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La crítica y el relato fantástico en la primera mitad del siglo XIX

David Roas





La narrativa fantástica española ha permanecido sumida hasta hace pocos años en un inmerecido olvido, pues la crítica, sometida a una concepción realista de la literatura y el arte, ha tardado en considerarla un objeto digno de estudio1. Desde finales del XIX se ha tendido a identificar narrativa y realismo, lo que ha supuesto excluir de las investigaciones todo aquello que incumplía la preceptiva realista, una concepción que lleva implícita la minusvalorización de la literatura fantástica, considerada, desde entonces, una especie de género menor o subliteratura. Y todo esto ha conducido inevitablemente a un desconocimiento evidente de dicho género literario2. Pero en los últimos años, desechada esa concepción limitada de nuestra literatura, y, quizá, por la influencia de los grandes investigadores de lo fantástico (Todorov, Caillois, Bessière, Rabin, etc.), se ha despertado el interés por dicho género y, en especial, por los avatares de la narrativa fantástica española en el siglo XIX3.

La inmensa mayoría de estudios realizados hasta la fecha se han limitado a un único aspecto del fenómeno fantástico, la creación (alternando el estudio de los autores con el análisis estructural de las obras: morfología, temas e interpretación del relato fantástico), por lo que ofrecen un conocimiento incompleto de dicho género4. Y digo incompleto porque para comprender el devenir de la literatura fantástica española en el siglo pasado se hace necesario investigar cuál fue la reacción de la crítica ante lo fantástico y la acogida que el público le deparó, aspecto este último que va intrínsecamente relacionado con el estudio del mercado editorial (producción y traducción, revistas, periódicos, censura)5. Los resultados de ese análisis tripartito (creación, crítica y público) nos permitirán reconstruir y comprender la historia de la literatura fantástica española en el siglo XIX.

Dada la breve extensión de un artículo, las páginas que siguen no son más que un esbozo, un pequeño avance de un estudio más amplio que desarrollo como tesis doctoral: la recepción de la literatura fantástica en la España del siglo XIX. Así, en el presente artículo trataré de mostrar uno de los muchos aspectos de esa recepción: la valoración negativa que suscitó la narrativa fantástica en gran parte de la crítica española y las razones de tal reacción, limitándome a los primeros cincuenta años del siglo, puesto que es el período en el que la literatura fantástica llega a España y comienza a ser leída y cultivada, y, por tanto, se convierte en objeto de crítica. Las conclusiones de este artículo no son definitivas, sino más bien hipótesis que buscan explicar un aspecto aún desconocido de la literatura del XIX.

El proverbial retraso que sufría España en el siglo pasado en todos los aspectos de la vida, el arte y la ciencia, también afectó a la literatura fantástica, pues la moda de lo fantástico llegó tarde a nuestro país. Si bien es cierto que se suele relacionar romanticismo y literatura fantástica6, ya que la eclosión de este género se produce en los años de esplendor de dicho movimiento, las primeras obras fantásticas publicadas en nuestro país aparecerán años antes de la llegada del romanticismo: en torno a 1820, salvo raras excepciones, empiezan a aparecer las primeras traducciones de novelas góticas inglesas7, avaladas por el éxito que ese subgénero narrativo había tenido al otro lado de los Pirineos (como es sabido, la historia de la literatura española del siglo pasado está en constante relación con lo que pasaba en la vecina Francia). Y, paradójicamente, cuando el esplendor de lo gótico comenzaba a decaer en el resto de Europa, este género resultó un verdadero éxito en nuestro país, sobre todo en la década de los 308, sorteando, primero, la prohibición impuesta por el famoso edicto de 1799 y, años después, la férrea censura establecida durante la «ominosa década» (que influyó decisivamente en el mundo editorial y cultural español, lo que podría explicar la tardía llegada del romanticismo, así como del género fantástico, a nuestro país)9. El cambio de legislación editorial promovido a la muerte de Fernando VII supuso una cierta liberalización del mercado editorial y los libreros inundaron «el mercado nacional de novelas lacrimosas o terroríficas. Por fin se editaron masivamente en España novelas románticas. Y el romanticismo, hasta entonces reprimido por las autoridades, irrumpió en nuestro país precisamente en el momento en que desaparecía como moda literaria en el resto de Europa»10. Pero la censura siguió actuando, para vigilar todo tipo de publicaciones (ya fuesen libros o periódicos y revistas literarias), lo que impidió el desarrollo normal de la expresión literaria (creación y traducción) en nuestro país11, y lo fantástico, evidentemente, acabó sufriendo las consecuencias.

Pero estamos hablando sólo de traducciones. ¿Y la producción nacional? Pese al éxito que tuvo la adaptación de obras extranjeras, tan sólo he podido identificar -por el momento- una única novela española clasificable como gótica: la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas de Agustín Pérez Zaragoza, publicada en 183112. Esta novela, además de representar el género gótico español (si es posible denominarlo así), ejemplifica a la perfección las artimañas que escritores y editores utilizaron en esa época para evitar la censura: añadir, por ejemplo, como hizo Pérez Zaragoza, una moraleja a su obra. Así, la Galería era presentada a los lectores como

Obra nueva de prodigios, acontecimientos maravillosos, apariciones nocturnas, sueños espantosos, delitos misteriosos, fenómenos terribles, crímenes históricos y fabulosos, cadáveres ambulantes, cabezas ensangrentadas, venganzas atroces, casos sorprendentes. Colección curiosa e instructiva de sucesos trágicos para producir las fuertes emociones del terror, inspirando horror al crimen, que es el freno poderoso de las pasiones13.



Advirtiendo que los hechos narrados

presentan realmente los extravíos y debilidades funestas del género humano, [y] es de esperar produzcan en las almas nobles y sensibles un odio irreconciliable al crimen con el propósito de sujetar sus inclinaciones, cuando no sean conformes con los consejos de la razón y los gritos de la conciencia14.



Quizá por influencia de la censura, que impidió la publicación de otras novelas góticas españolas, o quizá por el desinterés y la poca preparación de los novelistas españoles para lo fantástico, lo cierto es que la novela gótica no arraigó entre los escritores de la época. Aunque, como ya he señalado antes, fue un verdadero éxito entre los lectores.

El relevo de la novela gótica en los gustos del público llegó a través del cuento fantástico. La liberalización del mundo editorial había traído consigo la aparición de numerosas revistas, que sirvieron como medio de expresión para los autores románticos, impulsando, de ese modo, la divulgación de la estética e ideología del romanticismo. Y en estas revistas aparecerá un elemento fundamental en el desarrollo y difusión del género fantástico: el cuento.

