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La Constitución como norma y el sistema de fuentes

La Constitución de 1812 no sólo produjo un cambio en las relaciones Estado-sociedad y en la organización política estatal sino, como es lógico, en el propio sistema de fuentes. Así, la Constitución regulaba las nuevas fuentes del Derecho que habrían de regir los designios de los españoles. Pero, ¿era la Constitución misma una fuente de Derecho? En principio, hay que señalar que la Constitución era, cuanto menos, una auténtica norma jurídica, y no mera norma política189. Ahora bien, para que esta norma fuese en sí misma una fuente, habría de estar dotada de eficacia directa, es decir, debía resultar inmediatamente aplicable por las instancias encargadas de la aplicación jurídica190. Desde esta perspectiva, hay que señalar que el órgano encargado de aplicar la Constitución no eran sólo los jueces, sino también las Cortes, que debían entender de las infracciones contra el Código doceañista, según disponía expresamente el Título X. Por tanto, puede afirmarse que el texto de 1812 estaba dotado de eficacia directa y, por consiguiente, era una verdadera fuente de Derecho.

A ello contribuía el que la Constitución no sólo contenía preceptos abstractos, sino también una gran cantidad de disposiciones que ya en la misma época se caracterizaron como «reglamentarias»: así, por ejemplo, incluía una exhaustiva regulación del Derecho Electoral. En este sentido, los realistas volcaron sus críticas a la excesiva extensión del texto de 1812, que no sólo contendría el núcleo de las Leyes Fundamentales (como debía hacer, según la postura realista), sino que añadía cuestiones «reglamentarias», igualmente aplicables y que, por su inclusión en el articulado gaditano, adquirían también el rango de Ley Fundamental y se veían, además, abocadas a la rigidez propia de la Constitución191.

Cuestión muy distinta es la posición de la Constitución en el ordenamiento jurídico. Que el texto vinculaba a la Administración y, por tanto, a los reglamentos que ésta expedía, parece claro. Pero no lo es tanto en su relación con la ley que, como se verá enseguida, aparecía como expresión de la voluntad general y, por tanto, era norma soberana192. Bien es cierto que en ocasiones se adujo que determinadas leyes eran «inconstitucionales»193, pero al no existir un control de constitucionalidad, todo lo más que podía lograrse era un self restrain del Parlamento, esto es, una depuración ex ante, impidiendo que los proyectos inconstitucionales se convirtieran en ley aplicable. Una vez que una ley era aprobada y sancionada, no podía expulsarse del ordenamiento por más contraria que fuese a la Constitución.

En principio, si se partía del concepto de Constitución en sentido político-material (derivado del artículo 16 de la Declaración de derechos de 1789), parece lógico que no existiesen colisiones entre ley y Constitución, puesto que ambas normas se relacionarían a través del principio de división de materias. Ahora bien, ya se ha señalado que la Constitución de Cádiz recogía, a lo largo de sus trescientos ochenta y cuatro artículos disposiciones que tenían un contenido muy diverso, de donde la colisión era factible. En tal caso, entrarían en conflicto dos voluntades soberanas: la voluntad soberana constituyente y la voluntad soberana constituida. La voluntad soberana constituyente sólo podía modificarse por lo dispuesto en el Título X de la propia Constitución (De la observación de la Constitución y modo de proceder para hacer variaciones en ella), esto es, sólo a través de poderes especiales de reforma constitucional. Por tanto, la ley (voluntad constituida soberana) no podía derogar a la Constitución, pero, en cuanto también era soberana, podía aplicarse en su lugar. En definitiva, la relación entre Constitución y ley no era de validez, sino de aplicación.

Aparte de ser una fuente en sí misma, la Constitución de 1812 regulaba las restantes fuentes del ordenamiento: ley, decretos y reglamentos. La ley, como acaba de apuntarse, ostentaba la más alta posición del ordenamiento, en cuanto expresión de la voluntad general. El Código de 1812 no declaraba expresamente que la ley se identificaba con la voluntad soberana, pero pocas dudas puede haber al respecto: ésta era la idea no sólo predominante entre los liberales gaditanos, sino aún antes, entre gran parte del sector ilustrado, como Jovellanos o Cabarrús194, y entre el liberalismo de 1809 que se plasmó en la «Consulta al País»195. Esta concepción de la ley como voluntad general era perfectamente coincidente con la idea de mandato representativo que sostenían los liberales, y fue uno de los argumentos de mayor peso para oponerse al veto absoluto que pretendían imponer los realistas196.

Ahora bien, el concepto de ley, expresión de la voluntad general, no impidió que, al menos, se diese una limitada participación al Rey en el ejercicio de la potestad legislativa, mediante el veto suspensivo (arts. 15, 141-152 CE). De este modo, los liberales doceañistas amortiguaban los postulados rousseaunianos, reconociendo la titularidad compartida del poder legiferante. Tal proceder lo justificaban indicando que así se lograría una deliberación más sosegada de las leyes, algo tanto más necesario cuando no se había dado cabida al bicameralismo197. Sin embargo, la participación del Rey era exigua a lo largo de todo el procedimiento.

En efecto, aunque la iniciativa legislativa correspondía a los diputados y al Monarca (arts. 132 y 171.14 CE), el debate lo centralizaban las Cortes, que aparecían investidas con una serie de prerrogativas tendentes a que el Ejecutivo no frustrase el intercambio de luces que debía conducir a aprehender la voluntad general. Así, no sólo resultaban operativas en esta fase las incompatibilidades parlamentarias, sino que se recogían las prerrogativas de inviolabilidad e inmunidad (art. 128 CE) que pretendían evitar que los diputados pudiesen ver comprometida su libertad deliberativa. Pero, además, se trató de alejar la posible influencia perniciosa que el Ejecutivo (considerado como enemigo de la libertad) pudiese ejercer sobre el Parlamento: así, el Monarca no podía presenciar las deliberaciones (art. 124 CE) y aunque sí lo podían hacer sus Secretarios del Despacho, éstos debían abandonar la sala en el momento de la votación (art. 125 CE). Respecto del veto, ya se ha señalado que éste sólo era suspensivo, de manera que paralizaba la voluntad de las Cortes por un máximo de dos años (es decir, por la duración de una Legislatura), debiendo conformarse con el parecer parlamentario cuando se le proponía por tercera vez. Algo que dejaba al Rey en una débil situación, como pondría de manifiesto Blanco White198. Finalmente, las Cortes absorbían un momento muy relevante, tras la sanción de la ley: la interpretación legal. Como decía Mejía, el sujeto ejecutor no debía estar habilitado para interpretar la ley199, de modo que ésta le correspondía en exclusiva al Parlamento (arts. 131.1 y 261.10 CE)200.

En definitiva, a pesar de que el art. 15 CE reconocía la titularidad compartida del poder legiferante, éste, en realidad, quedaba básicamente en manos de las Cortes, que se aseguraban, así, el control sobre la forma jurídica superior del ordenamiento. Esta pretensión de dominio de la Asamblea se potenció con el reconocimiento de otras fuentes derivadas del Parlamento: los Decretos y las Órdenes. La finalidad de ambas normas era soslayar la ya de por sí débil intervención del Monarca en el poder legislativo; más en concreto, pretendía asegurar al Parlamento un ámbito normativo propio y exclusivo, en el que no se requiriese la sanción regia. La Constitución de 1812 apenas se refería a los Decretos201, a pesar de que en la Comisión de Constitución se había planteado la posibilidad de incluir la distinción entre ley y decreto a partir de la diferencia procedimental de la presencia o carencia de la sanción regia202. Los Reglamentos que regularon las funciones del Consejo de Regencia durante la Guerra de la Independencia sí que hicieron mención al Decreto203, algo lógico, si se tiene en cuenta que las Cortes Constituyentes negaron a los regentes la facultad de sancionar las leyes y, por tanto, la posibilidad de que se aprobasen leyes. Finalmente, de esta regulación pasó definitivamente al capítulo X del Reglamento para el gobierno interior de las Cortes, de 1813, que completaba la regulación constitucional de las fuentes, diferenciando entre las leyes y los «decretos que dieren las Cortes sobre aquellos asuntos en que no se requiere ni la propuesta del Rey, ni su sanción»204 (art. 111). No obstante, fue en Trienio Constitucional donde la discusión sobre la diferencia entre Ley y Decreto alcanzó su punto álgido, al confrontar a moderados y exaltados, que atendieron a criterios tanto procedimentales como materiales para aclarar en qué consistía una y otra fuente205.

Finalmente, hay que señalar que las Cortes, durante la Guerra de la Independencia, hicieron uso habitual de una fuente desconocida en la Constitución y apenas mencionada en los Reglamentos y Decretos de Cortes: las Órdenes, que generalmente se caracterizaban por un contenido más particular que los Decretos y por dirigirse a las autoridades dándoles instrucciones sobre la actividad que debían desarrollar206. Ello no obstante, los liberales consideraron a las Órdenes tan expresivas de la voluntad general como las Leyes y Decretos.

Para culminar con las fuentes de titularidad parlamentaria, hay que señalar que algunos Decretos se consideraron, por razón de la materia que regulaban, como normas «constitucionales». Así sucedió, por ejemplo, con el decreto regulador de la libertad de imprenta207, cuya consideración como ley constitucional posiblemente no sólo derivase de su importancia material, sino de que existía un mandato constitucional expreso de que las Cortes protegiesen dicha libertad (art. 131.24 CE). Existieron también posturas más radicales, como la de Guridi y Alcocer, quien consideraba que todas las disposiciones de las Cortes constituyentes tenían carácter constitucional. Una posición, sin duda, que impedía diferenciar entre poder constituyente y el ejercicio del poder constituido. A pesar de la diferencia que se establecía entre «leyes constitucionales» y leyes y decretos no dotados de este carácter, ha de señalarse que la distinción nunca podía ser de rango: todas las normas de Cortes eran voluntad soberana, a igual que la Constitución. La diferencia esencial estribaba, como bien ha señalado la profesora Lorente, en que las «leyes constitucionales» se consideraban parte integrante de la Constitución (o mejor, desarrollo indispensable) y, por tanto, su vulneración se consideraba como auténtica infracción constitucional208. Es decir, actuaban como normas paramétricas.

Para cerrar el sistema de fuentes, hay que referirse a aquellas que eran de titularidad exclusiva del Ejecutivo: los reglamentos. La potestad reglamentaria, expresamente atribuida al Rey en el art. 171.1CE, se concedía con el único objeto de ejecutar las leyes. Sólo se admitían, por tanto, reglamentos ejecutivos. Este carácter no sólo correspondía a los reglamentos ad extra (algo lógico, si se atiende a la mentalidad liberal que veía al Ejecutivo como un enemigo de la sociedad y que, por tanto, sólo podía intervenir en ésta previa habilitación legal), sino también ad intra. Y es que, si se atiende a las competencias del Parlamento, puede comprobarse que la organización administrativa requería en muchos de sus extremos de una norma parlamentaria209, desconociéndose, así, el poder de autoorganización de la Administración Pública. Con todo ello, se rechazaba la importancia que el poder reglamentario había tenido para el Despotismo Ilustrado, como parte integrante del poder de policía o de la función «tutelar», como decía Mirabeau210.

Aun así, los diputados liberales eran conscientes de la importancia que la ejecución de las leyes por vía reglamentaria revestía, de modo que trataron de establecer mecanismos orientados a que esta facultad se ejerciera correctamente. El primero consistió en considerar que el ejercicio de la potestad reglamentaria requería de la participación del Consejo de Estado. El otro mecanismo destinado a circunscribir la potestad reglamentaria supuso tratar de unificar la actividad de los Secretarios del Despacho, a fin de evitar resoluciones contradictorias. A tal fin se hicieron propuestas en dos sentidos: partiendo de una consideración individual de los ministros, o de una colectiva. En el primer caso, se trataron de unificar las resoluciones ministeriales bien obligando a los ministros a consultar con los subordinados de todos los ramos administrativos a los que podía afectar la resolución211; bien estableciendo una rígida separación entre los departamentos ministeriales212 (imitación de la separación de poderes rígida que se diseñaba para los órganos constitucionales), bien, en fin, concediendo a un mismo sujeto la titularidad de varias carteras213.

