de Belflor en El perro del hortelano; «¡Maldígate Dios, honor. / Temeraria invención fuiste / tan opuesta al propio gusto!». Aunque -Lope suele ser prudente- lo justifica: «¿Quién te inventó? Mas fue justo, / pues que tu freno resiste / tantas cosas tan mal hechas» (III,7). La dama es también depositaría del honor familiar; en los dramas de comendadores o de reyes y príncipes lascivos, por supuesto; pero también en las comedias de amor, aunque no como centro de la intriga, sino como elemento de ella. Así, en La moza de cántaro, donde la heroína da muerte por su mano a un caballero que ha agraviado a su anciano padre. Eso le obligará a escapar de Ronda a Madrid, donde empieza propiamente la acción.

El ánimo, pues, de las damas es muy semejante al de los varones; no es raro que se califiquen o sean calificadas de varoniles. Todo lo arrostran cuando les empuja la pasión; como se dice en La mayor virtud de un rey, «La mujer más cobarde, / en llegando a querer, y más doncella, / su honor y el de sus padres atropella. / Ni repara en la fama ni en la muerte» (I, 3). Pero es opinión del gracioso, incuestionablemente exagerada. Si la mujer fuera capaz de tanto, habría tragedias en nuestro teatro áureo. Apenas se dibuja alguna con rasgos claros. Lo habitual es que los conflictos amorosos desemboquen en un final risueño donde todo ha quedado en conato.

El amor entra por los ojos; el reconocimiento mutuo de las prendas espirituales que hacen los amantes, vendrá después inexorablemente. Aunque la dama, en un principio se muestre insoportable -melindrosa, boba, esquiva o refractaria-, su galán sabe que debajo de las carencias late un refinado corazón. «Que también quiero yo el alma; / no todo el amor es cuerpo», concede un galán6.

Pero, insisto, los ojos son los primeramente seducidos, y la intriga de un número considerable de comedias empieza con un enamoramiento a primera vista. Ello obedece, por supuesto a una necesidad técnica: lo exige la economía de la pieza, y no faltan casos en que la intriga consiste en que se presente aquel amor súbito, pero refrenado normalmente por uno de los protagonistas o por los dos; esto último ocurre, por ejemplo, en De cosario a cosario. Pero no es lo corriente: el amor instantáneo suele surgir en la primera escena, con toda su potencia. Lope, claro, justifica con el tópico de la omnipotencia del amor el flechazo; le recuerda, en ocasiones al público que forma parte del pacto teatral. Así se explica un caballero a su dama: «Es verdad que ha pocos días / que nuestro amor comenzó; / pero el alma ya te vio / por sombras y profecías. / Muchos años que se ven / se hablan dos sin voluntad, / y en un día de amistad, / se suelen dos querer bien. / ... / Si en dos días de deseo / mil y mil años se ven, / mil años te quiero bien, / mil años ha que te veo. / Lo que no hace una vista, / muy tarde el tiempo lo hace»7.

Estas son, en una presentación bastante parcial, las dos piezas fundamentales del «puzzle» lopesco, y la fuerza que tiende a su encaje para formar el núcleo del cuadro. Contando con ellas como figuras obvias y constantes, y con el impulso formidable del amor, comienza la intriga, consistente en el vencimiento de un obstáculo. El cual presenta diversidad de formas que, sin embargo, no sería difícil inventariar. Veamos algunas a modo de ejemplo.

Pueden ser la dama y el galán quienes queden mutuamente prendados al verse; el obstáculo, entonces, será exterior a ellos. Pero puede ocurrir que sea sólo la dama o sólo el galán quien se enamora (normalmente, porque uno no ha visto al otro), y la primera dificultad que debe ser vencida es la de atraer la atención del desatento. Lo ordinario es que ambos tengan pretendientes e, incluso, compromisos matrimoniales previos; pero estos no obedecen a las fuerzas últimas del amor, que, cuando actúan sobre el galán y la dama principales, son irresistibles. No hay ninguna Anajárate que rechace cruelmente a Ifis, y, por tanto, no existe tampoco la tragedia de Grisóstomo. Las bellas de Lope no podrán decir como Marcela: «No alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama» (Quijote, I, 14). No hay tampoco ningún Narciso que resista a su Eco. Por ninguno de los enamorados dejará de ser reconstruible el rompecabezas.