El cuento fue una verdadera revolución en la literatura occidental del siglo pasado. Aunque el relato breve había sido cultivado desde la antigüedad, tomará su forma moderna en las revistas románticas de principios del siglo XIX, y acabará convirtiéndose en una de las principales vías de expresión literaria. Desvinculado de los cánones de la estética neoclásica, libre en sus reglas compositivas, el cuento se convierte en el mejor ejemplo de la tan reivindicada libertad creativa de los románticos.

Dos factores serán la base de su éxito: temáticamente, se convirtió en el género más receptivo y más adecuado para expresar la inclinación a lo macabro, a lo patético, a lo fantástico y a lo sentimental del romanticismo europeo; y, a la vez, su corta extensión se adaptaba perfectamente al formato exigido por las publicaciones periódicas (el vehículo idóneo para su expansión), pues sus pocas páginas permitían su publicación en un número, lo que también respondía a las necesidades del lector moderno, que apenas disponía de tiempo para la lectura.

Así pues, una vez superada la novela gótica en los años 20-30, lo fantástico encontrará su forma ideal en el cuento, como evidenciará E. T. A. Hoffmann y, poco después, Edgar Allan Poe, y «no sólo por la brevedad accesible a las antologías y a las publicaciones periódicas [...] Sin duda, está en la esencia del cuento -particularmente, en la intensidad, en el predominio de lo narrativo y en el final inesperado- la línea adecuada a las incalculables posibilidades de lo fantástico»15. Como señaló Baquero Goyanes, «el cuento fantástico viene a ser algo así como el cuento por excelencia»16. Desde este punto de vista se comprende «la proliferación del cuento fantástico y su significación como elemento fundamental en la imposición del cuento literario en la pasada centuria»17. Más adelante, costumbrismo y realismo también se incorporarán a la temática del cuento (no olvidemos que muchos de los más importantes narradores del siglo XIX se dieron a conocer en publicaciones periódicas a través de relatos).

Pero volvamos de nuevo a la situación de lo fantástico en España. A partir de la década de los 20, y, sobre todo en los años de esplendor del romanticismo, podemos encontrar una copiosa producción de relatos fantásticos en las revistas literarias: desde cuentos influidos por el estilo de Hoffmann (en la segunda mitad del siglo la influencia fundamental será Poe)18 a relatos de carácter más folclórico o maravilloso (como las Leyendas de Zorrilla)19. Dicha producción no decaerá una vez superado el romanticismo, sino que seguirá en aumento, recibiendo la atención de los grandes escritores españoles del XIX: Alarcón, Bécquer, Zorrilla, Rosalía de Castro, y, ya en las postrimerías del siglo, autores realistas de la categoría de Clarín, Galdós o Baroja, lo que demuestra el interés tanto del público como de los creadores por el cuento fantástico. Así pues, podemos decir que lo fantástico fue un género muy en boga en España, a pesar de las voces que insisten en negarlo, como han demostrado los recientes estudios de Carla Perugini y Montserrat Trancón20. Lo que sí es cierto es que, a pesar de su éxito, el cuento fantástico español nunca alcanzó la calidad de las obras de los maestros europeos y americanos del género (aspecto en que me detendré más adelante).

Y el cuento será la forma fundamental que adopte la literatura fantástica española, aunque podemos encontrar algunos ejemplos de novela fantástica ya en la segunda mitad del siglo, entre las que destacarían El doctor Lañuela de Ros de Olano (1863) y El caballero de las botas azules de Rosalía de Castro (1867). Quizá cabría añadir aquí, por la utilización que hace de lo maravilloso, la Vida de Pedro Saputo de Braulio Foz (1844), aunque no se avenga con las características básicas del género fantástico. Pero no voy a entrar en el análisis de la narrativa fantástica española, puesto que no es el objeto del presente estudio.

Así pues, no debe resultar extraño afirmar que la narrativa fantástica fue un género de moda en nuestro país durante el siglo XIX, puesto que desde las primeras traducciones de novelas góticas aparecidas en torno a 1820, hasta los relatos de Valera, Clarín o la Pardo Bazán, publicados en los últimos años del siglo, el relato fantástico no dejó de ser leído, cultivado y traducido.

Y debemos pensar que ese éxito del relato fantástico (ya fuera extranjero o autóctono, en forma de novela o cuento) debió ser importante, puesto que algunos de los grandes críticos de la época dieron carta de existencia a este género. Por ejemplo, Mesonero Romanos en su artículo «De la novela en general», publicado en el Semanario Pintoresco Español (1838) señala que existen tres tipos de novela: «las históricas, las de acontecimientos maravillosos y las de costumbres». Una tipología que otros críticos repetirán en términos muy parecidos21. Y ese reconocimiento vino acompañado del beneplácito de una gran parte de la crítica, que vio en el cuento fantástico el medio de expresión de una nueva estética, de una nueva forma de captar la realidad. Por ejemplo, José María Blanco White, uno de los más prestigiosos intelectuales españoles en el exilio, proclamaba la necesidad de la ficción en un artículo titulado «Sobre el placer de las imaginaciones inverosímiles», que apareció publicado en la revista londinense Variedades (núm. 5, octubre de 1824). Entre otras cosas decía que

el placer de las ficciones que nos transportan a un mundo imaginario, poblado de seres superiores al hombre y sujeto a otras leyes que las inmudables de la naturaleza, es tan natural y tan inherente a nuestra constitución, que no puede arrancarse del alma sino con violencia. Examínese la historia del género humano y se hallará que hasta en el estado más rudo y salvaje, la imaginación se emplea en crear seres sobrenaturales, habitadores de un mundo invisible, que o vagan por éste o lo visitan de cuando en cuando, mezclándose en los negocios y tomando parte, ora favorable ora adversa, en los intereses del hombre. Propensión tan natural y decidida no se debe aniquilar, sino dirigir al bien y la utilidad de la especie22.



Pero no todo fueron críticas favorables. Desde los primeros años en que el género fantástico comienza a publicarse en nuestro país, éste chocó con la incomprensión y el rechazo de buena parte de los críticos y escritores españoles, que no tardaron en verter valoraciones negativas del género en las revistas y periódicos de la época. Todas estas críticas responden a cinco ideas fundamentales, que no se excluyen entre sí, sino que mantienen relaciones evidentes:

  1. Reacción contra el romanticismo y todo lo que éste conlleva.
  2. Reacción contraria a la avalancha de traducciones.
  3. Preocupación por la creación de una literatura nacional.
  4. Preocupaciones de índole moral.
  5. Comprensión errónea de lo fantástico.

