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La conjuración de Fiesco

Friedrich Schiller



PERSONAS

     ANDRÉS DORIA, dux de Génova, venerable anciano de 80 años; conserva algo de su fogosidad primera y el rasgo principal de su carácter es la gravedad; imperativo y conciso en sus mandatos.

     GIANETTINO DORIA, sobrino del anterior, pretendiente a la corona ducal, de 26 años, fanfarrón en sus palabras, en sus modales, en su porte; inoportuno, hinchado y áspero de condición.

     Ambos Dorias visten de color de escarlata.

     FIESCO, conde de Lavagna, jefe de los conjurados, 23 años, esbelto, hermoso, en la flor de la juventud; orgulloso con decoro, amable con majestad, tratable y al propio tiempo disimulado y malicioso.

     Todos los nobles visten de negro. El traje, acuchillado a la antigua alemana.

     VERRINA, conjurado republicano, 60 años, grave, ardiente y sombrío; traje oscuro.

     BORGOGNINO, conjurado, 20 años, noble, de carácter agradable, orgulloso, vehemente y natural.

     CALCAGNO, conjurado, alto y delgado, libertino, 30 años, complaciente y osado.

     SACCO, conjurado, 45 años, hombre ordinario.

     LOMELLINO, confidente de Gianettino, cortesano redomado.

     ZENTURIONE, ZIBO, ASSERATO, malcontentos.

     ROMANO, pintor, independiente, libre y orgulloso.

     MULEY-HASSAN, moro de Túnez, esclavo de la República, de semblante que muestra al par agudeza y malicia.

     Un OFICIAL ALEMÁN de la guardia del duque, ingenuo, noble, valiente y esforzado.

     Tres Ciudadanos sediciosos.

     LEONOR, esposa de Fiesco; 18 años, pálida, enfermiza, delgada, de exquisitos sentimientos; atrae pero no deslumbra; muestra en el semblante cierta melancolía romancesca. Viste de negro.

     JULIA, condesa viuda Imperiali, dama de 25 años, alta y gruesa, coqueta, orgullosa, de belleza algo marchita y chocante; brillante pero no afable; burlona y mala. Viste de negro.

     BERTA, hija de Verrina, muchacha ingenua.

     ROSA, ARABELLA, doncellas de Leonor.

     VARIOS NOBLES, CIUDADANOS, ALEMANES, SOLDADOS, CRIADOS Y RATEROS.

La escena en Génova, 1547.

 

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Acto I

Escena I

Una sala en casa de Fiesco. Suena dentro música y tumulto de un baile.

LEONOR con antifaz. ROSA, ARABELLA salen con vivas muestras de turbación.

     LEONOR (arrancándose el antifaz) .-�No más, ni una palabra más!... Ya es de día. (Se echa en una silla.) Esto me abate por completo.

     ARABELLA. -Mi buena señora...

     LEONOR. (Levantándose.) -�A mis ojos!... �Una coqueta conocida en toda la ciudad!... �en faz de toda la nobleza de Génova! (Con dolor.) Rosa, Bella... �A mis ojos, arrasados en lágrimas!

     ROSA. -Tomadlo por lo que realmente es; un simple galanteo.

     LEONOR. -�Un galanteo, eh?... �Un galanteo aquel perpetuo cambio de miradas; aquella ansiedad con que seguía con la vista sus pasos; aquel prolongado beso en su brazo desnudo que aún guarda la marca de los ardientes labios rojos!... �Un galanteo! �eh? �aquel profundo estupor que le asemejaba a la estatua del sueño, como si hubiera desaparecido para él el mundo, y se hallara solo con Julia en el vacío! �Esto es un galanteo!... �Pobre hija mía! Tú no has amado aún, y no has de enseñarme a distinguir los frívolos pasatiempos, del amor verdadero.

     ROSA. -Tanto mejor, señora; con perder un marido ganáis diez galanes.

     LEONOR. -�Perderle! Porque se encienda un instante en su pecho culpable llama, �he de perder a Fiesco?... Anda, sal de mi presencia para siempre, lengua de víbora... �Un arrumaco!... �un galanteo!... �Verdad... mi buena Bella?

     ARABELLA. -Claro que sí.

     LEONOR. (Abismada en sus reflexiones.) -Pero... �si ella se sintiese dueña de su corazón? �si su nombre se hallara en el fondo de todos sus pensamientos, y la naturaleza entera lo repitiese a sus oídos a cada instante?... �Qué es lo que siento, Dios mío?... �A dónde voy a parar?... �Si la majestuosa belleza del mundo fuera tan sólo para él deslumbrador diamante, donde sólo se hallara grabada su imagen!... Tal vez la ama... �Julia!... dame el brazo, sosténme, Bella. (Suena de nuevo la música. Leonor se levanta.) Escuchad, �no es la voz de Fiesco la que ha sonado entre la algazara? �Cómo puede reír así, mientras llora Leonor en la soledad!... Ah, no;... es la voz grosera de Gianettino Doria.

     ARABELLA. -Verdad, señora:... vamos a otra sala.

     LEONOR. -Tú palideces, Bella; tú mientes. Algo leo en vuestros ojos, y en el semblante de los genoveses algo... (Ocultando el rostro.) �Ah! sin duda saben más de lo que le es permitido oír a una esposa.

     ROSA. -�Cómo exageran los celos!

     LEONOR. (Con dolor.) -Cuando era todavía Fiesco, se adelantaba a veces por la calle de naranjos, a donde acudíamos a pasear alborozadas las doncellas. Reunía entonces en su persona la florida juventud de Apolo y la varonil belleza de Antínoo. Se adelantaba, digo, con nobleza y altivez, como si descansara en sus hombros la espléndida suerte de Génova. Todas le mirábamos a hurtadillas, y bajábamos los ojos apenas chocaban con los suyos, como si nos hubieran sorprendido cometiendo un sacrilegio. �Ay, Bella!... �Con qué afán recogíamos aquellas miradas! �Con qué envidia contábamos las que se dirigían a una vecina! Caían entre nosotras como la manzana de la discordia; las más pacíficas se enfurecían, las más indiferentes palpitaban de amor. Los celos nos arrebataban la paz que reinaba entre nosotras.

     ARABELLA. -Ya lo recuerdo. Esta famosa conquista traía al retortero a todas las damas de Génova.

     LEONOR. (Entusiasmada..) -�Y pensar que ahora es mío!... �Oh inmensa dicha que me espanta! �Mío el primer hombre de Génova, dotado de tales perfecciones, que reúne en sí todas las grandezas de su sexo!... Oídme, muchachas. No puedo callar por más tiempo, y voy a confiaros algo... (con misterio)... un proyecto. Cuando me hallé al pie del altar, junto a Fiesco, teniendo en mi mano la suya, se me ocurrió una idea, harto osado en una mujer... Este Fiesco, cuya mano descansa en la tuya... tu Fiesco... Pero, silencio �eh?... No vayan a saber los hombres cuán orgullosas estamos de ver cómo se rinde a nosotras su fuerza superior... Fiesco, tuyo ahora... Digo que sois unas necias si mi proyecto no os entusiasma... Fiesco libertará a Génova de sus tiranos.

