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Capítulo V

La vida privada de los mayas.-Antigua organización de la familia.-Recuerdos de mi primera noche en la mansión de Igana Iguru.

     En Maya la vida social duraba hasta la puesta del sol. No se tenía idea del alumbrado público, ni de los espectáculos nocturnos; no existían cafés ni otros lugares de reunión. Al anochecer, cerradas las puertas de la ciudad, que están unidas entre sí por altas y espesas empalizadas, ningún ser viviente podía entrar ni salir hasta el nuevo día. Junto a cada una de las puertas había un pequeño cuartel, donde vivían los soldados con sus familias; pero las guardias no las hacían hombres ni mujeres, sino gallos, de sueño más ligero, que daban el grito de alarma al menor ruido de hombres o de fieras que escuchaban media legua a la redonda. Dentro de la ciudad, cada hombre se refugiaba en su guarida; las calles quedaban silenciosas, y en cada habitación comenzaba una nueva vida, la vida íntima del hogar, llena de pequeños placeres y de menudos cuidados, de expansiones y de misterios.

     He de confesar que si la vida exterior de estas ciudades no llegaba a satisfacerme por completo, la vida doméstica me seducía hasta el punto de hacerme olvidar, durante meses enteros, mi querida patria. Los mayas son sobrios en el dormir, más aún que en el comer, y con seis horas de reposo tienen más que suficiente; las otras seis horas de la noche (pues la duración de días y noches es constantemente de doce horas) las consagraban a la vida de familia. Ya trabaje el hombre en su propia casa, ya fuera de ella, durante el día vive en trato exclusivo con otros hombres. De día sólo eran visibles las mujeres que en virtud de condena tenían que trabajar en los campos; las demás vivían incomunicadas, muy a su placer, dentro de los gineceos, entretenidas en sus quehaceres, según vimos en casa de Ucucu.

     Esta existencia, que parecerá insoportable, es en realidad, justo es decirlo, la más propia del sexo débil, siempre que tenga el natural complemento de la poligamia, institución creada en su beneficio, pues gracias a ella se hace imposible la miseria y la prostitución de la mujer, y se resuelve un problema doméstico que en las naciones civilizadas es insoluble. Me refiero a la necesidad que tiene la mujer de vivir dentro de casa para llenar cumplidamente su misión, y a la necesidad que también tiene de tratarse con otras personas de su sexo y de su clase. Entre nosotros, la cuestión se resuelve rara vez armónicamente: hay mujeres que llevan la vida de pobres prisioneras, y hay otras que trasplantan su hogar a la casa de sus amigas, a los paseos y a los teatros. Entre los mayas la solución es perfecta. Si el hombre cuenta con riquezas, crea dentro de su casa una sociedad femenina, en la que cada mujer ocupa el rango que corresponde a sus méritos, y todas satisfacen dos aspiraciones inherentes a su naturaleza: la de hallar un protector que atienda a sus necesidades y a las de sus hijos, y la de tener compañeras con quienes departir, murmurar, enfadarse y desenfadarse, reñir y hacer las paces, distraer, en suma, el espíritu por medio de juegos inofensivos, que por falta de libertad no pueden degenerar en faltas vituperables. Los hombres pobres que no pueden sostener varias mujeres ni servidumbre, se asocian (generalmente los individuos de una misma familia) para vivir en una sola casa, que se divide con equidad y procurando que las habitaciones de las mujeres comuniquen entre sí. De este modo, las mujeres viven en comunidad durante el día, sin los peligros que serían de temer entre nosotros, habituados a entremeternos a todas horas en los asuntos caseros. Esto entre los hombres libres; los que voluntariamente o por herencia o por delito vivían en la servidumbre, tenían por casa la de su señor, quien se obligaba, en cambio de los servicios recibidos, a sostener al siervo y a su familia: a su mujer o a sus mujeres, que de día acompañaban como siervas a las mujeres del señor, y a sus hijos, que vivían también hasta cierta edad con los hijos del señor.

     Dentro de cada mansión, que representa un organismo social más perfecto que nuestros municipios, cada grupo tiene su hogar propio: el señor, los siervos, las mujeres y los hijos. Estos pertenecen a la madre hasta los cuatro años, y después pasan a manos del padre, quien los confía al cuidado, bien de pedagogos domésticos, bien de pedagogos libres, que representan a nuestros maestros de escuela. A los doce años la vida común de la infancia se disuelve, y cada cual adquiere la consideración que corresponde a su sexo y a su clase, pero sin romperse por completo los vínculos familiares creados; las jóvenes entran en gineceo con sus madres en espera de matrimonio; los jovenzuelos viven cerca de sus padres, ayudándoles o aprendiendo una profesión hasta que son capaces de crear familia. Los siervos tenían derecho, desde los veinte años, a que el señor les sostuviera una mujer; y sus hijas, si llegaban a tenerlas, pasaban de ordinario a ser esposas del amo de la casa. Lo hermoso de esta organización familiar, sin embargo, más que en lo dicho, estaba en la vida nocturna. En cuanto el sol se ponía y las puertas de la ciudad se cerraban, todos estos organismos descritos se deshacían hasta el día siguiente, y en cada uno de los hogares, ya aislados, ya unidos bajo un mismo techo, quedaba constituida una verdadera familia natural; el hombre libre dejaba el trabajo, el siervo sus servicios, la mujer el gineceo y sus faenas, los hijos la escuela pública o privada, y todos se reunían para gozar de las dulzuras del amor familiar, mucho más vivo que entre nosotros por no ser posible saborearlo a todas horas. Había en estas reuniones, cuyo interés se renovaba cada día, cierto candor bíblico, difícilmente comprensible para nosotros, acostumbrados ya a las casas de muchos pisos y a las familias de pocos miembros; a trabajar incansables para tener familia y casa propias, para pasar el día y la noche lejos de ellas.

     La reunión terminaba siempre cuando se iban a apagar las teas, cuya duración era de cuatro o cinco horas. Las mujeres se retiraban a descansar solas o con sus hijos menores si los tenían; las hijas mayores a sus alcobas, junto a las de las mujeres, y los hijos cerca de sus padres.

     En Maya no era tampoco conocida la costumbre de permanecer en el lecho los señores y hacer madrugar a los siervos y a las mujeres; los usos obligaban al señor a ser el primero en levantarse y tocar a diana en un cuerno de búfalo. Al primer toque se levantaban sus mujeres e hijas, que, pasando por la sala de reuniones nocturnas, saludaban al señor y después entraban en el gineceo; al segundo, sus hijos, que se presentaban a recibir órdenes. Estos dos toques servían también para la servidumbre, y cada siervo recibía de los suyos iguales saludos y reverencias. A un tercer toque toda la casa entraba en movimiento con la regularidad de una máquina convenientemente reparada y engrasada.

     La mansión del Igana Iguru está cerca del palacio real, y si el verdadero Arimi se hubiera encontrado en mi puesto, la habría hallado casi como el día que la abandonó. Después de la condena de Muana, el cabezudo Quiganza había confiscado y vendido todos sus bienes particulares, mujeres, hijos, siervos, ganados y provisiones, respetando exclusivamente las pertenencias anejas al cargo, las cuales pasaron a poder de Viaco, miembro de una familia nueva en la dignidad. Pero a la noticia de mi reaparición, el rey hizo depositar en su palacio todos los bienes de Viaco, y ordenó por edicto que se me restituyesen los míos, siempre que fuera posible, bajo promesa de indemnización, y todos los antiguos adquirentes se apresuraron a obedecer. De mis quince mujeres, que en mis veinte años de ausencia habían naturalmente envejecido, no faltó ninguna, pues Niezi era la única que había salido de Maya. De mis veintidós hijos habían muerto siete; pero en cambio adquiría, por accesión a sus madres, cinco menores de cuatro años. Mis tres siervos y sus familias fueron entregados por el mismo Quiganza. En suma, las únicas pérdidas sensibles recaían sobre los establos y graneros.

     Por el momento no pude observar qué impresión produjo mi persona sobre la servidumbre, pues a poco de llegar sonó la hora de retirada. Se me acercaron mis hijos varones, algunos de los cuales eran más viejos que yo; todos cinco estaban casados y solicitaron de mí que aprobase los actos que habían realizado creyéndose libres. Yo concedí mi aprobación y noté con gusto que eran de los uagangas que habían formado en el ala del centro, y que el mayor de ellos no era otro que el listísimo Sungo. Aunque sea adelantar noticias, debo decir que la representación nacional en Maya no se basaba en la elección, ni tampoco, como yo había creído, en la selección mediante ejercicios difíciles, sino en el parentesco. Todos los parientes del rey, del Igana Iguru, de los uagangas consejeros, que eran tres, de los reyezuelos locales, que eran veintitrés, y de los jefes del ejército, que eran y continúan siendo doce, figuraban en aquélla por derecho propio, que sólo se perdía cuando en tres danzas seguidas se caía en falta. En la celebrada con motivo de mi resurrección habían quedado excluidos definitivamente siete, que eran otros tantos enemigos míos, puesto que yo había sido causa, bien que inocente, de su inhabilitación.

     Muy satisfechos se retiraron mis hijos a sus respectivas moradas, a tiempo que entraban en mis habitaciones todas mis mujeres, llevando cinco de ellas a sus pequeñuelos desnudos, tres niños y dos niñas; detrás venían mis diez hijas, ocho de las cuales, habiéndose casado, traían sus hijuelos, en número de veinte. De las ocho hice entrega a sus maridos, que, de acuerdo con ellas, esperaban a la puerta, confiando en que yo accedería a convalidar el contrato hecho por el cabezudo Quiganza. Esta conducta mía, que después supe fue muy celebrada por todo el mundo, no tenía mérito alguno, porque, aparte de no haberme hecho cargo aún de la utilidad que podía sacar de una numerosa familia, encontraba un alivio a mi turbación disminuyendo el número de los que me rodeaban. No puedo menos de admirar la soltura con que estos hombres, que nos parecen inferiores, se mueven en medio de una familia de cincuenta o cien personas, y atienden a mil cuidados, preguntas y peticiones, sin aturdirse y sin fatigarse. Creo sinceramente que cualquier negro maya haría en nuestros salones figura más suelta y airosa que muchos encumbrados aristócratas y espirituales literatos.

