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La comedia latina a la luz de los redescubrimientos de Menandro*

Sebastián Mariner Bigorra



*Las dos partes de este trabajo fueron objeto de sendas exposiciones orales en la primera semana del Curso de Humanidades Clásicas de la Universidad Internacional «Menéndez Pelayo» de Santander, dedicada a la cultura romana, el 5 y el 7-VIII-1970. La presente versión escrita se beneficia de las observaciones formuladas por los asistentes al coloquio que a dichas exposiciones siguió. Al agradecerlas aquí, cúmpleme hacerlo de manera muy especial a mi colega, doctor don M. Fernández-Galiano, no sólo por lo valioso de las suyas, sino por la inestimable ayuda que ya de él había recibido para la orientación y documentación bibliográfica, especializada y actualizada, de mis intervenciones.






ArribaAbajo1. En la historia del teatro

Aun a sabiendas de que no se trataba de estrellas de luz propia, el brillo de los comediógrafos latinos en el firmamento del teatro occidental ha sido extraordinario. Motivo importantísimo de ello debe de haber sido precisamente el eclipse de los astros griegos de cuya claridad original ellos eran reflejo. Un eclipse de duración tan descomunal -cerca de un milenio y medio- que casi haría más adecuada para la presente metáfora una imagen menos exacta en realidad, pero más de acuerdo con la sensación experimentada: imitadores latinos y modelos griegos evocarían fácilmente, a lo largo de estos cerca de quince siglos, la diferencia entre la cara conocida y la desconocida, respectivamente, de la luna. A lo largo de todo este tiempo crucial para las literaturas occidentales -incluida la latina medieval- en que nacen, se desarrollan y alcanzan varios períodos tenidos como culminantes, la comedia clásica que se imita es la representada por Plauto y Terencio: en ellos se inspiran Rojas y Shakespeare, Molière y Goldoni.

Si importante es para la literatura en sí este fenómeno, por el cual la Celestina y La comedia de los equívocos, La escuela de los maridos y La posadera han continuado la desconocida comedia nueva de los griegos -en lugar de la antigua del Aristófanes conservado- gracias a la conservación a su vez de los comediógrafos latinos, no lo es menos dentro de la historia de la literatura en general y, sobre todo, de la clásica que esta conservación de la comedia latina haya constituido el testimonio de Menandro y de la nueva en general durante todo el indicado período.

Esta segunda importancia se ha visto reducida hasta casi la nada precisamente en nuestro siglo. Continúan todavía las comedias latinas siendo cada una un testigo importante de cómo pudo ser la que le sirvió de modelo (o las que le sirvieron en caso de contaminatio); pero ya no hay que recurrir casi necesariamente a la comedia latina para saber cómo fueron, en su conjunto, las características de la «nueva» de que deriva desde que, ya a comienzos de la centuria, empezaron a conocerse fragmentos importantes de obras de Menandro entre los entonces espectaculares hallazgos papiráceos1. El «siglo de la Papirología» ha sido espléndidamente generoso con Menandro, en correspondencia con la gran difusión que su teatro había tenido en el Egipto helenístico y romano; y, a medida que los encuentros iban haciéndose ya menos espectaculares por más habituales, ha ido progresando en extensión aquella generosidad hasta culminar, a mediados de siglo, con el descubrimiento ya de una pieza prácticamente íntegra seguido de otros que, completando algunas anteriormente conocidas o aportando otras nuevas, han ido señalando los jalones de este también novecentista descubrimiento de la otra cara de la luna en la historia del teatro clásico2.

Pero es doblemente curioso que, justamente de este conocimiento directo de la producción de Menandro -que en principio tiene que representar un gran menguante en la importancia de la comedia latina extante, según ya se ha dicho- vaya a derivar un notable encarecimiento de dicha importancia, hasta el punto de que bien puede decirse que pocos avances de la historia de la Literatura latina en el presente siglo podrán compararse, por lo que a novedades se refiere, al que cabe augurar para la valoración y conocimiento de su teatro cómico precisamente a base de hallazgos papiráceos, cuando, como es sabido, la Papirología se ha mostrado, por lo menos hasta el presente, tan poco generosa con las letras latinas en cuanto a aportaciones directas3 y especialmente tacaña para con los textos propiamente literarios, según era también presumible a la vista de la poca densidad en Egipto, aun en el romano, de la literatura en lengua latina.

La razón de este futuro creciente estriba en que, por fin, habrá podido calibrarse directamente el GRADO DE IMITACIÓN de los modelos griegos por parte de los comediógrafos latinos y en que, al parecer, este grado ha de permitir estimar el de su originalidad en un aprecio en que no siempre se les ha tenido.

