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Acto III

Escena I

Sitio fragoso y desierto.

Salen VERRINA y BORGOGNINO. Es de noche.

     BORGOGNINO (deteniéndose). -�A dónde me llevas, padre? Harto manifiesta aún tu respiración jadeante, el sombrío pesar con que fuiste a mi encuentro. Cese tu silencio terrible. Habla; no quiero pasar de aquí.

     VERRINA. -Este es el sitio.

     BORGOGNINO. -El más horrible que pudiste hallar. Se me erizan los cabellos, padre, si lo que debes decirme cuadra con este sitio.

     VERRINA. -Es florido jardín comparado con la noche de mi alma. Sígueme a donde la corrupción roe los cadáveres, y la muerte celebra sus festines; a donde los ayes de los condenados regocijan al demonio, y las acerbas lágrimas de la desesperación filtran a través de la eternidad... Allí, hijo mío, en aquel lugar en que se mudan las leyes naturales, y Dios rompe su cetro bienhechor, allí te hablaré en medio de la destrucción y rechinarán tus dientes al oírme.

     BORGOGNINO. -�Y qué debo oír, dime?

     VERRINA. -Temo, mancebo... Tu sangre es sonrosada, y fofa tu complexión. Tales naturalezas suelen ser flacas. Tu propia sensibilidad ablanda mi ánimo cruel, pues para que tú me comprendieras, y comprendieras mi dolor, necesario fuera que la nieve de los años y el negro pesar hubiesen detenido el regocijado vuelo de tus ilusiones; necesario fuera que la sangre negra y espesa cerrara tu corazón a los encantos de la vida.

     BORGOGNINO. -Prometo oírte y seguirte.

     VERRINA. -No, hijo mío; yo lo evitaré. �Ah, Escipión! �Si supieras qué pesada carga me agobia! Tan horrible intento, horrible como negra noche, monstruoso, capaz de partir el corazón de un hombre, quiero realizarlo yo solo. Pero solo no puedo soportarlo. Si fuera orgulloso, Escipión, te diría que es tormento para mí, ser único en grandeza;... que su grave peso al mismo Creador abrumó y hubo de tomar a los ángeles por confidentes. Oye, Escipión.

     BORGOGNINO. -Mi alma devora la tuya.

     VERRINA. -Óyeme, y nada digas; ni una palabra, muchacho, �entiendes?... ni una palabra sobre esto. Fuerza es que Fiesco muera.

     BORGOGNINO. (Estupefacto.) -�Que muera Fiesco!

     VERRINA. -Sí, que muera. �Gracias, Dios mío! He pronunciado la palabra. Fiesco debe morir, y debe morir a mis manos. Ahora, vete. Hay acciones que no pueden sujetarse a ningún juicio humano, y sólo reconocen a Dios por árbitro supremo. Está resuelto; ve. No quiero que me reconvengas, ni que me aplaudas. Sólo yo sé cuánto me ha costado decidirme. Pero oye; después de esto, tú mismo podrías creer que estás loco... oye. �Viste cómo se miraba en nuestra sorpresa? Dime tú, si el hombre que ha burlado a Italia entera con su sonrisa, podría sufrir un igual en Génova. Fiesco derribará al tirano, muy cierto; pero Fiesco será a su vez el más fatal tirano de Génova; esto es más cierto todavía. (Vase. Borgognino le contempla, mudo de sorpresa, y le sigue lentamente.)

 

Escena II

Un salón en casa de Fiesco. En el foro una ventana con vidrieras, con vistas al mar y a Génova. Amanece.

FIESCO, solo, en la ventana.

