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La crítica de «El Censor» a las apologías de España

Rinaldo Froldi





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La conciencia de la decadencia española del siglo XVII que se advierte en la primera parte del XVIII -cuando se empieza a pensar en un rescate, a conseguir sobre todo por medio de una renovación racionalista de las formas culturales del Quinientos español, así como de las formas expresivas a él ligadas; esto es, las del clasicismo -se hace más aguda junto con la esperanza, por no decir con la certeza, de un cambio radical, esta vez ligado esencialmente a las estructuras culturales de la Europa contemporánea y capaz de producir una profunda innovación en la segunda mitad del siglo. Es ésta la época que, con propiedad historiográfica, se puede definir como Ilustración española, que en buena parte coincide con el reinado de Carlos III y en la que se agudiza el proceso de secularización de la cultura.1

El testimonio de un contemporáneo, Sempere y Guarinos, representa un valor paradigmático de esta más madura conciencia del proceso innovador en desarrollo positivo. En 1785 publica el primer tomo de su Ensayo de una biblioteca de los mejores escritores del reinado de Carlos III, en el que piensa que es lícito formular la confortante afirmación de que «nuestra Nación piensa ahora bien por lo general»,2 al tiempo que alberga esperanzas de metas cada vez más avanzadas.

Una conciencia paralela de la situación está en la base de la obra periodística, contemporánea de la anterior, de Luis García del Cañuelo, redactor   —92→   principal de El Censor, quien con alternos avatares de vetos y concesiones, logró publicar 167 Discursos entre 1781 y 1787.

Sólo recientemente la crítica ha revalorizado la figura de este escritor, reconstruyendo su personalidad, su actividad e intentando asimismo precisar su valor en el ámbito de la cultura de la época. Recordemos al respecto la tesis y la Antología de García Pandavenes y los ensayos de Gil Novales y Montesinos, además de las preciosas indicaciones de Herr, de Helman, de Elorza, de Guinard y de Maravall.3

No cabe duda que Luis García del Cañuelo se revela como una de las mentes más claras de su tiempo. Con vigor y pasión se entrega a una obra de transformación ideológica como base del progreso civil y político de su España. A través de las páginas del periódico logró ideas bastante adelantadas sobre el plano moral, político y social, convencido de la función formativa de la imprenta, instrumento fundamental para la constitución de una opinión pública consciente.

Nuestro autor nos ofrece su imagen en el Discurso 1º de El Censor, a modo de una presentación personal, al intentar establecer un contacto directo con el propio público, sin ocultar nada de sí mismo. Por el contrario exalta ciertas características personales en una ejemplar, calculada, estilización. Se presenta como un espíritu agrio, censor de todo, según un rigor   —93→   interior que dimana de una conciencia crítica que no tolera el mal uso de la razón. De esta condición interior, marcadamente ética, se nutre su espíritu irónico y satírico, con toda intención libre de personalismos e inclinado a lo esencial de las ideas.

Su retrato inicial se confirma en el Discurso 68: una especie de nueva presentación cuando El Censor vuelve a aparecer (después de una interrupción de un año y medio) con el n. 68, precisamente, gracias al Real Decreto de Carlos III del 19 de mayo de 1785, el cual, pasando por alto el Consejo, favorecía la publicación de periódicos en la seguridad de que contribuían «a difundir en el público muchas verdades o ideas útiles y a combatir por medio de la crítica honesta los errores y preocupaciones que estorban el adelantamiento en varios ramos».4 En la nueva presentación, Cañuelo gusta de aparecer como una especie de Don Quijote, cuya locura estriba en querer señalar los errores humanos y elevar la verdad, a modo de ideal finalidad, al rango de la propia Dulcinea. A la búsqueda de la verdad le guiará no ya una renuncia utópica de lo real, sino una conciencia total de lo concreto, partiendo de un básico «buen sentido». La guía de fondo será el ideal y la honradez su absoluto empeño.

Precisamente en este discurso, en el ámbito de la profunda y total dedicación a la causa de la verdad, aparece una primera alusión al problema del apologismo de la cultura española, que en aquellos años parecía concretizarse en formas que Cañuelo juzgaba peligrosas con respecto a sus programas de innovación de fondo. Él no puede participar en la exaltación que se separa, pasional y retóricamente, de la consideración objetiva de la realidad presente. Tanto la consideración como la alabanza de los valores de la propia nación han de ser moderadas y justificadas, sin ignorar nunca los límites y los defectos que sin duda existen. Declara también su propio empeño en alabar razonablemente su nación, pero sólo en lo que efectivamente «lleva ventajas a otras... naciones», así como se empeña en no caer en el vicio de ensalzar personajes o entidades potentes, bien convencido de que los apologismos constituyen una cosa «de la cual no hay la mayor necesidad» y que él no juzga «de la mayor utilidad, ni importancia».5

En las palabras de El Censor se advierte con claridad el eco de la polémica que se desencadenó después del artículo de Masson en la Encyclopédie Méthodique de 1782. Desde los tiempos de Menéndez Pelayo, Morel Fatio,   —94→   Cotarelo y Sorrento a los más recientes de Marías, Di Pinto y López, se ha tratado el tema ampliamente;6 no es ésta la ocasión para que nos detengamos sobre los datos concretos del desarrollo de dicha polémica.