     ARABELLA. (Sorprendida.) -�Vaya una ocurrencia para una mujer el mismo día de su boda!

     LEONOR. -�Te sorprende, Bella? Pues esto se le ocurrió a una novia el día que se casó. Soy mujer, pero conozco la nobleza de mi sangre, y no puedo sufrir que la casa de los Doria pretenda sobrepujar a nuestros mayores. Grata puede sernos la clemencia con respecto a Andrés. Siga en buen hora llamándose dux de Génova. Pero Gianettino, su sobrino y heredero, es orgulloso, arrogante; Génova tiembla delante de él, y Fiesco... (con dolor)... �llorad conmigo!... Fiesco ama a su hermana.

     ARABELLA. -�Desgraciada!

     LEONOR. -Id, y veréis ahora mismo, si os place, al semi-dios de los genoveses, sentado entre libertinos y rameras, entretenido en oír chistes obscenos y cuentos de hadas. �Y aquel es Fiesco!... �Ay de mí! Génova ha perdido un héroe, y yo un esposo.

     ROSA. -Hablad más bajo. Alguien viene por la galería.

     LEONOR. (Espantada.) -Es Fiesco... �Vámonos, vámonos! Tal vez le causaría tristeza el estado de mi ánimo. (Se va, seguida de las doncellas.)



Escena II

GIANETTINO DORIA con antifaz y capa verde. Un MORO.

(Salen conversando.)

     GIANETTINO. -Me has comprendido

     EL MORO. -Perfectamente.

     GIANETTINO. -El máscara blanco.

     EL MORO. -Bien.

     GIANETTINO. -He dicho... el máscara blanco.

     EL MORO. -Bien, bien, bien.

     GIANETTINO. -Óyeme bien; donde quieras, menos aquí (señalando el pecho), porque errarías el golpe.

     EL MORO. -Nada temáis.

     GIANETTINO. -Que sea certero.

     EL MORO. -Quedará satisfecho.

     GIANETTINO. (Con cierta crueldad.) -Que no padezca mucho el pobre conde.

     EL MORO. -Palabra... �Puede saberse cuánto pesa, poco más o menos, su cabeza en la balanza?

     GIANETTINO. -Cien zequíes.

     EL MORO. (Soplándose los dedos.) -Brrr... ligera es como pluma.

     GIANETTINO. -�Qué estás murmurando?

     EL MORO. -Digo que la tarea es fácil.

     GIANETTINO. -Eso corre de tu cuenta. El tal hombre es como un imán, que atrae a él los ánimos inquietos. Oye, canalla; sujétale bien, �eh?

     EL MORO. -Pero, señor, una vez haya descargado el golpe, tendré que largarme hacia Venecia.

     GIANETTINO. -Toma, pues, anticipada la paga. (Le echa un billete de banco.) Ha de haber muerto dentro tres días a más tardar. (Vase.)

     EL MORO. (Recogiendo el billete.) -A esto se llama tener crédito. Sin recibo fía en mi palabra de petardista ese caballero. (Vase.)

 

Escena III

CALCAGNO, luego SACCO. Ambos con capas negras.

     CALCAGNO. -Observo que espías todos mis pasos.

     SACCO. -Y yo, que me huyes y te escondes. Oye, Calcagno. Hace algunas semanas me pareces preocupado por alguna idea que nada tiene que ver con la salvación de la patria. Creo, hermano, que podríamos trocar secreto por secreto, sin que al cabo ninguno de los dos perdiera en ello. �Quieres ser franco conmigo?

     CALCAGNO. -Tanto, que si tu oído no se toma la molestia de descender a mi interior, mi corazón acudirá a la lengua, a tu encuentro, hasta mitad del camino. Amo a la condesa Fiesco.

     SACCO. -(Sorprendido.) Esto sí que no lo presumiera nunca, ni aun haciendo el recuento de todas las posibilidades imaginables. Tu elección me pone en un brete. Si triunfas, digo que no lo entiendo.

     CALCAGNO. -Dicen que es dechado de la más austera virtud.

     SACCO. -Mienten. Es un libro entero sobre un tema insípido. Una de dos, Calcagno; o renuncia a tu corazón, o renuncia a tu empresa.

     CALCAGNO. -El Conde le es infiel. Gran tercera son los celos. La conjuración contra los Doria tendrá a Fiesco ocupado, y a mí me abrirá su palacio. Mientras él caza al lobo en el bosque, entra la zorra en su gallinero.

     SACCO. -Bien previsto, por vida mía. Gracias; me excusas la vergüenza un instante. Puedo confesarte ahora lo que me avergonzaba de pensar tan sólo. Oye; si no sobreviene una revolución, soy hombre al agua.

     CALCAGNO. -�Tan enormes son tus deudas?

     SACCO. -Tanto, que, ni que viviera ocho veces lo que he vivido, no saldaría una décima parte. Espero que un cambio en el Estado ha de ofrecerme algún desahogo, pues ya que no me ayude a pagar lo que debo, quitará a mis acreedores los medios de perseguirme.

     CALCAGNO. -Enterado. Y si al fin, por suerte, Génova es libre, Sacco se hará llamar padre de la patria. Vengan ahora a pudrirme las orejas hablándome de lealtad, cuando la quiebra de un tronera y el capricho de un libertino deciden de la dicha del Estado. Pardiez, Sacco, que admiro en ambos las combinaciones de la Providencia, que salva el corazón con las úlceras de los miembros. �Conoce Verrina tu proyecto?

     SACCO. -Como buen patriota que es. Génova, bien lo sabes tú, es como el huso, donde se enrollan sus pensamientos con viril tenacidad. Clavó su mirada de halcón en Fiesco, y a ti espera verte metido también en la osada trama.

     CALCAGNO. -Tiene buen olfato. Ven; vamos a buscarle y aticemos con las nuestras sus ideas de libertad. (Se van.)

 

Escena IV

JULIA acalorada. FIESCO con capa blanca corriendo tras ella.

     JULIA. -�Lacayos! �Batidores!

     FIESCO. -�A dónde vais, Condesa? �Qué os proponéis?

     JULIA. -No es nada. (A sus criados.) �El coche!

     FIESCO. -Permitidme... no es menester... �Estáis ofendida?

     JULIA. -Bah... Pero no... haceos a un lado... me estáis echando a perder el vestido. �Ofendida yo? �Y quién podría ofenderme aquí?... Retiraos.