     �Qué veo! La luna ha desaparecido y brilla la roja aurora sobre el mar. �Qué extrañas visiones han turbado mi sueño! Todo mi ser gira en torno de un solo pensamiento, como víctima del vértigo. �Necesito respirar!... (Abre la vidriera. El mar y la ciudad brillan a lo lejos, alumbrados por la aurora. Fiesco se pasea a lo largo del salón.) Conque fuera el primer hombre en Génova, vería agruparse junto a mí a todos los pequeños... Mas ofendo a la virtud... (Pausa.) �La virtud! Las almas elevadas están sujetas a otras tentaciones que el vulgo. �Cómo puede convenir a ambas la virtud? �Cómo sentará bien al gigante la armadura del flaco pigmeo? Mía fuera esta majestuosa ciudad. (Extiende hacia ella los brazos.) Yo brillaría por encima de ella, cual la soberana claridad del sol; yo la escudaría con mi autoridad de monarca; yo sumergiría en aquel océano sin fondo mi ansia ardiente y mis insaciables deseos. Si la destreza del ladrón no ennoblece el robo, al menos su valor ennoblece al ladrón. Quien roba un bolsillo se deshonra; quien falta a su fe por un millón, comete una imprudencia, mas: qué inefable grandeza en robar una corona! La infamia mengua cuando crece el delito. (Pausa con expresión.) �Obedecer... reinar!... monstruoso abismo que da vértigo. Arrojad a él cuanto hay de más precioso para el hombre; vosotros conquistadores, las victorias; vosotros artistas, las obras inmortales; vosotros epicúreos, los placeres; vosotros navegantes, mares, islas... todo!... �Obedecer, reinar!... Ser o no ser. Quien pudiera medir, sin sentir el vértigo, la distancia que separa del infinito al último serafín, sólo éste mediría la profundidad de esa sima. (Con solemnidad.) �Qué inmensa dicha subir a tal altura, y contemplar desde allí con desdeñosa mirada la impetuosa corriente del destino, donde voltea sin parar la rueda de la ciega fortuna, y muda maligna las cosas! �Qué es llevar a los labios la copa de la dicha, y conducir con andadores al gigante de la ley, armado de coraza? �Y poderle herir impunemente, y ver cómo cede su impotente cólera ante la soberanía! �Y enfrenar las indómitas pasiones del pueblo, como corcel fogoso con ligera rienda! �Y derribar de un soplo en el polvo el orgullo de los vasallos, mientras la fuerza creadora del cetro da vida a los regios ensueños del príncipe, engendrados por la fiebre! �Sueño fascinador! �cómo arrebata la mente más allá de sus límites! �Oh!... ser príncipe un instante. Toda la esencia de la vida se halla concentrada aquí; que no vale ésta por lo que dura, sino por lo que contiene. Así descompuesto el trueno en simples rumores, sirve a lo más para adormecer a los niños, cuando si estalla de súbito y de una sola vez, estremece con su voz poderosa la bóveda del cielo... Estoy resuelto. (Se pasea con heroico ademán.)

 

Escena III

FIESCO. LEONOR, con visible inquietud.

     LEONOR. -Perdonadme, Conde; temería turbar vuestro reposo.

     FIESCO. (Sorprendido.) -En efecto, señora; mucho me sorprendéis.

     LEONOR. -Cosa que no ocurre nunca a los que aman.

     FIESCO. -Exponéis vuestra belleza al aire peligroso de la mañana, Condesa.

     LEONOR. -�A qué conservar la pequeña parte que me han dejado los pesares!

     FIESCO. -�Qué pesares, amor mío! Pensé que fuera de los que se ocupan en subvertir los Estados, los demás vivían tan tranquilos.

     LEONOR. -Es posible, pero lo que es a mí me mata esa tranquilidad, y vengo precisamente, señor, a haceros una pequeña súplica, si podéis disponer de un instante. Seis meses ha que sueño que soy condesa de Lavagna, pero al fin este sueño singular se ha desvanecido, y sólo me resta de él inefable amargura. Quisiera resucitar las pasadas dichas de mi inocente infantil edad, porque desvanecieran los vivientes fantasmas que me hostigan. Permitidme pues que torne a los brazos de mi buena madre.

     FIESCO. (Con viva sorpresa.) -�Cómo, Condesa!

     LEONOR. -�Cuán pobre y miserable cosa es mi corazón! Debierais compadecerlo, seguramente. Como la más leve memoria dañaría mi enferma imaginación, devuelvo a su legítimo dueño las últimas prendas que fueron testimonio de su amor. (Deja una cajita con alhajas encima de una mesa.) Y este puñal que traspasó mi corazón. (Deja igualmente un paquete de cartas.) Y estas... (Llorando y sollozando.) Sólo guardo para mí la herida.

(Fiesco, conmovido, corre hacia ella y la detiene.)

     LEONOR. (Cayendo en sus brazos.) -No merecí ciertamente ser esposa vuestra, pero vuestra esposa merecía respeto. �Cómo silba ahora en torno la calumnia! �Con qué desdén me miran casadas y doncellas! �Miradla, dicen, miradla cómo se marchita la vanidosa que se casó con Fiesco! �Cruel castigo a mi femenil presunción!, que cuando el Conde me llevó al altar, despreciaba a mi sexo.

     FIESCO. -�Por Dios!... no... señora... �Singular escena!

     LEONOR. (Ap.) -Bien. (Palidece y se avergüenza.) �Valor!

     FIESCO. -Concededme dos días tan sólo y entonces me juzgaréis.

     LEONOR. -�Verme sacrificada!... �Ah!... No me dejes pronunciar esta palabra ante ti, �oh casta luz del cielo!... Verme sacrificada a una coqueta. Miradme cara a cara, esposo mío. �Por Dios! Los ojos que gobiernan y hacen temblar a Génova, no debieran bajarse ante las lágrimas de una mujer.

     FIESCO. (Cortado.) -Ni una palabra más, señora, ni una palabra más.