Más interesante aún fue el intento de evitar reglamentaciones contradictorias a través de la integración de los ministros en una Junta o Gabinete ministerial, no previsto en el código doceañista. La formación del Gabinete tuvo una fuerte oposición, puesto que se entendía que podía implicar una vuelta al «despotismo ministerial», a la par que podía desplazar al Consejo de Estado, pasando a ocupar su puesto de asistente asiduo del Rey214. Ello no obstante, el tercer Reglamento del Consejo de Regencia dio plena acogida a la Junta de ministros, aunque sólo reuniría a aquellos a los que afectase la resolución de debía adoptarse215. En realidad habría que esperar al Trienio Constitucional para ver un órgano con las connotaciones propias de un auténtico Gobierno.

Ahora bien, el hecho de que se tratase de garantizar el adecuado desempeño de la función ejecutiva (a través del Consejo de Estado y de la unidad de las resoluciones administrativas) derivaba de que, en realidad, se empezaba a apreciar que la ejecución de la ley contaba con indudables márgenes de libertad216. De esta forma, sin renunciar a la idea de reglamento meramente ejecutivo, la actividad «ejecutiva» fue cobrando mayor autonomía, permitiendo que incluso llegase a atisbarse una embrionaria función de gobierno.






ArribaAbajoLa proyección de la Constitución de 1812 y del modelo gaditano en Europa


La mirada «telescópica» a Cádiz

No hay duda alguna de que el código doceañista ha sido el documento constitucional español que ha tenido una mayor proyección exterior. Desde que se aprobó en 1812 comenzó a difundirse por Europa e hispanoamérica, aunque, en realidad, fue a partir de su restauración en 1820 cuando alcanzó un mayor relieve. A lo largo de esos años se tradujo, al menos, al inglés217, francés218, portugués219, italiano220, alemán221, y, según una referencia dudosa, al ruso222.

Esta proyección externa presentó diversos grados de intensidad: el mero conocimiento y crítica doctrinal, la influencia en los textos constitucionales extranjeros y, en fin, la adopción del código de Cádiz como texto propio en otros Estados. El mero análisis crítico del texto gaditano se desarrolló en los Estados dotados de una sólida tradición constitucional (Gran Bretaña, Francia y Alemania), en tanto que la repercusión directa del código doceañista sobre la vida constitucional extranjera tuvo lugar en países que no contaban con tal tradición o, incluso, realizaban su primer ensayo constitucional.

En los países europeos el rechazo a la Constitución de 1812 correspondió a dos corrientes distintas: por una parte, los absolutistas, que la consideraban una aberración política, por otra, los partidarios del sistema británico, que preferían un modelo más moderado que el que ofrecía la Constitución española. Ésta encontró, sin embargo, el favor de liberales revolucionarios y progresistas, especialmente a partir de 1820. Ahora bien, habida cuenta de la filiación francófila, ¿por qué no adoptar o imitar la Constitución francesa de 1791? Varias razones pueden explicarlo: por una parte, la Constitución de Cádiz era más moderada que la francesa y no tenía el estigma de haber desencadenado un régimen de «terror». Por otra, fue una Constitución que nació con un prestigio que se sublimó con su restauración: había surgido en medio de una heroica resistencia a las fuerzas de Napoleón, para caer luego injustamente por las propias manos del Rey liberado. Cuando en 1820 Fernando VII jura la Constitución, muchos países europeos ven que es posible combinar los anhelos de un régimen constitucional con la Monarquía223. Finalmente hay que señalar una justificación meramente temporal: en 1820, tras la restauración del texto gaditano, éste se halla presente, mientras que el francés de 1791 ya se encuentra perdido en el tiempo.


La Constitución de Cádiz ante Gran Bretaña: las observaciones de las posturas monárquico-constitucionales, monárquico-parlamentarias y utilitaristas británicas

En Gran Bretaña, cuna del constitucionalismo, la Constitución de Cádiz se había traducido ya en 1813, publicándose nuevamente en 1820. Los comentarios y críticas del texto gaditano vinieron esencialmente de tres frentes: de la postura monárquico-constitucional de la Quarterly Review, de la postura monárquico-parlamentaria de la Edinburgh Review, y del positivismo utilitarista de Jeremy Bentham.

La prensa británica fue el primer foro donde se cuestionó la Constitución de Cádiz, en especial desde 1814 y 1823, es decir, en los dos momentos en que se produjo la caída del código del 12, y en gran parte, en un intento de exponer los factores que habían contribuido a su fracaso. Lógicamente, la prensa asumió la crítica al sistema gaditano desde las premisas que constituían su enseña política. Así, la Quarterly Review, periódico «oficial» de los tories fundado en 1809 por John Murray, cuestionó la bondad de la Constitución de 1812 a partir de una interpretación monárquico-constitucional: entre los principales defectos de la norma española habría que señalar la ausencia de una segunda cámara224 y la debilidad del Rey, carente de veto absoluto y sujeto al control del Consejo de Estado, órgano elegido por las Cortes225. Todo ello suponía, para el anónimo autor del texto, que la Constitución de 1812 había imitado el ejemplo revolucionario francés226, estableciendo una auténtica democracia227, tanto más nociva por cuanto se establecía la intangibilidad temporal228. Por otra parte, al artículo en cuestión no se le escapaba tampoco una referencia al gran estigma del texto de Cádiz: la intolerancia religiosa229.

La Quarterly Review salvaba a algunos diputados, en especial a Argüelles, pero de él indicaba que, a pesar de haber residido en Inglaterra, no había entendido correctamente su sistema de gobierno230. Sin embargo, tal crítica era poco acertada: no tanto por la falta de visión de Argüelles, en la que no se equivocaba, sino porque el gobierno británico no era tampoco aquél que describía el articulista de la Quarterly Review, sino otro muy distinto, modelado por las convenciones constitucionales. En todo caso, el diario entendía que los constituyentes gaditanos habían optado por la vía incorrecta: habían tratado de introducir novedades poco saludables, en vez de realizar una Constitución a partir de las antiguas Constituciones aragonesa y castellana231. O lo que es lo mismo: el articulista no se dejaba engañar por el historicismo deformador del texto y de su Discurso Preliminar y veía que, tras la argumentación histórica se escondía la filosofía revolucionaria francesa.

Estos mismos puntos se reprodujeron en la misma revista, pero ahora de puño y letra de un español: Blanco White, quien escribió en su número XXIX uno de sus artículos más certeros y brillantes. La ideología de Blanco encajaba perfectamente con la del diario232, mostrando una vez más su liberalismo moderado: mantenía, como había hecho desde El Español, que el unicameralismo había sido uno de los grandes errores de los constituyentes233; del mismo modo rechazaba el principio de soberanía nacional, una de las «drogas venenosas francesas» que habían asumido los constituyentes gaditanos234. Pero incluso los elementos más «nacionales» eran un mero disfraz, según el sevillano: el historicismo trataba de esconder la novedad de las doctrinas235, en tanto que la confesionalidad había sido una claudicación de los liberales para facilitar la admisión de la Constitución por la mayoría del país236.

Por su parte, la prestigiosa revista Edinburgh Review, diario whig, dedicó ya en 1813 una sucesión de artículos a las dos obras más influyentes de Martínez Marina, el Ensayo histórico-crítico y la Teoría de las Cortes237. Con ocasión del análisis de estos célebres libros, asumió la crítica de la Constitución de 1812 a partir de una interpretación monárquico parlamentaria, muy distinta de la visión tory. La Edinburgh Review no dejaba de reconocer algunos aspectos positivos de la Constitución gaditana: concretamente consideraba que el Monarca todavía poseía importantes prerrogativas238, y, por otra parte, que su poder de veto se hallaba limitado, algo que a los redactores les parecía muy conveniente239. En fechas posteriores, justificaron la proclamación de la soberanía nacional, el reconocimiento de derechos subjetivos y la supremacía de las Cortes de Cádiz como aspectos inevitables para llevar a cabo la revolución española240.

Ahora bien, aparte de estos aspectos positivos, la Constitución adolecía de algunas tachas de relieve, concretamente aquellas que la distanciaban del régimen británico. Así, por una parte, el unicameralismo y, por ende, la exclusión de las clases privilegiadas241. La Edinburgh Review entendía que el Consejo de Estado había sido creado como un remedo de la Cámara Alta, aunque resultaba a todas luces insuficiente242. Por otra parte, los redactores consideraban que el texto de 1812 tenía el defecto de establecer la incompatibilidad de los cargos de diputado y ministro243. La Edinburgh Review, por tanto, rechazaba el modelo gaditano por su filiación francófila244, y utilizaba como contraste el sistema británico. Ahora bien, no acudía al modelo de checks and balances de Locke, Hume, Blackstone o Bolingbroke, sino al sistema de gobierno real, una Monarquía Parlamentaria que habían modelado las convenciones constitucionales.

La Constitución de 1812 hubo de someterse a la crítica todavía más severa de Jeremy Bentham, a la sazón relacionado con España a través del Conde de Toreno y de José Joaquín de Mora, editor del periódico El Constitucional. Bentham representa la crítica «radical» a la Constitución gaditana. A tales efectos, el brillante filósofo rechazaba sin paliativos la comparación con el sistema británico, que él consideraba lleno de tachas245, y proponía, por el contrario utilizar el sistema norteamericano como referente246.

Bentham partía de la celsitud de la Constitución española, refiriéndose en no pocas ocasiones a ella como modelo útil para otros Estados247. Los aspectos que más agradaban a Bentham del texto eran de carácter genérico, discrepando en regulaciones concretas. Así, el filósofo británico se veía complacido con los artículos 4 y 13, que él consideraba los fundamentales en la Constitución248, y que contenían prescripciones finalistas a la Nación orientadas a la tutela de los derechos subjetivos249. La filosofía igualitaria de Bentham, y su rechazo a la teoría de los checks and balances (ya manifiesta en su primer gran obra, A Fragment on Government, de 1776), le llevó a valorar el unicameralismo proclamado en la Constitución de 1812250. Finalmente, su idea de responsabilidad del poder también le hizo decantarse a favor del código gaditano que, según él, reconocía la responsabilidad de todas las autoridades públicas, incluido el Monarca251.

Sin embargo, ello no impedía que apreciase notables defectos en la Constitución española, de ahí que dijese que era «una mezcla de azúcar y arsénico»252 y advirtiese a Portugal y Nápoles que no debían imitar determinados puntos del texto253. La más acerada y extensa crítica a documento gaditano se centró en el tratamiento de las colonias254 y a la infrarrepresentación de la población de Ultramar, pero otros muchos artículos cayeron en las redes críticas. Por lo que respecta a la regulación constitucional de los órganos del Estado, la crítica de Bentham se alejaba radicalmente de la vertida por la Edinburgh Review: los puntos oscuros de la Constitución de Cádiz residían en determinados aspectos que debilitaban a las Cortes respecto del Ejecutivo.

En efecto, Bentham mostraba su recelo hacia el poder ejecutivo y, más en concreto, hacia los ministros, a los que veía formando un órgano colegiado o «septenvirato»255. Frente a este peligro, las Cortes presentaban determinados flancos débiles: por una parte, el que los diputados no fuesen reelegibles, de modo que el Parlamento siempre se compondría de neófitos256; y por otra, el reducido período de sesiones, de apenas tres meses257. A su vez, instituciones como la incompatibilidad de cargos no desplegaban, según el filósofo inglés, los efectos pretendidos, puesto que el Ejecutivo siempre disponía de medios de corrupción258.

Precisamente su rechazo al breve plazo de reunión parlamentaria hizo que vertiera una importante crítica a la restricción de las libertades de imprenta y reunión que realizaron las Cortes de 1820. En un escrito dirigido a los españoles (On the liberty of the Press and Public Discussion, 1820) Bentham señaló que, al limitar esos derechos, la Nación no podía defenderse de los ataques del Ejecutivo cuando las Cortes se hallasen disueltas259. La crítica de Bentham correspondía con su idea de «Tribunal de la Opinión Pública», como control social: la libertad de imprenta no debía servir sólo para «instruir», sino también como medio de resistencia frente a los abusos de poder260. Por tal circunstancia, al limitar este derecho las Cortes acababan por poner en peligro la propia Constitución261. Sin embargo, es obvio que a la crítica de Bentham no podía subyacer un ataque al legicentrismo a partir de postulados iusnaturalistas. Como es de sobra sabido, Bentham se había esforzado en derribar la concepción iusnaturalista de los derechos subjetivos. Pero ello no le impedía considerar que el legislador debía aprobar una serie de securities que garantizasen los derechos individuales.

