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La conquista de América en la novela hispanoamericana del siglo XIX. El caso de México

Teodosio Fernández1





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Cuando la conquista de América encontró lugar en la novela española e hispanoamericana había transcurrido casi un siglo desde que Benito Jerónimo Feijoo condenara sin paliativos las crueldades de una empresa impulsada fundamentalmente por la codicia del oro, de consecuencias al fin también negativas para España: «El oro de las Indias nos tiene pobres»2, había concluido, adoptando una actitud crítica que muchos intelectuales españoles harían suya en el futuro. Ciertamente, en el polémico contexto de la «disputa del Nuevo Mundo», durante el último tercio del siglo XVIII figuras relevantes de la Ilustración española como José Cadalso o Juan Pablo Forner salieron en defensa de los conquistadores e incluso buscaron en su heroísmo y en su espíritu de sacrificio modelos para la regeneración nacional que juzgaban necesaria, pero esa conjunción problemática de orgullo patriótico y voluntad renovadora no impidió que arraigara profundamente la convicción de que los metales preciosos de las Indias habían sido causa fundamental de la ruina económica y moral del país, de su decadencia cultural y del escaso desarrollo de su comercio y de su industria. Por otra parte, la defensa de la conquista resultaría difícil de conciliar con planteamientos filantrópicos como los de Gaspar Melchor de Jovellanos, quien trató también de salvar la grandeza heroica del glorioso pasado español, pero al que su humanitarismo antibelicista inevitablemente conducía a la descalificación de los conquistadores y a la denuncia del trato injusto de que habían sido y eran víctimas los indígenas, sobre cuya naturaleza se discutía por entonces con insistencia. En respuesta a quienes atribuían a los españoles una crueldad gratuita con seres indefensos -la imagen de unos indios aniñados o degenerados estaba de actualidad-, esos ilustrados trataron de atribuir a los primitivos pobladores de América una notable capacidad para la guerra3, pero tales planteamientos se debilitaban en la medida en que también en el mundo hispánico (aunque tímidamente) se iban introduciendo las tesis de Jean-Jacques Rousseau sobre el «buen salvaje», tesis que además ponían en entredicho las convicciones sobre las ventajas de la civilización (en todos sus aspectos) frente a la naturaleza primitiva y sencilla de un indígena inocente y feliz, anclado en la Edad de Oro. En consecuencia, cada día se hizo más difícil defender la condición civilizadora de una actuación en la cual la evangelización seguía constituyendo el pilar fundamental, y que no lograba disimular su propia violencia tras los sacrificios humanos, las prácticas antropofágicas y otras pruebas de la barbarie de los habitantes del nuevo mundo.

Así pues, el debate sobre la conquista no se zanjó simplemente con atribuir a la envidia de las demás naciones la constante labor denigratoria desencadenada contra la presencia española en América, naciones que no habían tenido un Bartolomé de las Casas que denunciara   —69→   desde dentro sus propias tropelías4. Pero como he señalado, aunque a cada paso resultaba más difícil conciliar la exaltación del pasado nacional con el examen moral de la historia de España, con frecuencia se intentó defender y exaltar a la vez la grandeza de ese pasado, y a ese propósito ningún ejemplo pareció más apropiado que el de Hernán Cortés y su conquista de México: a pesar del rechazo de los medios violentos también empleados en esa campaña -las propias cartas de Cortés ofrecían pruebas sobradas de su crueldad y de su intolerancia- y de la reprobable ambición que había enturbiado la empresa. En su caso podían valorarse positivamente el valor, la constancia y la inteligencia del conquistador, y también su capacidad para crear un mundo nuevo sobre las ruinas del antiguo, pues al cabo se trataba de buscar en la historia nacional razones para fundar la esperanza de gloria y de prosperidad futuras. Y, aunque el tema y la actitud patriótica hallaron buena acogida en el teatro5 y en otras opciones literarias, se pensó en el poema épico como el cauce más adecuado para el tratamiento de aquellas hazañas, según prueba el certamen que la Real Academia convocó en octubre de 1777, cuyo tema obligado fue la destrucción de las naves ordenadas por Cortés para cortar a sus hombres toda posibilidad de volver atrás, episodio que se juzgaba representativo de las virtudes del espíritu hispánico. Triunfó José María Vaca de Guzmán y Manrique con Las naves de Cortés destruidas6, y en él participó Nicolás Fernández de Moratín con un poema que, retocado, se publicaría años después7. La concepción del héroe como un elegido de Dios para la propagación de la fe en territorios controlados por el demonio -según demostraba la condición sangrienta de los ritos aztecas, con sus sacrificios humanos y su culpable afición a la antropofagia- prolongaba en la campaña de México la gesta de la reconquista, y a esa condición de cruzada o de guerra santa se sumaba la dimensión patriótica de las hazañas realizadas para acrecentar los dominios del rey y la gloria nacional. Ese mismo espíritu inspiraría aún México conquistada (1798), de Juan de Escoiquiz8, aunque para entonces ya resultaba difícil ignorar las contradicciones que incluso la historiografía oficial parecía dispuesta a abordar9. Sin que tampoco llevara a sus últimas consecuencias la condena del fanatismo evangelizador, esas contradicciones quedarían ya plenamente de manifiesto en La conquista de México por Hernán Cortés (1820), de Pedro Montengón: la condición ilegítima de una guerra de invasión resultaba evidente, e invalidaba con ese último poema la condición épica de la conquista de América, incompatible con la nueva mentalidad10.