Debo advertir que las críticas que responden a las dos primeras motivaciones no hacen explícito tal rechazo de la literatura fantástica, aunque, como se podrá comprobar inmediatamente, llevan implícita esta idea. Veamos cada una de ellas con más detalle.


Reacción contra el romanticismo

Es evidente que la valoración negativa del romanticismo lleva implícita el rechazo del género fantástico, puesto que si el romanticismo era criticado, entre otras cosas, por ser un movimiento extranjero, por reivindicar lo irracional y lo tenebroso, ¿qué opinarían esos críticos, si no, de lo fantástico, llegado a España con dicho movimiento, y máxima expresión de ese gusto por lo irracional y lo sobrenatural? Estas críticas antirrománticas vienen suscitadas por tres ideas básicas (coincidentes con algunas de las motivaciones generales del rechazo de lo fantástico que seguidamente expondré): la reafirmación en la veta clasicista de la literatura española, el rechazo de los modelos morales de excepción propuestos en los textos románticos y la defensa de una producción nacional ajena a las influencias foráneas23.

Son muchos los ejemplos que podemos encontrar de este primer grupo de críticas: sirva como muestra esta sátira antirromántica firmada por Mesonero Romanos con el seudónimo «El curioso parlante» y publicada en el número 76 del Semanario Pintoresco Español (10 de septiembre de 1837), en la que el autor se burla del escritor romántico y sus gustos literarios, encarnándolos en la persona de un sobrino suyo:

En busca de sublimes inspiraciones, y con el objeto sin duda de formar su carácter tétrico y sepulcral, recorrió día y noche los cementerios y escuelas anatómicas, trabó amistosa relación con los enterradores y fisiólogos; aprendió el lenguaje de los búhos y de las lechuzas; encaramóse a las peñas escarpadas, y se perdió en la espesura de los bosques; interrogó a las ruinas de los monasterios, y de las ventas (que él tomaba por góticos castillos), examinó a la ponzoñosa virtud de las plantas, e hizo experiencia en algunos animales del filo de su cuchilla, y de los convulsos movimientos de la muerte. Trocó los libros que yo le recomendaba, los Cervantes, los Solís, los Quevedos, los Saavedras, los Moretos, Meléndez y Moratines por los Hugos y los Dumas, los Balzacs, los Sands y Souliés; rebutió su mollera de todas las encantadoras fantasías de Lord Byron, y de los tétricos cuadros de d'Arlaincourt; no se le escapó uno solo de los abortos teatrales de Ducange, ni de los fantásticos sueños de Hoffmann, y en los ratos en que menos propenso estaba a la melancolía, entreteníase en estudiar la craneoscopia del Doctos Gall, o las meditaciones de Volnay.

Fuertemente pertrechado con toda esta diabólica erudición, se creyó ya en estado de dejar correr su pluma, y rasguñó unas cuantas docenas de fragmentos en prosa poética, y concluyó algunos cuentos en verso prosaico; y todos empezaban con puntos suspensivos, y concluían en ¡maldición!, y unos y otros estaban atestados de figuras de capuz y de siniestros bultos, y de hombres gigantes, y de sonrisa infernal, y de almenas altísimas, y de profundos fosos, y de buitres carnívoros, y de capas fatales, y de sueños fatídicos y de velos transparentes, y de aceradas mallas y de briosos corceles, y de flores amarillas, y de fúnebre cruz. Generalmente todas estas composiciones fugitivas, solían llevar títulos tan incomprensibles y vagos como ellas mismas, v. c. ¡¡¡Qué será!!! -¡¡¡...No...!!! - ¡¡¡Más allá...!!! - Puede ser. - ¿Cuándo? - ¡Acaso...! - ¡Oremus!



El romanticismo y lo fantástico aparecían, así, reducidos a la simple extravagancia.




Reacción contraria a la avalancha de traducciones

La preocupación por la multitud de traducciones aparecidas en el mercado editorial español en los primeros 40 años del siglo XIX conduce a criticar la mayoría de las obras traducidas porque suponen dos grandes males para la literatura española:

1) el descenso cualitativo en el uso de la lengua escrita: cuanto más se traduce, menos se escribe, pues el mercado ya está abastecido por las obras extranjeras. Además, los traductores dejaban mucho que desear en el conocimiento tanto de la lengua original de la obra a traducir (el francés, habitualmente), como de la suya propia, lo que suponía la corrupción evidente del idioma con numerosos galicismos y errores de traducción. De todo lo dicho se quejaba Alcalá Galiano en la revista londinense Atheneum en 1834:

En conjunto, los españoles, son muy dados a la lectura de novelas y están provistos con abundancia por los franceses; la peor hojarasca que sale de las prensas de Francia ha aparecido con indumento español, o mejor dicho, en una especial jerga española que es de temer que haya corrompido irremediablemente la lengua castellana.



2) el descenso de la capacidad creadora original: las traducciones generan un público que acostumbrado a dichas obras, no desea leer cosas de otro tipo: esto supone que los escritores para asegurar la venta de sus obras (no olvidemos que muchas veces trabajaban por encargo) a unos editores que siguen las exigencias del público, copian los modelos extranjeros que tienen éxito en ese momento. Un círculo vicioso.

Todas estas manifestaciones incluyen críticas implícitas de lo fantástico, puesto que es un género que viene de fuera (normalmente a través de Francia), que fue muy traducido en esa época y que, como veremos, será acusado de inmoral. El relato fantástico colabora, así, con la novela sentimental (epítome de lo inmoral en esos años) en el envilecimiento del público y en el recrudecimiento de la crisis que padecía la literatura española desde hacía más de un siglo, aspecto ligado con el punto siguiente.




Preocupación por la creación de una literatura nacional

Preocupados por la recuperación del prestigio perdido por la literatura española (no olvidemos que desde la segunda mitad del XVII no se había publicado ninguna obra comparable a las aparecidas en el Siglo de Oro, una decadencia ya denunciada por los ilustrados) y por la creación de un literatura nacional, románticos y antirrománticos acaban criticando la literatura fantástica por dos motivos:

1) por ser ajena al canon literario español, que, según ellos, es fundamentalmente realista. Eso les lleva a considerar lo fantástico como algo «propio de extranjeros». Una conclusión que se relaciona directamente con el punto anterior: cultivar lo fantástico no ayuda en nada al renacimiento de la literatura española, pues es extraño a nuestras letras. Así, multitud de críticos censurarán toda narración que no tenga un carácter realista. Por ejemplo, Ramón de Navarrete, en su artículo «La novela española. Artículo III y último» (Semanario Pintoresco Español, 1847), se expresa en estos términos acerca del obligado realismo de las novelas:

Decimos esto a propósito de los que creen que la novela puede limitarse a ser una narración más o menos breve de sucesos fantásticos, que ninguna conexión guarden con las ideas que dominan en la sociedad actual, y que no sean aplicables a los hábitos y a las costumbres de nuestra época. [...] exigimos nosotros en la literatura actual que refleje, que copie, que retrate a nuestros contemporáneos, que busque el origen de los males que aquejan a la humanidad y que indique el remedio para ellos.