Si la Constitución de Cádiz tenía importantes defectos, Bentham señalaba uno más, que incidía sobre los restantes. En efecto, un problema capital en el documento era que los defectos señalados no podrían superarse, debido a la cláusula de intangibilidad temporal absoluta que establecía el art. 375262. El último gran defecto de la Constitución cerraba, pues, las puertas para solventar los restantes.

Las críticas de Bentham, pero también el reconocimiento de aspectos positivos en la Constitución de 1812, también se plasmaron en la Westminister Review, creada por el propio Bentham y por James Mill en 1824 como vehículo de expresión de la filosofía radical, y opuesto tanto a los planteamientos whigs como tories. En ella publicaron personalidades como Lord Byron, Coleridge, Stuart Mill y Carlyle. También hubo participación española: la revista abrió sus puertas a un interesantísmo artículo de Alcalá Galiano, en el que criticaba determinados puntos de la Constitución de 1812 en la línea benthamita: por una parte, consideraba que el texto adolecía de un excesivo detalle (incluyendo disposiciones «reglamentarias») que le llevaba a incluir principios contradictorios, siendo uno de los principales la intolerancia religiosa, tan poco acorde con el carácter liberal del texto263. Respecto de la organización estatal, Alcalá Galiano se distanciaba levemente de Bentham, al criticar que el Rey en Cádiz tenía un poder amplio en facetas en que no debiera corresponderle, y a la vez carencia de facultades que debían estar en sus manos. En igual medida, a diferencia de Bentham, sometía a crítica al Consejo de Estado por «poseer los defectos sin las ventajas propias de una Cámara Alta, de la que aparece como una imitación desafortunada»264. Con tal afirmación postulaba las posibles ventajas de un Senado, mostrando, de esta forma, una evolución en su ideario que acabaría por trasladarlo en 1834 al partido moderado.

Más allá del artículo de Alcalá Galiano, que bien podía contribuir a extender entre los ingleses una visión de la Constitución española de primera mano, la Westminister Review seguía los planteamientos de Bentham al considerar que la Constitución de 1812 no era totalmente negativa, y que ni tan siquiera los liberales españoles la consideraban perfecta265 (como evidenciaba la postura de Alcalá Galiano). Entre los puntos más loables, señalaba el articulista anónimo siguiendo las posturas benthamitas, estaba el no incluir una Cámara Alta266. Así pues, este diario asumía una crítica a la obra gaditana desde Inglaterra, pero no a partir del sistema inglés.




El análisis de la Constitución de Cádiz en la Francia de la Restauración

En Francia la Constitución de 1812 fue objeto de estudio detenido sólo a partir de 1820, es decir, en plena Restauración borbónica, con la efervescencia de la anglofilia y la consiguiente relegación del modelo revolucionario francés267. Por este motivo, aparte de la férrea oposición de los ultras, la Constitución de Cádiz tuvo que asumir las críticas (eso sí, mucho más benignas) del liberalismo doctrinario. Sólo el liberalismo más radical, aún próximo a los ideales revolucionarios, veía con admiración el texto español, que seguía el camino de la Francia de 1789268.

La más relevante figura de los ultras franceses, Chateaubriand, atacó la Constitución de Cádiz a partir de su posición favorable a la Charte de 1814 (como expuso, aunque desde una perspectiva interesada en su célebre La Monarchie selon la Charte). Los puntos endebles del documento gaditano eran, precisamente, su alejamiento del modelo británico que había adoptado el constitucionalismo de la Restauración Francesa: así, las Cortes de Cádiz, mero remedo de las asambleas revolucionarias francesas, habían dado forma a una obra «déplorable», cuyos defectos más manifiestos eran el unicameralismo, el escaso poder del Rey y el «falso» principio de la soberanía «popular» (sic). Chateaubriand, como De Bonald o De Maistre, contraponía a la soberanía «popular» de base iusracionalista, la idea de origen divino de la soberanía. Ésta se transfería al Monarca que, sin embargo, en Cádiz no era más que un delegado, carente del derecho de veto, y al que era falaz declarar inviolable, toda vez que se habían vulnerado precisamente sus derechos más legítimos: «Mais que leur a servi de déclarer la couronne ou la liberté inviolable, lorsque chaque jour cette couronne et cette liberté sont violées?»269. Como resultado, el célebre romántico llegó a vaticinar que la Constitución «democrática»270 de 1812 acabaría por implantar en España una República271.

Frente a los ultras, los liberales franceses tenían una imagen positiva de la revolución española de 1820. Así, Guizot consideraba que España había tratado con exquisito respeto al Monarca272, y el tránsito de una Monarquía absoluta a otra Constitucional había sido más pacífico que el de otras revoluciones, como la inglesa273. Sin embargo, ello no impedía apreciar los defectos de esa Constitución. El defecto más apuntado era la falta de una segunda cámara. Esta crítica se comprende bien en el clima anglófilo de la Restauración borbónica y a partir de la reinterpretación de la doctrina tripartita de la división de poderes. En efecto, desde el Sieyès del Directorio, las teorías de Montesquieu se habían sujetado a revisión, de modo que junto con la clásica división triédrica de las funciones estatales, se incluyeron nuevas funciones, orientadas a garantizar el equilibrio constitucional. Estas ideas alcanzaron su máxima expresión con la idea de pouvoir neutre y pouvoir conservateur de Constant, y con la idea del poder conservador de Destutt de Tracy.

En esencia, estas teorías, sustentadas bajo la idea de equilibrio, requerían la existencia de un órgano intermedio entre el Ejecutivo y la Cámara popular, en concreto, una cámara de composición nobiliar que actuase como contrapeso. Por tal motivo, no es de extrañar que el texto de Cádiz se considerase defectuoso. Así lo pudo comprobar Antonio Alcalá Galiano cuando conoció en Francia a Madame de Staël. En su encuentro ésta le comentó: «¿Sabe Vd., caballero, que su Constitución es muy mala? (…) Sí, necesitan ustedes una aristocracia»274. Las observaciones de Lanjuinais iban también por los derroteros del bicameralismo. El liberal francés dedicó una obra al análisis pormenorizado del texto gaditano275, en el que, aun valorando la Constitución276, la sometía a una severa crítica, especialmente en aquellos puntos en los que había seguido el modelo de 1791277. Precisamente las observaciones de Lanjuinais se centraban en buscar una reforma que permitiera implantar en España una Monarquía Constitucional próxima a la francesa de 1814: por una parte, rechazo a la «teoría vaga, equívoca, de la soberanía nacional», que pretendía sustituir por una distinción clara entre titularidad y ejercicio de la soberanía, correspondiéndole esta última al Parlamento «compuesto del Rey y de las cámaras»278; por otra, la necesidad imperiosa de establecer una segunda cámara, como ya había hecho Francia279, y al que el Consejo de Estado que diseñaba el Código Doceañista en ningún caso podía emular280. La Cámara que proponía Lanjuinais no se compondría de nobles, sino que sería una «Cámara de ancianos», integrada por sujetos que, por su edad y servicios prestados se hiciesen merecedores de la condición de pares inamovibles281, aparte de los príncipes de la familia real, miembros natos del Senado282. También era partidario de una Monarquía Constitucional en cuanto a las prerrogativas del Rey (al que calificaba «representante de la Nación»)283, destacando la necesidad de reconocerle un veto absoluto284 y la facultad de disolver el Parlamento285, acabando, así, con la «omnipotencia parlamentaria; este enemigo implacable de las Constitución positivas»286. Aun moviéndose dentro de los parámetros monárquico-constitucionales, hay que reseñar que Lanjuinais proponía una reforma en sentido monárquico-parlamentario: la necesidad de que los ministros pudiesen acceder al Parlamento, o que los representantes pudiesen aceptar cargos ministeriales, eso sí, sometiéndose a reelección287, tal y como prescribía, por otra parte, el Derecho británico.

Otros partidarios del texto, como Dominique Dufour Pradt, también combinaron las alabanzas a la Constitución de 1812 con críticas abiertas. Pradt apreciaba de la Constitución española tres aspectos en los que la Carta francesa de 1814 era especialmente defectuosa: por una parte, la declaración de los principios generales, donde, según Pradt, el código doceañista era superior a cualquier otra Constitución288. En segundo lugar, por su definición precisa de la responsabilidad ministerial289. En este punto, la Constitución española también superaba la imprecisión de la Carta francesa, que sólo recogía la responsabilidad derivada de unos vagos delitos de «traición y concusión». Hasta aquí puede verse una cierta coincidencia con Bentham quien, recuérdese, también apreciaba los principios generales y la responsabilidad de las autoridades. En este punto, pues, la Constitución española no era tan metafísica como las revolucionarias francesas y, a la par, contenía una salvaguardia más precisa de la sociedad frente al Estado. Pradt extendió sus alabanzas también a la libertad de imprenta (igualmente apreciada por Bentham), de la que llegaba a decir que nunca se había definido mejor290.

Por lo que respecta a la otra cara de la moneda, las críticas de Pradt respondían al ideario extendido durante la Restauración: subyacía en él la doctrina del equilibrio de fuerzas y, por consiguiente, rechazaba el unicameralismo de la Constitución de Cádiz291 y el veto meramente suspensivo que establecía292. Ahora bien, Pradt añadió nuevos elementos de rechazo: por una parte la intolerancia religiosa293, que, curiosamente, no había sido tan vituperada en la Inglaterra protestante. Por otra, el liberal francés criticaba el que los constituyentes hubiesen tenido a la vista las antiguas instituciones medievales, sin entender que éstas no eran ya adecuadas para el siglo XIX294. En este punto, Pradt mostraba cómo la anglofilia francesa no era historicista, sino racionalista: no era fruto de un discurso histórico, sino de una meditación abstracta. El argumento de Pradt se situaba en las antípodas de la crítica de la prensa británica: para el francés la Constitución del 12 seguía las antiguas Leyes Fundamentales, algo en lo que los articulistas de Albión (sin duda más certeros) no coincidían.

Duvergier de Hauranne coincidió con Pradt en parte de sus apreciaciones sobre el texto de 1812295. Éste sería un híbrido entre el modelo francés de 1791 y los elementos más «democráticos» de las Constituciones de Castilla y Aragón296 que presentaba como principales defectos la intolerancia religiosa297 y la ausencia del Senado298. Pero, sobretodo, su gran defecto era excluir al Monarca del proceso de reforma. Duvergier pretendía que en España el Rey actuase como poder conciliador entre los dos «partidos» en que se dividía la nación, algo sólo posible si se habilitaba ex constitutione al Rey para que reformase los elementos más «democráticos» del texto, o si, Fernando VII otorgaba una Carta Constitucional próxima a la francesa de 1814299.




La Constitución de Cádiz en la doctrina alemana: de la crítica conservadora a la admiración progresista

Alemania también conoció un intenso debate sobre la Constitución de 1812 en tres fases: tras la caída de la Constitución española, en 1814; a partir de su restauración, en 1820, y con ocasión de la revolución de 1830300. A raíz de este debate tomaron posición diversas tendencias políticas: el pensamiento de la Restauración, la ideología moderada (liberal y conservadora) y el liberalismo «democrático»301. De estos grupos, sólo el último se mostró proclive al documento español.

