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Flaubert


Flaubert se diferencia de Balzac como un hombre de un gigante. El autor de la Comedia Humana hizo épica la realidad; el autor de Madama Bovary nos la presenta cómico-dramática. Hay escritores que ven el mundo como reflejado en un espejo convexo, y, por consiguiente, desfigurado. Balzac lo miró con ojos lenticulares, que sin alterar la forma, aumentaban sus proporciones; Flaubert, en cambio, lo vio sin ilusión óptica; y no digo que lo contempló con ojeada serena, porque me parece que la frase se aviene mal con el pesimismo que de modo indirecto, pero eficaz, predican sus obras.

De Flaubert sí que no hay que preguntar dónde y cuándo aprendió lo mucho que sabía. Hijo de un médico afamado, se familiarizó presto con las ciencias naturales, y aunque la desahogada situación de su familia le permitió no abrazar más carrera que la de las letras, fue estudiante perpetuo y adquirió una cultura algo heterogénea y caprichosa, pero vastísima. Su amigo Máximo du Camp, que en un libro reciente, los Recuerdos literarios, comunica al público tantas y tan interesantes noticias acerca de Flaubert, dice que éste era, por su prodigiosa memoria y lectura inmensa, un diccionario viviente que se podía hojear con gusto y provecho. Mostró siempre Flaubert predilección hacia cierto linaje de estudios que hoy apenas atraen más que a entendimientos refinados y curiosos: la apologética cristiana, la historia de la Iglesia, los Santos Padres, las humanidades. Tan graves ejercicios intelectuales, unidos a su ardentísimo culto de la forma y a su sagacidad de implacable observador, hicieron de él un artista consumado, un clásico moderno.

Flaubert escribió menos libros y pocas más novelas que Stendhal. Su primer obra -aparte de un ensayo titulado Noviembre, que no llegó a hacer gemir las prensas- es La Tentación de San Antonio, especie de auto sacramental semejante al Ashavero de Edgar Quinet. El Santo ve desfilar ante sus deslumbrados ojos todas las seducciones de la carne y del espíritu, todos los lazos que el demonio puede tender a los sentidos, al corazón y a la mente; y pasan turbándole con sus palabras o con su aspecto, desde la Reina de Saba hasta la Esfinge y la Quimera, y desde la diosa Diana hasta los herejes nicolaítas. Cuando Flaubert leyó a sus amigos el manuscrito, prueba evidente de su peregrina erudición, éstos, mirándolo desde el punto de vista literario, emitieron el siguiente dictamen: «Has trazado un ángulo cuyas líneas divergentes se pierden en el espacio; has convertido la gota de agua en torrente, el torrente en río, el río en lago, el lago en océano y el océano en diluvio; te anegas, anegas a tus personajes, anegas el asunto, anegas al lector y se anega la obra». Y viendo que el fallo le consternaba, aconsejáronle que emprendiese otro trabajo, un libro donde pintase la vida real, y donde la misma vulgaridad del asunto le impidiese caer en el abuso del lirismo, defecto heredado de la escuela romántica. Flaubert tomó el consejo y produjo Madama Bovary. Andando el tiempo, solía decir a sus consejeros: «Me habéis operado el cáncer lírico: mucho me dolió pero era hora de extirparlo».

Gran salto hubo de dar Flaubert desde La Tentación hasta Madama Bovary. En La Tentación se revelaban sus variados y selectos conocimientos, su asidua lectura de teólogos, místicos y filósofos: en Madama Bovary cambia la decoración: no estamos en los desiertos de Oriente, sino en Yonville, poblachón atrasado y miserable: no presenciamos la gigantesca lucha del Santo asceta con las potestades del infierno, sino las vicisitudes de la familia de un medicucho de aldea. Todo es vulgar en Madama Bovary: el asunto, el lugar de la escena, los personajes; sólo el talento del autor es extraordinario.

Emma Bovary nació en las últimas filas de la clase media; pero en el elegante colegio donde fue educada, se rozó con señoritas ricas e ilustres, y empezaron a depositarse en ella los gérmenes de la vanidad, concupiscencia y sed de goces, graves enfermedades de nuestro siglo. Poco a poco se van desarrollando estos gérmenes, y depravan el alma de la joven, esposa ya y madre de familia. Sentimentales amoríos, hábitos de lujo incompatibles con su modesta posición de mujer de un médico rural, trampas y desórdenes crecientes, complican de tal modo su situación, que cuando los acreedores la apremian se envenena con arsénico. Éste es el sencillo y terrible drama -tomado de un hecho cierto- que inmortalizó a Flaubert.

El argumento de Madama Bovary -que ha sido tan censurado y ha producido tal escándalo- fue sugerido a Flaubert, según declara Máximo du Camp, por la casualidad que le trajo a la memoria el recuerdo de una mujer desdichada que vivió y murió como su heroína. De la alta trascendencia social de obras como Madama Bovary y de su sentido moral hablaré más adelante, cuando toque la delicada cuestión de la moralidad en el arte literario; ahora me limito a hacer constar que Flaubert aceptó el primer dato que se le ofrecía, y que le sería indiferente aprovecharse de otro cualquiera. Historias como la de Madama Bovary no faltan; pero hasta Flaubert nadie las había referido así. El mismo Balzac, que comprendió bien el poder del dinero en nuestra sociedad, no llegó a manifestar con tanta energía como Flaubert la metalización que sufrimos. Un escritor menos analítico poetizaría a Madama Bovary, haciéndola morir abrumada bajo el peso de sus desengaños amorosos o de sus remordimientos devoradores, y no de sus vulgares deudas. Las páginas en que Madama Bovary, frenética y desalada, implora en vano de sus amantes la suma necesaria para aplacar a sus acreedores, son el estudio más cruel, pero más sincero y magnífico, que se habrá escrito sobre la dureza de los tiempos presentes y el poder del oro.

No es sólo admirable en la obra maestra de Flaubert el vigor y la verdad de los caracteres; hay que considerarla también modelo de perfección literaria. El estilo es como lago transparente en cuyo fondo se ve un lecho de áurea y fina arena, o como lápida de jaspe pulimentado donde no es posible hallar ni leves desigualdades. Jamás decae, jamás se hincha; ni le falta ni le sobra requisito alguno; no hay neologismos, ni arcaísmos, ni giros rebuscados, ni frases galanas y artificiosas; menos aún desaliño, o esa vaguedad en las expresiones que suele llamarse fluidez. Es un estilo cabal, conciso sin pobreza, correcto sin frialdad, intachable sin purismo, irónico y natural a un tiempo, y en suma, trabajado con tal valentía y limpieza, que será clásico en breve, si no lo es ya. Las descripciones en Madama Bovary realizan el ideal del género. No comete Flaubert, aunque describe mucho, el pecado de pintar por pintar; si estudia lo que hoy se llama el medio ambiente, no lo hace por satisfacer un capricho de artista, o por lucirse hablando de cosas que conoce bien, sino porque importa al asunto o a los caracteres: y posee tino tan especial, que sólo describe lo más saliente, lo más típico, y eso en pocas palabras, sin abusar del adjetivo, con dos o tres pinceladas maestras. Así es que en Madama Bovary, a pesar de la escrupulosa conciencia realista del autor, cada cosa está en su lugar, y siempre lo principal es principal, lo accesorio accesorio. La habilidad de Flaubert se patentiza así en lo que dice como en lo que omite: por donde es superior a Balzac, que usa tanto adorno superfluo.

Flaubert desconoció enteramente el valor de Madama Bovary; es más, le irritó su éxito. Le sacaba de quicio el que el público y los críticos la prefiriesen a sus demás obras, y para verle furioso no había sino aconsejarle que escribiese otra cosa por el estilo. «¡Que me dejen en paz con Madama Bovary!», solía exclamar. Durante los últimos años de su vida, quiso retirar de la circulación el libro, no permitiendo nuevas ediciones, y si no lo verificó, fue porque necesitaba dinero. No sólo desdeñaba a Madama Bovary, considerándola inferior, por ejemplo, a La Tentación, sino que declaraba menospreciar el género a que pertenece, o sea el estudio analítico de la realidad en caracteres y costumbres, estimando únicamente el primor del estilo, la belleza de la frase, y asegurando que sólo con ella se ganaba la inmortalidad; que Homero era tan moderno como Balzac, y que él daría a Madama Bovary entera por un párrafo de Chateaubriand o Víctor Hugo. Porque es de advertir que para Flaubert, entusiasta discípulo de la escuela romántica, ferviente admirador de Hugo, Dumas y Chateaubriand, la perfección del estilo no era aquella admirable sobriedad y nitidez que él alcanzaba, sino los oropeles líricos, la prosa poética y florida. Caso de ceguera literaria muy semejante a la que impulsó a Cervantes a preferir entre sus obras el Persiles.

Después de Madama Bovary, Salambona es lo mejor de Flaubert. Con la misma escrupulosidad que estudió las miserias de un lugarcillo en tiempo de Luis Felipe, reconstruyó Flaubert el mundo remoto, la misteriosa civilización púnica. Nos transportó a Cartago entre los contemporáneos de Amílcar, durante la sublevación de las tropas mercenarias que la república africana tenía a sueldo para auxiliarla contra Roma; y la heroína de la novela fue la virgen Salambona sacerdotisa de la Luna. Parece a primera vista que tales elementos compondrán un libro enfadoso, erudito quizá, pero no atractivo; algo semejante a las novelas arqueológicas que escribe el alemán Ebers. Pues nada de eso. Aunque el autor de Salambona nos conduzca a Cartago y a las cordilleras líbicas, al templo de Tanit y al pie del monstruoso ídolo de Moloch Salambona es en su género un estudio tan realista como Madama Bovary.

Prescindamos de la infatigable erudición que desplegó Flaubert para pintar la ciudad africana, de su viaje a las costas cartaginesas, de su esmero en revolver autores griegos y latinos; también lo hace Ebers, y mejor y más sólidamente; pero no por eso son menos soporíferas sus novelas. Lo que importa en obras como Salambona, no es que los pormenores científicos sean incuestionablemente exactos, sino que la reconstrucción de la época, costumbres, personajes, sociedad y naturaleza no parezca artificiosa, y que el autor, permaneciendo sabio se muestre artista; que en todo haya vida y unidad, y que ese mundo exhumado de entre el polvo de los siglos se nos figure real, aunque extraño y distinto del nuestro; que nos produzca la misma impresión de verdad que causa el escrito jeroglífico al descifrarlo un egiptólogo, o el fósil al completarlo un eminente naturalista, y que si no podemos decir con certeza absoluta «así era Cartago», pensemos al menos que Cartago pudo ser así.