     FIESCO. (Hincando la rodilla.) -No será sin que me tildéis de temerario.

     JULIA. (Cruzando los brazos.) -�Divinamente! �Muy bien! �Admirable! A ver: que llamen a la condesa de Lavagna para que presencie esta escena. Pero, Conde, �qué es lo que está haciendo un hombre casado como vos? Mejor parecierais en esa actitud en el dormitorio de vuestra esposa, cuando hallara por acaso algún yerro de cuenta hojeando el calendario de vuestras caricias. �Vaya, alzad! Buscad a otras damas de más baja estofa. Alzad... O será tal vez que queréis expiar con vuestros obsequios las impertinencias de la Condesa.

     FIESCO. (Levantándose.) -�Sus impertinencias? �Ha cometido alguna con vos?

     JULIA. -Levantarse de repente, retirar la silla, volver la espalda a la mesa a que yo estaba sentada...

     FIESCO. -Esto es imperdonable.

     JULIA. -�Y no más? (Con sonrisa de complacencia.) Por lo demás �es culpa mía que el Conde vea lo que hay?

     FIESCO. -El único delito de vuestra belleza, señora, consiste en no permitir que sea contemplada enteramente.

     JULIA. -Dejemos los cumplidos, Conde, puesto que habla el honor. Pido satisfacción. �Me la daréis vos, o me la dará el tonante poder del Dux?

     FIESCO. -La hallaréis en brazos del amor, que os pedirá perdón por los desbarres de los celos.

     JULIA. -�Los celos! �los celos!... �Qué quiere la niña? (Haciendo dengues delante de un espejo.) �Como si fuera posible alcanzar mejor prueba de su buen gusto, que viendo que es también el mío! (Con altivez.) �Doria y Fiesco! �Como si la condesa de Lavagna no debiese sentirse honrada de que la sobrina del Dux hallara su elección digna de envidia! (Amigablemente y dando su mano a besar al Conde.) Suponiendo, Conde, que tal me pareciera.

     FIESCO. (Con viveza.) -�Cruel!... �Atormentarme así! Harto sé, divina Julia, que sólo me es permitido sentir respeto por vos. Como vasallo que soy, mi razón me impone el deber de hincar la rodilla ante el linaje de los Doria, pero mi corazón adora a la bella Julia. Amor culpable y heroico al par asaz osado para franquear el muro que separa las jerarquías, y lanzarse hacía el sol deslumbrante del poder.

     JULIA. -Vaya qué engañosas palabras sabe ensartar el Conde, que anda vacilante, con zancos... Su lengua me diviniza y su corazón palpita debajo del retrato de otra mujer.

     FIESCO. -Decid mejor, señora, decid que palpita a despecho suyo debajo de este retrato y que quiere desprenderse de él. (Coge el retrato de Leonor que cuelga de una cinta azul y lo entrega a Julia.) Colocad esta imagen en ese altar, y así destruís el ídolo.

     JULIA. (Coge el retrato con presteza.) -Gran sacrificio es este, palabra de honor, y merece una recompensa. (Cuelga su retrato del cuello de Fiesco.) Así; ahora, esclavo, ostenta la divisa de tu dueño. (Vase.)

     FIESCO. (Con vehemencia.) -�Julia me ama!... �Julia!... Ya no envidio a dios alguno. (Se pasea alborozado por la sala.) Celebren esta noche los dioses su carnaval, y realice el júbilo su obra maestra. �Hola! (Salen algunos criados.) �A ver! Inundad el suelo de esta sala con néctar de Chipre, y haced que la música despierte a la noche de su sueño de plomo, y millares de antorchas avergüencen a la aurora!... Quiero que la alegría sea general, y que la danza báquica con vertiginoso tumulto derribe el imperio de la muerte. (Vase.)

(Rompe la música con estrepitoso allegro. Se descorre un telón del fondo y aparece una sala iluminada donde bailan en tropel gran número de máscaras. A ambos lados, y en torno de las mesas de juego y del banquete, figuran los convidados.)

 

Escena V

GIANETTINO, medio borracho. LOMELLINO, ZIBO, ZENTURIONE, VERRINA, SACCO, CALCAGNO (todos disfrazados). Muchedumbre de damas y caballeros.

     GIANETTINO. (Con voz estrepitosa.) -�Bravo! �bravo!... Mana el vino que es un primor... Las bailarinas brincan a merveille. Vaya alguno de vosotros a propagar por Génova la noticia de que estoy de buen humor, y que ya pueden divertirse. �Por vida mía! Van a marcar con lápiz rojo este día en el calendario y a escribir debajo: �En esta fecha estuvo alegre el príncipe Doria.�

     LOS CONVIDADOS. (Haciendo chocar las copas.) -Brindamos por la República. (Música.)

     GIANETTINO. (Arrojando con violencia su copa contra el suelo.) -Ahí tenéis los pedazos.

(Tres enmascarados se levantan y rodean a Gianettino.)

     LOMELLINO. (Llevándole hacia las candilejas.) -Señor, hace poco me hablabais de una mujer que hallasteis en la iglesia de San Lorenzo.

     GIANETTINO. -Verdad, camarada, y me es necesario conocerla.

     LOMELLINO. -Yo puedo procurarla a Vuesencia.

     GIANETTINO. (Con viveza.) -�Lo puedes? �Lo puedes?... Últimamente me pedías el cargo de procurador; tuyo será.

     LOMELLINO. -Monseñor, es el segundo cargo del Estado, y lo solicitan más de sesenta nobles, todos más ricos y considerados que el humilde servidor de Vuesencia.

     GIANETTINO. (Interrumpiéndole airado.) �Truenos y Doria! Tú serás procurador. (Los tres enmascarados se adelantan.) �Vaya con la nobleza de Génova! Ya puede echar en la balanza sus escudos y hasta sus abuelos si quiere; un pelo de la blanca barba de mi tío será bastante a que el platillo suba. Yo quiero que tú seas procurador, lo cual equivale a todos los votos de la nobleza.

     LOMELLINO. (En voz baja.) -Esta doncella es la única hija de un tal Verrina.

     GIANETTINO. -Es hermosa, y ha de ser mía, mas que se oponga el infierno.

     LOMELLINO. -Pensadlo bien, señor; es la única hija del republicano más testarudo que he visto.

     GIANETTINO. -�Vete al diablo con tu republicano!... �Entre la cólera de un vasallo y mi pasión... mira tú! Es como si debiera derrumbarse el faro con las pedradas de los chicuelos. (Los tres enmascarados se adelantan agitados.) �Pues qué!... Bueno fuera que el duque Andrés hubiese recibido en el combate sus heridas a cuenta de estos miserables republicanos, porque después el sobrino se viese obligado a mendigar el favor de sus esposas y de sus hijas. �Truenos y Doria! Fuerza es que renuncien a esta satisfacción, o he de plantar sobre el cadáver de mi tío una horca, donde patalee hasta morir la libertad de Génova! (Los tres enmascarados se retiran.)

