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La creación literaria femenina en España en el siglo XVIII: un estado de la cuestión

María Jesús García Garrosa





La celebración del centenario de una obra de la trascendencia literaria y sociocultural de El sí de las niñas es una ocasión muy propicia no sólo para proponer nuevas lecturas, enfoques o análisis críticos de la comedia de Leandro Fernández de Moratín, sino una invitación a repasar otros aspectos de la historia, los hábitos sociales, la cultura y las letras en la España de su tiempo.

La comedia de Moratín es, en última instancia, la constatación de una conquista: la de la voz de las mujeres para expresar sus sentimientos y elegir. Como la de la joven Francisca moratiniana, la historia de las mujeres en la España del siglo XVIII fue en cierto modo esa progresiva conquista de unos espacios públicos donde dejar oír sus voces, entre ellos el de la escritura y la creación literaria. El auge de los estudios de género y las nuevas orientaciones historiográficas en el terreno de los estudios sociales han propiciado en las últimas décadas un desarrollo extraordinario de los estudios sobre la mujer, manifiesto en la extensa bibliografía de los historiadores que han abordado desde diferentes perspectivas la situación de las mujeres en la España del Antiguo Régimen. La historiografía literaria no ha permanecido ajena a esta corriente de interés por las mujeres y también hemos asistido al despegue de las investigaciones dedicadas a la escritura femenina en el siglo XVIII.

De este último aspecto tratará esta contribución. Antes de entrar directamente en materia, querría hacer algunas precisiones. La primera es que las páginas que siguen no constituyen, stricto sensu, un estado de la cuestión sobre la creación literaria femenina en la España de 1800, entre otros motivos porque, afortunadamente, lo publicado en los últimos años es mucho y su presentación y repaso abarcaría más del espacio asignado a este trabajo. Ciertamente esbozaré un panorama de la bibliografía más reciente sobre el tema, pero mi objetivo se dirige más bien a presentar algunas reflexiones sobre la labor creativa del bello sexo al hilo de las aportaciones de esas publicaciones y del conocimiento -cada vez más amplio y al tiempo más matizado- que nos han ido ofreciendo de las grandes figuras de la literatura femenina del siglo XVIII y de su obra.

Convendrá también precisar que me he limitado a los estudios sobre el quehacer literario de las mujeres, por lo que quedan al margen tanto los trabajos que analizan la imagen de las mujeres en la literatura de la época como las muy importantes aportaciones historiográficas sobre otros aspectos de la historia y la situación de la mujer en la España de Leandro Fernández de Moratín1. Igualmente, debo explicar que voy a limitar mis apreciaciones a lo publicado en los últimos diez años, una década en la que se ha producido un espectacular avance bibliográfico en esta parcela de la historiografía literaria. Los trabajos de estos diez años se han asentado en parte en los logros de quienes en las dos décadas precedentes ya empezaron a dedicar sus esfuerzos a la recuperación de la obra de las grandes figuras del dieciocho femenino hispano. Para una consulta sobre esas investigaciones, y sobre otros aspectos de la situación cultural de las mujeres en el siglo XVIII, remito a la bibliografía del excelente panorama de conjunto sobre La mujer y las letras en la España del siglo XVIII que constituye el libro de Emilio Palacios (Palacios 2002)2. Por fin, querría señalar que en el cuerpo de este trabajo y en la bibliografía final he procurado dar cuenta de las contribuciones más amplias y abarcadoras sobre las grandes figuras femeninas del setecientos, sobre las que estudian el conjunto de la producción de las escritoras en la época, y sobre las ediciones de sus obras; obviamente la investigación de estos años ha aportado también numerosos estudios puntuales sobre obras concretas o sobre aspectos muy específicos de algunas autoras que, como criterio general, no aparecerán aquí contemplados, pero cuya referencia podrá encontrarse fácilmente en la bibliografía más reciente sobre cada autora en cuestión.