     LEONOR. (Con dolor y amargura.) -En verdad que es digno del sexo fuerte, desgarrar el débil corazón de una mujer. Me arrojé en brazos de ese hombre, feliz con enlazar a su fortaleza mis flaquezas femeniles, librando en él mi dicha entera, y este hombre generoso la regala a una...

     FIESCO. (Interrumpiéndola con viveza.) -No, Leonor mía.

     LEONOR. -�Leonor mía!... �Oh, gracias, Dios clemente! Aún suena para mí el caro acento del amor. Cuando debiera aborrecerte, �falso! recojo aún con avidez las migajas de tu ternura. �Aborrecerte! �Y pude pronunciar esta palabra, Fiesco? �Oh! no lo creas. Con tu perjurio, posible es que aprenda a morir, pero jamás a aborrecerte. Se engaña mi corazón. (Suenan dentro los pasos del Moro.)

     FIESCO. -Concededme un ligero favor, pueril si queréis.

     LEONOR. -Todo, Fiesco, excepto la indiferencia.

     FIESCO. -Cuanto queráis y como queráis. (Con expresivo acento.) Ni me condenes, ni me preguntes nada, hasta dentro dos días. (La conduce con dignidad a otra sala.)

 

Escena IV

El MORO llega sin aliento. FIESCO.

     FIESCO. -�Por qué llegas tan sofocado?

     EL MORO. -Daos prisa, señor.

     FIESCO. -�Qué nos ha caído en las redes?

     EL MORO. -Leed esta carta. �Estoy aquí realmente? Juraría que Génova ha perdido una docena de calles o que mis zancas se han estirado. Palidecéis �eh? Bien parece jugar con las cabezas de los demás, pero ahora que la vuestra es también de la partida, �qué decís a ello?

     FIESCO. (Echa la carta, sorprendido, encima de la mesa.) -Dime con mil diablos, cómo has obtenido esta carta.

     EL MORO. -Casi, casi, del modo que obtendrá su Señoría la República. Debía llevarla un propio a toda prisa a la ribera de Levante, cuando ved aquí que he olfateado el negocio y me puse en acecho del guapo en una hondonada. De pronto �paf!.. la zorra patas arriba y venga acá el pollo.

     FIESCO. -Caiga sobre ti su sangre. Esta carta no se paga con oro.

     EL MORO.-Ya me contentaré con plata. (Seriamente.) Conde de Lavagna, hace poco me dio otra vez el antojo de perderos (enseñando la carta), y se me ha ofrecido nueva ocasión de satisfacer mi deseo; me parece pues que ahora estamos en paz. Por lo demás podéis agradecerlo a mi amistad. (Le presenta un segundo billete.) Número dos.

     FIESCO. (Lo toma con nueva sorpresa.) -�Pero estás loco?

     EL MORO. -Número dos. (Se acerca a él con altivez y le codea.) Vaya que el león no hizo tan gran necedad perdonando la vida al ratoncillo (con sorna), antes obró con mucha picardía, pues sin él �quién hubiera roído las mallas de la red? �Qué tal!... �Qué os parece!

     FIESCO. -�Habrá pícaro! �Cuántos diablos tienes a sueldo?

     EL MORO. -Uno solo... para serviros, y a éste le mantiene el Conde.

     FIESCO. -�La propia firma de Doria! �De dónde has sacado este papel?

     EL MORO. -Fresquito todavía, de manos de mi buena Diana. Estuve en su casa anoche. Le repetí vuestras corteses frases, e hice sonar en sus oídos vuestros zequíes. Surtió efecto la treta. A las seis de la mañana he vuelto a la carga. El Conde estaba precisamente allí, como os decía, y pagaba con ese papel un placer de contrabando.

     FIESCO. -�Cobardes esclavos de las mujeres! Quieren derribar repúblicas y no saben callarse a los pies de una perdida. Por estos papeles averiguo que Doria y los suyos han tramado el plan de asesinarnos a mí y a once senadores, y proclamar soberano a Gianettino.

     EL MORO. -Y nada más; y esto el día de la elección de dux, el 3 de mayo.

     FIESCO. (Con viveza.) -Nuestra actividad de esta noche, hará que aborte su mañana... Aprisa, Hasan; la cosa está en su punto. Llama a los demás y les tomaremos la delantera con sangriento combate. �Date prisa, Hasan!

     EL MORO. -Antes debo vaciar el saco de noticias que traigo. Ya entraron sin novedad dos mil hombres que escondí en el convento de Capuchinos, donde no penetra un solo rayo de sol. Arden en deseos de ver a su jefe; son brava gente.

     FIESCO. -Te toca un escudo por cabeza. �Qué dicen en Génova de mis naves?

     EL MORO. -Este ha sido el mejor golpe, señor. Más de cuatrocientos aventureros que plantó en la calle la paz entre Francia y España asediaban a los míos, pidiéndoles que intercedieran con vos por que consintierais en enviarles contra los infieles. Les he citado esta tarde para el patio del castillo.