     LOMELLINO. -Ahora está sola la niña. A su padre le tenemos aquí. Es uno de los tres enmascarados.

     GIANETTINO. -Todo va a medida de mi gusto, Lomellino. Llévame al instante a su casa.

     LOMELLINO. -Pero vos buscáis una manceba, y vais a encontraros con una mujer sentimental.

     GIANETTINO. -La fuerza es la mejor elocuencia... Llévame allá inmediatamente.. Quiero ver a ese perro de republicano que se atreve con el oso de los Doria... (Se encuentra con Fiesco en el umbral.) �Dónde está la Condesa?

 

Escena VI

Dichos. FIESCO.

     FIESCO. -La he acompañado hasta el carruaje. (Coge a Gianettino la mano, y la aprieta contra su corazón.) Príncipe, estoy atado a vuestro servicio con dobles cadenas. Gianettino impera en mí y en Génova, y vuestra amable hermana en mi corazón.

     LOMELLINO. -Fiesco se ha vuelto un epicúreo rematado. Mucho ha perdido en ello la buena sociedad.

     FIESCO. -Pero no Fiesco. Vivir es soñar, Lomellino, y lo más cuerdo soñar agradablemente. �Dónde estará uno mejor? �Bajo los rayos del trono, y junto a la máquina del gobierno que rechina sin parar y ensordece los oídos, o en los brazos de lánguida beldad? Reine en buen hora, en Génova, Gianettino Doria; Fiesco, por su parte, se reserva el placer de amar.

     GIANETTINO. -Vámonos, Lomellino. Es media noche y el tiempo pasa. Gracias por tu recepción; salgo en extremo complacido, Lavagna.

     FIESCO. -Con ello veo colmados mis deseos, Príncipe.

     GIANETTINO. -Vaya, pues; buenas noches. Mañana se juega en casa Doria, y queda invitado Fiesco. Vamos, Procurador.

     FIESCO. -�Música!... �Aquí, luces!

     GIANETTINO. (Con altivez, pasando por entre los enmascarados.) -�Paso, en nombre del Duque!

     Uno de los Enmascarados murmura: -En el infierno, pero no en Génova.

     Movimiento entre los convidados. -El Príncipe se va. Buenas noches, Lavagna.

(Se van en tropel.)

 

Escena VII

Los tres ENMASCARADOS.

(Pausa.)

     FIESCO. -Advierto que hay aquí algunos convidados que no participan del júbilo de mis fiestas.

     LOS ENMASCARADOS. (Murmuran para sí con despecho.) -Ni uno sólo.

     FIESCO.-�Cómo puede salir de aquí descontento un genovés, a despecho mío? �Ea, lacayos!, comience de nuevo la danza y llenad las grandes copas. No quisiera que nadie se fastidiara aquí... �Queréis alegrar los ojos con fuegos artificiales, o preferís tal vez recrearos con los chistes de mi bufón? Quizá os distraiga la conversación de las damas; o bien os parece mejor que nos sentemos a la mesa del juego para abreviar las horas.

     UN ENMASCARADO. -Estamos habituados a contarlas por nuestras acciones.

     FIESCO. -�Varonil respuesta!... �Ah! es Verrina.

     VERRINA. (Quitándose el antifaz.) -Antes reconoce Fiesco a sus amigos bajo el antifaz, que ellos a él con el suyo.

     FIESCO. -No comprendo lo que dices, pero... �Qué significa ese crespón atado al brazo?... �Será que Verrina ha perdido algún pariente, sin que lo sepa Fiesco?

     VERRINA. -Una noticia de duelo no es propia de tus alegres fiestas.

     FIESCO. -�Pero si tu amigo te la pregunta! (Le toma la mano con viveza.) Amigo de mi alma, �quién se nos ha muerto a ambos?

     VERRINA. -�A ambos!... �A ambos!... Harto es verdad lo que dices. Pero no todos los hijos lloran a su madre.

     FIESCO. -�Tu madre!... Si ha muerto hace tiempo.

     VERRINA. -(Con intención.) Creí que Fiesco me llamaba hermano, porque era hijo de mi patria.

     FIESCO. -(Chanceándose.) �Ah!... te referías a eso. Se trataba de una chanza. Llevas luto por Génova. Verdad que Génova está agonizando. �Ocurrencia nueva y original!... Veo que nuestro primo empieza a mostrar ingenio.

     CALCAGNO. -Hablo seriamente, Fiesco.

     FIESCO. -Sin duda, sin duda, esto es; basta ver su aspecto triste y lacrimoso. Nada vale un chiste, si el mismo que lo dice lo celebra a carcajadas. �Qué cara de entierro! �Quién había de decir que el sombrío Verrina había de volverse tan alegre pájaro, cuando viejo!

     SACCO. -Vámonos, Verrina. Fiesco no será jamás de los nuestros.

     FIESCO. -Pero separémonos al menos como alegres camaradas. Seamos como aquellos herederos astutos, que siguen el féretro sollozando, mientras se ríen para su capote. �Qué nos importa que debamos soportar una mala madrastra? Dejaremos que gruña, y nos daremos a la buena vida.

     VERRINA. (Con viva emoción.) �Por el cielo!... �Y estamos con las manos cruzadas! �Qué fue de aquel Fiesco, de aquel poderoso enemigo de los tiranos? Recuerdo que hubo un tiempo en que la vista de una corona te ponía malo. Si así se corrompen los caracteres, yo, hijo degenerado de la República, no doy un ardite de mi inmortalidad. Tú responderás de ella.

     FIESCO. -Eres un caviloso. �Qué importa, dime, que se meta Génova en peso en los bolsillos y la venda a un corsario de Túnez? En tanto beberemos vino de Chipre en brazos de lindas muchachas.

     VERRINA. (Mirándole muy serio.) -�Esto piensas realmente?

     FIESCO. -�Y por qué no, amigo mío? �Es gran dicha ser sustentáculo de este animal de mil pies que llaman República? Demos las gracias a quien le presta alas con que volar y exime a los pies de su oficio. Así mientras Gianettino Doria sea dux, no encaneceremos nosotros con los negocios de Estado.

     VERRINA. -�Pero, Fiesco!... �esto piensas realmente?

     FIESCO. -Andrés adoptó por hijo y heredero a su sobrino. �Quién será tan loco que vaya a disputarle la herencia?

     VERRINA. (Con visible descontento.) Entonces vamos, genoveses. (Vuelve la espalda a Fiesco de golpe; los demás le siguen.)