Con Salambona se acabaron los triunfos de Flaubert. La Educación sentimental, novela en la cual puso sus cinco sentidos y cifró grandes esperanzas, hizo un fiasco tan completo, que Flaubert, en sus acostumbrados arrebatos de cólera, solía preguntar a sus amigos apretando los puños: «¿Pero me podrán Vds. decir por qué no gustó aquel libraco?». La causa de que el libraco no gustase merece referirse. Según el ya citado Máximo du Camp, en la vida de Flaubert se reconocen dos períodos: durante el primero, los años juveniles, Flaubert era de despejado ingenio y fecunda inventiva; aprendía sin esfuerzo y trabajaba fácilmente; de pronto le hirió una horrible enfermedad, mal misterioso que Paracelso llama el terremoto humano, y no sólo su cuerpo atlético, sino también su inteligencia lozana, quedaron como estremecidos en su misma raíz, doblegados y en cierto modo paralizados. Dos extraños síntomas paralelos se notaron en el enfermo: aborreció el andar, en términos que hasta le hacía daño ver pasearse a los demás, y para el trabajo literario se hizo tan premioso y difícil, que copiaba veinte veces una página, la enmendaba, la cruzaba, la raspaba, y de tal suerte se encarnizaba en la labor, que si un mes lograba producir veinte páginas definitivas, decía hallarse rendido y muerto de cansancio. Después de terminar una cuartilla gimiendo, suspirando y bañado en sudor, levantábase de su escritorio e iba a tumbarse en un sofá, donde se quedaba exánime.

Esta lentitud y enorme esfuerzo que le costaba cada una de sus obras, tardando eternidades en concluirlas (La Tentación la limó, varió y retocó por espacio de veinte años), provenía del afán de conseguir absoluta corrección de estilo y completa exactitud en hechos y observaciones. Hubo momento en que alcanzó ambas cosas sin exagerarlas y sin perjuicio de la creación artística, y fue cuando produjo Salambona y Madama Bovary; pero después rompióse el equilibrio, y empezó a abusar del procedimiento, hasta el extremo de pasarse horas enteras cazando una repetición de vocales o una cacofonía, y meditando en si una coma estaba o no en su sitio, y de leerse treinta volúmenes sobre agricultura para escribir diez líneas con conocimiento de causa». De esta prolijidad resultó el fracaso de la Educación Sentimental, y sobre todo el de Bouvard y Pécuchet, su obra póstuma, donde la novela se convierte en monótona sátira social, pesado catálogo de lugares comunes e ideas corrientes, y donde una misma situación prolongada durante toda la obra y el lenguaje seco y esqueletado a fuerza de querer ser puro y sencillo, cansan al lector más animoso.

Ya se deba a enfermedad o a condición especial de su ingenio, merece notarse la decadencia de Flaubert, porque es caso poco frecuente el que un escritor decaiga y se esterilice por excesivo anhelo de exactitud y perfección, siendo así que la mayor parte, tan pronto cogen buena fama, se echan a dormir. Flaubert, al contrario, llamaba distraerse a escribir cuentos como el Corazón Sencillo, que representa seis meses de asiduo trabajo: a fuerza de afilar la punta del lápiz, Flaubert la quebró.

El fondo de las obras de Flaubert es pesimista, no porque él predique ni esas ni otras doctrinas, pues escritor más impersonal y reservado no se ha visto nunca, sino porque su implacable observación descubre a cada instante la flaqueza y nulidad de los propósitos e intentos humanos: ya nos muestre a Madama Bovary soñando amores poéticos y cayendo en prosaicas torpezas, ya a Salambona expirando horrorizada de su bárbaro triunfo, ya a Bouvard y Pécuchet estudiando ciencias y tragando libros para quedarse más sandios de lo que eran, no tiene Flaubert rincón donde puedan albergarse ilusiones consoladoras. Escarneció sobre todo la sociedad moderna, lo que se suele llamar ilustración, progreso, adelantos, industria y libertades. Éste es un aspecto de Flaubert que no dejaron de imitar Zola y sus secuaces; sólo que Flaubert no obedecía a un sistema; hacíalo por instinto. En el trato con sus amigos, Flaubert se mostraba, al contrario, entusiasta y exaltado, y apasionábase fácilmente.




ArribaAbajo- XI -

Los hermanos Goncourt


Llegando a hablar de los hermanos Goncourt me ocurren dos ideas: la primera, que temo elogiarlos más de lo justo, porque me inspiran gran simpatía y son mis autores predilectos, y así prefiero declarar desde ahora cuánta afición les tengo, confesando ingenuamente que hasta sus defectos me cautivan. «La muchedumbre -dice Zola- no se prosternará jamás ante los Goncourt; pero tendrán su altar propio, riquísimo, bizantino, dorado y con curiosas pinturas, donde irán a rezar los sibaritas». -Soy devota de ese altar, sin pretender erigir en ley mi gusto, que procede quizá de mi temperamento de colorista-. La segunda idea que me asalta es maravillarme de que haya quien califique a los realistas de meros fotógrafos, militando en sus filas los dos escritores modernos que con mayor justicia pueden preciarse de pintores.

En España apenas son conocidos los Goncourt. Llámase el uno Edmundo, el otro se llamó Julio; trabajaron en íntima colaboración produciendo novelas y obras históricas hasta que Julio, el menor, bajó a la tumba. Tan unidos vivieron, fundiendo sus estilos e ingenios, que el público los creía un solo escritor. Edmundo, el vivo, en su bellísima novela Los Hermanos Zemganno, simbolizó esta estrecha fraternidad intelectual en la historia de dos hermanos gimnastas que juntos ejecutan en el circo arriesgadísimos ejercicios y mancomunan su fuerza y destreza, llegando a ser un alma en dos cuerpos, y cuando el menor se quiebra ambas piernas en una caída, Gianni, el mayor, renuncia a trabajos que no puede compartir ya con su amado Nello. Dejaré al mismo Edmundo de Goncourt explicar el cariño que los enlazaba. «No solamente se querían los dos hermanos, sino que se sentían ligados entre sí por lazos misteriosos, por ataduras psíquicas, por átomos adhesivos y naturalmente gemelos -aun cuando la edad de ambos era diversa, y diametralmente opuestos sus caracteres-. Pero sus primeros movimientos instintivos eran exactamente idénticos... No sólo los individuos, sino los objetos inanimados, que sin razón fundada atraen o repelen, les producían igual efecto. Y por último, las ideas, esas creaciones del cerebro que nacen no se sabe cuándo ni por qué y brotan sin saber cómo; las ideas, en que ni los mismos enamorados coinciden, eran comunes y simultáneas en los dos hermanos... Y su trabajo se confundía de tal modo, y de tal manera se mezclaban sus ejercicios, y lo que hacían era tan de ambos, que nadie elogiaba a ninguno de ellos en particular, sino a la sociedad... Habían llegado a tener para dos un solo amor propio, una sola vanidad y un solo orgullo».

Mucho tiempo transcurrió sin que los Goncourt lograsen, no diré el aplauso, pero ni aun la atención del público. Alguna de sus novelas fue acogida con tanta indiferencia, que el disgusto del mal suceso aceleró la muerte de Julio. Ahora sí que, gracias al estrépito que mueve el naturalismo, comienzan a ser muy leídas las novelas de los Goncourt, y Edmundo, que al faltarle su hermano quedó desanimado y abatido y quiso colgar la péñola, vuelve a trabajar, y pasa por el tercer novelista vivo de Francia, no faltando quien le antepone a Daudet.

Goncourt fue el primero que llamó documentos humanos a los hechos que el novelista observa y acopia para fundar en ellos sus creaciones. Pero los que imaginan que todo realista o naturalista está cortado por el patrón de Zola, se admirarían si entendiesen la originalidad de Goncourt. Ni se parece a Balzac ni a Flaubert; y aunque discípulo de Diderot, no toma de él sino el colorido y el arte de expresar sensaciones. Stendhal estudiaba el mecanismo psicológico y el proceso de las ideas, y los Goncourt, alumnos del mismo maestro, sobresalen en copiar con vivos toques la realidad sensible. Son, ante todo (inventemos, a ejemplo suyo, una palabra nueva), sensacionistas. No poseen la lucidez de Flaubert, ni su estilo perfecto, ni su impersonalidad poderosa: al contrario, si toman por materia primera lo real, es para vaciarlo en el molde de su individualidad, o como diría Zola, para mostrarlo al través de su temperamento.

En dos cosas descollaron los Goncourt: en conocer el arte y costumbres del siglo XVIII y manifestar los elementos estéticos del XIX. Estudiaron la centuria décimo-octava con fogosidad de artistas y paciencia de eruditos, comunicando al público el resultado de sus investigaciones en muchos y muy notables libros histórico-biográficos e histórico-anecdóticos; coleccionaron estampas, muebles, libros y folletos, todo lo concerniente a aquella época, no por reciente menos interesante; y de la actual mostraron en sus novelas multitud de aspectos poéticos en que nadie reparaba. Lejos de inventariar, como Flaubert, las miserias y ridiculeces de la sociedad moderna, o de limitarse por sistema, como Champfleury, a describir tipos y escenas vulgares, los Goncourt descubrieron en la vida contemporánea cierto ideal de hermosura que exclusivamente le pertenece y no pueden disputarle otras edades y tiempos. Por boca de uno de sus personajes dicen los Goncourt: «Todo está en lo moderno. La sensación e intuición de lo contemporáneo, del espectáculo con que tropezamos a la vuelta de la esquina, del momento presente, donde laten nuestras pasiones y como una parte de nosotros mismos, es todo para el artista». Y fieles a esta teoría, los Goncourt extraen de la vida actual lo artístico, como del obscuro carbón hace el químico surgir la deslumbradora luz eléctrica.