     FIESCO. (Muy alegre.) -Me tienes a punto de abrazarte, perillán. �Este es un rasgo de maestro! Dices que son cuatrocientos. �Adiós Génova!... Te tocan cuatrocientos escudos.

     EL MORO. (Con confianza.) �Verdad, Conde, que vamos a trastornar la República de tal modo, que podrán quitarse de enmedio las leyes a escobazos? Nunca os he dicho aún, que cuento también con mis pajarracos entre la tropa, y puedo fiar en ellos como en mi condenación. Según mis medidas, tendremos al menos seis de guardia en cada puerta, y con éstos basta para engaitar y emborrachar a los demás. Conque si esta misma noche se os ocurre dar un golpe de mano, hallaréis los centinelas bebidos.

     FIESCO. -Basta. �Bueno fuera que, después de haber manejado yo solo y sin auxilio alguno este vasto proyecto, cuando estoy próximo a alcanzar mi objeto, viniera a detenerme, con desdoro mío, un bellaco! Dame la mano, camarada. Lo que el conde te debe todavía, el dux te lo satisfará.

     EL MORO. -Falta entregaros un billete de la condesa Imperiali. Me hizo señas desde la calle, muy amable y cortés, y me ha preguntado con cierta ironía, si la Condesa tuvo algún ataque de ictericia. Yo le he dicho que a vos sólo os interesaba la salud de una sola persona.

     FIESCO. (Arroja el billete, después de haberlo leído.) Muy bien dicho. �Y qué ha respondido ella?

     EL MORO. -Que sentía, sin embargo, la suerte de la pobre viuda y se obligaba a darle satisfacción, prohibiéndoos en adelante vuestros obsequios.

     FIESCO. (Con malicia.) -Harto cesarán antes del juicio final.

     EL MORO. (Con malignidad.) -Señor, los asuntos de faldas tienen mucho que ver con la política.

     FIESCO. -Ya lo creo, y éste sobre todo; pero �qué vas a hacer de este papel?

     EL MORO. -Una diablura más que habrá que añadir a las otras. Son unos polvos que me dio la señora Condesa para que los echara cada día en el chocolate de vuestra esposa.

     FIESCO. (Retrocede y palidece.) -�Y ella misma te los dio?

     EL MORO. -Doña Julia, condesa Imperiali.

     FIESCO. (Le arranca de las manos el paquete.) -Como mientas, canalla, te ato vivo a la veleta de la torre de San Lorenzo, donde des vueltas al soplo del viento... Los polvos...

     EL MORO. (Impacientado.) -Los he de echar en el chocolate de vuestra esposa, según me ordenó doña Julia Imperiali.

     FIESCO. (Fuera de sí.) -�Horror!... �Horror!... �Pobre criatura! �Cabe el infierno en el corazón de una mujer? Olvidaba darte las gracias, Providencia divina, por haber aniquilado este proyecto, valiéndote para ello de un malvado demonio. �Cuán extraños tus caminos! (Al Moro.) �Prometes obedecer y callarte?

     EL MORO. -Claro que sí, pues que puedo. �Como me ha pagado en el acto!

     FIESCO. -En este billete me invita a ir a su casa. Iré, señora, y os persuadiré a seguirme hasta aquí. Bien. Corre tú con tanta presteza como puedas y reúne a los conjurados.

     EL MORO. -He previsto esa orden, y por mi cuenta los convoqué para las diez.

     FIESCO. -Siento pasos. Son ellos. �Ah, pícaro! Merecieras una horca exprofeso para ti. Retírate en la antesala hasta que te llame.

     EL MORO. (Yéndose.) -El Moro ha cumplido su tarea y puede retirarse.

 

Escena V

Los CONJURADOS.

     FIESCO. (Yendo a su encuentro.) -La tempestad se acerca; ya van amontonándose las nubes. Despacio, y echad la segunda vuelta a la llave.

     VERRINA. -Ocho puertas dejo cerradas a mi espalda. Ni a cien pasos puede acercarse la sospecha.

     BORGOGNINO. -Aquí no hay un solo traidor si no es el miedo.

     FIESCO. -El miedo no pasa mi umbral. Dios guarde a quien sigue siendo lo que ayer. Sentaos.

(Se sientan.)

     BORGOGNINO. (Paseándose.) -No gusto de sentarme cuando estoy pensando en destruir.

     FIESCO. -Hora memorable es esta, genoveses.

     VERRINA. -Nos dijiste que meditáramos un plan para dar muerte al tirano; pregúntanos, pues nos tienes dispuestos a responder.

     FIESCO. -Ante todo una pregunta que parecerá rara por lo tardía. �Quién debe morir? (Todos callan.)

     BORGOGNINO. (Apoyándose en el sillón de Fiesco y con intención.) Los tiranos.

