Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

La concepción estética en la teoría de la literatura de Álvarez Espino y Góngora Fernández

María del Carmen García Tejera




Introducción

En la actualidad se acepta comúnmente que las fórmulas didácticas entrañan un contenido específico de índole ideológica, una teoría definida -o, al menos, definible- en términos precisos. Detrás, o en el fondo, de las nociones y explicaciones, en apariencia meramente descriptivas, están más o menos implícitas concepciones antropológicas, religiosas, filosóficas y culturales sobre los principios fundamentales que determinan las actitudes y comportamientos individuales y colectivos. Una gramática o una retórica, cuando establecen las nociones de verbo o de poesía están, al mismo tiempo, optando por una determinada concepción del lenguaje o del arte y, en definitiva, por un peculiar modelo teórico del hombre. Resultará, por tanto, de interés y utilidad para conocer el trasfondo «ideológico» (principios y valores teológicos y filosóficos) que se transmiten en un momento determinado, analizar los libros de texto que estudian los alumnos de algún centro.

Durante el siglo XIX se desarrolló en Cádiz una importante actividad científica y didáctica. Recordemos las instituciones educativas que se crearon durante este siglo y mantuvieron un nivel muy alto: la Real Sociedad Económica de Cádiz (1814) estableció una escuela «Camorra», y la Escuela Gratuita del Beaterio, la Escuela de D. Diego Choquet, las Escuelas Pías de la Aurora en El Puerto, el Colegio de Villaverde (1835), Colegio de San Pedro (1836), Colegio de San Felipe Neri (1837)1. Pero la importancia de esta actividad educativa no se limita sólo al ámbito de los centros privados: en el Instituto de Bachillerato imparten clases prestigiosos profesores cuyas enseñanzas podemos valorar gracias a los manuales que publicaron algunos de ellos. Ciñéndonos al ámbito de la Retórica podríamos recordar, entre otros, los nombres de Salvador Arpa, Narciso Campillo, Romualdo Álvarez Espino y Antonio Góngora Fernández. En este trabajo vamos a limitar nuestro estudio al libro de estos dos últimos autores, titulado Elementos de Literatura Filosófica, Preceptiva e histórico-crítica, con aplicación a la Española, que fue editado en Cádiz en el año 1870 y se imprimió en la Imprenta y Litografía de la Revista Médica.






La definición de literatura en los «Elementos...» de Álvarez Espino y Góngora Fernández

Estos autores apoyan toda su obra en la definición de Literatura, que formulan en los siguientes términos:

«Literatura es el arte que imita la belleza por medio del lenguaje».


(p. 9)2                


El elemento fundamental de esta definición, que les sirve de base y de punto de partida, es el concepto de belleza. De esta manera justifican la amplitud que le conceden a sus reflexiones sobre la Estética y el lugar que le asignan como introducción a los estudios literarios. Otros autores, por el contrario, siguiendo a Hugo Blair, comienzan sus reflexiones a partir de la definición del gusto.

Álvarez Espino y Góngora Fernández aceptan que la obra de arte es producto, fundamentalmente, del talento y de la imaginación, pero también reconocen que, sin la ayuda de los procedimientos técnicos resultaría prácticamente imposible alcanzar la perfección3. Por lo tanto, al estudio de la literatura hay que concederle una importancia decisiva en los planes y programas académicos, ya que el conocimiento concienzudo de sus secretos resulta no sólo útil sino incluso necesario para acercarse al ideal de perfección estética. La Retórica también rendirá un servicio a los que tienen que elaborar escritos no estrictamente literarios:

«Es sumamente necesario y útil su estudio, porque sin él sería imposible alcanzar la perfección de las obras hijas del talento y de la imaginación, pues aún los escritos más ajenos a la belleza como fin, necesitan de la belleza como medio».


(p. 9)                


Pero el término Literatura posee, además, otra significación. Con él se designa al estudio de las obras literarias, y abarca tres orientaciones científicas y metodológicas que, según los autores, deben ser convergentes y complementarias: filosófica, preceptiva e histórico-crítica. La primera tiene un carácter teórico y se propone la identificación y formulación de los principios estéticos que deben inspirar la obra literaria. La segunda es de índole prescriptiva y dicta las leyes tanto generales, para todo tipo de composición, como particulares, para cada uno de los géneros, que se han de cumplir en su elaboración. Y la tercera, de naturaleza y objetivos mucho más prácticos, facilita datos e instrumentos para mejor «conocer el origen y progresos de la literatura en general y el mérito de los escritores, por medio de análisis filosóficos» (p. 9)4.

Siguiendo este planteamiento, Álvarez Espino y Góngora Fernández componen un tratado en el que integran las tres partes de la literatura: la filosófica, la preceptiva y la crítico-histórica.

La primera razón que les mueve a elaborar este compendio de disciplinas, hasta entonces separadas en los planes de estudio, es eminentemente pragmática: que los alumnos encuentren en un solo volumen las tres materias. Pero sobre esta intención meramente material, persiguen otro fin más científico y didáctico: ofrecer un resumen coherente y así evitar que los alumnos tengan «que rebuscar sus reglas en diferentes autores quizás de dictamen distinto y aún opuesto» (p. V).