En 1814, el suizo Karl Ludwing von Haller, profesor de Derecho en Berna, escribió la más significativa obra del pensamiento de la Restauración contra la Constitución de Cádiz y que alcanzaría difusión en Alemania. La obra de Haller suponía una demoledora catilinaria contra el documento, deshaciendo, uno por uno, todos los capítulos constitucionales en el mismo orden que estaban redactados. Haller rechazaba el presupuesto mismo, la elaboración constitucional302, y más cuando ésta habría traído como resultado una obra «jacobina»303, mucho más radical que las francesas de 1791 y 1793304, y contraria a la misma religión que proclamaba305. De los innumerables defectos del texto, el suizo incidía en la preponderancia que se otorgaba a las Cortes en detrimento del Rey306, y la situación de enemistad permanente que fraguaba entre ambos, como demostraba el régimen de incompatibilidades307.

La crítica vertida por los moderados alemanes no era tan radical y respondía a su preferencia por el modelo británico. Así, partiendo del historicismo británico, caro a Hume y a Burke, rechazaban toda la formulación abstracta que contenía el texto de Cádiz y, en especial, el dogma de la soberanía nacional que proclamaba la Constitución, y la excesiva limitación regia que de él se derivaba308. Por el contrario, los liberales demócratas cifraban precisamente en estos elementos la bondad del texto gaditano, hasta el punto de convertirse para ellos el auténtico referente. Sin embargo, a partir de 1830 la admiración por el modelo gaditano empezó a someterse a ciertas reservas incluso por el sector liberal «demócrata». Empezaron a proponerse enmiendas que habrían de desnaturalizar su carácter, como la introducción de una segunda cámara y el refuerzo del poder ejecutivo. En esos momentos en Europa triunfaba entre los liberales el modelo monárquico-constitucional de cuño británico, algo, por otra parte, a lo que no era ajena ni la propia nación española. De esta forma, en Alemania el modelo gaditano fue sustituido por el inglés, como ocurre con Rotteck, y sobre todo con Welcker309.






El «terreno fértil»: aplicación e influencia de la Constitución de Cádiz durante las revoluciones del 20


La repercusión de la Constitución de 1812 en el constitucionalismo «Ventista»

En Gran Bretaña, Francia y Alemania, la Constitución gaditana fue objeto de mero análisis crítico. Sin embargo, en Portugal e Italia tuvo un decisivo papel práctico. La influencia en Portugal del texto doceañista se desplegó en un doble frente: tuvo una vigencia provisional en territorio luso y, además, sirvió de patrón para la primera Constitución portuguesa, la de 1822310. El fácil encaje que tuvo la Constitución gaditana en territorio portugués se explica en gran parte debido a la proximidad histórica de los dos países y a la formación muy similar de los constituyentes.

En efecto, las clases intelectuales portuguesas se habían formado a partir de una triple corriente: la escolástica, la revolucionaria francesa y la británica311. La intensidad de una u otra formación dividió a la Asamblea Constituyente que elaboró la Constitución de 1822 en varios grupos: los diputados monárquico-tradicionales, arrimados a la escolástica; los brasileños, que combinaban esta última con la ideología de Locke y Rousseau; los moderados, partidarios del sistema británico; y los liberales de la metrópoli, que seguían en muchos aspectos el modelo convencional francés (tendencia radical), o el gaditano (tendencia gradualista)312. La similitud con la clasificación de los diputados gaditanos es más que apreciable313. Sin embargo, otros aspectos permiten conectar el constitucionalismo español y el portugués: por una parte, la idéntica situación de vacío institucional del Trono que permitió la elaboración de ambos documentos, por otra, el recurso al historicismo314.

La Constitución de 1822315, elaborada por las Cortes Generales Extraordinarias y Constituyentes entre enero de 1821 y septiembre de 1822316, supuso una síntesis de tres elementos: el modelo gaditano, el francés de 1791 y las doctrinas de Jeremy Bentham. Sin embargo, la mayor influencia corresponde, sin duda, al primer elemento.

En efecto, los liberales tomaron como modelo el texto gaditano no sólo por las similitudes de Portugal con España, sino también por el indudable valor simbólico que tenía la Constitución de 1812317. Esta influencia es evidente a poco que se lea la Constitución de 1822318, y no puede minimizarse entendiendo que en realidad disfrazaba una filiación francesa319. La Constitución ventista estaba sin lugar a dudas mucho más próxima a la española que a la francesa. Por supuesto, ello no significa que fuese una mera transcripción del articulado gaditano; antes bien, el texto portugués posee notas originales de importancia. La Constitución de 1822 establecía una «Monarquía Constitucional hereditaria» (art. 29), frente a la «Monarquía moderada» de que hablaba la Constitución de Cádiz. Posiblemente porque esta última fuese más tributaria de la terminología ilustrada. La «Monarquía Constitucional» lusa partía de la declaración de la soberanía nacional (en idénticos términos que en Cádiz) y la división de poderes, cuyo detalle más relevante reside en que el poder ejecutivo no se atribuía al Rey en exclusiva, sino a éste y a sus ministros320 (art. 30). Las facultades de las Cortes (art. 103) y del Rey (art. 123) eran una reproducción casi literal del articulado gaditano, e incluso se establecían limitaciones expresas al Monarca (art. 124). También se recogían otros órganos con caracteres similares a los españoles: la Regencia (arts. 149 y ss.), la Diputación Permanente (art. 75, 117-120) y el Consejo de Estado (arts. 162-170) cuya diferencia más notable era su composición no estamental.

En el procedimiento legislativo existían algunas diferencias relevantes: la propia definición de ley (art. 104), ausente en la Constitución del 12, la iniciativa legislativa reconocida a los ministros, no al Rey (art. 105), o el veto suspensivo que sólo podía ejercerse por una vez (art. 112) son los elementos más sobresalientes.

La influencia francesa se aprecia sobre todo en la inclusión de un Título I sobre derechos y deberes, carente en la Constitución de 1812. A pesar de que se trataba de libertades «de los portugueses», se establecía la titularidad universal de alguno de los derechos (así, art. 7, libertad de expresión), y se recogía un fundamento iusnaturalista (art. 6: «La propiedad es un derecho sagrado e inviolable»). La síntesis de elementos galos con españoles se ve perfectamente en la clasificación por títulos de los órganos constitucionales, puesto que se hace referencia tanto al órgano como a la función321. Finalmente, también se aprecia una mixtura en lo relativo a la religión: la Constitución portuguesa optaba por una postura híbrida (muy semejante a la que había sostenido en España Flórez Estrada), ya que proclamaba la confesionalidad del Estado pero, a la vez, admitía el ejercicio de otros cultos (art. 25)322.

Finalmente, hay que apreciar la influencia que ejerció Bentham sobre la Constitución de 1822. En efecto, el filósofo inglés dirigió diversas misivas al pueblo portugués, y a sus representantes, tal y como también había hecho con los españoles323. En realidad, la correspondencia a uno y otro país era complementaria: las cartas dirigidas a Portugal se limitaban a recomendar que no se imitara la Constitución gaditana en aquellos puntos que él consideraba defectuosos, tomando, por lo demás, aquel documento324. Ciertamente los constituyentes portugueses acogieron algunas de las propuestas de Bentham, tomadas, pues, como correctivos de la Constitución del 12. Sin embargo, como veremos enseguida, no debe sublimarse la influencia de Bentham325, puesto que otras muchas recomendaciones cayeron en saco roto.

En efecto, por una parte, los portugueses siguieron las ideas vertidas por Bentham en su Rid yourselves of Ultramaria, e identificaron a los nacionales con los ciudadanos, reconociendo a todos los portugueses derechos políticos (art. 21). También, coincidiendo con las teorías del inglés, regularon con mayor profusión que en Cádiz la libertad de imprenta y expresión (art. 7), estableciendo garantías jurisdiccionales expresas (art. 8)326. Finalmente eliminaron lo que para Bentham suponía un gran error del texto gaditano: la imposibilidad de reelegir a los representantes (art. 36). Pero hasta aquí las coincidencias. Los constituyentes no siguieron a Bentham en otros puntos, tomando aspectos del texto gaditano que desagradaban al filósofo inglés: las incompatibilidades (art. 99), el período de sesiones en tres meses (art. 83), y, sobre todo, la cláusula de intangibilidad temporal absoluta (art. 28). Es más, Bentham también resultó relegado al recogerse una Declaración de Derechos, ya que el filósofo había sido el principal detractor de tales declaraciones327.




Las sociedades carbonarias italianas y la Constitución de Cádiz

En Italia (o mejor, en los territorios que más tarde comprenderían este Estado) la Constitución española de 1812 también alcanzó una enorme difusión a partir de 1820 pero, a diferencia de Portugal, los reinos italianos ya habían tenido experiencias constitucionales previas. Italia se había movido, desde finales del siglo XVIII, entre la disyuntiva de los modelos franceses y del modelo británico. En efecto, en los reinos italianos había surgido un grupo jacobino cuyos primeros proyectos se centraron en crear constituciones que seguían las premisas del texto francés de 1793328. Sin embargo, durante el llamado «trienio revolucionario» (1796-1799), este movimiento prefirió el modelo de la Constitución francesa del año III, al que sólo se opusieron los denominados «resistentes» o «insurgentes». Este modelo había sido impuesto en diversos territorios por el Directorio francés (Roma, por ejemplo), pero no faltó en absoluto una descripción voluntaria, elaborándose textos próximos en plazas ajenas a la intervención francesa (Nápoles, Liguria o Bolonia)329. La implantación de este constitucionalismo derivaba de un sentimiento de reforma descrito a los principios revolucionarios, pero que acababa por preferir un modelo posterior a la etapa del «Terror» para evitar reproches. En la misma medida, se escudaba en un sentimiento anglófobo, derivado de una imagen negativa del sistema político de Gran Bretaña, que se identificaba con un modelo corrupto, dirigido por los gobernantes con la única intención de oprimir con engaño al pueblo inglés330.

Junto a los modelos franceses de 1793 y 1795, Nápoles vio implantarse a raíz de la invasión napoleónica en 1806 una Carta constitucional típicamente imperial, influida, por tanto, por la Constitución francesa del año VIII. La Constitución de Nápoles de 20 de junio de 1808331 suponía un claro freno a las aspiraciones revolucionarias, puesto que el texto establecía un sistema autoritario sin paliativos; más incluso que el que un mes más tarde Napoleón concedía para España a través del Estatuto de Bayona332.

El modelo británico también acabó por tener cabida en el suelo italiano, merced a la Constitución de Sicilia, de 1812, que aparecía como la contrapartida del constitucionalismo napoleónico333. El constitucionalismo británico era bien conocido en la Isla, no sólo por la ocupación inglesa (campañas contra Napoleón), sino por la abundante circulación desde finales del siglo XVIII de las obras de los principales comentaristas del sistema de checks and balances334. Como resultado, en Sicilia se fue formando una anglofilia que, ello no obstante, interpretaba la Constitución británica desde tres prismas distintos: moderado, aristocrático y whig335. Sin embargo, no basta la anglofilia para justificar el nacimiento de la Constitución siciliana de 1812; ésta no sólo surgió como respuesta al constitucionalismo napoleónico, sino también como un intento por parte de la aristocracia de evitar la difusión de la Constitución gaditana en el Reino de Sicilia336. La primera influencia de la obra de Cádiz en Italia obró, por tanto, por vía negativa. La Constitución siciliana337, el «anvés» del texto español, acabó plasmando la interpretación aristocrática del constitucionalismo inglés, en el que el Monarca estaba dotado de un vasto poder (poder ejecutivo, participación en el legislativo y declaración de guerra y paz, entre otros), incluida la sanción de las leyes (Título I, Capítulo I, arts. 1 y 2; Título I, Capítulo XIX, arts. 5-7) y del derecho de disolución de un Parlamento (Título I, Capítulo XI, arts. 1, 3 y 9) cuya estructura era bicameral (Título I, Capítulos IV y V). Sicilia se dotaba así, de una «constitución inglesa», pero que, a diferencia de lo que ocurría en Gran Bretaña, había consciencia de que nacía de un acto de voluntad338.