     FIESCO. -Muy bien dicho, los tiranos. Pero veamos; os ruego que os fijéis en la importancia de esa palabra. Entre el que parece destruir la libertad, y el que tiene el poder de destruirla, �quién es más tirano?

     VERRINA. -Odio al primero y temo al segundo. �Muera Andrés Doria!

     CALCAGNO. (Conmovido.) -�Andrés!... �Un pobre viejo, gastado por los años, que quizá mañana mismo pague su tributo a la muerte!

     SACCO. -�Tan clemente como es!

     FIESCO. -La clemencia de ese viejo es terrible, amigo Sacco, mientras que la farfantonada de Gianettino es simplemente ridícula. Muera Andrés Doria. Hablaste como cuerdo, Verrina.

     BORGOGNINO. -Ora sean de acero, ora de seda nuestras cadenas, siempre son cadenas. Fuerza es que Andrés Doria sucumba.

     FIESCO. (Acercándose a la mesa.) -Así quedamos en que deben morir el tío y el sobrino. Firmad. (Todos firman.) Ya sabemos quién debe morir. (Se sientan.) Ahora lo esencial es saber cómo. Hablad primero, amigo Calcagno.

     CALCAGNO. -�Obraremos como soldados o como asesinos? Lo primero es peligroso porque nos obliga a tener muchos confidentes, y aventurado además, pues no contamos aún con la aquiescencia de todos. Para lo segundo, nos bastan cinco buenos puñales. Dentro tres días, se celebra la misa mayor en la iglesia de San Lorenzo y a ella deben asistir ambos Dorias. A los pies del Altísimo, el recelo de los tiranos se adormece. He dicho.

     FIESCO. (Volviendo el rostro.) -Calcagno, vuestra premeditada proposición es horrible..., Hablad, Rafael Sacco.

     SACCO. -Las razones de Calcagno me placen, pero me repugna el medio que propone. Mejor sería, Fiesco, invitar a tío y sobrino a un banquete, donde, bajo el peso de la cólera de toda la República, se les diese a elegir entre el puñal y el veneno en vino de Chipre. Este medio es al menos cómodo.

     FIESCO. (Con horror.) -�Ay de ti, Sacco, si esta gota de vino que gustaran los moribundos labios, se convirtiera para ti en pez hirviendo, en anticipado dolor del infierno!... �Qué dices a ello, Sacco? Renunciemos a ese plan. Habla tú, Verrina.

     VERRINA. -Los corazones sinceros obran siempre cara a cara. Un asesinato nos rebajaría al nivel de los bandidos. Espada en mano se presenta el héroe. Soy, pues, de opinión que demos la señal del motín y convoquemos a los genoveses para vengarse. (Se levanta y hacen lo propio los demás. Borgognino le abraza.)

     BORGOGNINO. -�Ganemos por las armas la victoria! Eso dicta el honor y eso repito yo.

     FIESCO. -Y yo. Vaya, genoveses. (A Calcagno y a Sacco.) Harto nos ha favorecido hasta hoy la fortuna; ahora nos toca a nosotros poner manos a la obra. Así, vaya por el motín y sea esta misma noche, genoveses. (Verrina y Borgognino manifiestan su sorpresa, y los demás se asustan.)

     CALCAGNO. -�Cómo!... �Esta misma noche? �Poderosos como son los tiranos y tan débiles nosotros?

     SACCO. -�Esta misma noche?... Nada está preparado todavía y ya se pone el sol.

     FIESCO. -Tenéis razón, pero leed esos papeles. (Le da la lista de Gianettino, y mientras la leen todos con curiosidad, se pasea con ademán irónico.) Ahora, �adiós, astro brillante de los Dorias que fulgurabas allí, altivo y esplendente, como si hubieras tomado en arriendo el horizonte de Génova, sin ver que el mismo sol abandona el cielo y comparte con la luna el imperio del mundo!... �Adiós, astro brillante de los Dorias! Murió Patroclo y valía más que tú.

     BORGOGNINO. -(Después de haber leído los papeles.) �Es horrible!

     CALCAGNO. -�Doce de una vez!

     VERRINA. -Mañana en la Signoria.

     BORGOGNINO. -Dadme esta hoja. Génova entera recorreré con ella, y de tal modo, que hasta las piedras me seguirán, y los perros, aullando, clamarán venganza.

     TODOS. -�Venganza! �Venganza! esta misma noche.

     FIESCO. -Aquí os quería. En cuanto anochezca, invitaré a los más distinguidos entre los descontentos, especialmente a los que se hallan en la lista de Gianettino, y además a los Sauli, los Gentili, los Vivaldi, los Vigodimari, a todos los enemigos mortales de la familia de Doria, que olvidó el asesino. Acogerán mi plan con los brazos abiertos, no lo dudo.

     BORGOGNINO. -No lo dudo.