Esa estimación directa era, hasta hace dos años nada más, dificilísima. En efecto, los hallazgos menandreos se iban sucediendo sin que pudiera llegarse a la tan deseada confrontación de una obra suya con alguna de los escenógrafos latinos conservados. Así, no era su Fa/sma lo que había imitado Plauto en la Mostellaria, sino la pieza de igual título de Filemón; el K/o/lac contaminado en el Eunuchus de Terencio según declaración propia, apenas parece que esté presente en la comedia terenciana más que en haberle sugerido la idea de la escena del banquete, en tanto que la fuente principal del argumento, la comedia de Menandro de igual título, seguía y sigue sin aparecer. En fin, el caso 'Epitre/pontej-Hecyra resultaba cualquier cosa menos claro: existe desacuerdo en la transmisión manuscrita de la comedia latina precisamente respecto a si procedía de Menandro (ms. Bembino) o de Apolodoro (mss. Caliopinos) y grandes diferencias entre ella y el posible original menandreo, hasta el punto de haber podido surgir una hipótesis ecléctica4 con la admisión de que ambas ramas de la tradición manuscrita terenciana llevan parte de razón, pues un primer tratamiento del tema por parte de Menandro habría sido seguido de una pieza de Apolodoro bastante diferente de la de aquél, y en esta segunda comedia se habría inspirado la de Terencio. Total, que tantos años de tan sensacionales descubrimientos de Menandro dejaban la cuestión de la compulsa directa reducida más o menos a como estaba desde el final de la Antigüedad: rebajada a la comparación establecida por Aulo Gelio5 entre tres pasajes (31 versos en conjunto) del Plo/kion de Menandro y sus correspondientes de la pieza de Cecilio Estacio del mismo título. También aquí la mala suerte aparentaba haberse cebado en las ganas de lograr una panorámica directa del fenómeno, que no parecían sino exacerbarse ante lo exiguo de las partes comparadas y el hecho de tratarse precisamente de Cecilio, conocido como mal latinista y de originalidad presumiblemente muy inferior a la de Plauto y Terencio, según cabe inducir de que consta que no practicaba la contaminatio y de que su obra se haya perdido para la posteridad; en suma, esta misma pérdida, unida a que tampoco ha habido hallazgos de la pieza menandrea imitada en este caso, reducía a su vez la posibilidad de comparación a lo meramente episódico, a los pasajes concretos citados, sin permitir ampliar la visión a los rasgos fundamentales de la estructura de ambas obras ni, por tanto, a la relación más importante que entre ellas debía de haber: el enfoque argumental y la manera de llevarlo a lo largo de la obra.

He aquí, pues, cómo, pese a este testimonio y pese a los hallazgos del siglo XX, todavía durante él la originalidad plautina tenía que ir indagándose por el método erizado de dificultades que culmina en la obra de E. Fraenkel6, de la cual es significativo que haya podido publicarse una traducción italiana con honores de reedición ampliada7 bien entrada ya la segunda mitad de este siglo. Dificultades de método comparables a las del prehistoriador, por cuanto, en lugar de poder disponer del DATO que representaría la obra imitada para estimar lo que hay de nuevo en la imitación, había que trabajar solamente a base del meritorio esfuerzo de detectar en ésta lo que no pudo haber estado en aquélla, bien por su romanidad, bien por anacronismo, etc. Pero con una desventaja todavía con respecto a la metodología prehistórica, a saber, el no poderla imitar en el recurso a la argumentación ex silentio, que habría sido peligrosísima en este caso: mientras un prehistoriador puede legítimamente inducir, de la no presencia de unos determinados restos entre otros conservados, que aquéllos no eran usuales en el yacimiento donde se les esperaría, en cambio, el método fraenkeliano permite solamente valorar lo positivo, la originalidad de los rasgos que no pudieron hallarse en los modelos griegos imitados, pero no autoriza a afirmar que allí donde el texto plautino no presenta elementos incompatibles con la o las piezas griegas respectivas la imitación sea estricta; al contrario, especulativamente cabe admitir que el poeta pudo permitirse libertades de adaptación tan originales como esas concesiones al ambiente romano o a su época.

Todo ello ha cambiado, o mejor, ha comenzado a cambiar solamente hace tres años con los dos pájaros de un tiro cobrados genialmente por E. W. Handley8 al señalar la relación modélica de unos fragmentos papiráceos inéditos con Bacchides, lo que a la vez era asignarlos al Di/j'Ecapatw=n menandreo, ya que esta pieza fue precisamente el modelo de la plautina mencionada.

