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ArribaAbajo- XIX -

Al día siguiente se levantó un servidor de ustedes de malísimo humor, y su primera idea fue salir del Escorial lo más pronto que le fuera posible. Para pensar en los medios de ejecutar tan buen propósito fuese a pasear a los claustros del monasterio, y allí discurriendo sobre su situación, se acaloró la cabeza del pobre muchacho revolviendo en ella mil pensamientos que cree poder comunicar al discreto lector.

Los que hayan leído en el primer libro de mi vida el capítulo en que di cuenta de mi inútil presencia en el combate de Trafalgar, recordarán que en tan alta ocasión, y cuando la grandeza y majestad de lo que pasaba ante mis ojos parecían sutilizar las facultades de mi alma, puede concebir de un modo clarísimo la idea de la patria. Pues bien: en la ocasión que ahora refiero, y cuando la desastrosa catástrofe de tan ridículas ilusiones había conmovido hasta lo más profundo mi naturaleza toda, el espíritu del pobre Gabriel hizo después de tanto abatimiento una nueva adquisición, una nueva conquista de inmenso valor, la idea del honor.

¡Qué luz! Recordé lo que me había dicho Amaranta, y comparando sus conceptos con los míos, sus ideas con lo que yo pensaba,   —211→   mezcla de ingenuo engreimiento y de honrada fatuidad, no pude menos de enorgullecerme de mí mismo. Y al pensar esto no pude menos de decir: -Yo soy hombre de honor, yo soy hombre que siento en mí una repugnancia invencible de toda acción fea y villana que me deshonre a mis propios ojos; y además la idea de que pueda ser objeto del menosprecio de los demás me enardece la sangre y me pone furioso. Cierto que quiero llegar a ser persona de provecho; pero de modo que mis acciones me enaltezcan ante los demás y al mismo tiempo ante mí, porque de nada vale que mil tontos me aplaudan, si yo mismo me desprecio. Grande y consolador debe de ser, si vivo mucho tiempo, estar siempre contento de lo que haga, y poder decir por las noches mientras me tapo bien con mis sabanitas para matar el frío: «No he hecho nada que ofenda a Dios ni a los hombres. Estoy satisfecho de ti, Gabriel.»

Debo advertir que en mis monólogos siempre hablaba conmigo como si yo fuera otro.

Lo particular es que mientras pensaba estas cosas, la figura de mi Inés no se apartaba un momento de mi imaginación y su recuerdo daba vueltas en torno a mi espíritu, como esas mariposas o pajaritas que se nos aparecen a veces en días tristes trayendo según el vulgo cree, alguna buena noticia.

Tal era la situación de mi espíritu, cuando acertó a pasar cerca de mí el caballero D. Juan de Mañara, vestido de uniforme. Detúvose y me llamó con empeño, demostrando que mi   —212→   presencia era para él nada menos que un buen hallazgo. No era aquélla la primera vez que solicitaba de mí un pequeño favor.

-Gabriel -me dijo en tono bastante confidencial sacando de su bolsillo una moneda de oro-, esto es para ti, si me haces el favor que voy a pedirte.

-Señor -contesté-, con tal que sea cosa que no perjudique a mi honor...

-Pero, pedazo de zarramplín, ¿acaso tú tienes honor?

-Pues sí que lo tengo, señor oficial -contesté muy enfadado-; y deseo encontrar ocasión de darle a usted mil pruebas de ello.

-Ahora te la proporciono, porque nada más honroso que servir a un caballero y a una señora.

-Dígame usted lo que tengo que hacer -dije deseando ardientemente que la posesión del doblón que brillaba ante mis ojos fuera compatible con la dignidad de un hombre como yo.

-Nada más que lo siguiente -respondió el hermoso galán sacando una carta del bolsillo-: llevar este billete a la señorita Lesbia.

-No tengo inconveniente -dije, reflexionando que en mi calidad de criado no podía deshonrarme llevando una carta amorosa-. Déme usted la esquelita.

-Pero ten en cuenta -añadió entregándomela-, que si no desempeñas bien la comisión, o este papel va a otras manos, tendrás memoria de mí mientras vivas, si es que te queda   —213→   vida después que todos tus huesos pasen por mis manos.

Al decir esto el guardia demostraba, apretándome fuertemente el brazo, firme intención de hacer lo que decía. Yo le prometí cumplir su encargo como me lo mandaba, y tratando de esto llegamos al gran patio de palacio, donde me sorprendió ver bastante gente reunida descollando entre todos algunas aves de mal agüero, tales como ministriles y demás gente de la curia. Yo advertí que al verles mi acompañante se inmutó mucho, quedándose pálido, y hasta me parece que le oí pronunciar algún juramento contra los pajarracos negros que tan de improviso se habían presentado a nuestra vista. Pero yo no necesitaba reflexionar mucho para comprender que aquella siniestra turba nada tenía que ver conmigo, así es que dejando al militar en la puerta del cuerpo de guardia, una vez trasladadas carta y moneda a mi bolsillo, subí en cuatro zancajos la escalera chica, corriendo derecho a la cámara de la señora Lesbia.

No tardé en hacerme presentar a su señoría. Estaba de pie en medio de la sala, y con entonación dramática leía en un cuadernillo aquellos versos célebres:


... todo me mata,
todo va reuniéndose en mi daño!
-Y todo te confunde, desdichada.



Estaba estudiando su papel. Cuando me   —214→   vio entrar cesó su lectura, y tuve el gusto de entregarle en persona el billete, pensando para mí: -¿Quién dirá que con esa cara tan linda eres una de las mejores piezas que han hecho enredos en el mundo?

Mientras leía, observé el ligero rubor y la sonrisa que hermoseaban su agraciado rostro. Después que hubo concluido, me dijo un poco alarmada:

-¿Pero tú no sirves a Amaranta?

-No señora -respondí-. Desde anoche he dejado su servicio, y ahora mismo me voy para Madrid.

-¡Ah!, entonces bien -dijo tranquilizándose.

Yo en tanto no cesaba de pensar en el placer que habría experimentado Amaranta si yo hubiera cometido la infamia de llevarle aquella carta. ¡Qué pronto se me había presentado la ocasión de portarme como un servidor honrado, aunque humilde! Lesbia, encontrando ocasión de zaherir a su amiga, me dijo:

-Amaranta es muy rigurosa y cruel con sus criados.

-¡Oh, no señora! -exclamé yo, gozoso de encontrar otra coyuntura de portarme caballerosamente, rechazando la ofensa hecha a quien me daba el pan-. La señora condesa me trata muy bien; pero yo no quiero servir más en palacio.

-¿De modo que has dejado a Amaranta?

-Completamente. Me marcharé a Madrid antes de medio día.

-¿Y no querrías entrar en mi servidumbre?

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-Estoy decidido a aprender un oficio.

-De modo que hoy estás libre, no dependes de nadie, ni siquiera volverás a ver a tu antigua ama.

-Ya me he despedido de su señoría y no pienso volver allá.

No era verdad lo primero, pero sí lo segundo.

Después, como yo hiciera una profunda reverencia para despedirme, me contuvo diciendo:

-Aguarda: tengo que contestar a la carta que has traído, y puesto que estás hoy sin ocupación, y no tienes quien te detenga, llevarás la respuesta.

Esto me infundió la grata esperanza de que mi capital se engrosara con otro doblón, y aguardé mirando las pinturas del techo y los dibujos de los tapices. Cuando Lesbia hubo concluido su epístola, la selló cuidadosamente y la puso en mis manos, ordenándome que la llevase sin perder un instante. Así lo hice; pero ¿cuál no sería mi sorpresa cuando al llegar al cuerpo de guardia me encontré con la inesperada novedad de que sacaban preso a mi señor el guardia, llevándole bonitamente entre dos soldados de los suyos! Yo temblé como un azogado, creyendo que también iban a echarme mano, pues sabía que no bastaba ser insignificante para librarse de los ministriles, quienes deseando mostrar su celo en la causa del Escorial, comprendían en los voluminosos autos el mayor número posible de personas.

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Cometí la indiscreción de entrar en el cuerpo de guardia para curiosear, lo cual hizo que un hombre allí presente, temerosa estantigua con nariz de gancho, espejuelos verdes y larguísimos dientes del mismo color, dirigiese hacia mi rostro aquellas partes del suyo, observándome con tenaz atención y diciendo con la voz más desagradable y bronca que en mi vida oí:

-Este es el muchacho a quien el preso entregó una carta poco antes de caer en poder de la justicia.

Un sudor frío corrió por mi cuerpo al oír tales palabras, y volví la espalda con disimulo para marcharme a toda prisa; pero ¡ay!, no había andado dos pasos, cuando sentí que se clavaban en mi hombro unas como garras de gavilán, pues no otro nombre merecían las afiladas y durísimas uñas del hombre de los espejuelos verdes en cuyo poder había caído. La impresión que experimenté fue tan terrorífica, que nunca pienso olvidarla, pues al encarar con su finísima estampa, los vidrios redondos de sus gafas que recomendaban la pupila cuajada, penetrante y estupefacta del gato, me turbaron hasta lo sumo, y al mismo tiempo sus dientes verdes, afilados sin duda por la voracidad, parecían ansiosos de roerme.

-No vaya Vd. tan de prisa, caballerito -dijo-, que tal vez haga aquí más falta que en otra parte.

-¿En qué puedo servir a usía? -pregunté melifluamente, comprendiendo que nada me   —217→   valdría mostrarme altanero con semejante lobo.

-Eso lo veremos -contestó con un gruñido que me obligó a encomendarme a Dios.

Mientras aquel cernícalo, con la formidable zarpa clavada en mi cuello, me llevaba a una pieza inmediata, yo evoqué mis facultades intelectuales para ver si con el esfuerzo combinado de todas ellas encontraba medio de salir de tan apurado trance. En un instante de reflexión, hice el siguiente rapidísimo cálculo: -«Gabriel: este instante es supremo. Nada conseguirás defendiéndote con la fuerza. Si intentas escaparte, estás perdido. De modo que si por medio de algún rasgo de astucia no te libras de las uñas de este pícaro, que te enterrará vivo bajo una losa de papel sellado, ya puedes hacer acto de contrición. Al mismo tiempo llevas sobre ti la honra de una dama que sabe Dios lo que habrá escrito en esta endiablada carta. Con que ánimo, muchacho, serenidad y a ver por dónde se sale».

Afortunadamente, Dios iluminó mi entendimiento en el instante en que el curial se sentó en un desnudo banquillo, poniéndome delante para que respondiera a sus preguntas. Recordé haber visto al feroz leguleyo en el cuarto de Amaranta, a quien gustaba de ofrecer servilmente sus respetos, y esto con la idea de que mi antigua ama era desafecta a las personas a quienes se formaba la causa, me dio la norma del plan que debía seguir para librarme de aquel vestiglo.

-Conque tú andas llevando y trayendo   —218→   cartitas, picaronazo -dijo en la plenitud de su curial sevicia, gozándose de antemano con la contemplación imaginaria de las resmas de papel sellado en que había de emparedarme-. Ahora veremos para quiénes son esas cartas, y si te ocupas en comunicar a los conjurados con los presos, para que burlen la acción de la justicia.

-Señor licenciado -contesté yo recobrando un poco la serenidad-, usted no me conoce, y sin duda me confunde con esos picarones que se ocupan en traer y llevar papelitos a los que están presos en el Noviciado.

-¿Cómo? -exclamó con júbilo-. ¿Estás seguro de que eso pasa?

-Sí, señor-, respondí envalentonándome cada vez más-. Vaya usía ahora mismo con disimulo al patio de los convalecientes, y verá que desde el piso tercero del monasterio echan cartas a la bohardilla valiéndose de unas larguísimas cañas.

-¿Qué me dices?

-Lo que usía oye: y si quiere verlo con sus propios ojos vaya ahora mismo; que esta es la hora que escogen los malvados para su intento, por ser la de la siesta. Ya me podría usía recompensar por la noticia, pues le doy este aviso, para que pueda prestar un gran servicio a nuestro querido Rey.

-Pero tú recibiste una carta del joven alférez, y si no me la das ante todo, ya te ajustaré las cuentas.

-¿Pero el señor licenciado no sabe -contesté-, que soy paje de la excelentísima señora   —219→   condesa Amaranta, a quien sirvo hace algún tiempo? ¡Y que no me tiene poco cariño mi ama en gracia de Dios! Mil veces ha dicho que ya puede tentarse la ropa el que me tocase tan siquiera al pelo de la misma.

El leguleyo parecía recordar, y como era cierto que me había visto repetidas veces en compañía de mi ama, advertí que su endemoniado rostro se apaciguaba poco a poco.

-Bien sabe el señor licenciado -continué-, que la señora condesa me protege, y habiendo conocido que yo sirvo para algo más que para ese bajo oficio, se propone instruirme43 y hacer de mí un hombre de provecho. Ya he empezado a estudiar con el padre Antolínez, y después entraré en la casa de pajes, porque ahora hemos descubierto que yo, aunque pobre, soy noble y desciendo en línea recta de unos al modo de duques o marqueses de las islas Chafarinas.

El leguleyo parecía muy preocupado con estas razones que yo pronuncié con mucho desparpajo.

-Y ahora -proseguí-, iba al cuarto de mi ama, que me está esperando, y en cuanto sepa que el señor licenciado me ha detenido se pondrá furiosa: porque ha de saber el señor licenciado que mi ama me manda recorrer estos patios y galerías para oír lo que dicen los partidarios de los presos, y ella lo va apuntando en un libro que tiene, no menos grande que ese banco. Ella va a descubrir muchas cosas malas de esa gente y está muy contenta con mi ayuda, pues dice que sin mí no sabría   —220→   la mitad de lo que sabe. Por ejemplo, lo de las cañas apuesto a que nadie lo sabe más que yo, y agradézcame el señor licenciado que se lo haya dicho antes que a ninguno.

-Cierto es -dijo el ministril-, que la señora condesa te protege, pues ahora caigo en la cuenta de que algunas veces se lo he oído decir; pero no me explico que tu ama se cartee con el alférez.

-También a mí me llamó la atención -repuse-, porque mi ama decía que ese señor era de los que primero debían ser puestos a la sombra; pero vea el señor licenciado. La carta que recibí era para mi ama; y le decía que viéndose próximo a caer en poder de la justicia, solicitaba la protección de la señora condesa para librarse de aquélla.

-¡Ah, Sr. Mañara, tunante, trapisondista! -exclamó el representante de la justicia humana-. Quería escaparse de nuestras uñas, poniéndose al amparo de una persona que está demostrando el mayor celo en favor de la causa del Rey.

-Pero no le valieron sus malas mañas, señor licenciadito de mi alma -añadí entusiasmándome-, porque mi ama rompió la carta con desdén, y me mandó contestarle de palabra que nada podía hacer por él.

-¿Y a eso venías?

-Precisamente. Ya sabía yo que no lograba nada el señor alférez. Y me alegro, me alegro. Porque yo digo: esos picarones, ¿no querían quitarle al Rey su corona, y a la Reina la vida? Pues que las paguen todas   —221→   juntas, que bien merecido tienen el cadalso; y como se descuiden, el señor Príncipe de la Paz no se andará por las ramas.

-Bien -dijo algo más benévolo para conmigo, pero sin que se extinguiera su recelo-. Iremos juntos a ver a tu ama, y ella confirmará lo que has dicho.

-Ahora se fue al cuarto del Príncipe de la Paz, a quien piensa recomendarme para que entre en la casa de Pajes. Y como el señor licenciado se descuide, no podrá ver a los que echan la caña por los balcones del piso tercero del monasterio. Vaya usía a enterarse de esto, y luego puede pasar al cuarto de mi ama, donde le espero. Ella estará prevenida y recibirá a usía con mucho agasajo, porque le aprecia y estima mucho.

-¿Sí? ¿Le has oído hablar de mí alguna vez? -preguntó vivamente.

-¿Alguna vez? Diga el señor licenciado mil veces. La otra noche estuvo hablando de usía más de dos horas con el Príncipe de la Paz, y con el marqués Caballero.

-¿De veras? -preguntó plegando su arrugada boca con una sonrisa indefinible y dejando ver en todo su vasto desarrollo el mapa de su verde dentadura-. ¿Y qué decía?

-Que al señor licenciado se deben todas las averiguaciones que se han hecho en la causa, y otras cosas que no digo por no ofender la modestia de usía.

-Dilas picarón, y no seas corto de genio.

-Pues hizo grandes elogios de usía, ponderando su talento, su mucho saber y su disposición   —222→   para sacar leyes aunque fuera de un canto rodado. Después añadió que si no le hacían al señor licenciado consejero de Indias o de la sala de alcaldes de Casa y Corte, no tendrían perdón de Dios.

-¿Eso dijo? Veo que eres un chico formal y discreto. Di a la señora condesa que dentro de un momento pasaré a visitarla, para consultar con ella gravísimas cuestiones. Ella sabrá cuánto la aprecio y estimo. Con respecto a ti, al principio pensé que la carta entregada por el alférez era para la duquesa Lesbia.