     Cuando me quedé solo con mis quince mujeres, mis dos hijas mayores y mis cinco hijos accesivos, pude respirar con algún desahogo y adquirir el aplomo necesario para dominar la situación. Por lo que pude ver al turbio resplandor de las teas que desde los rincones de la habitación alumbraban, sólo tres de mis mujeres conservaban restos del brillo juvenil, aunque ya pasarían de los treinta y cinco años; las demás estaban en pleno período de descenso, y algunas tocaban en la edad sexagenaria. Mis hijas eran dos robustas doncellas, de diez y nueve y veinte años, y ambas habían nacido de Memé, la más joven de mis mujeres y la favorita de Arimi después que Niezi, que lo había sido, avanzó en años. Memé y sus hijas eran las únicas que no habían salido de la casa, pues de Arimi pasaron a Muana, y luego las adquirió el fogoso Viaco. Según me dijeron, una de las jóvenes debía casarse en breve con el príncipe Mujanda, el que tan solícito se me había mostrado.

     La primera que rompió el silencio fue Niezi, para decirme que todas sus hermanas, esto es, mis mujeres, estaban ya enteradas de mi maravillosa historia y se habían alegrado de volver a su antigua casa, y que ella estaba muy triste por la ausencia de Nera, una de las mujeres del bravo Ucucu, a la que amaba entrañablemente. Así, pues, me rogó que tomase a Nera por mi mujer, en lo cual Ucucu recibiría un nuevo honor.

     Después de ofrecer a Niezi lo que me pedía, usé brevemente de la palabra para repetir el relato de mi inmersión en el Unzu, y de las maravillas que se encierran en los palacios de Rubango. Entonces pude observar que la razón de la rápida creencia en mis invenciones, estaba en que los mayas, tanto hombres como mujeres, no habían llegado, como nosotros, a sentir la necesidad de la noble mentira (sin la cual muchos adelantos religiosos, políticos y sociales serían imposibles), y creían a ciegas en la veracidad de la palabra humana. Como es natural en el árbol echar hojas y en el río llevar agua, lo es en la palabra anunciar la verdad. Ni en el procedimiento civil ni en el penal se admite otra prueba que la declaración de los litigantes o de los reos, y los abogados (esto pudo verlo el lector en el juicio de Ancu-Myera) se limitan a conmover al juez, que a veces falsea la ley, no por error, sino por exceso de sensibilidad.

     Cada una de mis mujeres fue exponiendo sus impresiones, y por último mis hijas me manifestaron, llenas de candor, que el fogoso Viaco se había negado a entregarlas a los diversos pretendientes que habían tenido, y que ellas deseaban que yo las casara a la mayor brevedad. Ante declaraciones tan ingenuas me apresuré a ofrecerlas, a la una, que al día siguiente concertaría el enlace proyectado con Mujanda, y a la otra, que la enviaría al valiente Ucucu a cambio de Nera; todo lo cual fue muy del agrado de la reunión, y de las jóvenes en particular, y se realizó, en efecto, al día siguiente.

     Tras estas explicaciones vinieron los deseos de cerciorarse de los cambios que me habían ocurrido en mi vida subacuática; me tocaron la barba y me palparon los brazos, que yo mostré para que vieran su blancura; me encontraban más joven que antes de mi desaparición, y se extrañaban de las mudanzas de mi fisonomía, de la que tampoco tenían recuerdo exacto, pues cada cual la reconstruía de un modo distinto.

     La esbelta Memé, que ejercía sobre las demás mujeres cierta supremacía, cogió un laúd, cuyas cuerdas, untadas de resina, lanzaban roncos sonidos, como los bordones de una guitarra, y tocó en él una triste melodía, que acompañaba con su canto y coreaban todas las mujeres con gran afinación. La música era muy antigua y popular, y la saben desde pequeños todos los mayas; pero la letra había sido compuesta aquella mañana por el siervo Enchúa. Este nombre significa lo mismo que nuestra palabra �anchoa�, y dada la estrecha relación fonética y morfológica que existe entre uno y otra, no es inútil hacer aquí esta indicación y recomendarla al estudio de nuestros modernos y sagaces filólogos. La canción decía así:



                                      �Arimi, el de la lengua de fuego,
Arimi, enmudeció durante miles de soles.
El gran Arimi escapó de las prisiones de Rubango,
Y ya sabe conocerle, y vencerle.
Los mayas esperan a Arimi,
Y Arimi será el fuerte escudo de Quiganza.
Se acabará la ruina de las cosechas;
Arimi sujetará el viento destructor.
Arimi detendrá las aguas del río.
Las lágrimas se acabarán con la llegada de Arimi.�


     Como los predicadores de aldea conmueven casi siempre a sus oyentes con sólo repetir sin tregua ni reposo el nombre del santo Patrón del lugar, así los poetas mayas utilizan el recurso de repetir en cada verso el nombre del héroe en cuyo loor cantan. Sin embargo, bajo la tosca estructura de esta canción, compuesta en mi obsequio, se encubre todo el pensamiento religioso nacional, pesimista y candoroso; y todo un programa político, puesto que en ella se contienen los dos elementos integrantes de un programa: la enumeración de los males que acostumbran los pueblos a padecer y la promesa de remediarlos.

     Después de la música y del canto vino un baile ejecutado graciosamente por las hijas de Memé, que al final, despojándose una de ellas de su túnica, quedaron enlazadas en un grupo muy artístico. Este baile es con rigorosa propiedad un episodio dramático de la historia de Usana, y el fin representa un momento culminante de la vida del gran rey: cuéntase que después de vencer al rey de Banga y de tenerle tendido bajo sus rodillas, éste le declaró que era una mujer, se arrancó la túnica y con sus maravillosos encantos prendió el corazón de Usana en las redes del amor.

     Tocó el turno a los niños, que recitaron varias canciones y algunas tiradas de historia, aprendidas de labios de sus hermanos mayores; el más pequeño, que tendría poco más de dos años, les superaba a todos por su despejo y por su gracia. Así agradablemente fueron pasando las horas, y llegó la de dormir, marcada por las teas, a punto ya de consumirse. Cada mujer se retiró a su alcoba, y los pequeños con sus madres, y yo quedé solo embebecido en la interior contemplación de tantos y tan extraños acontecimientos como en aquel día habían ido sucediéndose. Toda la noche la habría pasado sobre mi estrecho taburete, medio dormido, medio despierto, de no volverme a la realidad la presencia de Memé, que, llena de azoramiento y completamente desnuda, penetró en la estancia, se acercó a mí rápidamente y me dijo al oído con voz agitada: -�Arijo? Arijo Viaco. �Estás aquí, señor? Viaco está aquí.

     De un salto me incorporé, e instintivamente miré en torno mío buscando un arma. La esbelta Memé se dirigió a un rincón, arrancó de la pared un cuchillo que servía de palmatoria, y separando de la hoja la tea, aún encendida, me le ofreció con valiente ademán. Era una figura hermosa que me hizo reconocer por primera vez la belleza de una mujer negra. Su cuerpo tenía esa plenitud y perfección de formas que sólo se encuentran en las mujeres que han pasado ya los años de la juventud; el pecho, que las afea tanto por su excesivo y monstruoso desarrollo, era en ella pequeño y muy recogido (de donde sin duda la venía el nombre de Memé, que quiere decir �cabrilla�); la cabeza airosa y de expresión enérgica y arrogante, y como coronamiento de la obra unos ojos grandes, tristes y hechiceros como los de una gitana.

     La alarma fue inútil, porque Viaco no pareció. Quizás, descubierta a tiempo su tentativa, tomaría el partido de escapar, pues oímos un vivo cacareo de gallos, que, según Memé, indicaba el paso del fugitivo. Quizás todo fuera una alucinación muy común en la exaltada naturaleza de las mujeres africanas. Quizás una treta de la hermosa Memé para atraerme y reconquistar sobre mí el ascendiente que había ejercido veinte años atrás.



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Capítulo VI

La religión maya.-El afuiri y el ucuezi.-Descripción de estas ceremonias y de la vida maya en un día muntu.

     Aunque las mujeres mayas vivían en absoluto aislamiento, tenían cada mes lunar un día libre, el día muntu o de la mujer, en que se presentaban en público para concurrir al ucuezi y al afuiri, ceremonias religiosas instituidas por la ley. A estos dos ritos estuvo reducida la religión maya, la antigua y la nueva, hasta mi pontificado, y en ambos el sacerdote único era el Igana Iguru, después del rey, la primera figura de la nación.

     Examinando los manuscritos del archivo de Arimi (acrecentado con los posteriores a su muerte), encontré en diversas piezas numeradas todas las noticias necesarias para reconstituir la historia religiosa del país. Cada manuscrito o ruju es una piel de buey un poco recortada y redondeada, y su conservación es perfecta; pero su manejo es tan penoso y su interpretación tan difícil, que tuve que auxiliarme de mis dos siervos pedagogos. Todos los rujus, en número de ochenta, pertenecen a una época reciente, pues de su contexto se deduce que la escritura fue introducida en Maya por un indígena llamado Lopo, que había vivido largos años fuera del país en otras tierras donde habitan hombres caídos del cielo. A este Lopo se le llamó Igana Iguru, fue el iniciador de un nuevo período histórico de carácter revolucionario, y, según mis cómputos, debió vivir hace unos tres siglos, allá por los reinados de nuestros Felipes II y III. Sin embargo, los manuscritos abarcan mayor extensión de tiempo y transmiten muchas tradiciones antiguas que sobrevivieron a la época revolucionaria, y que representan en la actual uno de los elementos de la religión vigente.

     Los antiguos mayas creían exclusivamente en un espíritu malo. Recordando las noticias transmitidas de boca en boca de unas a otras generaciones, aprendían que jamás los campos dieron en un año doble cosecha, ni los árboles echaron dos veces hojas y frutos, ni las fieras dejaron de devorar al hombre, ni éste dejó de trabajar bajo la inclemencia del sol y de la lluvia. La naturaleza, que para el maya no es buena ni mala, sigue su curso sin mostrarse una sola vez generosa con el hombre, dándole siempre lo ordinario. En cambio, �cuántas tradiciones no refieren que tal año se desbordó el río y anegó los campos, que tal otro huracán arrasó los sembrados y abatió los árboles! �Cuántas hambres, guerras, incendios y enfermedades! Los mayas creían, pues, que toda alteración en la marcha de la impasible naturaleza era para daño del hombre, y personificaban todos los males en un solo ser incognoscible, llamado Rubango, por ser el más funesto de los males la enfermedad, la �fiebre�. En la patología maya toda la nomenclatura de los padecimientos se reduce a la palabra rubango, y por una sencilla traslación metafórica, todo el arte médico se reduce también al acto de aplacar el espíritu irritado de Rubango. Este acto era el afuiri, sacrificio jurídico, y se conservó en la religión reformada.