Pero, ya lo hemos dicho, antes de llegar al encaje de ambas figuras, hay que limpiarlas de flecos y rebordes que lo dificultan. Son el obstáculo, que encarna en tres tipos de figuras más o menos secundarias: los pretendientes (de tradición literaria que arranca de la Odisea), los reclamantes de derechos anteriores; y los deudos de la pareja protagonista, que favorecen a alguno de los pretendientes. Curiosa variedad en la función de los parientes es que obstaculicen como pretendientes. La madre, que tan poco aparece en nuestro teatro, pone los puntos al amado de su hija en Los melindres de Belisa o en ¿De cuándo acá nos vino? Y el padre es rival del hijo en La discreta enamorada.

En varias comedias, el obstáculo principal no son las otras figuras, sino la desigualdad social entre los protagonistas, que, como ya vimos, es impedimento impediente del amor. Pero quedará abatido porque tal desigualdad era falsa -La moza de cántaro- o porque se urde un engaño al que se da después solución casi mágica. En Servir a señor discreto, don Pedro, fingiéndose hidalgo y rico, ha enamorado a una hermosa aristócrata sevillana. Ha gastado para deslumbrarla su exiguo patrimonio. Pero escapa a Madrid, para no llevar adelante aquel engaño que le remuerde. En una calle madrileña, salva la vida al conde de Palma, amenazada por unos rufianes. Este, agradecido, lo toma como secretario. Acuden a la Corte en busca de don Pedro, para hacerle cumplir su palabra de casamiento, doña Leonor y su padre. El muchacho confiesa al conde su apuro, y este le cede su palacio para que continúe el fingimiento. Pero un pretendiente de la dama lo desenmascara. El conde, entonces, no sólo regala a don Pedro el palacio, sino que le obsequia con un hábito de Santiago que le ha cedido un amigo porque le sobraban dos. El deshonor que causa la diferencia de sangre (y de patrimonio) ha quedado conjurado, haciendo posible la boda.

De aquellos tres tipos de figuras que fraguan el obstáculo, los reclamantes, los deudos y los pretendientes, son estos últimos los que ofrecen mayor variedad. En el caso de los que asedian a la dama, van desde el ridículo poeta culterano, como en Los melindres de Belisa, hasta el personaje de sangre real, como el infante don Enrique en La niña de plata, el cual persigue hasta el lecho mismo a Dorotea, aunque, no puede ser menos, recupera su equilibrio augusto ante la castidad de la dama y la fidelidad a su prometido. Frecuentemente, los pretendientes cuentan, a su vez, con enamorados o enamoradas; al final, se casará quien pretendió a la dama con quien pretendió al galán, sin que ello entrara en sus cálculos, sólo porque el autor lo ha decidido para cuadrar el rompecabezas. Ya hemos dicho que una vez logrado el ajuste de las figuras principales, las demás se encajan sin mucho cuidado. Hay algún caso, sin embargo, en que el pretendiente, constituido en obstáculo triunfa. Se trata de que algún firme amor previo lo han roto unos celos infundados. Es lo que ocurre en La noche toledana, donde Lisena, abandonada por Florencio, lo persigue combatiendo el súbito amor de este y de Gerarda, y logra recuperar al enojado. Los celos, Lope lo repite a menudo, son de la misma sustancia del amor, y era amor, por tanto, el despecho de Florencio.