-¡Quiá! No voy yo al cuarto de esa señora, porque mi ama y ella están reñidas.

-Y como hoy -continuó-, se procederá también a prender a esa señora, que resulta complicada en el proceso lo mismo que su esposo el señor duque...

-¡También prenden a la señora Lesbia! -exclamé asombrado.

-También; ya habrán subido mis compañeros a notificárselo. Con que, joven, sube al cuarto de tu ama, adviértele mi próxima visita.

No esperé más para separarme de hombre tan fiero, y bendiciendo fervorosamente a Dios, salí del cuerpo de guardia, muy satisfecho de la estratagema empleada. Mi primera intención fue correr al cuarto de Lesbia, no sólo para devolverle la carta, sino para prevenirla acerca del gran riesgo que su libertad corría; mas cuando subí, noté que la justicia había invadido su vivienda. Era preciso huir de palacio, donde corría gran peligro de caer   —223→   en poder del atroz licenciado, en cuanto éste, conferenciando con mi ama, descubriese mis estupendas mentiras. Pies, ¿para qué os quiero?, dije, y al punto subí precipitadamente a mi camaranchón, cogí y empaqueté de cualquier modo mi ropa, y sin despedirme de nadie salí del palacio y del monasterio, resuelto a no detenerme hasta Madrid.

A pesar de mi zozobra, no quise partir sin provisiones, y habiéndome surtido en la plaza del pueblo de lo más necesario, eché a andar, volviendo a cada rato la vista, porque me parecía que el licenciado caminaba detrás de mí. Hasta que no desapareció de mi vista la cúpula y las torres del terrible monasterio no recobré la tranquilidad, y después de dos horas de precipitada marcha, me aparté del camino y restauré mis fuerzas con pan, queso y uvas, seguro ya de que por el momento las durísimas uñas del representante de la justicia no se clavarían en mis hombros.

En aquel rato de descanso y esparcimiento, me reí a mis anchas, recordando las mentiras que había empleado para salvarme; pero no me remordía la conciencia por haberlas desembuchado con tanta largueza, puesto que aquellos embustes, con los cuales no perjudicaba a la honra de nadie, eran la única arma que me defendía contra una persecución tan bárbara como injusta. Los trances difíciles aguzan al ingenio, y en cuanto a mí, puedo decir que antes de encontrarme en el que he referido, jamás hubiera sido capaz de inventar tales desatinos. Bien dicen, que las circunstancias   —224→   hacen al hombre tonto o discreto, aguzando el más rústico entendimiento, u oscureciendo el que se precia de más claro.

Más allá de Torrelodones encontré unos arrieros, que por poco dinero me dejaron montar en sus caballerías, y de este modo llegué a Madrid cómodamente, ya muy avanzada la noche.



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ArribaAbajo- XX -

Como era tarde, creí que no debía ir a casa de Inés hasta la mañana siguiente, y entré en la de la González, que aún estaba levantada y como sin intención de recogerse todavía. Quedóse muy asombrada al verme entrar, y faltole tiempo para preguntarme lo que me había pasado, y si había ocurrido alguna novedad a la señorita Amaranta. También quiso saber lo de la famosa conjuración, asunto que, según dijo, ocupaba la atención de Madrid entero, y satisfecha su curiosidad en este y otros puntos, me aseguró haber recibido una carta de Lesbia, en que le anunciaba su viaje a la corte dentro de algunos días para acabar de perfeccionarse en el papel de Edelmira.

Aunque el cansancio me rendía, y más deseaba acostarme que hablar, le conté lo de la carta y también el triste caso de la prisión de la duquesa. Pepita, muy alterada con estas noticias, me rogó que le entregase la carta, a lo cual me negué, jurando que la guardaría hasta que pudiese dársela en propia mano a la misma persona de quien la recibí. Ella pareció conformarse con mi negativa, y no hablamos más del asunto. Después le dije que resuelto a aprender un oficio había abandonado a Amaranta para regresar a la corte y me fui a acostar, deseando que llegase pronto la   —226→   mañana por ver a Inés. Excuso decir que dormí como un talego; levanteme al día siguiente muy a prisa, y mi primera impresión fue una gran pesadumbre. Les contaré a ustedes: al vestirme, busqué entre mis ropas la carta de Lesbia, y la carta no parecía. No quedó en mis bolsillos ni en mi breve equipaje escondrijo que no fuese revuelto; pero no encontré nada. Muy afanado estaba, temiendo que la carta hubiese caído en manos indiscretas, cuando le conté a mi ama lo que me pasaba, preguntándole si había encontrado por el suelo la malhadada epístola. Entonces la pícara, lanzando una carcajada de alegría, me contestó con la mayor desvergüenza:

-No la he encontrado, Gabrielillo, sino que anoche, luego que te dormiste, entré en tu cuarto de puntillas y saqué la carta del bolsillo de tu chaqueta. Aquí la tengo, la he leído, y no la soltaré por nada.

Aquello me indignó sobremanera. Pedile la carta, diciéndole que mi honor me exigía devolverla a su dueña sin que nadie la leyera; mas ella me repuso que yo no tenía honor que conservar, y que en cuanto a la carta no la devolvería, aunque le diesen tantos azotes como letras estaban escritas en ella. Acto continuo me la leyó, y decía así si mal no recuerdo:

«Amado Juan: te perdono la ofensa y los desaires que me has hecho; pero si quieres que crea en tu arrepentimiento, pruébamelo viniendo a cenar conmigo esta noche en mi cuarto, donde acabaré de disipar tus infundados   —227→   celos, haciéndote comprender que no he amado nunca, ni puedo amar a Isidoro, ese salvaje, presumido comiquillo, a quien sólo he hablado alguna vez con objeto de divertirme con su necia pasión. No faltes si no quieres enfadar a tu -Lesbia.- P. D. No temas que te prendan. Primero prenderán al Rey.»

Leída la carta, la González se la guardó en el pecho, diciendo entre risas y chistes, que ni por diez mil duros la devolvería. Todas mis súplicas fueron inútiles, y al fin, cansado de desgañitarme, salí de la casa, muy apesadumbrado con aquel incidente; mas esperando desvanecer mi mal humor con la vista de la infeliz Inés. Dirigime allá muy conmovido, y al entrar por la calle, mirando a los balcones de su casa, decía: «¡Cuán lejos estará de que yo acabo de doblar la esquina y estoy en la calle! Estará sentada detrás de la cortinilla, y aunque no tendría más que asomarse un poco para verme, no me verá hasta que no entre en la casa.»

Llegué, por fin, y desde que me abrió la puerta comprendí que algo grave allí pasaba, porque Inés no corrió a mi encuentro, a pesar de las fuertes voces que di al poner el pie dentro de la casa. Quien primero me recibió fue el padre Celestino, con rostro tan extremadamente compungido, que atribuirse no podía su escualidez a la sola causa del hambre.

-Hijo mío, en mal hora vienes -me dijo-. Aquí tenemos una gran desgracia. Mi hermana, la pobre Juana se nos muere sin remedio.

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-¿Pero Inés?

-Buena: pero figúrate cómo estará la pobrecita con el ajetreo de estos días. No se separa del lado de su madre, y si esto siguiera mucho tiempo creo que también se llevaría Dios al pobre angelito de mi sobrina.

-Bien le decíamos a la señora doña Juana que no trabajase tanto.

-Y ¿qué quieres, hijo mío? -respondió-. Ella mantenía la casa; porque ya ves, todavía no me han dado el curato, ni la capellanía, ni la coadjutoría, ni la ración, ni la beca, ni la congrua que me han prometido, aunque tengo la seguridad de que a más tardar la semana que entra se cumplirán mis deseos. Además mi poema latino no hay librero que lo quiera imprimir aunque le dieran dinero encima, y aquí tienes la situación. No sé qué va a ser de nosotros si mi hermana se muere.

Al decir esto, las quijadas del pobre viejo se descoyuntaron en un bostezo descomunal que me probó la magnitud de su hambre. Semejante espectáculo me oprimía el corazón; pero afortunadamente yo tenía algún dinero de mis ahorros y además el doblón de Mañara, lo cual me permitía hacer una hombrada. Echándome la mano al bolsillo, dije:

-Señor cura, en celebración de la congrua que ha de recibir su paternidad la semana que entra, le convido a chuletas.

-No tengo gana -respondió haciendo alarde de aquella gentil delicadeza que le caracterizaba-, y además no quiero que gastes tus   —229→   ahorros; pero si quieres tú comerlas, que las traigan y aquí te las aderezaremos.

Al instante mandé a una vecina por la carne, y mientras venía, no pudiendo contener mi impaciencia, me interné en busca de Inés. Hallela en la habitación principal, no lejos de la cama de su madre, que dormía profundamente.

-Inesilla, Inesilla de mi corazón -dije corriendo a ella y dándole media docena de abrazos.

Por única respuesta Inés me señaló a la enferma, indicándome que no hiciera ruido.

-Tu madre se pondrá buena -le contesté en voz baja-. ¡Ay, Inesita, cuánto deseaba verte! Vengo a confesarte que soy un bruto, y que tú tienes más talento que el mismo Salomón.

Inés me miró sonriendo con serena tranquilidad, como si de antemano hubiera sabido que yo vendría a hacer tales confesiones. Mi discreta y pobre amiga estaba muy pálida por los insomnios y el trabajo; pero ¡cuánto más hermosa me pareció que la terrible Amaranta! Todo había cambiado, y el equilibrio de mis facultades estaba restablecido.

-Mira, Inesilla -dije besándole las manos-, acertaste en todas tus profecías. Estoy arrepentido de mi gran necedad, y he tenido la suerte de encontrar pronto el desengaño. Bien dicen que los jóvenes nos dejamos alucinar por sueños y fantasmas. Pero, ¡ay!, no todos tienen un buen ángel como tú que les enseñe lo que han de hacer.

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-¿De modo que ya no le tendremos a usía de capitán general ni de virrey? -me dijo burlándose de mis locuras.

-No, niñita; no estoy ya por los palacios ni por los uniformes. Si vieras tú qué feas son ciertas cosas cuando se las ve de cerca. El que quiere medrar en los palacios, tiene que cometer mil bajezas, contrarias al honor, porque yo tengo también mi honor, sí señora... Nada, nada: dejémonos de virreinatos44 y de bambollas. He sido un alma de cántaro; pero bien dice el señor cura, tu tío, que la experiencia es una llama que no alumbra sino quemando. Yo me he quemado vivo; pero ¡ay!, hija, ¡si vieras cuánto he aprendido! Ya te contaré.

-¿Y ya no vuelves allá?

-No, señora; aquí me quedo, porque tengo un proyecto...

-¿Otro proyecto?

-Sí, pero este te ha de gustar, picarona. Voy a aprender un oficio. A ver cuál te parece mejor. ¿Platero, ebanista, comerciante? Lo que tú quieras. Todo menos el de criado.

-Eso no está mal discurrido.

-Pero detrás de este proyecto, está otro mejor -dije gozando de un modo indecible con aquel diálogo-. Sí, hijita, tengo el proyecto de casarme con usted.

La enferma hizo un movimiento, y entonces Inés, atendiendo a su madre, no pudo dar contestación a mis vehementes palabras.

-Yo tengo diez y seis años -continué-, tú quince; de modo que no hay más que hablar. Aprenderé un oficio, en el cual pienso   —231→   ganar pronto muchísimo dinero, que tú irás guardando para nuestra boda. Verás, verás qué bien vamos a estar. ¿Quieres, sí o no?

-Gabriel -repuso en voz muy baja-, ahora somos muy pobres. Si me quedo huérfana, lo seremos mucho más. A mi tío no le darán nunca lo que está esperando hace catorce años. ¿Qué va a ser de nosotros? Tú no ganarás nada hasta que no pase algún tiempo: no pienses, pues, en locuras.

-Pero, tonta, dentro de cuatro años habré yo ganado más de lo que peso. Entonces, para entonces... Mientras tanto, ya nos arreglaremos. Para algo te ha dado Dios ese talento de doctora de la Iglesia que tienes. Ahora conozco que sin ti no valgo nada, ni sirvo para nada.

Eso después que te reías de mí, cuando te decía: «Gabriel, vas por mal camino».

-Tenías razón, cordera. ¡Si vieras qué raro es el hombre por dentro, y cómo se equivoca, y cómo ignora hasta lo mismo que le pasa! Cuando salí de aquí creí que no te quería, y como aquella señora me tenía deslumbrado, apenas me acordaba de ti. Pero no: te quería y te quiero más que a mi vida, sólo que a veces parece que se le ponen a uno telarañas en los ojos que tenemos por dentro, y no vemos lo mismo que nos pasa en... pues... por dentro. Y al mismo tiempo, querida, tu carita se me venia a la memoria, cuando, decidido a no ceder a los caprichos de aquella dama endemoniada, pensaba que el hombre debe buscarse una fortuna por medios honrosos.

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La enferma llamó a su hija, y nuestro dulce coloquio quedó interrumpido. Pero tras el placer que había experimentado conferenciando con Inés, Dios me deparó el no menos grato de ver comer las chuletas al padre Celestino, quien a pesar de la gran necesidad que padecía, no las cató sin hacer mil remilgos, para poner a salvo su dignidad y pundonor.

-He almorzado hace un rato, Gabriel -dijo; pero si te empeñas...

Mientras comía recayó la conversación sobre los asuntos del Escorial, y él que no ocultaba su afición a Godoy, se expresó así:

-Harán bien en extirpar de raíz la conjuración. Pues no es nada la que tenían armada contra nuestros queridos Reyes y ese dignísimo Príncipe de la Paz, mi paisano y amigo protector de los menesterosos.

-Pues la opinión general aquí, como en el real Sitio -le contesté-, es favorable al Príncipe Fernando, y todos acusan a Godoy de haber fraguado esto para desacreditarle.

-¡Pícaros, embusteros, rufianes! -exclamó furioso el clérigo-. ¿Qué saben ellos de eso? Si conocieran, como yo conozco, las intrigas del partido fernandista... Descuiden, que ya le contaré todo al señor Príncipe de la Paz cuando vaya a darle las gracias por mi curato, lo cual, según me ha dicho el oficial de la secretaría, no puede pasar de la semana que entra. ¡Ah! Si tú conocieras al canónigo don Juan de Escóiquiz como le conozco yo... Aquí le tienen por un corderito pascual, y es el   —233→   bribón mayor que ha vestido sotana en el mundo. ¿Quién sino él se ha opuesto a que me den el curato? Y todo porque en las oposiciones que hicimos en Zaragoza hace treinta y dos años, sobre el tema Utrum helemosinam... no recuerdo lo demás... le dejé bastante corrido. Desde entonces me ha tomado grande ojeriza. Cuando estemos más despacio, Gabrielillo, te contaré las mil infames tretas que ha empleado el arcediano de Alcaraz, para conquistar la voluntad de su discípulo. ¡Ah!, yo sé cosas muy gordas. Él es el alma de este negocio; él ha urdido tan indigna trama; él ha estado en tratos con el embajador de Francia, monsieur Beauharnais, para entregar a Napoleón la mitad de España, con tal que ponga en el trono al príncipe heredero, sí señor.

-Pues oiga usted a todo el mundo -respondí-, y verá cómo al Sr. Escóiquiz le ponen por esas nubes, mientras dicen mil picardías del primer ministro.

-Envidia, chico, envidia. Es que todos le piden colocaciones, destinos y prebendas y como no los puede dar sino a las personas decentes como yo, de aquí que la mayoría se queja, murmura y ya ves. ¿Y podrán negar que se le deben multitud de cosas buenas, como la protección a la enseñanza, la creación del seminario de caballeros pajes, el fomento de la botánica, las escuelas de agricultura, los jardines de aclimatación, la prohibición de enterrar en los templos, y otras muchas reformas útiles, que aunque criticadas por los ignorantes, ello es que son laudables y así ha de   —234→   reconocerlo la posteridad? Cuando estemos despacio te contaré otras cosas que te harán variar de opinión, y si no, al tiempo. Yo bien sé que me arrastrarán los madrileños si salgo por ahí diciendo estas cosas; pero amigo... super omnia veritas.

-Pues hablando de otra cosa -le dije-, aquí donde usted me ve, puede que le haya conseguido un servidor el destinillo que pretendía.

-¿Tú? ¿Qué puedes tú? Godoy quiere servirme, sí, él lo hará sin necesidad de recomendaciones. Y a fe, hijo mío, que si no me colocan pronto, y se muere Juana, lo vamos a pasar mal; pero muy mal.

-Pero doña Juana tiene parientes ricos.

-Sí, Manso Requejo y su hermana Restituta, comerciantes de telas en la calle de la Sal. Ya sabes que son avaros de aquellos de hártate comilón con pasa y media. Jamás han hecho nada por sus parientes. La pobre Inés no tiene que agradecerles ni un pañuelo.