Como acabo de apuntar, es innegable el desarrollo de las investigaciones sobre la mujer en el siglo XVIII y sobre su quehacer literario, que en los últimos diez años han propiciado un aumento espectacular de la bibliografía no sólo sobre la escritura femenina, sino sobre todos los aspectos de la relación de las mujeres y las letras en el siglo XVIII. Lo primero que hay que destacar es que quienes se han acercado a las mujeres de letras del setecientos han sido tanto filólogos como historiadores, que, como es lógico, han trabajado con métodos y objetivos distintos. Por esta razón, en general, se observa que en esta nutrida bibliografía ha habido dos enfoques sobre la materia. De un lado, los historiadores han tendido a situar a las escritoras dieciochescas en su contexto social, y en el marco sociocultural del debate sobre los sexos y la capacidad intelectual de las mujeres (Bolufer 1998: 299-339). En la perspectiva de la moderna historiografía de atender a las esferas de lo privado y lo público, los historiadores han planteado que la escritura fue para las mujeres, además de una conquista personal de satisfacción intelectual en el terreno de lo íntimo, uno de los modos de acceso a la esfera de lo público, una forma de trascender el ámbito privado de la domesticidad que el discurso social y político sobre la mujer había establecido en el XVIII, y poder participar en el espacio público de las letras; esto es, la escritura fue para las mujeres que tomaron la pluma con ánimo creativo, científico o divulgativo, un modo de afirmación, y de demostración de que la capacidad intelectual femenina era igual a la de los hombres, y una búsqueda, por tanto, de reconocimiento. En consecuencia, la labor de los historiadores se ha centrado preferentemente en las escritoras que mejor ilustran esa reivindicación del talento femenino y esa vivencia de la escritura entre lo privado y lo público, entre la satisfacción personal y la proyección pública (Bolufer 1999) -en especial Josefa Amar y Borbón (López-Cordón 2005, 2006) e Inés Joyes y Blake (Bolufer 2003, 2004)-, o han hecho una lectura de la creación femenina tendente a destacar las circunstancias específicas del acceso de las escritoras a la República de las letras.

De otro lado, los filólogos han analizado otros aspectos de esas mismas personalidades y también de sus compañeras, quizá menos conocidas, en la carrera literaria, y han logrado también importantes avances en las investigaciones sobre la vida de algunas de las grandes figuras del parnaso femenino. Pero la labor filológica se ha centrado lógicamente en los textos en sí, en un momento en el que la corriente general de recuperación de obras del siglo XVIII ha afectado también, por fortuna, a los escritos femeninos. La edición de textos de autoras dieciochescas, algunos de reciente hallazgo, otros ya conocidos, ha permitido nuevos enfoques críticos y nuevos análisis literarios de esas obras que permitan valorarlas y determinar qué han aportado a la historia literaria dieciochesca en cada uno de los géneros.

De más está subrayar que ambos métodos son complementarios, que se necesitan y se nutren uno de otro, de modo que es el diálogo entre filólogos e historiadores, apoyado en los datos y perspectivas que cada disciplina aporta, el que ha permitido, y sin duda seguirá haciéndolo, una pintura más completa y matizada del papel de las mujeres en la sociedad y en la cultura españolas del siglo XVIII.

El importante avance, cuantitativo y cualitativo, de la bibliografía sobre las escritoras dieciochescas en el último decenio ha sido posible por una investigación amplia y rigurosa que ha permitido superar con creces el estado de los estudios sobre las escritoras que hasta hace muy poco tenían casi como único referente el catálogo de Manuel Serrano y Sanz, elaborado hace cien años (Serrano y Sanz 1903-5). Los logros de estas nuevas investigaciones son evidentes. Contamos con estudios globales sobre las mujeres y las letras en el setecientos -el más importante el de Emilio Palacios (Palacios 2002)3- y con varios intentos de catalogación, total o por géneros, de la nómina de autoras del siglo y de sus producciones4. Con todos los riesgos que plantea este tipo de cuantificaciones, sabemos hoy que unas doscientas mujeres tomaron la pluma en el siglo XVIII, y que de casi todas ellas nos han llegado muestras de sus escritos, porque siguen saliendo a la luz textos que creíamos perdidos. Ha habido, igualmente, trabajos particulares sobre las figuras más destacadas, algunas de las cuales cuentan ya con una nutrida bibliografía. Hasta donde lo permiten los datos conservados en archivos privados o públicos, disponemos de un retrato biográfico y literario bastante preciso de escritoras como María Rosa de Gálvez, Josefa Amar y Borbón, Inés Joyes, María Gertrudis de Hore, Margarita Hickey, o María Rita de Barrenechea, gracias a las investigaciones muy recientes de Julia Bordiga Grinstein (Grinstein 2003), René Andioc (Andioc 2001), Mª Victoria López-Cordón (López-Cordón 2005), Mónica Bolufer (Bolufer 2003 y 2004), Frédérique Morand (Morand 2003), Daniela Pierucci (Hickey 2006) e Inmaculada Urzainqui (Catalín 2006: XV-LVIII). Este último trabajo, centrado en la figura de Rita de Barrenechea, se ocupa también de otras mujeres de letras (Teresa González, Amar y Borbón, Hore, Juana Verge, Joyes y Blake, Rita Caveda y Gálvez), al igual que el de Elisabeth Franklin Lewis, que estudia la obra de tres de las grandes autoras del setecientos, Amar y Borbón, Hore y Gálvez (Lewis 2004). En la más reciente bibliografía contamos igualmente con trabajos de conjunto que se enmarcan en publicaciones abiertas hacia la creación femenina en otros siglos (Étienvre 2006), y que inciden además en otros aspectos de la relación de las mujeres con la literatura, pues tratan de las mujeres escritoras, pero también abordan su papel como lectoras de una literatura eminentemente orientada a su sexo, y como tema literario (Gil-Albarellos y Rodríguez Pequeño 2006: 263-431).