«Las naves de Cortés destruidas». Pintura anónima del siglo XIX.

«Las naves de Cortés destruidas». Pintura anónima del siglo XIX.

Esa condición ilegítima fue tal sobre todo cuando las luchas por la emancipación la pusieron insistentemente de relieve. La conquista de México no tardó en encontrar un lugar en la novela: en 1826, en Filadelfia, se publicó Jicotencal, cuya autoría continúa discutiéndose hasta hoy11. Cualquiera que fuese la nacionalidad del escritor, no era ajeno a la polémica esbozada hasta aquí, aunque se situase ya decididamente frente a la conquista e hiciera de Hernán Cortés un compendio de crueldad y de fanatismo, de intolerancia y de codicia. Frente al conquistador se alzaba la figura de Jicotencal12 «el joven», caudillo tlaxcalteca   —70→   que luchó contra los españoles hasta que Tlaxcala se convirtió en su principal aliada, y luego colaboró con ellos en los ataques a México hasta que sus vacilaciones determinaron que fuese asesinado. Desde la perspectiva de unas creencias religiosas justificadas por la razón natural y siempre respetuosas con la moral y la justicia, el autor, convencido de que los conquistadores «tomaron por pretexto de sus aventuras la propagación de una creencia, que casi no conocían y que insultaban con su conducta»13, resaltaba la intolerancia y el fanatismo de lo que para sus defensores había sido la santa ira evangelizadora de su capitán. Pero no sólo se trataba de enfrentar a los españoles con los americanos, sino a las virtudes con los vicios: lo prueban tanto la condición positiva que se atribuye a Diego de Ordaz, «un joven de buena presencia, de talento claro y sólido, y de un corazón recto y justo» (I, 33), capaz de criticar los excesos de sus compañeros (amores adúlteros, imprudencia evangelizadora, codicia), como la notoria condición negativa del traidor tlaxcalteca Magiscatzin o de la astuta y viciosa doña Marina: con «¡Anda, Catón ridículo!» (I, 136) se burla del honesto Ordaz la amante e intérprete del también lujurioso Cortés.

Lucha entre español y tlaxcalteca. Códice Azcatitlán.

Lucha entre español y tlaxcalteca. Códice Azcatitlán.

Cortés y doña Marina agasajados por Moctezuma. Lienzo de Tlaxcala (detalle).

Cortés y doña Marina agasajados por Moctezuma. Lienzo de Tlaxcala (detalle).

