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La «consciencia» del sonoro en España

(Tres reflejos sobre el asunto)



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Parece más que probada la convicción de que el cine mudo español tuvo un desarrollo industrialmente caótico y artísticamente menor. Convicción que Julio Pérez Perucha formula tajantemente cuando compara los inicios del cine español con los de otras cinematografías europeas, y constata «[...] el abismal retraso evolutivo que lo separa progresivamente de los restantes cinemas occidentales [...]». O también cuando señala que «[el cine español] acumula una debilidad crónica que le hace perder casi todas las batallas que se ve obligado a mantener con la potente producción extranjera, y termina por definirlo con las características de una pertinaz impotencia, una aflictiva subsidiariedad de las corrientes extranjeras más en boga».1

La convicción de un cine mudo español raquítico vendría demostrada por dos caminos confluyentes, uno historiográfico (diacrónico) y otro analítico (sincrónico). En efecto, diacrónicamente, la más reciente historia del cine español se ha pronunciado en unos términos similares a los de Pérez Perucha. Así lo han hecho tanto los pocos que han abordado una perspectiva global del tema como los que se han acercado a él a través de aportaciones geográficamente sectoriales; dejando aparte alguna exaltación más o menos nacionalista (o, mejor, regionalista), la mayoría de estos estudios no han tenido ocasión de lanzar demasiadas alabanzas al cine mudo español en comparación con otras cinematografías europeas. Pero es que, en segundo término, desde una perspectiva sincrónica, situándonos en aquellos mismos años, y sobre todo en la década de los años veinte, los gritos de alerta sobre la precaria situación del cine español se sucedían con cierta frecuencia en las revistas especializadas y en algunos sectores   —64→  

de la cultura más normativa. Revistas como La Pantalla o, sobre todo, Popular Film, por ejemplo, a finales del periodo mudo, denunciaban algunos aspectos de la cinematografía española que, a juicio de editorialistas o de articulistas, debían ser mejorados en grados sustanciales.

Ante esta situación, la llegada del sonoro -o el simple anuncio de su llegada- podía haber sido tomada como un revulsivo por parte del dispositivo cinematográfico español de cara a dar un brusco giro en el devenir de su historia. Lo que no había traído el silencio hubiese podido ser aportado por una planificación adecuada de la irrupción y posterior desarrollo comercial y artístico de aquello que era consustancial al nuevo invento: el sonido (y, con él, la palabra). Parecería retrospectivamente lógico pensar que los protagonistas del tal dispositivo (productores y exhibidores, en primera instancia, pero inmediatamente después, directores, actores, críticos o intelectuales), dándose cuenta de la anómala situación del cine español, pretendiesen capitalizar la futura presencia de la banda sonora -de la lengua española- en el mercado cinematográfico autóctono y también, ¿por qué no?, en mercados aún no conquistados o que podían ser «reconquistados» y desposeídos de las hegemonías consolidadas durante el periodo mudo por otras cinematografías.

Sin embargo, el advenimiento del sonoro fue saludado con algunas reticencias, cuando no con francas oposiciones. En realidad, da la sensación de que, con algunas excepciones escritas de mérito2, la llegada del sonoro simplemente no fue saludada de ninguna forma, se ignoró su imposición en las pantallas de muchos países y su inminente presencia en las pantallas españolas. Y, en consecuencia, se ignoró el nuevo modelo de expresión cinematográfica que había de convertirse en hegemónico e incontestable.

Con todo ello, quiero referirme aquí, muy sucintamente, sin ningún ánimo categórico, sin intención de «catedrar», a tres aspectos o hechos en la historia cultural del cine en España, que hacen referencia a esa escasa «consciencia» del sonoro, a esa ocasión perdida por el cine español (y por su entorno cultural) de aprovechar el sonido, la palabra, como acicate para revolucionar su industria y su contenido artístico. Al menos, para intentarlo, ya que tal vez tampoco lo hubiesen conseguido aun queriéndolo. Esos tres ejemplos, fruto de un corte sincrónico en aquellos años de transición del mudo al sonoro en España, no permiten una lectura homogénea de esa presunta «inconsciencia», o de la ineptitud para saber aprovechar el nuevo método en beneficio de aquella industria que se

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encontraba en situación precaria. Pero permiten constatar, en su disparidad, la poca «visión de juego» de algunos de los protagonistas del hecho cinematográfico en España. Muchos de los personajes que aquí citaré tuvieron, con posterioridad, un papel relevante en la historia del cine sonoro español o en la historia de la cultura cinematográfica en España, posterior al inicial periodo de transición. Pero justo en aquel momento de paso no resulta nada gratuito conocer las opiniones o las posturas que mantuvieron respecto a la llegada del cine «parlante» algunos de estos personajes.

