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Apuntes sobre el drama histórico

Al tantear varias sendas en la carrera dramática, no se me ha dejado de ocurrir con harta frecuencia cuán difícil sea llegar, por cualquiera de ellas, al término deseado; pero ha contribuido a alentarme en mi propósito el pesar con que miro la decadencia y abandono en que yace el teatro español, y el anhelo de contribuir, en cuanto mis cortas fuerzas alcancen, a estimular el ánimo de los jóvenes, procurando encaminar sus pasos. Este mismo fin me mueve ahora, con motivo de las composiciones contenidas en este volumen, a exponer brevemente algunas reflexiones sobre el drama histórico, que tal vez sean de algún provecho; y aun dado caso que me engañe mi buen deseo, él propio bastará a disculparme.

Inútil de todo punto sería empeñarse ahora en defender la existencia de tales dramas; ¿quién osará en el día condenarlos, porque no se hallen expresamente comprendidos en la sabida distinción de Aristóteles o de Horacio?... Estos dos célebres maestros tenían sobrado talento y saber para que hubiesen intentado fijar con estrechez mezquina los límites del arte; siendo así que no hicieron, por el contrario, sino deducir máximas y reglas, examinando las bellezas de las obras de genio que en su tiempo existían. Basta pues que el drama histórico posea la condición esencial de reunir la utilidad y el deleite, para que deba hallar en el teatro acogida y aceptación; y cierto que pocas composiciones habrá que puedan ser de suyo tan instructivas, y ofrecer al ánimo un desahogo tan apacible. Aun leyendo meramente la historia, nos cautivan por lo común aquellos pasajes a que ha dado el autor una forma dramática, y en que nos parece que los personajes se mueven, obran, hablan por medio del diálogo; ¿qué será pues cuando veamos representado al vivo un suceso importante, y que casi creamos tener a la vista a los personajes mismos, seguir sus pasos, oír su acento?...

Tan natural y tan antigua en España es la afición a esta clase de composiciones, que es cosa digna de notarse que aún no había salido de mantillas el arte dramática, hallándose todavía en manos de los mismos representantes, cuando ya se atrevieron algunos a ofrecer en las tablas, al lado de burlas y farsas, imitaciones de hechos históricos, sobrado sencillas y groseras, cual era de esperar. Y si muy temprano había mostrado el teatro español tan ambiciosas pretensiones, no era de creer las abandonase luego, justamente en época en que la nación acometía las más arduas empresas, y en que las armas y las letras se mostraban émulas de gloria. No más tarde que a fines del siglo XVI, publicó Juan de la Cueva su Ejemplar poético; y explayándose con laudable complacencia en el elogio del teatro español, al que da desde luego la palma, como que quiso en pocos versos indicar sus abundantes riquezas, clasificando sus varias composiciones de esta suerte:


En sucesos de historia famosas,
En monásticas vidas, excelentes,
En afectos de amor maravillosas...

Si se ha dicho, y en mi concepto fundadamente, que la literatura de una nación es el reflejo de la sociedad, cierto que rara vez se habrá visto muestra más señalada. Un pueblo emprendedor, belicoso, avezado a hazañas y aventuras, debía hallar sumo agrado en ver representados en la escena los hechos célebres que habían cautivado su imaginación: resintiéndose todavía de la infancia del arte, pagando su tributo, como todas las naciones, al espíritu del siglo y más animado que otros de celo religioso (confundido por espacio de ocho siglos con el honroso anhelo de independencia y gloria), no es extraño que el pueblo español se apegase con tanto ahínco a los varios géneros de composiciones sagradas, que fueron como una plaga de nuestro teatro; y ya se deja entender también, sin necesidad de explicación ni pruebas, cuánto crédito y aplauso debieron obtener por su parte, en una nación tan dada a galanteos, las composiciones dramáticas que versaban sobre asuntos y lances de amores.