Sólo recordaremos que en mayo de 1785, Cañuelo conocía sin lugar a dudas la respuesta que Cavanilles, sirviéndose también de las indicaciones que le ofrecieron Trigueros y Muñoz,7 había publicado en 1784, primero en francés y luego en español, atacando las exageraciones y las deformaciones de Masson, aunque en modo gentil y, en el fondo, consciente del fundamento de ciertos ataques al retraso español. Así mismo, debía constarle que la Real Academia Española de la Lengua, en noviembre de 1784, había convocado un concurso para una «Apología o defensa de la Nación, ciñéndose solamente a sus progresos en las ciencias y artes por ser esta parte en la que con más particularidad y empeño han intentado obscurecer su gloria algunos escritores extranjeros», como debía conocer muy bien lo ocurrido en Italia, donde algunos ex-jesuitas exiliados habían abierto una dura polémica, erigiéndose como apologistas de la cultura hispánica, frente a Tiraboschi y a Bettinelli sobre todo, quienes acusaban a España de haber corrompido el buen gusto de las letras italianas, ya en la época de la decadencia latina, ya en el Renacimiento.8

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Parece que Cañuelo no quiere dar demasiada importancia al problema. Se limita a señalar que no ve utilidad en tales polémicas y hace comprender que, para él, son muy otras las cuestiones sobre las que habría que centrarse.

Pero sobre la utilidad o inutilidad de las Apologías, El Censor vuelve a ocuparse en el Discurso 81, a finales de 1785. El discurso es fruto de una meditación más profunda sobre el argumento, evidentemente provocada por las discusiones, cada vez más intensas. También se ha de tener presente que en octubre de 1785 la Real Academia no había premiado a ninguno de los concurrentes que habían tomado parte en el mencionado concurso (entre ellos Forner y Vargas Ponce)9 y que en el mismo año apareció el Viaje fuera de España de Antonio Ponz, en cuyo prólogo del 2º tomo se trataba del artículo de Masson ampliamente. Ponz lo juzgaba absurdo además de lleno de errores geográficos e históricos y afirmaba sustancialmente que «la Nación española es tal que para sostener sus excelencias y altas cualidades necesite de mí ni de ningún otro apologista».10

Cañuelo, fuera de toda posición nacionalista («no consiste el amor a la patria... sostener con razón o sin ella que el país en que uno ha nacido... es el más floreciente de todos... sino en desear eficazmente que lo sea en verdad y en aplicar a este fin los esfuerzos posibles, obras, obras son amores»)11   —96→   quiere considerar con rigor los efectos de las apologías, así como el mal o el bien de las críticas más severas.

Para él, cada apología alberga un peligro: el de hacer que las naciones se sientan satisfechas de sí mismas, esto es, contentas del estado en que se encuentran, lo que se traduce en una invitación a la pereza; con otras palabras: a renunciar al empeño por mejorarse. Son dos las posibilidades: si las censuras fueran reales, la apología significaría una artificiosa negación del retraso, falsa premisa que negaría la posibilidad de poner remedio al mal. Si, por el contrario, las censuras no correspondieran a la realidad, podrían ser igualmente útiles, pues servirían de estímulo para un mejoramiento, posible siempre y evidentemente deseable.

Esto es: Cañuelo no ve el daño que pueden proporcionar a España las acusaciones por exageradas que sean, o bien los juicios negativos. No obstante, es más que cierto que la beata contemplación de la excelencia propia acaba por generar ignorancia y sólo ignorancia. Por otra parte, las apologías no favorecen a la buena fama; si los extranjeros no están convencidos de nuestro valor, desde luego las apologías no les harán cambiar de opinión. Lo que de verdad cuenta son sólo las obras que una nación sabe realizar, los progresos en las artes y en las ciencias, las invenciones útiles: «desgraciada Nación aquella de cuya literatura se escriben Apologías. Ellas mismas son la prueba de la verdad que intentan combatir».12