La resistencia de Jicotencal contra el conquistador y sus cómplices constituiría así un episodio más en la lucha por la liberación del género humano14, aunque ahora fuese la salvación de la patria lo que constituía la ley suprema: el espíritu nacional merecía la constante valoración positiva que exigían los ideales de libertad e independencia, a los que se supeditaba incluso la legitimidad de las creencias religiosas15. Resulta también significativo que el derecho a la independencia se conjugara con la defensa de un régimen parlamentario que garantizaba internamente las libertades, la igualdad y la justicia, mientras la colonización resultaba identificada con la destrucción «emprendida y llevada a cabo por una banda de soldados al sueldo y órdenes de un déspota, que tenía su trono a más de dos mil leguas de distancia» (I, 6). El conflicto, evidentemente, no era tanto el que enfrentó al México del siglo XVI con el emperador Carlos V como el que enfrentaba a los ciudadanos de las nuevas repúblicas hispanoamericanas con el absolutismo representado entonces por Fernando VII y quizá también por los regímenes conservadores que dominaban en algunos países de Hispanoamérica. Incluso el caso autóctono de Motezuma, antes «virtuoso, de corazón recto y de grande generosidad», según reconocían las ahora víctimas de «un tirano orgulloso» (I, 162), constituía una prueba más de los riesgos que supone depositar el poder en un solo hombre. Frente al «vértigo monárquico» (II, 169) y frente a sus «necios absurdos de la legitimidad y el derecho hereditario» (II, 183-184) que habían embrutecido a Europa durante tanto tiempo, se recordaba la justa sublevación del pueblo tlaxcalteca contra los abusos de autoridad de un antiguo cacique o rey, sustituido por el régimen republicano y su espíritu igualitario, sublevación siempre justificada contra cualquiera de esos monstruos que, como Cortés, «llora de envidia porque no puede exceder a los Nerones y los Calígulas» (II, 198). «Cual otro Bruto», Jicotencal «juró la muerte del tirano», adoptando la única la actitud «digna de un alma republicana» (II, 122), pero la suerte de Tlaxcala peligraba ahora sobre todo por la corrupción de sus senadores y el triunfo de las «parcialidades», discordias o intereses personales, demostrando que todas las formas de gobierno tienen sus inconvenientes si el pueblo carece de las virtudes necesarias para sortear los riesgos: el héroe sabía bien que en su patria «los vínculos sociales estaban rotos; la autoridad prostituida, la traición dominante y premiada, el patriotismo y el mérito despreciados; hollados los derechos y ultrajadas las leyes» (II, 158). Frente a esa degeneración y siempre frente a la guerra -«el espíritu republicano jamás ha sido conquistador» (I, 89)-, la novela proponía regresar al trabajo honrado en el campo, lejos de la ambición y otras lacras de la ciudad civilizada y corrupta: significativamente, Tlaxcala contaba con una agricultura floreciente -«al parecer, a su abundancia de maíz le debió su nombre de Tlaxcala, que en aquel antiguo idioma significaba Tierra de pan» (I, 9-10)-, y el carácter sufrido y belicoso de sus habitantes era «poco afecto al fausto y enemigo de la afeminación» (I, 10). El recuerdo de la historia antigua de Roma determina en gran medida la elaboración de la historia pasada y presente de ese pueblo peculiar.

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El interés despertado por Jicotencal fue notable16. Contra ese «autor extranjero de nuestros días» que había tratado de oscurecer la fama de Cortés, Salvador García Baamonde escribió su novela Xicotencal, príncipe americano, publicada en Valencia en 1831. Esa obra constituía una nueva respuesta española a la leyenda negra, con los renovados ataques aún recientes contra la actuación de los conquistadores. El autor rechazaba una vez más la imputación de haber destruido a gentes indefensas: «En vano pretenden autores extranjeros disminuir la gloria de Hernán Cortés, ya pintándole como un tirano que hacía la guerra a hombres desnudos, ya tomando la causa de estos cuya ignorancia y sencillas costumbres les conducían a inclinar su cuello al yugo de los españoles»17. Bien distintos de esos indios desnudos e ignorantes, los indios guerreros de García Baamonde buscaban parecerse a aquellos cuyas hazañas Alonso de Ercilla convirtió en materia épica al escribir La Araucana, de donde procedían los versos que encabezaban cada capítulo de la novela, y algunos lo consiguieron especialmente, como el generoso y leal Cualpopoca, ajusticiado por liberar a Motezuma de su responsabilidad en la muerte de Juan de Escalante y otros españoles en las cercanías de la Villa Rica de la Veracruz, o el propio Motezuma, que supo al menos morir con dignidad. Bien es cierto que su valor y sus habilidades guerreras no suelen ajustarse a una condición moral positiva, pues es la ambición lo que lleva a Cacumatzin, señor de Texcoco, a levantarse contra Cortés, y son los celos y el deseo de venganza (y no el amor a la patria) las razones que explican la conducta de Xicotencal: lucha contra Cortés al creer que éste había raptado a su amada Xicomui (estratagema urdida por el padre de la joven, senador de Tlaxcala fiel al emperador de México y enemigo de los republicanos), se alía con el conquistador cuando sabe que ella se encuentra realmente en la corte de Motezuma, y rompe su compromiso cuando la joven, también soberbia y ambiciosa, se muestra interesada en el héroe español, lo que había de costarle la vida a ese «capitán digno de mejor suerte por su extraordinario valor y política» (157), pero víctima de sus propias y excesivas pasiones.