-¡Qué miserables!

-Además, cuando yo me establecí en Madrid, hace catorce años, conocí a ese Requejo. Juana estaba ya viuda, Inés era tamañita así, y tan lindilla y tan amable como ahora. Pues bien: el primo de Juana, a quien yo insté en cierta ocasión para que favoreciera a esa familia, me dijo: «No puedo hacer nada por ellas, porque Juana ha renegado de sus parientes; en cuanto a Inesilla estoy casi seguro de que no es de mi sangre. Me han dicho que es una inclusera, a quien Juana ha recogido   —235→   haciéndola pasar por hija suya». Pretexto, nada más que pretexto, para disculpar su avaricia. No me fue posible convencer a aquel bárbaro, y desde entonces no le he vuelto a ver.

-¿De modo que no hay que contar con esa gente?

-Como si no existieran.

Estas palabras me llevaron a reflexionar sobre la suerte de aquella infeliz familia. Hubiera deseado tener los tesoros de Creso para ponérselos a Inés en el cestillo de la costura. Como nunca, sentí entonces imperiosa y viva la primera necesidad del hombre honrado, que está resuelto a no vender su conciencia. No tenía dinero... ¿Cómo adquirirlo?

Fui otra vez al lado de Inés, a quien no podía menos de mostrar a cada instante mi afecto vehemente; y después que conferenciamos otro poco, salí de casa, pensando en el ardid que emplearía para que el padre Celestino recibiese, sin menoscabo de su dignidad, el doblón que me dio Mañara, y diciendo entre mí a cada paso: -¡Maldito dinero! ¿Dónde estás?



  —236→  

ArribaAbajo- XXI -

Al entrar en casa de la González, ésta acudió presurosa a mi encuentro, y me causó sorpresa el verla muy alegre, con esa alegría inquieta y febril de los niños, que ríen, cantan, golpean y destrozan cuanto encuentran al paso. Mi ama me habló lo que después diré, y a cada frase se interrumpía para cantar alguna tonada o estribillo de los infinitos que enriquecían su repertorio de sainetes.

-¿Qué pasa para tanta alegría, señora?

-He tenido carta de la señora marquesa -me contestó-, la cual viene mañana a preparar la función. Yo estoy encargada de dirigir la escena.


    Sal quiere el huevo,
y el demonio del gato
vertió el salero.

-Buen provecho -dije. ¿Y qué cuenta de la señora Lesbia?

-Que la pusieron en libertad a la media hora conociendo que nada resultaba contra ella. También dejaron libre a D. Juan. Pronto les tendremos aquí, y la función no se retrasará. ¡Qué placer! Yo dirijo la escena.

  —237→  
   Madre, y qué gusto
es ver a dos gitanos
trocar de burros.

-Pues sea enhorabuena.

-Pero hay un inconveniente, Gabriel -prosiguió-. Ya sabes que ninguno de esos señores quiere hacer el papel de Pésaro por ser muy desairado. Perico Rincón, mi compañero, dijo que lo haría, si le daban mil reales; pero cátate que ha caído con una pulmonía, y si la función es para el 6, no sé cómo nos compondremos. ¿Quieres tú hacer el papel de Pésaro?

-¡Yo!, yo representar -exclamé con espanto-. No quiero ser cómico.

-Pero representas de aficionado, tontuelo; y el honor de salir a las tablas en un teatro como el de la marquesa, es tal, que muchos currutacos se desvivirían por obtenerlo. ¡Y yo dirijo la escena!


   En mi casa me dicen
que soy usía, que soy usía,
porque amo a un escribiente
de lotería.

-Con que chico, vas a aprender ese papel; que aunque es superior a tu edad, con unas barbas postizas, arregladas por mí, y teniendo tú cuidado de ahuecar la voz, quedarás que ni pintado. Además, no olvides que la señora marquesa ha ofrecido dos mil reales a todas las partes de por medio que trabajan en esta representación. Juanica, que hace45 de Hermanacia, no cobra más de mil.

  —238→  
   La noche de San Pedro
te puse un ramo,
y amaneció florido
como mil mayos.

¿Con que aceptas, chiquillo, sí o no?

No pude menos de discurrir que sería muy tonto si renunciaba a poseer aquellos dineros, que me venían como anillo al dedo para ofrecer a Inés un auxilio en su tribulación. Sin embargo, me repugnaba el oficio de cómico, y más aún la idea de verme nuevamente entre personas a quienes había cobrado cierta repugnancia. Con todo, después de pesar los inconvenientes y las ventajas, me decidí al fin, y hasta (debo confesarlo) el pícaro demonio de la vanidad intentó de nuevo asaltar mi alma, poniendo ante los ojos de mi imaginación la honra, el lustre, el tono que me daría alternando con tanta gente aristocrática en aquellas magníficas salas cuyas alfombras no era dado pisar a todos los mortales. Pero lo que principalmente me indujo a aceptar fue el premio ofrecido, que era para mí una cantidad fabulosa, un sueño de oro.

-La Providencia divina me envía esos dos mil reales que son diez duros y otros diez, y otros diez, y otros diez, etc... ¡quiá!, si no se pueden contar. Buen tonto seré si no los cojo.

Dejé a mi ama que al retirarme yo cantaba


   Alons, madamusella
asamble reunion,
á tour de la butella
feran le rigodon;

  —239→  

y volví a casa de Inés a quien participé la riqueza que me aguardaba, prometiendo regalársela. Pasé allí largas horas entristecido por el espectáculo que ofrecía la pobre enferma doña Juana, cada vez más empeorada. Al salir a la calle, y cuando pasaba junto al gran portal, vi que de un enorme carro sacaban telones pintados y otros aparatos de teatro, los cuales trastos venían, según me dijo el portero, de casa de D. Francisco Goya.

-Dentro de tres o cuatro días -añadió-, es la función. Ya es seguro que vendrá la señora duquesa a hacer el papel de Edelmira.

Oído esto me retiré pensando en que tal vez alcanzaría un triunfo escénico si tenía serenidad suficiente para no asustarme ante público tan distinguido.

Los ensayos de mi papel empezaron con gran actividad, y el mismo Isidoro me dio varias lecciones, haciéndome declamar trozo a trozo los principales y más difíciles pasajes. Entonces pude comprender mejor que nunca el violento y arrebatado carácter del célebre actor, pues cuando yo no aprendía un verso tan pronto y tan bien46 como él deseaba, se enfurecía llamándome torpe, necio, estúpido, sin omitir otros calificativos algo más duros y malsonantes. Ensayando, tuve muy presente la máxima que corría muy válida entre los cómicos del Príncipe, y era que, representando con Máiquez, convenía trabajar bien, aunque no demasiado bien, pues en este caso el gran maestro se enojaba tanto como en el caso contrario.

  —240→  

A los dos o tres días de trabajo ya sabía regularmente mi parte, siendo mi principal empeño declamar bien el parlamento de salida, cuando el dux de Venecia me dice:


Insigne amigo del valiente Otelo.

Hubo un ensayo general, al que asistieron todos, menos Lesbia, y me parece que no lo hice mal. Por mí la representación no debía retrasarse, y el día 5 ya recitaba del principio al fin mi papel sin que se me escapara un verso. Según me dijo mi ama, la señora duquesa había venido del Escorial el 4 por la noche.

-De modo que nada falta ya.

-Nada -me contestó con la bulliciosa jovialidad que la afectaba por aquellos días-. ¡Y yo dirijo la escena!


   Donde yo campo
nenguno campa.
   A bailar el bolero
y asar castañas,
apuesto a todo el orbe
con la más guapa.
   Dale que dale,
suenen las castañetas,
rabie quien rabie.

Llegó por fin el día señalado, y desde por la mañana muy temprano, me puse en ejercicio, corriendo de aquí para allí en busca de mil cosas que mi antigua ama necesitaba. Los afeites de la calle del Desengaño, los trajes pintados en la de la Reina, las telas y cintas cotonías, muselinetas, pañuelos salpicados de doña Ambrosia de los Linos, todo se puso en   —241→   movimiento para dar cumplida satisfacción a los caprichos de Pepita. Debo advertir que aunque ésta no trabajaba más que como directora de escena en la tragedia Otello, cantaba en el intermedio una graciosa tonadilla; y como fin de fiesta el sainete titulado La venganza del Zurdillo, del buen Cruz, corría también por cuenta suya. Mientras desempeñaba yo por Madrid tantas y tan diferentes comisiones, iba recitando de memoria los versos de la parte de Pésaro; y cuando se me trascordaba algún pasaje, sacaba el papel del bolsillo, y metido en un portal, leía en voz alta, llamando la atención de los transeúntes.

Durante mi largo paseo por la villa, noté grande agitación. La gente se detenía formando grupos, donde se hablaba con calor; y en alguno de éstos no faltaba quien leyese un papel, que al punto conocí era la Gaceta de Madrid. En la tienda de doña Ambrosia encontré ¡oh rara e inexplicable casualidad!, a D. Lino Paniagua y a D. Anatolio, el papelista de en frente, cuyos personajes no ocultaban su inquietud por los acontecimientos del día.

-Ya me esperaba yo tan inaudita perfidia -dijo este último-. ¡Cómo se ve en este decreto la mano alevosa del infame choricero!

-Pero léanos usted de una vez el decreto -dijo doña Ambrosia-, aunque sin oírlo ya sé que el señor Godoy nos habrá hecho una nueva trastada.

-No es más -continuó el papelista-, sino que han ido a la prisión del Príncipe, y poniéndole   —242→   una pistola al pecho, le han obligado a escribir estas herejías, sí, señores, porque es imposible que un joven tan caballeroso, tan honrado y de tan buen entendimiento como es el hijo de nuestros Reyes, se rebaje y se humille hasta el extremo de pedir perdón como un chico de la escuela, y de acusar tan villanamente a los que le han ayudado.

-Pero lea usted, Sr. D. Anatolio.

Entonces D. Anatolio limpió el gaznate, y con tono de pedagogo leyó el famoso decreto de 5 de Noviembre, que empieza así: «La voz de la naturaleza desarma el brazo de la venganza, y cuando la inadvertencia reclama la piedad, no puede negarse a ello un padre amoroso...». Lo notable de este decreto, en que se anunciaba a la nación el arrepentimiento del Príncipe conspirador, eran las dos cartas que él había dirigido a la Reina y al Rey, y que casi puedo transcribir aquí sin echar mano a la historia, donde están para in aeternum consignadas, porque las recuerdo muy bien; tan originales y gráficos eran el lenguaje y tono en que estaban escritas. Decía así la primera:

«Papá mío: he delinquido, he faltado a V. M. como Rey y como padre; pero me arrepiento y ofrezco a V. M. la obediencia más humilde. Nada debía hacer sin noticia de V. M., pero fui sorprendido. He delatado a los culpables, y pido a V. M. me perdone por haberle mentido la otra noche, permitiendo besar sus reales pies a su reconocido hijo -Fernando

  —243→  

La segunda era como sigue:

«Mamá mía: estoy arrepentido del grandísimo delito que he cometido contra mis padres y Reyes, y así con la mayor humildad le pido a V. M. se digne interceder con papá, que me permita ir a besar sus reales pies a su reconocido47 hijo -Fernando

En estas cartas aparecía el pobre Príncipe como el más despreciable de los seres, pues demostrando no tener ni asomo de dignidad en la desgracia, confesaba que había mentido, y después de delatar a los culpables, pedía perdón a sus papás, como un niño de seis años que ha roto una escudilla. Pero entonces los honrados y crédulos burgueses de Madrid no comprendían que ocurriera nada malo sin que fuera causado por el atrevido Príncipe de la Paz, y hasta las malas cosechas, los pedriscos, los naufragios, la fiebre amarilla y cuantas calamidades podía enviar el cielo sobre la Península, se atribuían al favorito. Así es que nadie veía en las citadas cartas una manifestación espontánea del Príncipe, sino antes bien una denigrante48 confesión arrancada por sus carceleros, para ponerle en ridículo a los ojos del país entero. Si ésta fue la intención de la corte, produjo efecto muy contrario al que se proponían, pues conocido el decreto, el público se puso de parte del prisionero, y abrumó al valido con su ardiente maledicencia, suponiéndole autor, no sólo del decreto, sino de las cartas.

-¿Necesita esto comentarios? -dijo don Anatolio, dejando la Gaceta sobre el mostrador.

  —244→  

-Pues yo -dijo doña Ambrosia-, quisiera estar oyendo por el agujero de una llave lo que dice Napoleón de todas estas cosas.

-Eso -indicó con malicioso gesto D. Anatolio-, no necesitamos oírlo, pues bien claro es que ya tiene decidido quitar del trono a los Reyes padres, para ponernos en él a nuestro Príncipe querido. Sí... que no sabrá hacerlo en menos que canta un gallo el buen señor.

-¡Qué escándalo! -exclamó con timidez D. Lino Paniagua-. Y eso se dice en voz alta, donde pudieran oírlo personas allegadas al gobierno.

-¡Bah, bah! -respondió el papelista-. Amigo don Lino, esto se va por la posta. Dentro de un mes no queda aquí ni rastro de choricero, ni Reyes padres, ni escándalos, ni picardías, ni otras cosas que callo por respeto a la nación.

-Ojalá tenga usted boca de ángel, señor D. Anatolio -añadió la tendera-, y quiera Dios tocarle pronto en el corazón al señor de Bonaparte, para que venga a arreglar las cosas de España.

El abate D. Lino no quiso oír más y se marchó; despacháronme a mí, y allí quedaron ambos comerciantes arreglando los asuntos de España.

No quise entrar en casa sin hablar un poco con Pacorro Chinitas que estaba en su sitio de costumbre, afilando cuchillos y tijeras.

-¡Ola, Chinitas! -le dije-. ¡Cuánto tiempo que no nos vemos! Anda la gente muy alarmada por ahí.

  —245→  

-Sí; la Gaceta trae hoy no sé qué papel. En la tienda del buñolero le oí leer y decían todos que era preciso colgar al choricero por los pies.

-¿De modo que creen ha sido escrito por él?

-¿Y a mí qué más me da? -respondió incorporándose-. Lo que digo es que todos son buenas piezas, y si no vengan acá. Dicen que el ministro sacó de su cabeza esas cartas y obligó al Príncipe a firmarlas. ¿Pues para qué las firmó? ¿Es acaso algún niño que todavía está en planas de primera? ¿No tiene veintitrés años? Pues con veintitrés años a la espalda se puede saber lo que se firma y lo que no se firma.

Las razones de Chinitas me parecían de un buen sentido incontestable.

-Aunque no sabes leer49 ni escribir -le dije-, me parece, Chinitas, que tú tienes más talento que un papa.

-Pues los tenderos, los frailes, los currutacos, los usías, los abates, y los covachuelistas y toda esa gente que anda por ahí, están muy entusiasmados creyendo que Napoleón va a venir a poner al Príncipe en el trono. Dios nos la depare buena.

-Y tú, ¿qué crees insigne amolador?

-Creo que somos unos archipámpanos si nos fiamos de Napoleón. Este hombre que ha conquistado la Europa como quien no dice nada, ¿no tendrá ganitas de echarle la zarpa a la mejor tierra del mundo, que es España, cuando vea que los Reyes y los príncipes que la gobiernan andan a la greña como mozas del partido? Él dirá, y con razón: «Pues a esa   —246→   gente me la como yo con tres regimientos». Ya ha metido en España más de veinte mil hombres. Ya verás, ya verás, Gabrielillo, lo que te digo. Aquí vamos a ver cosas gordas y es preciso que estemos preparados, porque de nuestros reyes nada se debe esperar y todo lo hemos de hacer nosotros.

Mucho meollo encerraban, como conocí más tarde, estas palabras, las últimas que en aquella ocasión oí a Pacorro Chinitas. Él solo había previsto los acontecimientos con ojo seguro, y en cambio el héroe del siglo, que conocía a España por sus Reyes, por sus ministros y por sus usías, quería saberlo todo y no sabía nada. Su equivocación acerca del país que iba a conquistar se explica fácilmente: supo sin duda lo que decían doña Ambrosia, D. Anatolio, el hortera, el padre Salmón y otros personajes; pero, ¡ay!, no oyó hablar al amolador.



  —247→  

ArribaAbajo- XXII -

Llegó la noche y la función de la marquesa era preparada con mucha actividad. Cuando dejé las ropas de mi ama en el cuarto que se le había destinado para vestirse, por la escalera pequeña subí al sotabanco, y encontré a Inés muy apesadumbrada, porque los dolores de la enferma se habían recrudecido y mostraba la buena mujer mucha inquietud. Yo estuve allí para consolar a mi amiga y a su buen tío todo el tiempo de que pude disponer; pero al fin me fue forzoso abandonarlos, y bajé a casa de la marquesa muy afligido.