Los estudios sobre la personalidad literaria de las grandes escritoras del XVIII se han completado en la mayoría de los casos con los de su producción. Y para estos análisis ha sido decisiva la recuperación de muchas obras que se desconocían o se creían perdidas y su edición, así como la de obras que se presentan ahora por primera vez desde su impresión en el XVIII en ediciones generalmente críticas y que se acompañan de estudios de diferente envergadura. Las poetisas (Gertrudis Hore, Margarita Hickey, María Joaquina Viera y Clavijo)5 y las dramaturgas (Gálvez, la Marquesa de Fuerte-Híjar, Rita Barrenechea, Isabel Morón, Mariana Cabañas, Joaquina Comella)6 han sido las más favorecidas por esta afán editorial, sin olvidar, por supuesto la difusión de la obra ensayística de Amar y Borbón y otros textos tan importantes como la Apología de las mujeres de Inés Joyes y Blake o el tratado de educación que contienen las Cartas selectas de una señora a una sobrina suya, de Rita Caveda7, o, en fin, la de los enigmáticos nombres de mujeres que publicaron en la prensa, La Pensadora Gaditana (Canterla 1996, Dale 2005) y La Pensatriz Salmantina (Urzainqui 2004). Especialmente interesante tanto por la variedad de textos que ofrece como por la novedad de algunos de ellos es la reciente antología de Inmaculada Urzainqui que reúne composiciones de diversos géneros de ocho autoras8.

Este repaso bibliográfico quedaría incompleto sin la mención de los estudios que en los últimos años han abordado de manera puntual aspectos específicos de las obra de algunas escritoras del periodo (Joaquina Comella, Gálvez, Hore, Joyes, Xosefa Jovellanos, María Laborda, Viera y Clavijo), y que, desde diferentes perspectivas críticas, han contribuido a enriquecer y matizar el conocimiento de la creación literaria femenina en el siglo XVIII. El lector interesado hallará una muestra de estos trabajos en la Bibliografía que cierra estas páginas, que, como se ha señalado ya, en este campo tan vasto y variado no ha pretendido ser exhaustiva.

¿Qué nos ha aportado esta investigación, y, sobre todo, la lectura de textos nuevos que nos han permitido oír directamente más voces de mujeres en la España del setecientos? Volveré después sobre la pertinencia o no del concepto «literatura femenina», pero de momento quiero subrayar lo que tanto los estudios de los historiadores como los de los filólogos han confirmado: que la producción dieciochesca femenina tiene dos rasgos distintivos: es apologética y exhortativa. Muchos de los escritos femeninos -sobre todo los ensayísticos, escritos en muchos casos con esa finalidad de dejar oír su voz en el debate- son claras tomas de partido en la polémica sobre los sexos, reivindicaciones del talento y de la capacidad intelectual de las mujeres. Varía el tono (no todas las mujeres son tan contundentes como Teresa González, que en el Prólogo a uno de sus Pronósticos escribe «Me valdré de la fuerza contra la fuerza misma»9) y varía el contexto literario en el que se dice (el texto en sí: los Discursos de Amar y Borbón, poemas, como algunos de Hickey, artículos publicados en la prensa, o bien paratextos: los prólogos a sus propias obras, o las notas o añadidos a obras ajenas, a traducciones, como la Apología de las mujeres, de Joyes y Blake, o las interesantes notas de María Romero Masegosa en su versión de las Cartas de una peruana), pero todos esos escritos insisten en que la única justificación de la «diferencia» es la educación, y, en consecuencia, reclaman una educación igualitaria que permita a las mujeres los mismos logros intelectuales que a los hombres. Son apologías escritas no tanto contra los hombres como en respuesta a los hombres, en una especie de diálogo intertextual a tanto escrito masculino que cuestionaba o limitaba a ciertas parcelas el talento femenino, que debatía sobre si la inteligencia tiene sexo, o sobre si se admitía a las mujeres en los ámbitos intelectuales y de poder masculinos (léase las Sociedades Económicas), etc. En este sentido, ningún título resulta más elocuente que el Discurso en defensa del talento de las mujeres, de Josefa Amar y Borbón, compuesto precisamente para tomar partido en la controversia sobre la incorporación de mujeres a la Real Sociedad Económica Matritense.

