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Capítulo XVI

La reforma religiosa.-Supresión de los sacrificios humanos.-Cómo fue iniciado el nuevo afuiri, y cómo nació de él un segundo día muntu y una fiesta genuinamente nacional.

     Aunque la religión maya me pareciera irreformable en lo substancial, la experiencia me había descubierto en ella algunos puntos flacos donde, sin ofensa para las buenas costumbres, se podía romper con la tradición. Tamaña empresa hubiera sido descabellada en los primeros días de mi gobierno, mas ahora sería facilísima; porque el hombre se habitúa a los cambios continuos con tanto gusto como a la inmovilidad, y una vez extendido el contagio reformador, no hay peligro en innovar a diario. El peligro estará en que las innovaciones no arraiguen, en que los naturales apetitos, no satisfechos con lo nuevo y privados de lo viejo, se inquieten, se indisciplinen y se desborden; y este peligro a mí no me amedrentaba, porque jamás concebí idea tan torpe como la de privar a un pueblo de sus más legítimos desahogos.

     En un punto estaba yo conforme con los mayas: en la necesidad de conservar los sacrificios humanos; ellos los apetecían por puras exigencias de su naturaleza, y yo los aceptaba sin gran dificultad. La historia maya no registraba un afuiri sin efusión de sangre, y los mayas, que no estudian casi nada, aprenden, como sabemos, la historia nacional de boca de sus pedagogos. Pero, dada la precisión de matar, hay muchas formas de hacerlo, las cuales reflejan distintos estados sociales; en bien de los mayas creía yo llegado el momento de transformar la matanza grosera sobre el cadalso, en algo más noble y artístico. Todos los pueblos bárbaros han pasado desde la barbarie a la cultura por grados intermedios que se caracterizan por la aparición de nuevos elementos artísticos. Los juegos públicos no han sido otra cosa que transformaciones de las crudas escenas de la vida en cuadros bien combinados, mediante elección de tipos y asuntos. Un pueblo que se recrea en la contemplación de estos cuadros está muy bien encaminado para crear otros superiores a los de la realidad, y para mejorarse tomándolos por guía y modelo.

     En el pueblo maya habían ya aparecido los juegos públicos, los combates navales y las carreras de velocidad y resistencia; pero los juegos más bonitos, los coreográficos y mímicos, eran puramente domésticos. En general, la vida pública, reducida al comercio de los hombres, carecía de interés; sólo era digno de estudio el día muntu, único en que los mayas vivían socialmente; pero aun este día, como era uno solo cada mes, no creaba hábitos sociales, y sólo servía para dar suelta a las malas pasiones; no quedaba tiempo para que el contacto de sexos y clases produjera frutos variados; éstos eran siempre los mismos, los que produce el primer choque de los instintos contenidos: primero el encogimiento y la acción torpe y embarazada, después la desvergüenza y el desenfreno.

     El detalle de los afuiris que más me molestaba, era, cuando se trataba de juicios extraordinarios, ir sobre el pacienzudo hipopótamo a las ciudades a administrar alta justicia. En tan perniciosa costumbre veía yo un riesgo constante para mi persona y una pérdida lamentable de tiempo para los graves menesteres de mi cargo; pero era muy difícil eludir este penoso deber, porque la justicia tenía un carácter marcadamente territorial, y los juicios debían celebrarse allí mismo donde el crimen era cometido. Sólo tratándose de reos ordinarios era corriente que se los prestasen unas ciudades a otras, para que nunca faltaran víctimas. No era posible delegar mis atribuciones en mis auxiliares; así como yo era el primer personaje después del rey, mis auxiliares eran de ínfima categoría, y estaban muy menospreciados de todo el mundo, porque en lo antiguo sirvieron también para recaudar los impuestos y para azotar a los delincuentes, y se habían hecho odiosos. Además, la suspensión de mis viajes hubiera irritado a los pueblos, y en particular a las mujeres, deseosas de verme, siquiera fuese de tarde en tarde, de recibir los dones a que yo consuma ligereza las acostumbré, y de gozar de un día de asueto fuera del muntu, que por tardío les parecía insuficiente.

     Muy dolorosa me era también la asistencia a los afuiris ordinarios de la corte, obligado como me veía a condenar siempre por lo menos a una pareja de criminales y a presidir las degollaciones. El primer afuiri a que asistió la reina Mpizi con el príncipe Yosimiré, el mismo en que se consagró por primera vez la carretilla con los abonos, fue el vigésimo séptimo de los dirigidos por mí, incluido el que presidí antes de la revolución, y según aparecía de los rujus conservados en mi archivo, las víctimas sacrificadas eran ciento treinta, a las que debía agregar veinticinco de mis excursiones judiciales desde la famosa de Ancu-Myera, en que pereció el infeliz Muigo. Cierto es que en un día muntu, durante el reinado del fogoso Viaco o en diez días de gobierno provisional del dentudo Menu, el número de víctimas había sido doble del que arrojaba mi balance; pero de todas suertes me remordía la conciencia y me aguijoneaba el deseo de hacer algo contra estos cruentos sacrificios, de quitarles siquiera sus rasgos más horribles. Peor aún que las decapitaciones me parecía el entusiasmo popular que las acompañaba y el lúgubre epílogo que las ponía término; para que nada faltase al triste cuadro, los despojos de los afuiris no eran, como los demás, arrojados en lo hueco de los árboles, sino que quedaban sobre el cadalso, expuestos a la voracidad de las bestias necrófagas. Conforme se extendía, por mi acertada gestión, el bienestar público, se acentuaban más los instintos feroces y la afición a los sacrificios humanos. La naturaleza de estos hombres, exuberante de energías, no queriendo desfogarse en el trabajo ni pudiendo calmarse en la guerra, buscaba su expansión en las escenas fuertes. No he visto jamás alegrías tan puras y tan espontáneas como las de los mayas ante el cadalso cubierto de sangre caliente y de despojos palpitantes. Sin duda la civilización modifica la naturaleza humana, borrando estas tendencias innobles, que en los pueblos cultos quedan hoy reducidas a esa alegre e inocente curiosidad con que las masas se agolpan para ver cómo desciende la majestuosa guillotina sobre la cabeza del reo, cómo gira el tornillo que estrangula suavemente al condenado.

     La brutalidad de los hombres tiene sobre la de los animales la ventaja (aparte de la de ser en éstos cuantitativamente superior) de poder variar de forma; de ello hay ejemplos en los mismos anales mayas; los antiguos pedagogos y soldados conquistaban sus puestos en combates singulares; desde Usana, los pedagogos ingresaron mediante la prueba de los loros, y fueron soldados los que se distinguían en la caza; bajo el gobierno de Mujanda, la creación de los escalafones dio aún aspecto más suave a la lucha por la vida. �Por qué no había de intentarse algo semejante en las ceremonias religiosas, purgándolas de la parte cruel? Con gran sentido político, el rey, aconsejado por mí, había ideado la degollación simultánea de los hombres y de la vaca. Si antes no era posible suprimir los reos, porque sin ellos faltaba al afuiri el principal atractivo, el derramamiento de sangre, ahora debía intentarse la prueba para ver si los indígenas se conformaban con la sangre de la vaca. No es que se pretenda poner aquí en irrespetuoso parangón, la sangre humana y la sangre de los rumiantes; pero sí cabe alegar que la diferencia entre una y otra, no era tan grande en Maya, como lo es entre nosotros, porque allí el precio de un hombre era muy poco superior al de una vaca. De ordinario se permutaba, el ruju de hombre por una vaca y una cabra, y el de mujer por dos vacas; éste fue siempre más apreciado por la belleza del dibujo y porque a la mujer iba aneja la idea de fecundidad, de que el hombre desgraciadamente carece.

     No había, sin embargo, que pensar en la supresión de los sacrificios humanos, digno remate de la legislación penal maya. Si se conseguía reducirlos a las exigencias del buen orden social, y embellecerlos algún tanto, no era pequeño el triunfo; a las generaciones venideras correspondía perfeccionar nuestra obra cortándolos de raíz. Fue instituido, pues, el segundo afuiri. Después del primero, celebrado cuando el sol se colocaba sobre nuestras cabezas, no había más ceremonias sagradas; había, sí, bailes y banquetes, y más adelante baños y diversiones acuáticas. El nuevo afuiri tuvo lugar hacia las tres de la tarde, y fue una improvisación. Las ceremonias habían seguido su curso regular, y los concurrentes las presenciaban con muestras de impaciencia, deseosos de contemplar a sus anchas a la sultana Mpizi y al tierno príncipe Yosimiré, que, por un extraño fenómeno de precocidad, dejaba ver aquel día sus blancos dientecillos en número de cuatro. Llegó el momento critico del afuiri, y sobre el cadalso estaban la carretilla de los abonos en el centro, la vaca a la izquierda y tres reos a la derecha: un acca y una mujer indígena acusados de adulterio, y otra mujer cogida en el acto de robar una túnica del consejero mímico Catana. Ambos delitos eran de los más comunes; el de adulterio era muy frecuente en los días muntus, en que hombres, y mujeres se hallaban en contacto, y según la nueva jurisprudencia establecida por mí, se penaba con la muerte de los dos culpables sólo cuando el adúltero era enano. Tal disposición se enderezaba a proteger la pureza de la raza indígena. Los robos de ropas también menudeaban, y hubo que castigarlos con gran rigor en bien de la existencia y prosperidad del lavadero. Las dos mujeres habían confesado su delito, y el acca lo había negado, porque entre las virtudes de los enanos no se contaba la veracidad. Tres mnanis hablaron en defensa de los reos; limitándose, como de costumbre, a conmoverme, seguros de que no me conmoverían. Siguió la degollación de la vaca sobre la carretilla de los abonos, y con gran extrañeza de los verdugos, yo no pronuncié por segunda vez la palabra afuiri. Me dirigí al concurso para manifestarle que, antes de dar muerte a los culpables, era preciso someterlos a una segunda prueba, por exigírmelo así el severo Rubango.

     Atónita quedó la asamblea escuchando estas palabras, y maravillada cuando presenció los hechos que las aclararon. Hice conducir a los adúlteros y a la ratera al redil donde los uagangas se reunían para bailar o discutir; los introduje en él, y después cerré la puerta. Dentro había dos bellos búfalos salvajes, traídos por orden mía desde Upala, donde hay muchos cazadores que se dedican a coger con lazos estos cornúpetos para domesticarlos si son pequeños, o para matarlos y vender sus despojos si son grandes. Entonces dije a los reos que combatieran cuerpo a cuerpo con los búfalos, y que si Rubango quería librarles de la muerte les concedería el triunfo. Comenzó una lucha feroz, que duró una hora y que mantuvo en tensión extraordinaria a los espectadores, asomados a aquella jaula legislativa transformada en plaza de toros o en circo romano. El miedo a la muerte hizo maravillas entre los gladiadores, y muchas suertes del arte taurino fueron inventadas en aquellos angustiosos momentos. Los búfalos atacaban con furor, y los infelices reos huían, se agachaban, se cogían al cuello de las bestias, hasta que, por último, eran enganchados y volteados, en medio del contento y de la gritería del público. El enano fue el primero que pereció en las mismas astas de una de las cornudas fieras, casi abierto en canal. La adúltera se defendió heroicamente: desgarrada la túnica, herida por seis partes, remontada tres veces por los aires, todavía tuvo fuerzas para abrazarse al pescuezo de la fiera y desgarrarle a mordiscos desesperados la garganta, haciéndole lanzar roncos bramidos de coraje. La ladrona fue la última víctima: ésta quería huir por lo alto de la verja, pero el público la impidió escapar, empujándola hacia dentro; ella no buscaba a los búfalos, pero los búfalos, irritados, después de destrozar a los otros dos gladiadores, se ensañaron contra ella y la remataron en el suelo.

     Sólo en los días de grandes victorias ganadas en el campo de batalla he presenciado desbordamiento de pasiones semejante al que produjo esta primera corrida de búfalos, ideada por mí con fines tan loables. Yo, quizás obcecado por mi afición a las corridas de toros, rebosaba de contento, y creía de buena fe haber derribado de un solo golpe la tradición más arraigada en el alma de los mayas: la voz unánime era que el nuevo afuiri era preferible al viejo, y si esta creencia se consolidaba, y la ceremonia religiosa no exigía en adelante la decapitación de seres humanos, se quitaba a los sacrificios el firme sostén de la fe y se los reducía a una fiesta popular, que el tiempo y los buenos oficios irían depurando de su parte cruel y realzando en su parte artística. En la apariencia, nada se había ganado con mi ensayo; tres eran las víctimas de los búfalos, como tres hubieran sido las de los mnanis. Tal vez a un observador ligero y sentimental pareciera más suave la muerte sobre el cadalso, bajo las certeras cuchillas de los verdugos, que en el circo entre las formidables astas de los búfalos.