     La explicación de esta doctrina y de su ritual religiosa llena veintitrés pieles; los restantes rujus se refieren a la época moderna y pueden dividirse en dos grupos: uno de catorce, que contienen la parte fija o dogmática, y otro de cuarenta y tres, con la parte movible o histórica, después del edicto de Usana. Sobre este último grupo mi examen fue muy somero, porque los relatos se repiten constantemente, variando sólo los nombres del rey, del Igana Iguru, de los individuos sometidos al afuiri y de los concurrentes al ucuezi. Son, más que otra cosa, censos de población. Los Kim o dogmas sí merecen examen, porque, bien que bajo formas rudimentarias, encierran los fundamentos de un curioso monoteísmo.

     En un principio la tierra era lisa y hueca, como una calabaza de agua, y dentro de ella vivían los animales; pero tanto crecieron éstos que faltó espacio para contenerlos, y la corteza terrestre tuvo que irse estirando. Así se formaron las montañas, y los valles. Las lluvias, que antes resbalaban por la superficie de la tierra, ahora descendían de las montañas y se reunían en los lagos, que son los depósitos de los ríos. Con la humedad aparecieron las plantas. Por último, la tierra se abrió por diversos lugares y dio a luz un par de animales de cada una de las especies que contenía en su interior. Entre ellos figuraba un par de soccos o monos antropomorfos, primera forma del hombre terrenal, aparecida en el mismo lugar donde hoy se alza Maya, en una gruta llamada Bau-Mau, gruta de los primeros padres. Este primer Kim no se opone a la aparición de otras parejas fuera del reino de Maya; al contrario, se cree que cada reino se formó de una pareja distinta, y por esto no es lícita la conquista territorial. Aunque los pueblos guerreen unos contra otros y se despojen de sus riquezas, especialmente de sus mujeres y ganados, jamás se deben modificar las fronteras, ni una ciudad de un reino debe pasar a otro reino distinto. Lo que la tierra hace, el hombre no debe deshacerlo, dice una sentencia maya.

     El segundo Kim comprende la construcción del gran enyu y la ascensión del Igana Nionyi. Estos dogmas no son más que una deforme mezcolanza de la leyenda de la torre de Babel y de la fábula de Ícaro. Cuando estos hechos ocurrieron, los mayas no tenían ya cola, y sabían hablar correctamente; su deseo de conocer lo que hubiera en las alturas les impulsó a construir una cabaña en forma de pirámide; pero como no percibieran desde tal observatorio más de lo que habían percibido desde la tierra llana, eligieron de entre ellos a un hombre valiente y audaz, le hicieron subir a la cúspide de la pirámide, y después de adaptarle dos alas, hechas con plumas de pájaro, soplándole por ambos conductos le hincharon de tal suerte, que adquirió el volumen de un hipopótamo; inmediatamente el Igana Nionyi se elevó como un globo y fue subiendo, subiendo, hasta perderse de vista, sin que hasta el día haya vuelto a parecer.

     El tercero y último Kim refiere cómo el Igana Nionyi llegó a una tierra que está en el firmamento y que ocupa sobre nuestra tierra la misma posición que ésta ocupa sobre la inferior, de donde nacieron los mayas; porque el mundo es como un inmenso edificio compuesto de muchos pisos de gran altura, y cada capa terrestre es a un tiempo el tejado del mundo que está debajo y el suelo del que está encima. En esta nueva tierra, cuyo suelo es muy pobre, no existen hombres ni mujeres; pero hay muchas ciudades habitadas por monos, blancos como el armiño, y hábiles en toda suerte de industrias, los cuales, aunque no saben hablar, reconocieron a Igana Nionyi por su rey y le juraron ser sus esclavos. Pasando el tiempo, el rey, forzado por la necesidad, se unió con numerosas esclavas, y de sus enlaces nacieron seres mixtos, morenos, habladores e irracionales, que por su doble naturaleza recibieron el nombre de cabilis. Tenían de las madres la voracidad y el amor a la esclavitud, y del padre el don de la palabra y cierta tendencia a rebelarse cuando no sentían el látigo sobre las espaldas; por lo cual, entristecido el rey, bien que amara su obra con el amor de padre, y temeroso de que la nueva raza, cuya propagación era muy rápida, agotase todas las subsistencias, determinó hacer envíos de ella a la tierra baja para que trabajase en provecho de sus antiguos hermanos, los hombres. Son muchas las comarcas afortunadas donde se verificó ya la irrupción de los cabilis, y en todas las demás se verificará si los hombres saben congraciarse con Igana Nionyi. El día que Maya reciba su lote se acabarán para siempre las penalidades y los trabajos, cada hombre tendrá un grupo de cabilis a su servicio y se dedicará a holgar y a bendecir el nombre de Igana Nionyi. Ese día está próximo; será forzosamente en el ucuezi, esto es, en el segundo día de un plenilunio, que por esta razón se celebra con fiestas en honor del gran padre de los cabilis.

     Sin entrar en una crítica detallada y comparativa de estas creencias, cabe hacer una ligera exégesis que nos aclare su sentido y nos oriente en cuanto a su verdadero valor. A mi juicio, el primer Kim, o sea todo lo relativo a la creación de la tierra, de las plantas, de los animales y del hombre, es de puro origen africano, puesto que, más o menos adulterada, esta creencia se extiende por casi toda África, y antes de llegar a Maya la había yo recogido en dos distintas localidades: en Sinyanga, pequeño Estado regular cerca del Seque, en el Usocuma, y en Mavona, en la frontera del Caragüé.

     El reformador Lopo, ya por habilidad, ya por instinto, había sin duda aprovechado una creencia arraigada y popular para establecer sobre ella el castillo de naipes de sus fábulas. Porque esto son, y no otra cosa, la erección del gran enyu, la ascensión del hombre pájaro, la formación de la raza de los cabilis y la venida de éstos a la tierra. No es posible que un pueblo tan atrasado en Arquitectura y en Física haya siquiera concebido la idea de construir una pirámide y de lanzar al espacio un hombre globo; y en cuanto a la invención de una nueva tierra en el firmamento, la contradicción es patente con el primer Kim; porque con éste el mundo es semejante a una calabaza hueca, y en aquélla se le compara a un edificio que, como un teatro o una plaza de toros, tuviese varias galerías superpuestas, dejando un gran hueco central para que alumbraran el sol y la luna.

     Lopo tuvo relaciones con los navegantes portugueses que por aquel tiempo arribaron a diversos puntos de la costa occidental de África, y no es aventurado suponer que les acompañase hasta Europa, y que de las impresiones de su viaje compusiera una religión acomodada a las necesidades de su patria, introduciendo el principio fecundo de un dios bienhechor, Igana Nionyi, contrapeso muy conveniente del dios malo Rubango. Esta suposición explica el origen de las reformas religiosas de Lopo, y nos ofrece el medio de conocer, en su curiosa invención de los cabilis, las impresiones y juicios de un hombre de África sobre la sociedad europea de fines del siglo XVI.

     Pero la principal reforma de Lopo consistió en instituir el culto público. La religión antigua de Rubango tenía carácter individual o familiar, y si algún acto público se realizaba, era con el concurso de hombres solos; la religión de Igana Nionyi fue pública y nacional, y no admitía distinción de sexos en cuanto al cumplimiento del deber religioso. Nació de aquí un inevitable dualismo; sin flaquear en la fe, los hombres se inclinaban a la creencia antigua, que estaba más en su naturaleza; y las mujeres a la reformada, que comprendían con más dificultad; entre los hombres, visto que el tiempo pasaba en balde, se generalizó la opinión de que la venida de los cabilis tendría lugar un poco más tarde, cuando quizás toda la generación viviente hubiera perecido; entre las mujeres se hizo de día en día más popular el ucuezi, y bien pronto el día libre se llamó muntu, y fue el pensamiento constante del bello sexo. Este dualismo cesó con el edicto de Usana, quien dispuso muy cuerdamente que el ucuezi y el afuiri se celebrasen en un mismo día y con el mismo carácter público: la oposición no tuvo ya razón de ser, y bien pronto el espíritu nacional, sobreponiéndose a los convencionalismos, exaltó la ceremonia clásica y deprimió la ceremonia nueva, que hoy ha perdido toda su significación.

     En los primeros tiempos de la reforma, el afuiri se celebraba sin día fijo, siempre que, con motivo de un crimen, se imponía al autor la última pena; el ucuezi tenía lugar el día segundo de los plenilunios, y se festejaba con gran pompa. Toda la ciudad entraba en júbilo y concurría al templo del nuevo dios, donde el Igana Iguru entonaba bellos cánticos caminando alrededor de un altar que servía de peana al hipopótamo sagrado, provisto para esta solemnidad de dos grandes alas extendidas, como si fuera a volar. Todos los asistentes cantaban en coro y gritaban llenos de entusiasmo; había discursos, banquetes y danzas; se repartía trigo a los enfermos pobres, y para terminar se leía el tercer Kim, que contiene la promesa de la venida de los cabilis.

     Después del edicto de Usana el afuiri se celebró en el plenilunio; se separaron las jurisdicciones, quedando a cargo de jueces ordinarios los delitos menores, y a cargo del Igana Iguru los de muerte, y la pena capital no pudo aplicarse más que un día de cada mes, lo cual representaba un gran progreso jurídico. En cambio, el ucuezi fue decayendo: dejó de darse trigo a los enfermos pobres; se suprimieron los banquetes y los cánticos; después se suprimieron las alas del hipopótamo, las cuales se habían roto con el uso, y, por último, para facilitar la ceremonia se suprimió también el hipopótamo, poniendo en su lugar un gallo, al que por medio de una cuerda se le hacía bailar.

     A los diez días de mi llegada a la corte presencié, siendo yo el actor principal, estos ejercicios religiosos y demás divertimientos que caracterizaban el día muntu. Muy de mañana, contra la costumbre ordinaria, me despertaron mis mujeres, cuyo número ascendía ya a diez y siete con la llegada de Nera, la amiga de Niezi, y de Canúa, otra bella joven, regalo de Lisu, rey de Mbúa, y notable por su boca grande y sensual, a la que es deudora de su nombre. Me levanté y me vestí al instante, porque me aguardaba a la puerta el hipopótamo, ricamente engalanado por mis siervos; y montando sobre él, me encaminé al lugar de la fiesta, fuera de la ciudad. Toda mi familia, sin exclusión de persona, me acompañaba, y en el camino íbamos encontrando nuevas familias, dirigidas siempre por sus jefes, con los cuales nos reuníamos sin confundirnos. A la salida del sol todo el mundo está en los alrededores del templo, en la hermosa colina del Myera, y la animación es tan viva como en las ferias, verbenas y romerías españolas.