A algunas escritoras, las más específicamente literarias, la reivindicación de sus capacidades intelectuales les hace dar un paso más para reclamar su derecho a ingresar en la República de las letras y para defender el valor de sus escritos. En este sentido, también los estudios recientes han puesto de relieve la clara conciencia de creadoras, sea cual sea el género en el que escriben, que tienen algunas autoras del XVIII (María Rosa de Gálvez, Josefa Amar, Margarita Hickey, Gertrudis de Hore, María Antonia del Río Arnedo, Cayetana de la Cerda y Vera), su ambición por alcanzar una proyección pública para su obra y su aspiración al reconocimiento de los méritos de la misma. Son sonados los casos de la Gálvez, de Cayetana de la Cerda, Condesa de Lalaing, o de Hickey que defienden sus obras ante la vara expeditiva de los censores que las rechazan sin argumentos sólidos, o que testimonian el rechazo que producen sus escritos entre el gremio masculino porque los consideran obras de advenedizas en los dominios literarios, llamadas como están a otras funciones sociales más acordes con su naturaleza femenina. Esa reivindicación se asienta en el orgullo, explícito en algunas, implícito en todas, de haber tomado la pluma y de haberlo hecho igual o mejor que los hombres. María Rosa de Gálvez, por ejemplo, no era precisamente modesta, ni lo eran -hablo, lógicamente, en términos literarios, en la confianza que todas muestran en la calidad de sus escritos y en la energía con que los defienden- Amar y Borbón o Hickey. Y sin embargo, el orgullo se atempera en todas con la declaración de modestia, inevitable, tópica. En toda la escritura femenina dieciochesca salen a relucir las tareas feminiles, las ocupaciones propias de su sexo; sólo cuando éstas han sido cumplidas, la mujer puede tomar la pluma. Más allá del tópico, asentado en una larga tradición de escritura femenina, es la constatación del hecho de que las propias mujeres asumían la preeminencia de su función privada sobre su posible actividad pública; y, que sepamos, ninguna se propuso alterar el orden de esas funciones, excepto, en el terreno de la ficción, la Doña Agustina de La comedia nueva de Moratín. También aquí hay que ver la impronta en las mentalidades de una cultura ilustrada que no pretendía revoluciones, sino el progreso de cada miembro de la sociedad en su estado.

Por otro lado, todos los textos de mujeres, sea cual sea el género al que pertenezcan, y más allá del tono didáctico y pedagógico de que suelen estar imbuidos, son textos exhortativos, llamadas a las mujeres, a ese público lector femenino cada vez más amplio (Urzainqui 2003, 2006) para animarlas a seguir su ejemplo. Algunas escritoras lo hacen directamente, confesando con claridad que escriben para constituirse en ejemplos que animen a otras mujeres a cultivar su inteligencia, a encontrar disfrute en ello, a dejar de ser ídolos vanos de la adoración masculina, preocupadas sólo por las modas, y a entregarse a la actividad intelectual, a la lectura y el estudio, o más allá, a aventurarse en el camino de la creación; los casos de Josefa Amar (López-Cordón 2005), Inés Joyes (Bolufer 2004) o María Romero Masegosa (García Garrosa 1998) son algunos de los más significativos10. Y todas, por supuesto, lo hacen con su ejemplo, escribiendo, demostrando a las demás mujeres que pueden hacerlo, y que pueden escribir obras de todos los géneros y hacerlo igual o mejor que los hombres.