Según sus autores, la originalidad del libro estriba precisamente en el carácter global de su contenido. Insisten en que las razones de tal unión no son exclusivamente económicas -de dinero, tiempo y trabajo- sino principalmente didácticas e incluso científicas:

«En nuestro libro sólo es nuevo el pensamiento de añadir a la parte preceptiva, en cuyos límites suelen contenerse los que han escrito hasta hoy tratados de literatura, una parte filosófica que explique el fundamento de las reglas, y otra parte crítico-histórica que enseñe a aplicar algunas de ellas, al par que dé a conocer, si bien brevísimamente, a nuestros principales escritores».


(p. V)                


La base filosófica dota a los estudios literarios de solidez teórica y de racionalidad didáctica. La creación y la interpretación de las obras de literatura podrán adquirir de esta manera una mayor consistencia científica y su enseñanza y aprendizaje resultarán, consecuentemente, más instructivos.

Las dificultades de unos contenidos abstractos podrán ser superadas con la ayuda de unos profesores expertos y de un método adecuado. El estudio de principios filosóficos sólidos servirá también de orientación en la solución a los problemas de tipo moral, social y político con los que la juventud se tendrá que enfrentar:

«Ahora bien; no cabe duda de que uno de los libros que más puede alcanzar un fin tan trascendente, es el que hoy le ofrecemos: la belleza, a más de coincidir con la verdad y la justicia, infunde en el espíritu sus suaves y elevadas emanaciones, engrandece el pensamiento y purifica el corazón, templa la fogosidad de las pasiones y dirige a la imaginación hacia el hermoso ideal que esa juventud se forja, pero que puede adulterar al forjarlo».


(pp. VI y VII)                


El libro, por lo tanto, posee también una intención moral y pretende orientar a la juventud en la formación del ideal, y ayudarle a defenderse frente a los pérfidos ataques de una sofistería tan perjudicial como halagadora, y contra el poder, aún más temible, de sus propios antojos y de sus candidas ilusiones. Los autores, sin embargo, manifiestan su convicción de que una parte de la juventud exige gravedad y elevación en los estudios, y muestran sus esperanzas de que los estudiantes más serios y reflexivos profundizarán con gusto en los principios científicos de la belleza, expuestos en la parte filosófica o Estética.

La siguiente relación de autores que, según propia afirmación, han consultado para elaborar esta primera parte, puede resultarnos altamente reveladora: Aristóteles, Barni, Boileau, Blair, Cousin, Fernández Espino, Garnier, Kant, Marmontel, Núñez Arenas, Platón, Pascal, Pictet, Voltaire y Winkelmann5.




La estética

De la Estética, que definen como ciencia de la belleza, poseen también una concepción de síntesis integradora. Frente a los que sostienen que la Estética es aquella parte de la Psicología que se ocupa de la sensibilidad y estudia, por tanto, todos los fenómenos -los problemas relativos a las sensaciones, tanto internas como externas, y a los sentimientos tanto estéticos puros como intelectuales y morales-, y en contra de autores como Baumgarten6 y Kant7, para quienes dicha disciplina sólo trata del sentimiento que despierta en nosotros la percepción de lo bello, Álvarez Espino y Góngora Fernández defienden que el objeto de la estética es doble, y abarca una esfera subjetiva y otra objetiva, pertenecientes a órdenes análogos aunque no se corresponden con lo interno y lo externo:

«Esta ciencia se nos presenta como una verdadera filosofía del arte, teoría de las teorías, poética de las poéticas, que comprende todos los hechos particulares y los coordina bajo el poder de ciertos principios racionales».


(p. 26)                


Concebida así como disciplina filosófica, con facilidad se pueden advertir las relaciones que la unen con la Lógica, la Moral, la Cosmología, la Psicología, e incluso con la Teología: de ésta bebe sus inspiraciones en el sentimiento religioso. De manera detallada, describen el objeto de la Estética -«la idea de lo bello, estudiada en su esencia y en sus formas»- distinguiendo cinco puntos:

1- El examen de la naturaleza de los objetos que despiertan en el alma el sentimiento de belleza, el deseo de imitarlos y la voluntad de corregirlos.

2- La investigación del primitivo origen o la fuente primera de la belleza.

3- El descubrimiento de las relaciones de las diferentes manifestaciones y la revelación de sus riquezas.

4- La interpretación de sus significados.

5- La identificación de sus fines.

Para la Estética reclaman un método científico adecuado, distinto del que se aplica a la geometría, por ejemplo, o a la lógica. Frente al «rigorismo», «aridez», «inflexibilidad» de estas ciencias, el objeto de la Estética exige una mayor libertad en sus planteamientos y procedimientos de investigación y estudio, y una mayor posibilidad de adaptación a la múltiple variabilidad de la creatividad artística. Será, por lo tanto -concluyen- el método inductivo la vía que, orientada en tres direcciones -hacia los fenómenos externos, hacia las facultades internas y hacia las relaciones mutuas entre sujeto y objeto-, facilitará el análisis y la comprensión del amplio ámbito de la belleza. Pero además la Estética extenderá su atención al dominio del arte, a las variadas producciones de la facultad creativa humana.