Poco hay que decir de los reclamantes, que obstaculizan ese camino por deudas previas del caballero con otra dama o con la justicia. Si son de amor, poco cuentan ante el amor más fuerte que ahora sienten los requeridos: basta con no pagarlas. El héroe o la heroína justifican humanamente la ruptura por la veleidad de los quereres, por lo imprevisible de un aire que cambia el rumbo de la veleta. Si es el hombre el que muda de parecer, halla otro motivo anejo: no hace sino corresponder a la paradigmática inconstancia de la mujer. Teodoro, en El perro del hortelano, ama o deja de amar a Marcela tantas veces como Diana lo rechaza o lo acepta a él: la pobre Marcela es un simple recambio. Teodoro se plantea la licitud de tal comportamiento, pero se absuelve: «Mas dejar a Marcela es caso injusto; / que las mujeres no es razón que esperen / de nuestra obligación tanto disgusto. / Pero si ellas nos dejan cuando quieren / por cualquiera interés o nuevo gusto, / mueran también como los hombres mueren» (I, 23). Teodoro no piensa nada que no confirmen las mujeres mismas. Como afirma Belisa en El acero de Madrid (II, 10), «Al son de amor no hay mujer / que no haga alguna mudanza». El obstáculo consistente en una palabra antes dada se remueve, pues, sin dificultad, y casi siempre con la compensación de una boda inesperada de los defraudados. Si el galán o, más raramente, la dama tiene cuentas con la justicia, siempre por delito de sangre a que dieron lugar los celos o el honor, la solución es absolutamente mecánica: o el herido sana y no hay causa; o la familia del muerto ha perdonado, y el rey ha hecho o hará uso de su clemencia.

Están, por fin, los deudos y los parientes, como partes del obstáculo. Normalmente el padre o hermano o un tío, que ya han comprometido la mano de la dama, y que, como es lógico, combaten al advenedizo, aunque de buena sangre, tal vez pobre. Rarísima vez, ya lo dijimos, tiene papel la madre. Ha solido chocar esta ausencia, y hasta se ha explicado por causas psicoanalíticas: Lope podía tener alguna cuenta pendiente con la suya propia. Es una explicación trivial e incomprobable: la madre no es figura de la comedia porque no sirve apenas como obstáculo. Es el padre quien posee la autoridad y encarna el honor familiar. Y tampoco puede aparecer entre las figuras cooperadoras, porque no entra en la lógica dramática que la madre se haga confidente y cómplice de los desmanes de su hija o de su hijo, que tantas veces ocurren en el filo de la moral. Algunas madres o tías que aparecen son unas viejas estúpidas, por supuesto viudas y enamoradizas. Decididamente, el Fénix hacía compatibles su adoración a las mujeres y una opinión reticente sobre ellas.

Pero tampoco el varón autoritario de la familia puede mucho contra el amor, ni aunque amenace a su hija con una daga, como ocurre en Servir a señor discreto (II, 11). «¿Puede mi padre obligarme / a casar sin voluntad?», se pregunta la heroína de La moza de cántaro (I, 1). La desobediencia al padre era una incidencia chocante, pero, sin duda, no desagradaba al público, que suele no ver mal la rebeldía. Por si acaso, Lope teoriza sobre ella con diálogos como este. Hablan un padre y una hija, en El premio de bien hablar (II, 7). «Has de hacer mi voluntad / porque engendrarte y criarte / me ha dado este imperio en ti». «-¿Hacen el alma los padres?». «No, sino el cuerpo, que el alma / Dios la infunde». «-Si en tres partes / se divide el alma, y una / es la voluntad, ¿no sabes / que no es tuya sino mia? / Que aun Dios no quiso quitarme / la libertad, con ser Dios. /... / Si el cuerpo me diste, ¿es bien / que como a dueño le mandes? / Ya es mío, pues me le diste» (III, 5).

He aquí, pues, unas cuantas figuras esenciales de la comedia: el galán, la dama e, interponiéndose entre ellos, el obstáculo. Pero, para vencer a este y dar el triunfo al amor, y para que se manifieste y el público lo conozca, hacen falta otras figuras; son los confidentes y los coadyuvantes; ahí es donde tiene razón de ser -es, incluso, de necesidad- el gracioso o figura del donaire8.





Indice