1. En primer lugar quiero referirme a la encuesta iniciada por la revista madrileña La Pantalla en el mes de marzo de 19293, con el sugerente enunciado de «¿Qué orientación debe darse a la producción cinematográfica nacional? » La iniciativa se desarrolló, bajo la dirección del redactor Rafael Marquina, a lo largo de más de dos meses y participaron en ella diversos personajes relacionados directa o indirectamente con el cine: directores como Benito Perojo, Florián Rey, José Buchs o Nemesio Sobrevila; empresarios como Antonio Armenta, Manuel Herrera o Fernando C. Duarte; escritores como Alberto Insúa, Cristóbal de Castro o Eduardo Marquina; etcétera. El prestigio de la mayoría de los encuestados, cada uno en su sector, la fecha en que se realizan las encuestas (entre marzo y mayo de 1929) y el tema que se abordaba, el futuro que según el parecer de los interpelados debía proyectarse para el cine español, podían hacer presagiar una clara consciencia del irremediable futuro parlante del cine español por parte de los opinantes.

Muy al contrario, sin embargo, y a pesar de que en aquellos momentos las noticias sobre la implantación del sonoro en la prensa (especializada o no) eran frecuentes, la mayoría de los participantes en la encuesta, a la hora de dictaminar posibles soluciones para el buen futuro del cine español, olvidan la previsible sonoridad de dicho futuro. Se muestran generalmente indiferentes hacia el nuevo modo de expresión. Solamente dos excepciones de consideración en esta actitud de conjunto: las que protagonizan Antonio Armenta y Nemesio Sobrevila, aunque de signo bien distinto. Los dos se hacen eco de la creciente implantación del sonoro, una realidad ya en Estados Unidos y en algunos lugares de Europa, por lo que se les puede considerar a ambos plenamente conscientes de su lógica introducción en España. Pero mientras que Armenta se lamenta de que «nuestros cinematografistas no quieran darse cuenta de las inmensas posibilidades, de las condiciones magníficas que a la producción nacional ofrece el cine sonoro»4, fundamentalmente para aprovechar   —66→  

la extensión idiomática del español, Sobrevila se sirve del mismo previsible futuro para reclamar justo todo lo contrario: «[...] con la iniciación del auge del cine sonoro se presenta para la producción española una ocasión magnífica, que no debe desaprovechar. Pero precisamente para hacer película muda»5. El sonoro acarreará, dice Sobrevila, una gran escasez de films mudos, y ese hueco deberá llenarlo la producción española abasteciendo el mercado de cine silente.

Más allá de estas dos opiniones, tan contradictorias como sintomáticas de la perplejidad que generaba la llegada del sonoro entre los pocos que eran conscientes de su pronta hegemonía en el mundo del cine, el resto de opinantes ni siquiera pueden considerarse poseedores de esa consciencia. Al menos así puede inferirse de sus inexistentes (o, en todo caso, leves y displicentes) referencias al anunciado cine «parlante».

2. Después de esa breve referencia de extracción sociológica y que, a pesar de su valor relativo, nos demuestra que ciertas personalidades del cine español no sentían como inminente la presencia del sonoro durante la primera mitad de 1929, hagámonos eco de una opinión de extracción digamos intelectual. En concreto, quiero subrayar la postura mantenida respecto al sonoro por un intelectual como Guillermo Díaz-Playa, quien ya en 1927 empezó a publicar textos de reflexión sobre la ontología cinematográfica en Barcelona y que, dos años más tarde, culminarían en una serie de artículos publicados en El Sol, de Madrid, y en Mirador, de Barcelona. Del conjunto de estos artículos nació la formulación de una estética cinematográfica más o menos articulada en su libro Una cultura del cinema (Introducció a una estética del film), publicado en Barcelona en 1930 en la prestigiosa editorial que dependía de La Revista. Asimismo, dos años más tarde, compiló esos planteamientos de estética cinematográfica en las tres lecciones que él mismo dictó en la Universitat Autónoma de Barcelona bajo el nombre de «Tres lecciones de estética del cine», en e l curso sobre cine que él mismo se encargó de coordinar.