Describiré aquella hermosa mansión para que ustedes puedan formarse idea de su esplendor en tan célebre noche. D. Francisco Goya había sido encargado del ornato de la casa, y casi es excusado elogiar lo que corría por cuenta de tan sabio maestro. Desde el recibimiento hasta la sala había adornado las paredes con guirnaldas de flores y festones de ramaje, hechas aquéllas con papel y éstos con hojas de encina, ambas obras tan perfectas que nada más bello podía apetecer la vista. Las lámparas y candelillas habían sido puestas con mucho arte, también en forma de guirnaldas y festones de diversos colores, su vivo resplandor daba fantástico aspecto a la casa toda.

El primer salón, de cuyas paredes las modas   —248→   nuevas no habían desterrado aún aquellos hermosos tapices, que pasaban de generación a generación, entre los tesoros vinculados, no perdía con tan espléndidas luminarias su grave aspecto; antes bien, las luces, dando reflejos extraños a las armaduras de cuerpo entero que ocupaban los ángulos, visera calada y lanza en mano, como centinelas de acero, parecían imprimir el movimiento y el calor de la vida a los imaginarios cuerpos que se suponían dentro de ellas. Alegres cuadros de toros disipaban la tristeza producida en el ánimo por otros, en cuyos oscuros lienzos habían sido retratados dos siglos antes por Pantoja de la Cruz o por Sánchez Coello, hasta una docena de personajes ceñudos y sombríos, conquistadores de medio mundo.

Con estas joyas del arte nacional contrastaban notoriamente los muebles recién introducidos por el gusto neoclásico de la Revolución francesa, y no puedo detenerme a describiros las formas griegas, los grupos mitológicos, las figuras de Hora o de Nereida o de Hermes que sobre los relojes, al pie de los candelabros y en las asas de los vasos de flores, lucían sus académicas actitudes. Todos aquellos dioses menores, que, embadurnados en oro, renovaban dentro de los palacios los esplendores del viejo Olimpo, no se avenían muy bien con la desenvoltura de los toreros y las majas que el pincel y el telar habían representado con profusión en tapices y cuadros; pero la mayor parte de las personas no paraban mientes en esta inarmonía.

  —249→  

El salón donde estaba el teatro era el más alegre. Goya había pintado habilísimamente el telón y el marco que componían el frontispicio. El Apolo que tocaba no sé si lira o guitarra en el centro del lienzo, era un majo muy garboso, y a su lado nueve manolas lindísimas demostraban en sus atributos y posiciones que el gran artista se había acordado de las musas. Aquel grupo era encantador, pero al mismo tiempo la más aguda y chistosa sátira que echó al mundo con sus mágicos colores D. Francisco Goya; porque hasta el buen Pegaso estaba representado por un poderoso alazán cordobés que, cubierto de arreos comunes, brincaba en segundo término. En el marco menudeaban los amorcillos, copiados con mucho donaire de los pilluelos del Rastro. No era aquélla la primera vez que el autor de los Caprichos se burlaba del Parnaso.

Pero dejemos los salones y penetremos entre bastidores, donde el movimiento y la confusión eran tales, que no nos podíamos revolver. Se habían dispuesto varios cuartos para que los actores se vistieran: a Máiquez se señaló uno, otro a mi ama, y en el tercero nos vestíamos, sin distinción de sexos, todos los demás representantes venidos del teatro. Lesbia tenía por tocador el mismo de la señora marquesa, y los dos galanes aficionados se vestían en las habitaciones del amo de la casa. Creo que yo fui el primero que se arregló, trocándome de festivo Gabrielillo en el sombrío Pésaro, que es el Yago de la inmortal tragedia. El traje que me pusieron creo que   —250→   no pertenecía a época alguna de la historia, y era como todos los que usaron los malos cómicos en las pasadas edades. Hubiera servido para hacer de paje; pero con las barbas que me aplicaron a las quijadas, me transformé de tal modo, que los sastres allí presentes me dieron por el más tétrico y espantable traidor que había salido de sus manos.

Mientras se vestían los demás, di un paseo por el escenario, entreteniéndome en mirar al través de los agujeros del telón la vistosa concurrencia que ya invadía la sala. A quien primero vi fue al joven Mañara, sentado en primera fila junto al telón. Luego advertí que hombres y mujeres dirigieron la vista a la puerta principal, apartándose para dar paso a alguna persona que en aquel momento entraba, y cuya presencia produjo en el alegre concurso general silencio, seguido después de un murmullo de admiración. Una mujer arrogante y hermosísima entró en la sala y avanzaba hacia el centro recibiendo los saludos de amigos y amigas. Vestía de blanco, con uno de aquellos trajes ligeros y ceñidos, que llamaban volubilís, llevando sobre el pecho una banda de rosas que la moda designaba con el nombre de croissures á la victime. Su peinado, de estilo griego, era el que en la tecnología del arte capilar se llamaba entonces toilette Iphigenie. A su hermosura, a la belleza de su vestido, daba mayor realce la artística profusión de diamantes que encendían mil luces microscópicas en su cabeza y en su seno. ¿Necesitaré decir que era Amaranta?

  —251→  

Viéndola no tardaron en encenderse dentro de mí, en los oscuros centros de la imaginación aquellos fuegos vaporosos y tenues, que se me representan como si una llama alcohólica bailase caracoleando dentro de mi cerebro. Mientras la contemplaba, no traje a la memoria el envilecimiento en que habría caído siguiendo en su servicio. Su hermosura era tan hechicera, tan abrumadora, su actitud tan orgullosamente noble, el imperio de sus miradas tan irresistible y despótico, que valía la pena de doblar por un momento la terrible hoja que yo había leído en el libro de su carácter misterioso. Con tal fijeza la miraba, que parecía clavado tras el telón: mis ojos trataban de buscar el rayo de los suyos, seguían los movimientos de su cabeza, y observándole las facciones y el casi imperceptible modular de sus labios, querían adivinar cuáles eran sus palabras, cuáles sus pensamientos en aquel instante. Dentro de poco se alzaría el telón; en mí se fijarían las miradas de toda aquella brillante muchedumbre y especialmente de Amaranta; atenderían a mis estudiadas palabras, y el desarrollo de la acción en que yo tomaba parte, despertaría sin duda la sensibilidad, el interés, el entusiasmo de tan escogido auditorio. Estos razonamientos fueron el aguijón que acabó de despabilar la adormecida vanidad dentro de mí, y lleno de los más necios humos, pensé que hacerse aplaudir de tantas señoras y caballeros era una gloria cuyos rayos debían proyectar clarísima luz sobre la vida entera.

  —252→  

La orquesta, comenzando de improviso la sonata que había de preceder a la representación, hizo llegar al último grado la excitación de mi cerebro. La sangre circulaba velozmente por mis venas, dándome una actividad devoradora; y me ocurrió que tener una casa como aquélla, convidar a tantos y tan nobles amigos, recibir, obsequiar a tal conjunto de bellas damas, debía ser la mayor satisfacción concedida al mortal sobre la tierra. Pero la tragedia iba a empezar; el apuntador estaba en la concha, Isidoro había salido de su cuarto, y la misma Lesbia, menos asustada de lo que yo suponía, se preparaba a salir a la escena. Esto me distrajo, y ya no sentí sino miedo. Pasaron algunos minutos y se alzó el telón.

La tragedia Otello ó el Moro de Venecia, era una detestable traducción que D. Teodoro La Calle había hecho del Otello de Ducis, arreglo muy desgraciado del drama de Shakespeare. A pesar de la inmensa escala descendente que aquella gran obra había recorrido desde la eminente cumbre del poeta inglés, hasta la bajísima sima del traductor español, conservaba siempre los elementos dramáticos de su origen y la impresión que ejercía sobre el público era asombrosa. Supongo que todos ustedes conocerán la tragedia primitiva, y así me costará poco darles a conocer las variantes. Los personajes estaban reducidos a siete. Otelo era el mismo. Los caracteres de Casio y Roderigo habían sido fundidos en una figura de segundo término, llamada Loredano, que se presentaba como hijo del Dux. El senador Brabantio   —253→   era Odalberto y tenía más intervención en la fábula. Desdémona no había cambiado más que de nombre, pues se llamaba Edelmira; Emilia se trocaba en Hermancia, y Yago, el traidor y falso amigo del moro, tenía por nombre Pésaro. La acción estaba muy simplificada, y los recursos escénicos del pañuelo habían desaparecido, sustituyéndolos con una diadema y una carta, que debían pasar de las manos de Edelmira a las de Loredano para que adquiridas luego por Pésaro y presentadas a Otelo, confirmaran la calumnia de aquél. Pero aparte de estas modificaciones y del estilo y de la expresión y energía de los afectos que desde la obra inglesa a la española ponían tanta distancia como del ciclo a la tierra, el drama en su estructura íntima era el mismo, y sus escenas se repartían igualmente en cinco actos. Para abreviar intermedios, Máiquez dispuso que en aquella representación se reuniesen los actos segundo y tercero y el cuarto con el quinto, de modo que la obra quedó en tres jornadas.

En la segunda escena, después que el Dux recitó algunos versos, me correspondía salir a mí, haciendo en un parlamento no muy largo la relación de los triunfos militares de Otelo. Con voz muy temblorosa dije los primeros versos:


¡Que no hayan sido vuestros mismos ojos
fieles testigos de su ardor bizarro!

Pero me fui reponiendo poco a poco, y la verdad es que no lo hice tan mal, aunque no   —254→   corresponda a mi pluma el describirlo. Después entraban en escena Otelo y más tarde Edelmira. Nada puedo deciros de la perfección con que Isidoro dijo ante el senado, el modo y manera con que encendió la llama amorosa en el corazón de Edelmira; y en cuanto a ésta, debo desde luego señalarla como consumada actriz, porque en la misma escena ante el senado, declamó con una sensibilidad que habría envidiado Rita Luna.

En el primer entreacto debían recitar versos Moratín, Arriaza y Vargas Ponce. El escenario se había llenado de personajes que deseaban felicitar a la triunfante Edelmira. Allí vi al diplomático, que no había desistido al parecer de hacer la corte a mi ama, pues corrió presuroso tras ella, diciéndole:

-Puede usted estar segura, adorada Pepita, que nuestra pasión quedará en secreto, pues ya se conoce mi reserva en estas delicadísimas materias.

Junto con él había subido al escenario D. Leandro Moratín, el cual era entonces un hombre como de cuarenta y cinco años, pálido y serio, de mediana estatura, dulce y apagada voz, con cierta expresión biliosa en su semblante como hombre a quien entristece la hipocondría e inquieta el recelo. En sus conversaciones era siempre mucho menos festivo que en sus escritos; pero tenía semejanza con éstos por la serenidad inalterable en las sátiras más crueles, por el comedimiento, el aticismo, cierta urbanidad solapada e irónica, y la estudiada llaneza de sus conceptos. Nadie   —255→   le puede quitar la gloria de haber restaurado la comedia española, y El sí de las niñas, en cuyo estreno tuve, como he dicho, parte tan principal, me ha parecido siempre una de las obras más acabadas del ingenio. Como hombre, tiene en su abono la fidelidad que guardó al Príncipe de la Paz, cuando era moda hacer leña de este gran árbol caído. Verdad es que el poeta vivió y medró bastante a la sombra de aquél cuando estaba en pie, y podía cubrir a muchos con sus frondosas ramas. Si mi opinión pudiera servir de algo, no vacilaría en poner a D. Leandro entre los primeros prosistas castellanos; pero su poesía me ha parecido siempre, exceptuando algunas composiciones ligeras, un artificioso tejido, o mejor, un clavazón de durísimos versos, a quienes no pueden dar flexibilidad y brillo todos los martillos de la retórica. Moratín además, en materia de principios literarios, tenía toda la ciencia de su época, que no era mucha; pero aun así, más le hubiera valido emplearla en componer mayor número de obras, que no en señalar con tanta insistencia las faltas de los demás. Murió en 1828, y en sus cartas y papeles no hay indicio de que conociera a Byron, a Goethe ni a Schiller, de modo que bajó al sepulcro creyendo que Goldoni era el primer poeta de su tiempo.

Pido mil perdones por esta digresión, y sigo contando. En el escenario leía Moratín el romance Cosas pretenden de mí, que hizo reír a los concurrentes, porque en él pintaba con mucha gracia la perplejidad en que le ponían   —256→   su médico, sus amigos y sus detractores. El romance era a cada momento interrumpido por afectuosas palmadas, especialmente al llegar al pasaje en que está la conversación de los pedantes; ¿pero quién negará que en aquella composición Moratín no hace otra cosa que una apoteosis de su persona?

Dejemos al grande ingenio asfixiándose en el humo de los plácemes más lisonjeros, y sigamos la intriga del drama que iba a representarse entre bastidores, no menos patético que el comenzado sobre las tablas y ante el público.



  —257→  

ArribaAbajo- XXIII -

Al concluir el primer acto, y cuando aún no habían comenzado los poetas a recitar sus versos, sorprendí a Isidoro en conversación muy viva con Lesbia. Aunque hablaban en voz baja, me pareció oír en boca del actor recriminaciones y preguntas del tono más enérgico, y creí advertir en el rostro de la dama cierta confusión o aturdimiento. Cuando se separaron, mi desgracia quiso que Lesbia encarase conmigo, interpelándome de este modo:

-¡Ah, Gabriel! Buena ocasión de hablarte a solas. Ya podrás figurarte para qué. He estado llena de inquietud desde que supe que había sido presa la persona...

-¡Ah!, usía se refiere a la carta -dije atusándome los bigotes postizos, para disimular mi turbación.

-Supongo que no iría a manos extrañas. Supongo que la guardarías, y que la habrás traído esta noche para devolvérmela.

-No señora, no la he traído; pero la buscaré... es decir...

-¡Cómo! -exclamó con mucha inquietud-, ¿la has perdido?

-No señora... quiero decir. La tengo allí... sólo que yo... -fue la única respuesta que se me vino a las mientes.

  —258→  

-Confío en tu discreción y en tu honradez -dijo con mucha seriedad-, y espero la carta.

Sin añadir una palabra más se retiró, dejándome muy entristecido por el grave compromiso en que me encontraba. Hice propósito de pedir nuevamente a mi ama que me devolviese la carta, y con esta idea, la llamé aparte como si fuese a confiarle un secreto, y le supliqué del modo más enfático que me diese aquel malhadado objeto, cuya devolución era para mí un caso de honra. Ella se mostró sorprendida, y luego se echó a reír, diciendo:

-Ya no me acordaba de tu carta. No sé dónde está.

Comenzó el segundo acto, que no me ocupaba más que durante una escena, y concluida ésta, me retiré al interior del teatro resuelto a poner en práctica un atrevido pensamiento. Consistía éste en hacer una requisa en el cuarto de mi ama, mientras ésta se hallase fuera. Cuando la González me quitó la carta, recién venido del Escorial, advertí que la guardó en el bolsillo de su traje. Aquel traje era el mismo que había traído a casa de la marquesa; mas habiéndose mudado para la representación de la tonadilla, se lo quitó, y estaba colgado con otras muchas prendas, tales como mantón, chal, enaguas, etc., en una percha puesta al efecto sobre la pared del fondo. Era preciso registrar aquellas ropas. Mi ama, que dirigía la escena, y era la que indicaba las salidas, disponiéndolo todo, no vendría. Yo había quedado libre por todo el   —259→   acto segundo. Tenía tiempo y coyuntura a propósito para lograr mi objeto, y semejante acción no me parecía muy vituperable, porque mi fin era recobrar por sorpresa, lo que por sorpresa se me había quitado.

Hícelo así, y con tanta cautela como rapidez registré los bolsillos del traje, de los cuales saqué mil baratijas, aunque no lo que tan afanosamente buscaba. Ya había perdido la esperanza de conseguir mi objeto, y casi estaba dispuesto a creer que la carta no volvía a mis manos por hallarse demasiado guardada o quizás rota y perdida, cuando sentí acelerados pasos que se acercaban al cuarto. Temiendo que ella me sorprendiera en tan fea ocupación y no siéndome posible escapar, me oculté bajo la percha y tras los vestidos, cuyas faldas me ofrecían el más seguro escondite. Casi en el mismo instante entraron Lesbia e Isidoro. Aquélla cerró la puerta y ambos se sentaron.

Desde mi escondrijo les veía perfectamente. Máiquez en su traje de Otelo parecía una figura antigua, que animada por misterioso agente, se había desprendido del cuadro en que la grabara con los más calientes colores el pincel veneciano. La tinta oscura con que tenía pintado el rostro fingiendo la tez africana, aumentaba la expresión de sus grandes ojos, la intensidad de su mirada, la blancura de sus dientes y la elocuencia de sus facciones. Un airoso turbante blanco y rojo, sobre cuya tela se cruzaban filas de engastados diamantes, le cubría la cabeza; collares de ámbar y de gruesas   —260→   perlas daban vueltas a su negro cuello, y desde los hombros hasta el tobillo le cubría un luengo traje talar de tisú de oro, ceñido a la cintura y abierto por los costados para dejar ver las calzas de púrpura estrechamente ajustadas. Alfanje y daga, ambos con riquísima empuñadura, cuajada de pedrerías pendían del tahalí, y en los brazos desnudos, que imitaban el matiz artificial de la cara con una finísima calza de punto color de mulato, y terminada en guante para disfrazar también la mano, lucían dos gruesas esclavas de bronce en figura de sierpe enroscada. Dábale la luz de frente, haciendo resplandecer las facetas de las mil piedras falsas, y el tornasol de tisú verdadero con que se cubría, y añadidas a estos efectos la animación de su fisonomía, la nobleza de sus movimientos, presentaba el más hermoso aspecto de figura humana que es posible imaginar.