Limitándonos ahora a nuestro propósito, cuando poco después de Juan de la Cueva tomó tan rápido vuelo el teatro español, gracias al impulso de Lope de Vega, y cuando Calderón y otros autores célebres lo levantaron luego a su mayor altura, creció a la par la afición a las composiciones históricas, concurriendo a ello de consuno el gusto de la nación y la inclinación de los poetas. Según hemos insinuado en otro lugar, los dramáticos españoles tenían en general más genio que cordura, y más talento que instrucción; así es que se sentían más inclinados a presentar en las tablas hechos que despertasen la curiosidad, a encadenarlos con sagaz artificio, y a arrastrar en su rápido curso el ánimo de los espectadores, que no a trabajar con detenimiento y afán para desarrollar una pasión, sondeando sus secretos en lo íntimo del corazón humano, o para pintar un carácter con todas sus sombras y matices.

Empero las mismas causas que estimulaban a nuestros dramáticos a dedicarse de buen grado a composiciones históricas, les impedían aventajarse mucho en ellas: no hay hecho grave, por sencillo que sea, que no exija, para comprenderlo a fondo y ponerlo de bulto, largo estudio y profunda meditación; y nuestros poetas, lejos de sujetarse a tan penoso trabajo, preferían lucir su fácil inventiva y dejar campear su lozano ingenio. Faltos los más de la competente instrucción, se les ve incurrir a veces en errores manifiestos, como los que notó el sensato Luzán aun en los autores de más fama; y si se exponían a cometer hasta faltas groseras de geografía y de historia, no era de esperar que se empeñasen, a costa de vigilias y esmero, en trasladar fielmente aquella fisonomía peculiar, por decirlo así, que presenta cada siglo, cada nación, cada hombre.

Así es que de nuestros antiguos dramáticos casi puede afirmarse que sólo sabían pintar Españoles; porque entonces hallaban los modelos en la propia casa y su gran talento les bastaba: los hechos, las costumbres, las personas, se hallan presentados en muchos de sus cuadros con suma verdad y vivos colores; personaje hay, como el rey Don Pedro, que tal vez está mejor retratado en las comedias que en la historia. Mas así que nuestros poetas querían andarse en correrías por regiones extrañas, o se atrevían a desenterrar argumentos clásicos de la antigüedad, al punto se advierte con pena el lado de que flaquean, y se temen tropiezos y caídas: italianos y tudescos, húngaros y franceses, todos se asemejan en nuestro antiguo teatro, descubriendo a las claras, cuando menos se piensa, modales y resabios de Castilla.

Cabalmente cuando se trata de argumentos históricos, la primera cualidad es la verdad de la imitación; pues aunque no se exija, y antes bien sea grave falta, reducirse a una copia servil, nunca debe perderse de vista la índole de semejantes composiciones. Ni por eso haya miedo que a la imaginación del poeta le falte en ellas campo para ostentar sus fuerzas; que en las obras del arte, aun cuando se propongan retratar a la naturaleza, siempre hay que corregir y hermosear; sólo es preciso cuidar grandemente de no soltar la rienda a la fantasía ni dejarla correr a ciegas. Apenas hay en la historia asunto importante y extraordinario que no encierre en sus propias entrañas un tesoro de poesía, que el genio del autor sabrá descubrir y mostrar: no hay trozo de mármol, decía un escritor ingenioso, que no encierre en su seno una hermosa estatua; sólo falta un artista que la saque a luz.

He recomendado con tanto ahínco la fidelidad histórica, que temo se dé a mis expresiones más extensión de la que en sí tienen: el poeta no es cronista; el fin que se proponen es distinto, diversos los instrumentos de que se valen, sus obras no deben parecerse. Un autor puede muy bien, en un drama histórico, presentar los hechos con más circunstancias y pormenores de los que tal vez convendrían en una tragedia; pero no debe olvidar, so pena de amargo desengaño, que su obra no va a leerse descansadamente, al amor de la lumbre, para pasar las largas noches de invierno; sino que va a representarse en el teatro, en que todo aparece desmayado y frío, si no hay acción, movimiento, vida.

Por eso me parece necesario tratar ante todas cosas de conmover el corazón, presentando al vivo sentimientos naturales y lucha de pasiones; que ése es el mejor medio, si es que no el único, de embargar la atención, de excitar interés, y de ganar como por fuerza el ánimo de los espectadores. Así pudiera, hasta cierto punto, reunirse en esta clase de dramas la utilidad de la historia y el encanto de la tragedia: no será tal vez empresa fácil; pero ése debiera ser por lo menos el punto de mira.

