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La cuestión modernista como antesala de «El canto errante» (1907)

Alberto Acereda


Arizona State University



El año 1907 marca la aparición en Madrid de El canto errante de Rubén Darío, libro de poemas que resulta altamente significativo para entender la evolución lírica y personal de su autor. A la vez, el momento de la publicación de El canto errante favorece la comprensión de lo que supuso la larga polémica modernista y el papel desempeñado por Darío en ella. Por las cartas y testimonios darianos sabemos que El canto errante se publicó en Madrid en octubre de 1907 por deseo expreso de Darío, tanto por razones artísticas y literarias como económicas. La edición del libro tiene lugar en el contexto de una encrucijada personal y una polémica modernista que vale la pena conocer. Sostenemos aquí que una mejor comprensión de El canto errante puede partir de contextualizar adecuadamente el momento en que este libro se publica, así como los condicionantes que llevaron a su autor a sacar adelante este volumen. Apuntaremos lo que, a nuestro juicio, constituye una suerte de antesala o prehistoria que explica la aparición de El canto errante en octubre de 1907: el debate cultural y literario que Darío y los modernistas presenciaron en los meses anteriores a la publicación de ese libro. Nos adentraremos en ese periodo histórico y literario e indagaremos en los testimonios que delatan un verdadero debate modernista ante el que Darío no estuvo nunca ajeno. A punto de cumplirse el primer centenario de la publicación de El canto errante, vale asomarse a la cuestión de la batalla modernista, particularmente en la fecha entre mediados de 1906 y el año de 1907 para ubicarlo en la realidad individual y las posibles motivaciones darianas.

Para 1906, Darío tiene ya reunidos los veinte ensayos y crónicas que componen Opiniones, volumen aparecido ese año en la imprenta madrileña de Fernando Fe. A mediados de 1906 Darío parte hacia la Conferencia Panamericana de Río de Janeiro donde escribe su conocida «Salutación del Águila», la misma que luego le será reprochada agriamente por Rufino Blanco Fombona y que Darío, con valentía, acaba incluyendo en El canto errante. Lo mismo ocurre con la «Oda a Mitre», publicada inicialmente como folleto en París y, a pesar de su limitada tirada, muy celebrada en Buenos Aires. El 4 de agosto de 1906, desde Río de Janeiro, el mismo Darío le escribe a Luis Mitre, administrador a la sazón de La Nación y hermano del director del mismo diario, Emilio Mitre y Vedia. Darío solicita algo más que su sueldo como corresponsal del diario porteño en París: «me atrevo a preguntarle -escribe Darío- si La Nación tendría fondos disponibles para mí, aparte de mi sueldo de París» (Jirón y Arellano, 240). Algo delicado de salud y con los bolsillos vacíos, Darío acepta la invitación de sus buenos amigos mallorquines y se dispone a pasar el invierno de ese año en Palma de Mallorca. Allí escribe su «Epístola» a la Señora de Leopoldo Lugones, que también recogerá unos meses después en El canto errante. En medio de las luchas literarias en contra y a favor del Modernismo, batallas en las que Darío no puede dejar de sentirse implicado, puede decirse que el año de 1906 había resultado propicio literariamente para Darío y los modernistas. Había aparecido en Madrid la antología publicada por Emilio Carrere en la casa editorial Pueyo bajo el título La corte de los poetas. Florilegio de rimas modernas. Se trataba de la réplica colectiva de los modernistas al ataque que contra ellos lanzara Emilio Ferrari, así como otros varios polemistas del antimodernismo. También por esas fechas, concretamente en agosto de 1906, José Ortega y Gasset publica dos artículos en Los Lunes de El Imparcial atacando la nueva estética modernista como afeminada y perjudicial y diferenciando entre «poesía nueva» y «poesía vieja». En ese doble contexto, el de las necesidades económicas darianas -visibles en su epistolario- y el de las polémicas literarias en torno al Modernismo -del que Darío se sentía justificadamente líder y capitán-, cabe entender la posterior publicación de El canto errante.