La prensa contribuyó de manera decisiva a esta tarea de impulso a la creación de las mujeres, y no sólo porque se constituyó en el canal natural de salida a la luz de una parte de la producción femenina. La prensa fue también un altavoz. Al dar noticia de la actividad literaria de las mujeres, mediante los anuncios de la aparición de sus libros, las reseñas de esas publicaciones, o de los estrenos de sus obras teatrales, la prensa estaba por un lado mostrando su capacidad efectiva para desenvolverse en todos los campos de la creación, y estaba instituyéndose al tiempo en ejemplo para las lectoras de que esa conquista intelectual era posible para las mujeres. Era, pues, exhortación apoyada en la existencia de la propia creación literaria femenina.

Acabo de apuntarlo: la diversidad de géneros, temas y registros del legado femenino del XVIII muestra que las mujeres intentaron conquistar todos los terrenos literarios, desde los clásicos (el teatro, la poesía), a los más modernos, más propiamente dieciochescos, el ensayo, la prensa periódica. Con su ejemplo, con su práctica multiforme, estas escritoras están diciendo que no hay una escritura femenina, ni géneros femeninos (y están diciéndoselo a los críticos del XVIII y a nosotros, a los del XXI): las mujeres abordan todas las formas teatrales, la tragedia, la comedia neoclásica, la sentimental, la de costumbres, el melodrama, el teatro musical (zarzuela, ópera lírica), las formas breves, como sainetes, tonadillas y loas11. Componen poesía religiosa o profana, adoptan el tono y los metros épicos o se decantan por la expresión lírica, siguen los juegos conceptuales barrocos o se aventuran ya por la exploración romántica. Escriben o traducen novelas, y no sólo las esperables novelas al gusto sentimental, las que dominaban en el panorama editorial de entre siglos, y eran supuestamente las más «propiamente femeninas», sino que abordan otras tendencias narrativas, anticipándose en algunos casos a la práctica de sus colegas masculinos (García Garrosa 1998). Clara Jara de Soto escribe, siguiendo la huella de Quevedo o Torres Villarroel, una novela de crítica costumbrista, El instruido en la Corte y aventuras del extremeño; Joaquina Basarán Alonso de Páramo y Murga se atreve con Lesage y traduce su Gil Blas antes de que se ponga a ello el Padre Isla; María Romero Masegosa divulga en español una de las mejores novelas epistolares del siglo, las Cartas de una peruana, de Mme. de Graffigny, donde la expresión del sentimiento se alía también con la visión crítica y relativizadora de los usos sociales en la línea de Montesquieu y Cadalso, e Inés Joyes les da a los lectores españoles prácticamente la única posibilidad de conocer la novela filosófica, al traducir el Rasselas de Samuel Johnson. Las mujeres escriben en la prensa, redactan ensayos de la envergadura de los de Josefa Amar, memorias e informes, elaboran pronósticos; componen o traducen libros de viajes, tratados de educación, textos de filosofía moral, matemáticas, historia literaria, estética, bellas letras o economía política.

Este despliegue escritural femenino, sólo recientemente percibido en su riqueza y variedad gracias a los estudios de conjunto sobre la materia (Palacios 2002), apunta a otro tipo de valoración de la huella de las mujeres en las letras dieciochescas. Si es incuestionable que la figura de Inés Joyes y otras mujeres escritoras de su talante «contribuyeron significativamente a la formulación de un pensamiento crítico sobre la condición de su sexo» (Bolufer 2004: 54), quizá no se había señalado con la misma convicción en qué medida las mujeres contribuyeron con su escritura a renovar el panorama literario español y a abrir nuevas vías en la creación, en determinados géneros en particular.