Sólo en el Discurso 110 -de junio de 1786- hay una precisa toma de posición por lo que al escrito de Masson se refiere. Cañuelo reconoce que en él ciertamente abundan los disparates y los juicios precipitados, pero no quiere ni impugnar ni defender a Masson. No le parece una cuestión de importancia. En el fondo, el punto de vista de Masson no es sino el de un extranjero muy libre de creer cuanto le parezca. Lo que en realidad sí debe importar a los españoles es «ser ricos, ser poderosos, ser ilustrados: que florezcan entre nosotros las ciencias, las artes, la justicia y todas las demás virtudes, y diga todo el mundo lo que le da la gana».13

No obstante, pueden ser legítimas las dudas relativas a la excelente condición cultural de España, aunque sean innegables los síntomas de un mejoramiento en este sentido. Pero la experiencia de Cañuelo, basada en las copiosas cartas que recibe como director de su periódico, le enseña que entre sus corresponsales -movidos por el ardiente celo de la prosperidad y la gloria de su patria- anida el malestar, y el dolor de no poderlo realizar libremente con acciones concretas, y sí «tener que reprimirlo y aún sofocarlo».14 Por lo tanto, no se puede negar la subsistencia de condiciones de decadencia, como   —97→   errores comunes y causas que impiden «la comunicación y extensión de las luces»;15 esto es, condiciones que obstaculizan el perfeccionamiento de las artes liberales y mecánicas, así como aún está por realizarse un equilibrio sano entre trabajo y ganancia que, según las enseñanzas de la naturaleza, debería ser factible.

Por otra parte, tampoco es que favorezca mucho a la nación el hecho de que los conocimientos sean patrimonio de pocos, cuando la mayoría permanece en las tinieblas de la ignorancia. Así, con no poca gracia literaria, Cañuelo sostiene: «De nada sirven las luces de los primeros sino en cuanto pueden alumbrar a los segundos. Y si en lugar de colocar aquellos su luz sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la Nación, se ven obligados a ocultarla bajo el medio celemín, como más en la nuestra que en ninguna otra parte de la Europa sucede, ¿habrá que maravillarse de que esta Nación sea tenida más ignorante que otras?»16

Es preciso detectar las causas del mal ¿Para qué sirve lamentarse del juicio negativo de los extranjeros? Más que nada, interesa reconocer que en España hay objetivos, obstáculos «a los progresos de la luz [...] y a la enseñanza de la naturaleza».17 Esto es: «el vil interés de algunos pocos a quienes conviene que la ignorancia y los errores sean comunes»,18 del que sigue un estado de temor que impide escribir con libertad. La autocelebración, el intento de persuadir de que «somos tan felices e ilustrados, como la Nación que más»,19 acaba por ser un verdadero cálculo interesado de quien no quiere que se ejercite el espíritu crítico, guía de la verdad.

Sabemos que a Masson respondió el italiano Denina con su Discours del 26 de enero de 1786, pronunciado en la Academia de las Ciencias de Berlín, discurso crítico sin indulgencias del orgullo nacionalista francés, con argumentos análogos a los de Cavanilles, en defensa de España, con la atención centrada más en los siglos antiguos que en el presente. La traducción inmediata del Discours en España, obra de Manuel de Urqullu, publicada en Cádiz hacia la mitad de 1786, echó leña al fuego de las discusiones.20

El Censor volvió a afrontar el argumento en el Discurso CXIII que es del 13 de julio de 1786. Al principio Cañuelo, con áspera ironía formal, finge una retractación que habría provocado la lectura del texto de Denina, apenas   —98→   aparecido en la citada edición de Cádiz. Más luego, la exposición se vuelve seria y tensa, como de quien se resiente por una ofensa a la verdad. El hecho de celebrar a España como nación excelente, superior a las otras en todos los campos del saber, del teórico al práctico, le parece «suprema necedad y estupidez»: «ignorar qué cosa son ciencias y qué cosa son artes»; «es no saber que hay muchas de éstas y especialmente de aquellas cuyos nombres son casi o sin casi desconocidos enteramente en España».21 Así mismo, el hacer depender de autores españoles a insignes estudiosos extranjeros, como Cartesio, «es un atrevimiento sin segundo: un descaro, una impudencia sin igual».22 Y además, -añade Cañuelo, sin duda dotado de una conciencia histórica superior a la de muchos estudiosos contemporáneos suyos- ¿qué sentido tiene hablar de autores latinos o árabes, nacidos en la Península Ibérica, cuando todavía no existía la nación española, como de autores españoles?: «por la misma razón se podría probar [...] que los turcos que hoy habitan la Grecia, son superiores a todas las naciones del Universo».23 Y acaso fuera cierto que España hubiese dado inicio a las artes y a las ciencias, y que en todos los campos del saber hubiera poseído autores insignes, ¿qué motivo de gloria sería el haber permitido a los otros países que la superaran en la época moderna?