En el último tramo de 1906, resultan especialmente significativas las sátiras y parodias antimodernistas del madrileño Juan Pérez Zúñiga. Traigamos a colación, por ejemplo, la sátira publicada en la revista Blanco y Negro de Madrid, con fecha del 15 de septiembre de 1906, y bajo el jocoso título «¡No os dejéis engañar!». El poema se acompañaba de un dibujo de Joaquín Xaudaró que presentaba a un poeta modernista melenudo y mal trazado, sentimental y lloroso, enmarcado en un fondo vegetal de parodiado gusto modernista. El poema intentaba convencer al lector de la mentira de los poetas modernistas ante los que el lector -según Pérez Zúñiga- debía siempre ponerse en guardia. Entre otras cosas, se le advertía al lector: «Al que diga que encuentra en el campo / añoranzas, nostalgias y ensueños, / afirmadle que no hay añoranzas, / que lo que hay son montones de estiércol». Este es el tono de todo el poema por el que se buscaba ofrecer burlonamente una visión desmitificadora de los modernistas y de la validez de su propuesta estética y ética. El empeño de Pérez Zúñiga aparece reiterado unas semanas después, el 8 de diciembre de 1906, en otra colaboración del mismo autor y también para Blanco y Negro que consistía en otra sátira versificada titulada ahora «Alma tortuga», con dibujo también de Joaquín Xaudaró. Se parodiaba aquí el motivo del jardín modernista y de la redundancia en el uso de la palabra «alma» por parte de los modernistas y por el mismo Darío. La sátira de Pérez Zúñiga presentaba la historia del indefenso reptil que acaba entristecido por la influencia del Modernismo. La comicidad radicaba en que la tortuga en cuestión se veía obligada a almorzar nenúfares en lugar de insectos y cucarachas por la amistad que su ama tenía con tres poetas modernistas que habían llegado a transmitir su estética al animal. Pérez Zúñiga relata el extraño caso a su amigo «Mentón González», pseudónimo de Pablo Parellada, otro de los antimodernistas y antidarianos más feroces de la España de la época. La jocosa y burlona descripción de los tres poetas modernistas ejemplificaba otra vez la animosidad contra la nueva estética de la que Darío se sentía -con buenas razones- protagonista. Pérez Zúñiga aprovechaba su parodia para mofarse de lo que para él no eran más que patologías neurasténicas de los modernistas, actitudes capaces hasta de alterar el normal funcionamiento de personas y animales. Estas dos parodias resultan ser paradigmáticas del ambiente antimodernista que Darío y el círculo de jóvenes autores modernistas venían presenciando desde años atrás. Para este momento, el Modernismo y el éxito de muchos modernistas -en especial de Darío- resultaba cada vez más visible, si bien los enemigos del Modernismo seguían implicados en una permanente campaña de difamación.

Al llegar a 1907, Darío y los modernistas eran bastante conscientes del avance de su proyecto artístico y literario, un proyecto que pasaba por la búsqueda de fórmulas para abrirse más camino todavía en los mercados editoriales del mundo hispánico y en la adquisición de un público lector que incluía asimismo grandes capas de lectoras femeninas. Con todo, Darío y los modernistas no eran ajenos a las enormes polémicas suscitadas por sus obras, así como por el hecho de que se sucedían varios y nefastos imitadores modernistas de los que Darío siempre se apartó. En cualquier caso, 1907 volvió a ser un año formidable para el Modernismo. En él se dio la publicación de la segunda edición de Cantos de vida y esperanza de Darío, la recopilación de sus artículos periodísticos en el volumen Parisiana, aparecido en la librería madrileña de Fernando Fe, así como la publicación de El canto errante en octubre de ese mismo año en las prensas del editor M. Pérez de Villavicencio en Madrid. La importancia de 1907 radica también en ser el año fundacional del órgano modernista Renacimiento, revista publicada bajo el impulso de Gregorio Martínez Sierra, amigo de Darío y a quien éste dedica su «Balada en honor de las musas de carne y hueso», incluida en El canto errante. También en el verano de 1907 Antonio Machado culmina la revisión y posterior publicación de su definitivo volumen en Renacimiento de Soledades, Galerías, Otros Poemas. Miguel de Unamuno entrega a la imprenta el tomo original de sus Poesías, de modo que para entonces han aparecido ya algunos de los mejores poemarios y textos del Modernismo. El empuje dariano y de los modernistas en general ha cuajado ya como nueva estética y en el frente de opositores al Modernismo son visibles ya algunos síntomas de cierta resignación y agotamiento. Emilio Ferrari, otro antimodernista destacado, muere ese mismo año de 1907. También entonces Darío se halla en una situación personal que le anima y condiciona a mover adelante la publicación de sus escritos, tanto en prosa como en verso. Tras pasar el invierno en Palma de Mallorca, desde noviembre de 1906 hasta marzo de 1907, Darío parte hacia Francia desde donde sigue con atención la vida literaria española, hispanoamericana y también europea. Surgirá así, unos meses después, un nuevo volumen de poesía que Darío bautizará como El canto errante.