     FIESCO. -Ante todo, debemos asegurarnos el mar. Tengo a mi servicio galeras y hombres, y en cambio los veinte navíos de Doria están sin aparejo y desarmados, con lo que es fácil apoderarse de ellos. Cerraremos la embocadura de la dársena y quedan privados de toda esperanza de fuga. Conque tengamos el puerto, Génova estará encadenada.

     VERRINA. -Sin duda alguna.

     FIESCO. -Luego tomaremos y ocuparemos los fuertes de la ciudad. El puesto más importante es la puerta de Santo Tomás que conduce a la bahía y pone en comunicación las fuerzas de mar y tierra. Ambos Dorias serán degollados en su propio palacio. Al toque de arrebato se convocará a los genoveses para tomar las armas en defensa de nuestra libertad. Lo demás lo sabréis en la Signoria, si la fortuna nos favorece.

     VERRINA. -El plan es bueno. Veamos cómo nos repartiremos los papeles.

     FIESCO. (Con intención.) -Genoveses, libremente me habéis puesto a la cabeza de la conjuración; �obedeceréis a mis órdenes?

     VERRINA. -Mientras sean las mejores.

     FIESCO. -�Conoces el santo y seña, Verrina? Decidle, genoveses, que no es otro que subordinación. Si no puedo disponer de vosotros conforme me parezca, �estáis?; si no soy el jefe de la conjuración, me retiro. Una vida entera de libertad, bien vale un par de horas de esclavitud.

     VERRINA. -Obedeceremos.

     FIESCO. -Idos ahora. Uno de vosotros debe recorrer Génova y comunicarme el estado de la gente en los diferentes puestos; otro, que se entere del santo y seña; otro, que arme las galeras, y el cuarto me traerá al patio de mi casa los dos mil hombres. Esta misma noche habré dispuesto lo demás, y con ayuda de la suerte, habremos triunfado. Que a las nueve en punto estén aquí todos para recibir mis últimas órdenes. (Llama.)

     VERRINA. -Yo me encargo del puerto. (Vase.)

     BORGOGNINO. -Y yo de la tropa. (Vase.)

     CALCAGNO. -Iré a enterarme del santo y seña. (Vase.)

     SACCO. -Pues entonces me encargo yo de dar la vuelta a la ciudad. (Vase.)

 

Escena VI

FIESCO. Luego el MORO.

FIESCO. (Sentado junto a un pupitre y escribiendo.) -�Pues no se han atufado al oír la palabra subordinación! Así se revuelve la mariposa contra el alfiler con que se la clava. Pero es tarde, señores republicanos.

     EL MORO. -Señor...

     FIESCO. (Se levanta y le da un papel.) -Has de invitar para una función de teatro, que se celebrará esta noche, a cuantos dice esa lista.

     EL MORO. -Sin duda para representar en la función su respectivo papel. La entrada costará la vida.

     FIESCO. (Con frialdad y desprecio.) -Una vez hecho esto, no quiero verte más en Génova. (Se va y deja caer una bolsa.) Esta es tu última comisión.

 

Escena VII

El MORO, solo.

     (Recoge la bolsa lentamente y la mira sorprendido.) �En eso estamos? No quiero verte más en Génova. En mi jerga de gentil, estas palabras de buen cristiano quieren decir: cuando sea dux haré ahorcar a mi camarada en una horca genovesa. Perfectamente. Porque conozco sus mañas, teme ahora que no sabré guardar el secreto una vez sea dux. Poco a poco, señor Conde; menester fuera pensarlo mucho todavía. Ahora, buen Doria, tu pellejo está en mis manos y estás perdido como no te avise. Si voy a encontrarle y le descubro la trama, salvo al Duque, la vida y el ducado, lo cual ha de valerme al menos tanto oro como cabe en este sombrero. (Hace que se va y vuelve.) Vamos con tiento, amigo Hasan. Estabas a punto de cometer una necedad. �Y si toda esa matanza se frustrara y algo resultase de ahí?... �Diablo!... �diablo!... �Qué pasada iba a jugarme mi codicia! Veamos. �Qué puede salirme peor, engañar a Fiesco o entregar a la muerte a los Doria? Pues, señor, es difícil resolverlo. Como Fiesco gane, Génova tal vez se levantará de su postración... �Oh!... esto no, esto no me conviene. Si Doria se salva, todo sigue como estaba, y Génova en paz... �Oh! esto es peor. Pero... �qué es ver la cabeza de los rebeldes cayendo en la canasta del verdugo? (Paseándose.)... �Y la divertida carnicería de esta noche, cuando los muy serenísimos darán con su cuerpo en el suelo, al silbido del moro! No, salga de este enredo un cristiano como pueda, que para un hereje el problema es harto difícil... Voy a consultar a un sabio. (Vase.)

 

Escena VIII

Un salón en casa de la condesa Julia.

JULIA de trapillo. Sale GIANETTINO turbado.

     GIANETTINO. -Buenas noches, hermana.