Entre otras cosas, el libro de 1930 de Díaz-Playa difiere de otros libros sobre cine publicados en aquellos años (los de Ayala, Jarnés, etcétera), por su voluntad de convertirse en una aproximación universitaria al hecho cinematográfico, alejándose, pues, de las reflexiones de contenido fundamentalmente periodístico. (Intención que uniría su aportación con la que, meses antes, había realizado Fernando Vela en su El arte al cubo y otros ensayos, a partir de las teorías del húngaro Bela Balázs.) Independientemente de sus aciertos o equivocaciones y de sus diáfanas deudas con autores franceses coetáneos, la estética del cine de   —67→   Díaz-Plaja me parece de una singular transcendencia en el campo del pensamiento cinematográfico en España.

Sentada su importancia como articulación estética, apresurémonos a indicar que esta articulación se fundamenta, precisamente, en la visualidad del cine y, en consecuencia, en su «mudez». El mismo Díaz-Plaja publicó en 1943 una traducción al español de su volumen de 1930 y lo encabezó con el enunciado Estética del cine mudo. En efecto, sus reflexiones sobre el cine como lenguaje se basan en la expresividad y en la universalidad de la imagen fílmica. Díaz-Plaja define el cine como la «pura expresión sensorial» para, más adelante, afirmar: «Hay que expresarse con signos visuales, plásticos, puros [...] El cine puede llegar a ello. Puede prescindir de la palabra.» Y es que, según el autor, las palabras no pueden expresar los sentimientos modernos. Para Díaz-Plaja, que es sumamente consciente del futuro parlante del cine, como hombre de cultura bien informado que es, la llegada del sonoro cerrará la primera -y gran- época del cine, caracterizada por la universalidad de la imagen.

En artículos posteriores a la edición de su libro, Díaz-Plaja todavía mantendrá esa apología estética del cine mudo, aunque, como era previsible, pronto acabará por aceptar el sonoro, más como crítico que como «filósofo», tal vez. En todo caso, sólo me interesa subrayar aquí la coincidencia de que, en 1930, Díaz-Plaja, autor de uno de los tratados sobre cine más conspicuos de los publicados en el Estado español, es consciente de la llegada del sonoro y, aunque no mantiene posturas beligerantes en contra, articula un pensamiento cinematográfico en el que lo visual adquiere una preponderancia evidente, y en el que, por consiguiente, lo sonoro se convierte en un accesorio más molesto que otra cosa.

3. En tercer lugar, quiero reseñar una excepción respecto a la indiferencia demostrada por la industria y la cultura cinematográficas en España de cara a utilizar la irrupción del sonoro para un relanzamiento del cine español. Curiosamente, esta excepción se produce en Barcelona y tiene sus orígenes en la noticia difundida a principios de julio de 1930 por el períodico de tendencias republicanas La Publicitat, según la cual Robert T. Kane, delegado de la compañía Paramount en París, había manifestado que, en breve, realizaría un viaje por el Estado español para poder decidir la ubicación de unos futuros estudios Paramount en España. Esos estudios tenían que servir para canalizar la producción hispanoparlante de la importante casa estadounidense. Al filo de esta noticia, el primero en manifestarse sobre ella es Angel Ferran, crítico de La Publicitat, quien empieza afirmando: «El cine sonoro, al dar, con la palabra, una nacionalidad a los films, tenía que poner sobre la mesa la importancia del idioma español.» 6