En este sentido, otra de las aportaciones de las recientes investigaciones, apoyada sobre todo en el análisis de textos nuevos, ha sido confirmar que en todos los campos, las creadoras españolas del XVIII están plenamente insertadas en las tendencias literarias dominantes en el panorama del momento; y aun más importante, que en muchos casos están en la vanguardia de las renovaciones estéticas que se están produciendo en los diversos géneros. Se ve muy bien en el teatro, y la investigación más reciente proporciona un excelente ejemplo, el de Rita de Barrenechea, Condesa del Carpio. No puede seguir siendo considerada una autora menor, sin otra cosa que aportar a la historia del teatro español que un mero juego escénico sin grandes aspiraciones, como fue juzgado hasta hace muy poco Catalín, la única obra que había pervivido (Hormigón 1996: 422-3). El análisis reciente de esta comedia por Inmaculada Urzainqui (Catalín, 2006: XXXIV-LVIII), y el mío propio de su comedia La Aya, recuperada ahora (García Garrosa 2005), apoyados ambos en la edición de las obras, han hecho hincapié en las habilidades literarias y el talento innovador de esta escritora tan soberbiamente retratada por Goya, y en demostrar que Rita Barrenechea es una autora de gran significado en el desarrollo del teatro neoclásico, una dramaturga que en La Aya se adelantó en sus temas y sus planteamientos estéticos a la comedia neoclásica de Tomás de Iriarte y de Leandro Fernández de Moratín, y que con Catalín fue una pionera en el cultivo de la comedia sentimental en España.

Otro tanto puede decirse de autoras como María Lorenza de los Ríos, Marquesa de Fuerte-Híjar o Gracia de Olavide. Las tres dramaturgas participan de las mismas inquietudes éticas y estéticas de la elite ilustrada en cuyos círculos se mueven. Si eligen el teatro es sin duda por el valor moral y educativo que para el pensamiento ilustrado tiene este género, y trasladan a sus composiciones las propuestas esenciales de ese pensamiento renovador, sintetizadas en los dos grandes temas que dominan su teatro: la virtud y la educación.

El caso de estas dramaturgas pone de relieve la importancia que hay que conceder al contexto personal, vital e intelectual en el que las autoras dieciochescas optan por unas determinadas formas de escritura y desarrollan una temática específica, lo cual exige un esfuerzo por parte de todos los investigadores por seguir indagando en datos biográficos precisos que no nos hagan confundir a las autoras con sus obras -esto es, evitar el riesgo de «identificarlas demasiado con sus textos» (López-Cordón 2005: 221)-, y que al mismo tiempo expliquen la génesis y los contenidos de sus obras.

Creo que es ese contexto vital e intelectual el que explica mejor que otras circunstancias las características de la escritura de las mujeres y, sobre todo, su llegada a la creación. Hay que partir del hecho simple pero decisivo de que sólo se puede escribir si se tiene capacidad de hacerlo; es decir, sólo se puede ser escritor si se tiene acceso a la educación, a la formación en sentido amplio y en el específico de las bellas letras. Y la realidad es que, como sabemos, la educación entre las mujeres fue minoritaria. Si pocas fueron educadas, incluso entre la nobleza, es de hecho un milagro que haya tantas escritoras en España a lo largo de todo el siglo. Las excepciones, que afortunadamente las hubo, las María Isidra Quintina Guzmán, María Pascuala Caro, Joyes y Blake, Amar y Borbón, Hickey, etc. nos remiten de nuevo al papel decisivo del contexto educador. Ninguna mujer fue a la universidad, por eso es tan importante el entorno en el que estas mujeres pudieron ser educadas. El entorno familiar primero, que hizo que algunas niñas o jóvenes se beneficiaran de la educación de sus hermanos varones y pudieran por ello tomar la pluma (Joyes, quizá también María Romero Masegosa, o María Josefa Luzuriaga), y ya en su edad adulta y una vez casadas muchas de ellas, de nuevo un entorno familiar privilegiado, sobre todo en los círculos aristocráticos, que favoreció en tertulias y academias el intercambio y el aliciente intelectual. En ese ámbito público de debate, algunas de estas mujeres se rodearon de hombres de letras, de políticos e intelectuales miembros de las Sociedades Económicas, preocupados todos por sacar adelante los proyectos ilustrados o la renovación de las letras, e hicieron suyas unas inquietudes éticas e intelectuales que trasladaron después a sus escritos. Es el caso de Josefa Jovellanos y su hermano Jovino, el de Gracia de Olavide y el círculo sevillano del asistente Olavide, el de Margarita Hickey y la tertulia madrileña de Montiano, el de la marquesa de Fuerte-Híjar o la condesa del Carpio y sus esposos y otras importantes figuras de su círculo de amigos. Es ese contexto el que sin lugar a dudas favorece el acceso de esas mujeres a la escritura literaria, el que justifica la consideración misma de esta actividad como una labor reformadora, y el que explica los contenidos de sus obras. De la misma manera que, a un nivel más modesto, el contexto vital y la formación en ambientes familiares teatrales es el que explica la obra de dramaturgas como Joaquina Comella o María Laborda.