     FIESCO. -�Verrina!... �Verrina!... Duro es como el acero este republicano.

 

Escena VIII

FIESCO. Un ENMASCARADO.

     EL ENMASCARADO. -�Podéis disponer de unos minutos, Lavagna?

     FIESCO. (Con cumplido.) -Por vos, de una hora.

     EL ENMASCARADO. -�Tendréis la bondad de dar un paseo conmigo, fuera de la ciudad?

     FIESCO. -Son las doce menos diez.

     EL ENMASCARADO. -�Me haréis este favor, Conde?

     FIESCO. -Voy a decir que enganchen.

     EL ENMASCARADO. -No es necesario. Ya mandé por delante un caballo, y es lo que basta, porque espero que sólo volverá uno de los dos.

     FIESCO. (Sorprendido.) -Y...

     EL ENMASCARADO. -Alguien va a pediros cuentas con sangre, de ciertas lágrimas.

     FIESCO. -�Qué lágrimas?

     EL ENMASCARADO. -Las de cierta condesa de Lavagna. Conozco perfectamente a esta dama y quisiera saber cómo ha merecido ser sacrificada a una loca.

     FIESCO. -Ahora lo comprendo. �Puedo preguntar el nombre de tan extraño provocador?

     EL ENMASCARADO. -Es el mismo que adoró un tiempo a la hija de Zibo, y que se retiró cuando vino Fiesco a ofrecerla su mano.

     FIESCO. -Escipión Borgognino.

     EL ENMASCARADO. (Quitándose el antifaz.) -Él es, quien pretende ahora borrar la vergüenza que le causó retirarse delante de un rival, que, con pésimo consejo, se entretiene en atormentar a la misma bondad.

     FIESCO. (Abrazándole con calor.) -�Noble mancebo!... Bendigo las penas de mi mujer, ya que me ofrecen ocasión de conocer a persona tan digna. Comprendo la belleza de vuestra acción, pero os anuncio que no me batiré.

     BORGOGNINO. (Retrocediendo.) -�Será el conde de Lavagna tan cobarde, que no se atreva a exponerse a mis primeras armas?

     FIESCO. -Borgognino, me expondría contra el poder de Francia entera, y no contra vos. Respeto este noble ardor en defensa de una persona amada y confieso que vuestra intención merece una corona, pero batirnos fuera pueril.

     BORGOGNINO. (Irritado.) -�Pueril, Conde! Si nada puede la mujer que no sea llorar el ultraje, �para qué está el hombre?

     FIESCO. -Muy bien dicho, pero yo no me bato.

     BORGOGNINO. (Le vuelve la espalda, y hace que se va.) -Y yo os despreciaré.

     FIESCO. (Con viveza.) -�Vive Dios! Eso nunca, mancebo, aunque en ello debiera perder algo la virtud. (Asiéndole la mano.) �Habéis sentido por mí algo como... qué diré... como respeto?

     BORGOGNINO. -�Acaso cediera el puesto a otro alguno, si no le hubiese tenido por el primero?

     FIESCO. -Pues bien, amigo mío; difícil me sería despreciar a quien hubiese merecido una sola vez mi respeto. Creería desde luego que la trama de un hábil maestro ha de estar muy artísticamente tejida, y que no es fácil sea patente y clara a los ojos de un aprendiz. Idos a casa, Borgognino, y tomaos tiempo para reflexionar por qué Fiesco ha obrado así y no de otro modo. (Borgognino se retira silencioso.) Ve, noble mancebo. Si arden todavía tales corazones por la patria, ya pueden los Doria cuidar de su seguridad.

 

Escena IX

FIESCO. El MORO sale tímidamente y mirando receloso en torno suyo.

     FIESCO. (Le observa largo rato con penetrante mirada.) -�Qué quieres, y quién eres?

     EL MORO. -Un esclavo de la República.

     FIESCO. -Miserable condición la del esclavo. (Mirándole siempre fijamente.) �Qué buscas?

     EL MORO. -Señor, yo soy un hombre honrado.

     FIESCO. -Trata siempre de defender tu rostro con semejante escudo; no estará de más. Pero �qué buscas aquí?

     EL MORO. (Intenta acercarse, y Fiesco se aparta.) -Señor, yo no soy un malvado.

     FIESCO. -Bien haces en decirlo, aunque no basta... Pero... �qué estás buscando?

     EL MORO. (Se acerca de nuevo.) -�Sois vos el conde de Lavagna?

     FIESCO. (Con altivez.) -Hasta los ciegos conocen mi paso. �Oué tienes que ver con el Conde?

     EL MORO. -�Alerta, pues, Lavagna! (Se adelanta hacia él.)

FIESCO. (Se retira por el otro lado) -Ya lo estoy.

     EL MORO. -Alguien hay que no abriga muy buenas intenciones con respecto a vos.

     FIESCO. (Se retira otra vez.) -Ya lo veo.

     EL MORO. -Guardaos de Doria.

     FIESCO. (Acercándose a él.) -Buen hombre, quizá he estado injusto contigo... Este nombre es, en efecto, temible para mí.

     EL MORO. -Alejaos de quien lo lleva. �Podéis leer?

     FIESCO. -�Rara pregunta!... Sin duda te envía algún señor. �Traes un billete?

     EL MORO. -Aquí figura vuestro nombre entre los de algunos pobres diablos. (Le presenta un billete y se planta junto a él. Fiesco se coloca delante de un espejo y recorre el papel de una ojeada. El Moro le cerca espiando sus gestos, hasta que tira de un puñal y va a herirle.)

     FIESCO. (Se vuelve con presteza y detiene el brazo del Moro.) -Despacio... canalla... (Le arranca el puñal.)

     EL MORO. (Pataleando.) -�Demonio! �Perdón!... (Intenta escapar.)

     FIESCO. (Le coge y llama en alta voz.) -Esteban, Drullo, Antonio. (Retiene al Moro por la garganta.) Aguarda, amigo. �Infernal infamia! (Salen los criados.) Aguarda y contesta. Acabas de cumplir una vil comisión. �Quién te ha comprado?

     EL MORO. (Después de vanos esfuerzos por desasirse.) -No han de colgarme más arriba de la horca.

     FIESCO. -No, consuélate. Claro que no te ahorcarán en los cuernos de la luna, pero sí a bastante altura para que parezcas desde abajo un monda-dientes. Mas tu elección era tan política que no puedo atribuirla al ingenio que te dio tu madre. Dime, pues, quién te ha pagado.

     EL MORO. -Señor, llamadme si queréis malvado pero no tonto.

     FIESCO. -�Si tendrá también amor propio esa bestia! Responde, animal... �quién te ha pagado?