(p. 130)                


José de la Revilla, por su parte, justificará sus críticas al romanticismo y a todo lo que vino con él, por el carácter extranjero del mismo:

Nuestra España, sin literatura propia desde mediados del siglo XVIII [...], con más justa razón que otra alguna procuró acudir al remedio de sus males, si bien imitando el sistema observado en otras partes para conseguirlo. En ese movimiento de reacción debieron engendrarse nuevas ideas, nuevos pensamientos, nueva literatura; pero como no éramos más que sencillos imitadores de lo principal, no podíamos menos serlo de lo accesorio; y por consiguiente tomamos de nuestros vecinos la literatura que les plugo formar, consiguiendo engrosar la falange de los afiliados a la nueva escuela [romántica]24.


Muchas de las críticas correspondientes a este grupo utilizarán, curiosamente, un elemento extraliterario para caracterizar lo fantástico como algo ajeno a la literatura española: se insiste en la poca idoneidad del clima hispánico para el desarrollo normal de los desvaríos fantásticos25. Sirva como ejemplo la opinión de Zorrilla, que aparece en la nota que precede a su leyenda La Pasionaria, en la que afirma haberla compuesto imitando los cuentos fantásticos de Hoffmann, a petición de su mujer que los andaba leyendo por aquella época:

Nuestro brillante sol daría a los contornos de sus medrosos espíritus tornasolados colores que aclararían el ridículo misterioso en que las nieblas de Alemania envuelven tan exageradas fantasías.

2) lo fantástico es considerado subliteratura y, como tal, un género que empobrece la renaciente literatura española. Esto lleva a criticar a los lectores por consumir dicha literatura y a editores y escritores por satisfacer la demanda de éstos.

Uno de los primeros en pronunciarse en estos términos en contra de lo fantástico, fue Larra. Para él, la moda de lo gótico y lo fantástico no era más que otro ejemplo de la depresión literaria en la que se encontraba España en aquellos años; una manifestación más de la subliteratura que dominaba los gustos de la época y que, para Larra y otros muchos críticos, era muy dañina para la literatura con mayúsculas. El primer artículo en que aparece esta crítica es el titulado «¿Quién es el público y dónde se encuentra?» (El Pobrecito Hablador, núm. 1, agosto de 1832), donde Larra, reflexionando acerca del gusto imperante en aquellos años, se pregunta si

¿Será el público el que compra la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas y las poesías de Salas, o el que deja en la librería las Vidas de los españoles célebres y la traducción de la Iliada?


Larra compara así lo que para él es la verdadera literatura (ejemplificada por las obras de Quintana o de Homero) con las lecturas que encandilaban al público de la época; y una de éstas es, significativamente, una obra adscribible al género fantástico: la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas de Agustín Pérez Zaragoza, que, publicada un año antes, había cosechado un enorme éxito26. Larra, como será costumbre en él, no acepta el gusto y las demandas del público, sino que los cuestiona.

Y, al parecer, es tanta la inquina de Larra contra la obra de Pérez Zaragoza, que volverá a criticarla en algunos artículos más27, como, por ejemplo, en el titulado, «¿No se lee porque no se escribe, no se escribe porque no se lee?» (El Pobrecito Hablador, núm. 3, septiembre de 1832): un Larra preocupado por la decadencia literaria y cultural de España, critica la avalancha de traducciones que satura el mercado español y la poca calidad de la obras, menospreciando cualquier tipo de manifestación literaria que no responda a lo que él considera adecuado para nuestra literatura (que enseguida descubriremos qué es).

Pero todo ese atarugamiento y prisa de libros reducido está, como sabemos, a un centón de noventas fúnebres y melancólicas, y de ninguna manera arguye la existencia de una literatura nacional que no puede suponerse siquiera donde la mayor parte de lo que se publica, si no el todo, es traducido.


Aunque en el artículo no se hace una referencia explícita a la Galería, creo que a ella se refiere (o por lo menos al género que representa) cuando critica la multitud de «novelitas fúnebres» que se están publicando en esos años, algo que para Larra, en lugar de ser un síntoma de la recuperación de nuestra literatura, es un ejemplo más de su decadencia, puesto que además de su deficiente calidad, la mayoría de ellas eran traducciones28.

Veinte años después, otro escritor, Vicente Barrantes, se expresará de igual modo en su artículo «El escritor y el mundo» (La Ilustración, 1852), al hablar del público y de la situación de la literatura española, aunque ejemplificándolo con otro subgénero novelístico, los folletines:

Entonces, sin poderlo remediar, te se (sic) acuerdan tus compañeros de oficina... que con sus manguitos raídos y sus anteojos calados se pasan las mañanas llorando a lágrima viva con María, la hija de un jornalero, con los Misterios de París o con El judío errante..., pero ni por eso desmayas. Aquél no es el público, dices; el público es el buen sentido.


Pero es quizá en el artículo titulado «Literatura. Rápida ojeada sobre la historia e índole de la nuestra. Su estado actual. Su porvenir. Su profesión de fe» (1836) donde Larra expresa más claramente su concepción de la literatura. Aunque en él no se refiera a lo fantástico de manera explícita, podemos deducir la razón de su actitud negativa hacia este género, como lo es hacia la novela sentimental y cualquier tipo de literatura popular.

A grandes rasgos, lo que Larra pretende con este artículo es explicar las causas de la crisis en que se encuentra la literatura española y ofrecer una solución, pues «la literatura es la expresión, el termómetro verdadero del estado de civilización de un pueblo»: una literatura en crisis es un síntoma evidente de un país en crisis29. Y para solucionarlo, reivindica la libertad como elemento fundamental para crear una nueva literatura, que sería la expresión de una nueva sociedad sin más reglas que la verdad. Así, propone, entre otras cosas, la aceptación de toda escuela literaria mientras sea de calidad y la eliminación de todo magisterio literario (para Larra no existen modelos en ningún país, hombre o época, e iguala a los clásicos con sus contemporáneos), ya que el gusto varía como varían las épocas.