«Encuentro entre Cortés, acompañado de su intérprete Malinche o Malinalli (Doña Marina) y los embajadores Tlaxcaltecas». Lienzo de Tlaxcala (detalle).

«Encuentro entre Cortés, acompañado de su intérprete Malinche o Malinalli (Doña Marina) y los embajadores Tlaxcaltecas». Lienzo de Tlaxcala (detalle).

«Xicotencal jura la paz a Cortés en presencia de los Senadores de Tlaxcala», grabado de Xicontencal, príncipe americano, de Salvador García Baamonde.

«Xicotencal jura la paz a Cortés en presencia de los Senadores de Tlaxcala», grabado de Xicontencal, príncipe americano, de Salvador García Baamonde.

Decidido a exaltar la grandeza de los conquistadores, García Baamonde no se olvidó de los «buques» y de que Cortés obligó a sus «tristes» marineros a barrenarlos, «dando con esto un testimonio nada equívoco de la firmeza de sus decisiones, y levantando un monumento eterno a la memoria de la más heroica hazaña que vieron los siglos»18. Por supuesto, esa valoración condenaba a los cobardes que, como Diego de Ordaz («intrépido», no obstante, cuando subió el volcán Popocatépetl en erupción), se sublevaron decididos a abandonar la empresa y regresar a La Habana. El narrador hizo sentir a Cortés que la providencia estaba de su lado en los momentos más difíciles, y dio a entender que el celo religioso explicaba (si no justificaba) sus excesos, considerados además como respuesta a los sacrificios humanos exigidos por los dioses indígenas, o a traiciones que el lector difícilmente puede entender como tales. Eso no le bastaba a García Baamonde, quien hizo a Xicotencal consejero «ordinario» de Cortés «en todo proyecto violento» (108), entre ellos la traicionera captura de Motezuma. «La generosidad del carácter español ¿hubiera osado concebir tal proyecto contra un monarca tan afable y bienhechor, que menos parecía un príncipe delante de ellos que un simple cortesano?» (110), se preguntaba el narrador, olvidadizo de los desmanes de los conquistadores que él mismo recogía, incluida la destrucción de Cholula por una «soldadesca desenfrenada, tan sedienta de sangre como de riquezas» (91), que   —72→   acababa de relatar. Entre la inconsistencia de esos planteamientos y su voluntarioso patriotismo, las convicciones políticas de García Baamonde pasan casi desapercibidas19: se limitó a mencionar la condición de república ostentada por Tlaxcala, aunque puede interpretarse como una defensa de la monarquía su valoración positiva de la lealtad de los conquistadores a Cortés y al emperador, y la de los indígenas a sus señores, y en particular a Motezuma, a pesar de la degradación que ya había experimentado antes de que llegaran los españoles: «Hallábase éste en la cumbre del poder; pero dominado por sus ministros, que llenos de riquezas, vivían como su señor entregados a los placeres y a la disipación» (82). Así pues, si lo que planteaba Jicotencal era sobre todo el conflicto entre absolutismo y republicanismo, García Baamonde parecía sobre todo interesado en rebajar la condición moral de los héroes americanos para resaltar el valor y la habilidad de Cortés. Son esos planteamientos ideológicos, políticos y estéticos diferentes y aun opuestos los que en el primer caso hacen del guerrero tlaxcalteca un patriota que da la vida por su pueblo y en el segundo una víctima de sus propias pasiones; esas conductas dispares (o sus valoraciones) también se explican mejor si se relaciona la primera novela con el racionalismo ilustrado y la segunda con la exaltación de los sentimientos que se asocia al romanticismo.

Descanso nocturno en el ascenso hacia la cumbre del Popocatépetl, del pintor alemán Juan Mauricio Rugendas, que visitó México entre 1831 y 1835.

Descanso nocturno en el ascenso hacia la cumbre del Popocatépetl, del pintor alemán Juan Mauricio Rugendas, que visitó México entre 1831 y 1835.

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