La Estética, con respecto a la literatura, de la que debe ser considerada no sólo parte integrante sino también su fundamento, formula los principios científicos del arte del bien decir. Para Álvarez Espino y Góngora Fernández, los tratados de Aristóteles, Horacio, Boileau o Hermosilla son radicalmente incompletos al limitarse a ofrecer nociones y reglas inspiradas en la contemplación de hechos que, por muy fieles que sean, sólo son reflejos pasajeros de determinados momentos culturales. Un estudio verdaderamente científico requiere que se proponga como objetivo la definición del principio generador de dichas manifestaciones artísticas, la descripción de la naturaleza y funcionamiento de la facultad creadora y de su libertad de ejercicio y la identificación de la esencia, origen y, como consecuencia, leyes de la belleza8.




Belleza

Tras esta enumeración de temas de estudio de la Estética, Álvarez Espino y Góngora Fernández llaman la atención sobre la complejidad del fenómeno significado por el término belleza y de su dificultad para explicarlo9. Nos lo exponen de la siguiente manera:

«La mirada más superficial basta para descubrir que el hecho de la belleza no es un fenómeno simple. Resultado de la relación entre el espíritu y los objetos, parece brotar del choque misterioso de las impresiones externas en el alma, como eco dulcísimo con que responde el espíritu a las misteriosas armonías del exterior: y como si otros espíritus escondidos debajo de las formas corpóreas, vinieran a nuestro encuentro y se nos revelaran hablándonos por medio de los sentidos, en lo íntimo del pensamiento sentimos el poder de su idea, y en lo más hondo del corazón la fuerza de su voz».


(pp. 28-29)10                


Para ellos, la belleza es el resultado de dos factores complementarios; surge gracias al encuentro de dos elementos activos, de dos cualidades operativas: la primera pertenece a la naturaleza, objeto de belleza, la segunda se halla en el hombre, sujeto capaz de apreciarla y de sentirla. Finalmente, hay que aceptar la existencia de una fuente anterior y superior al hombre y al mundo, de donde emanan los dos principios inmediatos, de un Dios que se expresa por medio de sus obras11.

La primera esfera de la belleza es, por lo tanto, la naturaleza entendida no sólo como el mundo externo al hombre sino también los fenómenos y operaciones interiores. Todos ellos constan de dos integrantes esenciales: una idea y una forma. La idea representa el principio de unidad, y la forma el de variedad. Un significado, diríamos hoy, y un significante. Esta interpretación nuestra de las nociones de Álvarez Espino y Góngora Fernández quizás pueda ser tachada de excesivamente simple por su anacronismo, pero la descripción que hacen los propios autores nos induce a pensar que, tomándolas con las debidas reservas, nuestra «traducción» no es tan descaminada. Para ellos, la forma externa, que se revela a los sentidos externos o al sentido íntimo, es «variable», «relativa» y «condicional», mientras que la idea, a pesar de que no se ve, ni se oye, ni se toca y de que sólo se percibe por el pensamiento, reina soberanamente entre las formas y constituye como el espíritu vivificador de toda realidad: es «constante», «absoluta» y «necesaria».

Aunque de manera diferente en los seres inorgánicos y en los orgánicos, la luz, los colores, el sonido, la magnitud, la forma, el movimiento, transmiten un mensaje. Lo mismo podemos decir del movimiento voluntario y de la sensibilidad en los seres animados. La diferente configuración corporal de éstos, las creaciones del genio humano traducidas en el conjunto de las artes y las ciencias son diferentes expresiones de un lenguaje elocuente que hay que saber interpretar. Todas ellas hablan del autor supremo y reflejan la grandeza de Dios.

Tras esta interpretación, los autores rechazan con cierta violencia la doctrina del empirismo estético, apoyada en el principio sensualista que confunde lo agradable con lo bello al defender que todos nuestros conocimientos nos vienen de los sentidos12.

A pesar de que reconozcan que todas nuestras ideas acerca de la belleza física se forman a partir de las sensaciones que recibimos por la vista, y que toda belleza, al ser agradable, proporciona un placer sensible unido al sentimiento de lo bello, se muestran totalmente en contra de reducir todo el ámbito de la belleza a la impresión material y a la sensación agradable. Esgrimen cuatro argumentos: en primer lugar, afirman que lo agradable no es la medida de la belleza ni se halla inseparablemente unido a ella. En segundo lugar señalan que, mientras la sensación es la misma para todos los hombres y aún para los animales, el sentimiento de la belleza, patrimonio exclusivo del hombre, varía según la situación personal en que cada uno se encuentre. En tercer lugar advierten que si el crítico de la belleza fuera el placer, carecería de consistencia permanente y estaría sujeta a la variabilidad de los gustos, modas y costumbres. Finalmente, se preguntan en qué noción tendrían que incluir los conceptos de belleza intelectual o moral, la concepción platónica o, incluso, la idea de belleza absoluta. Concluyen con la siguiente afirmación categórica:

«Preciso es confesar que el empirismo tiene que ceder ante la idea de la belleza, como ante la de lo verdadero y lo bueno, reconociendo su filosofía sobrado estrecha para poder encerrar nociones tan grandes y tan elevadas».