Y enseguida pasa a proponer una solución: la idea de una literatura al servicio de la sociedad y el individuo, que funcione como un instrumento de progreso, que enseñe verdades y que esté al alcance de todos los lectores para formarlos; en resumen, una literatura

estudiosa, analizadora, filosófica, profunda, pensándolo todo, diciéndolo todo en prosa, en verso, al alcance de la multitud ignorante aún; apostólica y de propaganda; enseñando verdades a aquellos a quienes interesa saberlas, mostrando al hombre, no como debe ser, sino como es, para conocerle; literatura, en fin, expresión toda la ciencia de la época, del progreso intelectual del siglo.


Una concepción de lo literario que expresa el criterio utilitario que en ese momento domina a gran parte de los intelectuales románticos, los cuales estaban reforzados por un grupo de pensadores sociales que fomentaban la literatura comprometida, la novela social y el teatro patriótico. Esta minoría intelectual buscaba el desarrollo social y económico, siguiendo los ideales de Saint-Simon y Fourier30, los cuales defendían la función social del arte y de la literatura. Así, muchos escritores españoles reivindicarán la necesidad de una literatura que fomente el progreso, señalando que la función del autor es retratar fielmente la realidad y, a la vez, provocar una toma de conciencia en la burguesía (la nueva clase social que empezaba su carrera hacia el poder) y el pueblo frente a la realidad española31.

Así pues, lo que nos dice Larra refleja esta concepción utilitaria de la literatura: el escritor debe ilustrar a los lectores hablándoles de los problemas que acucian a las gentes de su tiempo. A ese didactismo, Larra unía otro concepto fundamental: la verosimilitud32, es decir, la verdad (en la concepción que se tenía del término en la poéticas españolas del siglo XVIII y principios del XIX): «en Larra el poder de la imaginación y la invención no va más allá de una observación perspicaz de lo que él interpreta como realidad y vida»33. Y lo que se hace evidente es que el relato fantástico no podía servir para tales intereses.

A mi entender, la idea que tiene Larra de lo que debe ser la literatura está llena de contradicciones: por un lado, reivindica la libertad creativa, pero niega la posibilidad de existir a toda literatura que no sea utilitaria; por otro, afirma que esa libertad expresiva es un reflejo de la variabilidad del gusto literario según las épocas, pero acaba negando el gusto popular por lo fantástico y lo sentimental (no todos los gustos, por tanto, son válidos).

Las críticas, implícitas y explícitas, de Larra a lo fantástico revelan el desconocimiento o la mala comprensión que tenía de tal literatura. No sé cuáles pudieron ser las lecturas que hizo Larra, ni si estaba al tanto de lo que sucedía en Francia (en esos años empiezan a publicar Nodier, Nerval, Gautier y otros maestros del género), pero lo que sí es cierto es que no supo ver más allá de su mero exterior, de esos crímenes y aparecidos que llenaban sus páginas. Quizá su menosprecio por cualquier forma de literatura popular le impulsó a rechazar lo fantástico, considerándolo (como ha sucedido hasta hace muy pocos años) como un simple medio de evasión, sin tener en cuenta que dicho género era más que una simple producción infracultural. Por el contrario, sirvió de aliado al idealismo romántico, que había puesto de manifiesto la poca validez del conocimiento racional: el relato fantástico iluminaba una zona de lo humano y de la realidad donde la razón estaba condenada a fracasar.

Pero será Fernán Caballero quien se manifieste de manera más explícita en contra de la literatura fantástica, pues la consideraba totalmente ajena al canon literario español. En el capítulo III de la segunda parte de su obra La Gaviota (1849), dos personajes charlan sobre la novela, lo que da pie a presentar una clasificación de ésta en cinco tipos: fantástica, «heroica o lúgubre», sentimental, histórica y de costumbres34.

Según Fernán Caballero, la novela fantástica era buena para los alemanes pero no para los españoles:

-Entonces -dijo Stein- escribid una novela fantástica.

-De ningún modo -dijo Rafael-, eso es bueno para vosotros los alemanes, no para nosotros. Una novela fantástica española sería una afectación insoportable.


Y enseguida pasa a defender el tipo de novela que cree más adecuado para los escritores españoles, que no es otra cosa que una defensa del realismo, como característica fundamental de la literatura española:

-Hay dos géneros que, a mi corto entender, nos convienen: la novela histórica, que dejaremos a los escritores sabios, y la novela de costumbres, que es justamente la que nos peta a los medios cucharas como nosotros.

-Sea, pues: una novela de costumbres -repuso la condesa.

- Es la novela por excelencia -continuó Rafael-, útil y agradable. Cada nación debería escribirse las suyas. Escritas con exactitud y con verdadero espíritu de observación, ayudarían mucho para el estudio de la humanidad, de la historia, de la moral práctica, para el conocimiento de las localidades y de las épocas. Si yo fuera la reina, mandaría escribir una novela de costumbres en cada provincia, sin dejar nada por referir y analizar...35


La señora Böhl de Faber identifica, así, realismo (aunque sea el realismo levemente idealizado de la novela costumbrista) y novela «española», insistiendo en lo que será uno de los arquetipos fundamentales de la crítica literaria de nuestro país durante muchos años.

Podemos encontrar numerosos artículos donde se expresa esta misma idea de lo fantástico como algo ajeno a la «auténtica» literatura española. Por ejemplo, José Joaquín de Mora, en un artículo publicado en La Crónica en 1819, censuró vivamente el cuento El vampiro, atribuido erróneamente a Lord Byron, mucho antes de publicarse en nuestro país36. Entre otras cosas, Mora valoraba negativamente la obra, atacando de paso la literatura de «los pueblos septentrionales», pues no era buena para España.




Preocupaciones de índole moral

Este cuarto grupo de críticas responde a dos ideas básicas:

1) los modelos de comportamiento que se derivaban de los relatos fantásticos y de todos aquellos géneros que habían llegado con el romanticismo (especialmente las novelas sentimentales y los folletines) atentaban contra las sanas costumbres de los lectores, sobre todo, de los jóvenes y de las mujeres, los dos principales consumidores de narraciones y los dos grupos que se creía más indefensos moralmente.

2) además, como hemos visto en el apartado anterior, la literatura debía formar al individuo y no corromperlo, ni ser tampoco un simple medio de evasión.

La constante preocupación moral en muchos críticos de la época (reflejo de la situación política y del peso de la religión en la sociedad de esos años) nos permite encontrar numerosas muestras de esta crítica moralista en donde se valora muy negativamente la moda de las narraciones lúgubres y fantásticas, advirtiendo del peligro que suponen para los lectores. Sirvan como ejemplo estas palabras de José María de Andueza

Muy poco tiempo hace que nuestra juventud ha dado en la manía de volverse loca por la narración de lúgubres dramas, cuya exposición se verifica regularmente en los caminos reales o en los montes, y no pocas veces en el hogar doméstico, para proseguir el nudo de la acción y sus peripecias ante los tribunales, y acabar con un desenlace definitivo y fatal en los presidios del reino o en el cadalso [...] no pueden ofrecer a la ansiedad pública un cúmulo de horrores semejantes a los de Han de Islandia, ni hacer soñar a nuestras impresionables damas, con sudarios blancos, relojes de arena y máquinas de madera dotadas de vida por el galvanismo, a imitación de los desesperados y tétricos vapores novelescos que acertó a formar la infeliz imaginación del pobre Hoffmann37.