     Cada familia elige un lugar para hacer alto y para depositar los pequeñuelos y las provisiones; y una vez el sitio elegido, todo el mundo se desparrama y se mezcla, grita, danza y corre y hace cuantas diabluras le sugieren sus malos instintos. Aquí un grupo de hombres graves se dedica a apurar panzudos cazolones de vino dulce, ligero e inofensivo; allá un coro de mujeres, cogidas de la mano, danza al compás de una canción, mientras los jóvenes las rodean y las dirigen frases más o menos galantes; ya es un montón de negrillos desnudos que se revuelcan por el suelo, ya una banda de galancetes que, laúd en mano, rondan de un lado para otro festejando a las mujeres que son de su agrado, ya una pareja de negros tórtolos que desaparece en el bosque vecino.

     Un hecho que se compadecía mal con la sujeción de la vida diaria, era la libertad en que los padres dejaban a sus hijas para retozar con quien bien las pareciera. Esa libertad, sin embargo, no producía malos resultados, porque, aparte de la poca importancia concedida a la castidad de las doncellas, era muy raro el caso de que una joven con hijos -y algunas solían llevar varios como dote-no se casara con el padre de éstos, quien se apresuraba a concertar la boda o por amor o por interés. Como un hijo representaba un valor constante, pues varón se le podía vender como siervo, y hembra como esposa, no ocurría, como entre nosotros, que un padre se negara a reconocer a su hijo. En Maya todos los hijos tenían padre, y el infanticidio, según pude ver, era cosa inaudita. En los casos de adulterio en que por la calidad superior del amante no había ofensa personal, el marido consideraba como honroso y lucrativo aceptar los hijos ajenos, sin que jamás mediara ignorancia, pues estas mujeres no supieron jamás mentir ni tenían interés en engañar a sus esposos. Por una extraña anomalía, los hijos nacidos de una manera irregular, los que nosotros llamamos naturales y adulterinos, eran allí mirados con predilección, por suponérseles engendrados en día muntu y porque, como hijos de la pasión, solían aventajar en méritos y defectos a los hijos del deber. Vese, pues, que en Maya existían, iguales vicios que en otras sociedades, pero con la ventaja de tener día fijo; el padre y el esposo podían ser ofendidos en su autoridad o en su decoro, pero solamente un día de cada mes.

     Las ceremonias del día muntu se regían por la marcha del sol. El ucuezi tenía lugar cuando el sol había recorrido la cuarta parte de su arco, hora de almorzar; el afuiri, cuando estaba en el cenit, hora de las libaciones. El regreso se emprendía después de comer, antes que el sol se pusiera. Ya he dicho que la puesta del sol suspendía la vida pública, abriendo la vida de familia. Llegada la hora del ucuezi, todos los concurrentes se colocaron de pie alrededor del templo, cuya cortina descorrida dejó a la vista cuatro altos pilarotes sobre los cuales descansa una montera piramidal de fajina y pizarra, y en el centro un túmulo de piedras toscas, que apenas levantaría una vara del suelo. Me acerqué a uno de los pilarotes, y desatando la cuerda que a él estaba amarrada, la dejé correr por un travesaño enclavado en lo alto del techo. De la extremidad de esta cuerda pendía un gallo joven o pollo muy zancón, degollado aquella mañana por mi bella esposa Memé, al que hice bailar en el aire un buen rato ante el silencioso concurso. Después volví a amarrar la cuerda al poste, hice correr la cortina y di por terminada la ceremonia, que en realidad era poco divertida.

     Comenzó de nuevo la algazara, y una vez terminado el almuerzo o primera merienda del día, aproveché el tiempo para recorrer la colina y conocer a las mujeres más notables de la ciudad. Me acompañaba la esbelta Memé, cuyas relaciones eran muy numerosas. Vi en primer término unas ochenta mujeres que formaban la familia real, entre las cuales estaban interinamente las mujeres del desaparecido Viaco; las cincuenta esposas del cabezudo Quiganza eran notables por su obesidad, pues éste las elegía con un criterio exclusivamente cuantitativo, y en particular la favorita, a la que llamaba el pueblo la reina Mcazi, la �vaca�, dejaba entrever bajo su túnica verde, adornada con plumas de colores, dos pechos gigantescos, según fama, los más grandes de todo el país. La hermana mayor del rey, madre de mi yerno Mujanda, era una gallarda negra con los bríos de una sultana mora; entre las esposas del orejudo Mato había una mujer de bello y puro tipo etiópico, que me hizo descubrir la existencia de un dualismo de razas, cuya fusión no se ha realizado aún en absoluto, pues al lado de aquella mujer y de otras que, como la esbelta Memé, conservan indudables rasgos de la raza superior, se encuentran entre la gente baja muchas de talla más pequeña y de color más claro, de tinte moreno verdoso, que deben proceder de la raza indígena. Mis impresiones, sin embargo, en esta primera ojeada fueron muy confusas, porque la falta de costumbre no me permitía distinguir las particularidades de cada tipo, y fuera de algún caso excepcional, todos me parecían iguales, con pequeñas diferencias. Lo que sí comprendí a primera vista fue que las mujeres más bellas, las de facciones más regulares, como Memé, eran las menos apreciadas por el público, de lo cual me alegré no poco, pues así me sería fácil completar mi harén a poco costo y sin excitar rivalidades.

     Nada hay tan fatal para el hombre como el medio que le rodea, y yo, que al principio me ahogaba entre mi nueva familia, la encontraba ahora insuficiente viendo las de los demás. Cuando nos habituamos a vivir con una sola mujer, no sólo no queremos otras, sino que ésta única acaba por cansarnos y hacernos amar la soledad; pero si nos acostumbramos a vivir con varias, desearemos ir aumentando el número y no nos encontraremos bien sin ellas; porque si una familia pequeña sirve de martirio, una familia numerosa sirve de diversión.

     En Maya, de ordinario, el hombre sólo busca la primera mujer, que es la favorita, y ésta, por no vivir sola, se encarga después de traer nuevas compañeras, procurando siempre que sean de su confianza o que no tengan méritos suficientes para desbancarla. Y como las mujeres se conocen entre sí mejor que los hombres pueden conocerlas, se ven elecciones muy acertadas, y no ocurre que jóvenes de bellas cualidades queden postergadas por su aparente fealdad. El día de que voy hablando me presentó Memé una joven muy flaca (y fea, según los gustos mayas), habilísima en el manejo del laúd y en el canto, y a sus instancias la acepté por esposa mediante la oferta de tres onuatos de trigo. El onuato, medida en forma de �canoa�, equivale próximamente a dos fanegas de Ávila. Mis demás mujeres entraron en deseos, y visto que yo no ofrecía resistencia, me concertaron hasta una docena de mujeres, naturalmente de entre sus amigas, por precios variables desde tres a cinco onuatos.

     Estas chalanerías eran frecuentes en toda la feria, pues entre el ucuezi y el afuiri se celebran, siempre gran número de transacciones matrimoniales, sin que haya temor de que las mujeres escaseen, porque vienen muchas de otros puntos del reino. La desproporción entre los sexos es tan grande, que, según mis cálculos, de las veinte mil personas allí reunidas, no llegarían los hombres a cuatro mil.

     Cuando llegó el sol al cenit tuvo lugar la segunda ceremonia, el afuiri. Cinco hombres y dos mujeres eran acusados: uno de ellos de profanación, dos de hurto de ganados reales, y los otros dos y las mujeres, de adulterio cometido en el día muntu precedente, con la circunstancia agravante de ser ellos servidores de los esposos ofendidos; a estos delitos se atribuyó una herida que el cabezudo Quiganza se había hecho en un pie mientras afilaba una flecha, y que, según la creencia general, era un aviso de Rubango. Por los mismos procedimientos usados en Ancu-Myera, todos fueron condenados a muerte, bien a mi pesar y sólo por dar gusto a la concurrencia, que lo deseaba unánimemente, y decapitados sobre una plataforma que para el efecto está construida junto al templo de Igana Nionyi.

     Después de terminado el fúnebre acto hice redactar el acta del día, con la que terminaron las fiestas religiosas. Desde este momento hasta la retirada, el espectáculo se convirtió en una espantosa bacanal, en cuya comparación las saturnales romanas serían autos de moralidad y cuadros de edificación. La pluma no se atreve a describir lo que estos hombres en un rato de expansión se complacen en hacer.



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Capítulo VII

Algunas noticias históricas y geográficas del reino de Maya.-La antigua organización y el juego de los partidos políticos.

     El día que siguió a las fiestas religiosas fue de calma y de recogimiento, porque todo está tan sabiamente previsto en la naturaleza humana, que el dolor, impotente para destruirla, se prolonga sin medida, en tanto que el placer, que la aniquilaría en breve término, es fugaz y se desvanece por sí mismo, transformándose en un nuevo dolor más lento, en el dolor de la pasividad, a que vivimos sometidos. Así, aquellos hombres vigorosos, que, con afán ciego de morir entre las brutalidades de la orgía al aire libre, caían fatigados, se levantaban después y se rehacían para emprender, como una manada de ovejas, la vuelta a los hogares y continuar a otro día sus faenas con mayor regularidad que la acostumbrada. Unas cuantas horas consagradas a la religión y a la crápula aseguran un mes de trabajo y honestas costumbres, y era tal la pureza regeneradora del día muntu, que al siguiente se resolvían los negocios graves del país con más calma y más justicia que en una sociedad constantemente trabajadora y honesta. Por la tarde debían reunirse los uagangas, y estaba acordado que yo hablaría para ampliar la relación de mi vida subterránea y para proponer algunas reformas de utilidad pública. Este programa no pudo realizarse; pero antes de referir los acontecimientos que lo impidieron, y que inopinadamente cambiaron la faz del país, presentaré algunos antecedentes indispensables para conocer el teatro de los sucesos y los actores que en ellos tomaron parte.

