Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La construcción del Estado en la España del siglo XIX. Una perspectiva constitucional

Joaquín Varela Suanzes-Carpegna


Universidad de Oviedo

Seis fueron las Constituciones españolas que estuvieron en vigor en todo el territorio nacional durante el siglo XIX: la Constitución de Cádiz, El Estatuto Real de 1834 y las Constituciones de 1837, 1845, 1869 y 1876, pues el Estatuto de Bayona, de 1809, sólo estuvo en vigor en una parte de este territorio, mientras las Constituciones de 1856 y de 1873 no llegaron nunca a estar vigentes.






ArribaAbajo Características comunes del Estado Constitucional Español del siglo XIX

Pues bien, si cada una de esas seis Constituciones organizaron el Estado español y sus relaciones con la sociedad de una manera distinta, es evidente que todas ellas presentaban entre sí cinco notas comunes de gran importancia, lo que permite hablar a lo largo de este siglo, desde un punto de vista sustancial y no solo formal, de un mismo Estado constitucional español, diferente al anterior a 1808 y al posterior de 1923.

1) Todas las Constituciones vigentes en el siglo XIX rechazaron la soberanía del Rey, principio fundamental del Antiguo Régimen, pero también la soberanía del pueblo, principio no menos fundamental de la moderna democracia. La soberanía se hizo recaer en la Nación -sujeto abstracto, compuesto de individuos iguales, pero distinto de la mera suma de ellos- como ocurrió en las Constituciones de 1812, 1837 y 1869, o bien en el Rey y las Cortes, consideradas las dos instituciones claves de la llamada constitución «histórica» o «interna» de España, como hicieron el Estatuto Real de 1834 y las Constituciones de 1845 y 1876.

La imputación de la soberanía a la Nación o al Rey y las Cortes tuvo importantísimas consecuencias a la hora de delimitar la posición de la Corona y las Cortes en el Estado y en relación al propio texto constitucional. Pero, más allá de estas diferencias, sobre las que luego se hablará, el imputar la soberanía a la Nación o a las Cortes con el Rey supuso excluir tanto la monarquía absoluta como la democracia republicana e instaurar una monarquía constitucional, en el sentido más amplio que es posible dar a este término, de forma que la Corona, hereditaria y vitalicia, ejercía un conjunto de competencias o prerrogativas delimitadas por la Constitución.

2) Como consecuencia de la nota anterior, por encima de las diferencias entre las seis Constituciones antes citadas en lo que concierne al modo de entender y plasmar la división de poderes y, por tanto, la forma de gobierno, ninguna de esas Constituciones atribuyó en exclusiva el ejercicio de la soberanía -esto es, del poder público- a la Corona o las Cortes, sino que lo repartieron entre ambos y, desde luego, entre una judicatura independiente de los dos, cuya organización no sufrió modificaciones esenciales desde la Constitución de 1812 hasta la de 1876.

De esta manera, se eliminaba la concentración de las funciones ejecutiva, legislativa y judicial en el Monarca, característica del régimen político anterior a 1808 -aunque estas funciones las había ejercido el Rey con el asesoramiento de otros órganos, como los Secretarios de Estado y el Consejo de Castilla- a la vez que se impedía la unidad de poderes en torno al pueblo o a sus representantes, uno de los principios básicos de la democracia no liberal.

3) Los textos constitucionales del XIX coincidían en considerar a la ley aprobada en Cortes como la suprema fuente del ordenamiento jurídico. Con independencia del papel que se concediese al Monarca en la elaboración de la ley -ya tuviese un veto absoluto o un simple veto suspensivo- ésta se configuraba como la suprema norma del ordenamiento jurídico del Estado, no sólo por encima del derecho regio (de su potestad reglamentaria, ejercida a través de los Ministros) sino también por encima de la propia Constitución, que nunca a lo largo del siglo XIX se articuló como una norma jurídica suprema, ni siquiera en los textos constitucionales de 1812 y 1869, aunque en éstos, al menos, se distinguió formalmente entre la reforma constitucional y la reforma de las leyes «ordinarias», lo que no bastó para articular un control de constitucionalidad de las leyes.