(p. 41)                


La belleza posee una dimensión subjetiva, psicológica, que consiste en determinadas modificaciones del espíritu humano que se efectúan cuando están en presencia de objetos bellos. Cuando el hombre contempla alguna realidad dotada de belleza, no sólo formula un juicio sino que siente un poderoso influjo en forma de emoción y de sentimiento, de atracción, opuesto al que experimenta cuando el objeto carece de belleza. En la percepción de la belleza, por lo tanto, no sólo interviene la inteligencia sino también el corazón que es el que saborea «el goce interior y exquisito, mezcla de amor y de complacencia, de sabrosa admiración y de tendencia ardorosa, que aumenta en viveza y profundidad a medida que el objeto refleja más y mejor su belleza» (p. 43).

La sensación en la que viene envuelto el sentimiento es sólo la condición general que cumple todo hecho exterior para que pueda ser interiorizado, pero en manera alguna puede ser identificada con el sentimiento de lo bello, como sucede en la doctrina sensualista. Álvarez Espino y Góngora Fernández llegan incluso a afirmar que la belleza no puede ser cualidad de los perfumes, ni de los sabores, ni aún de las impresiones del tacto, ya que sólo podemos percibirla por medio del oído y de la vista y sus propiedades únicamente se manifiestan en el espacio y en el tiempo.

El sentimiento de lo bello se diferencia igualmente, según estos autores, del deseo, que definen como un movimiento rápido y vehemente del alma que tienen por fin secreto o expreso la posesión, tendencia cuyos caracteres contrarios a la naturaleza del sentimiento de lo bello describen de la siguiente manera:

«porque a la admiración tranquila sustituye en aquélla la necesidad imperiosa; al respeto, la profanación; y a la contemplación muda y al propósito de conservar el objeto, el apetito desordenado y el proyecto de destruirle por gozarle. Como hijo de la necesidad no satisfecha, el deseo viene acompañado de sensaciones dolorosas, de inquietudes y de ímpetus: y como cosa superflua o de lujo, el sentimiento de lo bello se presenta purgado de todo deseo, limpio de todo dolor, para caldear el corazón sin perturbarle y elevar el pensamiento en alas del entusiasmo, sin ofuscarle ni aturdirle».


(p. 45)                


Para estos autores, cuando los objetos bellos poseen otras cualidades que aumentan su valoración meramente sensitiva, en vez de mejorarse su condición estética se puede determinar su degradación por el peligro que entrañan de ser deseados sensual o materialmente. Igualmente advierten sobre la distinción que se debe establecer entre las ideas de lo bueno y de lo bello y, consiguientemente, entre los sentimientos del bien y de la belleza: mientras que ésta implica forma externa y carencia de finalidad, al bien le ocurre exactamente lo contrario: no posee aspecto exterior y siempre se practica para lograr un fin. En toda acción buena aparece cierta proporcionalidad entre los medios empleados y el objetivo propuesto:

«Podemos desde luego afirmar que no sólo estos dos géneros de sentimientos difieren, sino que en muchos casos se excluyen mutuamente. Lo útil por encima de lo bello, nos parece una profanación: lo bello añadido a lo útil, nos parece una superficialidad ridícula».


(p. 48)                


Pero tampoco puede confundirse el sentimiento estético con el gozo que proporciona a la inteligencia el descubrimiento de una verdad13. Los placeres intelectuales están más próximos a los que emanan del bien que a los que brotan de la belleza. Álvarez Espino y Góngora Fernández repiten la misma argumentación anterior y la apoyan en idéntico principio: el de la gratuidad absoluta de la belleza: mientras el gozo y la alegría sean resultados de un fin conseguido, de un éxito alcanzado, hay en ellos demasiado pragmatismo que está en profunda contradicción con la «pureza» y «desinterés» integrantes de los objetos o hechos bellos.

Esta gratuidad favorece un influjo positivo sobre las actitudes y comportamientos humanos y contribuye a que las personas y los pueblos cultiven las virtudes y mejoren su calidad moral.

La belleza se capta a través de tres vías cognoscitivas diferentes y complementarias: por medio de la sensación, del sentimiento y del juicio. El objeto bello se percibe, se siente y se aprecia y, hasta cierto punto, gracias a estas tres actividades del sujeto, se constituye como tal. Todas ellas integran el concepto que se expresa con el término global de «gusto». De todas maneras, y a pesar de la importancia que conceden a este elemento psicológico en la definición completa de la belleza, insisten en que la base objetiva se encuentra en la realidad exterior a la mente que la contempla:

«No podemos negar que el sentimiento de lo bello, como la facultad de apreciarle, sólo existen en el espíritu racional y sensible; pero también es evidente que nuestros afectos y juicios tienen su causa eficiente y su fundamento fuera del alma y en la realidad misma de los objetos externos. El fenómeno estético no está completo si a las capacidades del espíritu humano no corresponden y se agregan las cualidades de los objetos; si suprimimos aquéllas, la belleza es incomprensible [...] y si, por el contrario, suprimimos estas últimas, nuestras propias emociones y nuestras creencias más constantes y firmes, se ahuecan, pierden la razón que las sustenta y se hacen incomprensibles y absurdas».