     JULIA. (Levantándose.) -Algo extraordinario ocurre, cuando viene a ver a su hermana el príncipe heredero de Génova.

     GIANETTINO. -Como tú de mariposas, yo vivo rodeado de avispas y no hay medio de dejarlas. Sentémonos.

     JULIA. -No tardarás en cansarme.

     GIANETTINO. -Oye, hermana. �Hace mucho que no has visto a Fiesco?

     JULIA. -�Singular pregunta! Como si me acordara yo mucho rato de semejantes nonadas!

     GIANETTINO. -Me conviene saberlo.

     JULIA. -Pues bien... ayer estuvo aquí.

     GIANETTINO. -�Y se ha mostrado franco?

     JULIA. -Como de costumbre.

     GIANETTINO. -Siempre con el mismo capricho..., �verdad?

     JULIA. (Ofendida.) -�Hermano!

     GIANETTINO. (Alzando la voz.) -Oye... �siempre con el mismo capricho?

     JULIA. (Irritada, se levanta.) �Por quién me tienes, hermano?

     GIANETTINO. (Sigue sentado, con ironía.) -Por una muchachuela, envuelta en un gran... un gran título de nobleza. Sea dicho acá para inter nos. Ya ves, nadie nos oye.

     JULIA. -Pues... acá para inter nos... eres un mono insolente y menguado que explotas el crédito de mi tío... Ya ves, nadie nos oye.

     GIANETTINO. -�Hermana!... �hermana!... Vaya, no nos enfademos. Me alegro de saber que Fiesco sigue con el mismo capricho, que es lo que deseaba averiguar. Con Dios. (Hace que se va.)

 

Escena IX

Dichos. LOMELLINO.

     LOMELLINO. (Besando la mano a Julia.) -Dispensadme mi osadía, señora. (A Gianettino.) Ciertas cosas que no admiten espera...

     GIANETTINO. (Le lleva aparte. Julia picada se sienta al clavicordio, y toca un allegro.) -�Está todo preparado para mañana?

     LOMELLINO. -Todo, Príncipe, pero el correo que salió esta mañana para la ribera de Levante, no ha vuelto todavía, ni Spínola tampoco. �Si le hubiesen sorprendido!... Estoy en verdad muy ansioso.

     GIANETTINO. -No te dé cuidado. �Traes la lista?

     LOMELLINO. (Confuso.) -Señor... la lista... no sé... Ayer me la metí en el bolsillo de la ropilla.

     GIANETTINO. -Bien. Conque estuviera aquí Spínola... Mañana hallarán a Fiesco muerto en la cama. Ya lo tengo arreglado.

     LOMELLINO. -Pero esto parecerá espantoso.

     GIANETTINO. -Y de aquí nuestra seguridad, camarada. Un atentado ordinario irrita al ofendido y le vuelve capaz de todo, pero un crimen sorprendente le hiela de espanto y le anonada. �No conoces la historia de la cabeza de Medusa?... Quien la veía quedaba petrificado, y en cambio una tentativa incompleta subleva las mismas piedras.

     LOMELLINO. -�Le habéis dado a comprender algo a la Condesa?

     GIANETTINO. -Claro que no. Conviene tratarla con ciertos miramientos en lo que se refiere a Lavagna; mas cuando haya gustado el fruto de la empresa no echará de menos lo que costó. Vamos. Aún aguardo para esta noche algunas tropas de Milán, debo dar órdenes a los guardias. (A Julia.) �Qué tal, hermana? �Se te pasó el enojo?

     JULIA. -Ve con Dios; eres un mal criado. (En el punto en que se va, Gianettino se encuentra con Fiesco.)

 

Escena X

Dichos. FIESCO.

     GIANETTINO. (Retrocediendo.) -�Ah!

     FIESCO. (Adelantándose con respeto.) -Príncipe, me ahorráis una visita que pensaba haceros desde luego.

     GIANETTINO. -Y yo me alegro muchísimo de veros, Conde.

     FIESCO. (Se acerca a Julia y le besa respetuosamente la mano.) -Es costumbre en vuestra casa, señora, que la realidad exceda siempre a la esperanza.

     JULIA. -�Pues!... En boca de otro, esto pareciera un equívoco. Pero dispensadme, Conde, estoy hecha una bruja. (Se va hacia el cuarto tocador.)

     FIESCO. -�Oh!... Aguardad, linda Condesa. La mujer nunca parece más bella que vestida con cierto desaliño y desdén. Es su tocado propio para seducir... Estas trenzas... con que ornáis la cabeza... Permitidme que las desate.

     JULIA. -�Y cómo gusta a los hombres introducir el desorden en todo!