     EL MORO. (Reflexionando.) -Hum... Así no sería yo sólo el loco, y por cien miserables zequíes... �Que quién me pagó?... El príncipe Gianettino.

     FIESCO. (Picado; paseándose.) -�Cien zequíes y no más por la cabeza de Fiesco! (Con ironía.) �Vergüenza, Príncipe real de Génova! (Echa mano a la gaveta.) Toma, perillán; ahí tienes mil y ve a decirle a tu amo que no es más que un ruin asesino. (El Moro le mira de alto abajo.) �Qué estás pensando, miserable? (El Moro toma el dinero, lo pone sobre la mesa, luego vuelve a tomarlo, y mira a Fiesco con creciente sorpresa.) �Qué haces?

     EL MORO. (Echa resueltamente el dinero sobre la mesa.) -Señor... yo no he merecido ese dinero.

     FIESCO. -�Animal! La horca has merecido tú; pero el elefante irritado aplasta al hombre, y no a una sabandija. Con una sola palabra podía ahorcarte.

     EL MORO. (Satisfecho le hace una reverencia.) -Harta es vuestra bondad, monseñor.

     FIESCO. -Dios me libre de ello; no para ti. Pero me place poder a voluntad aniquilar o conservar un pícaro como tú, y por eso eres libre. Entiéndelo bien; tu torpeza es prenda del cielo de que estoy destinado a algo grande. Y esta es la causa de mi clemencia y de tu libertad.

     EL MORO. (Con cordial efusión.) -Conde, venga esa mano. El honor de un hombre vale el de otro. Si alguien estorba le degüello.

     FIESCO. -Vaya qué cumplido animal, que quiere mostrarme su gratitud degollando al prójimo.

     EL MORO. -No recibimos gratuitamente nuestros dones, señor. También existe el honor en nuestro cuerpo.

     FIESCO. -�El honor de los degolladores!

     EL MORO.-Que está más aquilatado que el de vuestros hombres de bien. Ellos violan sus juramentos a Dios, y nosotros guardamos escrupulosamente los nuestros al diablo.

     FIESCO. -�Eres chusco!

     EL MORO. -Me alegra que sea de vuestro agrado. Ponedme a prueba y os daré a conocer con qué presteza despacho. Informaos de quién soy, si queréis puedo mostrar certificados de todas las sociedades de cacos de la primera a la última.

     FIESCO. -�Qué es lo que oigo? (Se sienta.) �Conque los pícaros reconocen también leyes y jerarquías! Háblame de la última clase.

     EL MORO. -�Psit... señor!... �Miserable caterva de gente de largos dedos!... �Indigno oficio que no produce un solo hombre notable, y se afana por acabar a latigazos y dar en presidio o en la horca!

     FIESCO. -�Brillante perspectiva!... Tengo curiosidad de conocer las clases más elevadas.

     EL MORO. -Hay la de los espías y soplones, hombres importantes a quienes prestan oído los nobles que les dan noticias. Estos pican como sanguijuelas, chupan todo el veneno del corazón y lo infiltran a quien le toca.

     FIESCO. -Ya conozco esto. Adelante.

     EL MORO. -Llegamos ahora a los asesinos y envenenadores, a toda esa canalla que acecha largo tiempo a su víctima y la prende en la trampa. Son por lo común cobardes, pero gente de humor, que pagan al diablo el aprendizaje con su pobre alma. Por ellos la justicia hace más de lo acostumbrado; les descoyunta los huesos en la rueda o planta sus cabezas de zorro en la picota. Esta es la tercera clase.

     FIESCO. -Prosigue. �Cuándo llega la tuya?

     EL MORO. -�Mal rayo, señor!... Ya estamos. Yo las he recorrido todas. Mi genio franquea rápidamente todas las vallas de separación. Ayer tarde hice mi obra maestra en la tercera clase, y hace un rato he fracasado en la cuarta.

     FIESCO. -�Esta se compone...?

     EL MORO. -De los que buscan a su hombre entre cuatro paredes, se abren camino a través de los peligros, van hacia él y de buenas a primeras le ahorran el trabajo de dar las gracias. Entre nosotros se les llama los mensajeros del infierno. Al primer capricho que le da, Mefistófeles no tiene más que hacer una seña, y ya tiene el asado a punto y calentito.

     FIESCO. -Eres un cumplido pillastre. Mucho ha que iba en busca de uno como tú... Venga esa mano, quiero guardarte a mi servicio.

     EL MORO. -�Os burláis o habláis seriamente?

     FIESCO. -Muy seriamente; te daré mil zequíes anuales.

     EL MORO. -Acepto, Conde; soy vuestro. Llévese el diablo mi vida privada. Empleadme como queráis. Haced de mi vuestro lebrel, vuestro perro guardián, un zorro; una serpiente, un alcahuete, un ayudante de verdugo. Yo sirvo para todo, monseñor, menos para algo honrado, porque �por vida!... soy muy porro en tales materias.

     FIESCO. -Descuida. Cuando quiero regalar a alguien un cordero no lo confío al lobo. Ponte desde mañana a recorrer Génova y a olfatear lo que ocurre; averigua que piensan del gobierno, qué se murmura de los Doria, qué dicen mis conciudadanos de mi vida disipada y mis novelescos amores. Ahoga en vino sus cerebros hasta que charlen como cotorras. No ha de faltarte dinero. �Conque no seas avaro en derramarlo entre los comerciantes de sedas!

     EL MORO. (Mirándole como quien reflexiona.) -�Señor!...

     FIESCO. -Descuida... No hay en eso nada de honrado... Anda... Llama a tu pandilla en tu socorro. Mañana oiré tus noticias. (Se va.)

     EL MORO. (Siguiéndole.) -Fiad en mí. Ahora son las cuatro de la madrugada. Mañana a las ocho tendréis tantas noticias como oyen en dos veces setenta pares de orejas. (Se va.)

 

Escena X

Aposento en casa de VERRINA. BERTA echada en un sofá, oculto el rostro entre las
manos.

Sale VERRINA con sombrío ademán.

     BERTA. (Espantada, levantándose.) -�Dios mío! �Él!

     VERRINA. (Se detiene y la mira sorprendido.) -�De cuándo acá mi hija le teme a su padre?

     BERTA. -�Apartad!... �Dejadme salir!... Me espantáis, padre mío.

     VERRINA. -�Oh única hija de mi alma!

     BERTA. (Alzando a él con dolor la mirada.) -No; es fuerza que tengáis aún una hija.

     VERRINA. -�Te pesa, pues, mi ternura?

     BERTA. -Me aplasta.