Esta simpatía por la vida moderna puede tomar forma harto trillada y convertirse en admiración hacia los adelantos y mejoras científico-industriales de nuestro siglo: en los Goncourt la tomó más desusada y nueva, enteramente artística. Su ideal fue el de la generación presente, que no se limita a admirar una sola forma del arte, sino que las comprende y disfruta todas con refinado eclecticismo, prefiriendo quizá las extrañas a las hermosas, como les sucedía a los Goncourt. Un párrafo de Teófilo Gautier sobre el poeta Carlos Baudelaire define muy bien este modo de sentir el arte, y es aplicable a los Goncourt: «Gustábale... lo que impropiamente se llama estilo decadente, y no es sino el arte llegado a esa madurez extremada que produce el oblicuo sol de las civilizaciones vetustas: estilo ingenioso, complicado, hábil, lleno de matices y tentativas, que ensancha los límites del idioma, pone a contribución todo vocabulario técnico, pide colores a toda paleta, notas a todo teclado, y se esfuerza en traducir los pensamientos más inefables, las formas y contornos más vagos y fugitivos... Tal es el idioma fatal y necesario de los pueblos en que la vida facticia sustituye a la natural, desarrollando en el hombre necesidades desconocidas. Y no es fácil de manejar este estilo que los pedantes desdeñan, porque expresa ideas nuevas con nuevos giros y palabras nunca escuchadas».

¡Si es fácil o no, sólo lo sabe quien lucha con el indómito verbo para domarlo! Edmundo de Goncourt cree que su hermano Julio enfermó y murió de las heridas que recibió batallando con la frase rebelde, a la cual pedía lo que ningún escritor le pidiera jamás: que sobrepujase a la paleta. Antes de escribir, se habían dedicado los Goncourt a la pintura al óleo y grabado al agua fuerte, y rodeádose de primorosos bibelots, juguetes asiáticos, ricas armas, paños de seda japonesa bordados a realce, porcelanas curiosas. Solteros y dueños de sí, se entregaron libremente a su pasión de artistas, y al cultivar las letras quisieron expresar aquella hermosura del colorido que les cautivaba y aquella complexidad de sensaciones delicadas, agudas, en cierto modo paroxísmicas, que les producían la luz, los objetos, las formas, merced a la sutileza de sus sentidos y a la finura de su inteligencia. En vez de salir del paso exclamando (como suelen los escritores chirles) «no hallo palabras con que describir esto, aquello o lo de más allá», los Goncourt se propusieron hallar palabras siempre, aunque tuviesen que inventarlas.

Para comunicar al lector las impresiones de sus afinadísimos sentidos, los Goncourt amplían, enriquecen y dislocan el idioma francés. Indignados de la pobreza y deficiencia del habla al compararla con la abundancia y riquísima variedad de las sensaciones, le perdieron el respeto a la lengua, y fueron los más osados neologistas del mundo, sin reparar tampoco en tomarse otras licencias, pues no bastándoles la novedad de las palabras acudieron a colocarlas de un modo inusitado, siempre que así expresasen lo que el autor deseaba. Y no se limitaron a pintar lo exterior de las cosas y la sensación que produce su aspecto, sino las sugestiones de tristeza, júbilo o meditación que en ellas encuentra el ánimo: de suerte que no sólo dominaron el colorido como Teófilo Gautier, sino el claro obscuro, la cantidad de luz o de sombra, que tanto influye en nuestro espíritu.

Los Goncourt se valen de todos los medios imaginables para lograr sus fines: repiten una misma palabra con objeto de que la excitación reiterada acreciente la intensidad de la sensación; emplean dos o tres sinónimos para nombrar un objeto; cometen tautologías y pleonasmos; inventan vocablos; sustantivan los adjetivos; incurren a cada paso en defectos que horrorizarían a Flaubert. A veces tales osadías dan resultados felicísimos, y un giro o una frase salta a los ojos del lector grabando en su retina y transmitiendo a su cerebro la viva imagen que el artista quiso mostrarle patente. Los procedimientos de los Goncourt, levemente atenuados, los adoptó Zola en sus mejores descripciones; Daudet a su vez tomó de ellos las exquisitas miniaturas que adornan algunas de sus páginas más selectas, y todo escritor colorista habrá de inspirarse, de hoy más, en la lectura de los dos hermanos.

¡Cuán bella y deleitable cosa es el color! Sin asentir a la doctrina de aquel sabio alemán que pretende que en tiempo de Homero los hombres veían muchos menos colores que hoy, y que este sentido se afina y enriquece a cada paso, no dejo de creer que el culto de la línea es anterior al del colorido, como la escultura a la pintura; y pienso que las letras, a medida que avanzan, expresan el color con más brío y fuerza y detallan mejor sus matices y delicadísimas transiciones, y que el estudio del color va complicándose lo mismo que se complicó el de la música desde los maestros italianos acá. En una Revista científica he leído no ha muchos días que existen sujetos que experimentan una sensación luminosa al escuchar un sonido, sensación luminosa y cromática que es siempre la misma cuando el sonido es igual, y varía cuando éste cambia. De modo que un sonido puede excitar la retina al par que el tímpano, y para el individuo dotado de tan singular propiedad, cada tono de sonido corresponde exactamente a un tono de color. A obtener resultados análogos se endereza el método de los Goncourt: escriben de suerte que las palabras produzcan vivas sensaciones cromáticas, y en eso consiste su indiscutible originalidad. Aunque la traducción forzosamente ha de deslucir el esmalte policromo de tan caprichoso estilo, trasladaré aquí un párrafo de la novela Manette Salomon, donde los Goncourt describen las exageraciones de un colorista, pero más bien parece que declaran su propio empeño de vencer al pincel con la pluma.

«Buscaba incesantemente el pintor medios de animar su paleta, de calentar los tonos, de abrillantarlos. Parado ante los escaparates de mineralogía, con propósito de despojar a la naturaleza apoderándose de las luces multicolores de las petrificaciones y cristalizaciones relampagueantes, se embelesaba con los azules de azurita, de un azul de esmalte chino; con los lánguidos azules de los cobres oxidados; con el celeste de la lazulita que pasa del azul real al azul marino. Seguía toda la escala del rojo, desde los mercurios sulfurados, acarminados y sangrientos, hasta el negro rojizo de la hematites, y soñaba con el amalito, color perdido del siglo XVI, entonación cardenalicia, verdadera púrpura romana... De los minerales se trasladaba a las conchas, a las coloraciones madres de la suavidad e idealidad del tono, a todas las variedades del rosa en una fundición de porcelana, desde la púrpura sombría hasta el rosa desmayado y el nácar donde el prisma se baña en leche. Inventariaba todas las irisaciones y opalizaciones del arco iris... En su pupila recogía el azul del zafiro, la sangre del rubí, el oriente de la perla, las aguas del diamante. Creía el pintor que para pintar necesitaba ya de cuanto brilla y arde en mar, tierra y cielo».

Esto mismo creen los Goncourt, y de ahí nacen las excepcionales condiciones -no me atrevo a decir cualidades, aunque tengo para mí que lo son- de su estilo. Me apresuro a añadir que los Goncourt no valen únicamente por eximios maestros del colorido y singulares intérpretes de la sensación, pues demostrado tienen también ser grandes observadores que saben estudiar caracteres. Es verdad que no proceden como Balzac, ni como Zola, quienes crearon personajes lógicos que obran conforme a los antecedentes sentados por el novelista, y van por donde los lleva la fatalidad de su complexión y la tiranía de las circunstancias. Los personajes de los Goncourt no son tan automáticos; parecen más caprichosos, más inexplicables para el lector; proceden con independencia relativa y, sin embargo, no se nos figuran maniquíes ni seres fantásticos y soñados, sino personas de carne y hueso, semejantes a muchos individuos que a cada paso encontramos en la vida real, y cuya conducta no podemos predecir con certeza, aun conociéndoles a fondo y sabiendo de antemano los móviles que en ellos pueden influir. La contradicción, irregularidad e inconsecuencia, el enigma que existe en el hombre, lo manifiestan los Goncourt mejor quizá que sus ilustres émulos.

Hay dos grupos de novelas que llevan el nombre de Goncourt al frente: uno es obra de los hermanos reunidos, otro de Edmundo solo; pero el método es igual en ambos. Nadie aplicó más radicalmente que los Goncourt el principio recientemente descubierto de que en la novela es lo de menos argumento y acción, y la suma de verdad artística lo importante. En algunas de sus novelas, como Sor Filomena y René Mauperin, todavía hay un drama, muy sencillo, pero drama al cabo: en Manette Salomon, Carlos Demailly, Germinia Lacerteux, apenas se encuentra más que la serie de los sucesos, incoherente al parecer, y lánguida a veces, como acontece en la vida: en Madama Gervaisais todavía es menor, o más delicado si se quiere, el interés de la narración; no existen acontecimientos, y el drama íntimo y hondo de la conversión de una librepensadora al catolicismo se representa en el alma de la protagonista. Esta novela sorprendente no sólo carece de asunto en el sentido usual de la frase, sino también de diálogo.

Poseen los Goncourt un fuertísimo microscopio, y lo emplean, no tanto en registrar el alma humana y visitar los repliegues del cerebro, cuanto en observar en todos los objetos detalles menudos, exquisitos y curiosos, hilos delgadísimos que tejen la realidad. Para otros autores, la vida es tela grosera; para los Goncourt, encaje primoroso cuajado de cenefas, flores y estrellitas delicadísimas que bordó diestra mano. Parece que bajo el cristal de su microscopio -como bajo el de los sagaces naturalistas que descubrieron el mundo de los infusorios y las regiones micrográficas- la creación se dilata, se multiplica y se ahonda.

Las novelas más celebradas de los Goncourt son Germinia Lacerteux y La Elisa. El éxito de ellas se debe quizá a la curiosidad y gusto depravado del público, que suele preferir ciertos asuntos y buscar en la novela la satisfacción de ciertos apetitos. Para mí las obras mejores de los Goncourt son el hermoso poema de amor fraternal titulado Los Hermanos Zemganno, donde la poesía se cobija tras la verdad -como la perla en la valva del feo molusco; y sobre todo, la admirable Manette Salomon, donde los egregios escritores encontraron aquello que tanto aprecia el artista, la conformidad del genio con el asunto.