4) Las Constituciones del XIX, con independencia de su diferente forma de organizar territorialmente la Administración del Estado, sobre todo la municipal, coincidían en concentrar la potestad legislativa en las Cortes o en estas y en el Rey, sin reconocer ninguna otra instancia legislativa dentro del Estado ni, por tanto, ningún autogobierno, sin perjuicio de que el derecho privado del nuevo Estado siguiese reconociendo la subsistencia de los derechos forales de los antiguos reinos hispánicos.

5) Por último, las seis Constituciones vigentes durante el siglo pasado reconocían un conjunto de derechos individuales, concebidos como ámbito de autonomía del individuo (y de la sociedad como conjunto de individuos) frente al Estado, particularmente frente a las administraciones públicas. Un reconocimiento que se hacía a partir del principio de igualdad ante la ley, prius lógico de todos los demás derechos, ya fuesen los de propiedad -convenientemente desamortizada y desvinculada- los de libertad personal o los de seguridad. Derechos que, al no vincular jurídicamente la Constitución a las Cortes, se garantizaban de acuerdo con lo dispuesto por el legislador y, en definitiva, por la ley, correspondiendo a los jueces hacerlos efectivos en los términos que esta establecía.

Las seis Constituciones del ochocientos coincidían, asimismo, en no reconocer el sufragio universal (solo la de 1869 proclamó el sufragio universal masculino), ni los institutos de la democracia directa, como el referéndum, ni tampoco, en fin, los derechos llamados sociales, lo que implicaba partir, a estos efectos, de un mismo concepto de libertad y de Estado: puramente individualista el primero; puramente abstencionista el segundo.

Resumiendo las cinco notas comunes que se acaban de señalar, puede decirse que las Constituciones vigentes en la España del siglo XIX coincidían en articular el Estado español como una Monarquía constitucional, un Estado de Derecho y un Estado unitario. A contrario sensu, a lo largo del siglo XIX, salvo el brevísimo paréntesis de 1873, el Estado español no se construyó conforme a los principios de una democracia social y republicana ni tampoco de acuerdo con el federalismo o el autonomismo.

Sólo a partir de estas coincidencias, ciertamente básicas, entre las seis Constituciones en vigor durante el siglo XIX, resulta conveniente abordar sus diferencias, aunque en vez de examinar por separado cada una de esas Constituciones, es preferible agruparlas a tenor de su afinidad al organizar el Estado y sus relaciones con la sociedad.

A este respecto, es sólito distinguir dos modelos: uno progresista, plasmado en las Constituciones de 1812, 1837 y 1869, y otro conservador, recogido en las Constituciones de 1834, 1845 y 1876. Si, en efecto, las Constituciones progresistas partían de la soberanía nacional y de un concepto racional-normativo de Constitución, las moderado-conservadoras partían de la soberanía compartida entre el Rey y las Cortes y de un concepto histórico de Constitución. Un punto de partida de gran trascendencia, sin duda, que incide en otras cuestiones de menor relieve.

Ahora bien, cuando se trata de explicar -como aquí se pretende- la construcción del Estado español durante el siglo XIX desde una perspectiva sistemática y no puramente cronológica, la distinción entre estos dos modelos de Constituciones no debe ser la principal. ¿Por qué? Pues porque entre la Constitución de 1812, de un lado, y las de 1837 y 1869, de otro, las diferencias son mayores que las semejanzas. Dicho de manera distinta: en un aspecto tan decisivo para la organización del Estado como es sin duda la forma de gobierno, la Constitución de 1837 -que, en rigor, fue una Constitución «transaccional», tan progresista como moderada- e incluso la de 1869 estaban mucho más cerca de las Constituciones de 1834, 1845 y 1876 que del código gaditano.

Por otro lado, si se tiene en cuenta -como es preceptivo- la regulación de los derechos constitucionales y, por tanto, la forma de concebir las relaciones entre el Estado y la sociedad- la Constitución de Cádiz, con su proclamación de la intolerancia religiosa, poco tiene que ver con las de 1837 y 1869, mientras que ésta última -la más próxima al ideal democrático en el siglo XIX- se asemeja más a la conservadora de 1876 que a ninguna otra en el reconocimiento de los derechos democráticos de reunión y asociación.