     Los documentos que pude consultar relativos a la historia de Maya son demasiado modernos y no traslucen nada de la antigüedad. Se ha supuesto que en época muy remota, que algunos fijan en la de los Faraones, se verificó una irrupción de gente asiática en el África central, y que desde entonces se entabló una lucha a muerte, cuyo término, con el transcurso de los siglos, fue la fusión de razas, bien que conservando el predominio los invasores o sus más puros descendientes. En medio de la lucha constante de unas tribus con otras, aparecieron varios núcleos de poder y centralización, y antes que llegaran los primeros navegantes europeos a las costas africanas, puede afirmarse que las tribus del litoral, más ricas y más adelantadas, ejercían sobre las del interior ciertos derechos soberanos.

     Este lento trabajo de formación fue interrumpido por la presencia de los europeos, que, con su absurda política de conquista, se apresuraron a someter a los jefes de las tribus costeñas, debilitándolos y disolviendo en una hora los imperios embrionarios que, después de guerras sin cuento, comenzaban a dibujarse sobre el suelo africano. Las relaciones de las tribus del interior con las marítimas fueron extinguiéndose, porque el temor a los invasores hizo que se adoptase una política de retraimiento, acentuada más aún al aparecer un nuevo enemigo: el árabe. El plan de los árabes, bien que con menos aparato militar, era también de conquista: introducirse en el corazón de las tribus, comerciar con ellas, atizar la discordia por todas partes, adquirir como esclavos los vencidos en las guerras intestinas, y, por fin, sustituir poco a poco la autoridad hereditaria de los reyes indígenas por su propia autoridad.

     Ante estos elementos extraños, que pretendían meter por fuerza la felicidad en los países de África, sólo el reino de Maya supo defenderse y resistir, porque sólo él tuvo a su cabeza un verdadero hombre de Estado, Usana, el legendario rey Sol. Mas no se crea que me coloco parcialmente del lado de la raza indígena, como pudiera desprenderse de mis palabras; entre los más altos fines del esfuerzo del hombre he colocado siempre los descubrimientos geográficos. Amante de la humanidad, me ha regocijado siempre la idea de que esos descubrimientos de nuevas tierras y de nuevos hombres no son inútiles, puesto que llevan consigo, por el carácter humanitario de nuestra especie, el deseo de mejorar a nuestros hermanos, de colonizar los países que ellos ocupan, civilizándolos con mayor o menor suavidad, según el temperamento de la nación colonizadora.

     Grande es en sí esta idea; pero más grande es aún cuando se nota que nosotros sufrimos también las tristezas y dolores de esta vida, y que, a pesar de estas tristezas y de estos dolores, sacamos fuerzas de flaqueza y acudimos en auxilio de otros hombres que juzgamos más desventurados que nosotros. Este es un rasgo característico y consolador de la humanidad en todos los tiempos y en todas las razas; yo tengo por seguro que si esos mismos pueblos retrasados y aun salvajes de África tuvieran un claro concepto de la ley de solidaridad de los intereses humanos y una navegación más perfeccionada, vendrían a su vez a llenar en nuestra propia casa la misma humanitaria misión que nosotros cumplimos en la suya.

     Cuando Usana ocupó el trono, el reino se hallaba dividido en banderías de toda especie; y como era necesario realizar la unión de los súbditos antes de intentar alguna acción provechosa en el exterior, dio varios edictos notables que restablecieron la paz. Ya hablé del edicto que dio fin a las divergencias religiosas originadas por la reforma de Lopo. Otro edicto célebre fue el que instituyó la asamblea de los uagangas, encaminada a aplacar las ansias de mando de algunos ambiciosos y a dar más estabilidad a los tres uagangas consejeros, que antes estaban sometidos a cambios frecuentes. Creó el cuerpo de pedagogos y estableció que el rey y los reyezuelos hicieran concesiones temporales de parcelas de tierra a los hombres libres y a los siervos, (a quienes su señor debería dejar tiempo libre para cultivarlas), con la condición de labrarlas diez años seguidos y devolverlas con las mejoras introducidas. En suma, Usana fundó la paz de los corazones y la justicia en la distribución de la riqueza. �Mas no por eso-dice el documento de donde saqué estas noticias-los hombres dejaron de sufrir; sufrían, aunque con más contento y resignación.� El coronamiento de la obra de Usana fue una serie de victoriosas campañas contra los pueblos vecinos, la fijación de los límites del reino y el establecimiento de las tropas fronterizas para aislarlo completamente del exterior.

     El reino de Maya tiene próximamente la misma extensión que el de Portugal, y su figura es la de un bacalao preparado para el comercio. La raspa central es el río Myera, que lo divide en dos porciones casi iguales de Oriente a Occidente, hacia donde cae la cola. La región Norte, la más abundante en bosques, tenía, cuando yo llegué al país, trece ciudades: Maya, la capital, y Misúa, en el interior, en tierra abierta; más al Norte, en el bosque, Viti, Uquindu, Mpizi, Cari, Urimi y Calu; y en la margen derecha del Myera, Unya, Quitu, Zaco, Talay y Rozica. La región Sur tenía once ciudades; sólo dos en el bosque, cerca de la frontera, Viloqué y Tondo; cuatro en tierra abierta, Ruzozi, Boro, Quetiba y Viyata, y cinco en la margen izquierda o inferior del río, Ancu-Myera, Mbúa, cerca del Unzu, Upala, Arimu y Nera, casi enfrente de Rozica, en el extremo occidental de la nación. En resumen: diez ciudades fluviales, cuyas riquezas consistían en la pesca y algunas pequeñas industrias; seis en tierra llana, que se dedicaban principalmente a la agricultura y a la cría de ganados, y ocho en los bosques, las más pobres y retrasadas, cuya ocupación era cazar, recoger las frutas alimenticias y construir canoas y otros objetos de madera y de hierro, que cambiaban por artículos de primera necesidad. Todas estas ciudades estaban unidas por sendas que permitían el paso de los hombres y de las caballerías, excepto Urimi, cuyas sendas fueron interceptadas por orden del antecesor del cabezudo Quiganza, en castigo de varios hurtos cometidos por sus naturales. Urimi es nombre moderno y quiere decir �ciudad sin caminos�; antes se llamaba Mtari.

     Siglo y medio hacía de la muerte de Usana, y en todo este tiempo parece como que su espíritu había seguido dirigiendo la vida de los mayas. Ninguna reforma importante se había hecho después de él, y la dinastía plebeya de Usana se había sostenido en el trono y reinado sin dificultad. Después de Usana, que fue rey durante veintiocho años, su sobrino Ndjiru, del que se decía que era dueño de la �lluvia�, gobernó medio siglo; su hijo Usana, que fue proclamado en edad muy avanzada, diez años; su nieto Viti, corpulento como un �árbol�, cuarenta y cinco, Moru, el rey de �fuego�, sobrino de Viti, cuarenta, y el cabezudo Quiganza, sobrino de Moru, hasta la actualidad. La transmisión de la corona sigue la línea femenina, porque los mayas temen mucho la adulteración de la sangre de sus reyes, y, en caso de duda, confían más en la honestidad de las madres que en la de las esposas; así el heredero es siempre el hijo de la hermana mayor, y sólo a falta de sobrinos entra a heredar el hijo de la primera mujer del rey, como ocurrió en tiempo del segundo Usana.

     La causa de esta sorprendente estabilidad de los gobiernos, que envidiarán muchos monarcas de Europa, era, de un lado, la sabia organización política, y del otro, la prudencia de los partidos gobernantes. La monarquía absoluta, concentrando el poder en unas solas manos, era la única forma de gobierno posible en estos pueblos, en que se carecía de soltura para sacrificar las ideas propias cuando convenía aceptar las ajenas; pero ofrecía el peligro de negar toda participación en los negocios públicos a algunos hombres distinguidos que se sentían con aptitudes políticas y gubernativas, y que, si no encontraban medios de expansión, conspiraban contra el poder constituido. Este peligro lo desvaneció Usana creando la asamblea de los uagangas y el cuerpo de pedagogos.

     Los primitivos uagangas eran tres, y tenían, como hoy tienen, funciones de secretarios de despacho o ministro con cartera; eran asesores del rey y ejecutores de sus órdenes. Esta organización era general en todo el reino, con la particularidad de que los uagangas locales, asesores del reyezuelo, son ordinariamente herreros y albéitares de profesión y ofrecen ciertas extrañas conexiones con nuestro tipo clásico del fiel de fechos. Además de los uagangas, existía el auxiliar del Igana Iguru para la parte religiosa y judicial. Instituyendo la asamblea de los uagangas, Usana dio participación en el gobierno a gran número de personas de arraigo en las ciudades, sin entorpecer la marcha del Estado, pues sólo les concedió facultades deliberativas. Todos los meses se reunía la asamblea para deliberar, y en casos extraordinarios para danzar; pero el rey solía no hacer caso de sus deliberaciones y atenerse a la opinión de los tres consejeros. En cuanto al cuerpo de pedagogos, su misión era doble: eran como jueces de menor cuantía, pues los juicios de muerte estaban sometidos a la jurisdicción del Igana Iguru y sus auxiliares, en todo el reino, o sólo del primero si la resolución era muy difícil, y al mismo tiempo profesores públicos, que enseñaban lectura, escritura e historia natural. El ingreso en este cuerpo me pareció muy curioso: se exigía como prueba la presentación de seis loros adiestrados en todas las artes de la palabra merced al esfuerzo del futuro profesor, que de esta manera práctica, quizás superior a nuestras oposiciones y concursos, certificaba sus grados de habilidad y de paciencia.

     Un edificio político tan firme y tan bien trabado como el concebido por Usana, no se conmueve con facilidad; pero en caso necesario tenía aún otro inquebrantable sostén, el ejército, signo seguro de la existencia de una nación regular y soberana. El ejército maya, salvo pequeños destacamentos que guarnecían las ciudades para defenderlas de los ataques nocturnos de las fieras, ocupaba constantemente sus cuarteles fronterizos, y su misión era impedir que fuesen violadas las fronteras del reino; pero si algún año (y entiéndase siempre por año doce meses lunares) no tenía enemigos con quien combatir, debería volver sus armas contra el interior. Mediante esta sencilla estratagema se evitaba la confabulación del pueblo y la milicia, cuyos resentimientos recíprocos se refrescaban de tiempo en tiempo; lejos de temer una confabulación, existe siempre la seguridad de que un movimiento civil contra las autoridades sería ahogado por el ejército, más que por cumplir un deber, por tomar una sabrosa venganza, y que un movimiento militar levantaría en armas a todo el pueblo, antes dispuesto a sufrir al peor de los tiranos que a dejarse gobernar por los odiosos ruandas.