ArribaAbajo- XII -

Daudet


Alfonso Daudet nació en el mediodía de Francia, país de literatura amena y clima benigno, semejante por esto a nuestra Andalucía. La templada atmósfera, el claro sol y la vegetación floribunda de las zonas meridionales parecen reflejarse en el carácter de Alfonso Daudet, en su chispeante fantasía y feliz complexión literaria. Su hermano Ernesto, en el libro titulado Mi Hermano y Yo, descubre la precocidad del talento de Alfonso, y afirma que su primer novela, escrita a los quince años de edad, sería digna de figurar en la colección de sus obras actuales, observando también que la crítica no ha podido encontrar inferioridad relativa entre los distintos libros que publicó, ni elegir y señalar una obra suya superior a las restantes, como hizo con los Goncourt, Flaubert y Zola.

Azarosos fueron los prodromos de la historia literaria de Alfonso Daudet. Luchó de un modo heroico contra la estrechez en que poco a poco se vio envuelta su familia -estrechez que llegó a rayar en pobreza-; entró de inspector en un colegio, acogióse después a la prensa, y desde su asilo comenzó a trabajar modesta y valerosamente para formarse una reputación. Su primer libro fue un tomo de versos, Las enamoradas, por el cual la crítica le dijo, con hiperbólico encarecimiento, que había recogido la pluma del difunto Alfredo de Musset; luego se dedicó a la prosa, empezando por componer cuentecillos breves, estudios ligeros sobre cualquier tema, descripciones de lugares y tipos de su país, y de estas acuarelas fue pasando a cuadros de caballete, o sea novelas de costumbres, hasta que por último se atrevió a cubrir de color vastos lienzos, grandes novelas sociales: grandes digo, no por las dimensiones, sino por la profundidad de observación que encierran.

No falta quien excluya a Alfonso Daudet de la escuela realista y naturalista, fundándose en ciertas dotes poéticas de su ingenio. Yo pienso que entre los realistas debemos clasificar sin género de duda al autor de Numa Roumestan. En efecto: los procedimientos de Alfonso Daudet, su método para componer e idear, son del todo realistas. Antes de acostarse, apunta minuciosamente los sucesos y particularidades que notó durante el día (a imitación de Dickens, con el cual tiene muchos puntos de contacto), y bien se puede asegurar que no hay pormenor, carácter ni acontecimiento en sus novelas que no esté sacado de esos cuadernos o del rico tesoro de su memoria. Zola dice acertadamente que Daudet carece de imaginación en el sentido que solemos dar a este vocablo, pues nada inventa: solamente escoge, combina, dispone los materiales que de la realidad tomó. Su personalidad literaria, lo que Zola llama temperamento, interviene después y funde el metal de la realidad en su propia turquesa. ¡Notable engaño el de los que creen que, por ajustarse al método realista, abdica un autor su libre facultad creadora, y lo afirman con tono doctoral, lo mismo que si formulasen irrecusable axioma de estética!

Daudet ve las cosas a su modo y las estudia, no con la severa impersonalidad de un Flaubert, no con la intensa emoción artística de los Goncourt, no con la lucidez de visionario de un Balzac, sino con sensibilidad ingenua, con esa velada y suave y honda ironía que conocen bien los asiduos lectores de Dickens. No es frío analizador, no es el médico refiriendo con glacial indiferencia los síntomas de una enfermedad, ni tampoco el artista que busca ante todo la perfección; es el narrador apasionado, que simpatiza con unos héroes y se indigna contra otros, cuya voz tiembla a veces, cuyos ojos anubla furtiva lágrima.

Sin hablar incesantemente de sí propio, sin cortar el relato para dirigir al que lee reflexiones y advertencias, Daudet sabe no ausentarse jamás de sus libros; su presencia los anima. Una de sus novelas, Le Petit Chose, está tejida con sucesos de la infancia y adolescencia del autor, y sus personajes son individuos de la familia Daudet; pero aun cuando no concurra en ellas esta misma circunstancia, todas las obras de Daudet conmueven, porque sabe practicar el si vis me flere... del modo discreto que lo consiente el arte contemporáneo; no por medio de exclamaciones y apóstrofes, sino con cierto calor en el estilo, con inflexiones gramaticales muy tiernas, muy penetrantes, que llegan al alma. Conocemos, aunque el autor no se tome el trabajo de advertírnoslo, que profesa afición a éste o aquel personaje; escuchamos la risa melodiosa y sonora con que se burla de los pícaros y de los necios; mas todo esto lo distinguimos al trasluz, y gozamos del placer de adivinarlo. Mientras Stendhal cansa, como cansaría una demostración matemática, y los Goncourt excitan los nervios y deslumbran la pupila, y Flaubert abruma y causa esplín y misantropía; Daudet consuela, refresca y divierte el espíritu, sin echar mano de embustes y patrañas como los idealistas, con sólo la magia de su amorosa condición y simpático carácter. Aquella nota festiva, ligera a veces, que en la vida no falta y sí en las novelas de Zola, la posee el teclado de Daudet. Es su talento de índole femenina, no por lo endeble, sino por lo gracioso y atractivo.

Su estilo parece labrado sin violencia ni esfuerzo, con grato abandono, aunque sin descuido. Y no obstante, si Julio de Goncourt murió extenuado y hasta loco de puro adelgazar la frase para imprimirle intensa vibración nerviosa; si Flaubert sudaba y gemía al limar sus páginas como el leñador a cada golpe que descarga sobre el árbol; si Zola llora de rabia y se trata de idiota al releer lo que escribe, y otra vez lo pone en el yunque y vuelve a martillarlo hasta darle la apetecida forma, Ernesto Daudet asegura que al redactar alguna página suelta, armoniosa, donde la frase fluye majestuosamente a modo de río que rueda arenas de oro, su hermano, exigente consigo mismo, lidia, sufre y palidece, quedando enfermo de cansancio para muchos días. ¡Ésta es la difícil facilidad por tantos deseada y obtenida por tan pocos!

No atesora Alfonso Daudet la portentosa cultura especial de los Goncourt, ni menos la vasta erudición de Flaubert. Sabe lo que necesita saber, ni más ni menos; el resto se lo figura, y en paz. Ni alardea de filósofo, ni se precia con exceso de estilista y gramático, ni sería capaz de sujetarse a los severos estudios que pide una obra como Salambona, por ejemplo. Sus viajes de exploración los hace al través del mundo social, recorriendo a París en todas direcciones, escudriñándolo todo con sus ojos miopes que concentran la luz, y observando cuantas variadas y curiosas escenas se desarrollan en la vida de la gran capital, donde ni faltan comedias, ni escasean dramas, ni deja a veces la tragedia de surgir, puñal en mano, sobre la trama, vulgar en apariencia, de los sucesos.

Ofrece Alfonso Daudet un fenómeno, revelador de su naturaleza de artista: gústale, sobre todo, estudiar los tipos raros y originales, las costumbres extrañas y pintorescas que un momento se dibujan, como muecas rápidas, en la fisonomía mudable y cosmopolita de París. Prefiere estas contracciones pasajeras al aspecto normal, y goza en fotografiar instantáneamente -y estereotiparlas después- esas existencias de murciélago, entre luz y sombra, esos tipos sospechosos que se llamaron un tiempo la bohemia; aventureros de la ciencia, de la banca, del arte; figuras heteróclitas, que hunden los pies en el fango y levantan a los cielos del lujo y de la celebridad su frente; gentes de quienes hablan hoy todos los periódicos y mañana se enterrarán quizá en la fosa común. En alguna de las novelas de Daudet, el Nababo por ejemplo, casi todos los personajes son de esta ralea: el médico norte-americano Jenkins, mezcla de Locusta y Celestina; Felicia Ruys, mitad artista excelsa y mitad cortesana; el nababo Jansoulet, la ex-odalisca su mujer, todos son personajes extraordinarios, hongos que brotan en la podredumbre de una sociedad vieja, de una capital babilónica, y cuya forma singular y ponzoñosos colores atraen la mirada y la cautivan más que la belleza de las rosas.

Fue el Nababo la primer novela de Daudet que ganó a su autor celebridad inmensa: y la causa de su éxito -¡triste es decirlo!- se debió en gran parte a que la novela estaba salpicada de indiscreciones, o sea de noticias anecdóticas referentes a cierto período del segundo imperio, y a elevados personajes que en él figuraron. Triste es decirlo, repito, porque el hecho atestigua que el público es incapaz de interesarse por la literatura sola y sin aditamentos, y que si un autor se hace célebre de golpe y vende edición tras edición de un libro, es que supo espolvorearlo con la sal y pimienta de la crónica escandalosa. Cuando se dijo que el Nababo tenía clave; cuando se supo que Alfonso Daudet, comensal y protegido del duque de Morny lo exhibía en los mínimos detalles de su vida privada, hubo quien se escandalizó tratando al autor de desagradecido y vil; yo me escandalizo más aún de las gentes que por esa ingratitud y esa vileza, y no por el resplandor de su hermosura, conocieron entonces el ingenio de Daudet.

Alegó Alfonso Daudet, para lavarse de la mancha de ingrato, que él no había desfigurado ni afeado el perfil del duque de Morny ni de ninguna de las personas que retrataba; que la opinión general se las representaba muchísimo más feas, y que si ellas viviesen, a buen seguro que le agradecerían los rasgos que les prestó. Como artista, expuso otra razón más poderosa: su absoluta incapacidad para inventar, y la fuerza invencible con que el modelo vivo se le incrustaba en la memoria, en términos de no permitirle reposo hasta que los trasladaba al papel.

Realmente es arduo el problema. ¿Por qué hacer al novelista de peor condición que el pintor? Va éste, supongamos, a una sociedad o a un festín, adonde le convidan; mira en torno suyo; se fija en la cabeza del anfitrión, en las formas de alguna señorita que se sienta a su lado; vuelve a casa, coge los pinceles, y sin el menor escrúpulo pasa al lienzo lo que vio, y nadie le tacha de ingrato ni le califica de miserable. Pero que un escritor realista se resuelva a aprovechar el más mínimo detalle observado en casa de un amigo, hasta de un indiferente o enemigo jurado y diránle que rasga el velo de la vida privada, que viola el sagrado del hogar, y todo el mundo se dará por ofendido, y hasta le pondrán pleito, como a Zola, por el apellido de un personaje.