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Las opiniones del relevante crítico barcelonés parecen indicar una clara consciencia del papel del sonoro en el futuro del cine español. Del sonoro y, más aún, de la utilización de la palabra. Esa consciencia se manifiesta en el mismo artículo cuando Ferran, a propósito de la próxima elección que debía realizar Robert T. Kane, se pronunciaba en favor de Barcelona y en contra de Madrid como futura sede de unos estudios delegados de la Paramount en España. Ferran, no sin ciertas dosis de paradoja, viniendo de un periódico catalanista, excluye a Madrid porque todo lo madrileño le parece demasiado localista, mientras que un cine hecho en Barcelona no sucumbiría a tal defecto -a pesar del pequeño problema que originaría el acento catalán de algunos actores-. En sus sucesivas aportaciones semanales, Angel Ferran fue refiriéndose, aunque fuese de soslayo, al mismo tema7. Y después del verano, concretamente a principios del mes de septiembre, insistió de nuevo en ello, al referirse a las estrategias de sonorización de la Metro-Goldwyn-Mayer y defender las posibilidades de creación de una verdadera industria del cine sonoro español8. Fue este último artículo el que suscitó una interesante polémica, en la que intervinieron el propio Ferran, el escritor Francesc Trabal y el crítico de arte Joan Sacs; el epicentro de tal polémica consistió en defender o en atacar la posibilidad de aprovechar el surgimiento del sonoro para construir no una industria cinematográfica española, sino una industria cinematográfica catalana que fundamentase su existencia en el uso del idioma catalán9.

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La polémica, interesante en un orden cultural más amplio que el estrictamente cinematográfico, sobre todo por lo que respecta al décalage existente entre el interés repentino por una catalanización del cine que demuestra un normativista como Joan Sacs y el poco interés que la cultura catalana más institucionalizada (o institucionalizadora) había manifestado con anterioridad hacia el cine, indica que la llegada del sonoro removía ciertas consciencias. Más allá de las paradójicas manifestaciones de un crítico usualmente recatado como Ferran, defendiendo una Paramount barcelonesa con argumentos algo «traperos», es evidente que en su propósito estaba el reclamar -aprovechando el sonoro- el perdido poderío de Barcelona como centro hegemónico de producción del cine español. Las contradicciones que esa reclamación suponía en medios cercanos al catalanismo más ortodoxo no parece que salieran a flote más que en las débiles tentativas del Trabal o de Sacs. Tentativas por otra parte repletas de idealismo y que, en la historia de la cultura catalana, se han ido sucediendo con cierta recurrencia y con sendos fracasos. Por otra parte, no parece ocioso recordar aquí que las opiniones de Ferran, y la subsiguiente polémica que suscitó, no tuvieron el más mínimo eco en la burguesía catalana, que podía apostar por una nueva hegemonía barcelonesa en la industria cinematográfica española: la consciencia del sonoro manifestada por Ferran quedó en un simple testimonio.




A modo de conclusión

Estos tres casos que he descrito someramente parecen disponer de una autonomía interpretativa. Cada uno de ellos explica unas actitudes determinadas, de unos personajes concretos y en unos medios específicos, ante la inminente llegada del sonoro. De forma general, explican la poca consciencia que el sonoro generó, de cara a su aprovechamiento, entre algunos de los protagonistas del dispositivo cinematográfico español. Lo corroborarían los resultados de la encuesta divulgada por la revista de cine madrileña La Pantalla. También lo corroboraría el nulo soporte teórico que aportó para este aprovechamiento uno de los pocos pensadores cinematográficos de relevancia en España como Guillermo Díaz-Plaja. E incluso lo corroboraría el hecho de que la polémica suscitada en las páginas del periódico barcelonés La Publicitat tuviese un tono globalmente alejado de la realidad y no adquiriese ningún tipo de repercusión práctica, industrial o culturalmente.   —70→  

En todo caso, sin pretender una intepretación homogeneizadora de los tres segmentos de la historia cultural del cine español que he explicado, parece que los tres vendrían a confirmar -juntamente con muchos otros, como la oposición de los sindicatos o de agrupaciones de músicos de salas de cine, o el retraso en la instalación de aparatos de sonorización en las salas de exhibición españolas- el poco impacto que generó el anuncio del sonoro en la historia del cine en España. Eso, a pesar de las expectativas de reorientación de la cinematografía española que el nuevo invento hubiese podido comportar.





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