No pretendemos trazar aquí un análisis del valor literario de dicho poemario pues de ello se han ido ya ocupando críticos como Juan Larrea o Enrique Anderson-Imbert, por citar dos nombres pioneros. Analicemos, sin embargo, lo que fue la antesala o prehistoria de El canto errante a la luz del contexto particular de la pugna entre modernistas y antimodernistas al filo de 1906-1907. Hemos indicado que el prólogo a este libro ya había aparecido publicado por Darío en Los Lunes de El Imparcial de Madrid en tres entregas fechadas el 18 y 25 de febrero y el 4 de marzo de 1907. «Dilucidaciones» constituye a nuestro juicio el prólogo más sabio e importante de todos los escritos por Darío, según prueba el hecho de que no sólo se reprodujo inmediatamente en varios diarios y revistas del mundo hispánico (en el Diario del Hogar en México, en la Revista Moderna en Madrid y en El Cojo Ilustrado en Caracas, por ejemplo) sino que hasta el mismo Darío optó por ese texto como prólogo a El canto errante. Su contenido se explica en el marco de la situación vital del nicaragüense en el momento de escribir esas páginas y en el contexto de las luchas literarias sobre la cuestión modernista. A todo ello cabe añadir el estado de cierta exaltación y nerviosismo en que Darío se encuentra -incluso en la misma isla de Mallorca- al hilo del rebrote del turbio asunto con su esposa Rosario Murillo. En carta a Jorge Holguín fechada el 18 de febrero de 1907 -o sea el mismo día en que se empiezan a publicar en la prensa madrileña las «Dilucidaciones»- Darío le explica confidencialmente al colombiano su malestar ante el caso de su situación con la Murillo: «Se trata, por un lado, de la mala fe de un diplomático y por otro de la irreflexión de una señora. El ministro es el de mi país, y la señora es la que lleva mi nombre a causa de un matrimonio hecho en condiciones absurdas y que causó cierto asombro, ya que hubo escándalo en Nicaragua, hace catorce años» (Jirón y Arellano, 243). La lamentable situación legal del matrimonio de Darío y los deseos de Rosario Murillo de reunirse con él ese mismo año le llevan a Darío a pensar que en ese momento debe viajar a Managua. Para ello necesita un dinero que no tiene, de ahí el final de la carta a Jorge Holguín: «necesito, mi querido general, un pasaje de ida y vuelta, de Europa a Colombia. ¿Quiere dármelo?» (Jirón y Arellano, 244). En esa ansiedad personal, con las acuciantes necesidades económicas y en medio de las batallas literarias, Darío escribe sus «Dilucidaciones», testimonio inigualable de un poeta dispuesto a plantar con claridad sus ideas y avanzar su proyecto literario individual y modernista: «Hay quienes, equivocados, -asegura Darío al inicio de su prólogo- juzgan en decadencia el noble oficio de rimar y casi desaparecida la consoladora vocación de soñar» (PC, 691). Tras aludir a la pregunta lanzada por algunos intelectuales y círculos académicos sobre si la forma poética estaba llamada a desaparecer, Darío lo niega y entra de lleno a aclarar la nulidad de las batallas en torno a la literatura modernista: «Asuntos estéticos acaloran las simpatías y las antipatías. Las violencias o las injusticias provocan naturales reacciones» (PC, 692). Tras reclamar la libertad artística para todo poeta y escritor, Darío añade su desagrado frente a toda imposición y toda retórica: «El predominio en España de esa especie de retórica, aún persistente en señalados reductos, es lo que combatimos los que luchamos por nuestros ideales en nombre de la amplitud de la cultura y de la libertad» (PC, 695). Unas líneas después volvemos a hallar a un Darío sincero y auténtico, de envidiable prosa: «Tanto en Europa como en América se me ha atacado con singular y hermoso encarnizamiento. Con el montón de piedras que me han arrojado pudiera bien construirme un rompeolas que retardase en lo posible la inevitable creciente del olvido...» (PC, 697). Tras citar los ataques personales recibidos por críticos como Max Nordau, Paul Groussac y Leopoldo Alas, Darío prosigue: «No gusto de moldes nuevos ni viejos... Mi verso ha nacido siempre con su cuerpo y su alma, y no he aplicado ninguna clase de ortopedia. He, sí, cantado aires antiguos; y he querido ir hacia el porvenir, siempre bajo el divino imperio de la música -música de las ideas, música del verbo» (PC, 697).