De todo ello se colige que una aproximación jurídico-constitucional a la construcción del Estado español en el siglo XIX, tras señalar las notas comunes a este Estado, debe establecer una primera e importantísima distinción: la que separa a la Constitución de 1812 de todas las demás o, dicho de otro modo, al modelo constitucional doceañista del modelo constitucional vigente en España desde 1834 a 1923. A partir de aquí, y sólo a partir de aquí, resulta oportuno distinguir entre el submodelo progresista, que se plasma en la Constitución de 1837 y con más nitidez en la de 1869, y el submodelo moderado-conservador, que cristaliza en el Estatuto Real de 1834 y con más claridad en las Constituciones de 1845 y 1876, las de más larga vigencia en la pasada centuria.

Aun así, es preciso reconocer que tales consideraciones tienen más validez en lo que atañe a la organización del Estado que en lo que concierne al reconocimiento de los derechos individuales, esto es, a las relaciones entre el Estado y la sociedad. Aspecto este último que requiere ineludiblemente examinar por separado cada una de las seis Constituciones vigentes en el pasado siglo, más allá, desde luego, de las importantísimas notas comunes a que antes se hizo referencia.




ArribaAbajo El modelo constitucional doceañista: la supremacía de las Cortes

La Constitución de Cádiz estuvo en vigor desde 1812 a 1814, desde 1820 a 1823 y desde Agosto de 1836 a Junio 1837. En total, pues, poco menos de seis años. Sin embargo, esta Constitución es muy importante. En primer término, porque de ella arranca la vertebración del Estado constitucional español, de tal suerte que sus notas comunes -Monarquía, Estado de Derecho y Estado Unitario- se reconocen por primera vez en ese texto y en la legislación infraconstitucional que a su abrigo aprobaron las Cortes de Cádiz y las del Trienio Constitucional.

Una Constitución y una legislación que, además, contenían un programa político -o, si se prefiere, un proyecto de Estado-, en materia de organización militar, eclesiástica, hacendística, educativa..., buena parte del cual se desarrollaría a lo largo de todo el siglo, de modo parecido a lo que ocurrió en Francia con la Constitución de 1791 y la legislación aprobada por la Asamblea de 1789.

Por último, la Constitución de Cádiz es muy importante porque, pese a su breve vigencia, tuvo una gran influencia exterior, tanto en Europa como en la América española.

El principal modelo en que se inspiraron los hombres que hicieron este código fue el que habían articulado los «patriotas» franceses en la Declaración de Derechos de 1789 y en la Constitución de 1791. Los liberales doceañistas rechazaron explícitamente los otros dos modelos constitucionales presentes entonces: el británico, defendido por Jovellanos y por los Diputados realistas, y el de los Estados Unidos, por el que tenían indudables simpatías los Diputados americanos. Esto no significa, en modo alguno, que el liberalismo doceañista fuese idéntico al de los «patriotas» franceses de 1789. Los principios que defendieron fueron esencialmente los mismos, pero la forma de defenderlos fue muy distinta, al pasarlos por el tamiz del nacionalismo historicista e incluso del escolasticismo católico.

Estos principios fueron, básicamente, dos: el de Soberanía nacional y el de división de poderes. Dos principios a partir de los cuales los liberales doceañistas situaron a unas Cortes unicamerales en el centro del nuevo Estado, de acuerdo con una forma de gobierno semi-asamblearia, a tenor de la cual las Cortes -que se elegían de forma indirecta, pero a través de un sufragio masculino muy amplio, cuya convocatoria era automática y que el Monarca no podía disolver- ejercían no sólo la función legislativa, sino que participaban también de forma notable en la función ejecutiva-atribuida a un Rey ausente- y en definitiva, en la función de gobierno. De hecho las Cortes de Cádiz impusieron su política al Consejo de Regencia.

Por otro lado, la Constitución de Cádiz carecía de una explícita declaración de derechos, si bien reconocía a lo largo de su articulado los derechos de propiedad, libertad y seguridad, consustanciales a la nueva sociedad burguesa y liberal que ellas establecieron, en contra de los viejos privilegios estamentales de la nobleza y de la Iglesia, aunque tuvieron que transigir con esta al proclamar la confesionalidad católica del Estado y al prohibir el ejercicio público de cualquier otro culto.