La nueva etapa que para la Filología latina supone este descubrimiento se revela polifacética ya desde su comienzo: los trabajos roturadores enumerados en la última nota suscitan ya, y en parte resuelven, una problemática numerosa, que va desde pormenores de crítica textual y valoración de manuscritos, pasando por atribuciones a personajes y otras cuestiones de hermenéutica, hasta lo que aquí nos afecta especialmente: el reconocimiento patente de la gran libertad con que Plauto procedió respecto a Menandro, que culmina, por ahora9, en lo objetivo (es decir, en algo comprobable e independiente de la valoración estética de cada crítico cuanto a la manera de disponer la trama sobre la escena), seguramente en el hecho de aparecer, en boca de otro personaje y a una centena de versos de distancia de la escena imitada, la versión en parte casi literal de una expresión menandrea, lo que ha arrancado a uno de los citados comentaristas la siguiente reflexión10, cuya cita literal será aquí oportuna porque evitará que, al ponderar la importancia del descubrimiento, yo mismo dé la impresión de estar derivando el agua hacia el propio molino: «C'est là un exemple parmi d'autres de l'imprégnation de Plaute par son modèle et de la vie nouvelle qu'il confère aux détails de ce modèle en les transposant librement. UNE TELLE IMITATION EST VRAIMENT CRÉATRICE».

He aquí, pues, DEMOSTRADA ahora con datos de evidencia la medida de la imitación por parte de los comediógrafos latinos. No mera traducción, esto ya se sabía; pero ahora se sabe que incluso puede haber en ellos traducción literal que no sea traducción mera. Tampoco simple adaptación a la escena romana; ni sencillamente arreglo, modernizado o no. Probablemente, incluso más que versión libre; y ello aun en casos, como el que ha servido para la primera confrontación, en que no haya una flagrante contaminatio. Lo que la existencia misma de este procedimiento ya podía haber hecho pensar (y, realmente, hizo) para las piezas a que afectó se revela ahora también como muy probable para las incontaminadas. También en ellas cupo una «imitación auténticamente creadora». Imitación y, por tanto, no creación en cuanto inventiva propia germinal; pero conste que tampoco ésta la había tenido a veces el propio escenógrafo griego tomado por modelo: ya hemos visto arriba que también los autores de la comedia nueva se imitaron entre sí, en el caso citado de Menandro probablemente imitado por Apolodoro. Una serie de argumentos repetibles variando las circunstancias, otra serie de tipos celebradísimos y fácilmente multiplicables en personajes concretos mediante variaciones parecidas, estaban allí, como una especie de bienes mostrencos, a disposición del que tuviera agallas y habilidad para urdir con ellos un cañamazo que el público no exigía nuevo, sino tan sólo renovado. De parte de los latinos, capacidad de renovar -«auténticamente creadora»- si no en todas las ocasiones la urdimbre del cañamazo, llevando la originalidad incluso al tratamiento de la trama argumental, sí, por lo menos en muchas, el tejido de las escenas tapizadas sobre aquella urdimbre. Prematuro sería, sin embargo, con los datos solos de que hasta ahora disponemos, pretender que la libertad de los adaptadores latinos corrió pareja con la de los autores de la nueva cuando imitaban, y que, si habitualmente declararon que sus intrigas procedían de tal o cual pieza griega, fuese fundamentalmente para ampararse con la celebridad de ésta a modo de propaganda.

En cambio, nada prematuro parece pasar a ponderar cómo una tal postura de relativa independencia confiere una significación muchísimo más profunda que si se tratara de una traducción o aun adaptación serviles de la escena contemporánea griega al hecho de que haya sido precisamente la comedia nueva fuente de inspiración, no ya con preferencia a la media y a la antigua, sino prácticamente de modo exclusivo, sobre todo con respecto a ésta. Lo que no extrañaría tanto si se tratase de traductores o aun adaptadores escrupulosos, en cuyo caso no habría que razonar más que la elección misma, se hace ahora mucho más importante al reconocer que fueron, especialmente Plauto, ingenios capaces de combinar elementos de variadas procedencias. Importancia que se agiganta al combinarse con la realidad aludida al comienzo, a saber, que, gracias a esta preferencia con características de práctica exclusividad, haya sido la comedia nueva la que, a través de las imitaciones latinas conservadas, haya modelado, aun ausente, la mayor parte de la comicidad que ha ido subiendo a las tablas del teatro occidental. Importancia que, por otro lado, se destaca al advertir su singularidad en el panorama de la literatura latina.