Lesbia vestía de tisú de plata, con tanta elegancia como sencillez, y sus cabellos de oro, peinados a la antigua, obedeciendo más bien a la moda coetánea que a la propiedad escénica, se entrelazaban con cintas y rosarios de menudas perlas, no ciertamente falsas como las de Isidoro50 , sino del más puro y fino oriente. El moro, apretando con sus negras manos las de Lesbia blanquísimas y finas, le dijo:

-Aquí nos podemos hablar un instante.

-Sí, Pepa nos ha dicho que podríamos vernos en su cuarto -repuso ella-; pero esta cita no ha de ser larga, porque la marquesa me espera. Ya sabes que está ahí mi marido.

  —261→  

-¿A qué esa prisa? ¿Por qué no me escribiste desde el Escorial?

-No pude escribir -repuso ella con impaciencia-; pero cuando hablemos despacio, te explicaré...

-Ahora, ahora mismo has de contestar a lo que te pregunto.

-No seas tonto. Me prometiste no ser impertinente, curioso, ni pesado -dijo con coquetería.

-Eso es lo mismo que prometer no amar, y yo te amo, Lesbia, te amo demasiado por mi desgracia.

-¿Estás celoso, Otelo? -preguntó la dama, y luego, tomando el tono trágico, dijo entre burlas y veras:


¡Otelo mio! ¡Sí, para ti solo
mi corazón reserva su cariño!

-Déjate de bromas. Estoy celoso, sí, no puedo ocultártelo -exclamó el moro con viva ansiedad.

-¿De quién?

-¿Y me lo preguntas? Piensas que no he visto a ese necio de Mañara puesto en primera fila, y mirándote como un idiota.

-¿Y no te fundas más que en eso? ¿No tienes otros motivos de sospecha?

-Pues si tuviera otros, desgraciada, ¿estarías con tanta calma delante de mí?

-Poquito a poco, señor Otelo. ¿Sabes que te tengo miedo?

-En el Escorial ese joven se ha jactado públicamente de que le amas -afirmó Isidoro,   —262→   fijando tan terriblemente sus ojos en el rostro de Lesbia, que parecía querer penetrar hasta el fondo del alma.

-Si te pones así, me marcho más pronto -dijo Lesbia algo desconcertada.

-He recibido varios anónimos. En uno se me decía que ese joven te escribió una carta el día de su prisión, y que tú le contestaste con otra. Además yo sé que ese hombre te obsequia mucho, yo sé que te visitaba en Madrid. ¿Querrás darme explicación sobre esto?

-¡Ah!, tengo una grande y terrible enemiga, a quien supongo autora de los anónimos que has recibido.

-¿Quién es?

-Ya te he hablado de esto en otra ocasión. Es Amaranta; y también te he dicho que tras de la enemistad de la condesa, se esconde el odio de otra persona más alta. Todas las damas que en otro tiempo le servimos con fidelidad, estamos cansadas de presenciar las liviandades que han manchado el trono, y no queremos asociarnos a los escándalos que envilecen esta pobre nación. No te he contado el motivo de nuestra querella; pero ahora mismo la vas a saber, y no te enfades si oyes el nombre de ese mismo Mañara, a quien tanto temes. Parece que Mañara rechazó, cual otro José, los halagos de la elevada persona, cuya pasión se trocó con esto, en odio vivísimo y deseo de venganza. Al mismo tiempo ese joven dio en hacerme la corte, y la mujer ofendida descargó sobre mí su rencor, cuando yo ni siquiera había advertido que Mañara me amaba. Jamás   —263→   me fijé en semejante hombre. Se emprendió contra mí una guerra terrible y solapada: quitaron sus destinos a cuantos habían sido colocados por mi mediación, y todo su afán se dirigía a buscar los medios de deshonrarme. Viéndome perseguida sin motivo, me hice partidaria del Príncipe de Asturias, ofrecí mi auxilio a los conspiradores, y tengo la satisfacción de haber servido eficazmente tan noble causa. A ti puedo revelártelo sin miedo: yo he sido depositaria durante algún tiempo, de la correspondencia establecida entre el canónigo Escóiquiz y el embajador de Francia: en mi casa se reunieron éstos varias veces con otros personajes: yo sola tenía noticia de las primeras conferencias celebradas en el Retiro; yo poseía el secreto de todos los planes descubiertos por una simpleza del Príncipe; yo conocía el proyecto de casarle a éste con una princesa imperial; sabía que el duque del Infantado no esperaba más que la orden firmada por Fernando para lanzar a la calle tropa y pueblo... en fin, lo sabía todo.

-Todo cuanto me dices parece inverosímil -dijo Isidoro-. Si es cierto, ¿cómo no te han perseguido abiertamente, cómo te pusieron en libertad a la media hora de estar presa?

-Ya sabía yo que no sería molestada. Poseo un escudo terrible que me defiende contra las asechanzas de la camarilla. Creo haberte contado que cuando intervine en la primera reconciliación de Godoy, cuando intenté por superior encargo, de atraerle de nuevo a palacio, fui depositaria de secretos, cuya publicación   —264→   haría estremecer de espanto a ciertas personas. Poseo papeles que rebajan y envilecen del modo más repugnante a quien los escribió, y conozco el secreto de la inversión de fondos de obras pías que se emplearon en lo que no tiene nada de piadoso. Esto pasó en una época en que hacíamos excursiones clandestinas fuera de palacio, cuando Amaranta hizo que Goya la retratase desnuda. Hacía un año que estaba viuda: fue cuando por una coincidencia providencial descubrí el gran secreto de su juventud, que me reveló una mujer desconocida que vive orillas del Manzanares, junto a la casa del pintor. Ya te lo he dicho y pienso hacer de manera que nadie lo ignore. De un desgraciado y oculto amor que padeció Amaranta antes de su matrimonio con el conde, nació una criatura que no sé si vive todavía.

-Nunca me hablaste de eso.

-Los padres de Amaranta supieron disimular su deshonra: el joven amante, que pertenecía a una noble familia de Castilla y había venido a Madrid buscando fortuna, huyó a Francia y fue muerto en las guerras de la República.

-Me has referido una curiosa novela -dijo Isidoro-; ¡pero con cuánto arte has desviado la conversación del asunto principal! Al fin confiesas que Mañara te ha hecho la corte.

-Sí, pero jamás he pensado en corresponderle; ni le trato, ni le veo, ni le hablo. Tus celos harán que por primera vez me fije en semejante hombre.

  —265→  

-No, no me convences, no: yo tengo indicios, tengo noticias de que tú amas a ese hombre. ¡Oh!, si mis sospechas se confirmaran... ¿Crees que no he advertido el embobamiento con que atiende a tu declamación?

-Procuraré entonces hacerlo mal para no conmover al público.

-No, no intentes disculparte ni disimular. ¿Por qué aseguras que no te fijas en él, si yo mismo, durante la escena del senado, te he sorprendido mirándole, y aún me parece que le hiciste alguna seña?

-¿Yo?, ¡estás loco! ¡Ah!, no sabes. Mi marido, que dejó sus cacerías para asistir a esta representación, está ahí esta noche, y la pérfida Amaranta, sentada a su lado, le habla con mucho interés. Si me ves que miro al público es porque me inspiran mucha inquietud los coloquios del duque con Amaranta. Temo que ésta le haya dirigido también algún anónimo. Su frialdad y ademán sombrío me indican que sospecha.

-¿Lo ves...? Y con motivo fundado.

-Sí; porque sospecha de ti.

-No... no -exclamó Isidoro-. No trastornes la cuestión. Tú amas a Mañara; con todos tus artificios no puedes arrancar esta sospecha de mi ardiente cerebro. ¡Y ese necio está ahí, gozándose en los aplausos que te prodigan, que adulan su amor propio porque se siente amado de la gloriosa artista! ¡No, no quiero que representes más! ¡Cuando contemplo desde arriba el entusiasmo de tus admiradores, cuando les veo con los ojos fijos en ti, participando   —266→   de la pasión que indican tus palabras, siento impulsos de saltar del escenario para cerrarles a golpes los ojos con que te miran!

-Me haces estremecer -dijo Lesbia-. No eres Isidoro, eres Otelo en persona. Sosiégate por Dios. Harto sabes lo mucho que te amo. ¿A qué me mortificas con celos ilusorios?

-Disípalos tú.

-¿Cómo, si ninguna razón te convence? Tu violento carácter ha de traerme algún compromiso. Modérate, por Dios, y no seas loco.

-Lo haré si me amas. Tú no sabes quién soy. Isidoro, no consientas rivales ni en la escena, ni fuera de ella. De Isidoro no se ha burlado hasta ahora ninguna mujer, ni menos ningún hombre. Entiéndelo bien.

-Sí, señor mío, estoy en ello -contestó Lesbia en tono jovial y levantándose para retirarse-. Pero aunque esta conversación me agrada mucho, tengo que irme. ¿Sabes que te tengo miedo?

-Quizás con razón. ¿Pero te vas tan pronto? -dijo el moro intentando detenerla aún.

-Sí, me voy -repuso Lesbia-. Ya ha concluido la tonadilla, y pronto empezará el tercer acto.

Y ligera como una corza se marchó. En aquel instante se oyeron los aplausos con que era saludada mi ama al acabar la tonadilla, y poco después entró en su cuarto radiante de júbilo, con el rostro encendido por la emoción, y tan sofocada que al punto dio con su cuerpo en un sofá.



  —267→  

ArribaAbajo- XXIV -

-¡Oh, Isidoro! ¿Por qué no has querido oírme? -exclamó con entrecortadas palabras-. Aseguran que lo he hecho muy bien. ¡Cuánto me han aplaudido!

-¿Quieres dejarte de simplezas? -dijo Isidoro de muy mal talante.

-Y a propósito: dicen que Lesbia hace la Edelmira mejor que yo. ¡Lo que puede la hermosura! Con su buen palmito trae sin seso a todos los hombres que hay en la sala. Sobre todo, ahí está uno que no le quita la vista de encima, y parece...

-¡Quieres callar! -exclamó bruscamente el moro.

Después, como hombre que toma repentina resolución, se disipó el fruncimiento temeroso de sus negras cejas, y sentándose junto a la González, le habló en estos términos:

-Pepa, espero de ti un favor.

-Mándame lo que quieras.

-Siempre te has mostrado muy agradecida por todo lo que he hecho en beneficio tuyo. Varias veces has dicho: «¿Qué he de hacer, Isidoro, para corresponder a lo que te debo?». Pues bien, chiquilla, ahora puedes prestarme un gran servicio, con lo cual quedará pagado largamente el hombre que te sacó de la miseria,   —268→   el que te enseñó el arte escénico, dándote posición, gloria y fortuna.

-Mi agradecimiento durará mientras viva, Isidoro -respondió la cómica con serenidad-. ¿Qué necesitas ahora de mí?

-Si la contrariedad que experimento afectara sólo a mi corazón, la resolvería fácilmente, porque sé padecer. Pero tal vez afecte a mi amor propio, tal vez ponga en trance muy terrible mi dignidad, y me resigno a sufrir los desengaños más crueles; pero de ningún modo consiento en hacer ante mis amigos y el mundo un papel desairado y ridículo.

-Ya sé lo que quieres decir. Lesbia me ha dicho que estás celoso; ¡si vieras cómo se ríe de ti, llamándote el pobre Otelo!

-No debemos fiarnos de la afición que alguna vez nos muestran esas personas tan superiores a nosotros por su clase. Un abismo nos separa de ellas, y si alguna vez las deslumbramos con nuestro talento y nuestro arte, la ilusión les dura poco tiempo, y concluyen despreciándonos, avergonzadas de habernos amado. Todos los que hemos brillado en la escena conocemos tan triste verdad. ¿No la conoces tú también?

-Sí -dijo mi ama-; y yo creí que tú estuvieras en esa parte más aleccionado que todos los demás.

-Esas personas -prosiguió Isidoro-, nos contemplan desde sus aposentos; su imaginación se trastorna viéndonos remedar los grandes caracteres, las nobles y elevadas pasiones, el amor, el heroísmo, la abnegación, y se enamoran   —269→   de lo que ven, de un ser ideal en quien se asocia y confunde con nuestra persona, la del héroe que representamos. Con la imaginación excitada, nos buscan entre bastidores y fuera del teatro; pero en cuanto nos tratan un poco y advierten que somos lo mismo, si no peores que los demás, y que todas las sublimidades del arte escénico desaparecen con el vestido y las piedras falsas que arrojamos al concluir el drama, se disipa de un soplo su entusiasmo y no ven en nosotros más que a una turba de tramposos y embusteros farsantes que apenas valen el partido con que se les paga. Hasta ahora, Pepilla, no me habían afectado gran cosa los bruscos desenlaces de las aventuras con que algunas ilustres personas han honrado nuestra profesión; pero esta en que ahora me hallo me afecta profundamente, porque... te lo diré con toda franqueza.

-¿Amas verdaderamente a Lesbia?

-Sí, por mi desgracia; esta pasión no es de aquellas pasajeras y superficiales, que pasan satisfaciendo el afán de un día. Esa mujer ha tenido el arte de ahondar en mi corazón de tal modo, que hoy empiezo a reconocer en mí el embrutecimiento que acompaña a los amores exaltados. Sin duda su coquetería, su frivolidad, los mil artificios de su voluble carácter han realizado en mí este trastorno, y para acabarme de confundir, los celos, la desconfianza y el temor de ser ridículamente suplantado por otro, agitan mi alma de tal modo, que no respondo de lo que podrá pasar.

-¡Hola, hola!, señor Otelo, ¿esas tenemos?   —270→   -dijo mi ama festivamente-. ¿A quién va usted a matar?

-No te rías, loca -continuó el moro- ¿Has visto en el salón a ese miserable Mañara?

-Sí; ocupa un sillón de primera fila, y no quita los ojos de la señora Edelmira. Verdaderamente, chico, y sin que esto sea confirmar tus sospechas, a todos los que están en el teatro ha llamado la atención el exagerado entusiasmo de ese joven, y más de cuatro han sorprendido las señas que hace a Lesbia durante la comedia. Y además..., yo no lo he visto, pero me han dicho que...

-¿Qué te han dicho?

-Que la duquesa le mira mucho también, y que parece representar sólo para él, pues todas las frases notables del drama las dice volviéndose hacia el tal joven, como si quisiera arrojarse en sus brazos.

-¡Oh! Es cierto. ¡Ves! -exclamó Isidoro bramando de furor-. ¡Y se reirán todos de mí!, y ese vil currutaco... ¡Ah! Pepa... quiero descubrir fijamente lo que hay en esto... quiero acabar de una vez estas terribles dudas... Quiero desenmascarar a esa infame, y si me engaña, si ha sido capaz de preferir al amor de un hombre como yo, los necios galanteos de ese vil y despreciable mozuelo... ¡ah! Pepa, Pepa, mi venganza será terrible. Tú me ayudarás en ella; ¿no es verdad que me ayudarás? Tú me lo debes todo, yo te saqué de la miseria; tú no puedes negar a Isidoro la ayuda de tu ingenio para este fin, y proporcionándome placer tan inefable, quedarás descargada de la   —271→   inmensa deuda de gratitud que tienes conmigo.

Al decir esto, Isidoro se había levantado y daba vueltas en la pequeña habitación como un león enjaulado, pronunciando con trémulo labio palabras rencorosas. Lo raro fue que mi ama, ya porque tal fuera el estado de su espíritu, ya porque creyera oportuno fingir en aquellos momentos, lejos de amedrentarse al ver la ira de su amigo y maestro, contestó con risas a sus ardientes palabras.

-Te ríes -dijo Máiquez deteniéndose ante ella-. Haces bien: ha llegado el momento de que hasta los mete-sillas del teatro se rían de Isidoro. Tú no comprendes esto, chiquilla -añadió sentándose de nuevo-. Tú no tienes vehemencia ni fogosidad en tus sentimientos. En esto te admiro, y quisiera imitarte, porque yo sé muy bien que en las inclinaciones que hasta ahora se te han conocido, has jugado con el amor, tomándolo como un pasatiempo divertido, que entretiene a uno mismo y hace rabiar a los demás; pero hasta ahora, y Dios te libre de ello, no conoces el amor que ocasiona las mortificaciones propias, mientras los demás se ríen a costa nuestra.