     La única dificultad del nuevo afuiri era que descomponía la distribución tradicional de las horas. La corrida se había llevado toda la tarde, y quedó poco tiempo libre para los baños, los banquetes y para el amor; cuando los reos fuesen más, resultaría tan recargado el día muntu que no habría espacio para que todas las ceremonias y fiestas se sucedieran con la debida pausa. Yo anuncié que en las mansiones de Rubango, donde había visto por primera vez estos combates, que allí sirven para probar la culpa o la inocencia de los acusados, eran dos los días muntus y se celebraban dos fiestas diferentes: una religiosa, en el plenilunio, que comprendía el ucuezi y el afuiri, en el que sólo se sacrificaba la vaca y se preparaba la fecundación de las tierras, y otra judicial y que constaba de dos partes: la primera, el combate de los reos con las fieras; la segunda, la muerte de las fieras a cargo de hombres esforzados y justos, que, armados de todas armas, luchaban con las fieras hasta matarlas, para vengar la sangre humana vertida. Esta indicación se enderezaba a satisfacer un deseo que yo había adivinado en todos los rostros: es propio de quienes presencian un espectáculo hallar torpe y defectuoso cuanto hacen los ejecutantes, y creer que aventajarían a éstos si estuviesen en su lugar. Muchos de los que veían el desigual combate sentían impulsos, bien que sólo imaginativos, de entrar en el circo y pelear, seguros de vencer fácilmente. Ofreciéndoles el uso de armas y el animoso ejemplo de las victorias obtenidas por los súbditos de Rubango, todos ardían ya en deseos de ver a sus pies una fiera muerta en combate singular, en medio del asombro del público congregado, tal vez ante los envidiosos ojos de sus rivales, o bajo el blando y amoroso mirar de las más escogidas doncellas. La pasión de los mayas por la peligrosa caza en los bosques se acrecentaba con este nuevo aliciente de luchar en público, de recibir en el momento mismo de la victoria los homenajes debidos a la intrepidez y al esfuerzo.

     Dos semanas después, en el novilunio, se celebró la primera fiesta jurídica según el nuevo estilo. Entre tanto se habían hecho importantes reformas en el círculo de los uagangas: se levantó y se espesó la reja para mayor seguridad; se colocaron fuera de ella varias jaulas, que hacían las veces de toril, donde las fieras permanecían aprisionadas hasta el momento de entrar en escena, y se construyeron cuatro grandes tablados, como de siete palmos de altura, sobre los cuales se encaramaba el público para dominar el redondel. Bien temprano, como en los días muntus, las familias acudieron a la pradera a divertirse y preparar el ánimo para saborear las maravillas y portentos que se anunciaban. Desde la salida del sol hasta la hora del afuiri eran seis las horas de vagar, en las cuales confiaba yo grandemente para refundir esta raza díscola; seis horas que para los demás eran un penoso retardo, y para mí lo esencial de la fiesta, a la que procuré yo mismo dar el tono disponiendo que mis mujeres tocaran el laúd, y cantaran, bailaran e hicieran juegos mímicos. Otras muchas familias, después de hacer coro para ver, siguieron el ejemplo; y lo que más llamó la atención fue que yo permitiera a algunos jóvenes mayas alternar con mis esposas en los bailes y mimos.

     Mis esperanzas se realizaron con creces, pues, aparte de inaugurarse el nuevo muntu de una manera elevada y digna de una sociedad culta, me vino un refuerzo de donde menos lo esperaba. La noticia de las nuevas fiestas había corrido velozmente, y todo el país se moría de ganas de verlas antes que fuesen instituidas en las localidades; y como hasta el día que esto ocurriera, el segundo muntu era festivo sólo en la corte, acudieron de los pueblos cercanos bandadas de curiosos, ávidos de olismear lo que pasaba. De todos los pueblos ribereños venían por el río hasta la catarata, sacaban a tierra sus canoas, y se presentaban en la colina llenos de cortedad y de azoramiento. De Misúa y de Cari por tierra, y de Ancu-Myera, Ruzozi y Mbúa por los vados, llegaban a pie, trayendo algunos por delante las carretillas de mano con la merienda. Los reyezuelos Ucucu, Churuqui, y Nionyi y muchos uagangas, figuraban entre los concurrentes, y fueron recibidos y agasajados por el rey, por mí y por los consejeros. No faltaron murmuraciones contra esta invasión de gente forastera, pero la solemnidad del día no fue turbada por ninguna imprudencia, ni hubo crímenes que lamentar.

     Yo estaba como sobre ascuas, temeroso de que hubiera colisiones entre los bandos, o de que mis planes quedasen en agraz a causa de alguna peripecia imprevista. En esta angustiosa situación de espíritu me sobrecogió la hora de dar principio a la fiesta. Seis eran las víctimas predestinadas: un acca, acusado de robo de tinturas de las que yo gratuitamente repartía a todo el mundo, y dos indígenas, sorprendidos en flagrante delito de robo en los campos del famoso innovador y ladrón Chiruyu. Todos éstos eran antes castigados con pena de azotes; pero ahora se les sometía a la nueva prueba judicial. Además había tres reos de muerte, tres profanadores enviados desde Upala, Mbúa y Ancu-Myera, como delicada atención de los tres reyezuelos que asistían al espectáculo. Los reos de muerte formaron el primer grupo, destinado a combatir contra dos búfalos, los mismos que inauguraron las corridas. Esta vez el combate fue más breve, pues los búfalos, con la primera lección, habían adquirido una notable maestría en el arte de dar cornadas certeras, mientras los reos eran novicios y no habían visto la corrida anterior. En cosa de un cuarto de hora los tres desventurados profanadores hallaron el fin de su vida, amargado aún por los insultos del populacho, que deseaba muriesen dando muestras de serenidad y de valor. Los otros tres delincuentes debían luchar uno a uno contra una pantera del Unzu, donde, según fama, se crían las más feroces de todo el país. Este combate fue más reñido y más animado. El enano pereció casi sin luchar, porque los accas no eran buenos cazadores; pero los indígenas, habituados a estos arriesgados ejercicios, acudían a mil tretas, ataques falsos, huidas, gritos y demás artimañas, de resultados seguros cuando van acompañadas de la lanza o del cuchillo. Aun sin armas, el último de los combatientes estuvo a punto de ahogar a la pantera entre sus robustos brazos, y la dejó por muerta sobre el césped. Una gritería enloquecedora saludó a este primer triunfador, que inmediatamente fue puesto en libertad, curándole yo mismo las numerosas heridas que recibiera en la lucha.

     Sin embargo, la pantera se repuso poco a poco de su desmayo, se levantó, miró a todos lados con ojos imbéciles, y después de dar varias vueltas por el circo, aún tuvo fuerzas para ensañarse con los despojos inertes de los gladiadores que sucumbieron en la tremenda jornada, hasta que los laceros la encerraron en su prisión. Varios mnanis penetraron en el redondel y retiraron los restos de las víctimas, que en premio de su bella muerte no fueron ya abandonadas a las hienas, sino sepultadas al pie de un árbol, al son de los laúdes. Con tan varias y nuevas impresiones, los cortesanos y los forasteros estaban fuera de sí, subyugados por la grandeza y majestad del acto que presenciaban. Si grande era la satisfacción cuando los reos sucumbían, no fue menor cuando uno de ellos venció en el combate. De un lado se calmaba el apetito de ver brotar la sangre humana a la luz del sol; de otro, la vanidad de la especie. Las injurias contra los vencidos eran un desahogo benéfico de las malas pasiones que, por desgracia, sienten estos hombres unos contra otros; los aplausos al vencedor satisfacían otra necesidad muy urgente: la del engreimiento del hombre delante de todos los demás animales, sobrepujándoles por la fuerza o por la astucia. El reo victorioso fue aquel día un héroe popular; todos le admiraban y le envidiaban; se inventaron varias historias para probar que era inocente y que había sido injustamente acusado, y el rey le ofreció un cargo público local.

     Después de un largo intervalo comenzó la segunda parte del programa. Más de veinte paladines, armados de lanzas y de cuchillos, pisaron la arena. Entre ellos estaba el valiente Ucucu, el joven y guapo consejero Rizi, mi hijo Mjudsu, notable por su corpulencia, y otros cuatro uagangas; los demás eran mnanis y personajes distinguidos de la corte, de Mbúa y Upala, patria de los más atrevidos cazadores. Tocó el rey el cuerno, y salió a la plaza la enardecida pantera, recelosa de verse entre tantos enemigos y turbada por el clamoreo de la muchedumbre. El bello Rizi se puso a cuatro patas, con el cuchillo en la boca, y, rápido como una saeta, partió contra la fiera, que, acorralada junto a la puerta de su jaula, se agachó y se apercibió para embestir. De repente, Rizi se incorporó, y, sesgando el cuerpo, le asestó una furiosa cuchillada; la pantera huyó a medias el golpe, que fue a herirla en un brazuelo, y revolviéndose contra su acometedor, le clavó una garra en el hombro y otra en la cabeza y le tiró una tremenda dentellada en la garganta. El valiente Ucucu acudió a socorrer a su hijo, y la pantera, al verle, soltó su presa; pero Ucucu, encegado, la persiguió alrededor del circo, la hirió por detrás con la lanza, y cuando la fiera se volvió para defenderse a la desesperada, se abalanzó sobre ella y la clavó el cuchillo hasta el mango en medio del pecho, recibiendo sólo una uñarada en el brazo izquierdo. Mientras tanto, el pobre Rizi yacía agonizante en el suelo, y no tardó en expirar en los brazos de su padre y rodeado de los demás combatientes. Retirado del redondel, Ucucu abandonó también el campo, llevando consigo la pantera, premio de un brillante triunfo, enturbiado tristemente por la malaventura de su hijo.

     Quedaron los demás lidiadores distribuidos por la plaza, esperando la salida de los búfalos. El sol declinaba ya, y los espectadores contenían el aliento, temerosos de perder algún detalle del nuevo y más tremendo combate. Los dos búfalos se plantaron en medio del circo, como dudando entre atacar o defenderse. Un esforzado cazador de Upala fue el primero en romper plaza; desde la barrera, donde, como los demás, estaba resguardado, arrancó a correr por medio del ruedo, y al pasar por delante de uno de los búfalos, le tiró la lanza contra el testuz con tanto tino, que la bestia resopló ron-camente, dio un bramido e hincó la rodilla. Todos la creímos muerta, pero aún se levantó y anduvo, tambaleándose una buena pieza, e intentando acometer, hasta que con varias lanzadas sin arte la acabaron los demás campeones. El de Upala le cortó la cabeza, que fue el premio de la victoria.

     El segundo búfalo tuvo la muerte más dura; aunque muchos intentaban repetir la suerte que tan buena cuenta había dado del primero, no fueron afortunados, y sólo conseguían irritar más al cornúpeto, que en sus carreras cogió y volteó a tres lidiadores, hiriéndolos gravemente. Uno de los mnanis, familiarizado con las decapitaciones de seres humanos, intentó dar muerte a su enemigo clavándole el cuchillo en la nuca; el búfalo le enganchó por un sobaco, y, a pesar de que le acosaban los demás lidiadores, le paseó por el ruedo, y después de soltarle y recogerle varias veces, le dejó muerto en medio de él. Entonces, sobreponiéndose al miedo que era natural sintiesen todos, mi hijo, el corpulento Mjudsu, el de la trompa de elefante, corriendo por detrás de la fiera, montose sobre ella, abrazándose a su cuello. El búfalo corría y bramaba, y se sacudía con tal fuerza y ceguedad, que fue a topar contra la verja, donde quedó enganchado por los cuernos; Mjudsu aprovechó hábilmente esta feliz coyuntura, y cogiendo el cuchillo que tenía sujeto entre sus dientes, le remató con el aplomo y arte de un puntillero de oficio.

     Mujanda dio por terminada la función, y el público, gritando y vociferando, abandonó los tablados. Una vez en tierra, yo ordené que todos los hombres se pusieran en filas, y llevando entre ellos, en dos carretillas, los restos mortales del bello Rizi y del mnani, todos nos encaminamos al baobab funerario, donde les dimos sepultura, no sin que yo pronunciara un breve elogio de los finados. Mujanda nombró en el acto para la vacante de Rizi a mi hijo Mjudsu, uaganga del ala central, y concedió la dignidad de uaganga al diestro cazador de Upala. Este detalle de la fiesta no era el menos interesante, pues con él se demostraba que, aparte de otras ventajas, el nuevo afuiri tenía la de aclarar las filas de los pretendientes y aumentar las probabilidades de obtener bellos cargos. Con esto se me quitó un gran peso de encima, viendo el felicísimo remate que tantas y tan diversas y azarosas peripecias habían tenido, y el artístico equilibrio con que se habían ido sucediendo. El triunfo era total y definitivo. Mientras los de la corte nos quedamos apurando las últimas delicias del día histórico en la hermosa colina del Myera, los forasteros se marchaban a gran prisa, llevando por todo el país la buena nueva. Para el siguiente afuiri, no hubo pueblo que no tuviera su circo y que no lo utilizara como en la corte. Se acabaron las excursiones judiciales; cayó en desuso el antiguo enjuiciamiento criminal; mis auxiliares, al perder gran parte de sus atribuciones, adquirieron mayor realce e influencia. Las artes, el espíritu de sociabilidad, el entusiasmo caballeresco, adelantaron mucho.



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Capítulo XVII

Reformas en el alumbrado.-Las lamparillas de aceite y las velas de sebo.-Primeros ensayos de alumbrado público.-Institución de las fiestas nocturnas.

     Intento referir en este lugar un ciclo entero de combates heroicos sostenidos contra un pueblo enemigo de la luz, y rematados con una victoria que reputaré siempre como la más grande de todas las que conseguí sobre el natural refractario e indomable del pueblo maya. No es privilegio exclusivo de esto el horror a las innovaciones en el alumbrado. Todos los pueblos son fotófobos en mayor o menor escala, y aun aquellos que figuran a la cabeza de la civilización han pasado por días de prueba al sustituir unas luces por otras. Dentro de las casas, el candil se defendió siglos y siglos contra el velón, el velón contra el quinqué y las lámparas de petróleo, el petróleo contra el gas, el gas contra la luz eléctrica. En los lugares públicos, la obscuridad tardó miles de años en ser turbada por las linternas portátiles y las débiles lamparillas de aceite, colgadas en algunos lugares piadosos, como ofrendas de la fe; y �cuántos esfuerzos para establecer el alumbrado regular con candilejas de aceite, para pasar de las candilejas a los faroles de gas, de los faroles a la lámpara incandescente y al arco voltaico!