La influencia más notable de la Constitución de Cádiz en Italia surgió a raíz de su restauración durante el Trienio Constitucional. A partir de entonces, el texto gaditano, incardinado en la tradición revolucionaria, tendrá que competir con los textos de filiación anglófila: por una parte, la Constitución siciliana del 12, por otra, la Carta Octroyée francesa de 1814, que cada vez más se va convirtiendo en un referente para las posturas moderadas339. En el período revolucionario de 1820-1821, el texto español ganará la partida: las sociedades patrióticas «carbonarias», escisión masónica nacida en Salermo y que contó con contactos en España durante el Trienio Liberal340, lograrán imponer el texto a Fernando I, en las Dos Sicilias, y a Carlos Alberto (regente en ausencia de Carlos Félix), en Cerdeña, viéndose ambos monarcas obligados a conceder la Constitución de 1812341. También los Estados Pontificios, Luca y la Isla de Elba se verán inmersos en la implantación del código doceañista342. Por otra parte, a diferencia de lo ocurrido en Portugal, los territorios italianos se limitaron a traducir y aplicar sin más el texto de 1812, todo lo más con escasísimas enmiendas, y en ningún caso elaboraron una Constitución propia inspirada por el modelo doceañista.

La adscripción de los carbonarios a la Constitución de Cádiz resulta lógica, puesto que correspondía a sus ideales revolucionarios. El documento aparecía como una continuación del constitucionalismo revolucionario francés que había tenido una sólida implantación en Italia. La Constitución del 12 era el «referente revolucionario» del momento, puesto que la Constitución francesa de 1791 se hallaba ya lejos en el tiempo y convivía con el estigma del «Terror» que había desencadenado, y que ya había llevado en el «trienio revolucionario» italiano (1796-1799) a prescindir de todo ejemplo francés anterior al Directorio. Al mismo tiempo, los carbonarios carecían de una mentalidad republicana, lo que les llevaba a aceptar una Constitución «revolucionaria», pero monárquica343. Pero, a salvedad de este extremo, a igual que los comuneros españoles, los carbonarios interpretaban el texto en un sentido radical, hasta el punto que una de las escasísimas modificaciones que introdujeron en la traducción de la Constitución española para las Dos Sicilias, consistió en eliminar el componente aristocrático del Consejo de Estado (art. 222)344.

Ahora bien, si resulta comprensible el apoyo carbonario de la Constitución de 1812, por el contrario es llamativo el favor con que contó entre un grupo moderado, hasta el punto de verse en él un texto «de consenso» entre las distintas tendencias políticas345. Sólo los «federados» napolitanos anglófilos eran partidarios de una Carta otorgada de modelo inglés, como proponía Santorre de Santarosa346. ¿Qué justificación tiene el apoyo moderado a un texto de raíz revolucionaria? No faltaban aspectos histórico-políticos: la Constitución de Cádiz representaba la lucha contra Napoleón, y ello le granjeaba una admiración común347. A la par, por esa misma razón aparecía como un instrumento idóneo para lograr la independencia y unidad nacional348. Pero existen razones de índole constitucional, derivadas del propio articulado del texto. A diferencia de lo que ocurría con la Constitución francesa de 1791, la Constitución de Cádiz admitía distintas lecturas. Qué duda cabe de que se trataba de un texto característico del constitucionalismo revolucionario, pero los matices más «nacionales», más «originales», le daban un aspecto híbrido y confuso, que alentaba distintas interpretaciones. No es de extrañar: en la España del Trienio Constitucional, moderados y exaltados sustentaron exégesis muy distintas del código doceañista, ¿cuánto más no se haría en el extranjero, donde la lectura no se podía apoyar en el conocimiento de la auténtica voluntas legislatoris, es decir, en la interpretación auténtica?

Así, el componente aristocrático se recogía en el Consejo de Estado, lo que le podía asegurar tanto el apoyo moderado como el rechazo carbonario (que, como vimos, acabó por suprimir la composición nobiliar del órgano). Pero, además, la Constitución de Cádiz no parecía expresamente deudora del iusnaturalismo racionalista que tendía a explicitarse mediante ampulosas declaraciones de derechos. Finalmente, y no debe desdeñarse este factor, la Constitución española cumplía un requisito esencial: la confesionalidad349. Las sucesivas constituciones que se habían conocido en Italia no habían logrado sustraerse a este elemento: así lo había declarado la Constitución napolitana otorgada en 1808 (Título I), y también Fernando III lo había sancionado en las bases de la Constitución siciliana de 1812350. De hecho, la traducción al italiano de la Constitución de Cádiz para su aplicación al Reino de las Dos Sicilias, no sólo mantuvo el art. 12, que proclamaba la confesionalidad, sino que incluso lo radicalizó al eliminar parte del inciso final («La nación la protege [a la religión] por leyes sabias y justas»): con tal cambio se eliminaba la supremacía del ámbito civil sobre el religioso, dejando a la Iglesia que se autorregulase351.






La inserción del modelo gaditano en el constitucionalismo europeo del primer tercio del XIX

De cuanto se ha visto, puede concluirse que la Constitución de Cádiz recibió un trato muy distinto por las distintas corrientes en boga en el entorno europeo. Fue objeto de aceptación genérica por el liberalismo radical, que apreciaba en la Constitución del 12 el principio de soberanía nacional y la preeminencia que daba a las Cortes, empezando por su misma estructuración unicameral. Este liberalismo llegó a «radicalizar» el elemento más «regresivo» del texto: la composición parcialmente estamental del Consejo de Estado (así, en Portugal e Italia). El liberalismo radical, sin embargo, se dividía entre la opción francófila, afín a los derechos naturales y la positivista, de cariz benthamiano. Ambas corrigieron algún aspecto del texto de Cádiz para arrimarlo a su ideología particular: así, el liberalismo radical francófilo incorporó a las enseñanzas de Cádiz declaraciones de derechos subjetivos; el liberalismo positivista, por su parte, criticó especialmente el contenido abstracto de determinados artículos del código doceañista y la rigidez temporal del texto gaditano, que impedía superarlos y que, por tanto, no permitía alcanzar «la mayor felicidad del mayor número de individuos».

Las críticas más globales al texto derivaron de tres corrientes: la monárquico-parlamentaria, la monárquico-constitucional y la absolutista. La primera ensalzaba el predominio parlamentario y las limitaciones monárquicas que recogía la Constitución de Cádiz, pero rechazaba las relaciones dialécticas que el texto establecía entre Ejecutivo y Legislativo. En este punto, la crítica se realizaba desde la atalaya del sistema británico modelado por las convenciones constitucionales.

La corriente monárquico-constitucional también acudía al sistema británico para hallar el modelo ideal y, en consecuencia, criticaba al código doceañista por alejarse del mismo. Ahora bien, esta corriente todavía veía en el gobierno británico un sistema de equilibrio constitucional, de modo que las críticas se centraban en que en la Constitución de 1812 faltaban precisamente los mecanismos equilibradores: el derecho de veto absoluto, la facultad regia de disolver las Cortes y el bicameralismo. La corriente monárquico-constitucional en Gran Bretaña, además, optaba por establecer este modelo a través de una Constitución histórica, de modo que criticaba el modelo racional-normativo gaditano. No sucedía así en Francia (liberalismo doctrinario) donde el sistema de equilibrio se concebía como fruto de una teorización abstracta. El problema del texto de 1812 para estos últimos, por tanto, no derivaba del concepto de constitución, sino de su incorrecto diseño; más en concreto, de su inaceptable articulación de los órganos estatales.

Finalmente, la corriente absolutista sometió a la Constitución de 1812 a las más severas críticas a partir del supuesto mismo de la titularidad de la soberanía y del poder constituyente. Para los absolutistas la soberanía no pertenecía a la Nación, como proclamaba el «herético» documento español, sino al Rey. Por eso, la Constitución nunca podía derivar de la voluntad nacional, sino que debía ser o producto de la historia, o una Carta concedida por el Rey para autolimitar sus poderes.






ArribaLa proyección de la Constitución de 1812 y del modelo gaditano en Iberoamérica


Las fuentes doctrinales en la América de los albores del XIX

La repercusión de la Constitución de 1812 en Europa estuvo sujeta a limitaciones, merced a que muchos de los países contaban ya con su propia historia constitucional (especialmente sólida en Gran Bretaña, Francia y Alemania) y los hacía menos receptivos a la experiencia española. Otros territorios, como Portugal o los reinos italianos, optaron por el modelo gaditano en buena medida porque representaba el continuismo de los ideales revolucionarios franceses que conocían muy bien.

En Iberoamérica, sin embargo, la situación fue muy distinta: lógicamente, la historia constitucional iberoamericana nace con la española, puesto que las Constituciones de Bayona y de Cádiz fueron sus primeras constituciones, mientras fueron provincias de Ultramar, y sus primeras experiencias constitucionales como Estados independientes, surgieron a partir de l810 y 1820, es decir, en las decisivas fases (políticas y constitucionales) de la Guerra de la Independencia y del Trienio Constitucional352.

El hecho de que los territorios americanos perteneciesen a España desde el siglo XV implicó una formación intelectual de sus habitantes (sobre todo de sus elites intelectuales) muy próxima a la española, que sólo adquiere un matiz distinto, como se verá enseguida, en lo referente al conocimiento del sistema norteamericano353. En efecto, a comienzos del siglo XIX varias eran las corrientes de pensamiento político-constitucional que confluían en Iberoamérica. Por una parte, existía una sólida raigambre escolástica, de implantación jesuita y que tenía a Francisco Suárez como principal teórico, junto con Vitoria o Mariana. Sin embargo, a raíz de la Revolución Francesa, las teorías de la ilustración y del liberalismo revolucionario entraron en América, especialmente provenientes de la metrópoli354. La idea de soberanía colectiva, y sobre todo la concepción iusracionalista de los derechos subjetivos y la teoría de la división de poderes, encontraron una importante acogida en los territorios ultramarinos355. Las Constituciones (y el constitucionalismo) de 1791, 1793 y 1795 se conocían, pero también en parte, merced al Estatuto de Bayona, el constitucionalismo consular e imperial y sus características formas de organización.

Por lo que respecta a los modelos anglosajones, el sistema constitucional británico también se conocía, aunque, según se verá, su peso fue mucho menor. En todo caso, Gran Bretaña se identificaba con un «gobierno equilibrado», y no con un sistema parlamentario. Mayor relevancia tendrá, sin duda, el sistema norteamericano, cuya recepción no sólo derivaba de la proximidad geográfica, sino también del valor que tenía como referente al haber surgido, como el constitucionalismo iberoamericano, de un proceso emancipador respecto de la metrópoli. Precisamente el mayor peso del sistema norteamericano marca las diferencias sustanciales entre España e Iberoamérica: según ya se ha visto, la Constitución de 1787 no había influido excesivamente en la metrópoli porque esta última tenía una vocación monárquica y centralista. En Iberoamérica, sin embargo, se pretendía romper con la Monarquía hispánica o, por lo menos, con su modelo centralista, lo que explica la atracción del referente norteamericano.

Aparte de esta sustancial diferencia, la parecida formación intelectual de americanos y españoles permitió que también el modelo gaditano pudiera influir notablemente en el primer constitucionalismo iberoamericano, aunque siempre compartiendo espacio con las otras experiencias constitucionales. Además, la Constitución de Cádiz era de fácil asimilación en la América Hispánica por su intento de combinar el pensamiento tradicional español (tan conocido en América) con la nueva filosofía iusracionalista que circulaba por Ultramar desde finales del siglo XVIII356.

La plurifacética formación del pensamiento político de Ultramar, a la que acaba de hacerse referencia, ya quedó de manifiesto en las propias Cortes de Cádiz, donde la representación americana estuvo integrada por un grupo de diputados de tendencias muy diversas. Así, entre ellos había un sector radicalmente escolástico y proclive al absolutismo, como es el caso de Ostolaza, diputado por Perú. Otros, sin embargo, fueron partidarios de las ideas liberales, como Leiva, Morales Duárez, Ramos Arispe y, sobre todo, Mejía Lequerica, uno de los grandes protagonistas del Oratorio de San Felipe Neri357. Alguno de estos diputados tuvo una participación directa en la elaboración de las Constituciones iberoamericanas (como Antonio de Larrazábal, o Ramos Arispe, quien asumió las tesis federalistas en la Constituyente mexicana de 1823-1824)358 o participaron de algún modo en las vicisitudes políticas de su país (como Mendiola, Guridi y Alcocer, Joaquín Olmedo y Larrazábal)359, de modo que las ideas de Cádiz no les eran desconocidas y pudieron contribuir a su difusión.