-¡Qué orgulloso eres! -contestó seriamente la González-. Hasta en esto quieres saber más que todos.

-Pues si amas de veras, guárdate de enamorarte de esos usías presumidos y orgullosos, que vendrán a ti para satisfacer su vanidad. Ellos no te amarán con noble y desinteresado amor.

  —272→  

-No creo que jamás pueda amar sino al que siendo igual a mí, no se avergüence de tenerme por compañera.

-¡Oh, qué buen sentido, Pepilla! ¿Dónde has aprendido eso? Pero te aconsejo también que no ames a ningún hombre de teatro, si no quieres tener rabiosos celos de todo el público femenino. ¿Sabes tú lo que es eso?

-Harto lo sé.

-De modo que tu amor aún está dentro del teatro. Eso sí que es una desgracia. Tu suerte consistirá en que el galán será de esos que, por falta de genio, no excitan nunca la arrebatada admiración de las bellas de la platea. Serás feliz, Pepilla; si quieres casarte, cuenta con mi protección.

-Estoy muy lejos de aspirar a eso.

-¿Ese bruto será capaz de no amarte? ¿Acaso vale más que tú?

-Muchísimo más -dijo la González aparentando con grandes esfuerzos la serenidad que no tenía.

-Apuesto a que es algún tenor de la compañía de Manolo García. Déjalo por mi cuenta. Si es cierto lo que supongo, si ese loco no te corresponde y prefiere a tu sencillo cariño el falso amor de alguna damisela de estas que arrastran su púrpura por entre los bastidores del teatro, ya sabrás lo que son celos, ¿eh?

-Demasiado lo sé y demasiado padezco, Isidoro -dijo mi ama en tono de cariñosa confianza-; pero yo tengo una ventaja sobre ti, que no poseyendo aún la certeza de tu desgracia, ignoras qué partido tomar; yo conozco ya,   —273→   sin género de duda que no soy amada, y las circunstancias se han ordenado de tal modo, que me presentan ocasión de tomar venganza.

-¡Oh! Pepa; estás desconocida. No te creí capaz... -indicó Isidoro con energía-. Tú tomarás venganza. Descuida, te ayudaré, si tú me ayudas a mí en la averiguación y en el castigo de las infamias de Lesbia. Pero dime, chiquilla, dime quién es ese hombre. Sé franca conmigo; yo soy tu mejor amigo.

-Te lo diré más tarde, Isidoro. Por ahora me he propuesto guardar secreto.

-Tú vales mucho, Pepilla -añadió el cómico con acento reflexivo-. No esperaba encontrar en ti un eco tan fiel de lo que en mí está pasando. ¡Y ese miserable te desprecia por otra, ignorando las bondades de tu fiel corazón! Dime quién es. ¿Será el mismo Manuel García? Por supuesto, chiquilla, ya sabrás cuánto padece la dignidad, el amor propio, al ver que otra persona posee el afecto que nos pertenece. Te mortificará horriblemente la idea de la triste figura que harás ante el mundo, el pensamiento de los comentarios que hará sobre tu ridícula posición el envidioso vulgo, y al considerar que tú, la persona acostumbrada a rendir a tus pies los corazones, se ve menospreciada por uno solo, rabiará tu orgullo herido, y llorarás en silencio, viéndote más baja de lo que creías.

-En esto -contestó mi ama con patética voz-, no nos parecemos. Tú estás frenético de celos; pero antes que al desaire de que ha sido objeto tu corazón, atiendes a lo que sufre tu   —274→   dignidad, la dignidad del gran Isidoro, que siempre desprecia sin ser nunca despreciado; te enfureces al considerar que se ríen de ti los envidiosos, y esas terribles voces de venganza no las pronuncia tu amor, sino tu orgullo. Yo no soy así: amo el secreto; y si triunfara, gustaría de tener oculta mi felicidad: nada me importaría que el hombre a quien amo, aparentara galantear a todas las mujeres de la tierra, con tal que en realidad a ninguna amase más que a mí.

-Eres singular, Pepilla, y me estás descubriendo tesoros de bondad que no sospechaba existiesen en tu corazón.

-Yo -continuó mi ama más conmovida-, no vivo más que para él, y los demás me importan poco. Contigo debo ser franca y decírtelo todo, menos su nombre, que nadie debe saber. Yo no sé cómo ni cuándo empezó mi funesto amor, y me parece que nací con esta viva inclinación, más dominadora cuanto más intento sofocarla. Por él sacrificaría gustosa mi vida. Tú quizás no comprensas esto; ni menos que yo sacrifique mi reputación de artista, el aprecio y la admiración de la multitud. ¿Qué importa todo eso? Se ama a la persona por la persona y no por la vanidad de poseerla.

-El que te ha inspirado tan noble cariño, sin corresponder a él -dijo Isidoro con brío-, es un miserable que merece arrastrar su existencia despreciado de todo el mundo. ¿No puedo saber tampoco quién es la mujer preferida?

  —275→  

-Tampoco debes saberlo -replicó mi ama, y después, no pudiendo contener el llanto, exclamó así: -Yo no soy cruel; yo no deseaba una venganza que puede ser muy terrible; pero se me ha venido a las manos y he de llevarla adelante.

-Haces bien -dijo Isidoro recreándose con pensamientos de exterminio-. Véngate: yo también me vengaré. Nos ayudaremos el uno al otro. ¿Puedo servirte de algo?

-De mucho -dijo mi ama secando sus lágrimas-. Espero que tu ayuda será de la mayor eficacia.

-¿Y yo puedo contar contigo?

-¿Y me lo preguntas?

-Oye bien: Lesbia confía en tu amistad. ¿No ha celebrado en tu casa entrevista alguna con ese joven?

-Hasta ahora no.

-Pues la celebrará. Si ella no te lo propone, propónselo tú con buenos modos.

-¿Cuál es tu objeto?

-Sorprenderla en algún sitio con ese Mañara. Ella busca siempre las casas de las amigas que no son de su clase, para evitar de este modo la vigilancia de su familia y de su esposo.

-Entiendo.

-Confío en que no te dejarás sobornar por ella, y en que ante todas las consideraciones, será para ti la primera el servicio que me prestes, a mí, tu protector, tu amigo. Espero que te será muy fácil lo que propongo. Si van a tu casa, les entretienes allí, y me avisas. Yo   —276→   haré de manera que ese joven se acuerde de mí para toda la vida.

-Ya tiemblas de gozo, al pensar en tu venganza -dijo mi ama-. Lo mismo me pasa a mí; pero con más motivo, porque la mía está más cercana.

-¿Puedo confiar en ti? ¿Me pondrás al corriente de todo cuanto veas?

-Puedes estar tranquilo, Isidoro. Tú no me conoces bien: en esta ocasión sabrás lo que soy.

-Y tú ¿qué crees? -preguntó el moro con interés-. ¿Crees que tengo razón? ¿Lesbia amará a ese hombre?

-Sí creo que te engaña del modo más miserable; creo que todos los que asisten a la representación se ríen de ti esta noche y el afortunado amante no cabe en sí de satisfacción y orgullo.

-¡Rayos y centellas! -dijo Máiquez con más furia-. Le escupiré la cara desde el escenario. ¡Oh! Pepilla: yo admiro y envidio tu tranquilidad. No desees nunca parecerte a mí; ojalá no sepas nunca lo que son estas culebras de fuego que se enroscan dentro de mi pecho y desparraman por mis arterias su veneno. ¡Oh, qué gran talento tuvo ese poeta inglés que inventó el Otelo! ¡Qué bien pintó la rabia del celoso, la horrible fruición con que se recrea, pensando que ha de poner el cuerpo inanimado y sangriento de su rival ante los ojos que le cautivaron! ¡Qué razón tuvo al suponer el corazón de la mujer antro de maldades y perfidias; qué bien se comprende la espantosa determinación del moro, y el terrible placer   —277→   de su alma al considerarse sepultando el cuchillo en los miembros palpitantes de quien le ofendió, y arrastrar después su infame cadáver!

-¿Qué cadáver, Isidoro? ¿El de él o el de ella? -preguntó mi ama con frialdad.

-El de los dos -contestó Otelo cerrando los puños-. ¿Con que dices que se ríen de mí? ¡Y lo saben todos, y me observan, y estoy sirviendo de espectáculo a ese miserable zascandil! De modo que Isidoro es el hazme reír de las gentes, y tendrá que ocultarse y huir para evitar las burlas de los envidiosos, y ya ninguna mujer se dignará mirarle a la cara. Pero tú, si sabías esto que pasa, ¿por qué no me lo dijiste? ¡Eres tonta sin duda! ¡Oh!, no tengo amigos verdaderos... nadie se interesa por mi honor ni por mi decoro. ¡Estoy solo!... pero solo ¡vive Dios!, sabré volver al lugar que me corresponde.

Diciendo esto, se levantó con resuelto ademán. En aquel momento sonaron algunos golpes en la puerta: era la señal que llamaba a todos los actores para empezar el tercer acto. Máiquez iba a salir; pero al dar los primeros pasos un objeto cayó de su cintura al suelo. Era la daga con puño de metal y hoja de madera plateada: Pepa, durante la conversación había51 estado jugando con la larga cadena que la sostenía y ésta se rompió.

-Se ha saltado un eslabón -dijo mi ama recogiendo el arma-: yo te la compondré en seguida atándola fuertemente.

Isidoro salió, y mi ama, acercándose a una   —278→   mesa arrimada a la pared de en frente, se entretuvo durante un rato y con mucha prisa en una operación que no pude ver; pero presumí fuera la compostura de la cadena rota. Al fin salió, y quedándome solo, pude dejar mi sofocante escondite para correr a la escena.



  —279→  

ArribaAbajo- XXV -

Dio principio el último acto, donde ocurren las principales escenas del drama. En él Pésaro despierta poco a poco los celos en el alma del crédulo moro hasta que, engañándole con cruel y mañosa calumnia, precipita el trágico desenlace. La importancia de mi papel, me obligaba, pues, a fijar en él toda mi atención, apartándola de las impresiones recientemente recibidas. Durante mi primera escena con Otelo, advertí que Máiquez, inquieto y receloso, dirigía sus miradas al joven Mañara, sentado muy cerca del escenario: a causa de la ansiedad de su alma, el gran histrión desatendía impensadamente la representación. A veces algunas de mis frases se quedaban sin réplica; también suprimía él bastantes versos, y hasta llegó a trabarse su expedita lengua en uno de los pasajes donde acostumbraba hacerse aplaudir más. El auditorio estaba descontento, pues aunque conocía las genialidades de Isidoro, no creía natural que se permitiera tales descuidos en una representación de confianza y amistad verificada ante lo más selecto de sus admiradores. El silencio reinaba en la sala, y sólo un sordo murmullo de sorpresa o enfado acogía los versos, mal sentidos y fríamente dichos por el príncipe de nuestros actores.

  —280→  

Mas se esperaba verle repuesto en la segunda escena entre Otelo y Pésaro. Este, urdiendo muy bien la trama que ideó contra Edelmira su diabólica astucia, adquiere al fin las pruebas materiales que Otelo exige para creer en la infidelidad de la veneciana. Aquellas pruebas son una diadema entregada por Edelmira a Loredano, y cierta carta que su padre le obligó a firmar, amenazándola con matarse si no lo hacía. Ni la entrega de la diadema ni la carta firmada por fuerza, eran pruebas que ante la fría razón comprometerían el honor de la esposa de Otelo: pero éste, en su ciego arrebato y salvaje impetuosidad, no necesitaba más para caer en la trampa.

Antes de comenzar esta escena, y hallándome entre bastidores, oí a los concurrentes quejarse de la torpeza de Isidoro, y alguno achacó este defecto no al gran actor, sino a mí, por haberle irritado con mi detestable declamación. Esto me ofendió, y creyéndome autor del deslucimiento de la pieza, resolví hacer todos los esfuerzos de que era capaz para arrancar algún aplauso.

Mi ama, como he dicho, dirigía la escena; indicaba las entradas y salidas; cuidando de entregar a cada actor los objetos de que debía hacer uso durante la representación. Diome la diadema y la carta y salí en busca de Otelo que estaba solo en las tablas concluyendo su monólogo. Entonces empecé aquella grandiosa escena, que es patética, sublime y arrebatadora aun después de haber sido tamizada por el romo ingenio de D. Teodoro la Calle.

  —281→  

-¿Sabes tú padecer?

-le dije-, y al punto Isidoro mirándome sombríamente, repuso:


-Me han enseñado.
-Y sin agitación -dije yo- ¿el triste aviso
de un infortunio grande escuchar puedes?
-Hombre soy.

-Respondió con calma.

Continuó el diálogo, y parecía que Isidoro recobraba todo su genio, pues los versos, inspirados por el recelo y la ansiedad, le salían del fondo del alma. Cuando dijo:


   ¡Infeliz!, ¡la prueba necesito!
¡Con que dámela luego!

Me apretó tan fuertemente la muñeca y sus rabiosos ojos me miraron con tanta furia, que perdí la serenidad, y por un instante los versos que seguían a aquella demanda, huyeron de mi memoria. Pero no tardé en reponerme: le di la diadema, y poco después la carta.

Mas en el momento en que vi en sus manos el fatal papel, un súbito estremecimiento sacudió todo mi ser, y me quedé mudo de espanto. En el color y en los dobleces del papel, en la forma de la letra, que distinguí claramente cuando él fijó en ella la vista, reconocí la carta que Lesbia me había dado en el Escorial para Mañara, y que después mi ama sustrajo de mis ropas al llegar a Madrid.

  —282→  

Otelo debía leer en voz alta la carta, que según el drama decía: «Padre mío: conozco la sin razón con que os he ultrajado. Vos sólo tenéis derecho de disponer de vuestra hija-Edelmira». Pero el pliego que la pícara Pepa había hecho llegar a sus manos, decía: «Amado Juan: Te perdono la ofensa y los desaires que me has hecho; pero si quieres que crea en tu arrepentimiento; pruébamelo viniendo a cenar conmigo esta noche en mi cuarto, donde acabaré de disipar tus infundados celos, haciéndote comprender que no he amado nunca, ni puedo amar a Isidoro, ese salvaje y presumido comiquillo, a quien sólo he hablado alguna vez deseando divertirme con su necia pasión. No faltes, si no quieres enfadar a tu -Lesbia.

»P.D. No temas que te prendan. Primero prenderán al Rey».

Ocurrió una cosa singular. Isidoro leyó el papel en silencio; sus labios secos y lívidos temblaron, y como si aún creyera que era ilusión lo que veía, lo leyó y releyó de nuevo mientras el público, ignorando la causa de aquel silencio, mostró su asombro en un sordo murmullo. Isidoro al fin alzó la vista, se pasó las manos por la frente; parecía despertar de un sueño; balbuceó algunas voces terribles, cerró los ojos, como tratando de serenarse y reanudar su papel; dio algunos pasos hacia el público y retrocedió luego. Los rumores aumentaron; el apuntador le llamó repitiendo con fuerza los versos, hasta que al fin Isidoro se estremeció todo, su semblante se encendió   —283→   vivamente, cerró los puños, agitó los brazos, golpeó el suelo, y declamó los terribles versos siguientes:


    Mira: ves el papel, ves la diadema;
pues yo quiero empaparlos, sumergirlos,
en la sangre infeliz y detestable,
en esa sangre impura que abomino.
¿Concibes mi placer, cuando yo vea
sobre el cadáver, pálido, marchito,
de ese rival traidor, de ese tirano,
el cuerpo de su amante reunido?

Jamás estos versos se habían declamado en la escena española con tan fogosa elocuencia, con tan aterradora expresión. El artificio del drama había desaparecido, y el hombre mismo, el bárbaro y apasionado Otelo espantaba al auditorio con las voces de su inflamada ira. Un aplauso atronador y unánime estremeció la sala, porque nunca los concurrentes habían visto perfección semejante.

Después las facciones del moro se alteraron; su rostro palideció: oprimiose el pecho con ambas manos, y su voz, trocando el áspero tono en otro desgarrador y patético, dijo:


      Las recias tempestades
el viento anuncia con terrible ruido;
el rayo con relámpagos avisa
su golpe destructor, y los rugidos
del león su presencia nos advierten;
mas la mujer con ánimo tranquilo
y aparentes halagos nos destroza
el corazón cual pérfido asesino.

  —284→  

Nueva explosión de entusiastas aplausos. Las mujeres lloraban, algunos hombres no podían conservar su entereza y lloraban también. La concurrencia estaba estremecida, atónita, electrizada, y cada cual, suspensa y postergada su propia naturaleza, vivía momentáneamente con la naturaleza y las pasiones de Otelo.

La representación seguía: fuese Otelo, cambió la escena, apareció la cámara de Edelmira. Entretanto, todos me preguntaban la causa de la turbación y desasosiego de Isidoro; mas yo no sabía qué responder.