Una semana después de la publicación del magnífico prólogo dariano en la prensa madrileña, Miguel de Unamuno ya se encargó de establecer una nueva polémica destinada a aclarar su rechazo a ser confundido con los malos imitadores del Modernismo. Su artículo en prosa llevaba por título «Los melenudos» y fue publicado el 12 de marzo de 1907 en El Tiempo de Buenos Aires. En ese mismo año, sin embargo, Unamuno había hecho gala de su puntillosa personalidad y había atacado a Darío asegurando «que se le veían las plumas -las de indio- debajo del sombrero» (OC, VIII, 518). Todavía hoy, parte de la correspondencia epistolar entre Darío y Unamuno está en parte inédita pero en algunas de esas cartas hallamos a Darío que, llamado «indio» por el escritor español, le responderá en una carta desde París con fecha del 5 de septiembre de 1907. Escribe Darío: «Es con una pluma que me quito debajo del sombrero con la que le escribo. Y lo primero que hago es quejarme de no haber recibido su último libro. Podrá haber diferencias mentales entre usted y yo, pero jamás se dirá que no reconozco en usted -sobre todo, después de haberle leído en estos últimos tiempos- a una de las fuerzas mentales que existen hoy, no en España, sino en el mundo» (Jirón y Arellano, 254). Sabemos que años después, muerto ya Darío, Unamuno rectificó en su arrepentido artículo «¡Hay que ser justo y bueno, Rubén!», aunque el daño estaba ya hecho. Unamuno no pudo nunca negar la influencia del Modernismo, pero incluso en un artículo anterior -aparecido en septiembre de 1906- se había mostrado dubitativo y hasta otra vez injusto con Darío, al no fijar su posición sobre si la influencia del nicaragüense había sido positiva. Unamuno afirma en las páginas de La Lectura de Madrid: «Hoy mismo, ¿cabe negar la influencia, buena o mala, mejor o peor, que de esto no toca tratar ahora, de Rubén Darío en la juventud española que al cultivo de la poesía se dedica? ¿Cabe negar la que ha ejercido José Asunción Silva, aún en muchos que han fingido desconocerlo?» (subrayado nuestro). De la fundamentación ideológica de esas dudas de Unamuno y de otros intelectuales de la época en torno al Modernismo cabría tratar en otro estudio aparte, pero vale recordar la parodia que hasta sobre el mismo Unamuno -juzgado como modernista- lanzó la revista madrileña Gedeón por esas fechas, concretamente el 18 de abril de 1907, y bajo el título "'Notas bibliográficas': Poesías de Unamuno". Al poeta vasco no sólo le consideraron los colaboradores de Gedeón entre los modernistas, sino que ridiculizaron su obra poética sin piedad y convirtieron el anuncio bibliográfico de sus Poesías en un poema prosaico donde fustigaron al autor vasco cuanto pudieron:

Don Miguel de Unamuno / rector de la Universidad de Salamanca, / como todo el mundo sabe, / y hombre originalísimo, / pensador epatante, algunas veces, / y otras veces terrible paradojista / nos ha remitido / el tomo que acaba de publicarse, / muy nutrido, por cierto, y que contiene / sus poesías. / Claro está que hay en muchas de ellas / pensamientos felices, / frases poéticas afortunadas, / y hasta, en algunas, emoción viva, / sentimiento muy hondo que convence; / poesía, en fin, en el buen sentido / de la palabra... / Pero como todo eso puede tenerlo la prosa, / la noble y pura prosa castellana, / a Gedeón le sorprende / que Unamuno se quede tan tranquilo / creyendo que hizo versos / por haber escrito / unos renglones cortos y otros largos / paralelamente / sin acatar las reglas generales / del Santo Ritmo, que adoramos todos / los amantes del verso.


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Ante estos ataques provenientes desde España, Darío sale al paso queriendo reproducir sus «Dilucidaciones» otra vez, pero ahora como prólogo a El canto errante, lo que constituye una prueba definitiva del intento de aclarar y aun de zanjar tan truculentas controversias. El canto errante, además, lleva la dedicatoria «A los nuevos poetas de las Españas», confirmación del triunfo de la nueva estética a ambos lados del Atlántico.