En efecto, no ya sólo en un escritor del ocaso de esta literatura, Ausonio, como ha notado W. G. Arnott11, vienen situados Homero y Menandro, por este orden, en la cima de la celebridad literaria, sino que tal binomio, en cierto modo, puede darse por conjuntado ya desde el alborear mismo de la helenización de las letras latinas: Andrónico tradujo la Odussia y adaptó -según cabe juzgar por sus títulos, únicos elementos conservados- asuntos de la comedia nueva: Lydus, Gladiolus, Virgo. Y vano sería intentar explicarse este contraste entre la adaptación de una epopeya clásica y de una comedia «moderna» gravitando sobre el hecho -desde luego, muy probable- de que la elección de la Odisea estuviera condicionada precisamente por el carácter escolar que se atribuye como finalidad de su traducción por Livio. Efectivamente, sus inmediatos sucesores, ya ninguno de ellos con pretensiones escolares, continúan con la misma distante dualidad. Grandemente significativo es el hecho en Nevio y Ennio, más que en Plauto, Cecilio y Terencio. Mientras éstos se especializan ya en sólo el género cómico, aquéllos cultivaron todavía, como Andronico, también la epopeya y la tragedia, y en cada uno de ellos se dio la dualidad indicada: helenizantes clásicos en éstas; modernos en la comedia. Es más, no sólo helenizantes; incluso cuando nacionalizaron hasta cierto punto estos géneros, mantuvieron las mismas distancias: las epopeyas de asunto histórico nacional (Bellum Poenicum y Annales, respectivamente), lo propio que las tragedias pretextatas (Clastidium y Sabinae -y probablemente Ambracia respectivamente también) se cortaron según el patrón griego clásico, en tanto que los posiblemente inicios de la comoedia togata (Agitatoria, Carbonaria, Corollaria, Hariolus, Figulus) de Nevio serían poco más que transposiciones a escenarios itálicos de temas y argumentos de la propia comedia griega moderna, como lo fueron en realidad las ya indiscutibles togatas de la época de florecimiento del género.

Se dirá que, en el caso de la tragedia, esta «clasicidad» helénica venía impuesta por la historia misma del género en las Letras griegas, en las que se marca un evidente declive de aquél precisamente después del último de los grandes trágicos de la época clásica12. Pero esto no cabría decirlo de la epopeya ni, a fin de cuentas, afectaría tampoco al meollo del problema, que, si se quiere, cabría plantear así: ¿cómo unos imitadores de la tragedia clásica griega se despreocuparon en tal grado de la comedia «antigua» concomitante y celebérrima también? En otras palabras: no preguntarse por qué se dio la imitación de la «nueva», sino por qué no se dio la de aquélla.

Inviables me parecen las explicaciones que se han propuesto basadas en razones políticas o cronológicas. La primera, de un simplismo tal, que sólo a primera vista puede parecer lo definitiva que suele, a juzgar por su difusión y aceptación casi generales. Admítase, si se quiere, su premisa mayor: la existencia de una prohibición de infamar públicamente, lo que habría creado grave peligro para llevar a las tablas la actualidad política al tipo de la comedia antigua. No hace falta ser muy discutidor para objetar que tentación y peligro podían hallarse o buscarse también con los temas efectivamente imitados; y los huesos de Nevio sobre dura cárcel servirán de testigo de que efectivamente no sólo hubo posibilidad, sino aun probable realidad del riesgo de infamar a base de dichos temas. Sin embargo, no es ésta, me parece, la objeción clave. Mayor fuerza tiene, a mi ver, el oponer que, en todo caso, bastaba para orillar el riesgo con mantenerse en la temática helénica de las obras que hubieran querido imitarse. ¿Contra quién, sino contra los mismos estados de los pobres Graeculi, a la sazón en trance de derrotas en serie a manos de los romanos para mayor abundamiento, podía verse dirigida la temática de unas traducciones o adaptaciones de Aristófanes, por ejemplo? A lo sumo, cabría haber evitado aquellas que pudiesen suscitar evocaciones comprometedoras; pero, aparte esta labor de censura previa, no parece que una introducción de los temas de la comedia antigua en la escena romana hubiese podido determinar otra cosa en su historia que la no aparición de la togata correspondiente. Es decir, que -al contrario de lo que ocurrió con los temas de la vida familiar o artesana, propios de la «nueva»- no surgiese la comedia de asunto político o público aplicado a la situación de Roma o de Italia en general. Tanto es así, que no parece sino que ha sido una especie de «clasicismo» metodológico pernicioso esta vez, por abusivo, y tendente a equiparar las historias literarias griega y romana el que haya motivado que se aplique también a ésta el motivo político con que se ha tratado de justificar el cambio de temario entre las diversas épocas de la comedia helénica13.

Arnott14 ha aducido como explicación la contemporaneidad de las adaptaciones latinas con la presencia de la comedia nueva en los escenarios griegos. Esta razón cronológica, innegable en su objetividad, no se impone, sin embargo, como explicación suficiente, ni mucho menos, de lo que con ella se aspira a demostrar. Ante todo, porque, como bien ha apuntado el propio Arnott en su conferencia dada no hace mucho en la universidad de Madrid, quien parece haber sido efectivamente contemporáneo de Plauto es, en todo caso, Herodas. Ahora bien, el género consagrado por este autor iba a tardar varias generaciones -hasta la de Sila, siglo y medio largo más tarde- en escalar la escena romana: sólo entonces el mimo se imponía ya, por así decirlo, sobre las imitaciones y adaptaciones de la comedia nueva. Pero sobre todo porque esta falta de contemporaneidad constituye, si no una constante, sí por lo menos todo un panorama en las relaciones de los géneros de la literatura latina con los griegos correspondientes y generalmente modélicos. La contemporaneidad nada rigió, según se ha indicado ya, en el caso de la tragedia. Menos todavía en el de la epopeya: sus inicios, rigurosamente clásicos, fueron contemporáneos de los epilios alejandrinos, pero éstos no llegaron a Roma puede decirse que hasta los neotéricos para, a renglón casi seguido, ser desplazados por una nueva vuelta a la epopeya al modo homérico. A su vez, la lírica sí penetró inicialmente a base de las modalidades helenísticas para no dejar el lugar a la imitación de los grandes lésbicos hasta Horacio; pero ello también, más que suponer un predominio de los géneros y estilos contemporáneos en la literatura imitada, depone mejor a favor de una independencia cronológica de la imitadora, cuyas trayectorias y aun vaivenes parecen obedecer más bien a cuestiones muy ajenas a las que podían envolver contemporáneamente a los géneros correspondientes en las letras griegas.