Durante el Trienio Constitucional, en parte debido a los graves y constantes conflictos que surgieron entre las Cortes y el Rey, los liberales españoles más moderados quisieron sustituir el modelo constitucional doceañista -que no era otro que el de la Revolución francesa- por otro modelo de matriz británica, defendido ya por Jovellanos en la Junta Central, como queda dicho, y por Blanco-White en las páginas de El Español. Pero durante este denso período la mayoría de los liberales «exaltados» se mostró partidaria de encarrilar la construcción del Estado español de acuerdo con los principios revolucionarios de 1812.

Los deseos reformistas del liberalismo español se afianzaron durante el exilio de 1823 a 1833 e incluso se extendieron a muchos antiguos «exaltados», como consecuencia del fracaso del Trienio, de la recepción de las nuevas ideas constitucionales vigentes en la Gran Bretaña y en la propia Francia -sobremanera las de Bentham, Constant y Guizot, bien distintas y distantes de las del 89- y a la vista de las profundas diferencias entre el sistema de gobierno semi-asambleario establecido en la Constitución de Cádiz y el sistema parlamentario británico, que era también el que propiciaban las Cartas francesas de 1814 y 1830 y la Constitución belga de 1831.

La sustitución del modelo constitucional doceañista por otro más afín al de la Europa occidental era auspiciado por las cancillerías de la Gran Bretaña y Francia y durante los tres últimos años del reinado de Fernando VII contó con el apoyo del sector más reformista del Gobierno español -formado por muchos antiguos afrancesados-, temerosos de un futuro triunfo de los partidarios de Don Carlos.




ArribaAbajoEl modelo constitucional post-doceañista: la supremacía de la corona. Dos sub-modelos: el moderado-conservador y el progresista

Cuando murió Fernando VII, en 1833, los liberales españoles, divididos ahora en «progresistas» y «moderados», eran en su mayoría partidarios de reconstruir el Estado español a partir de un modelo sustancialmente distinto al de 1812. Diferían, desde luego, en algunas relevantes cuestiones. Pero por encima de estas diferencias unos y otros estaban de acuerdo en construir una Monarquía al estilo de la existente entonces en la Gran Bretaña o en Francia, las dos grandes potencias europeas, a las que España se uniría, en 1834, junto a Portugal, para formar la Cuádruple Alianza. Por otro lado, sólo una Monarquía de esta naturaleza podría contar con el respaldo de la Corona -encarnada entonces en la persona de María Cristina-, y con el apoyo de una parte importante de la nobleza, del Ejército y de la Administración, a cuyo frente se hallaban muchos antiguos «afrancesados», cuyo odio por la Constitución de Cádiz era notorio. La mayoría del Clero, en cambio, se decantó por la causa carlista, lo que sin duda sirvió de pretexto para llevar a cabo, a partir de 1834 y sobre todo de 1837, la desamortización de sus cuantiosos bienes.

El nuevo modelo constitucional, se plasmó primero en el Estatuto Real de 1834, aprobado por los «moderados», con la disconformidad de los «progresistas», y después en la muy importante Constitución de 1837, en la que se definió el modelo constitucional vigente en España hasta 1923, al menos en lo que concierne a la organización del Estado, no a los derechos fundamentales. La Constitución de 1837 fue, en realidad, una Constitución «transaccional», elaborada por los progresistas, pero con muchos principios moderados, y destinada a unir a las dos grandes familias liberales frente al enemigo común, el carlismo, que en el mismo año en que se aprobó la Constitución estuvo a punto de entrar en Madrid.

El texto de 1837 fue reformado por las Cortes moderadas de 1844, que aprobaron un nuevo código constitucional al año siguiente, en vigor hasta la revolución de 1868, que acabó con el Trono de Isabel II y que trajo una nueva Constitución, la de 1869, redactada por progresistas y demócratas, vigente hasta que, en 1874, tras el breve período republicano-federal, que no llegó a cristalizar constitucionalmente, se restauró la monarquía borbónica, en la persona de Alfonso XII, y se elaboró una nueva Constitución, la de 1876, similar a la de 1845, en la parte «orgánica», y a la de 1869, en la «dogmática».

Ahora bien, por encima de este vaivén de Constituciones, progresistas y moderadas -estas últimas las más duraderas- los cinco textos vigentes desde 1834 a 1923 presentaban, frente al de 1812, una característica común muy importante: la de aceptar el modelo constitucional británico, aunque los progresistas lo interpretasen de manera diferente a como lo hicieron los moderado y conservadores.