     Pero estos resortes supremos no habían funcionado desde el tiempo de Usana, y gloria no pequeña del gobierno maya era mantener las fuerzas opuestas en equilibrio y en paz. Esto se conseguía por la prudencia del rey y por la unión de los partidos. Aunque el día de mi recepción los uagangas se dividieron en tres grupos, la separación era puramente caprichosa y obedecía a simpatías de familia, a la disposición especial de la sala y a la imposibilidad de que todos danzasen al mismo tiempo. Pero entre los jefes Mato, Menu y Sungo, existía completa unidad de miras, y los tres aconsejando al rey, imprimían al gobierno un movimiento uniforme, inspirado en el carácter nacional y en las grandes tradiciones patrias. Su política no era retrógrada, pero tampoco progresiva; era una política sabia, fundada en el más saludable pesimismo, que acaso pudiera condensarse en aquel gran pensamiento tomado de la crónica de Usana, cuyo autor, después de enumerar las gloriosas empresas del rey, grande entre los grandes, anunciaba con profunda filosofía: �Mas no por esto los hombres dejaron de sufrir; sufrían, aunque con más contento y resignación.� Lo cual valía tanto como afirmar que los gobiernos no pueden refundir la naturaleza del hombre, ni pueden establecer por medio de leyes la felicidad de sus súbditos: o la felicidad humana no existe, o si existe hay que buscarla por otro camino que por el de los cambios de ley. Tal estado de cosas sería perfecto si no existiera, como existe en todos los Estados, una minoría de hombres descontentadizos que encuentran motivo de censura en toda obra en que ellos no son partícipes. Sea cual fuere la regla que se adopte para proveer los cargos públicos, quedan siempre excluidas algunas personas de valer; y esto sucedía, con mayor razón en Maya, donde el criterio adoptado era el del parentesco, que no es signo constante de inteligencia. Había, pues, un grupo de políticos sin ejercicio, descontentos del gobierno y aspirantes a reformarlo, que siguiendo un principio elemental de la lógica política, habían elegido como bandera el sistema diametralmente opuesto al de sus contrarios, y ofrecían realizar la felicidad de todos los hombres mediante una nueva organización. Se consideraban a sí mismos como continuadores de Lopo, y hablaban con desprecio de la mayoría creyente en la antigua religión de Rubango; deseaban la supresión del afuiri y de los sacrificios cruentos, y aspiraban a la disolución de las actuales ciudades y a la dispersión de sus habitantes por el territorio, donde cada familia ocuparía un espacio determinado, un ensi, en el que viviría absolutamente autónoma, trabajando para sustentarse en tanto que tuviera lugar la venida de los cabilis, y con ellos la supresión del trabajo humano.

     En esta original organización sólo se conservaría una autoridad: la del rey; todas las demás se concentrarían en el jefe de familia. El rey debía recibir una participación en los productos de cada ensi para sostener las tropas fronterizas; distribuir el territorio; legislar y resolver, con el auxilio de sus consejeros, las cuestiones que pudieran surgir por el contacto de unas familias con otras. Dentro de cada ensi el jefe sería dueño absoluto y con derecho a castigar aun con pena de muerte a los transgresores de la ley, fuesen de su familia o extraños; fuera de él, estaría sometido a la ley y al jefe del territorio que pisara; pero el interés general sería mantenerse cada uno en su respectiva demarcación, sin abandonarla más que para los actos precisos del comercio o de la política en caso de pertenecer al consejo real.

     Los instigadores de estas ideas de reforma eran en su mayoría siervos pedagogos, que no habían podido conseguir plaza de pedagogos públicos, y la masa del partido estaba reclutada entre los siervos y los agricultores. Los siervos deseaban, naturalmente, constituir familia libre y trabajar sólo en provecho propio; los agricultores estaban interesados en que las concesiones de tierra se perpetuaran, pues con el sistema actual cada diez años quedaban sin efecto, y si se obtenía una nueva concesión, había que recomenzar los trabajos de cultivo.

     Mi siervo y poeta familiar, Enchúa, era uno de los jefes de la facción ensi o territorial, llamada por otro nombre facción de los hijos de Lopo. Parecerá extraño que un siervo del Igana Iguru estuviese afiliado a una banda que se proponía suprimir esta dignidad; pero más extraño es que uno de los siervos del rey figurase como cabeza del partido. No por prescripción legal, ni por amplitud de criterio de gobierno, sino por costumbre, en Maya se toleraban los abusos de la palabra, considerados como un desahogo benéfico; en cambio se castigaba severamente la falsedad, delito rarísimo en este país. Afirmar que Quiganza tenía la cabeza pequeña, teniéndola tan grande como la tenía, llevaba aparejada la pena de muerte; creer que Rubango no existe y decirlo en público era un acto lícito, porque Rubango no podía presentarse a desmentirlo de una manera contundente. Aparte de esto, así como el rey acostumbraba a hacer caso omiso de las deliberaciones de los uagangas, éstos hacían oídos de mercader a lo que decían los reformadores, y así el resto de los súbditos; en lo cual influía mucho también el hábito de oír a los loros charlar continuamente de asuntos que ni entendían ni les interesaban.

     No tuve dificultad para asistir, acompañado del vate Enchúa, a una reunión de los ensis, que se celebró en la mañana siguiente al día muntu, en las horas libres, después del almuerzo. La asamblea se reunió a campo raso, cerca de la catarata del Myera, y yo fui de los primeros concurrentes, cuyo número subiría a doscientos. Un siervo del rey, llamado Viami, el dormilón, se colocó de pie en el centro, mientras los demás nos sentábamos alrededor sobre la hierba. Era un hombre muy viejo, alto y enjuto, de ojos grandes y soñolientos, de voz cavernosa, flaquísimo de cuello y muy cargado de espaldas; había sido el fundador de la facción cuarenta años antes, en el reinado del ardiente Moru, y gozaba de gran autoridad. Todos deseaban oír su parecer sobre los últimos acontecimientos, y él no defraudó las esperanzas de los oyentes, según deduje de lo que vino a afirmar en sustancia.

     �El día esperado largos años por los hijos de Lopo está próximo, y Viaco, hijo del Moru, será el ejecutor de la justicia. Viaco, hijo del Moru, despojado de su dignidad y de sus riquezas por Quiganza, está cerca de la ciudad, seguida de numerosos ruandas, y anuncia a los ensis que si le conceden auxilio disolverá las ciudades, focos de servidumbre, y dispersará las gentes por todo el país. El verdadero Arimi se conserva, sepultado en la gruta del lago Unzu; el nuevo Arimi es un hijo de Igana Nionyi, que se oculta bajo ese nombre para conocernos y saber si somos merecedores de la venida de los cabilis.�

     Con asombro mío, pues sabía que figuraban en la asamblea los primeros pensadores del país, entre otros mi siervo y poeta familiar Enchúa, vi que cuando el dormilón Viami acabó de hablar, todos aceptaron sin réplica sus opiniones y comenzaron a disolverse cada cual en distinta dirección, como conejos que, habiendo acudido al centro del corral para roer el forraje diario, después que se acaba se van retirando a sus madrigueras. El dormilón Viami se quedó solo, se sentó, sacó un pequeño ruju, y con un estilete de pedernal untado de un jugo verdoso que se extrae de ciertas plantas, escribió el extracto de su discurso tal como yo lo he transcrito. Luego se marchó, y al entrar en la ciudad clavó en una de las puertas el pergamino; así se hacía siempre para que el pueblo bajo, que leía u oía leer en tono declamatorio estos cartelitos, se los asimilara y poco a poco fortaleciera su pensamiento. Esta es la única forma, muy rudimentaria en verdad, que existía en Maya de la creación más admirable de nuestro tiempo, la prensa periódica.



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Capítulo VIII

Revolución.-Batalla de Misúa y destronamiento y muerte de Quiganza.-De cómo Viaco dominó todo el país y estableció la reforma territorial o ensi.-Contrarrevolución y restablecimiento del poder legítimo.

     Cuando el fogoso Viaco, quizás distraído por un deber urgente, volvió al sitio donde había dejado el hipopótamo, y lo echó de menos, sin que, recorriendo por diversos puntos el bosque, pudiera encontrarlo, determinó, según supe por la bella Memé, regresar a Maya, adonde llegó a la caída de la tarde, poco antes de que cerraran las puertas de la ciudad. Al día siguiente, muy de mañana, acompañado de dos siervos, salió para dar una nueva batida en el bosque, y en esta faena le cogió la noticia de la reaparición de Arimi y del edicto del cabezudo Quiganza restituyendo a éste en su antiguo cargo.

     Entre Viaco y el rey mediaban graves disentimientos, porque, como hijo del ardiente Moru, el fogoso Viaco pretendía obtener del cabezudo Quiganza excesivas concesiones en riquezas y en dignidades. De aquí se originó la muerte del elocuente Arimi y la condena de su hermano Muana; pero bien que, a pesar de los deseos del rey, el fogoso Viaco consiguiera ser Igana Iguru, cargo reservado siempre a los hijos o nietos de rey, la enemistad entre ambos subsistió, pues sus caracteres no congeniaban. El cabezudo Quiganza era hombre templado, pacífico y transigente, familiar y sencillo en sus hábitos y palabras; el fogoso Viaco era, por el contrario, hombre de pasiones vehementes, altivo y emprendedor, liberal y ambicioso; el vicio dominante en el uno era la gula, en el otro la lujuria. Sus retratos podían hacerse por medio de sus esposas favoritas: la del rey, Mcazi, mujer obesa, engrosada, cebada; la de Viaco, Memé, sensible como un laúd y ágil como una pantera.