Si ambas explicaciones aquí discutidas -basadas en motivos, al fin y al cabo, accidentales- se revelan definitivamente como inadecuadas, no parece que haya de serlo el tentar una distinta, y precisamente de carácter esencial, esto es, basada en la propia índole argumental de uno y otro tipo de comedias. Mientras la antigua explota sobre todo los recursos de la comicidad de situaciones y, por tanto, se vincula grandemente a la receptividad concreta de un público inmerso, en aquéllas, la nueva se mueve entre conflictos más propios del HOMBRE en su acepción genérica, lo que la hace -en este sentido por lo menos, es decir, prescindiendo de todo juicio de valor estético, sin hacer crítica de su calidad- más panorámica y universal. Por ello, mucho más fácilmente exportable a los escenarios de otras literaturas. Primera importadora, la literatura latina15.

E importadora exclusiva durante más de un milenio de historia del teatro occidental, bien porque éste continuase siendo latino en la Edad Media (Vital y Guillermo de Blois, Rosvita), bien porque las literaturas ya distintas de la latina se encontraran con que un teatro tan generalmente adaptable por lo universalizable de sus argumentos -tan a ras de hombre en general también- no podía conseguirse sino en cuanto Roma se había hecho capaz de exportarlo ella a su vez. Exclusividad, por descontado, no pretendida: difícil será que alguien se atreva a culpar de la pérdida de Menandro, y de las comedias media y nueva en general, a la conservación de sus imitadores latinos.

Ahora, en los momentos de renunciar al monopolio ante la afortunada reaparición de los primeros exportadores, Roma puede hacerlo gozosa. Le cabe ufanarse, no sólo de su papel de conservadora y difusora, durante más de mil años, de una de las formas más difundidas de la literatura occidental, sino de haberlo desempeñado no mecánica, sino vívidamente. Su literatura, primigenia entre las humanísticas que conocemos, puede presentar la comedia, junto con la epopeya, como transidas de la propia vitalidad desde sus monumentos más primerizos. Por fin, el «estudio en comparación» ha demostrado definitivamente lo que había sido intuido por quienes sostuvieron ya la capacidad creadora de los escenógrafos latinos. Con ello, su elección de temas y argumentos se hace respetar como más consciente, más voluntaria, menos servil que habría sido si se tratara, sin más, de unos traductores o adaptadores de los últimos éxitos en la escena griega.

Débase o no el origen de la ciudad a haberse encontrado un vado en el Tíber, lo cierto es que, en este caso, Roma lo ha sido espiritualmente. Vado mejor que puente, porque por éste puede pasar todo; las aguas de un vado, en cambio, seleccionan y hacen quedar en la orilla lo que no se eleva lo bastante del suelo como para poderlas atravesar.




Arriba2. En la historia del humo

Lo que con esta selección y gracias a los distintos clasicismos de las letras occidentales (ya se mencionó antes la comedia latina de la Edad Media; la influencia no hizo sino intensificarse con la comedia humanística del Renacimiento y llevó a un grado de esplendor indiscutible a la del neoclasicismo entre los demás géneros de esta época) infundiría Roma en las producciones cómicas de inspiración clásica no se limitaba a la técnica teatral: la desaparición o radical modificación del coro de la comedia antigua, los actos, las «unidades», etc. Proceso adelantado ya en Menandro (en los papiros, Xorou= ya apenas equivale a nada más que a una indicación de final de acto: la parte correspondiente al coro, si la había en la representación, quedaba al arbitrio del director de escena; los ejemplares corrientes omitían todo texto del autor para esas «transiciones»), acelerado y a la vez modificado en Plauto; consumado en Terencio.

Todo ello, con ser mucho, no era lo máximo de dicha influencia en cuanto a importancia, ni lo que configura más claramente la vinculación de la comicidad europea con la griega a través de la romana. Otras innovaciones muy radicales en este sentido podrían hallarse que las distanciaran: la desaparición total de la máscara, con su consecuencia de emplear normalmente actores de sexo y edades proporcionadas a sus papeles; la posibilidad de que aparecieran en escena más personajes que habitualmente en la griega sin ninguna limitación, etc. Al contrario, tal influencia y configuración vienen marcadas, de una manera casi inalterada a través de los siglos, por algo mucho más importante: la plasmación literaria del humor como elemento estético.