Para los territorios americanos (excepto Venezuela), el documento gaditano fue su primera Constitución, si se considera la escasa virtualidad del Estatuto de Bayona. En este sentido, la primera influencia que ejerció la Constitución de Cádiz fue, precisamente, la de abrir a los territorios ultramarinos el camino de las experiencias constitucionales. Es más, incluso la Constitución venezolana de 21 de diciembre de 1811, aun siendo previa al texto gaditano muestra algunas influencias de éste360 (así, el artículo 1, sobre la religión del Estado, muy semejante al art. 12 de la Constitución española; o el sistema electoral de dos grados), algo que no es de extrañar, puesto que por esas fechas la Constitución de Cádiz se hallaba redactada en su mayor parte y podía conocerse a través de la prensa que circulaba con fluidez361, empezando por El Español de Blanco White362.

Sin embargo, la implantación del texto gaditano no tuvo la misma intensidad en todo el territorio americano363, en gran parte porque las autoridades públicas españolas habían sido las primeras interesadas en retrasar su aplicación. Más en concreto, los virreyes eran reacios a poner en funcionamiento un texto que socavaba sus amplios poderes364. Además, durante la Guerra de la Independencia, gran parte de los territorios habían formado juntas revolucionarias que se consideraban legitimadas a partir del principio escolástico de «reasunción de la soberanía» y habían iniciado un auténtico proceso de independencia: si la primera reacción en 1808 había sido jurar a Fernando VII, apenas dos años más tarde las tendencias emancipadoras empezaron a surgir365. La restauración absolutista, en 1814, si bien logró poner un freno a las tendencias independentistas, incrementó también el número de enemigos de la metrópoli ante el hostigamiento de Fernando VII366. Los revolucionarios, ahora más influidos por las teorías iusracionalistas, reaccionaron agrupándose en tres congresos nacionales, el de Apatzingán (Nueva España, 22 de octubre de 1814), Tucumán (Río de la Plata, 9 de julio de 1816) y Angostura (Venezuela, 15 de febrero de 1819)367. Así las cosas, cuando en 1820 la península restableció la Constitución de 1812, y los liberales pretendieron trazar una política distinta más aperturista hacia las colonias (comenzando por la amnistía de los insurrectos)368, América ya no estaba dispuesta a seguir siendo un territorio de España. El Gran Imperio había comenzado a derrumbarse. Pero la Constitución de Cádiz, indirectamente, también había contribuido a ello.




La Nación soberana e independiente

La ideología subyacente a la independencia americana muestra una curiosa mixtura de elementos tradicionales e iusracionalistas, cuyo ejemplo más ilustrativo está representado por el movimiento revolucionario de Mayo, en el Río de la Plata. En efecto, la vacancia del Trono en 1808 hizo germinar en los territorios americanos la antigua idea escolástica de reasunción de la soberanía, si bien ésta no habría revertido a la comunidad, esto es, a los distintos estratos sociales, sino a las diversas provincias, a partir de la idea de pacto bilateral entre el monarca español y los pueblos americanos369. Ahora bien, a igual que había sucedido en la metrópoli durante la Guerra de la Independencia, el proceso de reasunción de la soberanía se acompañó de una crítica expresa a los años de despotismo, especialmente agudos en América, y a un paralelo ensalzamiento del pasado. Sin embargo, ahí comienzan las diferencias con la Península: en ésta, el mito se construyó en torno al pasado medieval, cuyo restablecimiento habría de conducir a una Monarquía templada (según el historicismo deformador) en el que en ningún caso se cuestionaba la unidad nacional. En América, por el contrario, el pasado mítico estaba representado por el gobierno indígena, y el resultado de esta imagen era la independencia; es decir, la situación previa a la conquista española370.

A partir de 1810, aproximadamente, los ecos del enciclopedismo y de la ilustración iusracionalista alcanzaron un mayor relieve y, con ellos, la influencia de la independencia norteamericana y de las Declaraciones de Derechos Francesas371. A estas alturas, los territorios americanos empezaron a asumir, también, que la independencia nacional sólo podía lograrse a través de un documento constitucional que regulase las instituciones estatales372. Roto el vínculo con la Monarquía, la Constitución no podía ni ser otorgada ni derivar de un pacto bilateral, sino que sólo podía surgir de la voluntad constituyente del pueblo. Para expresar esta circunstancia con mayor empeño, muchos textos se encabezaban con una traducción del We the people que abría la Constitución norteamericana de 1787, aunque con un matiz relevante: el fundamento no era la soberanía popular, sino nacional (no tardaremos en verlo) y, por ello, la referencia al «pueblo» como origen de la Constitución se sustituía por la referencia a los «representantes» nombrados373 (excepto en Venezuela374). América rechazaba, por consiguiente, el modelo histórico, las Cartas otorgadas y las constituciones pactadas, y se inscribía directamente en la concepción constitucional racional-normativa.

En este punto la Constitución de Cádiz fue un referente insoslayable375. Curiosamente, una Constitución que encarnaba los valores centralistas de los liberales de la metrópoli, sirvió para legitimar la independencia de los territorios americanos. El documento doceañista reconocía en su artículo 2 la independencia de la Nación española con un doble objetivo: servía para afirmar la resistencia a Napoleón, y a la par derrumbaba la concepción patrimonialista del Estado («La Nación (…) no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona») y, con ella, deslegitimaba las «renuncias de Bayona». Este mismo artículo se reprodujo en sustancia en gran parte de las Constituciones americanas376 a fin de afirmar la independencia de los territorios de Ultramar. Lógicamente, el significado dado por América al artículo era distinto al que le habían conferido en la Constitución de 1812 los liberales de la metrópoli: para éstos el principio no tenía un carácter revolucionario o rupturista, sino todo lo contrario, puesto que mantenía íntegra la unidad de la Monarquía española; para los americanos, sin embargo, la independencia suponía segregación.

La Nación que surgía de las Constituciones americanas adoptaba unas características que también eran muy tributarias del modelo gaditano, comenzando por su definición como reunión de nacionales, que se encuentra en algunos textos hispanoamericanos377 e incluso de Brasil378 (a través de la influencia indirecta de la Constitución portuguesa de 1822). Pero, aun aquéllos que no toman esta definición, al menos adoptan la sistemática de Cádiz de regular en su Título I a la Nación.

En casi todas las Constituciones se reconocía el principio de soberanía nacional379, y en muchos casos se establecía que ésta pertenecía «esencialmente» a la Nación380. A pesar de que también la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789 recogía este adverbio (art. 3), la redacción y sistemática en las Constituciones americanas hacen pensar, sin duda, en una filiación gaditana. Hay que señalar, no obstante, que algunos textos constitucionales de América modularon este principio en dos vertientes: por una parte, hay documentos que recogen la idea de soberanía «radical»381, introduciendo, por tanto, la concepción escolástica de la soberanía, que en España habían sustentado los realistas, e indirectamente Jovellanos382. Por otra parte, otras Constituciones plasmaron una distinción diáfana entre titularidad y ejercicio de la soberanía383 (algo que en el código doceañista no quedaba muy claro), en la que pueden verse posibles reminiscencias de la Declaración de Derechos de Virginia (12 de junio de 1776, art. 2). Por este último motivo, en Cádiz (y aun en el Trienio Liberal) había sido muy frecuente la hipostación Cortes-Nación, de modo que la soberanía se atribuía indistintamente al órgano o al sujeto colectivo, generando una confusión manifiesta. En las Constituciones americanas, sin embargo, se deja claro que la titularidad de la soberanía corresponde a la Nación, y que su ejercicio se distribuye entre los diversos órganos estatales.

Los Estados americanos nacían a partir de la idea de «Nación» que ya habían defendido en las Cortes de Cádiz los diputados de Ultramar. En efecto, en los debates de la constituyente gaditana, éstos utilizaron un concepto propio de Nación alejado tanto del liberal metropolitano como del realista384. La Nación aparecía como un agregado de provincias, que habrían recobrado su soberanía originaria (según hemos dicho previamente) con la vacancia al Trono. Pero, al mismo tiempo, la Nación también era el sustrato personal, la suma de individuos que integraban los territorios españoles, en una concepción rousseauniana que rechazaba la distinción entre ciudadano «activo» (titular de derechos políticos) y «pasivo» (carente de ellos). Esta doble idea de Nación (agregado de provincias y agregado de individuos) implicaba un «fraccionamiento» de la soberanía, que se dividiría entre las provincias y, uti singulis, entre los ciudadanos que las integraban. En coherencia, los diputados americanos defendieron soluciones constitucionales muy distintas de las liberales metropolitanas: por una parte, al ser la Nación una suma de provincias soberanas, entendieron que la Constitución española de 1812 sólo vincularía a las provincias tras un reconocimiento expreso de éstas; en igual medida, los diputados se convertían en representantes de sus respectivos territorios, sujetos a mandato imperativo; en fin, la fragmentación de la soberanía acababa por negar teóricamente la idea misma de voluntad general. Este último aspecto fue evidente en el debate sobre la organización de las Secretarías de Ultramar: los americanos pretendían que se duplicasen las Carteras ministeriales para la metrópoli y América, a lo que los liberales se oponían por considerar que, siendo una la ley (expresión de la voluntad de toda la Nación) no podía fraccionarse su ejecución.

Estas ideas de Nación desempeñarían un papel clave en el primer constitucionalismo americano. La idea de Nación-suma de individuos incidió, como se verá en el siguiente epígrafe, en los derechos políticos subjetivos, en tanto que el concepto de Nación-suma de provincias permitió abrir el cauce al federalismo. En efecto, como ya se ha indicado, el proceso revolucionario americano iniciado con la Guerra de la Independencia se apoyó en la recuperación de la soberanía originaria por las provincias, de donde se formaron Juntas revolucionarias. Los acontecimientos no eran muy distintos a la península, donde en 1808 habían nacido las Juntas provinciales que se declararon titulares de la soberanía. Sin embargo, en la metrópoli la mentalidad centralista era más acusada, y las Juntas provinciales acabaron sujetándose a la Junta Central, primero, a la Regencia y las Cortes, más tarde. En América, sin embargo, la idea de soberanía fraccionada alcanzó un mayor relieve, porque precisamente el peso de la independencia se sustentaba en él. A partir de 1810, además, se produce una mayor asimilación de las teorías federalistas norteamericanas, que hasta entonces habían desempeñado un escaso papel en la revolución385. El resultado de esta mixtura fue la implantación en gran parte de América de un sistema federal de características próximas al norteamericano, creándose, por ejemplo, la Constitución de la República Federal de Centroamérica, de 1824386, que comprendería los Estados de Nicaragua, Honduras, Costa Rica, El Salvador y Guatemala (art. 6); o la Mejicana de 1824387. Esta organización suscitó las críticas de Simón Bolívar, quien cuestionó la Constitución venezolana de 1811, basándose en una concepción centralista del Estado propia del cesarismo. El federalismo, decía el héroe americano «rompe los pactos sociales, y constituye las naciones en anarquía»388; sin duda se trataba de la organización del Estado más perfecta, pero precisamente por ello no era recomendable para los territorios que, recién cobrada su independencia, no tenían preparación suficiente389.

Algunas de las Constituciones que optaron por el modelo centralista, así como parte de las Constituciones estatales integradas en federaciones, recibieron, por el contrario, un mayor influjo de la Constitución de Cádiz, especialmente la Constitución de Uruguay de 1830 (Sección X, arts. 118-129) y la de Nicaragua de 1826 (Título XI, arts. 149-151), que preveían la existencia de un Jefe político en las provincias, dependiente del poder ejecutivo, así como la existencia de instituciones locales representativas.




Protección de derechos subjetivos y organización del Estado a través de la Constitución como norma jurídica


La influencia de la Constitución de 1812 en los derechos individuales de los textos hispanoamericanos

Si la Constitución había servido para dar sustancia jurídica a la independencia de los Estados americanos, no por ello se sustraía de los contenidos que eran característicos de las constituciones liberales según el célebre artículo 16 de la Déclaration des Droits de l'Homme et du Citoyen de 1789, es decir, el reconocimiento de derechos y la división de poderes.