Claro está que el novelista digno de este nombre, al coger la pluma, no obedece a antipatías ni a rencores, ni ejerce una misión vengadora, ni es siquiera el satírico que aspira a clavar en la picota al individuo y a la sociedad. Su propósito es muy diverso: obedece a su musa, que le ordena estudiar, comprender y exponer la realidad que nos rodea. Así es que, volviendo a Daudet, lo que éste toma indistintamente de sus amigos o de sus adversarios, no es aquella verdad nimia que aun los biógrafos desdeñan, sino ciertos datos que son como el trozo de madera o hierro llamado alma en que los escultores apoyan y sustentan el barro al modelarlo: la armazón, digámoslo así. El nababo Jansoulet, por ejemplo, existió; pero Daudet, al escribirlo, conservó el fondo y modificó hartos pormenores.

Si en alguna novela de Daudet hay intención satírica, es en Los Reyes en el Destierro. El autor se propuso allí demostrar, y no sé si demostró; sé que el propósito se transparenta. Sin embargo, a fuer de consumado artista, evitó la caricatura y diseñó el nobilísimo y augusto contorno de la Reina de Iliria. El monárquico más monárquico no haría cosa tan bella.

Además del mundo parisiense descuella Daudet en describir su provincia con donaire singular. Conoce a los meridionales; y ya nos cuente la burlesca epopeya de Tartarín de Tarascón el Quijote de Gascuña, que sale de su villa natal resuelto a matar leones en las africanas selvas, y sólo consigue cazar a un pollino y rematar a un león viejo, ciego y agonizante; ya perfile con trazos tan genuinos y fisonomía tan regional al tamborilero de Numa Roumestan, o al mismo Numa, carácter soberano que lleva el sello indeleble de una localidad, siempre nos hará sonreír Daudet, y nos conmoverá siempre.

Opina Zola que Daudet está providencialmente destinado a reconciliar al público con la escuela naturalista, mediante las dotes con que se capta las simpatías del lector, y las cualidades que le abren puertas cerradas para Zola; las del hogar doméstico, las de la elegante biblioteca de palo de rosa, adorno del gabinete de las damas. Tengo para mí que esas puertas no se franquearán jamás a todas las obras de Zola, aunque envíe delante a cien Daudets allanando obstáculos. Daudet pertenece a la misma escuela que Zola, es cierto; pero se contenta con acusar la musculatura de la realidad, mientras el otro la desuella con sus dedos de hierro y la presenta al lector en láminas clínicas. Pocos estantes de palo de rosa gemirán bajo el peso de Pot-Bouille.

Alfonso Daudet posee una colaboradora, que es su mujer, autora también de algún libro. ¿Quién sabe si a tan blando influjo se deberá el que Daudet huya de extremar el método naturalista y se mantenga -según reconoce con generosa imparcialidad Zola- en el punto crítico donde acaba la poesía y comienza la verdad?




ArribaAbajo- XIII -

Zola. Su vida y carácter


Reservé adrede el último lugar para el jefe de la escuela naturalista, y hablé primero de Flaubert, Daudet y los Goncourt, no tanto por ceñirme al orden cronológico, cuanto por no emprenderla con el discutidísimo novelista, sin estudiar antes las variadas fisonomías de sus compañeros, cuya diversidad es argumento poderoso a favor del realismo. Si Stendhal no se parece a Balzac, ni Balzac a Flaubert; si los hermanos Goncourt lucen tan peregrinas y nuevas condiciones artísticas, y Daudet es tan personal, Zola a su vez se distingue de todos ellos.

Trataré de Zola más despacio que de sus colegas, no porque le otorgue la primacía -sólo el tiempo decidirá si la merece- pero porque, cuando el valor de sus obras pudiera negarse, no así el puesto de jefe y campeón del naturalismo, que ocupa. Zola es -además de novelista revolucionario que dispara libros a manera de bombas, cuyo estrépito obliga a la indiferente multitud a volver la cabeza y arremolinarse atónita- expositor, apologista y propagandista de una doctrina nueva que formula en páginas belicosas. En vano rehúsa el título de jefe de escuela, asegurando que el naturalismo es antiguo, que él no se lo ha encontrado en los bolsillos del gabán, que a nadie lo impone, y que antes que él lo siguieron otros autores. Claro está que un hombre solo, por eminente que sea su genio, no improvisa un movimiento literario; pero basta para que le llamemos jefe, que las circunstancias o sus propios arrestos le traigan a acaudillarlo, como acaudilla Zola con gran bizarría las huestes de lo que todo el mundo llama ya naturalismo.

A Pablo Alexis discípulo de los más adictos de Zola, debemos cantidad de pormenores biográficos referentes al maestro. Emilio Zola nació en París el año 1840: por sus venas corre sangre italiana, griega y francesa: su padre era ingeniero. El futuro novelista no se mostró de muy despejado entendimiento en sus primeros años y estudios: en las casillas de su cerebro no encajaba la retórica, y hasta dos veces fue reprobado en los exámenes del bachillerato en letras. Por fallecimiento de su padre, Zola se halló privado de recursos, y para no morirse literalmente de hambre, desempeñó humildes empleos y tuvo a gran fortuna poder ingresar en el establecimiento de librería de Hachette, donde ejerció funciones más manuales que literarias. Desde aquel modesto asilo, a la sombra de los estantes cargados de volúmenes, comenzó a escribir: sus ensayos pasaron inadvertidos, y aunque Villemessant, amigo de proteger a los principiantes, le confió la sección bibliográfica del Figaro, no tuvieron mejor suerte sus artículos de crítica que sus trabajos de amena literatura. Los Cuentos a Ninon, donde no faltan páginas hermosas, fueron acogidos con indiferencia, y el pobre commis de librería, enterrado tras del pupitre, desconocido, anegado en el mar inmenso de las letras parisienses, sufría torturas no inferiores a las de Sísifo y Tántalo, al presenciar la rápida venta de libros ajenos y el estancamiento de los propios.

¡Cuántas vigilias, cuántas horas de cavilaciones febriles corren para el autor que siente pesar sobre su alma la obscuridad de su nombre, como pesa en invierno la tierra sobre el germen! Zola maduraba una idea que había de reportarle fama y bienestar; proyectaba escribir algo análogo a la Comedia Humana de Balzac, un ciclo de novelas donde estudiase, en la historia de los individuos de una familia, las diferentes clases y aspectos de la sociedad francesa bajo el cetro de Luis Napoleón; pero necesitaba un editor que se asociase a sus planes y no temiera emprender la publicación de tan vasta serie de obras, de autor casi desconocido. Consiguió por fin que Lacroix se arriesgase a editarle una novela, y se comprometió a entregarle dos cada año, y que le pagase por ellas un sueldo de dos mil reales al mes: la propiedad del libro quedaba por diez años enajenada a favor del editor, y lo mismo los derechos de traducción e inserción en folletines. Así que Zola granjeó esta renta mezquina, retiróse a Batignolles, y allí, en una casita con huerto poblado de conejos, gallinas y patos, comenzó la vida de productor metódico e incansable que desde entonces lleva.

No protegía la suerte al editor Lacroix, y hubo de liquidar y traspasó los negocios emprendidos al fénix de los editores, llamado Charpentier. Ya en poder de éste, Zola, que es muy despacioso en idear y escribir, se retrasó en la entrega de los dos tomos anuales estipulados, y hallóse debiendo al editor dos mil duros adelantados por éste: grata sorpresa causóle, pues, Charpentier cuando, llamándole a su despacho, le declaró que sus libros producían dinero, que no quería abusar de un contrato leonino, y que no solamente se daba por cobrado de su anticipo, sino que le ofrecía otra suma igual, asociándole además a sus ganancias futuras y asegurándole un lucido rédito sobre los volúmenes anteriormente publicados. Esto era para Zola, más que dorada medianía, riqueza; animóse, y en vez de gastar en alegre y poética holganza sus fondos, se aplicó a trabajar con más ardor que nunca.

A fuer de enemigo de los románticos, se propuso Zola vivir enteramente al revés que ellos y llevar una existencia ordenada, en prosa, por decirlo así. Su huerto, su gabinete de estudio, sus contados amigos, su familia, alguna reunión en casa del editor Charpentier, son las ocupaciones que le absorben y las distracciones que goza. Levántase siempre a la misma hora, se sienta al escritorio, y despacha sus tres cuartillas de novela, ni más ni menos; echa su siesta para restaurar el sistema nervioso y no gastar más cerebro del necesario; despierta, hace ejercicio, ensarta un fulminante artículo crítico de los que tanto escuecen a sus compañeros en letras, y después asiste al teatro o pasa la noche recogido en su hogar; y este método es invariable y exacto como la marcha de un reloj... cuando rige bien, por supuesto.

Recordando el modo de vivir de la generación que precedió a Zola, se advierte el contraste. Devorados por su ardiente fantasía, la mayor parte de los poetas y literatos del romanticismo pudieron decir con nuestro Espronceda: «siempre juguete fui de mis pasiones». La inspiración, que para Zola es una criada fiel y laboriosa que todas las mañanas a la misma hora viene a cumplir su obligación de hilar tres cuartillas, era para los románticos una amante caprichosa y coqueta que cuando menos se percataban acudía a otorgarles dulcísimos favores, y luego se volaba como un pájaro; al sentir el roce de sus alas, Alfredo de Musset encendía las bujías y abría de par en par el balcón para que entrase la musa. Otros la invocaban sobreexcitando sus facultades con el abuso del café, del opio o de la cerveza, y para todos era feliz aventura lo que hoy para Zola es función natural, digámoslo así, o costumbre adquirida, como la de la siesta que duerme.

Los rostros, la apostura y hasta el traje poseen una elocuencia no accesible quizá a los profanos, pero clarísima para el observador. Al comparar los retratos de algunos corifeos del romanticismo con el único que de Zola pude procurarme, comprendí, mejor que leyendo un tomo de historia de la literatura moderna cuánta distancia separa a Graziella del Assommoir. El pensamiento se graba en la faz, las ideas se filtran, se transparentan bajo el cutis, y los semblantes de la generación romántica descubren aquellos entusiasmos y melancolías, aquel ideal poético y filosófico que caldea sus obras. El largo cabello, las facciones finas, expresivas, más bien descarnadas, lo caprichoso del traje, el fuego de los ojos, el porte altivo y meditabundo a la vez, son rasgos comunes a la especie; pueden darse estas señas lo mismo de la apolínica e imberbe faz de Byron o de Lamartine que de las elegantes y soñadoras cabezas de Espronceda, Zorrilla y Musset. En cuanto a Zola...