(p. 54)                


De los tres caminos por los que el hombre aprehende la belleza externa, es precisamente el tercero -el juicio- el que asegura una dimensión universal en cuanto a su contenido ideal o modelo único que repiten con mayor o menor fidelidad los objetos materiales que los copian. Llegan a la conclusión de que en dichos objetos se pueden distinguir dos tipos de valores como ocurre con las cantidades aritméticas: unos absolutos y otros relativos. Los primeros son independientes del soporte material en que se expresan, mientras que este último es el que determina a los segundos.

El elemento psicológico del fenómeno estético es, por lo tanto, complejo: se constituye, a partir de la información que proporcionan los sentidos, por una respuesta emotiva y por otra racional. Inicialmente esta percepción múltiple es instantánea e inconsciente, y recibe el nombre de intuición. Consiste, por lo tanto, en una visión inmediata del proceso interior, que se desarrolla cuando nos hallamos en presencia de un objeto bello. Es el resultado de la unión de la impresión de la exterioridad del objeto con la percepción intelectual de su interioridad. De esta manera concluyen- la relación entre la naturaleza y el hombre es doble y se verifica por dos vías diferentes: la sensible, que recibe la forma a través de los sentidos, y la inteligible, que conecta la idea con el pensamiento. Esta profunda armonía objetiva y su coherente unidad perceptiva constituyen el fundamento más sólido del goce que proporciona la contemplación de los objetos bellos14. Tras los análisis anteriores, llegan como conclusión a la siguiente definición descriptiva:

«Belleza es una revelación inmediata del pensamiento creador, que se exterioriza por medio de una forma más o menos sensible».


(p. 60)                


Con ella pretenden rechazar no sólo las «groseras» hipótesis del empirismo sensual y del «egoísmo» utilitario, sino también la conocida fórmula antigua que alcanzó considerable aceptación por influencia quizás de San Agustín: «Omnis porro, pulchritudinis forma unitas est».

Establecen dos divisiones a partir de sendos criterios valorativos: físico, intelectual y moral, según sea la perspectiva mental que adopta el que la contempla; actual, ideal y absoluta, por el grado de abstracción que se aplica.

Distinguen también tres grados de belleza: en el primero sitúan los objetos que, próximos al nivel mínimo exigido por la definición, no la satisfacen plenamente. Son los meramente graciosos. En el segundo se encuentran los que cumplen todas las condiciones de manera suficiente y a los que, por lo tanto, les corresponde la definición de bellos. En el tercero se sitúan los que no sólo poseen los caracteres definitorios, sino que los superan en mayor o menor medida.

A partir de la noción de belleza, desarrollan el concepto antogónico de fealdad. Los dos términos, con sus correspondientes contenidos, pertenecen al ámbito de la estética. Si el primero expresa la «armonía» entre la forma externa y la idea que representa, el segundo, por el contrario, significa la negación de dicha armonía. Su existencia cumple la función de hacer posible la libertad de acción del hombre.

El concepto de ridículo guarda cierta analogía con el de fealdad. Su fundamento también se halla en el contraste que se produce entre una idea y su expresión pero, en este caso, se requiere una mayor capacidad perceptiva para advertirlo y, cuando tal ocurre, provoca una reacción de hilaridad en vez de desagrado. El arte aprovecha estos efectos para producir obras cómicas, apoyadas siempre en diferentes tipos de contrastes.

Tras estas nociones fundamentales, Álvarez Espino y Góngora Fernández observan que la capacidad del individuo para apreciar y crear obras bellas es perfectible a lo largo de la vida y de la historia. Aceptan una ley de desarrollo progresivo de todo la naturaleza y en ella fundamentan los principios y reglas de la estética concebida como disciplina que tiene como objetivo la formación del «buen gusto» mediante el cultivo de la imaginación y del sentimiento.




Las fuentes de la belleza

Distinguen dos fuentes de belleza: la naturaleza y el hombre. La naturaleza proporciona los modelos elementales y las fórmulas básicas en las que el hombre se apoya para crear obras de arte originales. Para estos autores, el arte no se limita a copiar a la naturaleza sino que posee poder para superarla. Naturaleza y arte, sin embargo, guardan entre sí una estrecha coherencia, ya que ambos tienen su origen común en la Inteligencia de Dios. Al arte, concebido de esta manera, lo definen con las siguientes palabras:

[arte es] «la reproducción libre, no sólo de la belleza natural o sensible, sino de la belleza ideal, tal como la concibe la imaginación con auxilio de los datos que le proporciona la naturaleza».


(p. 112)                


De las artes hacen la siguiente clasificación: en primer lugar, distinguen las artes mecánicas y las bellas artes. Las primeras se producen más por la obra de las manos que por el trabajo del espíritu; tienen por finalidad la utilidad material y práctica. Las segundas, por el contrario, llamadas también liberales o ingenuas, tienen por objeto la consecución de la emoción pura y desinteresada emanada de los objetos bellos. No buscan, por lo tanto, el provecho ni del autor ni del destinatario. Las bellas artes, según los sentidos que las contemplan, se agrupan de la siguiente manera: la arquitectura, la escultura y la pintura se manifiestan en el espacio y son visuales; la música y la poesía se desarrollan en el tiempo y son auditivas.