     Convencido o sin convencer, que esto jamás llegué a averiguarlo, el cabezudo Quiganza aceptó el hecho de mi resurrección como un medio para aniquilar a su pariente sin cometer injusticia, estando como estaba consignado en la ley el precepto de la restitución. El fogoso Viaco, persuadido de la impostura del nuevo Arimi, pues el cadáver del verdadero permanecía donde él lo sepultó, pudo creer que todo aquello era una farsa consentida por el rey e inspirada por el listísimo Sungo, hombre de invención fértil y deseoso de vengar a su padre. La muerte de éste había tenido lugar del siguiente modo: una hermana del ardiente Moru, muy hermosa, la celestial Cubé, había sido la primera favorita de Arimi y madre del primogénito Sungo; a Cubé siguió Niezi, y a Niezi Memé. Para congraciarse con el díscolo Viaco, Arimi le entregó a Cubé, pues aunque eran tía y sobrino, la ley no prohibía este género de enlace; las prohibiciones son entre los ascendientes y descendientes y los hermanos de doble vínculo. Cubé fue devuelta bajo pretexto de esterilidad, y la misma noche de su reingreso en la casa de Arimi, facilitó la entrada a Viaco para que asesinara al elocuente sacerdote. El cadáver fue sepultado muy hondo en el patio, junto al harén; después se simuló la excursión a Mbúa y la muerte misteriosa en la ruta del Unzu; se acusó a Muana, y Viaco quedó triunfante. Pero disuelta la casa de Arimi, Sungo continuó siendo el jefe de la familia en la nueva casa, y se llevó consigo a su madre, que antes de morir, siguiendo la costumbre nacional, le confesó el crimen para que lo vengara. En Maya, el afuiri prescribe al año, porque se supone que si el crimen ha permanecido oculto, es por disposición de Rubango; pero los odios son inextinguibles, y el fogoso Viaco vivía apercibido contra la venganza, pronta o tardía, del listísimo Sungo.

     Así, pues, no soñó en parar de frente el golpe que se le asestaba, y a lo sumo intentaría asesinarme, si es que la alarma de la bella Memé la noche de mi llegada tuvo fundamento; ni menos pensó en someterse a sus enemigos. Su primera determinación fue refugiarse en Urimi, ciudad propicia a una rebelión, por haber sido privada de sus caminos. En Urimi comienzan los grandes bosques del Norte, y cerca se encuentra uno de los doce destacamentos de la frontera, mandado a la sazón por Quetabé, hermano de Viaco. El lugar elegido por éste no podía ser más a propósito para una tentativa sediciosa; los habitantes de Urimi acogieron al fugitivo y se mostraron deseosos de defenderle; Quetabé apoyó los planes de su hermano, y el grupo rebelde, compuesto de dos mil urimis y de doscientos ruandas, se preparó para atacar a Maya sin pérdida de tiempo, con esa rapidez asombrosa con que acometen los africanos las empresas más arduas. Entre Urimi y Maya están Cari, en el bosque, y Misúa, bella ciudad habitada por pastores; los de Cari tomaron las armas por Viaco, y los de Misúa, donde establecieron el cuartel los insurrectos, fueron obligados a tomarlas también por la fuerza.

     Desde aquí enviaron emisarios a Maya, que está a dos horas de camino, para hacer prosélitos entre los ensis, seduciéndoles con promesas, y sin más tardanza vinieron sobre la ciudad, según lo había anunciado el dormilón Viami, cuando apenas el cabezudo Quiganza y sus fieles habían tenido tiempo para apercibirse a la resistencia. Sin embargo, se adoptaron prontas medidas: cerráronse las puertas de la ciudad; pusiéronse en pie de guerra los cincuenta hombres de la guarnición; armáronse todos los hombres útiles, libres y siervos, en número de tres mil, y Quiganza confió la dirección de la guerra al consejero y hábil estratégico, Menu, el de los grandes dientes, asesorado por ocho uagangas de los más peritos en el arte militar. Hechos los preparativos, abandonando la ciudad a las mujeres, salimos a campo abierto y marchamos contra el enemigo, que retrocedía en busca de un lugar ventajoso para hacer frente, y se detuvo, por fin, junto a una arboleda que está a la vista de Misúa. Entonces nosotros nos detuvimos también, y el dentudo Menu reunió su consejo para resolver el plan de ataque. Acordaron dividir las fuerzas en tres alas, que atacarían por distintos lados y se reunirían después por sus extremos, formando un circuito (un triángulo era su idea) donde quedaría encerrado el enemigo. En consonancia se hizo la distribución de las tropas, y compuestas las tres alas, comenzó el combate; pero bien pronto notamos que nuestros cincuenta ruandas se pasaban al grupo de Quetabé y que casi toda el ala del centro, que debía llevar el peso de la batalla y estaba formada por siervos, se unía al grupo dirigido por el fogoso Viaco. De suerte que el ejército contrario, entrando por nuestro centro, separó las alas derecha e izquierda, las cuales, vista la imposibilidad de luchar con ventaja, se desbandaron y huyeron.

     Faltando tan lastimosamente los tres lados de nuestro ejército, el triángulo soñado por el dentudo Menu no pudo formarse, y los que presenciábamos la lucha desde lejos, huimos despavoridos hacia Maya; los que pudimos escapar entramos en la ciudad, recogimos nuestras familias y nos refugiamos en la fiel Mbúa. Entre los refugiados estaban el príncipe Mujanda, tres hijos del rey, dos consejeros, Menu y Sungo, veinte uagangas y todas nuestras mujeres y nuestros hijos, así como la familia real. Antes que cerrara la noche llegaron más fugitivos, trayéndonos terribles nuevas: Viaco, había entrado en Maya y había sido proclamado rey; Quiganza, hecho prisionero, después de presenciar la proclamación de Viaco, había sido decapitado, y su gran cabeza paseada por la ciudad como trofeo de la victoria.

     Al día siguiente partieron de la corte, para todas las ciudades del reino, correos, portadores de un edicto real en que se exigía la sumisión y se anunciaba el perdón de los partidarios de Quiganza que se presentaran en el plazo de diez días. Todos los habitantes de Maya volvieron a sus hogares, salvo quince que habían muerto en el campo de batalla, entre ellos el orejudo consejero Mato; las ciudades del Norte se apresuraron a proclamar a Viaco, y sólo las del Sur se mostraban propicias por el rey legítimo, Mujanda. Pero la intervención mía evitó la guerra civil.

     Era fácil comprender que, por muy grandes que fueran los esfuerzos de las ciudades leales, sería imposible resistir el primer empuje de un ejército triunfante; los destacamentos del Norte estaban de parte de Viaco, mientras nosotros no contábamos con los del Sur porque las poblaciones se negaban a llamarlos en nuestro auxilio temiendo ser víctimas de su rapacidad; valía más ceder en los primeros momentos y esperar un cambio favorable. El peligro principal para Viaco era el mismo ejército que ahora le apoyaba, y que le impediría afirmar su poder. Gracias al influjo que yo ejercía sobre Mujanda, príncipe joven e inexperto, y yerno mío por añadidura, pude hacer imperar mis ideas, que todos aceptaron como buenas, no sé si porque comprendieran que la razón estaba de mi parte, o si a causa del temor que les inspiraba afrontar una lucha a muerte.

     La esposa favorita del cabezudo y desventurado Quiganza, la gorda Mcazi, era hija del reyezuelo de Viloqué, ciudad situada en el extremo Sudeste del país, en el interior de los bosques, y solicitó de su padre el favor de establecer allí nuestro oculto refugio mientras pasaban las horas de desgracia. El viejo Mcomu, llamado así por tener el dedo pulgar de la mano derecha extraordinariamente grande, nos concedió su apoyo, y entonces se hizo saber que Mujanda y sus fieles abandonaban el reino. Las ciudades del Sur reconocieron al usurpador Viaco, y el dentudo Menu y los uagangas que nos habían seguido se presentaron también a él. Sólo Mujanda y la familia real, y Sungo, enemigo de Viaco, y yo, con nuestras familias, partimos para el destierro confiados en la lealtad de Lisu, el de los espantados ojos, del veloz Nionyi, del valiente Ucucu y del viejo Mcomu, únicos reyezuelos que estaban en el secreto de nuestra resolución. De Mbúa pasamos a Ruzozi; de Ruzozi a Boro, la ciudad de la �montaña�; de Boro a Tondo, en medio de un bosque de árboles de este nombre, y de Tondo a Viloqué, la pequeña ciudad de los �bananos�, donde entramos de noche para no ser vistos de nadie. El camino de Ruzozi a Viloqué es muy penoso, y exige a hombres muy andadores cinco jornadas: dos a Boro, dos de Boro a Tondo, y una desde aquí a Viloqué, marchando a diez leguas por día; pero nosotros tardamos veinte días y sufrimos grandes penalidades por la falta de provisiones y la torpeza de las mujeres, poco habituadas a caminar. El viejo Mcomu nos acogió con buena voluntad en su palacio, en cuyo interior había construido varios tembés para acomodarnos. No obstante, nuestra permanencia allí fue muy breve, porque el temor de que una denuncia nos perdiera, y el anuncio de la próxima venida de Viaco, nos obligó a buscar otro sitio más seguro en el centro del bosque, en un lugar que inspira gran terror a los naturales y adonde mis compañeros de destierro sólo se atrevieron a ir cuando les aseguré de la benevolencia de Rubango.

     Construimos una gran cabaña, cercándola con un vallado para defenderla de las fieras, y la dividimos en tres partes: la mitad para Mujanda y para su familia, compuesta de su madre, de su única mujer, Midyezi, la hija de Memé, y de la familia real, de la que él vino a ser jefe, y que se componía de cincuenta mujeres y veintidós hijos, tres de éstos varones mayores de edad. Una cuarta parte fue para Sungo, cuyas esposas eran ocho, y diez sus hijos. La otra cuarta parte para mí y para mis veintinueve mujeres y cinco hijos menores. Así vivimos diez meses de los frutos del bosque y de la caza, sufriendo las tristezas de la falta de sol y de la abundancia de lluvias y los males de una ruda aclimatación, en la que estuvimos todos a punto de perder la vida. El espanto que estos parajes producen a los de Viloqué se funda en mil leyendas fantásticas, de las que Rubango es el héroe; pero lo que hay en ellas de positivo, es que toda esta parte del país está rodeada de lagunas, cuyas emanaciones producen fiebres pertinaces y disenterías de desenlace tan rápido como una invasión colérica. Merced a un sistema de sudoríficos y antiflogísticos inventado por mí los estragos no fueron muy sensibles, y sólo perecieron sesenta y ocho individuos de la colonia entre ciento treinta y siete; las pérdidas más sensibles fueron la de la obesa Meazi, la de los hijos varones de Quiganza, de los que sólo se salvó el tercero, llamado por esta razón Asato, y la de las dos entrañables amigas Niezi y Nera, muertas en un mismo día.