Más adelante, ciñéndose a un análisis histórico-ideológico, El Censor -que alterna los aspectos polémicos de ácida ironía con consideraciones más netamente demostrativas- llega a sostener que en España se ha vivido en los últimos siglos bajo el signo de un culto a un destino de felicidad ubicada en la otra vida. De esta forma, se ha predicado un modo de existencia por el que se exalta una «pobreza» intelectual y material, base de la general decadencia. En una especie de falsificación absurda de valores, se han considerado «verdaderas ciencias y artes» las que favorecían la ignorancia y los comunes errores. Pero oigámoslo en su ironía fustigadora: «Han florecido pues las verdaderas ciencias y artes entre nosotros como en ninguna parte de Europa. Porque en ninguna parte ha florecido esta cierta teología, esta cierta moral, esta cierta jurisprudencia civil y canónica y esta cierta política que nos ha proporcionado nuestra pobreza e ignorancia... que tanto contribuye para la verdadera felicidad».24 Desde Felipe II para adelante cada género de esfuerzos se hizo para derribar a la nación: «fueronse pues tomando poco a poco las más eficaces providencias para abatir la altanería de nuestro genio, para desnaturalizar nuestro carácter, para disipar nuestra gloria, para auyentar de entre nosotros esas artes y esas ciencias que inflan o llenan de vanidad y que podrían hacernos prosperar en esta valle de lágrimas y miserias, para abrazar   —99→   una sencilla ignorancia, para inutilizar todos los prodigiosos medios de ser ricos, para que jamás hubiese entre nosotros agricultura, industria, comercio, fuentes ponzoñosas de las públicas riquezas y para hacernos en fin profesar, si pudiese ser, eternamente una pobreza santa».25 Con Felipe V y Fernando VI cambian algo las cosas debido por lo menos a la instauración de la paz. Pero las iniciativas reformistas encuentran el obstáculo insuperable de los impedimentos que permanecen. Sólo Carlos III logra «derribar algunos de los obstáculos»26 y bajo él se va formando un espíritu patriótico que anhela la felicidad pública. No obstante, sobreviven muchas de las antiguas dificultades, permanece una economía devastada y, para mayor desgracia, persiste el coro de los apologistas, cantores de vanas ilusiones e ignorancias concretas: «Ellos nos harán creer que somos la nación más rica y poderosa del universo [...] adormeciéndonos sobre nuestros males, que por ser de este mundo no son sino verdaderos bienes, y manteniéndonos la nuestra ignorancia, que es el único muro que nos defiende de la riqueza y prosperidad».27

Por parte de Cañuelo, la enunciación del punto de vista laico, secular, de los problemas, es clara y explícita, como evidente y sin tapujos su propuesta de formación de una mentalidad diversa, encaminada a obtener un cambio de fondo en la sociedad española. Por lo tanto no debe sorprendernos la constatación de que su actitud debía suscitar las reacciones de quienes permanecían ligados, bajo formas diversas, a la vieja sociedad española.

El primer escrito de oposición se debe a Patricio Redondo, ciudadano de Burgos, como el mismo se define; evidente seudónimo que encubre un autor no identificado aún. Compone el libelo En boca cerrada no entra mosca,28 al que El Censor responde con el Discurso 120, de finales de agosto de 1786.

Cañuelo inicia su réplica secamente: «Nada tengo que corregir ni emendar». Por desgracia quisiera equivocarse: «no somos superiores ni aun iguales a las demás Naciones sabias y poderosas de la Europa, en ciencias y artes, en riqueza y poder».29 En otros tiempos los españoles pueden haber sido iguales y aún superiores a otros pueblos; también hoy es posible que tengan capacidad para serlo, aunque la verdad es que no lo son. Cañuelo reanuda la temática de su criticado discurso precedente, en el que sostiene haber intentado explicar los motivos de la decadencia y evidenciarlos ante los ojos de todos, sobre todo de quienes «teniendo grande influxo en el modo de pensar y de obrar de los demás, y, quizá, grande interés en que subsistan estos   —100→   males, son los que, o por ignorancia o por malicia, tienen la verdadera culpa de ellos».30 La verdad es que no bastan las medidas legislativas para cambiar un estado de cosas tan arraigado; es preciso formar antes la opinión pública, la cual debe desear los remedios que luego el gobierno tendrá la voluntad de aplicar. En el lado opuesto están los apologistas «que pretenden adormecer a la Nación sobre sus males».31 Él puede criticar la realidad presente porque quiere el verdadero bien de la nación; por el contrario, los apologistas «la mienten para su daño».32 Su intención no fue la de defender a Masson, sino la de evitar que nadie cayera en el engaño. Hasta llega a servirse de una cita bíblica para confirmar su posición y confundir a los adversarios: «Popule meus qui te beatum dicunt, ipsi te decipiunt et viam gressuum tuorum dissipant: pueblo mío que los que te llaman dichoso, bienaventurado, esos son los que te engañan y te apartan del camino verdadero de tu felicidad».33