Por lo que respecta al establecimiento de derechos subjetivos, la mayoría de las Constituciones americanas se separaron del modelo de Cádiz, recogiendo expresamente Declaraciones de Derechos, a imagen de las Constituciones de las Colonias norteamericanas (y la propia Constitución federal, tras la incorporación de sus diez primeras enmiendas en 1789) y los documentos franceses390. Entre las excepciones cabe señalar la Constitución Quiteña (15 de febrero de 1812), la de México (4 de octubre de 1824), la del Salvador (12 de junio de 1824) y la de Honduras (11 de diciembre de 1825), si bien respecto de estas dos últimas hay que indicar que ambos Estados se integraban en la Federación de Centroamérica, cuya Constitución federal (22 de noviembre de 1824), sí reconocía un catálogo de derechos. En las Constituciones de El Salvador y de Honduras la influencia de Cádiz es ineludible391: por una parte, los derechos se recogen fundamentalmente en los capítulos dedicados a la administración de justicia y, por otra, la declaración de derechos se sustituye por una referencia genérica a la obligación del Estado de «proteger con leyes sabias y justas la libertad, la propiedad y la igualdad» de los ciudadanos (Capítulo II, art. 9 de la Constitución de El Salvador; art. 9 de la Constitución de Honduras), que era una copia casi fiel (no tardaremos en ver las diferencias) del artículo 4 de la Constitución de Cádiz. Sin embargo, esta referencia a la protección de las mencionadas libertades «mediante leyes sabias y justas» también se encuentra en Constituciones que sí contenían declaraciones de derechos, como la Constitución de Centroamérica (art. 2 de la Constitución de la República Federal de Centroamérica, de 22 de noviembre de 1824 y art. 2 de la versión reformada en 1835) y la Constitución Grancolombiana (art. 3 de la Constitución de 30 de agosto de 1821). ¿Existe alguna explicación a la «popularidad» de este artículo gaditano? Una primera respuesta puede ser la influencia de Bentham (cuyo interés por América ya se ha hecho mencionado392) al que, recuérdese, el artículo 13 de la Constitución de Cádiz le suscitaba gran respeto. Pero pueden existir otras razones teóricas.

No cabe duda, como ya se ha afirmado, que la concepción del iusnaturalismo racionalista francés y norteamericano tuvo un peso predominante en América, teniendo quizás su máxima expresión en la Constitución Venezolana de 1811. Casi todas las Constituciones optaron, pues, por recoger un catálogo de derechos, que, o bien se situaban al comienzo del texto, siguiendo el ejemplo de las Constituciones francesas de 1791, 1793 y 1795, o bien cerraban el documento constitucional, bajo la rúbrica de «De las garantías», o «Disposiciones Generales», cuya influencia era no sólo la Constitución norteamericana, como suele afirmarse, sino también de la Constitución francesa del Año VIII (que precisamente culminaba con un capítulo de «Disposiciones Generales»). Ahora bien, entre el primer grupo de Constituciones (es decir, las que recogían en su primera parte la Declaración de Derechos), resulta llamativo que, a excepción de la Constitución venezolana de 1819, más fiel al constitucionalismo revolucionario francés, las restantes regulasen los derechos y libertades sólo después de definir la Nación y los ciudadanos393, e incluso, en algunos casos, tras determinar el significado de la ley (Constitución de México de 1814).

En este sentido, también muchas de las Constituciones que recogían Declaraciones de Derechos se vinculaban al texto gaditano: los derechos seguían siendo subjetivos, pero su titularidad correspondía al ciudadano, al miembro de la Nación, y no a todo hombre. Por consiguiente, primero se definía la Nación, y luego los derechos del individuo. A la par, al afirmar que al Estado o a la Nación (según los documentos) le correspondía proteger los derechos, y al determinar el concepto de ley antes de regular las libertades, se subrayaba la posición legicentrista que también había caracterizado a la Constitución de 1812.

Si se atiende a la parte especial, al elenco concreto de derechos y libertades que recogían los textos americanos, cabe señalar la importancia que en todos ellos se dio a la libertad de imprenta y al derecho de petición. Dos de los derechos esenciales en la Constitución de 1812. Bien es cierto que la libertad de imprenta era un derecho reconocido por todas las Constituciones liberales, pero algunos documentos americanos se aproximan más en su regulación al modelo de Cádiz: por una parte, porque muchos de ellos vinculan la libertad de imprenta a la instrucción pública394, que por cierto también fue objeto de atención en América; por otra, porque es frecuente la remisión expresa a la ley para regular este derecho395.

Ahora bien, existe una clara diferencia entre las Constituciones americanas y la de Cádiz: aquéllas reconocen el derecho a la igualdad. Ésta es, precisamente, el gran punto de distanciamiento entre el artículo 4 y su «copia» en los textos americanos: estos últimos afirmaban que la igualdad era también uno de los objetos de protección del Estado. El reconocimiento de la igualdad en las Constituciones americanas responde al ideario que ya habían plasmado los diputados de Ultramar en las Cortes de Cádiz. Uno de los principales puntos de fricción entre los representantes de una y otra parte del Atlántico había sido la distinción que los peninsulares introdujeron entre «ciudadanos» y «españoles», atribuyendo sólo a los primeros derechos políticos. No es necesario profundizar en el motivo político subyacente: se trataba de evitar que la representación americana fuese mucho mayor que la metropolitana, habida cuenta de la población más extensa de los territorios de Ultramar396. Los diputados americanos argumentaron a favor de la igualdad de derechos que debía existir en toda la Nación española, y acudieron a la idea rousseauniana de soberanía fraccionada para insistir en que todo español (y por tanto todos los americanos, sin distinción de castas) gozaba de un «electorado-derecho» del que no se les podía privar. Fracasadas las intenciones de los diputados americanos en Cádiz, el principio de igualdad pasó definitivamente a sus Constituciones: América debió buscar, por sí sola, la igualdad de sus nacionales, ya que el centralismo interesado de la metrópoli se lo había negado397.

Los derechos y libertades reconocidos en los textos hispanoamericanos se hallaban sujetos a una limitación exógena debido a un factor característico de dichas constituciones: el reconocimiento casi unánime de la confesionalidad del Estado. Precisamente la mayor influencia del constitucionalismo gaditano se percibe en que prácticamente todas las Constituciones americanas reconocieron la confesionalidad y la intolerancia religiosa en términos semejantes a la Constitución de 1812398. En este punto, América, inmersa en la tradición católica española, era absolutamente receptiva al modelo de «Nación católica» que establecía el código doceañista. De hecho, incluso en la Constitución venezolana de 1811, previa a la entrada en vigor del texto gaditano, puede apreciarse la influencia del artículo 12 de este último.

Prácticamente todas las Constituciones recogían la expresa exclusión de cualquier otra confesión399 (excepto, por ejemplo, la Constitución de Uruguay de 1830, art. 5; y las de Argentina de 1819 -art. 1- y 1826 -art. 3). No todas, sin embargo, establecían una prescripción finalista que obligara al Estado a proteger la religión400 (como hacía la Constitución de Cádiz), de modo que algunos documentos constitucionales acentuaron la separación de la esfera religiosa y la civil, como había sucedido en Italia. En otros casos la menor autonomía Iglesia-Estado se procuró no sólo por la protección estatal de la religión, sino también a través de un expreso reconocimiento de que todo atentado contra la religión se consideraría una infracción constitucional, reprensible por las autoridades públicas (Sección I, Capítulo II, art. 2 del Estatuto Provisional para dirección y Administración del Estado dado en Buenos Aires en 1815; art. 1 de la Constitución argentina de 1819 y art. 7 de la Constitución de Honduras de 1825).

A pesar de las influencias del texto gaditano, hay que señalar que el laicismo revolucionario francés también encontró hueco a través de los Preámbulos constitucionales, algunos de los cuales no se referían al «Dios todopoderoso» del texto gaditano, sino al «Ser Supremo»401 (sin más especificaciones) que mencionaba la Déclaration des Droits de l'Homme et du Citoyen de 1789, y la Constitución del año III.

Para culminar con la influencia de la Constitución de Cádiz en los derechos, hay que señalar que ésta se pone de manifiesto también en el recíproco reconocimiento de deberes de los ciudadanos en las Constituciones americanas, y cuya regulación en muchos casos es una mera transcripción del articulado gaditano (arts. 7-9): fidelidad constitucional y obediencia a las autoridades, pago de impuestos y defensa de la patria402. La diferencia estribaba en que en la Constitución de Cádiz éstas eran obligaciones de «los españoles», que no se correspondían con una igualdad de derechos políticos. En América, al proclamarse la igualdad entre nacionales y ciudadanos, existía una mayor reciprocidad entre derechos y deberes.




La Constitución de Cádiz y la forma de gobierno en Hispanoamérica

Junto con los derechos y libertades, las Constituciones americanas se preocuparon, en buena lógica, de acoger la forma de gobierno que consideraban más apropiada para regir los designios de su país. Una cuestión íntimamente ligada a la cuestión de la soberanía. En efecto, igual que había sucedido en Cádiz, la soberanía nacional no sólo tenía una dimensión ad extra (independencia del Estado), sino también ad intra, como capacidad para autodeterminar (a través del ejercicio del poder constituyente) la articulación de los poderes, sin condicionantes políticos y -lo que es más relevante- históricos403. En este último aspecto, los territorios americanos no contaban con el «lastre histórico» de la Monarquía, como había sucedido en Cádiz, puesto que el primer objeto de la revolución independentista era, precisamente, romper con el pasado. Ello no quiere decir que se rechazase en todos los casos la posibilidad de implantar una Monarquía. De hecho, algunos territorios barajaron esta posibilidad. Así, la Infanta Carlota trató de granjearse el apoyo americano (Manifiesto de 19 de agosto de 1808), aunque fue rechazada por cuanto significaba continuismo404. En el Río de la Plata, en 1814, la Asamblea Constituyente decidió negociar con España, para cuyo fin sus comisionados presentaron a Carlos IV un proyecto de Constitución monárquica destinada a que el infante Francisco de Paula reinara sobre Chile y el Río de la Plata405. Pueden hallarse otros proyectos monárquicos en Buenos Aires, en Perú o en Méjico, pero a partir de 1814 la opción por la realeza perdió fuerza por la propia impopularidad del retorno al absolutismo de FERNANDO VII y su política de hostigamiento406.

Más allá de estas excepciones, Hispanoamérica se decantó por el gobierno republicano, en el que no sólo influía la experiencia norteamericana, sino también el resultado de la temprana lectura de Thomas Paine407. Partiendo de este postulado republicano, los nacientes Estados dejaron clara su vocación liberal, estableciendo como requisito indispensable la separación de poderes408. Así, la soberanía, cuyo titular era la nación, se repartía en su ejercicio entre distintas instancias a fin de evitar un Estado despótico. Sin embargo, y a diferencia de lo sucedido en los Estados Unidos de Norteamérica, el despotismo aparecía representado, fundamentalmente, por el poder ejecutivo, al que había que limitar con mayor intensidad que al Legislativo. Bien es cierto que alguna Constitución estableció límites expresos al Parlamento, como en el caso de las Constituciones Bolivianas de 1826 (art. 39) y 1831 (art. 27) y la Peruana de 1826 (art. 39), pero tal circunstancia fue excepcional, o bien los límites al Legislativo se referían exclusivamente a cuestiones organizativas, de modo que no subyacía la idea de que los representantes de la Nación pudiesen conculcar los derechos y libertades.

El modelo gaditano influyó en la configuración del reparto de poderes y, por consiguiente, en la forma de gobierno, pero tuvo que ceder terreno también a favor de otros modelos tanto o más influyentes en Iberoamérica. Concretamente, los Estados americanos acogieron también el modelo británico de «constitución equilibrada», el modelo directorial francés y, sobre todo, el sistema presidencialista norteamericano. Pero, ya optaran por uno u otro, la huella gaditana se encuentra casi siempre presente con más o menos intensidad. Veámoslo.