Reconocen la contradicción que puede resultar de esta clasificación efectuada a partir de un criterio sensorial con su definición de belleza estrictamente mental, pero prefieren mantenerla por razones fundamentalmente didácticas. Hacen un notable esfuerzo por mostrar la gradación que se establece entre las diferentes artes15.

La arquitectura es la más material y, por lo tanto, la menos libre de las bellas artes. El artista ha de valerse en ella de medios groseros, y «como si se viera agobiado bajo el peso de la materia, tiene que luchar con ésta de un modo terrible». No tiene más remedio -concluyen- que cederle y aún sacrificarle parte de su pensamiento16.

La escultura supone un paso más hacia la superación de las dificultades materiales de la arquitectura. Ofrece, incluso, la posibilidad de servir a ésta mediante la aportación de formas variadas que representen a seres del mundo inorgánico y orgánico.

La pintura continúa este proceso de elevación hacia el ideal de belleza natural, intelectual y moral. Recorre con mayor libertad que las artes anteriores el ámbito mineral, vegetal y animal y llega a expresar con notable fidelidad el contenido diverso de ideas y sentimientos. «La pintura es de las artes de la vista la única que puede elevar sus formas a la altura del pensamiento» (p. 115).

La música ofrece al artista formas más inmediatas, rápidas e inmateriales para crear belleza. Al introducir la dimensión temporal, abre nuevas posibilidades de expresión, que se aprovechan sobre todo cuando se enriquece con el lenguaje oral.

Mediante la palabra el arte alcanza su perfección. El lenguaje es el instrumento que más adecuadamente se ajusta a las exigencias de idealización, sin prescindir de las posibilidades expresivas que, gracias a la medida y al ritmo, posee la música:

«La palabra, prescindiendo de su valor eufónico, no tiene otro alguno inmediato y material, pero en cambio, sirviendo de signo para la expresión del pensamiento, se transfigura en los labios del artista, convirtiéndose en símbolo universal y enérgico de todo lo grande, lo sublime y lo infinito».


(p. 117)                


La poesía -explican estos autores- abarca y reproduce todo el mundo creado y creador, interno y externo, material y espiritual: sentimientos, ideas, imágenes, figuras, colores, actos, sonidos, virtudes, vicios, verdades, falacias, bellezas, deformidades, lo visible y lo invisible, lo terrestre y lo divino, lo finito y lo infinito, el mundo, los hombres y Dios.

Pero para ellos, la poesía no tiene por objeto la imitación de la naturaleza como decía Aristóteles17, ni se puede definir ut pictura poesis como Horacio -aunque, como es sabido, esta comparación ha sido tradicionalmente mal interpretada-, sino que cumple la función específica de realizar el enlace armónico entre el mundo real y la esfera ideal. Está situada entre la realidad desnuda, tal como la perciben los sentidos, y la idealidad abstracta, tal como la concibe la inteligencia, e intenta conciliar el antagonismo entre las conclusiones a las que llega, por un lado el sentido común y, por otro, el raciocinio científico: espiritualiza la materia con el poder vivificador del pensamiento y materializa las ideas abstractas dotándolas de un cuerpo sensible.

De esta manera, conceden a la poesía un puesto privilegiado entre todas las demás artes:

«sirviendo de lazo común entre todas ellas, de fuente de sus concepciones, de fundamento de sus ideales respectivos, de precedente cronológico, de término de sus destinos y de punto de apoyo para que puedan desplegar sus galas por todas partes y bajo todas las formas».


(p. 118)                


Rechazan la noción amplia que algunos autores poseen sobre la poesía. Para Álvarez Espino y Góngora Fernández, la elocuencia no debe ser entendida ni siquiera como bella arte, y mucho menos un discurso puede ser considerado como un poema.

Tras afirmar el carácter universal de la poesía, tal como se deduce de la capacidad humana, manifestada de manera permanente -aunque dependiente del diferente grado de cultura estética- establecen la siguiente división, con un doble criterio -histórico y temático-:

a) Poesía lírica o canto popular: Este tipo de poesía es el primero que aparece cronológicamente, ya que su origen se sitúa en el propio interior del hombre. La poesía lírica expresa y traduce el eco emotivo que el mundo exterior provoca en el ánimo humano. Destacan tres caracteres: su espontaneidad -que ellos llaman inconsciencia-, su nacionalismo y su intensa musicalidad.

b) Poesía sacerdotal: Surge posteriormente. Superada la infancia de los pueblos, los intereses de la vida material ceden su protagonismo en favor de los valores espirituales y nace una poesía cuyos contenidos se amplían a temas que trascienden las experiencias estrictamente humanas. Esta poesía religiosa se va progresivamente desacralizando y genera la poesía heroica que canta las acciones -gestas- admirables del héroe «grande», «noble», «valiente» y «hermoso».

c) Dramática: Es la tercera manifestación poética e integra en sí todos los elementos de las formas anteriores y reúne, además, ingredientes de otras bellas artes:

«La arquitectura le erige un templo, el teatro; la pintura y la estatuaria lo adornan y lo pueblan con símbolos e imágenes del pasado; la pintura lo decora, introduciendo bajo su techo un mundo artificial; y la música le presta sus divinas melodías».