Así, en efecto, aunque las Constituciones de 1837 y 1869 atribuyesen la soberanía a la Nación y las de 1834, 1845 y 1876 se acogiesen a la doctrina jovellanista de la soberanía compartida entre el Rey y las Cortes, lo que suponía ciertamente una distinta manera de concebir la posición del Monarca respecto de la Constitución misma -en el primer caso, la Constitución se imponía al Monarca, en el segundo se elaboraba de consuno con él- todas ellas articularon una Monarquía constitucional muy distinta a la que había vertebrado la Constitución de 1812.

Si el código doceañista había situado a unas Cortes unicamerales en la cúspide del Estado y, concretamente, al frente de la dirección política de este; los textos constitucionales posteriores, con independencia de su color progresista o moderado, atribuían esa dirección política al Monarca, al conferirle la entera potestad ejecutiva y buena parte de la legislativa, sobre todo en las Constituciones moderadas, que concedían al Monarca la facultad de interponer un veto absoluto a las leyes aprobadas por las Cortes, mientras las progresistas solo le concedieron un veto suspensivo. Las Cortes -ahora bicamerales, aunque la composición del Senado fuese un punto de fricción entre progresistas y moderados- perdían, pues, su papel central en el Estado, además de poder ser disueltas libremente por la Corona, con la única obligación de convocar nuevas elecciones.

Los progresistas pretendieron, vanamente, que las prerrogativas constitucionales de la Corona fuesen ejercidas a través de unos ministros responsables sobre todo ante el Congreso de los Diputados, mientras que los moderados y conservadores, sin negar algunos principios del sistema parlamentario del gobierno, querían que el Monarca y sus Ministros ejerciesen de facto las prerrogativas que les atribuía el texto constitucional, que fue a la postre lo que ocurrió en la práctica.

La supremacía de la Corona en el Estado español del siglo XIX -correlativa a la hegemonía social, económica e ideológica de los grupos políticamente más conservadores- fue, así, un hecho indiscutible, lo mismo que la incapacidad del liberalismo español para parlamentarizar la Monarquía. En realidad, desde 1834 a 1923 se invirtió la máxima principal del sistema parlamentario (un sistema que la Constitución de Cádiz excluía expresamente): en vez de ser el Parlamento y, en definitiva, el electorado, quien determinaba el signo del Gobierno, era éste, con la anuencia de la Corona, quien decidía la composición de las Cortes.

Estas importantes coincidencias entre las Constituciones vigentes en España desde 1834 a 1923 permiten hablar, como antes se adelantaba, de un mismo y básico modelo constitucional a lo largo de estos 90 años, más allá de las indudables diferencias entre las Constituciones progresistas de 1837 y, sobre todo, de 1869 con las moderadas o conservadoras de 1834, 1845 y 1876, en lo que concierne a la atribución de la soberanía, a la elaboración y reforma de la Constitución, a la participación del rey en la elaboración de las leyes y a la composición del Senado. Diferencias que no se deben, desde luego, minusvalorar. Y a las que es necesario añadir otras, como, por ejemplo, esta: mientras las Constituciones de 1837 y 1869, siguiendo los pasos de la doceañista, consagraban la autonomía municipal, las de 1845 y 1876, de acuerdo con los esquemas centralistas franceses, concibieron a los Ayuntamientos como meros apéndices del Poder Ejecutivo. Sin olvidarse de que mientras las Constituciones progresistas ponían en planta el Jurado, de honda raigambre anglosajona, y la Milicia Nacional, las moderadas no lo hicieron.

En lo que concierne a la regulación de los derechos y, por tanto, a la manera de concebir las relaciones entre el Estado y la sociedad, las diferencias entre cada una de las cinco Constituciones son notables, como queda dicho. Mientras la de 1834 no mencionaba para nada tales derechos, ni siquiera de forma asistemática, como había ocurrido en 1812, a partir de la Constitución de 1837-pionera también en este extremo- las Constituciones dedicaron un título a los derechos de los españoles. Su contenido es similar en 1837 y 1845, salvo en lo relativo a la libertad religiosa y a la libertad de imprenta, más amplias ambas en el primer texto que en el segundo, mientras que las Constituciones de 1869 y 1876 se asemejaban también en esta materia al constitucionalizar los derechos de reunión y asociación, aunque la de 1869, a diferencia de la de 1876, proclamase el sufragio universal masculino y la separación de la Iglesia y el Estado.