Mientras tanto, Juan Pablo Forner publica su Oración apologética, precedentemente presentada al concurso de la Real Academia, como ya dijimos, concluido sin resultado. La Oración apologética aparece por lo tanto a finales de 1786 junto con el texto del Discours de Denina y acompañada de dos réplicas de Forner a El Censor, a los discursos 113 y 120, respectivamente.34 Con su Oración apologética, Forner se situaba en la parte diametralmente opuesta a la de El Censor. No hace al caso que me detenga ahora a exponer el enfoque y los contenidos de un texto bien conocido de todos. Sólo quiero hacer notar que con él se atizaba todavía más el fuego de las polémicas. De hecho no tardaron las reacciones. Un tal José Conchudo, seudónimo evidente con el que es probable que se ocultara -según la sugerencia atendible de Lopez-35 Antonio de Capmany, publica una Carta al autor de la Oración   —101→   apologética,36 cortés en la forma, cuya finalidad primordial es, más que nada, poner de relieve los defectos filosóficos de la obra de Forner; sobre todo la importancia excesiva que adjudica a Vives («¿Era menester despreciar a Cartesio y a Newton para alabar a Luis Vives?»).

Forner, en un tono mucho menos suave, responde con una larga autodefensa: El Antisofisma.37 Más todavía antes de la carta de Conchudo, habían aparecido en el periódico, «El Correo de los Ciegos», una carta (enero de 1787)38 de un autor anónimo sobre la vanidad de las apologías, a la que Forner responde inmediatamente,39 y otra de Manuel Aguirre (el «militar ingenuo»)40 que subrayaba la facilidad y la inutilidad de componer apologías, incluso porque lo que cuenta no es «tener un cierto número de sabios, sino ser sabia toda la nación».

A finales de junio de 1787 y en su Discurso 160, El Censor reanudaba en primera persona la polémica sin contradecir directamente a Forner, pero lanzando un nuevo ataque, de violenta ironía, al patriotismo mal entendido que lleva a afirmar que «España ha sido en todos tiempos, es y será hasta la consumación de los siglos docta y sabia», aserto que, necesariamente, lleva a concluir que si «algo se ignora en ella es justamente lo que no conviene saber».41

La polémica de El Censor en el Discurso 164 del 3 de agosto se presenta en un tono equilibradamente sostenido: defensa de sus posiciones, mantenidas con claridad; reconocimiento de la grandeza pasada, pero también de la decadencia de los últimos siglos; recuperación contemporánea, aunque no tan amplia como para situar a los españoles en el nivel de otras naciones; oposición a las apologías, ante las que Cañuelo se siente «arrebatado del dolor que me causa la contemplación del daño que a mi juicio nos hacen».42

Sólo una semana después, irrumpe en el Discurso 165 la sátira violentísima de la Oración apologética, ficticiamente dedicada a África y su mérito literario. En ella, Cañuelo no hace sino reproducir gran parte de las primeras 28 páginas de la Oración de Forner, sustituyendo el término España por el de África y el de españoles por africanos. Intenta así poner en evidencia lo   —102→   absurdo de las ideas y la ridiculez del énfasis retórico. Recurre, además, al subrayado, mediante el uso de cursivas, para destacar las expresiones que juzga, como dice sarcásticamente él mismo, «por su singularidad y exactitud [...] mérito esencialísimo en una obra de su género».43

En lo referente a los contenidos, añade al pie de las páginas una serie de las notas mordaces, con frecuencia en el umbral del sarcasmo. Al final anuncia que continuará la Oración apologética por el África en un sucesivo discurso. Pero el periódico publica sólo dos números más, ya aprobados por la censura. El último es el n. 167 del 24 de agosto de 1787, y luego cae el silencio. Un año y medio más tarde llegará la condena de 25 números por parte de la Inquisición.44