Entre bastidores le buscamos con inquietud, pero no le podíamos ver por ninguna parte, ni nadie se daba razón de dónde pudiera encontrarse. Edelmira dijo los versos de su monólogo con extraordinaria sensibilidad: no cesaba de mirar a Mañara, y la vanidosa coquetería de sus ojos, parecía decir: «¡qué bien represento!», mientras el afortunado amante, embebecido en contemplarla, parecía contestarle: «¡qué guapa estás!».

Y así era. Lesbia estaba encantadora52, con los cabellos sueltos sobre la espalda, y el ligero vestido blanco que le ceñía el cuerpo indolente. Entró luego Hermancia, la fiel amiga, y Edelmira le contó sus tristes presentimientos. ¡Qué tono tan melancólico y dulce tenía su voz al expresar el temor de la muerte funesta! ¡Cuán grande interés despertaba su pena! Aunque yo había visto muchas veces la misma tragedia, dentro de la escena, y había perdido toda ilusión, en aquella noche sentía   —285→   un terror inexplicable, y me conmovía la suerte de la infeliz e inocente Edelmira.

La esposa de Otelo, ansiando desahogar la sofocante angustia de su pecho, toma el arpa y entona la canción de Laura al pie del sauce, cuyos lastimeros quejidos son la voz de la misma muerte. Edelmira, a quien Manuel García había enseñado la hermosa estrofa, cantó con dulce y poética expresión. Su voz parecía que nos penetraba hasta los huesos, y nos hacía estremecer con horripilante escalofrío, como el contacto de una hoja de acero.

Cesó la canción y sonó la tempestad en el interior del teatro. El público estaba tan impresionado que ni siquiera aplaudía. Acostose Edelmira y todo quedó en profundo silencio. Otelo debía aparecer, y en el breve momento en que estuvo la escena muda, profundísimo silencio reinaba en la sala. Yo creí sentir el palpitar de los corazones; pero sólo escuchaba las oscilaciones del mío. La más ardorosa inquietud se había apoderado de mí, y miré en torno buscando una persona de confianza a quien comunicar mis recelos; pero no vi sino el pálido semblante de mi ama que se esforzaba en reír diciendo:

-¡Qué bien ha hecho Lesbia su papel! Me confieso derrotada, pues representa mil veces mejor que yo. Pero ahora verán ustedes a Isidoro. Esta noche está más inspirado que nunca.

Observé a Máiquez que ya decía los primeros versos de la escena junto al lecho de la veneciana. Su rostro aparentaba una serenidad   —286→   meditabunda. Cuando alzó las cortinas del lecho y dijo con voz calmosa:


No... tú no morirás... ¡cuánto realzan
su hermosura estas lúgubres antorchas!

un rumor confuso surgió del apiñado auditorio; lloraban casi todas las mujeres, y los hombres se esforzaban en sostener el decoro de la insensibilidad. Otelo acerca su rostro al de Edelmira y dice con extasiado amor:


¡Con qué pureza respirar la siento!
¿Qué poderoso hechizo es el que arrastra
mi persona a la suya con tal fuerza?

Edelmira despierta con sobresalto. Otelo disimula al principio; mas luego no oculta el objeto que le trae, y Edelmira aterrada y confusa, jura que es inocente. Nada convence al terrible moro, que mudando de improviso la expresión de su fisonomía, exclama con ferocidad y descompuestos ademanes:


Mírame, ¿me conoces... me conoces?

El auditorio se estremeció de terror. Algunas señoras se desmayaron, y oyéronse voces acongojadas que decían: «Piedad, piedad para Edelmira... es inocente... ese infame Pésaro tiene la culpa... que traigan a Pésaro».

Isidoro sacó el papel y lo mostró con fiero ademán a Lesbia, quien lanzó un grito terrible sin decir los versos que correspondían en aquel momento. Otelo se acercó más a Edelmira,   —287→   y Edelmira hizo un movimiento para saltar del lecho. Se le habían olvidado los versos; pero al fin, dominando un poco su turbación, recordó algo, y el diálogo siguió así:

EDELMIRA.-
¿Y qué quieres decirme?
OTELO.-
Preparaos.
EDELMIRA.-
¿Pero a qué?
OTELO.-
Este acero os lo señala.

Diciendo esto, Isidoro desenvainó la daga; en lugar de la hoja de madera plateada, vimos brillar en su mano una reluciente hoja de acero. La conmoción fue general entre bastidores. Lanzose Edelmira del lecho con precipitación y azoramiento, y recorrió la escena gritando como una loca: «¡Favor, favor... que me mata! ¡Al asesino!».

No puedo pintaros lo que fue aquel momento en la escena y fuera de ella. Los espectadores de primera fila trataron de subir al escenario en el momento en que Lesbia perseguida por Isidoro, fue asida por el vigoroso brazo de éste. En el mismo instante, no pudiendo contenerme, me abalancé hacia la dama como impulsado por un resorte, y abracéme estrechamente a ella. El puñal de Isidoro se levantó sobre mí. La presencia inesperada de una víctima extraña hizo sin duda que el moro volviera en sí de su furiosa obcecación; conmoviose todo, pareció que un velo se descorría ante sus ojos, arrojó el puñal, quiso recobrar su aplomo; pronunció algún verso tremendo   —288→   clavando sus manos en mí, como si yo fuera Edelmira; ésta, desprendiéndose de mis brazos, cayó53 al suelo desmayada, y al punto nos vimos rodeados de multitud de personas. Todo esto pasó en unos cuantos segundos.


  —289→  

ArribaAbajo- XXVI -

El escenario se llenó de gente. La condesa, alzada al instante del suelo, fue objeto de solícitos cuidados. Al poco rato desvaneciose su desmayo, abrió los ojos y dijo algunas palabras. No tenía la más ligera lesión, y todo había concluido sin más consecuencias que las del susto. Su palidez y la alteración de su semblante eran extraordinarias; pero aún había entre los circunstantes una persona más alterada y más pálida: era mi ama.

Isidoro parecía embrutecido y avergonzado. Transcurrió media hora, y cuando fue indudable que no había ocurrido ninguna desgracia que se temía, entablose una discusión muy viva sobre aquel acontecimiento, que la mayoría de los presentes consideraba bajo el punto de vista artístico; y era opinión de muchos que exaltado hasta un extremo de delirio el genio artístico de Máiquez, se identificó con su papel de un modo perfecto.

-Pues lejos de ser el camino de la perfección artística -dijo Moratín-, lleva derecho a la corrupción del gusto, y extinguirá en las ficciones el decoro y la gracia, para confundirlas con la repugnante realidad.

-Ni eso es representar, ni eso es nada -dijo Arriaza, que como es sabido, detestaba a Isidoro-. Desde que ese caballero introdujo aquí   —290→   la escuela francesa, ha corrompido el arte de la declamación.

-Nunca he visto a Máiquez tan apasionado y fogoso -indicó un caballero que se unió al grupo-. Me parece que en la escena ha pasado algo extraño a la comedia.

Otro joven acercó sus labios al oído del primero, y por un rato le habló en voz muy baja. Después a los cuchicheos siguieron las risas. Pasó Mañara no lejos de allí, y todos fijaron la vista en él.

-Bien se explica la ferocidad de Isidoro -dijo uno.

-Hasta aquí -añadió Moratín-, siempre se le ha visto contenerse dentro del límite de las conveniencias escénicas.

-Me acuerdo de cuando Isidoro era un pedazo de hielo -dijo Arriaza-. En el teatro no le llamaban sino el marmolillo.

-Es verdad -repuso Moratín-. Pero cuando volvió de París vino muy corregido, y no puede negarse que es un actor de gran mérito. En lo patético no tiene igual; en lo trágico suele carecer de fuego: pero esta noche lo ha tenido con exceso.

-Le he tratado bastante -dijo un tercero-. Es hombre de pasiones enérgicas. Como actor consumado, comprende bien que el arte es una ficción, y representando no deja nunca de ser comedido y decoroso. Esta noche, sin embargo, le hemos visto tal cual es.

Otro personaje se acercó al grupo.

-¿Qué le ha parecido a Vd., señor duque, el desenlace de la tragedia? -le preguntó Arriaza.

  —291→  

-¡Magnífico! Esto se llama representar -contestó el marido de Lesbia-. Parecía aquello la misma realidad. Pero no consentiré que mi esposa salga otra vez a la escena. Representa demasiado bien y entusiasma y trastorna a los actores que la acompañan.

Un abanico tocó el hombro del señor duque; volviose éste, y Amaranta entró en el corrillo. Todos la saludaron, disputándose a porfía el honor de dirigirle la palabra. Ella habló así:

-Bien dije a Vd., señor duque, que no había nada que temer. Un exceso de inspiración dramática y nada más.

-El exceso es malo en todo: yo creí que la duquesa iba a perecer a manos de Isidoro por un exceso de inspiración.

-Además -dijo Amaranta-, quizás alguna causa que no conocemos...

Al decir esto pareció que los pies de la hermosa dama habían tocado algún objeto arrojado en el escenario. Apartose ella vivamente, apartáronse todos, y las faldas de Amaranta, al deslizarse sobre el piso, dejaron ver un papel arrugado. Como si aquel papel fuera un tesoro de inestimable precio, Amaranta bajose a cogerlo, y después de mirarlo rápidamente, lo guardó en su bolsillo. Era la carta fatal, como diría un novelista.

-¿Alguna causa que no conocemos?... -preguntó el duque continuando la conversación interrumpida.

-Sí -contestó la dama-; y me parece que puedo sacarle a Vd. de dudas... Pero tengo que   —292→   ir al cuarto de la González. Allí le aguardo a usted y hablaremos.

Quedaron solos los hombres otra vez. La marquesa atravesó la escena preguntando por Isidoro.

-¿Será posible -decía-, que no pueda representarse La venganza del Zurdillo? ¡Pepa!... ¿Pero dónde está Pepa?

Esta pregunta se dirigió a mí, y al instante marché en busca de mi ama. No estaba en su cuarto, y sí en el de Máiquez, quien una vez pasada la excitación del terrible momento, se esforzaba en aparecer tranquilo y hasta risueño, aunque era fácil conocer que la rabia no se había extinguido en su pecho.

-¡Qué broma tan pesada, Isidoro! -dijo la marquesa asomándose a la puerta-. Aún no me he recobrado del susto.

-Es verdad, señora -dijo el actor-; pero la señora duquesa tiene la culpa, por la perfección con que ha hecho su papel. Su incomparable talento tuvo el don, no sólo de transportarla a ella54, sino de transportarme a mí mismo a la esfera de la realidad. Jamás me ha pasado cosa igual desde que piso las tablas. Un actor inglés, representando en cierta ocasión a Otelo, mató a la cómica que hacía de Desdémona. Esto me parecía inverosímil; pero ahora comprendo que puede ser verdad.

-¿No se suspenderá La venganza del Zurdillo?

-Por ningún caso. Hace falta reír un poco, señora marquesa.

Retirose ésta y después que salieron algunos   —293→   amigos de Máiquez, que le acompañaban, el actor quedó solo con mi ama y conmigo.

-Ven acá -me dijo el actor, apretándome vigorosamente el brazo-. ¿Quién te dio aquella carta?

Señalé a mi ama.

-Fui yo -dijo ésta-. Quería que conocieras el corazón de Lesbia.

-¿Por qué no me la diste en otra parte? Me has puesto al borde del abismo; he estado a punto de cometer un crimen. Mi furor fue tan grande cuando leí aquel papel, que lo olvidé todo, y aunque en el instante que estuve fuera de la escena procuré serenarme, mi cólera se encendió más, y... ya sabes lo que pasó. Cuando la vi en la escena final quise contenerme; pero sus miradas, su acento, me irritaban cada vez más, y sentí en mí una crueldad, una ferocidad que nunca había conocido. Recordaba sus tiernas promesas, sus apasionados arrebatos de amor, su falsa sencillez, y por un momento creí que hasta era un deber castigar a aquel monstruo de falsedad e hipocresía. Cuando saqué el puñal y advertí que era una hoja de acero, experimenté un placer indecible. ¡Ay, Pepa! ¡Qué momento! No sé cómo no la maté; no sé cómo en aquel instante no me perdí y me deshonré para siempre. Si Gabriel no se hubiera abrazado a ella cubriéndola con su cuerpo, creo que a estas horas... no lo quiero pensar.

-A estas horas -dijo mi ama-, estarías llorando sobre el cadáver de tu amante, herida por tu propia mano.

  —294→  

-No, Pepa, no; ya no la amo. La lectura de la carta ha ahuyentado de mí todo sentimiento amoroso: ya no tengo para ella más que un desprecio, una repugnancia de que no puedes formar idea. Me espanto de haber amado a semejante mujer. Pero di: ¿fuiste tú quien trocó el puñal de teatro por la hoja de acero?

-Sí; yo fui.

-¿Luego tú -exclamó con asombro, lo preparaste todo? ¿Qué interés, qué intención...?

-¡La aborrezco con toda mi alma!

-¡Y quisiste hacerme instrumento de un crimen! Hace poco hablabas de tu venganza. ¿Por qué aborreces a Lesbia?

-La aborrezco porque... la aborrezco.

-¿Y no te remuerde la conciencia de un sentimiento que te lleva hasta el crimen?

-¡La conciencia!... ¡Un crimen! -dijo mi ama con cierta enajenación, y después ocultando el rostro entre las manos empezó a llorar amargamente, exclamando-. ¡Oh! ¡Dios mío, qué desgraciada soy!

-Pepa, ¿qué tienes? ¿qué es eso? -dijo Isidoro sentándose junto a ella, y apartándole las manos del rostro-. Pero tú... Con que tú... De modo que tú...

Dieron golpes en la puerta, y una voz dijo: «El sainete: que va a empezar el sainete».

El aviso no distrajo a los dos actores. Pepa seguía llorando e Isidoro lleno de asombro.



  —295→  

ArribaAbajo- XXVII -

Creí prudente retirarme, no sólo porque allí no hacía falta ninguna, sino porque en mi mente bullía, inquietándome mucho, un proyecto que al fin decidí poner en ejecución sin pérdida de tiempo. Dirigime lleno de resolución al cuarto de mi ama. Amaranta estaba allí y estaba sola.

-¡Oh Gabriel! -me dijo- ¿tienes valor para presentarte delante de mí? ¿Sabes que tienes un modo singular de despedirte? Veo que eres un farsantuelo de quien nadie debe fiarse. Di: ¿es esa la lealtad con que tú acostumbras pagar a tus favorecedores?

-Señora -repuse desafiando el rayo de sus ojos, como el marino desafía la tempestad-, el oficio a que usía me pensaba dedicar en palacio no era de mi gusto. Si no me despedí de mi ama, fue porque el temor de que me prendieran me obligó a salir del real Sitio.

-No puedo negar -dijo riendo-, que te burlaste con mucha gracia del licenciado Lobo. Bien decía yo que eras un chico de mucha disposición. Pero el talento más fecundo permanece oculto hasta que encuentra ocasión de mostrarse. Aquel rasgo de ingenio habría sido completo, habría sido sublime, si me hubieras entregado la carta.

-No me la habían dado para usía.

  —296→  

-Lo cierto es que no fue a poder de su dueña. Pepa te la quitó, y ha hecho de ella el uso que sabes. Tampoco ella quiso entregármela; pero al fin la casualidad la ha traído a mis manos. ¿La ves?

-Creo que usía me la entregará, porque esa carta es mía, me pertenece, tengo que devolverla a su dueño -dije con resolución.

-¡Devolvértela! ¿Tú estás loco? -exclamó Amaranta riendo como quien oye un gran despropósito.

-Sí señora, porque el recobrarla es para mí una cuestión de honor.

-¡Honor! -dijo la dama riendo más fuerte. ¿Acaso tienes tú honor? ¿Sabes tú lo que es eso, chiquillo?

-¿Pues no he de saber? -respondí-. Cuando usía me propuso el oficio de espía, sentí que se me subía un calorcillo a la cara; y me pareció que me estaba viendo a mí mismo en aquel empleo y en los de engañar, fingir y mentir... y viéndome me daba espanto... y un sudor se me iba y otro se me venía, porque el Gabriel que mi madre echó al mundo, se entretiene a veces oyendo lo que él mismo se dice por dentro acerca de la manera de ser caballero decente y honrado. Cuando la señora duquesa me pidió su carta, y yo no podía dársela sentí el mismo embarazo... y también me ocurrió que no devolviendo el papel y permitiendo que otras personas sigan haciendo mal uso de él, el Sr. Gabrielillo no vale dos cuartos. Si esto no55 es el honor, que venga Dios y lo vea.

  —297→  

Amaranta pareció muy sorprendida de estas razones, y me dijo con bondad:

-Tales ideas no son propias de ti. Tiempo tienes, cuando seas mayor, de tener todo el honor que quieras. Cada vez te encuentro más propio para desempeñar a mi lado los empleos de que te hablé. Me parece que has empezado bien el curso en la universidad del mundo; y o mucho me engaño, o te bastarán pocas lecciones más, para ser maestro.