Su cara es redonda, su cráneo macizo, su nuca poderosa, sus hombros anchos como de cariátide, tiene trigueña la color, roma la nariz, recia la barba y recio y corto también el cabello. Ni en su cuerpo atlético ni en su escrutadora mirada hay aquella distinción, aquel misterioso atractivo, aquella actitud aristocrática, un tanto teatral, que poseyó Chateaubriand en sus buenos tiempos, y hace que al contemplar su retrato se quede uno pensativo y vuelva a mirarlo otra vez. Si algún rasgo característico ofrece el tipo de Zola, es la fuerza y el equilibrio intelectual, patentes en el tamaño y proporciones armónicas del cerebro, que se adivina por la forma de la bóveda craneana y el ángulo recto de la frente.

En resumen: el físico de Zola corresponde al prosaísmo, al concepto mesocrático de la vida, que domina en sus obras. No se entienda que al decir prosaísmo de Zola me refiero al hecho de que trate en sus novelas asuntos bajos, feos o vulgares. Goethe siente que no hay tales asuntos, y que el poeta puede embellecer cuantos adopte. Aludo más bien al carácter, vida y actos del escritor naturalista, donde falta del todo eso que los franceses llaman réverie (la palabra española ensueño no lo expresa bien), y aludo, en suma, a la proscripción del lirismo, a la rehabilitación de lo práctico, que supone la conducta de Zola.

Como los antiguos atletas, Zola hace profesión de limpieza y honestidad de costumbres, y se jacta de preferir, como Flaubert, la amistad al amor, declarándose un tanto misógino o aborrecedor del bello sexo, y desdeñando a Sainte-Beuve por apegado a las faldas en demasía. A este alarde de continencia añade Zola otro de conyugal ternura, y habla siempre de su mujer de un modo no galante ni apasionado, que eso no está en su cuerda, pero si cariñosote y cordial en extremo. Su vida interior es pacífica y ejemplar, y huyendo de la sociedad, se complace en la compañía de su madre, su mujer y sus hijos, acariciando la esperanza de retirarse, andando el tiempo, a alguna aldea, a algún rincón fértil y sosegado.

Tal es el terrible jefe del naturalismo, el autor diabólico cuyo nombre estremece a unos, y a otros enfurece; el novelista cuyas obras encienden en rubor el semblante de las damas que las leen por casualidad; el cronista de las abominaciones, impurezas, pecados y fealdades contemporáneas. Él dice de sí propio: «Soy un ciudadano inofensivo, y nada más. ¡Ay de mí! Ni siquiera tengo un vicio».

A San Agustín le compararon con un águila; Zola compara a Balzac con un toro: ¿por qué no he de permitirme también un símil zoológico, diciendo que el animal a quien más se asemeja Zola es el buey? Como él, es vigoroso, forzudo y lento. Como él, abre despacio el surco, y se ve el esfuerzo de su testuz al remover la tierra hondamente arrancando piedras y estorbos. Como él, no tiene gracia, ni finura, ni alegría, ni son airosas sus formas, ni su paso es ágil. Como él, hace labor sólida y duradera.

En lo que no se parece Zola al buey es en la mansedumbre. Para la lucha se convierte en toro, y toro furioso, que arremete a ciegas al adversario, soportando impertérrito en su dura piel los pinchazos de la crítica. Una persona sensible, tímida y cosquillosa, estaría ya muerta si sobre ella descargasen los insultos y ataques que llovieron sobre Zola; mientras él los recibe, no ya con indiferencia, sino como estímulos y espolazos que más le animan al combate. Cuando publicó el Assommoir levantóse un somatén general: no quedó injuria que no le prodigasen; como suele suceder, el público confundió al autor con la obra, y le atribuyó las groserías y delitos de todos sus personajes, lo mismo que a Balzac se le acusó de libertinaje porque reseñaba costumbres licenciosas. Hasta creyeron a Zola viejo feo y ridículo, y le supusieron parroquiano de la innoble taberna que describe, jurando que debía hablar la jerga de los barrios bajos; como si para conocer esa jerga y poder trasladarla al papel en un libro como el Assommoir, no se necesitase ser, ante todo, literato, y hasta filólogo sagaz.

Zola se creció ante los ataques, que debieron lisonjearle mucho, según su teoría de que sólo las obras discutidas valen y viven. Desdeñando la opinión así del público que le admira como del que le insulta, prescinde del juicio de la multitud y se propone domarla e imponerle el suyo propio. En sus labios no brilla la dulce sonrisa de Daudet, sino un mohín de reto y orgullo. No seduce, desafía; no se reporta ni se corrige, antes acentúa su manera en cada libro. Ediciones innumerables, celebridad ruidosísima, traducciones a todos los idiomas, las columnas de la prensa llenas del sonido de su nombre, la transformación literaria que sufrimos vaciada en sus moldes, son motivos suficientes para que Zola, a despecho del lodo que le arrojan a la faz, crea que el triunfo está de su parte y que él es quien acertó con el gusto de nuestro siglo.




ArribaAbajo- XIV -

Zola. Sus tendencias


El ciclo de novelas a que debe Zola su estruendosa fama se titula Los Rougon Macquart, Historia Natural y Social de una Familia Bajo el Segundo Imperio. Herida esta familia en su mismo tronco por la neurosis, se va comunicando la lesión a todas las ramas del árbol, y adoptando diversas formas, ya se presenta como locura furiosa y homicida, ya como imbecilidad, ya como vicio de alcoholismo, ya como genio artístico; y el novelista, habiendo trazado en persona el árbol genealógico de la estirpe de Rougon, con sus mezclas, fusiones y saltos atrás, reseña las metamorfosis del terrible mal hereditario, estudiando en cada una de sus novelas un caso de enfermedad tan misteriosa.

Adviértase que la idea fundamental de los Rougon Macquart no es artística, sino científica, y que los antecedentes del famoso ciclo, si bien lo miramos, se encuentran en Darwin y Haeckel mejor que en Stendhal, Flaubert o Balzac. La ley de transmisión hereditaria, que imprime caracteres indelebles en los individuos por cuyas venas corre una misma sangre; la de selección natural, que elimina los organismos débiles y conserva los fuertes y aptos para la vida; la de lucha por la existencia, que desempeña oficio análogo; la de adaptación, que condiciona a los seres orgánicos conforme al medio ambiente; en suma, cuantas forman el cuerpo de doctrinas evolucionistas predicado por el autor del Origen de las Especies, pueden verse aplicadas en las novelas de Zola.

Atentos solamente al aspecto literario de éstas, suelen los críticos reírse del aparato científico que despliega el jefe de la escuela naturalista: lo cual me parece ligereza notoria, dado que Zola no es un Edgardo Poe que se sirva de la ciencia como de entretenida fantasmagoría o medio de excitar la curiosidad del lector. Prescindir del conato científico en Zola, es proponerse deliberadamente no entenderlo, es ignorar dónde reside su fuerza, en qué consiste su flaqueza y cómo formuló la estética del naturalismo. Su fuerza digo, porque nuestra época se paga de las tentativas de fusión entre las ciencias físicas y el arte, aun cuando se realicen de modo tan burdo como en los libros de Julio Verne, y por muchas burletas y donaires que los gacetilleros disparen a Zola con motivo de su famoso árbol genealógico y sus alardes de fisiólogo y médico, no impedirán que la generación nueva se vaya tras sus obras, atraída por el olor de las mismas ideas con que la nutren en aulas, anfiteatros, ateneos y revistas, pero despojadas de la severidad didáctica y vestidas de carne.

Digo su flaqueza, porque si es verdad que hoy exigimos al arte que estribe en el firmísimo asiento de la verdad, como no tiene por objeto principal indagarla, y la ciencia sí, el artista que se proponga fines distintos de la realización de la belleza, tarde o temprano, con seguridad infalible, verá desmoronarse el edificio que erija. Zola incurre a sabiendas en tan grave herejía estética, y será castigado, no lo dudemos, por donde más pecó.

Curioso libro podría escribir la persona que dominase con igual señorío letras y ciencias, sobre el darwinismo en el arte contemporáneo. En él se contendría la clave del pesimismo, no poético a la manera de Leopardi, sino depresivo, que como negro y mefítico vapor se exhala de las novelas de Zola; del empeño de patentizar y describir la bestia humana, o sea el hombre esclavo del instinto, sometido a la fatalidad de su complexión física y a la tiranía del medio ambiente; de la mal disimulada preferencia por la reproducción de tipos que demuestren la tesis; idiotas, histéricas, borrachos, fanáticos, dementes, o personas tan desprovistas de sentido moral, como los ciegos de sensibilidad en la retina.

Los darwinistas consecuentes y acérrimos, para apoyar su teoría de la descendencia animal del hombre, gustan de recordarnos las tribus salvajes de Australia y describirnos aquellas enfermedades en que la responsabilidad y la conciencia fallecen; Zola los imita, y en un arranque de sinceridad, declara que prefiere el estudio del caso patológico al del estado normal, que es, sin embargo, lo que en la realidad abunda.

Aquí ocurre una pregunta: ¿será censurable en Zola el fundar sus trabajos artísticos en la ciencia moderna y consagrarlos a demostrarla? ¿No parece más bien loable intento? Paso; enterémonos primero de qué cosa son las ciencias a que Zola se atiene.