     Todo en el hombre es apegado a la tradición; pero la retina es, sin duda, la parte del organismo humano más refractaria al progreso; quizás el instinto, que silencioso vigila dentro de nosotros, siente con vigor, por medio del aparato óptico, una pena que nosotros sentimos vagamente: la pena de ver bien a nuestros semejantes. Amamos el día por oposición a la noche, símbolo de la muerte; pero amamos las tinieblas por oposición a la luz, emblema del conocimiento real de la vida que nos duele poseer. El ideal de la humanidad sería vivir semi a obscuras. Los mayas toleraban la luz del sol como la toleran todos los hombres, porque es fuerza que alumbre y vivifique la tierra; pero cuando el sol se ponía y suspendían sus faenas, y se refugiaban en sus hogares, no sentían la nostalgia de la luz: antes se hubieran entristecido si por acaso el sol se dignase venir a iluminar las escenas de su vida íntima, que con la turbia y humosa luz de las teas gozaba de poéticos encantos, y podía inspirar, aun a hombres de mi raza y de mi temple, sentimientos de benevolencia, mezclados, bien es cierto, con no pequeña dosis de amargo pesimismo.

     Sin embargo, yo deseaba librarme del humo asfixiante y de la tizne pegajosa de las teas, y acudí esta vez, sin miras de reformador de las costumbres, a medios simplicísimos: cuatro cazuelas de barro, llenas de aceite; cuatro discos de corteza de miombo, taladrados y atravesados por torcidas de hilaza, y cuatro rinconeras que coloqué en los ángulos de mi sala familiar, donde antes estaban clavados los cuchillos portateas. Todo esto lo hice sin preparar los ánimos, creyendo dar una agradable sorpresa a mis mujeres; pero, como suele decirse, la erré de medio a medio. La primera noche que penetraron en la habitación familiar, que debió parecerles un ascua de oro, todas se llevaron las manos a la cara, como si obedecieran a una consigna. Aquella luz era demasiado fuerte para sus ojos, y las lastimaba tan cruelmente que tuve que apagar dos de las lamparillas, temiendo que se les produjera alguna peligrosa oftalmía. Mas a pesar de mi previsión no desapareció el malestar, pues, influido todo su organismo por los ojos, mis pobres esposas estaban como desasosegadas por una tremenda zozobra; no sabían sentarse bien, ni mantenerse con aplomo, ni hablar con acierto, ni mirarse sin desconfianza. Parecía que la luz, interponiéndose entre los cuerpos, separaba también los espíritus, individualizaba más las personas y abría entre ellas abismos infranqueables. Era una curiosa observación psicológica. El goce inefable que inundaba el alma de los mayas cuando se reunían en sus nocturnos hogares no provenía (como yo había creído, y era natural que creyese) de que se vieran todos juntos en amor y compaña, sino de que se veían confusamente, emborronados, sin personalidad, como siendo parte de un organismo humano complejo, semejante a una mancha de color, en la que, apenas indicados los perfiles, se adivinara la composición total, sin distinguir una a una, con su propia expresión y significado, las diversas figuras que la formaran.

     De tal suerte determina la luz la conciencia de la personalidad, que con el antiguo alumbrado y que era la menor cantidad de alumbrado posible, ocurría un fenómeno extraño, que alguien pretenderá explicar por medio de la sugestión, hoy tan en candelero: en un mismo instante, cuando las teas se iban a extinguir, todas mis mujeres eran invadidas por el más profundo sueño. Con las lamparillas, que podrían alumbrar muchas horas seguidas, esta noble armonía se quebrantó dolorosamente, y la noche del ensayo nadie supo cuándo debía dormirse; algunas mujeres que estaban fatigadas por el trabajo del día, y la primera de todas la lavandera Matay, empezaron a dar cabezadas mucho antes de la hora de costumbre; las favoritas, que habían pasado el tiempo holgando, y que quizás habían dormido la siesta, no sintieron deseos de acostarse ni cuando yo di la orden de retirada. En las tinieblas, todos los cuerpos funcionaban a compás, como si fueran impulsados por un mismo motor; a la luz clara, aunque débil, de las mariposas, cada organismo recobraba su imperio y medía las horas con su propia medida, según su temperamento y necesidades. �Con cuánta razón se ha dicho siempre que la luz es el fundamento de la libertad!

     Pero los mayas, aunque amantes de la libertad, atribuyen a esta palabra un sentido impropio, precisamente el contrario del que nosotros le damos, y encontraron en esta variación un achaque para renovar sus censuras. Pasada la primera desagradable impresión, los ojos se habituaron a la nueva luz, y no faltó quien comprendiera que las túnicas saltan ganando con el cambio; pero la opinión general se condolía del trastorno que yo había introducido en las veladas, de la inquietud que se apoderaba de los ánimos, por no saber cuándo era llegado el momento preciso de dormir. La innovación tenía carácter particular, y yo nunca pretendí imponerla; pero mis mujeres y mis siervos propalaron la noticia, y como el invento estaba al alcance de todo el mundo, se extendió con gran rapidez. Había yo llegado a ser algo así como un tirano de la moda, y, bien que a regañadientes, hasta mis más encarnizados enemigos me imitaban. Así son los mayas de ambos sexos, y así es la humanidad. En Europa, por ejemplo, existen dos grandes partidos: el uno favorable, el otro, el más numeroso, contrario al miriñaque. �Quién duda que si, por uno de esos infinitos azares que la guerra ofrece, la minoría se impusiera por un momento, todas las mujeres sacrificarían sus opiniones personales y aceptarían el miriñaque, aunque fuera a costa de su tranquilidad íntima y haciendo constar sus protestas más solemnes? Esto ocurriría, y ocurriría también que, mientras las más audaces exageraban la moda, usando miriñaques como piedras de molino aceitero, las menos osadas la atenuarían, llevándolos en forma de lavativas. Los mayas aceptaron sin necesidad las nuevas lamparillas, zahiriéndome muchos de ellos y alabándome algunos pocos, y las modificaron a su capricho. Quiénes las hicieron tan pequeñas que ardían con dificultad; quiénes las agrandaron desmesuradamente, con lo cual las rinconeras, no pudiendo soportar el peso, se desprendían y daban lugar a escenas de familia muy dolorosas. Entre los exagerados se llevó la palma el zanquilargo consejero Quiyeré, el cual llegó a construir lámparas cuyo depósito era un onuato, en el que navegaban con holgura docenas de lucecillas.

     Con estos extremos, los males del alumbrado de aceite (que, como toda obra humana, debía traer algunos) se agravaban y se multiplicaban, siendo siempre el principal caballo de batalla el no poder fijar las horas. A falta de relojes, que jamás quise inventar porque los odiaba y los odio con todas mis fuerzas, tuve que acudir, por primera providencia, a una imprudente transacción, que consistía en encender al mismo tiempo que las lamparillas una tea, cuyo papel no era el de alumbrar, sino el de servir de cronómetro. Esta componenda produjo, contra mis esperanzas, un estúpido dualismo en el alumbrado: sin abandonar las luces de aceite, se restableció, como existía en lo antiguo, el uso de las teas; por estos caminos la reforma se desnaturalizaba, y venía a ser inútil y aun perjudicial. De aquí surgió la necesidad de mi segundo invento, el de las velas de sebo, que, a mi juicio, había de sentar las bases de una nueva industria. Los mayas poseían ciertos conocimientos rudimentarios sobre varias ramas de la metalurgia, pero ignoraban en absoluto cuanto se refería a la fundición; no tenían idea de lo que es un molde, ni pensaron jamás en derretir ninguna substancia mineral ni vegetal. Enseñándoles yo el procedimiento para construir moldes y para rellenarlos de materias derretidas, lo mismo podían fundir el sebo para hacer velas, que el plomo o el hierro para hacer estatuas.

     En lo que aventajaban sobre todo las bujías a las luces de aceite, era en la mayor posibilidad de hacerlas, como yo las hice, de modo que viniesen a durar unas cinco horas, poco más o menos, que eran las que los mayas vivían de noche, no contando, naturalmente, como vividas las dedicadas al sueño. El sueño, que es en todas partes una interrupción de la vida consciente, es en Maya una anulación completa del vivir. Ningún pueblo iguala a éste en las facultades dormitivas. Un maya dormido era un ser inanimado, y luego de aclimatarse el catre de tijera, no habría inconveniente en llamarle inorgánico. Por esto los servicios de vigilancia nocturna, como vimos en otro lugar, corrían a cargo de los gallos, verdaderos serenos del país.

     Aunque la manufactura de las velas era más complicada que la de las lamparillas, su uso era más fácil, más cómodo y menos dado a accidentes; así, pues, no tardaron en imponerse, condenando para siempre al olvido el antiguo alumbrado nacional. Cada familia, según sus posibles y su grado de resistencia óptica, se alumbraba con una vela o con una docena, sin grandes dispendios. Al principio la fabricación era libre y el precio muy inseguro; pero en vista de los bellos rendimientos del negocio, Mujanda, aconsejado por mí (bien que en esta ocasión mi consejo coincidiera con su real parecer), lo monopolizó en su favor, y dispuso que, tanto en la corte como en el resto del país, no se gastaran otras velas que las de procedencia real, señalando el precio fijo de un onuato de trigo por cada ochenta y cuatro velas. El número ochenta y cuatro representa en Maya, lo mismo que entre nosotros la centena, una cifra redonda que se obtiene sumando los días de tres meses lunares. La renta del lavado, se recordará, se cobraba por número doble de días, o sea por semestres, y la de los abonos por cuádruple, o sea por años lunares. A los contraventores de este edicto se les imponía, como a todos los que violaban los demás referentes a rentas reales, la pena de muerte, según los nuevos usos jurídicos. Más de cien siervos trabajaban continuamente en los patios del palacio real fabricando la nueva manufactura, y más de otros cien se ocupaban en transportarla en carretillas a todas las ciudades, donde los reyezuelos se encargaban de expenderla, con lo que obtenían beneficios no del todo ilícitos, y ganaban en prestigio y en autoridad.

     El uso de las velas de sebo, al mismo tiempo que daba fin a la larga y ominosa dominación de las teas, hubiera ahogado en sus comienzos el incipiente reinado de las lamparillas sin un recurso ingenioso de que me valí para continuar utilizando éstas en nuevos y más importantes servicios. Como el gasto estaba ya hecho y el aceite era abundantísimo en el país, y se obtenía casi de balde, se me ocurrió colocarlas en la fachada de mi casa para que alumbraran por la noche. A una altura como de un hombre de talla ordinaria, y a trechos regulares, puse las cuatro cazuelas de aceite, sostenidas por estacas y cubiertas por piramidales sombreros en forma de pantallas. La cara delantera tenía una abertura ovalada, por donde salía la luz, y las superficies interiores estaban revestidas de yeso blanco para que hicieran las veces de reflector como por ensalmo, todas las casas de la ciudad aparecieron adornadas con estas originales farolas, que por la noche alumbraban sin molestia para nadie; pues si mis conciudadanos se apresuraron a imitarme, no pudo ocurrírseles aprovechar el alumbrado público para romper de un golpe sus arraigados hábitos de aislamiento nocturno.

     La poligamia, creando una vida de familia más bella y variada que la de nuestras sociedades, comprimidas por los usos monogámicos, había hecho innecesaria la vida social nocturna; pero hay siempre elementos enemistados con las costumbres y prestos a ir contra la corriente, y en Maya los había, y se darían a conocer cuando las condiciones del medio social les fuesen favorables. Donde la vida de sociedad adquiere un desarrollo excesivo no faltan gentes que, por pesimismo o melancolía, tomen el partido del aislamiento y de la soledad, y vivan muy a su gusto escondidas como hurones en sus huroneras; donde predomina la insociabilidad, por el contrario, suele haber espíritus aficionados al activo comercio con sus semejantes, en particular entre la juventud, enamorada siempre del progreso, o de todo lo que huele a progreso, aunque en el fondo no lo sea. Mas en el punto concreto que aquí se ventila nadie osará suponer que no sea un progreso efectivo, quizás un foco de progresos, salir cada núcleo de la soledad de su celda para vivir en trato común unas familias con otras durante las horas libres de preocupaciones y trabajos. Asimismo sería un notable progreso, cuando el trato social absorbiera en demasía el tiempo debido a las operaciones de la vida interior, retraerse algún tanto de él y encerrarse entre cuatro paredes, siquiera media hora diaria, para pensar un poco a solas en lo que se ha hecho y en lo que se va a hacer. Esto tendría la virtud de permitir, ya que no a todos los hombres, por lo menos a los que poseyeran cierto caudal de sensatez, darse cuenta de las necedades que en las últimas veinticuatro horas hubieran cometido, y corregirse para en adelante. El abuso de la vida social tiene ese lado adverso: la imposibilidad de aquilatar las responsabilidades, dado que todos los desatinos corren como obra común; porque brotando al contacto de unos hombres con otros, éstos no han tenido después calma para reconocerse autores o cómplices de ellos, o para destruirlos antes que se propalen mucho, o para remediarlos con otros pensamientos más juiciosos y dignos de la racionalidad. Por todo lo cual se nota constantemente que los países mejor dotados de eso que suele llamarse espíritu de asociación son los más aptos para los trabajos de fuerza, v. gr., para construir puentes o para abrir canales; pero que, en cambio, están muy expuestos a admitir como artículo de fe todo género de tonterías, y concluyen por deshonrar su civilización material con la pesadumbre de su interna barbarie.