     FIESCO. (Con cierta indiferencia y mirando a Gianettino.) -Así en las trenzas como en las repúblicas �verdad? Para nosotros, da lo mismo... Y esta cinta mal prendida... Hacedme el favor de sentaros, bella Condesa. Laura entenderá sin duda el modo de engañar los ojos, pero no los corazones. Dejad que haga yo de doncella. (Julia se sienta y Fiesco arregla su tocado.)

     GIANETTINO. (Tirando de la ropa a Lomellino.) -�Qué miserable e indolente bribón!

     FIESCO. (Inclinándose sobre el seno de Julia.) -Veis, esta parte la velo un poco, porque los sentidos deben ser ciegos mensajeros, e ignorar los artificios del arte y la naturaleza.

     JULIA. -Esto es indiferente.

     FIESCO. -No por completo, porque la más grave noticia pierde su valor en cuanto es conocida de todos. Nuestros sentidos mantienen la República y sostienen la nobleza, y sin embargo, ésta se eleva por encima de su gusto vulgar. (Acaba el tocado de la Condesa, y la lleva frente a un espejo.) Bien; por mi honor que ese tocado estará mañana de moda en Génova. (Con galantería.) �Me permitiréis, Condesa, que os acompañe así por la ciudad

     JULIA. -�Habrá tunante! Cómo sabe obligarme a hacer su voluntad!... No, no; me duele la cabeza pienso quedarme en casa.

     FIESCO. -Perdonadme, señora; podéis hacerlo si os place, pero no querréis sin duda. Hoy mismo llegó de Florencia una compañía de comediantes, y se ha ofrecido a representar en mi palacio. No puedo impedir que asista a la función la mayor parte de las nobles damas de Génova, y no sé cómo ocupar el palco de honor sin herir la susceptibilidad de mis invitados. Sólo conozco un medio. (Haciendo una reverencia.) �Tendríais la bondad, señora?...

     JULIA. (Colorada, yendo a su gabinete.) -�Laura!

     GIANETTINO. (Dirigiéndose a Fiesco.) -�Recordáis, Conde, cierto lance desagradable y reciente que ocurrió entre nosotros?

     FIESCO. -Príncipe, deseo que ambos le echemos en olvido. Los hombres solemos tratarnos según la opinión que nos merecemos. �Quién tiene la culpa de que mi amigo Doria no me conozca bien?

     GIANETTINO. -Al menos no he de olvidarlo antes de haberos pedido sinceramente perdón.

     FIESCO. -Ni yo sin perdonaros sinceramente. (Julia vuelve algo compuesta.)

     GIANETTINO. -A propósito, Conde. Recuerdo ahora que deseáis emprender una cruzada contra los turcos.

     FIESCO. -Esta noche levan anclas. Precisamente abrigo mis temores con respecto a tal empresa, y espero que la deferencia de mi amigo Doria los disipará.

     GIANETTINO. (Con mucha cortesía.) -�Con mucho gusto!... Disponed de todo mi poder.

     FIESCO. -La partida producirá al anochecer cierto movimiento en el puerto y junto a mi palacio, que vuestro tío, el Dux, quizá interprete mal.

     GIANETTINO. (Cordialmente.) -Esto corre de mi cuenta. Seguid adelante con vuestros propósitos; os deseo el mejor éxito.

     FIESCO. -Os quedo muy obligado.

 

Escena XI

Dichos. Un ALEMÁN de la guardia.

     GIANETTINO. -�Qué hay?

     EL ALEMÁN. -Al pasar por la puerta de Santo Tomás he visto multitud de soldados armados, y las galeras del conde de Lavagna prontas a darse a la vela.

     GIANETTINO. -�Y nada más?... Lo dicho no trae consecuencia.

     EL ALEMÁN. -Bien está. Hay algunos grupos de sospechosos junto al convento de Capuchinos, y a veces se corren hasta la plaza. Por su porte y su andar parecen soldados.

     GIANETTINO. (Colérico.) -�Demonio con el celo de este imbécil! (A Lomellino en confidencia.) Son mis milaneses.

     EL ALEMÁN. -Si su Señoría ordena que sean detenidos...

     GIANETTINO. (A Lomellino.) -Id a ver qué pasa. (Con sequedad al soldado.) Bien está; vete. (A Lomellino.) Dad a entender a ese buey, que debe callarse. (Lomellino se va con el alemán.)

     FIESCO. (Que hasta entonces ha seguido bromeando con Julia, y mirando alguna vez que otra a hurtadillas.) -Paréceme que estáis de mal humor; �podremos saber el motivo?

     GIANETTINO. -No tiene nada de particular... Esas eternas cuestiones e informaciones... (Se va.)

     FIESCO. -El teatro nos espera. �Permitiréis, señora, que os ofrezca el brazo?

     JULIA. -Un momento. Antes debo ir por el velo. Pero que no sea trágica la función, Conde, porque sueño después horrores.

     FIESCO. (Con intención.) -�Oh, señora!... �si será cosa de morirse de risa! (Le da el brazo; cae el telón.)

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