     El fogoso Viaco, entretanto, visitaba el país en son de paz, y establecía por todas partes la organización ensi. Contra lo que yo esperaba, había sabido evitar los peligros del militarismo, enviando las tropas a sus cuarteles con buenas recompensas, y pretendía cimentar su poder con el apoyo de los hijos de Lopo. Esta fidelidad a un compromiso adquirido en horas de apuro, me pareció un error grave; porque si una minoría descontenta puede en circunstancias críticas decidir de la suerte de una nación, no por esto será bastante fuerte para continuar imponiéndose en condiciones normales. Viaco había visto que en la batalla de Misúa la defección de los ensis había decidido en su favor la victoria, y creía que el apoyo de éstos le bastaba en tiempo de paz. El triunfo, sin embargo, era de los descontentos de Urimi, de los mismos que, satisfecho su rencor, se volverían contra él y contra el nuevo sistema. �No era lógico que una ciudad ofendida porque se había visto privada de sus caminos, de sus medios de comunicación, se ofendiera más cuando se viese disgregada, cuando la incomunicación fuese, no ya de ciudad a ciudad, sino de familia a familia?

     Pero el errar es propio de los hombres de Estado más conspicuos, y en estos errores se funda siempre la esperanza de los caídos. El error del cabezudo Quiganza consistió en no hacer caso de los hijos de Lopo, y el error del fogoso Viaco, consistirá en hacer caso de ellos. Se puso, pues, por obra la reforma territorial, con sólo dos limitaciones: la primera, no destruir de una vez las ciudades, por si en un caso de necesidad imprevista tenían alguna aplicación: la segunda, conservar la autoridad de los reyezuelos, para evitar los retrasos que acarrearía la acción de un solo rey sobre territorio tan dilatado. El rey, los reyezuelos y sus consejeros quedaban residiendo en las ciudades, y el resto de los súbditos, sin distinción ya entre libres y siervos, fue distribuido por el país, que Viaco tuvo el acierto, justo es decirlo, de repartir con suma equidad. Cada jefe de familia recibió un lote de tierra, proporcionado a sus necesidades y a su profesión. La cantidad fue igual para todos, pero variaban las circunstancias: los labradores y pastores recibían sus parcelas en tierras de labor o de pastos; los pescadores, a las orillas del río para que pudieran pescar, y los cazadores, en los bosques para que pudieran cazar. A los industriales se les asignó toda la cuenca del Unzu y gran parte de los bosques, según que trabajaban en piedras y metales, y necesitaban estar en un punto céntrico, y en comunicación con el río, o en maderas, y necesitaban tener a mano la primera materia de su industria.

     Nosotros, en nuestro retiro, no dejábamos de estar al corriente de los sucesos, porque tres hijos de Sungo, tan diestros y astutos como su padre, recorrían el país como vendedores de pieles, y volvían de vez en cuando con noticias cada vez más desconsoladoras: por ninguna parte asomaba la revolución; el reparto territorial se realizaba sin resistencias en el Norte y en el Sur, dirigido por Viaco y por las autoridades de cada localidad, y en tres meses la obra tocaba a su fin. Las antiguas ciudades habían sufrido algo, porque al construir las nuevas viviendas se aprovechaba bastante material de las antiguas: maderas, cañas, lienzos y pizarras. Yo me imaginaba el reino de Maya como una ciudad colosal: la arteria más importante era el río, donde pululaban los pescadores; el corazón, el lago Unzu, donde hormigueaban los herreros y pizarreros; los barrios, los ensis, en cada uno de los cuales se levantaba solitaria una quinta rústica; las calles, los senderos que separaban los ensis; las murallas, las grandes forestas que por el Norte y por el Sur la rodean, pobladas por hábiles carpinteros y por valientes cazadores; las fortalezas, los cuarteles donde los ruandas vigilantes acampaban.

     Una de las últimas ciudades visitadas fue Viloqué, y cuando Viaco llegó ya estaba formado el plan de reparto. El viejo y honrado Mcomu permanecía en la ciudad con los tres uagangas consejeros, reservándose en las cercanías cuatro grandes lotes, cada uno con más de cinco mil árboles; los jefes de familia, que eran cerca de doscientos, recibían por sorteo los suyos, que comprendían todo el distrito, exceptuado el paraje donde nosotros vivíamos, que fue abandonado a las furias de Rubango.

     Todo parecía augurar bien del nuevo sistema, y los primeros días el país vivió atareado en arreglar sus nuevas viviendas, antes que llegase la estación de las lluvias, la mazica; los siervos, alegres de ver realizado su afán de libertad y de independencia, y deseosos de acrecentar sus bienes para aumentar el número de sus esposas, que son bienes mayores; los hombres libres resignados con el cambio, porque candorosamente creían que así como se había cumplido, cuando parecía imposible, el ideal de los hijos de Lopo, se cumpliría también la última parte de su programa, la pronta venida de los cabilis. La única dificultad que surgió en los primeros momentos fue la de aplicar el reparto entre los pueblos de los bosques del Norte, donde era muy frecuente la poliandria, pues en caso de apuro los hombres acostumbraban a vender sus mujeres en Maya, mercado muy favorable, y se concertaban para vivir con una mujer sola, usufructuada por turnos regulares. Los mayas no se detienen nunca en el término medio, esto es, en la monogamia, y sólo son monógamos el tiempo necesario para adquirir más mujeres. Cuando comprenden que por su pobreza o por su invencible holgazanería no llegarán nunca a tener un harén, no se resignan a vivir siempre con una mujer, que les obliga a poner casa sin promesa de grandes beneficios; así, pues, la venden y viven en los árboles o en una simple choza suficiente para meter el cuerpo por la noche, y se ponen de acuerdo con otros hombres que viven en condiciones parecidas para sostener una esposa, a la que cada cual mantiene el día de turno. Aparte de la manutención, la mujer tiene derecho a una cabaña y a un vestido cada año, y conserva la propiedad de los hijos comunes. Hay una ciudad, Rozica, donde la poliandria está muy generalizada, y en ella las mujeres y los hijos comunes son los más considerados, siendo una grave tacha pertenecer a un solo hombre o tener padre conocido.

     Viaco resolvió este problema disponiendo que en los casos de poliandria la mujer fuese considerada como núcleo de familia, y que se diese un ensi a cada mujer, juntamente con sus agregados. Esta solución no satisfizo a los varones, quienes se creyeron ofendidos en su dignidad; porque debe notarse que la poliandria, que en Europa desprestigia a los hombres que la practican, en Maya los enaltece; se considera como rasgo de noble desinterés contribuir al sostenimiento de una mujer libre, de la cual no se obtienen los beneficios que de la poligamia solían obtener muchos hombres industriosos. Un pequeño capital empleado con fortuna en mujeres laboriosas y prolíficas es una mina inagotable de bienes, explotada por hombres de manga ancha, que así resuelven el problema de enriquecerse sin trabajar. En vista del descontento, Viaco modificó su primer plan y dispuso que en los ensis ya asignados se hiciera una nueva división, señalando a cada hombre una parte, y otra en el centro, más pequeña, para la mujer. Esto fue del agrado de todos.

     Diez meses habían transcurrido desde la muerte del cabezudo Quiganza, y una paz octaviana parecía reinar en todo el país; las noticias de los hijos de Sungo no nos daban ninguna esperanza, porque las que yo tenía, fundadas en el mal éxito seguro del sistema, se me volaron cuando supe que éste no existía ya. Al principio, el entusiasmo o el temor habían movido los ánimos a la obediencia; pero bien pronto la razón recuperó su lugar. En Viloqué, por ejemplo, a los quince días de marcharse Viaco, cada familia estaba en su antigua casa de la ciudad, con aquiescencia del viejo Mcomu. Aunque el reparto había sido justo, ocurrió que algunos cazadores no pudieron tirar en dos semanas una sola pieza por no encontrarla en su distrito, mientras otros hacían su agosto sin moverse de sus cabañas. Y los más favorecidos fueron los ruandas de toda aquella parte, porque la caza empezó a correrse hacia la frontera para buscar refugio en el país vecino. Hubo algunos ensis donde las enfermedades se desataron con furia por estar próximos a las charcas corrompidas que a nosotros nos rodeaban. Sin previo acuerdo, impulsadas por el hambre y por la enfermedad, las familias perjudicadas regresaban a Viloqué dispuestas a morir antes que a abandonarlo; luego las familias favorecidas siguieron el ejemplo, porque se les hacía dura la vida aislada en los bosques; aun los siervos libertados encontraban preferible la tranquila servidumbre a la penosa libertad que les proporcionó el esfuerzo de sus más adelantados colegas, los de Maya.

     Lo mismo que en Viloqué ocurría en Tondo, en Boro, en Viyata, en Quetiba, en Upala, en todo el Sur, y era de suponer que ocurriese en el Norte. Y esta situación anómala, esta ficción legal, sostenida por los prudentes reyezuelos, y más que por los reyezuelos por la necesidad, venía a echar por tierra mis cálculos. Yo confiaba en los graves conflictos que inevitablemente habían de sobrevenir, y el régimen se disolvió con los pequeños; yo esperaba como santo advenimiento el día de la cobranza del impuesto, porque era seguro que los mayas, no habituados a pagarlo y poco previsores para reservar una parte de sus productos durante tres meses, se rebelarían contra los reyezuelos y contra Viaco; pero el día de la exacción llegó, y cada reyezuelo envió al rey o al cuartel militar de su región (pues doce ciudades sostenían las cargas militares, y otras doce las cargas reales) sus acostumbrados cargamentos de cereales, de frutas, de pescado seco o de pieles, reunidos en sus depósitos por las entregas diarias o temporales de sus súbditos, según el sistema antiguo de contribuciones. Esto evitaba males al país, pero perpetuaba nuestras miserias; y sólo mis éxitos de curandero me salvaron en estos días terribles, en que mis profecías políticas se confirmaban al revés, y en que la colonia desterrada maldecía la hora en que yo impedí el levantamiento del Sur y los azares de una guerra, que la imaginación, favorable siempre a lo pasado, pintaba con bellos colores, sembraba de numerosas victorias y coronaba con un triunfo final.

     De este profundo abatimiento pasamos a la alegría súbita. Un hijo de Sungo nos trajo la nueva, recogida en Mbúa, de la muerte violenta de Viaco. Una revolución había estallado en Maya contra el usurpador, y la ciudad era presa del incendio. Poco después, un correo de Ruzozi se presentaba al viejo Mcomu y le entregaba un aviso del veloz Nionyi, llamándonos a toda prisa. Mujanda había sido proclamado en Maya, en Mbúa, en Ancu-Myera y en Ruzozi. Inmediatamente lo fue en Viloqué y partió llevándome en su compañía y quedando Sungo encargado de dirigir el resto de la caravana hasta que nos reuniéramos en Mbúa. El viaje de regreso fue más rápido y más cómodo que el de venida, porque las ciudades del paso se apresuraron a entregarnos las caballerías y provisiones que fueron menester.

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