     Nada de esto reza con los mayas, que, si bien tenían el vicio de hablar demasiado, se libraban de decir grandes disparates, porque en las horas que pasaban en la soledad de sus habitaciones se aprendían de memoria lo que habían de decir, que de ordinario era lo mismo que ya otros precedentemente habían dicho con aplauso de las asambleas. Al pedagogo y calígrafo Mizcaga le oí diez veces el mismo discurso, que luego resultó haber sido pensado hacía treinta años por el propio Arimi, mi alter ego, uno de los pocos hombres que, según parece, supieron en este país para qué les servía la cabeza. A mi suegro Quiyeré, el de las zancas largas, le ocurrió un lance gracioso, originado por estas raras costumbres oratorias: aprendiose de coro un discurso, nada menos que del gran rey Usana (según noticias que reservadamente tuve yo), y pronunciolo con motivo de la institución del estercolero. Él esperaba recoger muchos aplausos, pues a creer lo que decía el pergamino donde espigó las partes esenciales de su notable trabajo, de memoria de hombre no se recordaba entusiasmo igual al que produjo esta oración de Usana; pero las tres alas de jóvenes representantes estuvieron unánimes en apreciar la tal rapsodia como opuesta a mi proyecto, y arrojaron sobre el orador una nube de insultos, inspirados más que por nada por la envidia. Esto enseñó al viejo y zancudo Quiyeré que el espíritu nacional no es siempre el mismo, o, por lo menos, que no está siempre del mismo humor, y que mucho influye en lo que se dice la persona que lo dice, pudiendo recoger Quiyeré abundante cosecha de silbidos y de injurias, allí donde Usana conquistó aplausos y aclamaciones.

     Pasa por averiguado que los hombres tienen cierta propensión innata a vivir de día y a dormir de noche, y que sólo al progreso debe culpársele de haber trastornado el orden natural de las cosas, inclinando lentamente el ánimo del hombre a alargar los días por el fin y a acortarlos por el principio, mediante el funesto empleo de la luz artificial. Pero aún está por resolver el problema de si ha sido el alumbrado la causa de la mutación de las primitivas costumbres, o si, a la inversa, ha sido el deseo de modificar las costumbres el origen de la invención del alumbrado. Mi experiencia personal en Maya me permite resolver esta intrincada cuestión, asegurando que el hombre, como otros muchos animales, tiene marcada predilección por la noche, aunque vive de día por pura necesidad, y llega a aficionarse al día por pura costumbre. Los ojos del hombre parecen dar a entender que éste no es animal nocturno, como los búhos o las lechuzas; pero si a los ojos vamos, muchas fieras del bosque y de los desiertos, teniéndolos también organizados para la vida diurna, viven más de noche que de día, porque de noche encuentran más sobre seguro el necesario sustento. Cuando el hambre aprieta, la función crea el órgano, y no ya fieras, sino hombres habrá que por satisfacer su apetito vean en noche cerrada más claro que ven los que están hartos, de día, con sol y sin nubes.

     Esta tradicional costumbre de los mayas de vivir encerrados por la noche parecíame algo así como un pacto tácito y cobarde con las fieras, a las que dejaban en usufructo la nación durante doce largas horas, no obstante los infructuosos cacareos de los gallos, que rara vez producían el apetecido efecto de despertar a los soldados de guardia. Las fieras saltaban, cuando el hambre las impelía, los cercados de las ciudades, y hacían cuanto estaba en su poder, esto es, en sus garras y en sus dientes, para forzar las entradas de los establos y saciar su voracidad. El alumbrado público afianzó la seguridad de las personas y de los bienes, y tan manifiesta era su utilidad que hasta los más empedernidos y gruñones retrógrados cejaron en su quejumbrosa campaña y me dieron tregua y coyuntura para perfeccionar mi obra con el establecimiento alrededor de la ciudad de nuevas luminarias, que formaban un círculo de fuegos opacos, ahuyentadores de las asustadas fieras. Los antiguos guardianes se vieron convertidos en alumbradores, a cuyo cargo fue confiado el inapreciable servicio de preparar, encender y atizar las luces del interior y las del circuito, que bien pasarían de mil. El aceite era de cuenta de los particulares, y la reposición de cazuelas y mechas, de cuenta del rey; y desde el primer día los trabajos se llevaron con tal actividad y perfección, que me hicieron concebir halagüeñas esperanzas sobre la suerte de un país, criadero de hombres tan hábiles como éstos, que sin violencia ni embarazo dejaban las antiguas destructoras armas por las nuevas y benéficas que se les entregaban: los pedernales y yescas, los atizadores de hierro y las alcuzas de barro, una de las creaciones de la cerámica en este período.

     No era éste un fenómeno aislado, antes en todos los ramos de la administración maya se tropezaba con la misma variedad de aptitudes: algunos de los antiguos verdugos pasaron sin esfuerzo a ser directores de la fabricación de bujías, y en cuanto toca a su transporte y expendición, los pedagogos no conocían rivales; mis auxiliares del orden sacerdotal eran maestros consumados en el arte de recaudar las contribuciones, y los uagangas, en los ejercicios de fuerza y en los juegos públicos. Era frecuente hallar hombres con aptitudes universales, lo mismo para guardar ganado que para arar, así para las armas como para las letras, para el consejo como para el gobierno comparativamente, los más torpes eran los pedagogos, que sabiendo leer y escribir aprendían más en los pergaminos que en la experiencia, y se distinguían más por la palabra que por la acción; de donde tuvo origen un profundo proverbio maya, que dice: �La ciencia no entra por los ojos, sino por el pellejo�; del cual parece una feliz traducción la sublime máxima: �La letra con sangre entra�, que muchos dómines han desacreditado, interpretándola de una manera estrecha y disparatada. No hay saber tan alto como el saber dominar y enseñorearse de todos los estados de la vida, merced a la dura instrucción y práctica que los acontecimientos traen consigo.

     Se estableció, pues, se extendió y arraigó, a pesar de su impopularidad, el alumbrado público, no sólo en la corte, sino también en todas las ciudades del país, e insensiblemente los ciudadanos fueron echándose a la calle por la noche. Empezaron los jovenzuelos con achaque de cortejar a las mujeres, que si durante el día estaban encerradas en los harenes, de noche hallábanse en estado de escuchar las músicas y cantos de los rondadores, pues las salas nocturnas estaban en las galerías exteriores y tenían claraboyas o tragaluces a la calle, por donde penetraban los roncos sones de los laúdes y las no muy bien entonadas canciones de los obscuros galanes, de quien ya es sabido que no eran muy famosos por la finura de sus orejas.

     Con esto, la poesía subjetiva o lírica comenzó a tomar grandes vuelos, particularmente en la rama erótica, y la literatura nacional se enriqueció con variedad de trovas, serenatas y madrigales, que sin aliño retórico, con la ruda naturalidad que conviene a una lengua que, como la maya, posee sólo palabras que designan objetos palpables, o por lo menos visibles, expresaban los eternos amorosos sentimientos del varón por las hembras de su agrado. Aunque sea trabajo perdido traducir literalmente estas canciones a lenguas civilizadas, ofreceré como muestra un madrigal de los más célebres, que, bajo apariencias un tanto cándidas, encierra cuanto de substancial puede decir un enamorado galán a una doncella:



         �Robusta e ignorante muchacha:
La anchura de tus caderas me enamora;
Tú serás madre de cuarenta hijos míos (el quené-icomí),
Tu vientre llegará a ser como el de una vaca (mcazi);
Tus pechos de chota (memé) se convertirán en pechos de cabra (mbusi).�


     Detrás de los trovadores vinieron los demás ciudadanos, atraídos por el efecto mágico que a sus ojos producían las luminarias, eligiendo para sus salidas las noches serenas, en que ni el viento ni la lluvia desconcertaban los notables trabajos de los faroleros. Aun las mujeres, desamparadas de la autoridad de sus señores, se asomaban tímidamente a las puertas para ver a hurtadillas lo que la moral del país no les permitía ver por derecho propio. Comenzaron a cernerse en la atmósfera los preludios de una idea nueva, de las noches muntus, que hicieran juego con los días. Las mujeres no encontraban, ni en la ley ni en la tradición, nada en contra de sus pretensiones; los hombres decían que no pudo jamás preverse la aparición de tantos usos nuevos, pero que la sabia y prudente incomunicación de la mujer debía subsistir, y subsistir con más rigor durante la noche.

     Está escrito que los progresos se rieguen y santifiquen con sangre humana, y sucedió que uno de los más agradables entretenimientos de los súbditos de Mujanda vino a ser, sin que nunca se haya sabido quién fuera el iniciador, divertirse a costa de los funcionarios encargados del nuevo servicio, ya apagando las luces, ya robando el aceite, ya rompiendo las cazuelas, ya produciendo intencionados incendios. Hacíanlo algunos por vía de inocente pasatiempo, y otros con el pícaro propósito de combatirme y desacreditarme; y quizás éstos hubieran realizado sus planes malévolos de no contar yo con la confianza de la corona, o sea con el apoyo firmísimo e inconmovible de Mujanda, quien respondió a estas torpes expansiones con un largo y bien meditado edicto, redactado por mí, imponiendo la pena capital a todo el que tocara una cazuela de aceite o desobedeciera a alguno de los alumbradores. Para hacer más apetecibles las noches públicas, se las reducía a cuatro al mes; fuera de éstas, no era permitido salir de casa sino a los que obtuviesen real patente de libre circulación. No se señalaban tampoco noches fijas, pues el rey se reservaba, como nueva e importante prerrogativa, que venía muy a punto a reforzar su un tanto mermado prestigio, el derecho de acordar cuáles habían de ser, en vista del estado del tiempo y del de su real humor. Para ganar el valioso auxilio de las mujeres, dejando siempre a salvo la incontestable supremacía que por la Naturaleza está señalada en favor del hombre, se disponía que de las cuatro noches dos fueran muntus, y que en ellas hubiera recepciones, conciertos y danzas, con otros esparcimientos populares.

     Con esto se cortaron de raíz los abusos que comenzaban a nacer, entre los cuales había algunos muy peligrosos: el abandono de los hogares, amenazados de disolución si se exageraban los nuevos hábitos de vida social; las pendencias nocturnas entre los particulares y los serenos alumbradores, que ya habían producido numerosas víctimas; la exacerbación de las rivalidades amorosas, cuya existencia me parecía innecesaria en un país como éste, donde tanta facilidad había para reunir, con no muy grandes desembolsos, una colección completa de mujeres de todas las partes del reino. Al mismo tiempo se prepararon notables adelantos en el camino de la verdadera civilización, y por lo pronto se obtuvieron nuevos ingresos para el erario real. Sólo en la corte se recaudaron ciento veinte cabras por otras tantas licencias de circulación nocturna, la cual vino a quedar reservada para los personajes ricos en bienes y en influencia palaciega; y en la primera noche muntu, los graneros reales crecieron en más de tres mil panochas de maíz, admitidas en pago de los líquidos que el rey, por medio de sus siervos, vendía a la exclusiva en varios aguaduchos instituidos por mí con este objeto y con el de dar el primer impulso a una revolución más grande que todas las hasta aquí mencionadas: la revolución de la industria y del comercio.



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Capítulo XVIII

Medidas políticas encaminadas a fortificar el poder central.-Fabricación y monopolio del alcohol.-Influencia capital de este importante líquido en el progreso de la nación maya.

     El hombre es esencialmente salvaje mientras tiende a simplificar la vida y a prescindir de necesidades artificiales, e inhumano mientras conserva su amor al aislamiento, su odio a la solidaridad. La civilización no está, como muchos creen, en el mayor grado de cultura, sino en las mayores exigencias de nuestro organismo, en la servidumbre voluntaria a que nos somete lo superfluo; y los sentimientos humanitarios, más que de las doctrinas morales y religiosas profesadas, dependen de nuestra sumisión al poder absorbente de un núcleo social.

     Superficialmente, parecía que los mayas caminaban con paso rápido hacia un estado envidiable de perfección, puesto que su sistema político era sinceramente democrático, sus costumbres cada día más suaves, su alimentación más abundante y sus vestidos más limpios; pero el exacto conocimiento que yo tenía de los medios por donde tales bellezas se habían conseguido me obligaba a ser cauto y a trabajar con prudencia para que los nuevos usos arraigaran. A veces ocurríaseme pensar qué pasaría allí si faltase mi dirección, y veía desaparecer mi obra como una decoración de teatro. Para que las costumbres sean duraderas han de ser también amadas, y para que sean amadas han de halagar los instintos, han de satisfacer una necesidad fisiológica violenta.

     Faltaba, pues, a mis reformas un detalle importante: estar ligadas entre sí por algo que las asociara a la constitución espiritual y corpórea de los súbditos de Mujanda; y yo veía con inquietud que ninguna de ellas había podido tiranizar a estos hombres espartanos, que, sometidos en la apariencia, deseaban tirar, como suele decirse, la casa por la ventana, y volver a su estado primitivo, no porque les pareciera mejor, sino porque, molestándoles soberanamente pensar y trabajar, las ventajas de los adelantos que yo les impuse no les compensaban la incomodidad de sostenerlos y perfeccionarlos. Así como los animales tienen como centro principal de atracción los alimentos, los mayas, situados un escalón más arriba en la escala zoológica, tenían dos: la cocina y la alcoba. Se imponía un esfuerzo más y un centro vital más elevado: el comercio de ideas.