     VERRINA. -�Cómo me recibes así, hija mía! Otras veces, cuando volvía a casa con el corazón abrumado, mi Berta corría a mi encuentro, y con su sonrisa me aliviaba del grave peso. Ven, hija mía, abrázame; déjame que en tu seno se reanime mi corazón, que se heló junto al féretro de la patria. �Oh, hija mía! Desde hoy he cesado de confiar en los goces de la vida, y sólo tú me restas!

     BERTA. (Fijando en él la mirada largo rato.) -�Oh, desdichado padre!

     VERRINA. (La abraza angustiado.) -�Berta, mi única hija, mi última, mi única esperanza!... La libertad de Génova está perdida... Fiesco está perdido... (La estrecha con fuerza contra él, murmurando entre dientes)... �Tú serás una mujer perdida!

     BERTA. (Desasiéndose.) -�Dios mío!... Sabéis...

     VERRINA. (Trémulo.) -�Qué?

     BERTA. -Mi honor...

     VERRINA. (Con rabia.) -�Qué?

     BERTA. -Esta noche...

     VERRINA. (Fuera de sí.) -�Qué?

     BERTA. -Violada... (Cae sobre el sofá.)

     VERRINA. (Después de prolongado silencio, y con voz ahogada.) -Una palabra, hija mía... la última. (Con voz hueca y cascada.) �Quién?

     BERTA. -�Desdichada de mí!... Cese esta cólera, pálida como la muerte... Socorredme, �Dios mío!... (Balbucea... tiembla.)

     VERRINA. -Y yo no sabía... Hija, �quién?

     BERTA. -�Calma, padre mío!

     VERRINA. (Atenazándola.) -�Por el cielo!... �Quién?

     BERTA. -Un enmascarado.

     VERRINA. (Retrocede, y después de un instante de reflexión y angustia.) -No; esto no puede ser; no viene este pensamiento de Dios. (Suelta una carcajada convulsiva.) �Qué loco soy!... �Como si todo el veneno sólo pudiera salir de un solo reptil! (A Berta, con más calma.) �Tenía este hombre mi estatura, o era más bajo?

     BERTA. -Más alto.

     VERRINA. (Con viveza.) - �El pelo negro y rizado?

     BERTA. -Negro como el carbón y rizado.

     VERRINA. (Se aparta de ella, tambaleándose.) -�Dios mío!... �Ay!... �mi cabeza!... �La voz!...

     BERTA. -Bronca; voz de bajo.

     VERRINA. (Con violencia)... -�De qué color...? No; no quiero saber más... La capa... �de qué color?

     BERTA. -La capa, verde... me parece.

     VERRINA. (Oculta el rostro entre las manos, y cae sobre el sofá.) -Tranquilízate... no es nada... un vahído... �Hija mía! (Descubre el rostro, pálido como la muerte.)

     BERTA. (Juntando las manos.) -�Dios de misericordia!... Este no es mi padre.

     VERRINA. (Tras un momento de silencio, con amarga sonrisa.) -�Bien, bien, cobarde Verrina!... No bastaba que violase el santuario de las leyes; era preciso violar también el santuario de la familia... (Se levanta.) �Vaya!... presto... llama a Nicolás... �A ver!... pólvora y balas... O si no... Aguarda... Se me ocurre otra idea... otra idea mejor... Trae la espada... Encomiéndate a Dios. (Golpeándose la frente)... Pero... �qué voy a hacer?

     BERTA. -�Padre!... me da pavor.

     VERRINA. -Ven: siéntate junto a mí. (Con intención.) Berta, cuéntame... Berta, �qué hizo aquel antiguo romano, cuya hija pareció a alguien tan... �cómo diré? tan agraciada... Oye, Berta, �qué dijo Virginius a su deshonrada hija?

     BERTA. (Con espanto)... -No sé...

     VERRINA. -�Necia!... Nada dijo... (Coge de súbito una espada.) Cogió un cuchillo.

     BERTA. (Arrojándose espantada en sus brazos.) -�Dios mío!... �Qué intentáis?

     VERRINA. (Suelta la espada.) -No; hay todavía justicia en Génova.

 

Escena XI

Dichos SACCO. CALCAGNO.

     CALCAGNO. -Date prisa, Verrina; prepárate; hoy se verifican las elecciones de la República, y queremos llegar a tiempo a la Signoria para nombrar los nuevos senadores. El pueblo pulula por las calles; toda la nobleza acude a la casa capitular. Irás con nosotros (con ironía) a presenciar el triunfo de nuestra libertad.

     SACCO. -�Una espada en el suelo! �Qué torva mirada, Verrina!... y Berta tiene los ojos enrojecidos.

     CALCAGNO. -�Por vida!... Ahora lo advierto... Sacco; aquí ha ocurrido alguna desgracia.

     VERRINA. (Colocando dos sillas frente a ellos.) -Sentaos.

     SACCO. -Amigo, nos espantas.

     CALCAGNO. -Amigo, no te había visto nunca así. Si no hubiese llorado Berta, creería que Génova está perdida.

     VERRINA. -�Perdida!... Sentaos.

     CALCAGNO. (Asustado.) -Te conjuro a...

     VERRINA. -Oíd.

     CALCAGNO. -�Lo que presiento, Sacco!

     VERRINA. -Genoveses: ambos conocéis la antigüedad de mi abolengo. Vuestros abuelos sirvieron a los míos; mis padres se batieron por la patria; sus esposas eran el modelo de las genovesas; nuestro único bien, el honor que pasó como herencia de padres a hijos. �Hay quien pueda sostener lo contrario?

     SACCO. -Nadie.

     CALCAGNO. -Nadie; tan cierto como hay Dios.

     VERRINA. -Soy el último de mi raza; mi mujer murió, y su único legado fue mi hija. Vosotros sois testigos, genoveses, de cómo la eduqué. �Habrá quien ose presentarse y reconvenirme por haber descuidado a mi Berta?

     CALCAGNO. -Tu hija es el modelo del país.

     VERRINA. -Soy viejo, amigos, y si pierdo a mi hija no me es dado esperar otra y mi nombre se extingue. (Con terrible gesto.) Pues bien... la he perdido... mi raza está deshonrada.

     CALCAGNO Y SACCO. (Conmovidos.) -�Dios no lo quiera! (Berta cae en el sofá con hondos gemidos.)

     VERRINA. -No, hija mía... no desesperes. Estos hombres son buenos y valientes y lloran por ti... Pagará con su sangre la hazaña... No sigáis así estupefactos, amigos. (Lentamente y con gravedad.) Bien pudo violar a una doncella, quien oprime a su patria.

     CALCAGNO Y SACCO. (Se levantan y apartan las sillas.) -�Gianettino Doria!

     BERTA. (Con súbita exclamación.) -�Caigan sobre mí estos muros!... �Mi Escipión!

 

Escena XII

Dichos. BORGOGNINO.