No obstante, prosigue la lucha contra los apologistas y en particular, contra Forner, por obra de otra publicación que ya en su título revela su propio carácter satírico: El Apologista Universal, de Pedro Centeno.45 De hecho se trata de apologías, todas falsas, las que contiene el nuevo periódico (16 números entre 1786 y 1788) o apologías al revés, dirigidas a condenar libros tenidos como inútiles o de escaso mérito. Repetidas veces se ocuparán de Forner, especialmente en los números 13 y 14, y no para bien. En el último citado, Centeno hasta imagina recibir una carta de Forner en la que hace la apología [...] ¡de la propia Oración apologética! Todo el texto se estructura en torno a citas de Forner y en él reconocemos el mismo estilo paródico de El Censor. Incluso el sucesivo n. 15 es otra sátira contra Forner, esta vez dirigida a sus Discursos filosóficos, citados, irónicamente, también en el n. 16, último de los publicados (finales de 1787 o inicio de 1788). Forner responderá meticulosamente a los ataques del «Apologista Universal» con tres obras: las Conversaciones familiares, las Demostraciones palmarias y el Pasatiempo.46 Y el n. 17 del periódico no verá la luz, pues, según los censores   —103→   del Consejo, se trataba de una «sátira expresa y clara contra don Juan Pablo Forner».47

Poco antes, había debido cesar sus publicaciones El Corresponsal del Censor, obra de Manuel Rubín de Celis,48 quien el 5 de octubre de 1787 en una carta a El Censor, ya en forzado silencio, preguntaba el motivo del mismo, al tiempo que manifestaba su turbación, aludiendo con evidencia a la voluntad represiva de algunos potentes: «Vd [...] me deja sólo, combatiendo con monstruos más terribles que los que se presentaron a Eneas en su viaje al Infierno, ya que tiemblo como un azogado en pensar que he de tener que lidiar con tantos y tales».49

El ataque más decidido a la Oración apologética de Forner es el contenido en la carta 40. Se trata de una epístola en verso donde se lee: «O de España fatal Apología» y se insiste en el concepto de fondo:


La mejor y más noble Apología
es ir de día en día
con estudio constante
dando un paso adelante
en el campo espacioso de las ciencias.50

Pero también en las Cartas 50 y 51 hay ataques a Forner, sobre todo contra los Discursos filosóficos. El 51 es el último número publicado (junio de 1788).

La tea encendida por El Censor intentó recogerla El Observador de José Marchena, a partir del otoño de 1787.51 Marchena quiere publicar algo que sea «muy semejante a lo que salía de antes con el nombre de El Censor». Él, que juzga «irreparable la pérdida de sus preciosos discursos»52 podrá sólo seguir sus trazas, no pretender superarlo. De esta publicación, tan interesante como poco conocida, tomaremos en consideración sólo el n. 6 que, además, será el último. Marchena imagina trabajar en su propio y fantástico laboratorio de química, que él aplica a la literatura, donde «en última análisis se han reducido a tierra o caput mortuum todos los apologistas de la literatura   —104→   española».53 Por el contrario, incluye en las «obras que dan mucho oro en su descomposición», junto a Horacio, Virgilio, Mably, Locke y Condillac, precisamente su modelo «los discursos de El Censor».54 Más adelante, atacará la actitud de quien se jacta de la propia ignorancia, que otra no es sino la actitud de los apologistas. No creerán ciertamente en sus loas los extranjeros, deseosos de ser persuadidos no por palabras sino por obras realizadas».55 Será la Inquisición quien se encargue de obtener el cese de El Observador».56

Queda por decir que otros interesantes ataques a Forner y al apologismo vendrán por otras partes: de las Cartas de un español residente en París,57 publicadas en 1788, obra tal vez de Joaquín de Escartín o de Bernardo de Iriarte, y a cuya compilación contribuyó quizá el Conde de Aranda, si seguimos la razonable sugerencia de Lopez58 y de las tres Conversaciones de Perico y Marica de 1788,59 en que vuelve a aparecer el motivo de la vanidad inútil de las apologías y de la malicia política que las domina. Los apologistas no hacen sino intentar seducir los oídos del Rey y de los ministros con el peligroso estribillo «todo va bien».60

Finalmente, algún que otro artículo sobre la cuestión saldrá sobre todo en el Correo de Madrid. Pero son pocos ya los periódicos sobrevivientes y a todos les cerrará la boca el decreto del Consejo del 24 de febrero de 1791 que, a causa de la política del llamado «cordón sanitario» limitará el permiso de imprenta a sólo tres periódicos «oficiales» de Madrid.61

La oposición tendrá que reducirse a la clandestinidad: será el caso de la agriamente satírica Oración apologética en defensa del estado floreciente de España que circulará manuscrita entre 1763 y 96, obra con toda probabilidad de León de Arroyal, más conocida bajo el título de Pan y Toros, culminación de la literatura crítica iniciada por El Censor.62

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Se trató en sustancia de una batalla ideológica contra una mentalidad y una actitud vistas como debilidad moral perniciosa, al tiempo que un calculado interés económico-político, inaceptable para El Censor y sus secuaces, con base en su propuesta innovadora y transformadora de la realidad española.