No es ahora ocasión propicia para aquilatar la certidumbre o falsedad del darwinismo y doctrina evolucionista: hícelo en otro lugar lo mejor que supe, y lo digo, no por alabarme, sino a fin que no me acuse algún malicioso de hablar aquí de cosas que no procuré entender. Pero, en resumen, limitándome a exponer el dictamen de los más calificados e imparciales autores, indicaré que el darwinismo no pertenece al número de aquellas verdades científicas demostradas con evidencia por el método positivo y experimental que Zola preconiza, como, por ejemplo, la conversión de la energía y correlación de las fuerzas, la gravitación, ciertas propiedades de la materia y muchos asombrosos descubrimientos astronómicos; sino que, hasta la fecha, no pasa de sistema atrevido, fundado en algunos principios y hechos ciertos; pero riquísimo en hipótesis gratuitas, que no descansan en ninguna prueba sólida, por más que anden a caza de ellas numerosos sabios especialistas allá por Inglaterra, Alemania y Rusia. Ahora bien: como quiera que en achaque de ciencias exactas, físicas y naturales tenemos derecho para exigir demostración, sin lo cual nos negamos terminantemente a creer y rechazamos lo arbitrario, he aquí que todo el aparato científico de Zola viene a tierra, al considerar que no procede de las ciencias seguras, cuyos datos son fijos e invariables, sino de las que él mismo declara que empiezan aún a balbucir y son tan tenebrosas como rudimentarias: ontogenia, filogenia, embriogenia, psico-física. Y no es que Zola las interprete a su gusto, o falsee sus principios; es que esas ciencias son de suyo novelescas y vagas; es que, mientras más indeterminadas y conjeturales las encuentre el científico riguroso, más campo abrirán a la rica imaginación del novelista.

¿Qué le queda, pues, a Zola, si en tan deleznables cimientos basó el edificio orgulloso y babilónico de su Comedia Humana? Quédale lo que no pueden dar todas las ciencias reunidas; quédale el verdadero patrimonio del artista; su grande e indiscutible ingenio, sus no comunes dotes de creador y escritor. Eso es lo que permanece, cuando todo pasa y se derrumba; eso es lo que los siglos venideros reconocerán en Zola (aparte de su inmensa influencia en las letras contemporáneas).

Si Zola fuese únicamente el autor pornográfico que hace arremolinarse a la multitud con curiosidad y dispersarse con rubor y tedio, o el sabio a la violeta que barniza sus narraciones con una capa de lustre científico, Zola no tendría más público que el vulgo, y ni la crítica literaria ni la reflexión filosófica hallarían en sus obras asunto donde ejercitarse. ¿Consagra alguien largos artículos al examen de las popularísimas y entretenidas novelas de Verne? ¿Dedícase nadie a censurar despacio las no menos populares de Pablo de Kock? Todo ello es cosa baladí, que no trasciende. Las de Zola son harina de otro costal, y su autor -a pesar de los pesares- grande, eximio, extraordinario artista.

Pasajes y trozos hay en sus libros que, según su género, pueden llamarse definitivos, y no creo temeraria aseveración la de que nadie irá más allá. Los estragos del alcohol en el Assommoir, con aquel terrible epílogo del delirium tremens, la pintura de los mercados en El Vientre de París; la delicada primera parte de Una Página de Amor; el graciosísimo idilio de los amores de Silverio y Miette en La fortuna de los Rougon; el carácter del clérigo ambicioso en La Conquista de Plasans; la riqueza descriptiva de La Falta del Cura Mouret, y otras mil bellezas que andan pródigamente sembradas por sus libros, son quizá insuperables. Con la manifestación de un poderoso entendimiento, de una mirada penetrante, firme, escrutadora, y a la vez con la copia de arabescos y filigranas primorosísimas, Zola suspende el ánimo. Tengamos el arrojo de decirlo, una vez que tantos lo piensan: en el autor del Assommoir hay hermosura.

En cuanto a sus defectos, mejor diré a sus excesos, ellos son tales y tanto los va acentuando y recargando, que se harán insufribles, si ya no se hicieron, a la mayoría. Pecado original es el de tomar por asunto no de una novela, pero de un ciclo entero de novelas, la odisea de la neurosis al través de la sangre de una familia. Si esto lo considerase como un caso excepcional, todavía lo llevaríamos en paciencia; pero si en los Rougon se representa y simboliza la sociedad contemporánea, protestamos y no nos avenimos a creernos una reata de enfermos y alienados, que es, en resumen, lo que resultan los Rougon. ¡A Dios gracias, hay de todo en el mundo, y aun en este siglo de tuberculosis y anemia, no falta quien tenga mente sana en cuerpo sano!

Dirá el curioso lector: ¿según eso, Zola no estudia sino casos patológicos? ¿No hay en la galería de sus personajes alguno que no padezca del alma o del cuerpo, o de ambas cosas a la vez? Sí los hay: pero tan nulos, tan inútiles, que su salud y su bondad se traducen en inercia, y casi se hacen más aborrecibles que la enfermedad y el vicio, A excepción de Silverio -que en rigor es un fanático político- y de la conmovedora y angelical Lalie del Assommoir, los héroes virtuosos de Zola son marionetas sin voluntad ni fuerza. Lo activo en Zola es el mal: el bien bosteza y se cae de puro tonto. ¡Cuidado con la singularísima mujer honrada de Pot-Bouille! ¡Pues y el sandio protagonista de El Vientre de París! Es cosa de preferir a los malvados, que al menos están descritos de mano maestra y no se duermen.

Cuando un escritor logra descubrir el filón de las ideas latentes y dominantes en su siglo; cuando se hace intérprete de aquello que más le caracteriza -sea malo o bueno-, por fuerza ha de abundar en el sentido de los errores de la edad misma que interpreta. Esta mutua acción del autor sobre el público y del público sobre el autor favorito, explica asaz los yerros que cometen talentos claros y profundos, pero que al cabo llevan impreso el sello de su época. No nacieron las novelas de Zola entre el polvo de los estantes henchidos de libros clásicos, ni como resplandecientes mariposas revolaron acariciadas por el sol de la fantasía del autor: se engendraron en el corral donde Darwin cruzó individuos de una misma especie zoológica para modificarlos, en el laboratorio donde Claudio Bernard verificó sus experimentos y Pasteur estudió las ponzoñosas fermentaciones y el modo con que una sola y macroscópica bacteria inficiona y descompone un gran organismo: la idea de Nana. Antes que Zola dibujase el árbol genealógico de los Rougon-Macquart, Haecke, con rasgos muy semejantes, había trazado el que une a los lemúridos y monos antropomorfos con el hombre; antes que Zola negase el libre albedrío y proclamase el pesimismo, el vacío y la nada de la existencia, Schopenhauer y Hartmann ataron la voluntad humana al rollo de hierro de la fatalidad, declarando que el mundo es un sueño vacío, o más bien una pesadilla.

Que existe esta íntima relación entre las novelas de Zola y las teorías y opiniones científicas propias de nuestro siglo, no puede dudarse, por más que hartos críticos afirmen que Zola carece de cultura filosófica y técnica, siendo muchísimo lo que ignora y bien poco lo que sabe. En primer lugar, esta ignorancia de Zola es relativa, pues se refiere únicamente al pormenor y al detalle, no impidiendo a su inteligencia abarcar la síntesis y el conjunto de tales doctrinas, para lo cual no hay necesidad de quemarse las cejas, y sobra con leer algunos artículos de revista y hasta una docena de libros de la Biblioteca científica internacional. Cabalmente distingue al artista -y Zola lo es- la intuición rápida y segura que le permite reflejar y encarnar en sus obras, por sorprendente manera, lo que apenas entrevió.

Además, los miasmas de ciencia novelesca, que pudiéramos llamar leyendas de lo positivo, flotan en la atmósfera como los gérmenes estudiados por Pasteur, y se filtran insensiblemente en las creaciones del arte. Apuntemos en el capítulo de cargos contra Zola el fundarse, para sus trabajos realistas, en lo incierto y obscuro de la ciencia, y olvidando sus ideas filosóficas, estudiemos sus procedimientos artísticos y retórica especial.




ArribaAbajo- XV -

Zola. Su estilo


Si exceptuamos a Daudet, todos los naturalistas y realistas modernos imitan a Flaubert en la impersonalidad, reprimiéndose en manifestar sus sentimientos, no interviniendo en la narración y evitando interrumpirla con digresiones o raciocinios. Zola extremó el sistema perfeccionándolo. Fácilmente se advierte, al leer una novela cualquiera, cómo los pensamientos de los personajes, aun siendo verdaderos y sutilmente deducidos, salen bañados y cubiertos de un barniz peculiar al autor, pareciendo que es éste, y no el héroe, quien discurre. Pues Zola -y aquí empiezan sus innovaciones- presenta las ideas en la misma forma irregular y sucesión desordenada, pero lógica, en que afluyen al cerebro, sin arreglarlas en períodos oratorios ni encadenarlas en discretos razonamientos; y con este método hábil y dificilísimo a fuerza de ser sencillo, logra que nos forjemos la ilusión de ver pensar a sus héroes. Es indudable que la idea, despertada rápidamente al choque de la sensación, habla un lenguaje menos artificioso del que empleamos al formularla por medio de la palabra; y si alguna vez la lengua va más allá que el pensamiento, por lo general las percepciones del entendimiento e impulsos de la voluntad son violentos y concisos, y la lengua los viste, disfraza y atenúa al expresarlos. Los novelistas cuando levantaban la cubierta de las molleras (como Asmodeo los tejados) y querían mostrarnos su interior actividad, empleaban perífrasis y circunloquios que Zola ha sido tal vez el primero en suprimir, procediendo como los confesores, que si el penitente por vergüenza o deseo de cohonestar su conducta, busca rodeos y anda a caza de frases ambiguas y palabras obscuras, suelen rasgar los tules en que se envuelve el alma, y decir el vocablo propio, de que el pecador no osaba servirse.