-Creo que usía no se equivoca -respondí-, y en cuanto a las lecciones que usía me ha dado, me parece que han sido de provecho.

-¿Y no renuncias a tus proyectos de ser... como decías?... -me preguntó irónicamente.

-No señora, sigo en mis trece -contesté sin turbarme-, y a lo mejor va a tener usía el gusto de verme príncipe o tal vez de rey en cualquier reino que las damas de la corte sacarán para mí. Si no hay más que ponerse a ello, como dice Inesilla.

-Pero di, chiquillo: ¿de veras creíste tú que ya te estaban labrando la espada de general o la corona de duque?

-Como esta es noche. Y usía, que se me figuraba una divinidad bajada del cielo para favorecerme, acabó de trastornarme el juicio, enseñándome lo que debía hacer para echarme a cuestas el manto regio o cuando menos para ponerme los galones de capitán general.

-Parece que te burlas; ¿qué quieres decir?

-Digo que desde que usía me dijo que el camino de la fortuna estaba en escuchar tras de los tapices, y llevar y traer chismes de cámara   —298→   en cámara, se han arreglado las cosas de tal modo, que sin querer estoy descubriendo secretos, y aunque quiero taparme las orejas, las picaronas se empeñan en oír...

-¡Ah! Tú quieres revelarme algo que has oído -dijo Amaranta con complacencia-. Siéntate y habla.

-Lo haré de buena gana, si usía me devuelve la carta de la señora duquesa.

-Eso no lo pienses.

-Pues entonces callaré como un marmolejo. En cambio contaré una historia parecida a la que usía me refirió, aunque no es tan bonita. No la he leído en ningún libro viejo, sino que la oí... Estas condenadas orejas mías...

-Pues empieza -dijo la condesa con alguna perplejidad.

-Hace quince años había en Madrid una damita muy guapa, muy guapa, que se llamaba... no me acuerdo su nombre. Esto no pasaba en ningún reino apartado ni antiguo, sino en Madrid, y no se trata de sultanes ni de grandes ni pequeños visires, sino de una damita muy linda, la cual damita se enamoró de un joven de buena familia que vino a la corte a buscar fortuna. Parece que los padres se oponían; pero la damita amaba ciegamente al joven; y como todo lo vence el amor, entre éste y el demonio proporcionaron a los dos jóvenes entrevistas secretas que...

Amaranta se puso pálida, y su mismo asombro la tenía muda.

-Pues es el caso que la damita dio a luz una criatura- continué.

  —299→  

-No estoy aquí para oír necedades -dijo Amaranta dominando su ira.

-Pronto concluyo. Dio a luz una criaturita: huyó el joven a Francia temiendo ser perseguido, y los padres de la damita se dieron tan buena maña para echar tierra a aquel negocio, que nada se supo en la corte. La damita se casó después con el conde de no sé cuántos... y nada más.

-Veo que eres rematadamente necio. No quiero oír más tus simplezas -dijo la dama, cuyo semblante se cubría de vivísimo carmín.

-Aún falta un poquito. Más tarde lo descubrieron algunas personas; y hablaron de esto en sitio donde yo lo oí; pero como soy tan curioso, y ahora ando amaestrándome en los chismes y enredos para ver si llego a general o a príncipe, no me contento con aquellas noticias y voy a que me dé más una mujer que vive orillas del Manzanares, junto a la casa de D. Francisco Goya.

-¡Oh! -exclamó Amaranta furiosa-. Sal de aquí, desvergonzado mozalbete. ¿Qué me importan tus ridículas historias?

-Y como estas noticias no tienen valor hasta que no se traen de aquí para ahí, pienso comunicárselas a la señora marquesa para que me ayude en mis pesquisas. ¿No cree usía señora condesa, que esta es una excelente idea?

-Veo que sabes manejar la calumnia y las bajas y miserables intrigas. Supongo quién habrá sido tu maestro. Vete Gabriel, me repugnas.

  —300→  

-Me iré y callaré; pero es preciso que usía me vuelva la carta.

-Miserable rapaz: ¡quieres burlarte de mí, quieres medir conmigo tus indignas armas! -exclamó levantándose de su asiento.

Su actitud decidida me turbó un poco; pero hice esfuerzos por reponerme, y continué así:

-Para hacer fortuna no hay medio mejor que el espionaje y la intriguilla: el que posee secretos graves lo tiene todo, y ahora salimos con que voy a conseguir dos mitras, ocho canonjías, veinte bastones de coronel, cien capellanías y mil plazas de contaduría para todos mis amigos.

-Déjame, no quiero verte. ¿Has oído?

-Pero antes me dará usía la carta. Si no he de llevar un recadito a la señora marquesa, o al señor diplomático, que como hombre reservado no lo dirá a alma viviente.

-¡Ah!, imbécil, cuánto te desprecio -dijo revolviendo en su bolsillo con febril inquietud-. Toma, toma la carta, vete con ella, y jamás vuelvas a ponerte delante de mí.

Diciendo esto, arrojó en el suelo la carta que recogió un servidor de ustedes.

Después, sentándose de nuevo, volvió hacia mí su rostro siempre bello, y me dijo:

-¡Quién te ha enseñado esas travesuras? Eres un necio.

-De los necios se hacen los discretos -contesté-. Dando con un buen maestro... Si usía no me hubiera despabilado tanto... Oyendo y viendo se aprende mucho, señora; y yo, desde que entré al servicio de usía hasta hoy, no he   —301→   desperdiciado el tiempo. Bien haya quien me ha abierto los ojitos que ven y las orejitas que oyen. Para ser discreto es preciso haber sido tonto.

Cuando pronuncié esta extraña sentencia, Amaranta echó sobre mí una mirada de orgulloso desdén, y señalome la puerta. ¡Ay!, estaba hermosa, hermosa como nunca. Su noble ademán, sus mejillas teñidas de leve púrpura, el incendio de sus ojos, la agitación de su seno encantaban la vista, y no era posible aborrecerla. Indudablemente, señores, el mal es a veces lindísimo.

Ya me marchaba, cuando entró el señor duque acompañado del diplomático.

-Aquí estoy, Amaranta -dijo el primero-. Me habló Vd. de causas que no conocemos...

-No le hagas caso, sobrina -exclamó el marqués-. ¿Pues no ha dado en la flor de estar celoso? Y dice que en el caso de Otelo él haría lo mismo.

-Sí -dijo el duque-. Si yo sospechara de mi mujer la mataría.

-No me refería a nada que no fuese algún motivo artístico -indicó secamente Amaranta.

-No consiento que mi mujer salga más a las tablas en compañía de ese bárbaro Otelo. La pobrecita debe de haber padecido mucho. Pero veo que en mi ausencia han ocurrido grandes novedades. Parece que también han querido ponerla presa. ¡Pobre cordera mía! ¿Cómo es posible que haya dado motivos para eso...? Si es la bondad, si es la dulzura en persona.

  —302→  

-Son tantos los que han sido incluidos en la causa... -dijo Amaranta-. Pero por mediación mía se la puso al instante en libertad.

-¡Oh!, gracias, querida condesa. Verdad es que Lesbia es amiga de Vd. desde la infancia, y entre amigas... ¿Y no se la molestará más?

-No -dijo el diplomático-. Felizmente puede arrancarse de la causa todo lo que conviene, ¿no es verdad, sobrina?

-Sí; precisamente se ha hecho eso con todo lo que se refiere al Príncipe, porque como ha confesado y hecho acto de contrición de todas sus faltas... Los jueces tienen buena mano, y suprimirán todo lo que se quiera, dejando la causa tal como convenga presentarla al público.

-Eso está muy bien dispuesto -afirmó el diplomático-, y prueba que hay tacto en el Gobierno. ¿Y Napoleón?

-Napoleón ha exigido que no se le nombre para nada, y por esto ha sido preciso eliminar también cuanto a él se refiere. Aunque consta que el Príncipe le escribió y tuvo tratos con su embajador, los jueces se comerán todas las declaraciones y documentos en que esto se vea, para que Bonaparte quede contento.

-Bien, bien, eso me tranquiliza -afirmó el diplomático con mucho énfasis-, y así lo pondré en conocimiento del Príncipe Borghese, del príncipe Piombino, de S.A. el gran duque de Aremberg. Por supuesto, os encargo que no digáis a nadie mis propósitos; ¿lo oyes Amaranta? ¿Lo oye usted, señor duque? ¡Ah!,   —303→   al duque no se le puede confiar un secreto. Todo lo dice.

-¿Qué? -preguntó Amaranta.

-Por más que me empeño en que la más absoluta reserva sirva de impenetrable velo a lo que ocurre entre la González y yo...

El señor marqués no abandona sus antiguas mañas -dijo el duque.

-No hijo; es que sin saber cómo ni cuándo... Nada he puesto de mi parte. Hace tiempo que Pepita ha manifestado que hallaba en mí cierto encanto... Pero la pícara no se cuida de disimular; ahora mismo, durante el sainete, me echaba unas miradas... ¡Y qué bien ha representado! Nunca la he visto tan alegre, tan graciosa, tan juguetona, tan vivaracha. La verdad es que me está comprometiendo. ¿Lo creerás, sobrina? Yo me empeño en ocultarlo, porque... ya sabes... ese es mi carácter, y ella... pero si todo el mundo lo sabe. Al concluir el sainete, no he podido menos de acercarme a ella, y le he dicho: «Disimule usted Pepa, no olvide usted que la reserva es hermana gemela de la... digo, del amor». Sin duda por obedecer esta advertencia, se ha marchado con Isidoro, fingiéndose muy contenta en su compañía. Ambos iban muy amartelados, y cualquiera menos listo que yo, los habría tenido por amantes.

-Tal vez -dijo Amaranta.

Salí del cuarto. Cuando después de buscar   —304→   ávidamente a Lesbia por el escenario, di con ella al fin y la entregué la carta, me dijo con mucha ansiedad mientras la guardaba:

-¡Ah, Gabrielillo! Esta noche me has salvado la vida dos veces.



  —305→  

Arriba- XXVIII -

No quise estar más allí; salí decidido a huir para siempre del vergonzoso arrimo de cómicos y danzantes, de damas intrigantuelas y de hombres corrompidos y fatuos. Al salir, un vivo deseo de correr a casa de Inés llenaba mi alma toda. Volé al cuarto piso tomando la pequeña escalera, y por el camino, en mi precipitada marcha, iba arrojando los postizos y adornos que me habían servido para la representación. Aquí dejé las barbas y bigotes, allí las plumas de mi sombrero, más allá la escarcela, y por último eché a rodar el tahalí y el collar. Me parecían prendas de ignominia que no debían ir sobre mí al presentarme en la casa del reposo.

Subí y entré: el padre Celestino me abrió la puerta, y al punto advertí que sus ojos habían llorado.

-La pobre doña Juana ha muerto hace dos horas -dijo contestando a mis preguntas.

Esta noticia dio a todo mi ser el frío y la inmovilidad de una estatua. Sepulcral silencio reinaba en la casa. En el fondo del pasillo vi la puerta de la sala, cuyo recinto iluminaba una claridad rojiza. Acerquéme con pasos lentos y conteniendo con la mano el latir de mi corazón que parecía querer salírseme del pecho. Desde el umbral vi el cuerpo de la santa mujer   —306→   vestido de negro, y sobre el mismo lecho en que había sido abandonado por el alma: sus manos cruzadas en actitud de orar, sus cerrados ojos y la apacible y tranquila expresión de su semblante blanco como el mármol, más que el aspecto de la triste muerte, dábanle la fisonomía propia de un recogimiento meditabundo y de aquel místico sueño que es en las gentes de exaltada piedad, como un viaje al cielo para volver.

Junto a ella, y sentada en el suelo, con la cabeza entre las manos y apoyada en el lecho, estaba Inés. Su llanto tranquilo era el natural desahogo de un dolor resignado, propio de quien acostumbraba a relacionar las penas y las alegrías con la voluntad de arriba. No hizo movimiento alguno para mirarme, ni yo seguramente lo merecía. Una sola vela de cera, cuya llama puntiaguda y movible señalaba al cielo con leve oscilación, iluminaba la silenciosa sala; y las imágenes de vírgenes y santos que había en la pared, como afectadas del fúnebre cuadro, parecían tener en sus rostros inusitada gravedad.

A pesar de mi aflicción, yo experimentaba ante aquel espectáculo una especie de alivio moral que me es imposible expresar con palabras. Aquella tranquilidad que acompañaba a una gran pena, aquella paz de espíritu que cubría el dolor, como las alas del misterioso ángel protegen el alma, al salir turbada y temerosa del cuerpo pecador; aquel silencio de la mujer muerta, que me hacía oír en lo profundo de mi mente un lejano y celeste coro de   —307→   triunfante música; el sereno llorar de la huérfana, cuyo dolor modesto no acusaba a la suerte, ni a la casualidad, ni a otro alguno de los irrisorios dioses que ha creado el holgazán entendimiento humano; aquel aspecto de resignación; el reposo imperturbable que ni aun la muerte había alterado en aquella mansión de la conciencia pura, de los deberes, de la religión, del sencillo amor, fueron para mi espíritu como un aura serena, como un templado y regenerador ambiente que equilibra y uniforma la atmósfera por tempestades revuelta o agitada por opuestas corrientes. Jamás he podido comparar con más propiedad mi alma con la imagen de un terso lago, de igual y no alterada superficie, ni jamás he distinguido con tanta claridad el lejano fondo. Cual si mi pecho hubiese estado por largo tiempo privado de fácil respiración, mis pulmones se dilataron y mi aliento sacaba del corazón un gran peso...

El cura me sacó de tales abstracciones llamándome fuera.

-La pobre Juana -me dijo enjugando una lágrima-, no tuvo tiempo de ver satisfecho el deseo de toda mi vida.

-¿Pues qué? Vd...

-Sí, hijo mío; poco antes de su muerte recibí este papel en que se me nombra ecónomo de la iglesia parroquial de Aranjuez. Al fin se me ha hecho justicia. No me ha cogido de nuevo, y bien te decía yo que había de ser esta semana. ¿Ves, Gabrielillo? Dios ha acudido oportunamente a nosotros en esta desgracia.   —308→   Ya Inés no quedará desamparada, ni tendrá que pedir auxilio a los parientes de Juana.

-¡Pobre Inés! -exclamé-. A ella consagraré mi vida entera. Viviré56 por ella y sólo por ella.

-¡Ah! -dijo el clérigo-. Ocurre una cosa singularísima, querido Gabriel. ¿Sabes que la pobre Juana me ha hecho antes de morir una revelación que... a ti puedo confiarlo porque casi eres de la familia.

-¿Qué?

-Después que confesó, llamome aparte y me dijo que Inés no es hija suya... ¡Si vieras qué historia tan singular! Estoy confundido, absorto. Pues, sí, Inés no es hija suya, sino de una gran señora que...

-¿Qué dice usted? -exclamé con el mayor asombro.

-Lo que oyes: la verdadera madre... ya comprenderás que en esto hubo una de esas secretas aventuras, que deshonran a una noble familia. La verdadera madre abandonó a esa pobre niña, y... ya te contaré despacio.

-Pero el nombre, el nombre de esa señora es lo que quiero saber.

-Juana iba a revelármelo: su relación la había fatigado mucho, y la palabra tembló en sus labios ya paralizados por la muerte.

Tal noticia produjo en mí espantosa confusión: volví a la sala y contemplé a la muerta, casi esperando que sus labios pudieran articular el deseado nombre.

-¿Es posible, Dios mío -dije dirigiendo mi mente al cielo-, que no hagas bajar un rayo   —309→   de vida a este yerto cadáver para que su fría lengua se mueva y pronuncie una sola palabra?

En mi ansiedad, hasta tuve por un momento la esperanza de que el cadáver reanimado por mis ruegos, volviese a la vida para revelarme el misterio del nacimiento de Inés.

-¡Qué loco soy! -dije después-. No faltarán medios de averiguarlo.

Desde entonces Inés fue para mí el resumen de la vida. Si antes no la hubiera amado, su desgracia me habría inclinado con invencible fuerza hacia ella. Empleé los dos mil reales en el entierro de la difunta, y en el viaje que el padre Celestino y la huérfana hicieron a Aranjuez, donde se instalaron. Yo regresé a Madrid. Inés, reclamada después por los parientes de doña Juana, sufrió martirios y desgracias, cuyo recuerdo hace aún estremecer de angustia mi corazón. Creímos al fin asegurada nuestra felicidad; pero vinieron aciagos y terribles días: vino la revolución de Aranjuez, vino el Dos de Mayo, día de sangre y luto; los franceses inmolaron muchas víctimas; Inés cayó en poder de los invasores... pero ahora me faltan fuerzas para relatar tan horrorosos acontecimientos. Estoy fatigado y necesito tomar aliento para seguir contando.




 
 
FIN DE LA CORTE DE CARLOS IV.
 
 


Madrid, Abril-Mayo de 1873.