Una comparación con la historia de la influencia de la tragedia16 puede resultar significativa y comprobante a este respecto. Renacimiento y neoclasicismo tuvieron a su disposición una parte suficiente de la producción trágica griega, y toda la de Séneca. Desde el punto de vista de la técnica teatral -y no sólo en cuanto a cuestiones materiales y aun de estructura de la obra (papel del coro, con la consiguiente supresión de la orchestra), sino incluso «espirituales» (práctica reducción a cero de la máquina divina, con humanización total de la intriga)- la influencia de Séneca fue la definitiva. ¿Por lo que se ha dado en llamar a veces la «barrera del griego»? No parece: por mucho más familiarizados que estuvieran con el latín los Cervantes, Lope, Shakespeare, Calderón, Corneille, Racine -lo propio que cabe admitir para Rojas o Molière, etc.-, lo cierto es que, en cambio, no hubo barrera que les impidiese remontarse nuevamente al núcleo estético de la tragedia escrita en griego: la acción. Volvió a haber drama auténtico y ya no filosofía retóricamente escenificada, que es lo que se ha achacado a Séneca que era su teatro.

Intenso contraste con lo ocurrido en la comediografía, que, si no yerro, ha de hacer resaltar más la importancia que ya indiqué: en este segundo género escénico, y pese a disponer de Aristófanes al lado de la comedia latina, la inspiración estética derivó fundamentalmente de ésta y en un grado todavía mayor que el de la influencia técnica. A exponer cómo fue realmente así se ordena esta segunda parte del presente trabajo.

Los ingredientes humorísticos de la comicidad, esto es, los procedimientos mediante los que se logra desde la escena la risa o sonrisa del espectador, pueden ser muchos y variados. Lo fueron ya con anterioridad a la producción de los comediógrafos latinos y de sus modelos: la parodia (cf. Las nubes de Aristófanes), la inversión (el mundo al revés que fundamenta La asamblea de las mujeres y Lisístrata), el desenfoque (la aplicación a los animales de los puntos de vista humanos en Las avispas y Las aves); sobre todo, la caricatura y el ridículo basados en la desproporción (grandes recursos para un fin minúsculo o, viceversa, fuerzas y elementos de homúnculo para elevadas aspiraciones), que habían de ser tenidos como los fundamentales en la doctrina que se atribuía a Aristóteles.

Ninguno de ellos, ni siquiera de estos últimos, es, sin embargo, básico, desde la comedia nueva inclusive y merced a la adopción que de ella hizo la latina, en ninguno de los tipos grandes del teatro cómico -esto es, aparte, p. ej., la atelana, claramente fundada en el ridículo, y sus análogas o derivadas, como la dell'arte, que tienen casi más contacto con los polichinelas o la payasada que con el comicismo literario propiamente-, sea la comedia de caracteres, sea la de enredo, sea la de equívocos17. Nótese bien, no que no se les pueda hallar (Amphitruo es, efectivamente, una parodia), o que las características de estas «grandes» les sean exclusivas (la atelana, por ejemplo, parece haber explotado bastante los enredos y los equívocos), sino que no son, respectiva y recíprocamente, fundamentales.

Lo que sí es fundamental, comúnmente fundamental en las tres clases citadas18, es la escenificación concreta de la limitación humana, y no tanto por impotencia, caso de una de las desproporciones ya aludidas, como por ignorancia. Limitación no menos extendida que la por impotencia: el hombre deja de hacer muchas cosas que desea porque no puede; pero también ¡cuántas cosas haría si supiera, y no sólo lo futuro! Diríase incluso que la limitación connatural de poder llega a hacérsele más llevadera que la de saber, especialmente cuando la ignorancia gravita sobre hechos pasados o presentes19.

Que esta tan universal limitación escénicamente concretada sea el ingrediente fundamental de la comicidad en dos de dichas clases -enredo y equívocos- apenas si necesita demostración: tan evidente parece que sólo estando alguien, personaje o público, en la ignorancia del enredo o de los equívocos pueden uno y otros sostenerse y durar sobre la escena; hasta el punto de que su resolución, el pasar a ser conocidos de todos como tales enredo o equívocos, constituye automáticamente el desenlace o lo provoca inmediatamente. En cambio, por lo que toca a la de caracteres, la demostración se hace necesaria al no ocurrir una evidencia similar ni otra análoga.