Así, además de ser visto como algo ajeno a la literatura española e incluso perjudicial para el desarrollo de ésta, el relato fantástico es criticado por los comportamientos morales que en él se suelen mostrar: los crímenes, muertos y aparecidos que poblaban sus páginas no debieron de ser del agrado de muchos críticos. Y así, valorarán de forma negativa la literatura fantástica, tomando como centro de sus críticas la obra de Hoffmann (al que se unirá, años después, Edgar Allan Poe), quien encamaba todos los males posibles, puesto que lo que narraban sus relatos sólo podía surgir, en su opinión, de una mente enferma o alcoholizada38, como podemos ver en esta crítica de El caballero de las botas de azules de Rosalía de Castro, publicada en la Revista de España y fechada en 1866 (aunque este ejemplo sobrepasa el período temporal que analiza este artículo, creo que es un buen ejemplo de lo que estoy mostrando):

Esta composición pertenece al género fantástico, que ya en España se ha cultivado con acierto por varios autores, y singularmente por el General Ros de Olano, autor de El Diablo las carga, El ánima de mi madre y El Doctor Lañuela. Si con algunos de estos cuentos tiene analogía el de la Sra. de Murguía, es con el último. Con los tan celebrados cuentos de Hoffmann y de Edgardo Poe, no tiene ninguna. El cuento de la Sra. de Murguía es menos extraño, a pesar de que extraño se llama; hay en él acaso menos vigor de fantasía; pero en cambio parece obra de un entendimiento sano y de un juicio recto, y no se ve en él, como en los de Hoffmann y en los de Poe, que el delirio de la fiebre o de la embriaguez han entrado por mucho en la inspiración del poeta.



Lo interesante, y paradójico, de este artículo es que se critica lo fantástico al estilo extranjero, pero se acaba aceptando una especie de fantástico «a la española», moralmente mucho más correcto y no tan «extraño».

Pensemos que, además, lo fantástico (como otras muchas cosas) llegó a España a través de Francia, puesto que aquí se traducía y copiaba todo aquello que había tenido éxito en el país galo39. Y dado el tipo de literatura que venía de Francia, muchos críticos consideraron a este país como una reserva de la inmoralidad, tildando todo aquello que llegaba de allende los Pirineos de pernicioso para la moral:

pero los apellidados románticos de la escuela francesa, equivocaron en general desgraciadamente la forma con la esencia de sus obras, y apartándose en las más de ellas de aquel objeto de moral política o religiosa único capaz de interesar y hacer duraderas las obras del ingenio, cayeron en una extravagancia de ideas, en un abismo de horrores, en un colorido tan exagerado y ridículo que casi han llegado á hacer sinónimos de su moderna escuela el apellido de romántica, con los de falsa é inmoral40.



Así, un gran número de revistas, semanarios y periódicos condenarán el romanticismo francés por su peligrosidad moral, oponiendo a éste las ideas moderadas, los valores netamente españoles y las virtudes burguesas, que encarnaban Bretón y Mesonero en sus obras41. Aunque hay que señalar que en muchas de estas publicaciones aparecieron cuentos fantásticos.

Iris Zavala cita multitud de textos críticos que insisten en esta misma idea de anteponer lo moral a lo puramente literario42. Algunos de estos testimonios son muy significativos, como, por ejemplo, la opinión del editor valenciano Mariano Cabrerizo acerca de una de sus colecciones de novelas, la Biblioteca Universal43:

procuraremos reunir sólo aquellas composiciones que, al mismo tiempo que entretengan y diviertan, instruyan y aprovechen, enseñando las reglas del buen gusto, inspirando los más sanos principios de la moral, de vencimiento y triunfo de pasiones dañosas, de grandes y sublimes acciones útiles a nuestros semejantes.



Esas exigencias de moralidad a la novela se endurecieron aún más con la ley de imprenta que presentó Cándido Nocedal (ministro de gobernación en el gabinete de Narváez) en 1856, ley que fue absolutamente impopular: en ella se exigía una literatura que moralizara en favor de los intereses de la clase dirigente y de la aristocracia, revitalizando, al mismo tiempo, la devoción católica. Unas exigencias morales que, por suerte, no durarían demasiado.




La errónea comprensión de lo fantástico

Una de las principales causas, a mi modo de ver, de las numerosas críticas negativas que recibió la literatura fantástica en la primera mitad del siglo XIX, fue la mala comprensión que tuvieron críticos y escritores de lo que era esa literatura fantástica. Al contrario que en Inglaterra o Francia, la mayoría de los críticos españoles no vieron en lo fantástico más que una amenaza contra la moral: fantasmas, muertos, crímenes, acontecimientos sobrenaturales, no podían tener un buen efecto sobre los lectores. Además de eso, opiniones como las de Larra y Mesonero, reivindicando la necesidad del compromiso social, la verosimilitud y el realismo, impusieron entre la crítica una reacción adversa contra lo fantástico, puesto que suponía un atentado contra las principales características de la novela: «el imperativo de la verosimilitud en los caracteres, la persecución del color local en las descripciones y los intentos por escribir los conflictos de la "sociedad presente como materia novelable" fueron constantes reiteraciones en la crítica novelística de más visos teóricos»44.

A todo esto debemos añadir otro elemento, a mi entender fundamental, en esta errónea comprensión de lo fantástico45: el artículo de Walter Scott titulado «Ensayo sobre lo maravilloso en las novelas o romances», que apareció publicado en la Nueva colección de novelas de Sir Walter Scott, Madrid, 1830, tomo III. El original de este ensayo lo había publicado Scott en 1827 en la Foreign Quarterly Review (vol. I, pp. 60-98) con el título On the Super-natural in Fiction Composition; and particulary on the works of Ernest Theodore Hoffmann46, y era fundamentalmente un escrito dirigido contra el autor alemán, del que Scott se sentía celoso, puesto que le había desbancado de las preferencias del público. En él se dicen de lo fantástico cosas como éstas:

Este es el que se puede llamar género fantástico, donde la imaginación se abandona a toda irregularidad de sus caprichos, y a todas las combinaciones las más raras y las más burlescas [...] Las transformaciones más imprevistas y las más extravagantes se hacen por los medios más inverosímiles; nada se encamina a modificar lo que es absurdo y repugnante a la razón. Es preciso que el lector se contente con mirar el juego de palabras y sutilezas del autor como miraría los saltos peligrosos de arlequín sin buscar ningún sentido, ni otro objeto que la sorpresa del momento47.