La primera publicación entre febrero y marzo de 1907 de las «Dilucidaciones» de Darío aparecían en un Madrid testigo de variadas polémicas literarias, en especial en torno al valor de la poesía para la vida moderna y la verdadera condición del Modernismo. Las opiniones de Darío, además, coinciden casi en el tiempo con la iniciativa del modernista guatemalteco Enrique Gómez Carrillo al lanzar en el segundo número de la efímera revista parisina El Nuevo Mercurio una encuesta sobre el Modernismo. Se trataba de un esfuerzo editorial parecido al que ya en 1902 había llevado a cabo la publicación madrileña Gente Vieja. La nueva encuesta lanzada por Gómez Carrillo, y publicada en febrero de 1907, se ampliaba ahora a cuatro preguntas: «1. ¿Cree ud. que existe una nueva escuela literaria o una nueva tendencia intelectual y artística? 2. ¿Qué idea tiene ud. de lo que se llama Modernismo? 3. ¿Cuáles son entre los modernistas los que ud. prefiere? 4. En una palabra: ¿Qué piensa ud. de la literatura joven, de la orientación nueva del gusto y del porvenir inmediato de nuestras letras?». Las respuestas enviadas fueron un total de treinta y tres, tan heterogéneas como interesantes, y entre las que cabe mencionar la del antimodernista cubano Emilio Bobadilla, bajo el pseudónimo de «Fray Candil». Su interpretación del Modernismo es el de una escuela transitoria caracterizada por la oscuridad y el alambicamiento en las ideas, rasgos que él considera signos de perturbación cerebral. Afirma ser el primero que padeció esa patología en España, enfermedad que, en referencia al Modernismo, vislumbra el encuestado cubano como palabrería hueca sin calor humano y sin respeto por la sintaxis. Una revisión del resto de las respuestas verifica el asentamiento del Modernismo, una paulatina suavización de posiciones y una lenta disgregación del núcleo originario de escritores. Es ahí donde cabe también encontrar el interés dariano por mantener y aun reforzar su puesto en la poesía hispánica. En esa misma encuesta, estudiada ya por Enrique Marini-Palmieri y José-Carlos Mainer, éste último como operación de mercado literario, los propios modernistas reconocen algunos de sus errores y excesos, que atribuyen más a los imitadores que a los más conocidos representantes. El propio Max Nordau -citado por Darío en sus «Dilucidaciones»- publica en marzo de 1907 en las páginas de El Nuevo Mercurio un breve artículo donde interpreta el Modernismo como palabra sin sentido, concepto que liga con la aberración mental y que lleva a la deplorable y servil imitación del dandysmo amanerado y ridículo importado de Francia, apuntando a Darío como un lamentable imitador de Verlaine. Es en medio de este panorama donde debemos entender la pervivencia de un sustrato antimodernista que corría paralelo a la profusión de críticas negativas, sátiras y parodias ante las que los modernistas y Darío hacen frente común. Una de ellas, en forma de libro, será la de José María Forteza, que bajo el burlón pseudónimo de «Doctor Tiquismiquis» publica en 1907 un paródico Florilegio modernista donde se identifica la nueva literatura con una suerte de epidemia. Otro crítico literario, E. Gómez de Baquero, llega incluso a reprocharle a Darío el escaso valor del poema epistolar a la Señora de Lugones, aparecido inicialmente en Los lunes de El Imparcial e incluido luego en El canto errante. Pese a estos ataques, ya para entonces el nombre de Darío y de otros modernistas ha alcanzado suficiente fuerza. En alguna revista española del momento, como Renacimiento, se llegan a dedicar en junio de ese mismo año de 1907 varias páginas con juicios e interpretaciones muy favorables a los modernistas y, en el caso de Darío, con opiniones positivas sobre su figura y obra recopiladas de revistas y diarios españoles y franceses entre 1889 y 1907 y a cargo de importantes figuras del momento, desde Juan Valera a Andrés González Blanco. La maledicencia antimodernista llevó a este último crítico, por ejemplo, a tener que aprovechar en mayo de 1907 un estudio dedicado al modernista peruano José Santos Chocano para defender la virilidad y el americanismo de Darío. Tan significativa defensa, unida al señalado ambiente antimodernista del Madrid del momento, explica la tensa situación que percibió Darío y ayuda a comprender su interés personal por publicar su nuevo libro de poemas como respuesta a la proliferación de sátiras y parodias antimodernistas. En la defensa dariana y modernista, vale decir que Andrés González Blanco fue uno de los críticos que de forma más consistente y certera hizo frente a los insultos antimodernistas, no sólo a los de las revistas satíricas sino también a los de críticos literarios. Prueba de cuanto decimos son sus páginas tituladas «El Modernismo» aparecidas por esas mismas fechas de julio de 1907 en El Nuevo Mercurio.