     Devanábame los sesos para ver el modo de acrecentar sus necesidades y de despertarles algunas muy violentas que pudieran subsistir por su propia virtud, sin mi acción providencial permanente, y sirviesen de cimiento a tanta reforma útil hecha y por hacer. De las industrias creadas, las más importantes, como la fabricación de bujías y jabón y preparación de abonos, se habían convertido en monopolios reales, y ni servían para estimular la iniciativa industrial del país, ni para hacerles trabajar mucho más. Las emisiones abundantísimas de rujus fueron más beneficiosas en este sentido; pero la llegada de los accas las había compensado con exceso, y en general se veía a la simple vista que el pueblo maya era más holgazán bajo mi gobierno que bajo los gobiernos anteriores. La agricultura daba mayores rendimientos, la industria indígena había progresado notablemente en cuanto a la ejecución de sus diversas manufacturas, y el comercio era algo más activo a consecuencia de las mayores facilidades en las vías y medios de transporte; mas a pesar del crecimiento de esas fuerzas, que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para llamar fuerzas vivas de las naciones, la resultante total no cambiaba gran cosa la constitución económica del país por faltar una ley de división del trabajo, sin la que no puede haber progresos duraderos.

     Los mayas continuaban considerándose como aislados en medio de aquella sociedad, que, por ser democrática, parecía deber inspirarles confianza en el porvenir; sin acertar a explicarlo, pensaban en su fuero interior que el Estado maya era una coalición impuesta por el miedo recíproco y por la necesidad de disfrutar algunos períodos de paz para consagrarse con todas sus fuerzas a la procreación, llenar los huecos dejados por las luchas pasadas, y preparar nuevas y numerosas falanges para las venideras. Y �quién sabe si en esta concepción nebulosa de la vida social habrá un fecundo germen de verdadero progreso, del progreso que brota de los combates, no del impuesto por una inteligencia superior arbitraria? De esta suerte, considerando como un hecho posible, y aun probable, la disolución del Estado, se tenían a sí mismos como centros de su propia vida y se educaban como si hubieran de vivir de su exclusivo trabajo. La industria y el comercio eran como accesorios de la agricultura, y nadie se consagraba a ellos por entero; todos eran agricultores en primer término, y si no disponían de tierras productivas, cazadores o pescadores. En el caso de dislocarse la nación, no existían clases sociales que quedasen en el aire y que se opusieran a la ruina y acabamiento final. Algún pequeño trastorno sufrirían los herreros o carpinteros, los vendedores de pieles o de pescado seco; pero trastorno momentáneo, pues a los pocos días los habitantes del bosque se darían por satisfechos con atracarse de frutas, los de tierra llana tendrían de sobra con sus cereales y legumbres, y los del río con los productos de la pesca.

     El gran Usana debió pensar en tan importante cuestión, y sin duda para fundar la unidad nacional instituyó las fiestas religiosas y el congreso de los uagangas, que yo por mi parte había desarrollado hábilmente, con el propósito ya expresado de centralizar más el poder; pero tan firmes instituciones no bastaban, porque, habiendo sido imitadas por todas las ciudades, cada una de ellas tenía en sí los medios de vivir independientemente de la corte. Sabida es la premura con que las ciudades se apresuraban a copiar cuantas reformas se introducían en el gobierno, religión, fiestas, trajes y costumbres de la capital, y en un pueblo tan perezoso como el maya, ese apresuramiento quería decir que todo el mundo deseaba recobrar su autonomía o mantenerse en estado de disfrutar de ella una vez que la centralización actual desapareciese. Cuando la revolución promovida por Viaco y los hijos de Lopo, se vio de un modo experimental que la civilización maya había llegado ya a tal punto que repugnaba la autonomía de los ensis, bien por la imposibilidad de celebrar el afuiri y gozar de las tiernas expansiones de los días muntus, bien por la inseguridad de las personas y de los bienes, pero que aún no profesaba gran amor a la patria común, sin duda porque éste suele ser un estado superior del amor al terruño, amor que, por no haber tenido Usana el buen acuerdo de establecer la propiedad individual, los mayas no poseían. En vida del usurpador Viaco se habían reconstituido las ciudades contra el mandato de la ley, y aun después de muerto fue necesaria toda mi prudencia política para restaurar el imperio de la monarquía legítima sobre todo el país. Mi deseo, pues, había sido, y era, modificar de tal suerte la organización del Estado maya que, en caso de revolución, volviese éste por las solas fuerzas naturales a reconstituirse para presidir eternamente los destinos de la nación una e indisoluble.

     A tal punto se enderezaron algunas de mis reformas, como la venta de tierras a perpetuidad y la unificación de los escalafones. Estas reformas eran, sin embargo, armas de dos filos; antes de engendrar el noble sentimiento de amor a la patria, la propiedad territorial atraviesa por fases muy peligrosas, y la primera que yo pude estudiar más de cerca fue un crecimiento formidable del egoísmo de los que poseían mucho, y un desencadenamiento de los odios de los que poseían poco o nada, y más aún de los que perdían sus propiedades. Antes de convertirse en columna de las instituciones, el propietario procura ser él mismo institución, feudalizarse, ennoblecerse y avasallar. Por fortuna, las arremetidas de los grandes propietarios y ambiciosos del poder estaban contrarrestadas por el excesivo número de funcionarios inútiles, creados por mí, y que en este período de transición fueron la tabla en que se salvó la monarquía y el país.

     Es costumbre hablar mal de los funcionarios que desempeñan destinos poco o nada útiles para la marcha aparente del Estado, y se considera como ideal de una buena administración la ausencia de parásitos, que, en opinión de los mismos censores, no sólo dañan por lo que no hacen y por lo que no dejan hacer, sino más bien por lo que complican el engranaje administrativo y dificultan su ordenada marcha. Error grave, del que deben huir los estadistas deseosos de fundar instituciones duraderas, pues ninguna sociedad puede subsistir sin el parasitismo. En Maya observé yo la curiosa particularidad de que la vida de la nación estuviese principalmente sostenida y regularizada por el número, en verdad abrumador, de funcionarios públicos, que yo fui intercalando en donde quiera que las falanges administrativas me parecían poco espesas. Apenas ocurría algún trastorno, notaba que los empleados que desempeñaban una función necesaria, como los reyezuelos, eran los más inseguros, porque contaban sobre la realidad de su poder para sostenerse en el gobierno. Los particulares simpatizaban con cualquier tentativa de cambio político: los ricos, por ambición; los pobres, por descontentos; todos por variar y mejorar. Los únicos fieles defensores eran los funcionarios inútiles, que, convencidos de que la agitación nacía del deseo de turnar en el disfrute de las prebendas, se aprestaban sin vacilación a la lucha y, combatiendo por sus intereses, combatían por el Gobierno y le sostenían. El parasitismo es, ciertamente, una causa de debilidad; pero es también signo seguro de vida, porque los parásitos huyen de la muerte. Un Gobierno libre de ellos está a dos pasos de su fin, sea que termine por consunción, sea que se exponga a morir de exceso de salud; estado ideal al que los humanos deben procurar cuidadosamente no aproximarse.

     Sin embargo de haber obtenido brillantes resultados de la unificación e indefinido alargamiento de los escalafones, con los que formé dos grandes grupos de funcionarios: pedagógicos y sacerdotales, que constituían la policía profiláctica, y militares, que representaban la terapéutica o represiva (amén de los numerosos mnanis o auxiliares de ambos grupos), aún no vi bastantes intereses creados a la sombra del orden y de la unidad nacional, y temía que estos numerosos funcionarios se acomodasen, en caso de necesidad, a vivir sobre estas o aquellas ciudades, en la misma forma en que lo venían haciendo sobre la nación entera, y que no tuviesen bastante interés en conservar a ésta su preciosísima unidad. En tal caso, como ellos eran el vínculo más fuerte que mantenía unidos los diferentes núcleos o cantones, la obra esbozada por Lopo, planteada por Usana y perfeccionada por mí, estaba expuesta a perecer.

     Ese lazo de unión tan deseado lo hallé en un nuevo monopolio, que no fue admitido, como los anteriores, con indiferencia, sino con tan vivo entusiasmo, que vine a comprender que, en lo sucesivo, los mayas todos aceptarían y sufrirían el supremo poder de Mujanda y sus sucesores para asegurar el disfrute del nuevo producto de la industria real, el alcohol, cuya venta se inauguró la primera noche muntu. Ninguno de mis éxitos, ni el del lavado y estampado de las túnicas, ni la institución del segundo día festivo, de las luchas de circo y del alumbrado, puede compararse con el de la invención del alcohol, aceptado desde el primer momento sin oposición ni discusión.

     Cuando por primera vez se me ocurrió utilizar el alcohol para afianzar los poderes públicos, anduve madurando bastantes semanas mi proyecto, examinando sus contingencias posibles, buenas y malas. El interés gubernamental no hubiera bastado a decidirme si comprendiera que había de seguirse algún daño para los individuos, o cuando menos para la raza. Dos razones, entre otras, hicieron gran mella en mi ánimo y determinaron mi decisión afirmativa. La primera fue, que si por acaso resultaban exactos los dichos de los sociólogos, y el alcohol producía grandes perturbaciones orgánicas y funcionales en los individuos que de él abusaran, y la degeneración de su descendencia, siempre habría tiempo para suprimirlo; pues siendo un monopolio, y no estando divulgado el secreto de la fabricación, bastaría para ello una decisión del poder real, que por algo es considerado por los estadistas como poder moderador. No era, sin embargo, probable que tales perniciosas consecuencias se presentaran, porque los sociólogos que yo había leído se referían en particular a la raza blanca, en la que es cierto que el alcoholismo suele terminar por la locura, el idiotismo, las deformaciones orgánicas y demás signos de degeneración. La raza negra es más robusta, y no sólo podría resistir mejor la acción de ese agente deletéreo, sino que acaso encontraría en él un estímulo para espiritualizarse; de suerte que, si el alcohol engendra el idiotismo en los seres civilizados, vendría a producir el desarrollo intelectual en estas razas primitivas, que ya poseen el idiotismo por naturaleza. En el caso de que mis suposiciones resultaran fallidas, y de que realmente hubiera que lamentar un salto atrás en estos individuos, que tan pocos habían dado hacia adelante, venía en mi auxilio la segunda razón, que me fue suministrada por el recuerdo de mis propias observaciones en el continente europeo, donde, no obstante las declamaciones de los mismos sociólogos, había notado que la prosperidad de las naciones dependía, en primer término, del embrutecimiento de sus individuos merced a varios abusos, y entre ellos el abuso del alcohol.

     El progreso económico exige, como condición esencial, la sumisión de grandes masas de hombres a una inteligencia directriz. En tanto que los individuos se consideran a sí mismos como hombres enteros, completos, y se mueven independientemente los unos de los otros, y no se asocian sino contra su voluntad y para lo más necesario-en lo que los mayas pueden servir de tipo perfecto,-el trabajo no progresa; todos los hombres son libres, pero la suma de sus libertades da la instabilidad de la libertad general; ninguno es pobre, pero la reunión de sus mediocres fortunas da la pobreza colectiva. Si los individuos se transforman en fragmentos de hombres, en instrumentos especiales de trabajo, y se asocian de un modo permanente para producir la obra común, los resultados materiales son maravillosos, la obra es tanto más grande cuanto mayor es la humillación de los obreros, cuanto más completa es la abdicación de su personalidad; entonces todos los hombres son esclavos, pero la libertad colectiva es permanente; todos son pobres, pero la sociedad, representada por los que dirigen y unifican esas fuerzas brutales, desborda de riquezas. Parecíame, pues, disculpable y hasta conveniente el problemático embrutecimiento y degeneración de mis gobernados si la agricultura, la industria y el comercio, fuentes vivas del país, según indiqué antes, salían en ello gananciosas.

     Aceptada la idea, preocupáme largamente la elección del líquido alcohólico que había de emplear, pues en el privilegiado clima de Maya se encuentran primeras materias para fabricarlos de todas clases. Lo más inofensivo hubiera sido introducir algunas modificaciones en las bebidas nacionales, entre las que la más usada era el vino de banano, obtenido, como todas las demás, por medio de la maceración de frutas; tanto el vino de banano, como el de spondio, el de fenezi o el tinto de amomé, eran licores ligeramente acidulados con cierto saborcillo a cosa podrida, al que no sin esfuerzo llegué a habituarme. Asimismo pensé en fabricar vino tinto, no de amomé, ni de uva, sino de materias tintóreas, que yo, como antiguo vinicultor, sabía emplear con gran habilidad. También la cerveza podía ser utilísima en este país cálido, y fácil era obtenerla por abundar la cebada de excelente calidad y multitud de plantas aromáticas muy superiores al lúpulo; pero me pareció inconveniente no pequeño la excesiva cantidad que habría que fabricar para producir el efecto apetecido; sin contar con que esta bebida lleva consigo, e infunde a los que la beben a todo pasto, el amor a las ideas plácidas, la serenidad epicúrea, no exenta de humorismo, y en particular la atrofia del sistema nervioso, que me interesaba mucho robustecer y desarrollar en mis gobernados. Por fin mereció mi preferencia el alcohol puro, que por exigir pequeñas dosis era más fácil de fabricar, conservar, transportar y vender.