Todos ellos quisieron combatir a cuantos, de un modo acrítico y por indolencia, vivían en la beatitud de las ideas adquiridas: y todavía más a las huestes de aquellos conservadores y reaccionarios arraigados en sus propias convicciones e intereses e incluso a Forner, quien sin pertenecer al pelotón de los reaccionarios en riguroso sentido, acabó por ser el representante más significativo y calificado del apologismo. Y esto sea por aquella especie de investidura «oficial» que se le otorgó por el hecho de que su Oración apologética se imprimió en la Imprenta Real, con el apoyo del Rey y de Floridablanca, sea -y esto sin lugar a dudas- por tratarse de un hombre de vastos conocimientos, a pesar de la excesiva y clamorosa ostentación que de ellos hace en la Oración y de un uso de los mismos no siempre oportuno. Mas no se olvide que nos movemos en los últimos años del reinado de Carlos III y en el inicio del de Carlos IV, rey inepto y beato; años en que se prepara una cerrazón ideológica y política que luego, con el estallar de la Revolución francesa, se hará mucho más aguda.

No cabe duda que, en la base del contraste, subyacía una diversa formación cultural: la de Cañuelo y de los demás ilustrados hasta Marchena y el anónimo autor de las Conversaciones de Perico y Marica y del mismo León de Arroyal, era una formación basada prevalentemente en los modernos autores franceses; la de Forner, por el contrario, era una cultura en prevalencia humanística, muy cercana a la de Mayans y de Piquer, que tendía a un programa de renovación del humanismo cristiano del siglo XVI (no es casual que Forner llegara a poner en la cima del saber humano la figura de Luis Vives). Su visión de la cultura procedía de un hondo aristocraticismo intelectual, reforzado por el contacto con un carácter indudablemente egocéntrico. Compartió los ideales del reformismo borbónico, solicitado más por su valor práctico en el contexto de la realidad nacional que por una personal adhesión a sus últimas justificaciones teóricas.

Si no fue desde luego un acierto el de Menéndez Pelayo cuando lo erigió en campeón de la tradición y del catolicismo hispano, contra la filosofía de allende los Pirineos,63 hay que reconocer que muchos pasajes de la Apología ofrecían mucho margen para esa interpretación. Hoy en día prevalece la   —106→   tendencia a incluir la figura de Forner dentro del proceso de la Ilustración española64 y es innegable que hay elementos que hacen pensar en una participación suya en varios aspectos del movimiento ilustrado con el que le había tocado convivir, participación que va acentuándose en los años posteriores a la publicación de la Oración apologética, paralelamente a un reiterado acercamiento al aparato gubernamental, con aceptación de encargos, a veces modestos, en vista de un ascenso.65

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Pero, volviendo al tema que ahora nos interesa, me parece indudable que el hecho de que la Oración apologética fuera una obra prevalentemente literaria, en el ámbito de la oratoria («mi propósito fue escribir más como declamador que como historiador crítico» escribe Forner)66 no apareció suficiente para justificar las osadías y exageraciones de las argumentaciones. El Censor no podía aceptar que un problema serio como el que suscitó Masson se redujera a pretexto de un ejercicio retórico, en el que no cuenta tanto la calidad de los argumentos como la eficacia de la presentación. Forner se le aparecía como el más extremado representante de un vacuo ejercicio literario (las apologías constituían un género de evidente origen humanístico y académico) perpetuando una fácil, acrítica visión optimista de la realidad española, dirigida a rehusar cualquier intento de reforma, y eludiendo, por otro lado, la necesaria ponderación del fenómeno de la decadencia que debería   —108→   empeñar a todos en el intento, de profundo valor ético y patriótico, de subsanarla.

Se hace más hondo el surco que divide dos mentalidades tan diversas si se considera el aspecto político propiamente dicho. Forner acusaba a El Censor, al Apologista y al Corresponsal de adjudicarse el rango de reformadores que, según él, era sólo de competencia del gobierno.67 Por el otro lado, Cañuelo y sus amigos -carentes de decididas ambiciones de carrera política- insistían en la necesidad de formar una opinión pública que solicitara y apoyara las medidas gubernativas. El Censor promovía ideas nuevas y juzgaba que su represión constituía el peligro más grave para una nueva España. Según él, era necesario desarraigarse de una humilladora visión teologizante que, desde hacía mucho, triunfaba, ya en la educación, ya en todas las manifestaciones de la vida española, y liberarse de un patriotismo falso, inseparablemente ligado a tal visión. Por eso elogiaba el multiplicarse de las ciencias, la técnica y el progreso con una propuesta de felicidad terrenal como fondo, esto es de bienestar, alcanzable por medio de la modificación de las leyes y de las costumbres. Por eso, en fin, podía defender incluso el lujo, mientras que Forner, considerándolo un vicio, juzgaba del todo inoportuno introducir en España, país pobre, semejante concepto económico sacado de textos extranjeros.68