Protagonista principal de muchas de esas sátiras, parodias y chanzas contra el Modernismo vuelve a ser otra vez en ese momento el ya citado Pablo Parellada, «Melitón González» -correligionario de Juan Pérez Zúñiga-. Parellada se había reído ya de los modernistas en varias sátiras publicadas por entonces en la prensa madrileña y especialmente en su Tenorio modernista, parodia dramática antimodernista estrenada y publicada en 1906. El mismo Parellada publica el 17 de agosto de 1907 su poema «Alma Noria» en Blanco y Negro. En ese texto, que redunda otra vez titularmente en el vocablo «alma», se parodia el estilo de los poemas en prosa y la forma de vida doliente de los modernistas a través de la historia de una ninfa, Lais, que se topa con un poeta modernista amarrado a una noria. La ilustración del poema muestra al vate modernista que, como animal de labranza, intenta sacar agua dando vueltas a una noria. La parodia se inicia con la presentación pastoril de un huerto, trasunto paródico del locus amoenus, poblado aquí de un paisaje paródicamente modernista en el que la adjetivación y el género mismo de la flora resulta cómica: «fuentes albeantes», «olores enervantes», «melones glaucos», «sacros escarabajos», «anémicas clávelas y Jacintas», «morbosas pensamientas y geraneas», «nardas cloróticas»... En dicho huerto hace su entrada la supuesta ninfa que contempla la inusual labor del poeta modernista, amarrado a una noria. Tras un diálogo entre ambos, el ridículo vate inicia una descripción detallada de su poética que sirve a Pablo Parellada para parodiar el lenguaje modernista y su actitud doliente: «En mis escribires -todo fue opalente, -lilial, añorante, -flácido y doliente; -doliente la rama, -doliente la angula, -doliente la perra, -doliente la mula, -dolientes los mares, -dolientes las ondas, -y no escribí un verso, -sin mentar las frondas, -la luna tibiosa, -desgranes del día, -el ave que plañe, -y que trunco pía, -colores que besan, -con fervor osiánico, -mosco ronroneante, -reposo dinámico, -silencios precoces, -glaucas palideces...». La ridícula descripción acaba aburriendo a la ninfa, que huye despavorida. Junto a la comicidad de la situación, es apreciable aquí la visión del poeta modernista como ser desclasado, bohemio y cuya labor y función social se contempla como totalmente improductiva para la sociedad y aun para el arte mismo. Este tipo de burlas, como las expuestas por Parellada y Pérez Zúñiga, no debieron sentar bien ni a los modernistas ni al propio Darío, lector asiduo de la prensa ilustrada del Madrid de la época.

Es en ese contexto de permanente ataque al Modernismo y al propio Darío, unido a la acuciante necesidad personal del nicaragüense por obtener fondos económicos, en donde podemos entender parte de las razones que llevaron a Darío a reunir varios poemas -algunos antiguos y otros más recientes- y concretar la publicación de El canto errante en la Biblioteca Nueva de Escritores Españoles, bajo la edición de M. Pérez Villavicencio. Sin saber si Darío tuvo tiempo o no de leer todas estas parodias antimodernistas que circulaban por España en esos mismos meses, la realidad es que por su epistolario sabemos que dos días después de la aparición de la parodia de Pablo Parellada, Darío estaba ya preparando y negociando con su editor madrileño la publicación de El canto errante. En las cartas desconocidas de Darío, editadas por José Jirón Terán y Jorge Eduardo Arellano encontramos una dirigida al editor madrileño Pérez Villavicencio, fechada en Brest el 19 de agosto de 1907. Darío acusa recibo de una carta del editor fechada cuatro días antes y añade: «El libro constará de 50 poesías entre las cuales las hay largas. Hay otras cortas. Así es que depende de la disposición tipográfica que el volumen dé los trece pliegos. Conocía la forma de los tomos por el de Bello. Me parecen elegantes y apropiados. Pronto enviaré a usted el original para que lo vea. No hay necesidad de intermediario, aunque allí tengo buenos amigos. En cuanto al precio, no tengo inconveniente en que sea en pesetas, pues la diferencia actual del precio es poca. Quedo de usted afectísimo. Rubén Darío» (251). Jirón Terán y Arellano indican que el original de El canto errante estuvo ya en manos de Pérez Villavicencio el 30 de agosto de 1907 y que el precio aceptado por Darío, en concepto de derechos de autor, fue de mil pesetas, según indica un recibo firmado en París el 12 de noviembre de 1907. La carta de Darío confirma la rapidez de la respuesta dariana, su preocupación por la tipografía y también por la cuestión económica. De igual manera, en otra carta de Darío a su amigo madrileño Antonio Palomero, fechada el 12 de octubre de 1907 en París, comprobamos la necesidad de Darío por cobrar sus colaboraciones en la prensa madrileña: «Ruégole -escribe Darío- que enseguida se tome la molestia de pasar a casa de El Imparcial y vea que me paguen lo que me deben. ¿Es que no se publicó la balada? No sería extraño. Asimismo ruégole diga a la Administración de Blanco y Negro que me remitan lo de mis últimos versos. Me urge. Si es posible a vuelta de correo. Me embarco dentro de diez días» (Jirón y Arellano, 258-259).