Hay que reconocer incluso que en tal demostración no basta con el razonamiento, antes debe recurrirse a la observación. Razonando no creo que se llegase más allá de aceptar que, en efecto, algo tiene que entrar en el argumento que lo haga distinto de lo que sería una mera caracterización al modo de Teofrasto; algo que, a lo largo del tratamiento de uno o varios caracteres, haga reír o sonreír. Ahora bien, esto podría lograrse con ingredientes diversos, como se logra, por ejemplo, en la sátira, que castigat mores justamente ridendo. No cabría excluir, por tanto, que fuese, pongo por caso, el ridículo el correspondiente elemento de comicidad. Ya he reconocido antes que puede haberlo en los períodos de teatro cómico que aquí nos ocupan. Si ahora sostengo que es menos fundamental, por menos general, que la ignorancia, debo hacerlo mediante una invitación a repasar todas las comedias incluidas en esta clasificación «de carácter» en la nota 18 y observar cómo, seguramente por las cualidades de interés que puede prestar a los argumentos según se verá más adelante, se la encuentra en el corazón de la intriga como ingrediente común al género. Desde el Cnemón del Du/skoloj, de un Menandro al parecer todavía joven -escena del pozo, especialmente: el hombre que se quejaba siempre del contacto con los demás se ve a punto de morir precisamente en la soledad máxima, y le salva justamente su robusto hijastro Gorgias (¡quién se lo iba a decir!), al cual tenía apartado del hogar junto con su esposa-, pasando por el Euclión de la Aulularia, ignorante del estado de su hija, o por el Démea de los Adelphoe -tan confiado en su severidad, completamente in albis de cómo se la está pegando su hijo, a quien él cree un modelo-, hasta culminar quizá en el retorcimiento del quintaesenciado argumento neoclásico del Tartuffe, donde el peso del racionalismo cartesiano ha llevado hasta el probable no va más del pobre marido que, bajo las faldas de su mesa-camilla-escondrijo, sigue empeñado en mantenerse ignorante de lo que los espectadores ven efectivamente sobre la escena y su esposa se desgañita en denunciarle: ignorancia ya no producto de circunstancias más o menos casuales, sino racionalmente calculada por el autor, que la ha infundido en el ánimo del personaje al trazarlo dominado no ya por la credulidad, sino aun por la admiración hacia las aparentes virtudes del hipócrita. Culminación que, por otro lado, invita a observar cómo el ridículo en que, absurdo sería negarlo, queda envuelto el pobre personaje y tantos otros de las restantes comedias «de caracteres» suele lograrse precisamente a base del ingrediente de la ignorancia. Ella es, habitualmente, el elemento ambiental o medio por el que la sátira de los caracteres es tal sobre la escena y no se reduce a un costumbrismo más o menos moralizante sin relación con los otros dos tipos cómicos.

Vano sería pretender que este papel de la ignorancia se presente aquí como una novedad, cuando lo único a que puedo aspirar es a mostrar y encarecer su importancia. En efecto, se le había atisbado ya, aunque generalmente sólo a propósito de pormenores y, que yo sepa, sin llegar a contemplar panorámicamente el conjunto que con su suma se obtenía. Sirvan a la vez de ejemplo y de homenaje las menciones de Legrand20 acerca del empleo con alta rentabilidad cómica de frases que, proferidas por un personaje sin intención, resultan luego en la trama haber revestido valor profético: recogido hace unos años por Cl. Préaux21, quien reconoce como «procédé essentiellement comique» el «dialogue d'ironie dramatique avec l'avenir», o de Arnott, quien, a propósito del 'Aspi/j , destaca22 cómo presenta Menandro «individuals who flounder about in a twilight between knowledge and ignorance, basing their decisions on perpetually erratic assumptions» y sobre todo, a propósito de la Sami/a , sitúa el meollo de la pieza en la ironía resultante de ver cómo Démeas, que actúa creyendo saber muchas cosas de la situación, está en realidad engañado respecto a ellas23. No en balde en el prólogo a esta comedia en su edición de Menandro había escrito ya Coppola: «Del resto, in Menandro c'è SEMPRE il personaggio che IGNORA tutto e che tuttavia è il personaggio più NECESSARIO perchè il dramma si sviluppi»24