     BORGOGNINO. (Con calor) -�Albricias, Berta, albricias!... Noble Verrina; de vuestras palabras va a depender mi felicidad. Tiempo hace que amo a vuestra hija, sin que me atreviera a pediros su mano, porque toda mi fortuna flotaba a merced de las olas, sobre engañosas tablas, que llegan de Coromandel. Mas hoy mi fortuna entra en el puerto con velas desplegadas, y dícenme que me trae inmensos tesoros. Soy rico. Concededme la mano de Berta; juro que he de hacerla feliz. (Berta oculta el rostro. Profundo silencio.)

     VERRINA. (A Borgognino.) -�Deseáis, mancebo, arrojar vuestro corazón a un lodazal?

     BORGOGNINO. (Echa mano a la espada, mas luego la retira.) -�Su padre habla así?

     VERRINA. -Y así hablará cualquier tuno de Italia. �Queréis aceptar las sobras del festín ajeno?

     BORGOGNINO. -Mira, no me vuelvas loco, buen viejo.

     CALCAGNO. -Verrina dice la verdad, Borgognino.

     BORGOGNINO. (Corriendo hacia Berta.) -�Dice la verdad?... �Se ha burlado de mí la desdichada?

     CALCAGNO. -No te precipites, Borgognino. Esta doncella es pura como un ángel.

     BORGOGNINO. -�Pues entonces!... �Como hay Dios que no comprendo!... �Deshonrada y pura a la vez!... Os miráis mutuamente, sin decir palabra; vaga por los trémulos labios la noticia de una acción monstruosa... Os conjuro a que no os moféis por más tiempo de mí... �Es pura?... �Quién ha dicho eso?

     VERRINA. -Mi hija no es culpable.

     BORGOGNINO. -Entonces la violencia... (Echa de nuevo mano a la espada.) Genoveses... decidme por todos los pecados del mundo, �dónde hallaré al desalmado?

     VERRINA. -Donde esté el tirano de Génova. (Borgognino, estupefacto. Verrina se pasea pensativo y luego se detiene.) Si no me engañan los indicios, �oh, eterna Providencia! quieres servirte de Berta, para libertar a mi patria. (Se adelanta hacia ella, se quita lentamente el crespón que lleva atado al brazo y dice en tono solemne.) No ha de brillar sobre estas mejillas un solo rayo de luz, antes que la sangre de los Doria haya lavado la mancha de tu honor... �Hasta entonces... (la cubre con la gasa) cieguen tus ojos! (Pausa. Los tres amigos le contemplan con sorpresa. Verrina extiende la mano sobre la cabeza de Berta.) Maldito sea el aire que respiras, y el sueño que te alivia, y quien te fuere grato en tu desgracia! Ve a esconderte en lo más profundo de mi casa; llora, gime, toma por pasatiempo tu propio dolor. (Estremecido.) Sea tu vida la convulsión del gusano agonizante, el terco y abrumador combate entre el ser y el no ser, y pese sobre ti esta maldición hasta que haya espirado Gianettino. Si así no fuere, arrástrala contigo por toda una eternidad... hasta el día en que se descubra el punto que une los dos extremos de su círculo. (Profundo silencio. Todos los presentes dan muestras de terror, y Verrina los contempla con fija y penetrante mirada.)

     BORGOGNINO. -�Qué has hecho, padre cruel? �Lanzar sobre tu hija tan horrible y monstruosa maldición!

     VERRINA. -Es horrible, �verdad... tierno novio? (Alzando la voz.) �Quién de vosotros osará hablar ahora de aplazamientos y de fría serenidad?... La suerte de Génova pesa sobre mi Berta, y mi ternura de padre responde de mis deberes de ciudadano. �Quién sería ahora tan cobarde que quisiera aplazar la hora de vuestra libertad, sabiendo que este cordero sin mancha sufre, por tal cobardía, horribles tormentos? �Vive Dios que no hablé a tontas y a locas!... Lo he jurado, y no habrá piedad para mi hija mientras no vea tendido en el suelo a Doria, más que deba ingeniarme para torturarla como un verdugo, y magullarla en el potro como un caníbal... �Tembláis!... Me estáis mirando, pálidos como espectros... Te repito, Escipión, que ella es para mi como prenda de que tú degollarás al tirano. De tan precioso lazo cuelga tu deber, el mío, el vuestro. Fuerza es que caiga el déspota de Génova, o no hay esperanza para mi hija. No me retracto.

     BORGOGNINO. (Se arroja a los pies de Berta.) -Caerá, caerá como víctima por Génova. Tan cierto que hundiré esta espada en el corazón de Doria, como que ansío deponer en tus labios el tierno beso de esposo. (Se levanta.)

     VERRINA. -Será esta la primera pareja que bendigan las furias. Enlazad vuestras manos. Pues quieres pasarle el pecho a Doria, tómala, tuya es.

     CALCAGNO. (Arrodillándose.) -Ahí tenéis otro genovés que se arrodilla y depone su temible acero a los pies de la inocencia. Así le sea tan fácil a Calcagno acertar con el camino del cielo, como a su espada con el corazón de Doria. (Se levanta.)

     SACCO. -Rafael Sacco es el último en prosternarse, pero no el menos resuelto. Si no abre mi puñal la prisión de Berta, que Dios cierre el oído a mi postrera oración. (Se levanta.)

     VERRINA. (Con júbilo.) -Os doy las gracias en nombre de Génova, amigos. Ve, hija mía: sé dichosa con sacrificarte así por la causa de la patria.

     BORGOGNINO. (La abraza.) -Ve, confía en Dios y en Borgognino. El mismo día verá la libertad de Génova y de Berta. (Berta se va.)

 

Escena XIII

Dichos, menos BERTA.

     CALCAGNO. -Antes de pasar adelante, una palabra, genoveses.

     VERRINA. -La presumo.

     CALCAGNO. -�Seremos bastantes los cuatro para derribar la hidra poderosa de la tiranía? �No sería conveniente sublevar al pueblo, y atraer a la nobleza a nuestro partido?

     VERRINA. -Comprendo. Oye, pues: tengo a sueldo, hace algún tiempo, un pintor que trabaja ahora en un lienzo que representa la caída de Apio Claudio. Fiesco es adorador de las bellas artes, y se entusiasma con facilidad a la vista de un asunto elevado. Haremos que lleven el cuadro a su palacio, y mientras le contemple, permaneceremos junto a él. Tal vez al aspecto de la pintura despertará su genio... tal vez...

     BORGOGNINO. -Para nada le queremos. Redobla el esfuerzo, y no los auxiliares, dice el héroe. Tiempo ha que sentía en mi alma un vacío que nada podía llenar, y advierto de súbito que era... (Se yergue con heroico ademán.) Ya tengo un tirano.

(Cae el telón.)

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