Todos estos detalles confirman la urgencia económica dariana y su seria implicación en el proyecto modernista transatlántico. En ese contexto económico, unido a la lucha literaria en torno a la cuestión modernista, es donde cabe entender el proceso de la edición de El canto errante. La reconstrucción completa de la historia editorial de este libro puede comprobarse manejando otras cartas de Darío, en particular algunas a sus amigos Gregorio Martínez Sierra y Alberto Insúa, según ya anotó Julio Saavedra Molina (48). De igual modo, otros detalles de la edición y de la corrección de pruebas pueden conocerse gracias a la documentación epistolar reunida por Dictino Álvarez Hernández (123-140). El dato de la publicación del poemario en octubre de 1907 lo obtenemos gracias a una carta recopilada por Ricardo Gullón por la que sabemos, según le escribe Gregorio Martínez Sierra a Juan R. Jiménez, que «a primeros de octubre [de 1907] publicará Rubén Darío un nuevo libro de poesías: El Canto errante» (Gullón, 62). En cualquier caso, la iniciativa dariana de participar en el proyecto modernista alcanzaba la participación en la vida intelectual y editorial hispanoamericana. Piénsese asimismo que por esas fechas, el 15 de agosto de 1907, nace la revista argentina Nosotros, cuyo primer número incluía un trabajo del propio Darío sobre la novela de Roberto J. Payró. Darío apunta allí las luchas de los hombres de letras por sobrevivir, incluso en aquel Buenos Aires moderno y cosmopolita. Al dirigirse a Payró le reconoce su labor periodística y asegura: «Te he visto cómo entiendes desde los partes de policía hasta los editoriales de La Prensa y algunos versos míos, que dicen por ahí que no se entienden» (subrayado nuestro). Darío apunta directamente a la persistencia en los ataques a su persona y al Modernismo, y lo hace justamente en la mitad de ese año de 1907 que resulta tan importante para contextualizar la antesala y la prehistoria de El canto errante. Una mirada a los primeros números de Nosotros así lo corrobora al delimitarse una línea clara entre los verdaderos modernistas y sus malos imitadores. Alberto Gerchunoff, por ejemplo, en la sección para las letras españolas, incluida en el número 2 de dicha revista porteña, con fecha del 15 de septiembre de 1907, trata de Francisco Villaespesa al que elogia como una de las personalidades literarias más interesantes de la España del momento y uno de los colaboradores más eficaces de la reforma modernista. En ese punto, Gerchunoff matiza: «No es un sugestionado por la evolución decadentista, de la cual ha tomado tan sólo la libertad, sin caer en las exageraciones ni adoptar sus pragmáticas». En ese mismo número aparece también un poema de elogio a Darío («Oda a Rubén Darío») firmado por Alfredo Arteaga en el que se refleja el debate modernista y los ataques que recibe injustificadamente el nicaragüense: «A menudo la plebe / lo profana, por cierto: cruel, cobarde, inculta, / blasfema sin pudor, y sin piedad insulta». En otra colaboración de ese mismo número, el colombiano Max Grillo se queja del desconocimiento que en Madrid existe sobre el movimiento literario hispanoamericano y aprovechando un artículo sobre Unamuno asegura: «Sus letrados nos desconocen en absoluto, y se necesita que vaya a Madrid un Rubén Darío para estimarla, y nos tienen -con excepción de Buenos Aires- por indios sin catequizar o cuando más por mambises acicalatados de generales». El liderazgo modernista de Darío era, por tanto, reconocido en Argentina sin ningún reparo, en especial al ubicar el Modernismo en el contexto transatlántico, como hacía también Alberto Gerchunoff al tratar sobre Manuel Machado el 15 de noviembre de 1907 en el número 4 de Nosotros. El elogio al sevillano le sirve, además, para atacar a los antimodernistas españoles y destacar la labor de Darío: «Tiene Machado el mérito de haber contribuido a esa evolución iniciada en América por Rubén Darío».