     Con auxilio de varios hábiles uamyeras que de Bangola se habían trasladado a Maya, construí en uno de los pabellones interiores de mi palacio un alambique de capacidad bastante para producir en un solo día hasta diez hectolitros de alcohol. El monopolio estaba reservado al rey, pero yo me hice cargo de la fabricación para poder instruir más fácilmente a los enanos a quienes la confié, así como para realzar el prestigio de mi cargo. Aunque el líquido podía expenderse sólo por la noche, el consumo fue tan considerable, que hubo que construir dos alambiques más; y cuando la venta se extendió a todo el país, el interior de mi palacio se convirtió en una inmensa fábrica, donde funcionaban veinte alambiques y tenían ocupación diaria más de doscientos enanos.

     La afición al alcohol fue un estímulo nuevo y poderoso en la vida de los mayas, cuya primera aspiración unánime se cifró en obtener licencias de circulación nocturna para gozar del privilegio que antes disfrutaban unos pocos, y todo el poder de Mujanda no bastó para resistir el empuje de la opinión. Bien pronto todas las noches fueron públicas, y las escenas domésticas, que tanto me deleitaban, se transformaron en reuniones de taberna o de café, al principio entre hombres solos, luego entre hombres y mujeres.

     El sexo débil, que en Maya es fortísimo por regla general, se conformó en los primeros días con salir una noche sí y otra no; pero, relajados los frenos sociales, quiso ser igual al hombre, y se vio favorecido por los excesos de aquellos poco prudentes varones, que se embriagaban hasta el punto de obligar indirectamente a sus mujeres a romper la reclusión para venir a recogerlos y llevarlos a cuestas a casa. Tales cosas vi, que se me ocurrió recomendar el empleo de un sistema que me había llamado la atención en algunos pueblos de Flandes. Es costumbre del país que el hombre lleve por delante una carretilla de mano, cuyos varales, atados a los dos extremos de una larga correa, penden del cuello, dejando las manos en libertad. Este uso es muy cómodo, porque en la carretilla se lleva el paraguas, indispensable en un país tan lluvioso, la merienda y algunas otras cosillas. Cuando el hombre de la carretilla queda atascado en una taberna, la mujer, oportunamente avisada o convenida de antemano, acude a recogerlo y lo acarrea al domicilio terciado en la providencial carretilla. Como quiera que ya había yo provisto a los mayas de este utilísimo aparato, no tuve más que apuntar la idea para que se introdujera el nuevo uso, que andando el tiempo se modificó un tanto, porque, embriagándose también las mujeres, hubo que imponer por turnos a los alumbradores la obligación de conducir a domicilio a los borrachos de ambos sexos.

     No obstante estos disculpables abusos, el alcohol producía resultados benéficos, pues los mayas, para poder embriagarse por la noche, trabajaban con gran celo durante el día; salvo algunos, bastantes, que, a causa de su pereza congénita e invencible, obtenían por el robo lo que no eran capaces de ganar honradamente. En los primeros tiempos el pago del alcohol se efectuaba por medio de panochas de maíz, a razón de una por cada mcumo o pequeña vasija de barro, en la que entraba una media panilla de líquido, mezcla de alcohol puro y agua clara. Más adelante, y al mismo tiempo que se introducía en Maya el uso importantísimo de las tapaderas, hasta entonces absolutamente desconocidas, se estableció la equivalencia de varios productos para atajar el encarecimiento del maíz; y, por último, lancé a la circulación chapitas de hierro taladradas, complemento de los rujus y último grado de la evolución de la moneda, y causa originaria de un cambio trascendental en las túnicas. Me refiero a la apertura de los bolsillos laterales, que no sólo sirvieron para guardar la moneda, sino también, por una serie de gradaciones psico-fisiológicas, para albergar las manos de los mayas, y mediante la influencia refleja de la nueva y pacífica colocación de tan importantes aparatos gesticulatorios, para dulcificar el temperamento de mis gobernados y para dar a su apostura un aire más humano, más bello y más reflexivo.

     Mediante los rujus se había creado plásticamente la confianza pública, y con ayuda de la excitación alcohólica surgió sin esfuerzo, y sin necesidad de acudir a Rubango, la moneda vulgar, y como consecuencia la moneda falsa, fabricada por cuenta y riesgo de los uamyeras. La moneda menuda tuvo gran influencia en la marcha económica del país, porque, no siendo ya necesario poseer productos de reserva para asegurar la vida, el trabajo se apartaba de la agricultura y buscaba en la industria y el comercio el modo de ganar más rápidamente las monedas o mcumos, llamados así porque desde el principio se los relacionó con las medidas de alcohol cuyo valor representaban. Nacieron de tan sencillo hecho los primeros asomos embrionarios de la fecunda ley de división del trabajo; y una vez que hubo hombres dedicados a una especialidad, se hizo necesaria la aparición de los comerciantes con tienda abierta, y con ellos otra ley no inferior a la precedente, la de la oferta y la demanda: las dos ruedas indispensables para que marche el carro del progreso.

     Como el alcohol era el artículo más solicitado, los primeros establecimientos que abrieron sus puertas fueron los cafés y las tabernas, que no se diferenciaban, como en Europa, por la mayor o menor riqueza del decorado, o por la categoría social de los concurrentes, sino porque los cafés eran los primitivos establecimientos abiertos de orden y cuenta del rey, y dirigidos por funcionarios públicos del grupo de los mnanis, cuyo escalafón se triplicó con tan fausto motivo, mientras que las tabernas eran casas particulares, donde se vendía al menudeo el alcohol comprado al rey al por mayor y a más bajo precio. Para señalar estos establecimientos tabernarios se plantaba a la puerta un árbol frutal llamado mpafuí, que dio nombre a las tabernas en Maya.

     Modificada de esta suerte la idea primera del monopolio, los mayas se acostumbraron a la de las casas de comercio, y no tardó en haber despachos de túnicas y sombreros, de cereales y legumbres, de carne, de pescado, de instrumentos de labranza y de transporte, y mil artículos nuevos que el buen ingenio de los mayas se apresuró a inventar, con arreglo a las ideas que yo les sugería, y que eran aceptadas con gusto porque facilitaban los cambios y porque venían a destruir las injusticias con que la Naturaleza les había repartido sus dones. Mientras las ciudades del bosque eran antes las más miserables, ahora prosperaban hasta sobrepujar en riqueza y cultura a las del llano, porque aplicadas al trabajo industrial, cuyos productos eran más estimados que los naturales, podían obtener éstos en abundancia y acumular el sobrante; también los pescadores ribereños del Myera y los cazadores del Unzu obtenían grandes ventajas del activo transporte de mercancías, del aumento de consumo de pescado seco y de la preparación de carnes y pieles. Las ciudades agrícolas comenzaban a perder su preponderancia, y sus habitantes, habituados a la vida fácil, con menos estímulos para aceptar desde un principio las nuevas industrias, se convertían en tributarios de las ciudades que antes les habían estado sometidas. Sólo Maya se salvó de este menoscabo por haberse iniciado en ella las reformas y poseer el monopolio del alcohol y por su privilegiada representación política; pero bien pronto hubo ciudades más ricas que ella, como Bangola, Mpizi, Calu y Muvu, merced al desarrollo de sus industrias metalúrgicas, a la perfección de sus tejidos o a sus adelantos en la construcción naval.

     La única ciudad agrícola que, aparte de Maya, salió gananciosa con estos cambios, fue Boro, la ciudad de la montaña, y no por haber seguido las nuevas corrientes, sino por la industria del que allí desempeñaba el cargo de auxiliar del Igana Iguru. Sabido es que Boro disfruta en Maya de ciertos privilegios religiosos no establecidos por la ley, pero sí apoyados en la costumbre de los fieles de ir en peregrinación a la montaña donde fue construido el gran enju, y donde tuvo lugar la elevación del Igana Nionyi o hipopótamo alado; y creo haber dicho que Monyo, el reyezuelo de nariz larga y afilada como un cuchillo, había provocado graves disensiones por exigir a los peregrinos ciertos derechos de peaje. Para arreglar estos incidentes aproveché la primera combinación de cargos que se me presentó (pues solía haberlas con frecuencia),y trasladé con ascenso a Monyo a la ciudad fluvial de Unya, cuyo reyezuelo, el viejo Inchumo, flaco como una lanza, acababa de morir; al glotón Viaculia, reyezuelo de Viyata, a Boro; a Edjudju, corpulento como un elefante, desde Tondo a Viyata; a Cané, el cuarto hijo del listísimo Sungo, desde Viloqué a Tondo, cerca de sus otros tres hermanos, que seguían gobernando las ciudades uamyeras de Bacuru, Matusi y Muvu; siendo nombrado para el arrinconado gobierno de Viloqué un hermano de la gorda y malograda Mcazi, hijo mayor del honrado Mcomu, reyezuelo de Ruzozi, que había quedado en Viloqué de jefe del yaurí local, y que a su industria de triturador de trigo, o molinero, debía su nombre de Nsano. Con igual propósito trasladé a mi auxiliar en Boro a Upala, vacante por ascenso a uaganga del valiente flechero y forzudo atleta Angüé, y nombré para Boro a un quinto hijo del listísimo Sungo, el joven Tsetsé, el moscón, llamado así porque de niño era muy aficionado a matar moscas y otros insectos que, desgraciadamente, abundan en el país. Mi objeto al enviarle allí era suprimir el impuesto establecido por el impopular y narilargo Monyo, sustituyéndolo por una contribución voluntaria: la venta de amuletos o fetiches. Y fue tal la habilidad del astuto Tsetsé, que en breve plazo creó la industria más floreciente del país y convirtió un cargo de tercer orden en la prebenda más ansiada de todo el reino, más aún que el gobierno de Bangola. Todos los progresos industriales eran aceptados sin pérdida de tiempo por mi agente, que, mediante la sencilla y nada costosa imposición de manos, transformaba toda clase de objetos en sagradas reliquias, y obtenía mayores ganancias que los artífices profanos. Mis demás auxiliares no se descuidaron en imitar tan notables procedimientos, con resultados variables y sin llegar nunca todas las ciudades reunidas a obtener tan pingües beneficios como la hierática Boro.



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Capítulo XIX

Florecimiento de las bellas artes y de las ciencias.-Exaltación de los sentimientos patrióticos.-Guerra con el Ancori.-Muerte repentina de Mujanda e interesante sacrificio humano en la gruta de Bau-Mau.

     Con ser tan considerable el progreso material de los mayas, no admitía comparación con el espiritual. Entregado el país, con su rey a la cabeza, a la alcoholización gradual y sistemática, sobrevino una especie de recalentamiento de aquellas vigorosas naturalezas; y, según mis previsiones, comenzó a echar chispas y a lanzar vivos destellos el espíritu nacional, hasta entonces esclavizado bajo el rudo imperio de las funciones animales; y como la vida social nocturna en cafés y tabernas facilitaba el cruce de las ideas, el despertar de las pasiones, el desgaste de los brutales sentimientos primitivos y el afinamiento de la palabra y de la gesticulación, las artes no tardaron en adquirir gran vuelo. De mí partían siempre las iniciativas, pero los mayas se apresuraban a recibirlas y a hacerlas fructificar.

     En el orden de evolución de las artes, correspondió la prioridad a la escultura, no sé si porque el hombre primitivo encuentra más facilidad para cultivar este arte, en el que la cantidad de materia empleada es mayor, o si a consecuencia de una feliz invención mía encaminada a despertar en los mayas el deseo de amar y glorificar a sus héroes, cual fue la erección, frente al antiguo palacio de los uagangas, convertido después en lavadero nacional, de una estatua del gran rey Usana. Para construirla coloqué sobre cuatro columnas de hierro una montera muy sólida, cubierta de pizarra a fin de que la lluvia no destruyese mi obra, que tenía que ser de barro, porque, dada mi insuficiencia, yo no podía trabajar en otras materias menos dóciles. Después cubrí por los cuatro costados aquel cobertizo, para que los mayas no viesen el monumento hasta que estuviese acabado, y la impresión fuese más profunda.

     Construí una plataforma de dos varas de altura, y sobre ella monté una armazón de madera, que representaba como el esqueleto de un hombre montado sobre el esqueleto de un asno (pues caballos no se crían en el país, y no había medio de que la estatua fuera completamente ecuestre), y por último, retapé, rellené y redondeé, como mejor pude, la armazón con blanda arcilla, hasta sacar, después de muchos tanteos, un conjunto suficientemente claro y expresivo. Para animar la composición, y para desvanecer las dudas que pudieran quedar acerca de quién fuese aquel personaje, coloqué entre las patas del asno la figura de un perrillo ratonero, pues, según las tradiciones populares, Usana iba siempre acompañado de un can, que los vates caseros celebran aún bajo el nombre de chigú, �el piojo�, probablemente porque estaría plagado el pobre animal de estos parásitos cosmopolitas.

     El día del descubrimiento de la estatua, que fue un segundo ucuezi, quedará inscripto entre los más famosos de los anales mayas, y sirvió de punto de partida a una revolución en el decorado de las habitaciones, y más tarde en la construcción de los edificios, por el deseo de sustituir los objetos simplemente útiles por otros que fueran a la vez útiles y figurativos. Yo he visto, y nunca lo olvidaré, ese estremecimiento de la naturaleza humana, esa invasión de la ardiente fe en un pueblo primitivo, que comienza a ver plásticamente reproducidas, por obra de la mano del hombre, las obras de la Creación. Primer �eureka� mezclado de alegría y de estupor; primer enlace espiritual del hombre con el mundo, para elevarse desde la ciega reproducción sexual a la creación libre de toda especie de seres, en la matriz infinita de la materia.