Por estos contextos que determinan qué tipo de educación recibieron las mujeres, y porque la educación era la clave no sólo de su acceso a la escritura, sino la esencial reivindicación femenina, es comprensible que la educación sea el tema más destacado de la literatura que escribieron las mujeres en la España dieciochesca (tanto en las varias formas de literatura didáctica, como en otros géneros, especialmente el teatro), como lo es el tema del matrimonio, motivo también de las preocupaciones vitales de las mujeres. Pero más allá de estas preferencias temáticas -que no excluyen otros temas y otras perspectivas de pensamiento- y de unas actitudes ante la escritura que ya he mencionado, no creo que podamos hablar, en términos estrictamente literarios, de una «escritura femenina», porque como hemos visto, las mujeres abordan todos los géneros, y utilizan todos los registros, los tonos y hasta los tópicos que cada uno de ellos determina. Y puestos a valorar -y debemos hacerlo- las escritoras del XVIII español escriben igual de bien, o de mal, que los escritores.

En esta tendencia a buscar lo específico de la literatura femenina, una parte de los trabajos de la reciente bibliografía que estoy comentando (Bolufer 1999 y otros, López-Cordón 2005) ha tendido a enfatizar las circunstancias específicas y las dificultades de las mujeres para escribir y, sobre todo, para dar a la luz pública esa creación. Es innegable que el discurso dominante en el siglo, aun aceptando teóricamente el talento femenino, relegaba su manifestación y su desarrollo a los ámbitos privados, lo que explica, ciertamente, no pocas reticencias a lo hora de juzgar y permitir la difusión de los escritos femeninos; y es innegable también que la presencia femenina en los ámbitos intelectuales públicos, como las academias o las Sociedades Económicas, era prácticamente inexistente. Pero, como acabo de señalar, el principal problema para las escritoras, para llegar a ser escritoras, era la educación. Una vez que la mujer tomaba la pluma y decidía que su obra trascendiera el círculo de lo privado, de lo familiar o conventual, las dificultades para acceder al mercado literario y las estrategias para conseguirlo no fueron privativas del bello sexo.

Recurrir al mecenazgo, dedicar sus obras a personajes poderosos, esconderse tras siglas o el anonimato, apelar al tópico de humildad e ignorancia, justificar la publicación por las instancias de amigos o superiores, asegurar que se toma la pluma cuando otras tareas dejan tiempo, elegir los textos de otros para poder expresarse, es decir, traducir, eludir la censura apelando al valor moral de la obra, a su utilidad y a sus fines didácticos, etc., son recursos de todos los creadores, hombres y mujeres, en el siglo XVIII. Son estrategias que ponen de manifiesto una serie de dificultades comunes a todo escritor para dar a la luz pública sus obras, y que constituyen también un conjunto de prácticas o convenciones impuestas de manera generalizada en el mundo de las letras. Para ilustrar estas dificultades y convenciones sólo voy a citar un ejemplo, por razones muy comprensibles en el contexto de estas páginas. Leandro Fernández de Moratín no publicó El sí de las niñas con su nombre, sino con el de Inarco Celenio, y otras de sus comedias aparecieron con ese mismo apodo poético o incluso sin nombre de autor; y en alguna ocasión, a sus amigos que le reprochaban el que hubiera dejado tan pocas obras originales, don Leandro contestó: «El teatro español tendría, por lo menos, cinco o seis comedias más, si no me hubiesen hostigado tanto»12. Se refería a la censura, a la Inquisición, ante la que había sido denunciada El sí, pero vale la frase para dar cuenta de un conjunto de circunstancias de toda índole que no hacían precisamente fácil el cultivo de las letras en la España de finales del XVIII y principios del XIX.