(p. 125)                


Resultan clarificadores los calificativos que aplican al movimiento romántico y la valoración que hacen, por el contrario, de la estética clasicista. Según ellos, el romanticismo es una escuela llena de extravagancias y exageraciones que, pervirtiendo el gusto, se propone cambiar la faz de la literatura, declarando la guerra a las reglas aceptadas desde el mundo antiguo. El clasicismo, por el contrario, es un movimiento de protección que se propone defenderse de los ataques revolucionarios y de las invasiones destructoras de los enemigos de los principios y normas de la antigüedad y el orden.

Aventuran, sin embargo, la hipótesis que si el romanticismo se hubiera contentado con referir sus creaciones al sentimiento de los pueblos modernos, y con expresar el espíritu nuevo con formas naturales y adecuadas al pensamiento natural, es posible que los clasicistas no se hubieran levantado para defender la autoridad de las doctrinas clásicas y la memoria de los maestros de la antigüedad. Pero también aseguran que si en los tiempos modernos los clásicos se hubieran limitado al culto del arte griego, a la imitación de los modelos y a la defensa de sus reglas, sólo tendríamos que reprocharles que habrían querido encerrarse en la forma, que se habrían propuesto perpetuar el paganismo y que intentaban luchar contra el espíritu cristiano «que nos eleva sobre lo sensible, limitado y perecedero para arrebatarnos hasta lo infinito, lo ilimitado y lo eterno» (p. 128).

La verdad en definitiva -ésta es su concepción- se halla en la conciliación de la realidad y de la idealidad: en la relación del espíritu con la materia, en la armonía entre la naturaleza y la cultura y las dos potencias capaces de producirlas y conocerlas: Dios y el hombre.

Como resumen de todas sus reflexiones, Álvarez Espino y Góngora Fernández llegan a las siguientes conclusiones:

l.° La belleza es una idea eterna, que se refleja simultáneamente en la vida de la naturaleza, de los hombres y de los pueblos.

2.° Su principio reside en el Autor de todo lo creado y su razón de ser en el alma humana, única que puede conocerla, sentirla y crearla.

3.° La facultad de reproducir lo bello es tan esencial al espíritu como la de pensar y amar libremente.

4.° La vida y el progreso de las artes, como expresión perfectible de la belleza, se hallan sometidos a las leyes fijas e invariables que se revelan no sólo en su desarrollo total a través de la historia, sino en cada una de sus fases particulares.

5.° Los diferentes grados de belleza, desde lo gracioso a lo sublime, y desde lo bello a lo ridículo, expresan y confirman la relación que se establece entre lo infinito y lo finito y demuestran que la naturaleza como el hombre sólo reflejan débilmente la idea absoluta y divina de belleza.




La preceptiva

La segunda parte de la obra de Álvarez Espino y Góngora Fernández se titula Literatura Preceptiva y tiene por objeto «dar reglas sobre toda clase de composiciones». Advierten que los fundamentos de estas reglas -«preceptos o juiciosas advertencias, que nos enseñan lo que debemos hacer y lo que estamos obligados a evitar para producir una obra con la perfección posible» no poseen un carácter convencional, no han sido dictadas por hombre alguno. Las reglas son productos naturales de las potencias intelectuales y morales del hombre y, consecuentemente, son eternas e invariables, ya que se fundan en la naturaleza misma de las cosas18. Este fundamento estético sirve, al mismo tiempo, de criterio valorativo. Las obras clásicas son maestras, no porque fueran realizadas por determinados autores, sino porque éstos cumplieron con fidelidad y acierto las normas exigidas por su condición de artísticas. En coherencia con esta explicación, enumeran de manera jerarquizada los diferentes procedimientos válidos para el aprendizaje de dichas reglas:

  • la observación de la naturaleza
  • el estudio del arte
  • la lectura de los clásicos
  • el aprendizaje de los maestros

El cumplimiento de las reglas -advierten- garantizará que, al menos, la obra realizada, que sólo podrá conseguir la calidad de artística cuando sea fruto del talento, merezca el calificativo de «regular».

Esta segunda parte preceptiva está dividida en dos secciones: en la primera se dan las reglas generales y comunes a todas las composiciones literarias. Recibe el nombre genérico de elocución. En la segunda, se dictan las reglas particulares y propias de cada una de ellas.

La elocución tiene por objeto dar reglas sobre el modo más conveniente de expresar los pensamientos por medio del lenguaje oral. Su estudio se divide en tres capítulos que tratan respectivamente sobre el lenguaje, sobre sus distintas modificaciones llamadas figuras y sobre el estilo.

Los principales autores y obras citados en esta segunda parte son los siguientes: Blair (Retórica y Bellas Letras), Boileau (El Arte Poética), Capmany (Filosofía de la Elocuencia), Coll y Vehí (Elementos de Literatura), Gil de Zárate (Manual de Literatura), Gómez Hermosilla (Arte de hablar en prosa y verso), Horacio (Epístola a los Pisones) y Martínez de la Rosa (Poética).