Cualquiera de los modelos ya reseñados (británico, directorial o presidencialista), exigía un presupuesto en la organización del Legislativo no contemplado en la Constitución del 12: la división del Parlamento en más de una cámara. Así, apenas unas pocas Constituciones (como la de Quito de 1812, la Mexicana de 1814, la Ecuatoriana de 1830, o los textos constitucionales argentinos de 1811, 1814 y 1815) adoptaron el unicameralismo gaditano. Los restantes textos optaron por dividir el Legislativo en dos, o incluso en tres cámaras. Así, las Constituciones de Bolivia de 1826 y Perú del mismo año establecieron un Parlamento Tricameral, acercándose al constitucionalismo napoleónico que Simón Bolívar trataba de implantar409. El resto de Estados optaron por el bicameralismo, aunque no siempre del mismo signo. En efecto, la Constitución de Venezuela de 1819 optó por un Senado concebido como cámara de equilibrio, tratando, así, de acercarse al sistema de checks and balances británico410. De nuevo Simón Bolívar tenía que ver en esta configuración: el héroe americano había conocido el sistema británico merced a su estancia en Londres y años antes de optar por un sistema de cariz napoleónico hizo suyas las premisas de la balanced constitution. En el primer diseño de Colombia, Simón Bolívar quería que se implantase un gobierno que imitase al ingés411, aunque fue en el célebre discurso ante el Congreso de Angostura (15 de febrero de 1819), cuando expuso estas ideas con mayor claridad412. El resultado fue que el Senado de la Constitución venezolana de 1819 era una cámara moderadora, no territorial413. De nuevo el modelo británico se interponía ante el gaditano, mostrando la incompatibilidad entre ambos.

La mayoría de las Constituciones optaron por un Senado que recogiese una representatividad especial de carácter territorial, siguiendo, pues, el modelo norteamericano, aunque también la idea de equilibrio constitucional se hallaba presente: así, gran parte de las Constituciones reconocían el veto recíproco de cada cámara sobre las proposiciones de ley iniciadas en la otra, en aras de lograr mecanismos de checks and balances.

Ahora bien, la opción por el bicameralismo no puede llevar, sin más a excluir toda influencia del modelo gaditano sobre la forma de gobierno de los Estados iberoamericanos. Muy al contrario, los artículos gaditanos deambulan por las Constituciones americanas a la hora de determinar la elección y funciones de sus parlamentos nacionales y federales. La primera influencia notable estriba en el sistema de elección de la Cámara Baja, por cuanto en gran parte de las Constituciones se imitaba, quizás por inercia, el sistema de elección por grados que recogía el texto español de 1812414. Es más, este procedimiento electoral llegó a extenderse a las elecciones de otros órganos constitucionales, como el Jefe del Estado.

Por lo que respecta a las funciones parlamentarias, sería interminable señalar los puntos de contacto entre la Constitución de 1812 y los documentos americanos, de modo que basta con señalar algunas coincidencias notables, tales como la tarea parlamentaria de promover la educación, la creación de Tribunales y cargos públicos, el establecimiento de las ordenanzas militares, o la promoción de la industria y artes útiles… En la propia configuración de la Segunda Cámara se aprecian las influencias de Cádiz: el Senado asume en muchas ocasiones funciones propias del Consejo de Estado gaditano, actuando, pues, como asesor del Jefe del Estado; en otras ocasiones, hacía las veces de la Diputación Permanente gaditana, imitando sus competencias tanto positivas como negativas415. De esta forma, las Constituciones que no recogían la figura del Consejo de Estado416 y de la Diputación Permanente417 otorgaban al Senado sus conspicuas funciones418.

Por consiguiente, de ahí puede colegirse que las Constituciones Americanas compartían con el modelo gaditano la idea de que era necesario limitar al poder ejecutivo no sólo a través de las funciones que se le asignaba, sino también mediante órganos de naturaleza directa o indirectamente representativa. América había heredado la desconfianza hacia el Ejecutivo. En la configuración de este poder también existen reminiscencias gaditanas que, de nuevo, se mezclan con los modelos franceses (del directorio y napoleónicos), norteamericano y británico. Así, algunas Constituciones optaron por el modelo consular al establecer un Ejecutivo tripartito (Constitución de Venezuela de 1811, Argentina de 1811 y Constitución de México de 1814); si bien, como puede comprobarse, éste se implantó en las primeras experiencias constitucionales, anteriores a 1820. La tónica general fue, sin embargo, la de establecer un Ejecutivo unipersonal, al que se veía bien como una encarnación republicana del Monarca limitado inglés, bien como un remedo del Presidente norteamericano. Sin embargo, ello no implica considerar que Iberoamérica optó, sin más, por el modelo presidencialista. Antes bien, la organización del Ejecutivo unipersonal responde también a otras influencias, ente las que hay que incluir el modelo gaditano.

Por una parte, y a diferencia de Estados Unidos, muchas Constituciones implantaron la elección parlamentaria del Jefe del Estado, con lo que trataba de lograrse una mayor sujeción al Parlamento419. Derivado su cargo del Parlamento, el Jefe del Estado no podía hacer valer ante el Legislativo una legitimidad propia que le permitiese tratarlo de igual a igual. Por otra parte, el Ejecutivo no siempre era monista, sino que en la mayor parte de las Constituciones, se establecía un sistema dualista, conforme al cual el Jefe del Estado se apoyaba en ministros que refrendaban sus actos y devenían penalmente responsables420. En la articulación ministerial los ecos gaditanos son más que evidentes; de hecho incluso la denominación de «Secretarios del Despacho» o de «Secretarios de Estado» se utiliza con frecuencia.

De esta forma, el presidencialismo americano no se distanciaba tanto de la Monarquía constitucional española como en una primera ojeada pudiera parecer. El Presidente ejercía sus funciones a través de ministros que, sin formar un Gobierno, refrendaban sus actos y respondían de su conducta, a la par que el Ejecutivo resultaba limitado por las tareas de control que ejercían el Consejo de Estado, la Diputación Permanente o el Senado, cuando estos dos últimos órganos no se recogían.

Por tanto, la desconfianza hacia el Ejecutivo era manifiesta, y así lo traslucen también tanto las competencias limitadas del Presidente como el modo de articular sus relaciones con la Asamblea. En efecto, el Jefe de Estado en la mayoría de las Constituciones americanas aparece privado de muchos poderes que, sin embargo, sí le correspondían al Monarca constitucional español; fundamentalmente significativa es la imposibilidad de declarar por sí solo la guerra, ni de celebrar tratado alguno sin contar con la voluntad parlamentaria. En igual medida, la participación en las tareas legislativas se hallan muy mermadas: no siempre se le reconoce el derecho de veto (Constitución de Nicaragua de 1826) y, cuando se hace, es mucho más limitado que en la Constitución de 1812, por cuanto se puede superar por la Asamblea mediante mayoría cualificada, sin necesidad de que transcurra un período de tiempo de suspensión de la iniciativa. Pero, es más, los constituyentes americanos no sólo trataron de otorgar a su Jefe de Estado menos competencias que al español, sino que en ocasiones tomaron de la Constitución de Cádiz el mecanismo de establecer restricciones expresas, muchas de las cuales (como en la Constitución de 1812) se referían a derechos y libertades421.

Los Jefes de Estado americanos, así limitados, eran además responsables penalmente de su conducta; responsabilidad que compartían con sus ministros. De esta forma, se establecía un sistema próximo al que había operado en España durante la vigencia del Segundo Reglamento de la Regencia (Decreto CXXIX, de 26 de enero de 1812), en el que regentes y ministros refrendantes compartían por igual y de forma solidaria la responsabilidad de los actos. El sistema tendía, por tanto, a separarse del modelo norteamericano, puesto que el refrendo y la responsabilidad ministerial evocaban la presencia de ministros activos y no de meros subordinados del Jefe de Estado encargados de cumplir con su voluntad422. En una Monarquía, como era el caso de España, el refrendo suponía un traslado de la responsabilidad, pero en América, la lógica republicana determinaba que el Jefe del Estado fuese responsable, por lo que el refrendo no le eximía de responsabilidad, sino que convertía ésta en solidaria423.

El bicameralismo permitía que el procedimiento que se utilizase para dirimir la responsabilidad fuese el impeachment, de tan arraigada tradición británica y que Estados Unidos había positivizado. Sin embargo, también en este punto muchas constituciones optaron por el modelo gaditano, estableciendo un sistema de acusación parlamentaria y de enjuiciamiento por parte del Tribunal Supremo de Justicia424. En otros casos incluso se constitucionalizaron procedimientos más anacrónicos, como el juicio de residencia425.

En definitiva, el constitucionalismo iberoamericano se había imbuido de la desconfianza hacia el Ejecutivo que había caracterizado la obra de los constituyentes españoles, sin perjuicio, claro está, de la influencia del modelo revolucionario francés. Una desconfianza que implicaba también separar todo lo posible a las instancias ejecutiva y legislativa; de ahí la inexistencia de derecho de disolución o las incompatibilidades parlamentarias (aunque es cierto que suavizadas en algunos textos).

Y, a fin de cerrar el círculo de limitaciones, las constituyentes iberoamericanas optaron por dotar a sus Constituciones de un evidente valor normativo (y no meramente político) a igual que se había hecho con la Constitución de Cádiz. Así, el Jefe del Estado se veía constreñido a jurar respeto a la Constitución formal, articulándose mecanismos a fin de sancionar las infracciones constitucionales426. En este sentido, se reconocía a los individuos la facultad de reclamar la observancia de la Constitución427, correspondiéndole la tutela constitucional, bien a la Asamblea428, bien a la más alta instancia judicial429, al Senado430, o al Consejo de Estado431. En la función otorgada a estos dos últimos órganos se puede apreciar la huella del jury constitutionnaire de Sieyès: una prueba más de la combinación de elementos gaditanos con otros procedentes de modelos muy distintos.

Esta mixtura, de hecho, fue depurándose con el transcurso del tiempo. Tras influir en las primeras experiencias constitucionales de diversos países europeos y americanos, el modelo gaditano se vio relegado a medida que el constitucionalismo revolucionario se sustituía por soluciones más moderadas y fórmulas de mayor compromiso. Así sucedió en los países europeos donde más había influido el modelo gaditano: Portugal ( con la Constitución de 1826), e Italia (con el Estatuto Albertino), optaron por el modelo de Monarquía Constitucional implantado a partir de las Chartes de 1814 y 1830. Por su parte, en América el modelo federalista y presidencial socavó poco a poco los elementos que la Constitución de Cádiz había aportado.

Y es que el texto de Cádiz sirvió ante todo a las primeras experiencias constitucionales porque estaba intrínsecamente unido a la idea de independencia, tanto desde una perspectiva política (por las circunstancias de las que surgió) como jurídica (por el reconocimiento de los principios de soberanía e independencia nacional). Al mismo tiempo, el modelo de 1812 tenía notas de «compromiso» con el Antiguo Régimen (confesionalidad, composición estamental del Consejo de Estado, historicismo…) que lo hacían menos radical que los modelos más rupturistas de 1791 y 1793; algo que servía a las corrientes revolucionarias para sortear las imputaciones dirigidas por los grupos conservadores.

Pero estas notas transaccionales no privaban al modelo gaditano de su innegable trasfondo revolucionario, tal y como percibieron los tratadistas ingleses mejor que nadie. También en España había clara conciencia del contenido revolucionario del documento: durante el Trienio Liberal, los moderados pretendieron infructuosamente interpretar el articulado constitucional en un sentido más conservador. Pero eran conscientes de la fatalidad de su propósito, y de ahí que en 1834 optaran por un modelo distinto, el del Estatuto Real, que entroncaba más con la anglofilia.

El modelo gaditano declina, pues, con el fin de los períodos revolucionarios liberales (las revoluciones democráticas y socialistas irían por otros derroteros), y se consume con las revoluciones europeas de 1820 y con la consolidación de la independencia americana. Pero dejó su impronta en el constitucionalismo del siglo XIX, que respetó algunos de sus artículos y utilizó otros como contramodelo. Y en todo caso, la Constitución de 1812 perduró como mito; como el primer intento de derrocar el Antiguo Régimen.