Es en medio de este ambiente literario de lucha modernista cuando Darío publica El canto errante, con un prólogo fundamental que constata el contraataque asestado por el nicaragüense a los antimodernistas. De El canto errante y, en especial de ese prólogo, se hace también eco la revista Nosotros en su número 5 del 15 de diciembre de 1907 y a través de una interesante reseña de Eduardo Talero. Para el crítico argentino, amigo de Darío y a quien éste dedica el poema «Lírica» de El canto errante, las declaraciones darianas del prólogo suponen una cima artística «adonde no llegan los ululatos de los caciques despojados de las tolderías de su retórica por el triunfo de la estética moderna». Para Talero, esos antimodernistas habían perdido ya el debate sobre la nueva estética: «En la hondonada ha chillado mucho gozque y los mastines guardianes del tesoro de la lengua quisieron desencadenarse tras los perturbadores de su modorra: pero sin que por todo ese berrinche perdieran una cuarta de avance hacia la cumbre de los audaces forajidos». Tras criticar a los opositores del Modernismo en España, Talero transcribe algunos párrafos del largo prólogo dariano y reflexiona sobre el estado de la literatura hispanoamericana: «El estado de nuestras letras puede partirse en dos bandos: los que siguen al clasicismo español inconsciente y servilmente; y los que siguen a los innovadores sin comprenderlos, y también servilmente. Salvo contadas excepciones, los más se están a escribir mal lo que los demás han escrito muy bien, sean estos antiguos o modernos». Esta visión que da Talero siguiendo a Darío respecto al debate modernista ilustra de manera ejemplar el contexto que llevó al nicaragüense a optar por publicar en ese momento El canto errante. Talero, además, reconoce el triunfo del núcleo modernista, cuya audacia había iniciado Darío hasta constituir ya «un buen núcleo de renegados que no llevan en paciencia dictaduras y se han resuelto a tener el valor de tener talento y pensar con la cabeza». La reseña de Talero apunta, en definitiva, a esa dictadura del arte impuesto y confirma que los modernistas -y Darío a la cabeza- estaban convencidos ya en 1907 de que la literatura en lengua española estaba labrando ya nuevas direcciones mediante el conocimiento de todas las literaturas universales pero sobre todo perseverando en la individualidad y originalidad.

Si tenemos en cuenta el precedente análisis, no resulta difícil entender cuál fue la antesala de El canto errante y el hecho de que estamos ante uno de los libros de Darío que requiere todavía de mayor investigación. Sólo en «Dilucidaciones» se encuentran algunas de las mejores páginas en prosa de Darío como prólogo confesional y como respuesta dariana a sus opositores. En la mezcla de su respeto por la tradición y su búsqueda individual del arte y del porvenir se halla un testimonio inconfundiblemente moderno. El resumen final que establece Darío de la condición universal del Arte resulta todavía hoy, un siglo después, insuperable. A todo esto cabe añadir el valor de los poemas seleccionados por Darío para este libro, desde la composición que abre la serie («El cantor va por todo el mundo...») hasta «Los piratas». La modernidad de Darío y el alto vuelo lírico de El canto errante en medio de la agitada polémica modernista cabe estudiarse al hilo de contenidos como el misterio de la reencarnación propuesta por «Metempsícosis», la herencia hispánica de «A Colón», el sano legado indígena de «Tutecotzimí», el homenaje «Israel», el recuerdo gaucho en «Desde la Pampa», el hermético sincretismo de lo católico y lo rosacruz de «En elogio al Ilmo. Sr. Obispo de Córdoba Fray Mamerto Esquiú, O.M.», la elegía a Bartolomé Mitre o el sutil erotismo de «Versos de otoño» y «La bailarina de los pies desnudos». Junto a todos esos poemas hallamos una dimensión moderna y coloquial como en «Agencia» y la misma «Epístola», o una actitud meditativa y filosófica de ejemplar hechura en composiciones como «Sum...», «Ehéu!», «Nocturno», «La canción de los pinos», y hasta homenajes profundos como «Antonio Machado». Tal es el valor de este ya casi centenario libro titulado El canto errante.

A la luz de esa entrega poética dariana, unida a su fundamental prólogo y en el marco de todo un amplio debate sobre la cuestión modernista es posible entender la importancia fundamental de El canto errante y de Darío para el proyecto modernista. Este poemario sirvió para asentar definitivamente la idea de que el Modernismo había ya triunfado en España y en el mundo hispánico. A su vez, El canto errante constata las penurias económicas de Darío y la salvación artística, personal y existencial que supuso la poesía para el nicaragüense. Un siglo después entendemos que El canto errante apuntaló las bases del triunfo modernista, abrió el camino para la poesía posterior y zanjó cualquier duda, si es que quedaba alguna, sobre el papel de Darío en la historia y evolución de la lírica en lengua española.






Obras Citadas

  • Álvarez Hernández, Dictino, ed. Cartas de Rubén Darío. (Epistolario inédito del poeta con sus amigos españoles). Madrid: Taurus, 1963.
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  • Darío, Rubén. Opiniones. Madrid: Fernando Fe, 1906.
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  • ——. «Los melenudos». Obras completas. Madrid: Afrodisio Aguado, 1958. Tomo V. 830-832.
  • ——. «¡Hay que ser justo y bueno, Rubén!». Obras completas. Madrid. Afrodisio Aguado, 1958. Tomo VIII. 518-523.



Manuscrito de «Perdón»

manuscrito1

manuscrito2



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