Como vemos, lo fantástico queda reducido de este modo a un buen número de elementos extravagantes que no pretenden sino sorprender al lector, el cual no debe interpretarlos, sino abandonarse, digamos, al puro goce de lo estrambótico (recordemos, por ejemplo, que algunos de los relatos pretendidamente fantásticos que Ros de Olano escribió llevan el sugerente subtítulo de «cuentos estrambóticos»). Para Scott -autor exitoso de novelas históricas y no de relatos fantásticos48- todo se reduce a fuegos de artificio, y cuanto más extraños mejor.

Esta interpretación podría explicar la poca calidad de la mayoría de los relatos fantásticos españoles de la primera mitad del XIX. En muchos de los cuentos que he recopilado da la sensación de que sus autores los compusieron guiándose por lo expuesto por el escritor escocés, puesto que suelen utilizar lo fantástico como un elemento meramente ambiental o temático49, llegando a reducirlo, en ocasiones, a lo puramente anecdótico, a lo grotesco y sin sentido.

Así mismo, podemos pensar que los críticos que dieron crédito a las palabras de Scott, comprendieron igualmente de manera errónea lo fantástico, lo que les llevó con toda seguridad a pensar que fantástico era sinónimo de extravagante y sin sentido, algo poco apropiado para una literatura realista, que pretendía ser moralmente correcta y educar al individuo.

Un ejemplo clarísimo de esa deficiente comprensión del fenómeno fantástico son las numerosas críticas negativas que recibió la obra de Hoffmann: deslumbrados por lo que consideraban desvaríos de una mente enferma, sus críticos no acertaron a comprender lo que estos cuentos encerraban.

Para comprender lo que significa la aparición de los relatos de Hoffmann en la literatura europea, debemos pensar que estos cuentos son la expresión de una nueva relación con la realidad. Como he señalado antes, los románticos se habían dado cuenta de que la realidad no era esa máquina perfecta que habían construido los ilustrados, esa máquina que obedecía unas leyes lógicas absolutamente determinadas y cuyos fenómenos eran siempre explicables racionalmente. Por el contrario, se había adquirido una aguda conciencia de que había aspectos de la experiencia que era imposible analizar o explicar según aquella concepción mecanicista del hombre y del mundo. Así, fuera de la luz de la razón empezaba un mundo de tinieblas, lo desconocido, que Goethe bautizó como lo demoníaco. Esa constatación de que existía un elemento demoníaco en el hombre y en el mundo supuso la afirmación de un orden que escapaba a los límites de la razón, y que sólo era comprensible mediante la intuición idealista. Lo desconocido era, pues, una realidad más vasta que la que la razón había acotado (y que se consideraba como única realidad), y el hombre, al que el racionalismo había ya desprovisto de la religión, no encontró otra defensa ante ello que el miedo. La evolución del relato fantástico irá en consonancia con la evolución de ese miedo. En los inicios del género, la novela gótica había resumido los terrores de una época y sus páginas se llenaron de fantasmas, muertos y diablos tentadores. Pero una vez el público, cada vez era más escéptico y culto, se cansó de los excesos góticos, los espectros cedieron el paso a un modo realista de tratar lo fantástico. Es en ese momento en el que aparece Hoffmann. Para hacer más creíbles sus historias, y, por tanto, más terroríficas, los escritores bucearon en su propio subconsciente. Sus terrores más íntimos, sus deseos reprimidos, todo aquello que la razón no podía explicar, acabó trasladándose al papel. Como Freud indica en su estudio titulado Das Unheimliche, lo desconocido, lo ignorado por la ciencia, desprovisto de su significación religiosa, regresó como lo reprimido produciendo terror50. La literatura fantástica sirvió para sacar a la luz todos esos hechos y deseos reprimidos, a través de sus propios mitos. Y a Hoffmann debemos algunas de las mejores elaboraciones de esos nuevos mitos fantásticos, como, por ejemplo, el del doble51, que encierra una profunda reflexión sobre la experiencia de un individuo que intenta tomar posesión de sí mismo. En relatos como El hombre de la arena, La historia del reflejo perdido o Los elixires del diablo, Hoffmann indagará sobre el motivo del doble, máxima expresión de la esquizofrenia que acosa al hombre moderno, quien, inmerso en una sociedad que le aliena, teme perder su personalidad, es decir, su carácter distintivo y su libertad. A la vez, el doble es también una encarnación de su conciencia, un lugar donde el bien y el mal conviven, como nos hizo ver Stevenson en su magistral novela Dr. Jeckill y Mr. Hyde. El temor nace ante la posibilidad de que la parte maligna (siempre desde el punto de vista de la moral cristiana) se independice, pues, como señala Freud, lo ominoso se manifiesta precisamente en el momento del deseo, el deseo de algo prohibido. Así, el hombre se debate entre ese deseo -por el que sabe que será castigado- y la obligación de impedir su consecución, por ser algo prohibido. Razón y deseo luchan continuamente, y por eso no será extraño comprobar que los dos motivos fantásticos dominantes en esta época sean el Diablo y el doble: el primero, herencia de la mitología cristiana, es la encarnación de todo aquello que enajena (aliena) al hombre; el segundo, como expresión máxima de esa esquizofrenia de la que he hablado.

Así pues, podemos decir que la crítica española juzgó demasiado a la ligera la literatura fantástica, mientras que, por ejemplo, en Francia se había llegado ya a conclusiones semejantes a las que he expuesto. Esto se puede comprobar en las sagaces opiniones vertidas por críticos como Jean-Jacques Ampère, que demuestran un conocimiento verdaderamente profundo del fenómeno fantástico. Sirva como ejemplo uno de los artículos que firmó Ampère en Le Globe, en el que desvela con total lucidez el porqué del cambio del gusto fantástico en Francia a finales de los años 20 y la consiguiente evolución del género: frente a la novela gótica y su

appareil convenu de spectres, de diables, de cimetières, que l'on accumule dans ces ouvrages sans produire aucun effet; rien de plus fatigant que ces terreurs à froid, ces peurs sans rassis, ces lieux communs de l'horreur, ces visions qu'on a vues partout,


público y crítica prefirieron lo que Hoffmann relataba en sus cuentos:

un ordre de faits placé sur les limits de l'extraordinaire et de l'impossible, de ces faits comme presque tout le monde en a quelques-uns à raconter, et qui font dire dans des moments d'épanchement: Il m'est arrivé quelque chose de bien étrange. N'y a-t-il pas les songes, les pressentiments que l'événement a vérifiés, les sympathies, les fascinations, certaines impressions indéfinissables? Hoffmann excella à faire entrer ces choses dans ses étonnants récits; il tire un parti prodigieux de la folie, de ce qui lui ressemble, des idées fixes, des manies, des dispositions bizarres de tout genre que développent l'exaltation de l'âme ou certains dérangements de l'organisation. La liaison même du récit, son allure simple et naturelle, a quelque chose d'effrayant qui rappelle le délire tranquille et sérieux des fous. Du sein de ces événements qui ressemblent à ceux de tous les jours sortent, on ne se sait comment, le bizarre et le terrible52.