Hay un evidente contraste entre las posturas avanzadas y de ruptura de El Censor y las de Forner, cada vez más cautas y prudentes, como las de quien intenta acercarse al poder político, pensando en su carrera. A él no le interesa tanto la difusión de ideas y la tarea de preparar una conciencia pública, como el insertarse en el sistema del «despotismo ilustrado». Ni hay que confundir esa particular forma del absolutismo que ocasionó el encuentro entre philosophes y Estados, en base a unos comunes intereses (política cultural, reformas económicas, combate del poderío extremado de los eclesiásticos, etc...) y la complejidad de la ilustración filosófica en la plenitud de sus manifestaciones, las revolucionarias incluidas.69

En tiempos ya bien lejanos de los de Carlos III, volveremos a encontrar a Forner dispuesto a adular a Godoy, hasta servilmente y con el fin de obtener un alto cargo político que obtuvo finalmente en 1796, en los últimos meses   —109→   de su existencia: el cargo de Fiscal del Consejo de Castilla.70 Muy distinta la suerte de los periodistas anti-apologistas.71

Breve fue la temporada de acción cultural pero hay duda de que supieron expresar una concepción muy alta del periodismo. Precisamente porque no quisieron reducir la Ilustración a una mera promoción de reformas procedente de arriba, emprendieron la tarea de suscitar con sus artículos una ilustración general y substancial, para todos y con el consenso de todos; esto es, una obra de civilización general que incluía propuestas sociales adelantadas como, por ejemplo, suscitar el problema de la desdichada situación de los campesinos, de la necesidad de frenar la prepotencia de las altas clases y hasta de insinuar la duda sobre la validez del absolutismo, en nombre de la libertad.

Por esto, ellos juzgaron a los inmovilistas internos o a los mismos reformadores moderados atados en gran parte a la cultura del pasado, como más   —110→   peligrosos que los críticos de fuera, quienes -incluso- podían servir de estímulo. Para ellos, lo positivo era saber mirar cara a cara la realidad del presente, soslayando el fácil consuelo de las glorias del pasado.

Antonio de Capmany fue para ellos un riguroso predecesor: ya en 1773, aunque bajo seudónimo, tuvo la valentía -si pensamos en la España de su tiempo- de hacer circular el Comentario sobre el doctor festivo72 que contiene afirmaciones como éstas: «ordinariamente los que son incapaces de apreciar la Era presente se hacen los apologistas de los tiempos pasados porque no hallan otro modo de vengar su inferioridad»;73 «es muy perniciosa toda opinión que nos mantenga en la desvanecida creencia que no podemos ser mejores»;74 y, dirigiéndose ahora al pueblo español: «que se esfuercen en hacer respetable su Nación no con el vano orgullo de fantásticos títulos, ni con los pomposos panegíricos de las guapezas de nuestros tiempos heroicos [...] antes bien con el concurso de todas las virtudes que forman el verdadero ciudadano».75

Nueve años antes que Masson imprimiera en Francia su artículo, Capmany había advertido ya en su país el peligro implícito en una mentalidad y en una educación en las cuales encontraría su pábulo el apologismo y que él quería reformar por completo.

Nos parece oportuno concluir que El Censor, tan cercano a la postura de Capmany, es expresión pura y muy significativa de la Ilustración española, por sus ideas objetivamente innovadoras, en el ámbito de un decidido proceso de secularización de la cultura española; aspecto éste el más significativo de aquella época histórica y el que penetró más, a pesar de las oposiciones y   —111→   represiones violentas, en la conciencia de la nación hasta el punto de que lo veremos resurgir, luego, cuando de nuevo aliente ese espíritu de libertad capaz de conducir a una visión moderna y europea de los problemas de España.

Es cierto que la Ilustración española de la segunda mitad del Setecientos ofrece hoy un perfil más claro que el que, en 1963, apareciera ante Julián Marías al publicar su España posible y que la revalorización de El Censor, realizada por la crítica en estos últimos veinte años, ha contribuido por su parte a esta clarificación. Pero es cierto también que todavía queda mucho que hacer. Ni hay que olvidar que, en parte, todavía tiene vigencia (por una no superada contraposición de ideologías, de herencia decimonónica, enlazadas al rígido concepto de las «dos Españas»),76 el aserto que Marías sintió entonces la necesidad de expresar: que el perfil de una Ilustración española moderna, científica, abierta al concepto de libertad, substancialmente secular, que bajo Carlos III empezó a delinearse y luego no tuvo la posibilidad de desarrollarse cumplidamente, «a algunos conviene convertir en otro».77





 
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