ArribaAbajoLa ruptura con el Estado Constitucional español del siglo XIX

El modelo constitucional post-doceañista se mantuvo en pie hasta que la Constitución de 1876 se «suspendió» en 1923, tras el golpe de Estado de Primo de Rivera. Correspondió a la Constitución de 1931-la de más influjo exterior de todas las españolas, tras la de 1812, aunque, paradójicamente, la de menos influencia interna- romper con el orden constitucional del ochocientos y establecer un modelo constitucional muy similar al europeo de entreguerras.

Ciertamente, esta Constitución conectaba con la tradición liberal progresista de las Cortes de Cádiz y del sexenio democrático, pero incluso respecto de las Constituciones de 1812 y 1869 supuso una ruptura muy importante, al consagrar una República democrática y social, compatible con las autonomías regionales.

La Constitución de 1931 atribuía la soberanía al pueblo, no a la Nación, lo que no fue óbice para que consagrase, por vez primera en nuestra historia, la supremacía de la Constitución, no de la ley, para lo cual articulaba un Tribunal de Garantías Constitucionales. La Constitución republicana cohonestaba también la democracia indirecta o representativa con algunos institutos de la democracia directa, como el referéndum, desconocidos en el constitucionalismo del XIX, a la vez que ampliaba considerablemente los derechos civiles y políticos, garantizándolos ante el propio legislador. El texto de 1931 separaba radicalmente la Iglesia del Estado, admitía el divorcio, concedía por vez primera el sufragio a las mujeres y reconocía también por primera vez un conjunto de derechos económico-sociales, como el de la educación primaria gratuita. La Constitución de 1931, en fin, rompía con los esquemas centralistas al garantizar la autonomía regional, lo que permitió a Cataluña, primero, y al País Vasco y Galicia, después, aprobar sendos Estatutos de Autonomía. De esta manera se satisfacían en buena medida las aspiraciones de autogobierno de estas nacionalidades y se arbitraba una vía civilizada para solucionar uno de los más graves problemas -quizá el mayor desde el último tercio del siglo XIX- para articular en España de forma estable un Estado Constitucional.

Con la Constitución de 1931, pues, el Estado constitucional vertebrado desde las Cortes de Cádiz se transformaba profundamente, si bien permanecía la idea, sin duda básica y común a todo el constitucionalismo español y universal, de articular el poder público al servicio de la libertad y, por tanto, sometiendo el ejercicio de dicho poder a las normas jurídicas aprobadas por los representantes del pueblo o de la Nación. Un noble objetivo que desaparecería tras la sublevación de 1936. Pero esta ya es otra historia: la de la construcción del Estado español en el siglo XX.






ArribaNota bibliográfica

De las cuestiones que trato en este ensayo me he ocupado de forma más detallada en diversos libros y artículos que he ido publicando a lo largo de los últimos años, de los que quisiera dejar constancia a continuación.

Con carácter general y en lo que concierne al primer apartado, «Características comunes del Estado español del siglo XIX», cf. «La Constitución de Cádiz y el Liberalismo español del siglo XIX», Revista de las Cortes Generales (RCG), 10, Madrid, 1987, p. 27-109; «La Monarquía en la historia constitucional española», en Estudios Sobre la Monarquía, Madrid, Universidad Nacional a Distancia, 1995, p. 29-42; «El control parlamentario del Gobierno en la historia constitucional española», en El Parlamento a debate, edición y presentación de Manuel Ramírez, Madrid, Trotta, 1997, p. 59-71; «Sobre la rigidez constitucional», en La Rigidez de las Constituciones Escritas, Cuadernos y Debates, 58, Centro de Estudios Constitucionales (CEC), Madrid, 1995, p. 81 -114; «¿Qué ocurrió con la ciencia del Derecho Constitucional en la España del siglo XIX?», Anuario de Derecho Constitucional y Parlamentario, 9, 1997, Murcia, 1997, p. 71-128; «Introducción» a Textos básicos de la Historia Constitucional Comparada, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, p. XVII-XXX.