En cuanto a las reglas de esta clase de composición, pueden aplicársele muchas, comunes a todas las obras dramáticas; pero conviene hacerlo con aquel tino y discernimiento que requiere su distinta índole y naturaleza. Habiéndose de representar un grave acontecimiento histórico, el arte del poeta consiste en elegir los hechos y circunstancias más notables, que puedan dar de él una cabal idea; en disponerlos de manera que cada uno esté en el lugar más oportuno, sin dañarse los unos a los otros, y antes bien prestándose recíproca ayuda; y en abarcar de tal suerte todos los materiales, que pueda reunirlos como en un haz, y atarlos con un fuerte nudo. Esta unidad es tan esencial en esta clase de composiciones como en todas las obras de bellas artes; el drama más nutrido de sucesos la consiente, o por mejor decir, la exige, así como se la admira en los inmensos cuadros de Julio Romano.

Para que los hechos estén colocados a su amor en un drama histórico, y puedan sucederse sin confusión ni desorden, tal vez no baste un estrecho recinto; y en este caso, poco reparo debe haber en mudar el lugar de la escena, antes que incurrir en tales faltas de verosimilitud, que perjudiquen a la ilusión dramática mucho más que una o dos mudanzas de decoración. En medio de la guerra encarnizada que mantienen en el día los dos campos literarios opuestos, creo que sobre este punto, así como sobre otros muchos, la verdad está en un justo medio. Muy menguado concepto tendrá de su arte el poeta que sacrifique una situación hermosísima, o que incurra en un absurdo manifiesto, por no mudar una que otra vez el lugar de la escena; pero el que haga peregrinar a sus personajes sin tino ni mesura, corre riesgo de recordar frecuentemente a los espectadores lo que con tanto afán debe procurarse que olviden. Cada acto, como parte distinta y separada, puede muy bien suponerse acaecido en diverso lugar, sobre todo si no están entre sí muy distantes; y apenas habrá argumento dramático que exija más que esta anchura para desarrollarse cómoda y fácilmente.

Tampoco se debe regatear sobre el tiempo que se supone dura la acción: basta que lo que pasa a la vista de los espectadores pueda haber sucedido realmente en el mismo espacio, poco más o menos, y que lo restante del tiempo que ha tomado el poeta lo haya distribuido con tal sagacidad, especialmente entre los actos, que el espectador no se aperciba de ello o lo tolere de buen grado. La composición que excite vivo interés y que despliegue mil bellezas, segura puede estar de quedar vinculada en el teatro, aunque la acción dure algunos días, en vez del angustioso plazo de veinticuatro horas; pero mucho temería yo que se diese por ofendida la razón de los espectadores y que el interés se entibiase, si vieran amontonarse hechos sobre hechos, correr la posta los personajes, y suponerse en breves horas que han pasado muchos años.

En cuanto al estilo y al lenguaje que requiere el drama histórico, meramente me atreveré a indicar que deben ser acomodados al argumento, a la condición de las personas, a su situación y demás circunstancias: en este punto muy poco o nada valen las reglas; se necesita el buen gusto, o por mejor decir, el instinto del genio.

En general el drama histórico no requiere quizá tanta elevación como la tragedia: admite con menos dificultad personas de condición más llana, desciende con gusto a pormenores más leves, se acerca más a la vida común; y el estilo debe irse plegando suavemente a tan varias formas, remontándose sin arrogancia, y abatiendo el vuelo sin rasar la tierra. Ya se deja entender, por razones opuestas, que la gravedad misma de los sucesos, la clase de personas que en ellos intervienen, y el calor que dan las pasiones al estilo y al lenguaje, exigen a su vez que éstos rayen más alto en el drama histórico que en la comedia.

Mucho más habría que decir sobre la materia, si me hubiera propuesto tratarla a fondo; pero mi ánimo sólo ha sido, y por eso cuidé de advertirlo con tiempo, reducirme a unos meros apuntes.



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