En la sección dedicada a la elocución desarrollan las cuestiones referidas al lenguaje de las figuras y al estilo. Caracterizan al lenguaje con las siguientes notas esenciales: pureza, propiedad, precisión y exactitud, claridad, energía y armonía19.

Las figuras, entendidas como «ciertos modos de hablar, que embelleciendo o realzando la expresión de las ideas, de los pensamientos y de los efectos, se apartan de otro modo más sencillo, pero no más natural», las agrupan en tres apartados: las figuras de dicción, los tropos y las figuras de pensamiento.

Definen el estilo como «la manera particular que tiene cada cual de expresar sus ideas y pensamientos por medio del lenguaje» (p. 25). Entre todas las demás, destacan la oportunidad como la cualidad esencial que determina la validez de los restantes caracteres. Distinguen los estilos conciso, difuso, árido, limpio, elegante y florido20.

Consideran a la obra literaria como «una ordenada serie de pensamientos dirigida a conseguir un fin determinado, que nunca debe ser otro que el bien de la especie humana». Establecen la siguiente división tradicional: obras poéticas, oratorias y doctrinales.

De la poesía, a pesar de que reconocen la dificultad para definirla y la casi imposibilidad de lograr una caracterización exacta, ofrecen, en primer lugar, una descripción negativa: no consiste -afirman- en la realidad ni en la ficción, ni en el ritmo, ni en la rima, ni en el canto, ni en la imagen, ni en las figuras del estilo, ni aún en el verso. Se atreven a formular la siguiente aproximación: Poesía es «la expresión de lo bello por medio de la palabra, sujeta por lo común a una forma artística». Defienden que la poesía debe tener un carácter eminentemente nacional y popular, ya que el poeta vive de los sentimientos y de las glorias de su país y, cuando esto no ocurre, como cuando se limitan a imitar la poesía grecolatina, las composiciones resultan faltas de entusiasmo y energía.

En la Poética, tras establecer las reglas comunes a las composiciones en verso, se detienen en explicar los caracteres propios del verso castellano, sus diversas especies, la rima o cadencia, las combinaciones métricas. También describen en sendos capítulos la naturaleza de la poesía lírica, épica y dramática y las peculiaridades del poema didáctico, de la fábula y de la creación bucólica o pastoril. La última parte de la preceptiva está dedicada a las composiciones oratorias y a las doctrinales.

La tercera parte es histórico-crítica. En ella se ofrece una información complementaria sobre los autores y obras más importantes de la literatura española. Esta última sección del libro cumple varias funciones: dar algunas noticias históricas sobre los escritores más importantes, ilustrar con ejemplos prácticos los principios y reglas expuestos en las partes anteriores, presentar algunos modelos que pueden ser imitados y, finalmente, despertar el interés de los jóvenes por la literatura de nuestro país. Las notas históricas van acompañadas de algunos comentarios críticos que ayudan a la comprensión y valoración de los textos propuestos.

La obra termina con un apéndice en el que incluyen poesías escogidas de Fernando de Herrera, Fray Luis de León, Meléndez Valdés, Martínez de la Rosa, Hurtado de Mendoza, L. Fernández de Moratín, Iglesias, Cervantes, Ercilla, Romancero, Lope de Vega, Francisco de Rioja e Iriarte.




Consideraciones finales

El análisis que hemos efectuado sobre la Teoría de la Literatura de Álvarez Espino y Góngora Fernández pone de manifiesto, a nuestro juicio, el fondo doctrinal que sostiene un modelo que teoría estética que sirvió de base a muchos libros de texto de bachillerato en España durante la segunda mitad del siglo XIX. Este libro, editado en Cádiz el año 1870 adopta y defiende una postura ecléctica que, como hemos indicado anteriormente, tuvo en España -y, en concreto, en Andalucía- una amplia difusión. Se sitúa entre las doctrinas sensistas -recordemos a los seguidores de Destutt de Tracy: por ejemplo, a Gómez Hermosilla, a Mata y Araujo y, hasta cierto punto, a Alberto Lista- y las teorías espiritualistas -los partidarios en España del Conde de Bonald, como por ejemplo, Mudarra y Párraga-.

La obra sigue un criterio funcional -no olvidemos que es un libro de texto- y se propone facilitar a los alumnos una síntesis coherente de los principios filosóficos de las normas retóricas y de los datos históricos para que ayuden a conocer y valorar las obras literarias.

El carácter sincrético, sin embargo, no es sólo de índole filosófica, sino que posee un sentido más genérico, ya que integra concepciones que pertenecen a diferentes teorías literarias. Sobre la creación de la obra poética, por ejemplo, aceptan que es producto tanto de la inspiración como de la técnica (de un «autor poseso» y de un «autor artífice»); la estética abarca tanto un ámbito subjetivo como objetivo y debe estudiar tanto la esencia de la belleza como sus formas; el poema, en definitiva según estos autores- sintetiza el mundo creado y creador, interno y externo, material y espiritual.





 
Indice