Medio año antes de la aparición del más reciente trabajo de los citados25, yo mismo había tratado de razonar mediante la ignorancia del Hegión de los Captiui la situación destacada de esta comedia entre las plautinas en la apreciación de Lessing26. Como puede notarse, el presente intento es de mayor alcance, pues no pretende argumentar a base de un personaje precisamente para una de las comedias, sino extenderse al tipo de la nueva en general y a cada uno de sus tres subtipos en particular. Una generalización, por lo demás, que no tiene que extrañar en un género escénico, visto lo entrañablemente teatrales que se revelan los procedimientos de explotación cómica de la ignorancia humana, escenificables entre los que más (y no pretendo con esto un juicio crítico sobre su CALIDAD teatral podrá haber teatro mucho mejor literariamente que el basado en dichos procedimientos-; me refiero sólo a su facilidad de adaptación a la ESTRUCTURA de la obra teatral). Y ello tanto en una como en otra de las maneras principales en que se les emplea, negativa y positiva. En la primera, el espectador comparte la ignorancia de alguno o algunos de los personajes: se le sorprende al final con una anagnórisis o se le lleva de sorpresa en sorpresa con dosis de noticias progresivas, como en el caso aludido del ir resultando proféticas las frases que se han oído, al parecer, dichas sin que pudieran adivinarse tales en el momento en que se pronunciaron. No menos fácil, aunque tal vez menos empleada, la positiva: el espectador sabe lo que alguno o algunos personajes ignoran, enterado como se halla, bien por escenas preparatorias, bien, lisa y llanamente, por los prólogos27. Desde luego, en uno y otro caso mediante procedimientos humanos, aunque menudeen las ocasiones en que los tales prólogos corren a cargo de divinidades. Hasta el carácter consuetudinario del final feliz puede actuar en este sentido; el espectador está al cabo de la calle de que, pese a las peripecias y aun descalabros que puedan ocurrir en el desenvolvimiento de la intriga, el desenlace comportará un arreglo, cosa que, en cambio, suelen ignorar los cuitados personajes en medio de sus peripecias o bajo el peso de los descalabros que les alcanzan28.

Este carácter consuetudinario es ya también, para la época, algo de dimensiones totalmente humanas, incluso en los casos en que se tiñe de una cierta moralidad, como cuando se obtiene la felicidad como recompensa de una bondad anteriormente desgraciada; casos que no son todos, ni mucho menos, pues a veces la felicidad viene como éxito de tretas y engaños o como solución de compromiso para situaciones inmorales favorecida por las circunstancias. En todo caso, la máquina divina como tal está prácticamente ausente de la comedia nueva y de sus derivadas. El papel de las divinidades o es el de personajes humanizados hasta poder ser objeto de la comicidad misma (Júpiter y Mercurio del Amphitruo), o, en caso contrario, se mantiene como algo episódico, marginal, si no ajeno al argumento, sí por lo menos al espíritu del mismo: así, el Pan del Du/skoloj cuyos sacrificios cultuales realmente juegan en la estructura de la pieza, motivando la presencia de determinados personajes, aparte de la intervención prologal del propio dios; pero de su gruta no vacila la hija de Cnemón en tomar el agua de las Ninfas antes que exponerse a la ira de su padre. Como la humanización de la tragedia euripidea, que había de culminar en la de Séneca, ¿una etapa más del antropocentrismo griego fruto del socratismo y de la sofística? Muy probable.

Y, más que probable, evidente y apropiado que el humor de esta comedia antropocéntrica prácticamente esté del todo basado en algo tan humano como es la limitación del saber en el hombre. Pocos los habrá tan auténticamente humanos como él.

De puro humano será fácil, tal vez, tildarle de enano y chato, cuando no de burgués incluso. A primera vista, lo consuetudinario del final feliz, que tiñe de rosa los argumentos que no eran ya rosados por sí mismos, y el propio ambiente en que se desenvuelven todos ellos favorecerían estas calificaciones. Sin embargo, se revelan impropias a poco que se profundice en la visión: la contemplación de la ignorancia humana se dobla de tragedia. Otra vez los extremos se tocan. Sincrónicamente ahora, al margen del problema diacrónico de si de unos mismos festejos pudieron derivar ambos géneros, tragedia y comedia29. Tan sincrónicamente, que la costumbre del final feliz, por ejemplo, se ofrece ya en esta época como algo desglosado de su posible motivación original, algo que dentro de la más estricta ortodoxia estructuralista cabría llamar convencional dentro de la estructura del género cómico de la nueva y derivadas: tan convencional como el significado de los elementos lingüísticos lo era entre los literarios, para el público ático de los siglos IV y subsiguientes, que la comedia acabara bien.

Terrible doble cara esa de la visión griega de la conducta de los limitados hombres: del mal que por ignorancia cometen, si se les exige responsabilidad, surge la tragedia, y precisamente una de las más trágicas, la de Edipo; si se le hace objeto de indulgencia, envolviéndolo en ternura y comprensión, brota el «humor humano».

Por lo demás, la envoltura no es difícil de componer. Fue fácil ya para griegos y romanos, y lo ha seguido siendo para las culturas enraizadas en las suyas. Un solo material es suficiente: la filanqrwpi/a la simpatía por el hombre en general. No hacen falta grandes cantidades: suele bastar con que los espectadores -los lectores, en otro caso- no sean, por su parte, ridículos, exagerados, desenfocados, atrabiliarios, tacaños, hipócritas; ¡basta incluso con que no quieran serlo! Basta con que no sean roñosos hasta el punto de negarse siquiera una brizna de solidaridad que les permite ver humildemente claro que cada uno de ellos, hombre también, está expuesto a errores y a traspiés por entre la niebla -a veces, incluso noche- de su humano ignorar.





 
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