     Después de la escultura y la arquitectura, florecieron la música y el canto. Conatos hubo antes de reproducciones pictóricas; pero yo logré ahogarlos prontamente, por temor a que sobreviniera la falsificación de los preciosos rujus, instrumento principal de mi gobierno. La música apareció por primera vez en los acompañamientos funerales de los héroes que morían en el circo. Con el tiempo hubo banda y orfeón nacionales, instituidos por mí, que amenizaban las fiestas de los días muntus juntamente con los mimos, danzas y juegos acuáticos. La mayor parte de los instrumentos musicales empleados eran, por su fácil construcción, tambores, zambombas, platillos de hierro y triángulos; pero no faltaban tampoco flautas y otros instrumentos de viento de difícil clasificación, así como de cuerda de forma rudimentaria, como el laúd y la chicharra. Con tan heterogéneos sonidos el conjunto era angustiosamente inarmónico; mas a ratos producía la impresión de profunda, pesada y monótona melancolía, de que están impregnados todos los aires populares mayas. Como entre éstos no había ninguno que pudiera servir para la marcha triunfal, indispensable después de las victorias de los gladiadores, hice que la banda y el orfeón aprendiesen el himno de Riego, que, una vez pegado bien al oído, se convirtió en himno nacional, cuya letra, naturalmente, no era la del himno español, sino una apología de las reformas de Usana, entre las que yo hábilmente enumeraba las mías para darles el indispensable sello tradicional. Las estrofas eran seis, y todas terminaban por un estribillo consagrado a dar gracias a Rubango por la felicidad que produce la embriaguez alcohólica.

     En las danzas y mimos mi intervención no fue tan necesaria, porque ya existían y se iban desarrollando espontáneamente, conforme los hábitos de sociedad se afinaban. Sin embargo, yo fui el iniciador de los bailes combinados con los mimos, de donde salió el arte teatral, cuya forma primera fue el episodio, coreado por el público. En realidad, las artes aparecieron allí como han debido aparecer en todos los pueblos, como expansiones del espíritu público, que ansía desahogarse de las penalidades de la vida individual por medio de la algazara y del escándalo; y si alguna particularidad merece registrarse en la evolución de las artes mayas, es sólo la rapidez con que se realizó, por tener dos grandes fuerzas auxiliares: mi iniciativa y el alcohol. Las primeras tragedias fueron, más que otra cosa, motines populares, como aquel en que la tejedora Rubuca dio muerte al usurpador Viaco. No faltaba en ellas más que el público pasivo, que fue formándose poco a poco con los incapacitados y los inhábiles. De las masas informes, desenfrenadas, se destacaron por selección natural los especialistas de cada grupo de juegos artísticos, que venían a constituir ya verdaderos cuadros de ejecutantes, cuyo mérito forzaba a los demás a abstenerse con cierta inquieta resignación; entre el deseo de figurar y el de recrearse en el espectáculo, que le subyuga por su perfección, el hombre concluye siempre por dominar los arranques de su egoísmo. Sólo existe un arte, el de la danza, en el que a hombres y a animales es dificilísimo contener las violentas sacudidas de los más importantes aparatos nerviosos; y así, cuando después de las ceremonias del ucuezi y de la representación de alguna farsa y ejecución de alguna pieza de música, llegaba la hora de bailar, los frescos prados del Myera, que hasta entonces habían ofrecido el golpe de vista de un teatro al aire libre, se transformaban en confuso salón de baile, donde no sólo las personas, sino también los animales que solían acompañarlas, como los asnos, que servían de porteadores, los perros guardianes, las cabras y vacas de leche, ejecutaban tan complicados e incongruentes valses y galops, que jamás los concebiría el más robusto genio coreográfico.

     El esplendoroso florecimiento del espíritu maya, que voy reseñando sumariamente, se extendió también a las ciencias; pero como éstas no despertaban tanto entusiasmo como las artes, fue necesario estimular su cultivo con recompensas metálicas. Todos los trabajos científicos eran considerados como funciones públicas, y sea por obtener los sueldos consiguientes, sea por curiosidad natural, que en este punto estoy en duda, los mayas demostraron gran afición a todo género de investigaciones. Aparecieron gran número de naturalistas, y se emprendió la construcción de un museo para coleccionar todas las especies de la fauna y flora del país; en Boro fue edificada una nueva torre, no para elevar otro Igana Nionyi, sino para observar el curso de los astros, comisionándose a este efecto a doce pedagogos, bajo la hábil dirección del enciclopédico Tsetsé; se instituyó un cuerpo de médicos para que estudiaran las nuevas enfermedades que iban apareciendo y para curarlas por el sistema hidroterápico, en el que yo les instruí rápidamente; y hasta se dio el primer paso en los estudios metafísicos, siendo iniciado en ellos el consejero y hábil calígrafo Mizcaga, el cual mostró desde un principio gran apego a la filosofía aristotélica. Pero la ciencia que atrajo mayor número de cultivadores, fue la ciencia geográfica.

     Aunque tenían conocimiento de la existencia de otros pueblos, los mayas no habían sentido nunca curiosidad por conocer quiénes eran y cómo vivían. Las forestas que limitaban el país, y los cuarteles en ellas establecidos, fueron siempre considerados como una valla tras la cual el pensamiento, si penetrara, se extraviaría, como se extraviaba en el tenebroso y nunca surcado Océano, la imaginación de los europeos anteriores al descubrimiento de América. Una vez que yo tracé el primer mapa del país ante aquellos incipientes geógrafos, comenzó a tomar cuerpo la idea de averiguar qué había más allá de los bosques, en los inmensos territorios que yo señalaba como habitados por otros seres humanos y variadas especies de animales. Parece como que se les picó él amor propio al verse reducidos a un punto imperceptible en medio de tan vastas tierras, y acaso deseaban traspasar las fronteras de la nación, para convencerse de que los asertos que yo les presentaba como adquiridos en la sombría morada de Rubango eran una estúpida ficción. Los geógrafos, pues, lanzaron la idea de explorar los países vecinos, y crearon una corriente momentánea que yo procuré utilizar para resolver definitivamente el grave problema del orden interior. Porque la permanente excitación en que vivían los mayas, tan favorable para mantenerles en la vía del progreso, era más favorable aún para enconar las rivalidades y conflictos personales y locales, de que estaba sembrada la nación, y que, como ya dije, me apesadumbraban por un lado y me proporcionaban por otro el placer de gobernar a un pueblo enérgico y capaz de grandes empresas.

     Por esto decidí hacer la guerra al extranjero, único recurso que tenía a mano para reunir las energías dispersas en una corriente nacional. Parecíame injusto hacer mal a unos hombres para asegurar el bien de otros; pero pensaba al mismo tiempo que la verdadera civilización exige imperiosamente, ya que no sea posible extinguir los odios entre los hombres, ir agrandando cada vez más las filas de combate, hasta llegar a destruir todos los odios parciales y a congregar a todos los hombres en dos grandes masas enemigas, que, o bien se destruyan recíproca y definitivamente, o bien se decidan a vivir en paz a causa del miedo mutuo y permanente.

     Como pretexto para la guerra ideé un pequeño artificio de resultado seguro. Entre las mujeres de Mujanda figuraban, como es sabido, muchas que antes pertenecieron al cabezudo Quiganza, las cuales formaban una importante camarilla bajo la dirección de la obesa Carulia. Estas mujeres habían conservado como instrumentos para asegurar su poder, y como reliquias piadosas, algunos objetos usados por su infeliz señor, entre ellos una túnica verde de las que se usaban antes de mis reformas. Yo exhumé esta prenda, que tan dolorosos recuerdos despertaba, y después de dibujar en ella la cabeza de un asno y de bendecirla en la ceremonia del afuiri, al tiempo de degollar la vaca (porque desde la institución de la fiesta del circo, éste era el único sacrificio cruento, continuado por respeto a las tradiciones) la até al extremo de un palo muy largo, y la entregué, convertida ya en estandarte, al listísimo consejero Sungo. La costumbre había lentamente establecido que el desfile, en los días muntus, fuese iniciado por la banda y el orfeón, capitaneados por Sungo, como consejero del orden de muanangos y director de Bellas Artes; siguiendo por orden jerárquico el rey y su familia, el Igana Iguru y la suya, los consejeros, uagangas, pedagogos y demás rmnanis, el pueblo (en el que ya se empezaba a distinguir a los ricos o nobles, de los pobres o plebeyos), y, por último, los accas. Así, pues, la flamante bandera nacional marchaba, con Sungo, al frente, y por necesidad óptica venía a ser el punto adonde convergían las miradas de todos los desfilantes, que por un curioso fenómeno de autosugestión quedaban al instante sometidos al influjo de un sentimiento único, nuevo, extraño: el sentimiento patriótico. Porque así como existe un amor patrio, un amor al pedazo de tierra donde se nace y se van adquiriendo los sucesivos desarrollos, amor común a hombres y animales, así existe también un sentimiento patriótico impuesto por el hábito de caminar juntos los hombres de diversos territorios en una misma dirección o hacia un mismo ideal, dirigidos sus ojos o sus corazones hacia un punto fijo; un lugar: la Meca, el Sinaí, el Gólgota; un hombre: Alejandro, César; una demarcación geográfica: �cuántas naciones!; una etiqueta genérica: latinos, germanos, eslavos; una bandera hábilmente tremolada, una túnica verde, como la que a mí me servía, a falta de otra cosa, para imprimir cierta cohesión a los mayas, indisciplinados, rebeldes al sentimiento de solidaridad nacional. La túnica verde del tan desventurado como cabezudo Quiganza, fue un precioso símbolo del primer embrión de patria; todas las ciudades y guarniciones, llevadas de su manía imitativa, quisieron tener también una bandera, y Mujanda accedió, por indicación mía, a sus deseos, distribuyéndoles cuantas túnicas fueron menester; pero todas quedaron sometidas a la influencia centralizadora de la túnica primitiva, que, a la ventaja de ser única, reunía la de haber pertenecido a un rey mártir.

     Organicé una expedición científica para que varios notables geógrafos explorasen los territorios comarcanos, y se decidió comenzar por el lado oriental, navegando contra la corriente del Myera y saliendo del país también por la vía fluvial, con un ligero destacamento de ruandas, tomado de la guarnición de Unya. La expedición iba dirigida por el listísimo consejero Sungo, y llevaba como secretario al consejero y calígrafo Mizcaga. Para asegurar el éxito se juzgó indispensable colocar la empresa bajo la bandera nacional, que yo confié a mi hábil auxiliar en Boro, a quien puse al corriente de mis secretos designios. Los días que estuvimos en Maya sin noticias de la expedición, la inquietud fue vivísima en todos los ánimos, y más aún en el mío, porque, falto de noticias sobre el estado de África durante mi largo período de aislamiento, había decidido a ciegas el camino que debía seguirse, y temía que, si los europeos ocupaban ya la región de los grandes lagos, ocurriese algún serio contratiempo y concluyese bruscamente mi ensayo político experimental. Al cabo de diez días se presentó un correo de Lopo anunciando el regreso de los expedicionarios y el fracaso de su misión: una tribu del Ancori les había sorprendido y atacado a traición, mientras el hábil calígrafo Mizcaga tomaba notas de gran interés científico, y les había obligado a buscar la salvación en la fuga, no obstante el probado valor de los ruandas; y al huir, el portaestandarte Tsetsé, en un momento de debilidad, había abandonado la túnica verde del cabezudo Quiganza. En vista de tan graves acontecimientos, el reyezuelo de Lopo, el prudente Uquima, concertado con el narilargo Monyo, reyezuelo de Unya, había decidido partir en guerra contra el Ancori para rescatar la bandera y devolverla al afligido Tsetsé.

     Estas noticias produjeron tan honda impresión en todos los espíritus, que los uagangas, tanto los que deliberaban por la mañana como los que danzaban por la tarde, tuvieron una junta extraordinaria y declararon la guerra al Ancori, con la entusiasta aprobación de Mujanda, a quien los excesos alcohólicos iban compenetrando cada día más con el pensamiento de su nación. El gigantesco consejero Mjudsu, el de la trompa de elefante, fue el encargado de movilizar las fuerzas de las guarniciones, dejando en cada una un pequeño destacamento; y al consejero Quiyeré, el de las descomunales patazas, padre de la bella Memé, le fue confiada la dirección suprema de la guerra. También se abrió banderín de enganche para los que quisieran sentar plaza de voluntarios, y se activó considerablemente la fabricación de armas. Como por encanto cesaron las luchas intestinas, y la nación, con patriótica unanimidad, se puso al lado del Gobierno para sostenerle en este momento crítico en que había de habérselas con las tribus valerosísimas del Ancori.

     Los primeros encuentros, según noticias recibidas con gran retraso, eran fatales para nuestras tropas. En ocho días habíamos sufrido ocho derrotas, ocasionadas por la cobardía de los ruandas, afeminados tras largo período de paz y de cobro puntual de pingües salarios, y por la valentía de las bandas de rugas-rugas a sueldo de los reyezuelos del Ancori. Estos mercenarios combatían con armas mortíferas que inspiraban profundo terror a los ruandas, quienes las consideraban como una invención diabólica de los nyavinguis u hombres del Norte. Sin duda las tribus del Ancori, en su comercio con las del Uganda, donde los europeos habían penetrado desde hacía muchos años, se habían provisto de armas de fuego, y en tal caso, la partida era más arriesgada para nosotros. Pero la opinión pública, que no podía razonar así, atribuía las derrotas a la impericia del zancudo Quiyeré y a la ausencia de Mujanda, cuyo primer deber, según costumbre nacional, era ponerse al frente de sus ejércitos.