En lo que atañe al segundo apartado, «El modelo constitucional doceañista: la supremacía de las Cortes», Cf. La Teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo Hispánico (Las Cortes de Cádiz), Madrid, CEC, 1983, 434 p.; Tradición y Liberalismo en Martínez Marina, Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo, Oviedo, 1983, 111 p.; «Rey, Corona y Monarquía en los Orígenes del constitucionalismo español: 1808-1814», Revista de Estudios Políticos (REP), 55, Madrid, enero-marzo de 1987, p. 123-195; «Un precursor de la Monarquía Parlamentaria: Blanco-White y El Español» 1810-1814), REP, 79, enero- marzo, 1993, p. 101-120; Estudio Introductorio al Francisco Martínez Marina, Principios Naturales de la Moral, de la Política y de la Legislación, 2 vols., vol. 1. p. I-XCII, Oviedo, Junta General del Principado de Asturias, 1993; «Los Modelos Constitucionales en las Cortes de Cádiz», en François-Xavier Guerra (Director) Revoluciones Hispánicas, Independencias Americanas y Liberalismo Español, Madrid, Editorial Complutense, 1995, p. 243-268; «La teoría constitucional en los primeros años del reinado de Femando VII: el Manifiesto de los "Persas" y la "Representación" de Álvaro Flórez Estrada», en VV. AA., Estudios Dieciochistas en Homenaje al Profesor José Miguel Caso González, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1995, vol. II, p. 417-426; «La Monarquía Imposible. La Constitución de Cádiz de 1820 a 1823, Anuario de Historia del Derecho Español, tomo LXVI, Madrid, 1996, p. 653-68; «El Pensamiento Constitucional Español en el Exilio: el abandono del modelo doceañista (1823-1833)», REP, 87, 1995, p. 63-90; «El Debate sobre el sistema británico de gobierno en España durante el primer tercio del siglo XIX», en Javier Alvarado (Dir.), Poder, Economía y Clientelismo en España, Marcial Pons, Madrid, 1997, p. 97-124. «Retrato de un liberal de izquierda», en Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, Álvaro Flórez Estrada (1766-1853), política, economía, sociedad, Oviedo, Junta General del Principado de Asturias, 2004, pp. 15-82.

En lo que respecta al tercer apartado, «El modelo constitucional post-doceañista: la supremacía de la Corona. Dos submodelos: el moderado-conservador y el progresista», cf. «La Constitución española de 1837: una Constitución transaccional», Revista Española de Derecho Político (REDP), 20, p. 95-106, Madrid, 1983-1984; «Tres Cursos de Derecho Político en la primera mitad del siglo XIX: las "Lecciones" de Donoso Cortés, Alcalá Galiano y Pacheco», RCG, 8, Madrid, 1986, p. 95-131; Estudio Preliminar a Jaime Balines: Política y Constitución, Madrid, CEC, 1988, p. IX a XCI; «La doctrina de la Constitución Histórica: de Jovellanos a las Cortes de 1845», REDP, 39, UNED, Madrid, 1995, p. 45-79; «Agustín Argüelles en la historia constitucional española», Revista Jurídica de Asturias, 20, 1996, p. 7-24.

Sobre el último apartado, «La ruptura con el Estado Constitucional del siglo XIX», me extiendo en «La Constitución de 1931 en la Historia Constitucional. Reflexiones sobre una Constitución de vanguardia», en II Jornadas sobre D. Niceto Alcalá-Zamora y su época, Priego de Córdoba, 1997, p. 50-70 y en mi reciente artículo «El Estado en la España del siglo XX (concepto y estructura)», REP, Madrid, 131, enero-marzo, 2006, p. 5-34.

Muchos de los trabajos que se acaban de citar se encuentran reunidos en dos recientes libros de inmediata publicación: Política y Constitución en España (1808-1978), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006; y Asturianos en la Política Española. Pensamiento y Acción, Oviedo, KRK ediciones, 2006. Para los tres primeros capítulos resulta asimismo de interés la lectura de mi reciente libro El Conde de Toreno (1786-1843). Biografía de un Liberal, Marcial Pons, Madrid, 2005, Prólogo de Miguel Artola.



Indice