Sorprende, pues, que en unos años en que España iba a remolque de Francia en todo lo literario, no llegasen a nuestro país, o por lo menos no tuvieran eco, las opiniones de los críticos galos, haciendo ver a nuestros críticos los entresijos de los relatos fantásticos. Una cuestión para la que aún no tengo explicación53.

Podría pensarse que la mala comprensión de lo fantástico es producto de la novedad, del retraso que llevaba España en el cultivo y consumo del género en relación a otros países europeos. Si bien es cierto que el retraso fue un hecho, hay que tener presente que, por ejemplo, y volviendo al caso de nuestro país vecino, la literatura fantástica francesa empieza a producir sus grandes obras alrededor de los años 30, cuando Nodier, Nerval, Gautier, Emile Morice o Alphonse Brot comenzaron a publicar sus relatos. Tan sólo las obras de Jacques Cazotte fueron un tímido intento de relato fantástico francés en el siglo XVIII54. Pero Cazotte no hizo escuela y durante los años finales de ese siglo y las primeras décadas de la centuria siguiente, los lectores se apasionaron por la novela gótica inglesa. No será hasta que público y crítica se harten de los estereotipos góticos cuando empezará a desarrollarse con éxito el cuento fantástico francés, bajo la influencia de Hoffmann, tal y como argumenta Jean-Jacques Ampère.

Algunos críticos contemporáneos han intentado explicar las causas de esa baja calidad antes comentada en función de la poca idoneidad del contexto sociocultural español para el desarrollo de este género. Como señala Rafael Llopis en su Historia natural de los cuentos de miedo,

el elemento de escepticismo necesario para este tipo de lectura faltaba por completo. Aún no superada plenamente la creencia, era muy peliagudo ponerse a tratar con seriedad esos temas prohibidos. Pues otro elemento psicológico ausente en nuestra literatura romántica es el sentido del humor, tan correlacionado con el escepticismo. Y, aunque pueda parecer paradójico, para tratar lo fantástico en serio hace falta una buena dosis de humor. Y precisamente por falta de humorismo, algunos románticos trataron lo fantástico en broma. Al tomarse a broma lo fantástico, lo distanciaban, limaban sus aristas, establecían una barrera entre ellos y el peligro [...] Algunos románticos españoles bromearon con lo fantástico porque lo temían, y, cuando no bromearon, lo infantilizaron, lo redujeron a cuento popular, un poco como había hecho Perrault en Francia doscientos años antes. En una palabra, combatían el miedo como podían -ese miedo que se les había presentado como moda literaria compulsiva procedente del exterior- y procuraban quitarle virulencia por todos los medios, cuando no lo rechazaban de plano y se dedicaban a un inofensivo y reconfortante pintoresquismo tradicionalista muy del gusto de la época.


(pp. 94-95)                


Y esto es explicable porque

al no haber revolución democrática en nuestro siglo XVIII, faltó el doble fenómeno de escepticismo desmitificador y acceso masivo del pueblo a la alfabetización. Por un lado, a los españoles les faltaban el distanciamiento y el humorismo necesarios para hacer mera literatura de cuestiones que aún resultaban muy serias y hasta sagradas. Por otro, las tradiciones populares -fuente inicial de toda literatura de terror- no tuvieron acceso a la letra impresa y quedaron sepultadas en ese inconsciente, verdaderamente colectivo, que era el pueblo analfabeto. Por todo ello, nuestro tardío romanticismo apenas pasó de moda intelectual y minoritaria. Mientras nuestras leyendas, mitos y terrores suministraban temas fantásticos al romanticismo extranjero (Radcliffe, Lewis, Maturin, Gautier, Merimée, Irving, etc.), nuestros pocos interesados en el género se dedicaban -salvo raras excepciones- a imitar y traducir. Así, falta de raíces propias, la literatura fantástica española fue principalmente extranjerizante desde sus mismos orígenes. Pero -insisto- no por falta de temas ni de tradiciones propias.


(pp. 318-319)                


J. F. Ferreras, por su parte, señala que no existió una auténtica novela de terror española en el XIX debido a cuestiones de carácter socioeconómico: si la aparición de la novela gótica en la Inglaterra de la segunda mitad del XVIII es expresión de los temores de la aristocracia, que veía tambalearse su mundo debido al empuje de la emergente burguesía industrial, en España faltó una clase social que diese forma al irracionalismo propio de lo fantástico: «Si el irracionalismo produce auténtica angustia, ésta no puede aparecer mientras los grupos sociales capaces de expresarla no tengan motivo alguno para hacerlo»55.

Así pues, no sólo la censura, la moralidad, el antirromanticismo o el retraso cultural influyeron en el desarrollo satisfactorio de la literatura fantástica, sino que faltó tanto el escepticismo necesario para acercarse a lo fantástico como ese «elemento de irracionalidad que ésta conlleva en origen»56. A ello debemos unir la comentada incomprensión del verdadero sentido de este género literario57.

Lo que hemos visto hasta ahora son, como dije en la presentación de este artículo, simples hipótesis que tratan de explicar los motivos que impulsaron a muchos críticos de la primera mitad del siglo pasado a reaccionar en contra de la literatura fantástica. El estudio de esta valoración negativa permite también establecer conjeturas en relación a otro de los aspectos relacionados con la literatura fantástica española de esa época: la poca calidad de los relatos. Ya fuese por la mala comprensión del género, por las reservas de carácter ideológico o moral hacia el cultivo de lo fantástico, o por la falta de preparación para ello (escepticismo, irracionalidad), la baja calidad es una característica evidente de la mayoría de relatos del período estudiado, simples (malas) copias de obras extranjeras. Una situación que cambiará a partir de los años 50 cuando cultiven lo fantástico escritores como Alarcón, Bécquer, José Selgas, Carlos Coello, Nilo María Fabra y los autores realistas del último cuarto de siglo.







 
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