También se ha celebrado en 2006 el aniversario de María Rosa de Gálvez. ¿Cuántos dramaturgos -aparte de los Comella, Valladares, Zavala y Zamora, Moncín, es decir, de autores de teatro popular- tienen en su haber dieciséis obras teatrales, y las vieron impresas en la Imprenta Real y en la colección Teatro Nuevo Español? Sin salir del teatro, tampoco hay que echar en saco roto las tres ediciones de Las minas de Polonia, de María de Gasca y Medrano o las dos de Buen amante y buen amigo, de Isabel María Morón, y su éxito en los escenarios. Y también hay que matizar que si otras dramaturgas, como María Lorenza de los Ríos, Rita de Barrenechea, o Gracia de Olavide no publicaron o lo hicieron en circunstancias muy peculiares (la curiosa edición de Catalín, en Jaén, anónima y sin pie de imprenta), no fue necesariamente porque tuvieran dificultades para hacerlo, sino porque sus composiciones no tenían como fin la representación en teatros públicos ni la difusión comercial, sino la difusión y representación en los círculos en los que se escribieron. Otro tanto podría argumentarse con respecto a una buena parte de la producción femenina en otros géneros. Josefa Amar y Borbón o Inés Joyes intentaron convencer a las mujeres de que buscaran en la lectura, en el estudio o incluso en la creación una forma de satisfacción personal. Sin duda esa aspiración íntima del logro intelectual sería un fin en sí mismo para muchas mujeres que escribieron en el XVIII, mujeres que no pretendieron más, que no buscaron el reconocimiento público. Quizá por eso algunas ni siquiera intentarían publicar, o estrenar, o destruyeron sus obras, porque escribieron poesía, compusieron obras teatrales, tradujeron relatos o textos educativos para ejercitarse en la práctica de las lenguas que estudiaban, para distraerse, efectivamente, de otras ocupaciones, para gozar de diversiones privadas en la casa familiar o en el convento. Quienes, por contra, tuvieron empeño en ver divulgadas sus creaciones en ediciones comerciales, en la prensa periódica, en los escenarios públicos, lograron generalmente hacerlo, si la censura, claro, no alzaba su veto. Aparte de los casos mayores, tantas veces citados, convendrá recordar, por ejemplo, que desde su encierro conventual María Gertrudis de Horé envió una parte de su obra poética a diversos periódicos, donde vieron la luz catorce poemas (Morand 2003).

Desde este otro posicionamiento, representado también en los estudios de esta última década (Álvarez Barrientos 2006), parece que insistir en la diferencia entre escritores y escritoras en la búsqueda de un espacio en la República de las letras distorsiona la realidad de un contexto cultural, artístico y comercial en el que publicar, estrenar, dejar un nombre para la posteridad, en el que, en suma, hacer una carrera literaria, era tan difícil para unas como para otros, y en el que todo artista que tomaba la pluma asumía unas convenciones y seguía unas tendencias impuestas por la propia dinámica literaria en cada uno de los géneros13. Desde esta perspectiva que plantee siempre la creación literaria de las mujeres en paralelo a la de los hombres se podrá apreciar más nítidamente que la principal dificultad de las mujeres de acceso al mundo literario fue, primero, su acceso a la educación, un obstáculo mayor que la censura, el rechazo de sus colegas u otras convenciones sociales. Y sólo así, situados en el mismo contexto literario, se podrá valorar en su justa medida lo que escribieron las mujeres y lo que, individualmente y de manera global, han aportado a la historia de la literatura del siglo XVIII en España.

Ese parece que constituye aún uno de los grandes retos de los estudios sobre las literatas de esa época: analizar rigurosamente sus obras -ya se ha hecho con algunas, pero la lista no está completa aún- y valorarlas. Valorarlas y juzgarlas desde criterios literarios, destacando la calidad donde la haya y relegando a un olvido seguramente justo otras voces de timbre menos afinado. Para ello es necesario oír todas las voces, escuchar a todo ese coro de mujeres tanto tiempo silenciado. En una palabra, hay que seguir descubriendo sus obras, al igual que otros datos que nos permitan completar los retratos humanos y los perfiles literarios de quienes las compusieron. Hay que seguir insistiendo en que archivos familiares de la nobleza sean accesibles, y confiar en que las bibliotecas públicas seguirán guardando tesoros a los que accederemos poco a poco. Y hay que ofrecer a nuevas generaciones de investigadores un corpus más amplio sobre el que basar interpretaciones también nuevas. Los últimos años han sido fértiles en ediciones, y eso quizá no ha hecho sino acrecentar la voracidad de quienes desean conocer más y mejor la creación de las mujeres en el XVIII; de los historiadores y de los filólogos, que, como en este marco de celebración de El sí de las niñas y de la España de Moratín, tienen mucho camino por el que seguir caminando juntos.






Bibliografía

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