     Para robustecer el prestigio de las instituciones, y no obstante mi convicción de que el rey, entregado como estaba a la embriaguez, no serviría para nada de provecho, le aconsejé entrar en campaña; yo debía acompañarle y asegurarle la victoria con el auxilio del omnipotente Rubango. Mientras tomábamos estas decisiones, las derrotas sucedían a las derrotas, y cuando llegamos a Unya había sufrido nuestro ejército quince consecutivas. Su primer ataque al enemigo tuvo lugar muy en el interior del Ancori, y su último revés le había encerrado en Unya, que los rugas-rugas, después de destruir los cuarteles fronterizos, intentaban tomar por asalto. En tan desesperada situación adopté un rápido plan de defensa, cuya primera parte fue pronunciar, ante nuestras desmoralizadas tropas, una enérgica arenga, digna del verdadero Arimi, ofreciéndoles el apoyo de la divinidad para la próxima y decisiva batalla; les hice salir de la ciudad y situarse en las márgenes del Myera en correcta formación, bajo el mando del zanquilargo Quiyeré, y con orden expresa de que, en cuanto el enemigo intentase dar el asalto, se dirigieran a marchas forzadas por el camino de Viti, hacia el bosque, donde debían estar apercibidos para cortarle la retirada. Aparte de este cuerpo de ejército, de más de ocho mil hombres, quedaban dentro de la ciudad dos compañías escogidas, a las órdenes del prudente Uquima y del narilargo Monyo, la banda de música, que venía en el séquito del rey, dirigida por el listísimo Sungo, y un numeroso grupo de accas a las órdenes del astuto Tsetsé, quien me auxilió en la parte más delicada de mi plan, la preparación de morteros en el costado más desguarnecido de Unya, por donde era seguro que el enemigo nos atacaría, sin prever el movimiento rápido y envolvente de las fuerzas del zancudo Quiyeré, a las que, después de quince derrotas, los rugas-rugas considerarían como cantidad despreciable. En efecto, los enemigos, cuando fue bien de día y pudieron hacerse cargo de nuestras posiciones, nos atacaron briosamente por el lado oriental, y después de hacer algunos disparos al aire para producir el espanto en los ruandas, rompiendo las vallas exteriores, penetraron en la ciudad en número como de seis mil, sin encontrar resistencia, porque el narilargo Monyo y el prudente Uquima, siguiendo los consejos del astuto Tsetsé, se habían retirado al extremo opuesto, en donde nosotros estábamos para rehuir el primer choque. Entonces fue cuando, transmitido el fuego por conductos hábilmente preparados, comenzó la formidable y para todos, menos para mí, horripilante y terrorífica explosión de los morteros, que, sin producir gran mortandad, esparcieron el pavor en las filas de los rugas-rugas y en las de los ruandas, con su rey al frente; y es probable que se hubiese dado el caso original de huir ambos ejércitos, derrotados, en opuestas direcciones, si no hubiese impedido yo la desbandada con la oportuna invocación del nombre de Rubango, dios de nuestra bandería. Los ruandas, dominando su terror ante aquellos retumbantes estampidos, exaltándose ante mi ejemplo y el de los jefes, enardeciéndose con el ruido de los tambores, que repiqueteaban, y de los platillos, que metían el escalofrío en los huesos, cayeron sobre el enemigo, rompieron sus cuadros y le obligaron a huir hacia el bosque, donde las tropas del zancudo Quiyeré, allí apostadas, y las del narilargo Monyo y el prudente Uquima, que le perseguían, le infligieron una sangrienta derrota. Más de mil muertos, entre los que se contaba por anticipado a los heridos, rematados sin piedad, fueron recogidos entre la ciudad y el bosque, y arrojados al río para pasto de los peces; y más de tres mil hombres fueron hechos prisioneros y conducidos como esclavos a Zaco, Talay, Rozica y Nera, en el extremo occidental de la nación, donde, por imperar la poliandria, la población tendía constantemente a decrecer y necesitaba mucho de estos refuerzos. Como precioso botín de guerra, además de las flechas, cuchillos y demás armas blancas, recogimos cuarenta fusiles, que, aunque bastante deteriorados, serían utilísimos para continuar la campaña. Por nuestra parte hubo sólo ochenta muertos, que fueron enterrados al son de la música al pie del baobab funerario de Unya, en el que grabé una inscripción conmemorativa de la victoria; y ciento cincuenta heridos que fueron trasladados en carretillas a Lopo, donde organicé el primer hospital maya, deseando aprovechar en bien de la ciencia los funestos resultados de la guerra y valerme de estos héroes para ensayar algunas operaciones quirúrgicas.

     Aunque la gloriosa batalla de Unya, que colocó a Mujanda a la altura del inmortal Usana, parecía resolver la contienda a nuestro favor, las tropas desearon tomar de nuevo la ofensiva, particularmente cuando se supo que entre las quince derrotas y el triunfo final habían muerto dos generales, cinco centuriones, cuarenta jefes de escuadra y más de mil soldados de número, con cuyas vacantes hubo gran movimiento en las escalas e ingresaron cerca de mil cien soldados voluntarios en el ejército regular, previo el juramento de la poliandria. Pero antes de proseguir las operaciones creí preciso remediar dos deficiencias capitales notadas, entre otras muchas, en la organización de nuestras tropas. Faltaba un cuerpo de administración militar que las abasteciese de todo lo necesario y evitase las numerosas deserciones ocasionadas por la carencia de mujeres, de alimentos y en particular del tan apetecido alcohol, y faltaba, asimismo, un servicio de información rápida entre el ejército y las ciudades más próximas al centro de operaciones.

     Al regresar a Maya tomé el camino de Bangola, y asesorado por su reyezuelo Lisu, el de los grandes ojos, encargué a los más hábiles herreros la construcción de cien carretillas con tapaderas de cierre muy ajustado, que pudiesen servir para el transporte de líquidos, y ordené que las confiarán a las mujeres de los ruandas, para que acompañaran al ejército como cantineras. Para el servicio de correos utilicé, con excelente inspiración, el velocípedo, que después sirvió también para la exploración en las avanzadas, y vino a suplir la falta de caballería. Con dos ruedas, poco más grandes que las que se hacían para las carretillas, y un montaje lo más sólido y sencillo posible, quedaba formada una bicicleta, de marcha un poco brusca pero de gran duración. Esta novedad se extendió al vuelo por todo el país, y los mayas, cuyas aptitudes eran universales, hicieron grandes progresos; en este género de locomoción. Al poco tiempo pude notar, sin embargo, que el nuevo ejercicio les dañaba en su constitución física, pues el hábito de andar muy inclinados sobre ruedas les infundía vehementes deseos de andar luego a cuatro pies. También sus facultades intelectuales, y esto es más sensible, se debilitaban, y llegué a deducir de ello que la evolución cerebral debe depender de la posición del cuerpo y que si el hombre abandonara la estación bípeda por la cuadrúpeda, volvería prontamente a su estado originario de animalidad. Estas observaciones no pretendo generalizarlas; ni creo que hallen comprobación en los velocipedistas civilizados; los mayas están más cerca que éstos del estado animal, y vuelven a él más fácilmente.

     Realizadas tan importantes comisiones, regresé a la corte para celebrar el segundo ucuezi, el cual fue turbado por un acontecimiento trascendental y previsto por mí, aunque no para tan cercana fecha: la muerte repentina de Mujanda en pleno día y rodeado de sus súbditos, primera e ilustre víctima de una enfermedad desconocida hasta entonces: el delírium tremens. Acto seguido procedí a la proclamación del nuevo rey, Josimiré, y a la designación de regentes que, durante su menor edad, rubricasen los acuerdos del Real Consejo. Como las mujeres están excluidas de los cargos públicos, no había que contar con la vieja Mpizi, a la que yo hubiera dado la preferencia, y entre los hombres, dada la importancia del cargo y la conveniencia de proveerlo sin tardanza, la elección debía recaer sobre uno de los tres consejeros que se hallaban presentes, el gran mímico Catana y el gigantesco Mjudsu, hijos del elocuente Arimi, y Asato, hijo del cabezudo Quiganza y aspirante al trono. Para no elegir sólo a Asato y para no desairarle tampoco, así como para dejar más vacantes de consejeros, opté por la regencia trina, y Catana, Mjudsu y Asato fueron proclamados regentes por el pueblo, con lo cual la mayoría estaba asegurada a mi favor.

     Felizmente consumada la transmisión legal del poder, di permiso a todos los súbditos del nuevo rey para que se entregasen sin reserva a su sincero dolor por la pérdida del gran héroe de Unya, muerto en el apogeo de su grandeza y de su popularidad. Suspendiéronse las fiestas en el circo y todos los espectáculos anunciados para aquel día, y diose libertad a cuarenta siervos accas, acusados de adulterio y destinados a sufrir, unos, la muerte en las astas de los búfalos; otros, el apaleamiento. Después comenzose a formar, en el orden acostumbrado, el cortejo que antes de regresar a la ciudad debía dirigirse a la gruta de Bau-Mau para presenciar el sepelio de los reales despojos (que en Maya sigue inmediatamente a la defunción) y el sacrificio de las mujeres de Mujanda que quisieran acompañar a su esposo al reino de las sombras. Privilegio envidiable, de que gozan sólo las mujeres del rey en el momento preciso en que éste es arrojado en la gruta, pues según las creencias del país, el enterramiento al pie o en el tronco de los baobabs es una especie de purgatorio, que termina cuando la persona enterrada logra llegar por caminos subterráneos a la sima de Bau-Mau, mientras que el sepelio en la gruta representa la gloria inmediata, el más rápido acceso a la mansión de Rubango. Por esto todas las mujeres apetecen ser sacrificadas, y lo serían si no fuera por la oposición del rey sucesor, que retiene a muchas de ellas para ornamento de su harén; pero a la muerte de Mujanda, por la tierna edad de Josimiré, no había obstáculo para que todas realizasen su deseo, avivado aún más porque las muertes violentas del cabezudo Quiganza y del fogoso Viaco no habían permitido la celebración de los sacrificios.

     Llegados a la gruta de Bau-Mau, que está cerca de la catarata, los tres consejeros regentes y yo, conductores del cadáver, le despojamos de la túnica, sandalias, penacho, collares, brazaletes y demás adornos, para devolverlo a la tierra en su pureza original, y separando las grandes piedras, que cerraban la ancha abertura de aquel profundísimo agujero, le dejamos caer de cabeza, en medio de la general suspensión de los ánimos. Yo apliqué el oído; y como el silencio era tan solemne, pude percibir un lejano eco, semejante al que produce un acetre al caer en lo hondo de una tinaja; por donde comprendí que la gruta era una especie de pozo natural, en comunicación con el río o quizás con el lago Unzu, por debajo del lecho del Myera.

     Encaramándome sobre una de las enormes piedras que habíamos quitado de la boca de la gruta, con el cuchillo reluciente en la diestra, como un viejo druida, me apercibí a consumar el generoso sacrificio de las mujeres del malogrado Mujanda, las cuales se habían puesto presurosas delante de mí, separadas en cuatro grupos, como indicando que hasta la muerte conservarían los odios que en vida se habían tenido. Adelantose la primera la aguanosa Midyezi, hija de Memé, y se despojó rápidamente de todos sus atavíos, y por último de su túnica; ya no era aquella candorosa adolescente que representó con su hermana, la noche de mi llegada a la corte, el patético episodio de la vida del rey Sol, aquel en que el rey de Banga, vencido por Usana, descubre la ficción de su sexo y conquista el corazón del vencedor, sino que era una bella y robusta matrona, de nobles líneas ondulantes, a la que, no sin pena, descargué el golpe fatal, que la envió a la mansión de los muertos. Siguió el segundo grupo, de unas treinta mujeres, capitaneadas por la obesa Carulia, y luego más de cincuenta, agrupadas en torno de la tejedora Rubuca, y por fin otras setenta, dirigidas por la simple Musandé, la hija del carnoso Niama, reyezuelo de Quetiba, y todas fueron una, a una, inmoladas como lo había sido Midyezi, y arrojadas a la insaciable sima de Bau-Mau. Y no se oyó ningún lamento, ni se turbó la sublimidad del espectáculo con ningún acto de cobardía; y aun yo mismo llegué a creer que acaso sea preferible adelantar un poco el momento de la muerte si se ha de morir como morían las ilustres esposas de Mujanda, con tanta nobleza en la actitud y tanta felicidad en el semblante. Así como me repugnaba la muerte impuesta por mandato de la ley, me entusiasmó este sacrificio humano voluntario, y si de mí dependiera, lo restablecería sin vacilar en las naciones civilizadas. En cuanto se dificulta el único sacrifico noble que puede hacer el hombre, el de su vida en aras de su creencia o de su capricho, el ideal se desvanece, y no quedan para constituir las sociedades futuras más que cuatro pobres locos, que aún no han acertado con el modo de suicidarse, y un crecido número de seres materializados por completo, embrutecidos por sus demasiado pacíficas y prolongadas digestiones.

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