Mas no por eso son justos los que afirman que la frase cruda, callejera y brutal, y el pensamiento cínicamente desnudo, tejen el estilo grosero de Zola. Créenlo así muchos que de sus obras sólo conocen lo peor de lo peor, es decir, aquello que precisamente lisonjeó su depravada curiosidad. En el conjunto de sus obras, el creador de Albina, Helena y Miette sacrifica en aras de la poesía. Si inventó, como dicen sus censores, la retórica del alcantarillado, también, según él mismo declara, sentó el pie hartas veces en prados cubiertos de hierbas y flores. No creo que sea prosa la sinfonía descriptiva, el poema paradisíaco que ocupa una tercera parte de La Falta del Cura Mouret, y donde el mismo buril firme que grabó en metal el estilo canallesco de los mercados y barrios bajos de París, esculpió las formas espléndidas de la rica vegetación que en aquella soñada selva crece se multiplica y rompe sus broches embalsamando el aire. Y no sólo en La Falta del Cura Mouret, sino en otros muchos libros, se entrega Zola al placer de forjar con elementos reales, calenturienta poesía. La fortuna de los Rougon, con su enamorada pareja de adolescentes; la Ralea, con su mágico jardín de invierno, sus interiores suntuosos poetizados por el arte y el lujo; Una Página de Amor, con sus cinco descripciones de la misma ciudad vista ya a los arreboles del ocaso, ya a la luz de la aurora -descripciones que son puro capricho de compositor, serie de escalas destinadas a mostrar la agilidad de los dedos y la riqueza del teclado-, y, por último, hasta Nana y el Assommoir, en ciertas páginas, dan testimonio de la inclinación de Zola a hacer belleza, digámoslo así, artificiosamente, dominando lo vulgar, innoble y horrible de los asuntos. Zola reconoce y declara esta propensión que va comunicándose a su escuela, y la considera grave defecto, heredado de los románticos. Su aspiración suprema, su ideal, sería alcanzar un arte más depurado, más grandioso, más clásico, donde en vez de escalas cromáticas y complicados arpegios, se ostentase la sencillez y naturalidad de la factura unida a la majestad del tema. Conviene Zola en que su estilo, lejos de poseer esa hermosa simplicidad y nitidez que aproxima en cierto modo la naturaleza al espíritu y el objeto al sujeto, y esa sobriedad que expresa cada idea con las palabras estrictamente necesarias y propias, está recargado de adjetivos, adornado de infinitos penachos y cintajos y colorines que le harán tal vez de inferior calidad en lo venidero. ¿Débense realmente tales defectos a la tradición romántica? ¿No será más bien que esas puras y esculturales líneas que Zola ambiciona y todos ambicionamos, excluyen la continua ondulación del estilo, el detalle minucioso, pero rico y palpitante de vida, que exige y apetece el público moderno?

En resolución, Zola, lejos de ser descuidado, bajo e incorrecto, peca de alambicado a veces; y los críticos ultrapirenaicos, que no lo ignoran y le quieren mal, a vueltas de las acusaciones de grosería, brutalidad e indecencia, le lanzan alguna muy certera, apellidándole autor quintaesenciado y relamido. El jefe del naturalismo carece de naturalidad y sencillez; no lo niega, y lo achaca a la leche romántica que mamó. Artista lleno de matices, de primores y de refinamientos, diríase, no obstante, que su prosa carece de alas, que está ligada por ligaduras invisibles, faltándole aquel grato abandono, aquella facilidad, armonía y número que posee, por ejemplo, Jorge Sand. Su estilo, igual y llano, es en realidad trabajadísimo, sabiamente dispuesto, premeditado hasta lo sumo, y ciertas frases que parecen escritas a la buena de Dios y sin más propósito que el de llamar a las cosas por su nombre, son producto de cálculos estéticos que no siempre logra disimular la habilidad del autor.

Hasta el valor eufónico de las palabras, y, sobre todo, su vigor como toques de luz o manchones de sombra, está combinado en Zola para producir efecto, lo mismo que el modo de usar los tiempos de los verbos. Si dice «iba» en vez de «fue», no es por casualidad o descuido, es porque quiere que nos representemos la acción más aprisa; que el personaje eche a andar a vista del lector. Cuando usa ciertos diminutivos, ciertas frases de lástima o de enojo, oímos el pensamiento del personaje formulado por boca del autor, sin necesidad de aquellos sempiternos monólogos con que ocupan otros novelistas páginas y más páginas.

Las descripciones largas fueron y son imputadas a la escuela naturalista; mas ¡cuántos prezolistas hubo en lo tocante a describir! Sólo que en las antiguas novelas inglesas lo pesado e interminable era la pintura de los sentimientos, afectos y aspiraciones de héroes y heroínas y sus grandes batallas consigo mismos y sus querellas amorosas, y en Walter Scott, todo, paisajes, figuras, trajes y diálogos. ¿Quién más prolijo en extender fondos que Rousseau? Consiste la diferencia entre los idealistas y Zola en que éste prefiere a los poéticos castillos, lagos, valles y montañas, las ciudades, sus calles, sus mercados, sus palacios, sus teatros y sus congresos, e insiste lo mismo en pormenores característicos y elocuentes que en detalles de poca monta. ¿Ha visto el lector alguna vez retratos al óleo hechos con ayuda de un vidrio de aumento? ¿Observó cómo en ellos se distinguen las arrugas, las verrugas, las pecas y los más imperceptibles hoyos de la piel? Algo se asemeja la impresión producida por estos retratos a la que causan ciertas descripciones de Zola. Gusta más mirar un lienzo pintado a simple vista, con libertad y franqueza.

No por eso es lícito decir que las descripciones de Zola se reducen a meros inventarios. Debieran los que lo aseguran probar a hacer inventarios así; ya verían cómo no es tan fácil hinchar un perro. Las descripciones de Zola, poéticas, sombrías o humorísticas (nótese que no digo festivas), constituyen no escasa parte de su original mérito y el escollo más grave para sus infelices imitadores. Esos sí que nos darán listas de objetos, si como es probable les niega el hado el privilegio de interpretar el lenguaje del aspecto de las cosas, y el don de la oportunidad y mesura artística.

Lo mismo digo de cuantos piensan que el método realista se reduce a copiar lo primero que se ve, sea feo o bonito, y mejor si es feo, y que copiando así a bulto saldrá una novela de las que se estilan. Leí no sé dónde que un mozalbete decía a un escultor, señalando a la Venus que éste terminaba: «Enséñeme V. a hacer otra como esa que debe ser fácil»; y respondíale el escultor: «Facilísimo: se reduce a coger un trozo de mármol e irle quitando todos los pedazos que le sobran. La ironía del artista es aplicable al caso de la novela. Zola ha formulado su estética y su método con harta claridad y prolijidad nada menos que en siete volúmenes, y lo ha aplicado en quince o veinte; no contento con esto él y sus discípulos a porfía dan al público detalles y revelan secretos del oficio, explicando cómo se trabaja, cómo se recogen notas, cómo se clasifican y emplean, cómo se parte de los antecedentes de familia para restablecer el carácter y condición de un personaje (los novelistas antiguos, al contrario, gustaban de envolver en el misterio y hacer mítico el nacimiento de sus obras); y sin embargo, a pesar de tantas recetas, falta quien las aplique. Por ahora, a pesar de la creciente fama y provecho que a Zola y Daudet reportan sus libros, lo que pulula son novelistas idealistas de la escuela de Cherbuliez y Feuillet, de los que imaginan en lugar de observar y sueñan despiertos. En efecto: si la vida, la realidad y las costumbres están presentes a todo el mundo, pocos las saben ver y menos explicar. El espectáculo es uno mismo, los ojos y entendimientos diferentes.

Aquí se ofrece otra cuestión: cierto que Zola pretende observar la verdad, y asegura que con ella están tejidos sus libros; pero, ¿se engañará? ¿Será también la imaginación elemento de sus obras?

Cuando escribió el Assommoir, no faltó quien dijese que desfiguraba y exageraba el pueblo: más fuerte aún gritaron los críticos contra la exactitud de Nana y Pot-Bouille. Si Nana se compone de embustes para toda persona decente el mentir de Nana es el mentir de las estrellas; mas por lo que toca a Pot-Bouille, la exageración me parece indudable; y mejor que exageración le llamaría yo simbolismo, o si se quiere, verdad representativa. Aunque suene a paradoja el símbolo es una de las formas usuales de la retórica zolista: la estética de Zola es en ocasiones simbólica como... ¿lo diré? como la de Platón. Alegorías declaradas (La Falta del Cura Mouret), o veladas (Nana, La Ralea, Pot-Bouille), sus libros representan siempre más de lo que son en realidad. En La falta el autor no oculta la intención simbólica, y hasta el nombre Paradou (Paraíso), y el gigantesco árbol a cuya sombra se comete el pecado, recuerdan el Génesis. Nana, la meretriz impura, la mosca de oro que se incubó en las fermentaciones del estercolero parisiense y cuya picadura todo lo inficiona, desorganiza y mata, ¿qué es sino otro símbolo? Sobre la rubia cabeza de Nana el autor acumuló toda la inmundicia social derramó la copa henchida de abominaciones, e hizo de la pervertida griseta un enorme símbolo, una colosal encarnación del vicio; y por el mismo procedimiento, en la casa mesocrática de Pot-Bouille reunió cuantas hipocresías, maldades, llagas y podredumbres caben en la mesocracia francesa.

Difícilmente puede un extranjero -aunque haya visitado a París, como casi todo el mundo lo ha visitado- discernir si las costumbres de Francia son tan pésimas: se susurran de allá males que por acá, a Dios gracias, aún no nos afligen, y el censo de población arroja cifras e indica descensos que deben de sugerir profundas reflexiones a los estadistas de la nación vecina; mas con todo eso, yo me figuro que el método de acumulación que emplea Zola sirve para hinchar la realidad, es decir, lo negro y triste de la realidad, y que el novelista procede como los predicadores, cuando en un sermón abultan los pecados con el fin de mover a penitencia al auditorio. En suma, tengo a Zola por pesimista, y creo que ve la humanidad aún más fea, cínica y vil de lo que es. Sobre todo más cínica, porque aquel Pot-Bouille, mejor que estudio de las costumbres mesocráticas, parece pintura de un lupanar, un presidio suelto y un manicomio, todo en una pieza.

Quisiera no errar juzgando a Zola, y no atacarlo ni defenderlo más de lo justo. Sé que está de moda hacer asquillos al oír su nombre, pero ¿qué significan en literatura los asquillos? Una cosa es el genio y el ingenio; otra las licencias, los extravíos, los yerros de una escuela. En su misma patria aborrecen a Zola: detestábale el difunto Gambetta, porque Zola le discutió como escritor y orador, y la Academia, la Escuela Normal, todos los novelistas idealistas, todos los autores dramáticos, la Revista de Ambos Mundos, madama Edmond Adam, a porfía, reniegan de Zola, le excomulgan y hacen que no le ven. Quizá nosotros, situados a mayor distancia, apreciaremos mejor la magnitud del caudillo naturalista y preferiremos entender a escandalizarnos.




ArribaAbajo- XVI -

De la moral


Zola nos conduce a tratar el bien manoseado y mal esclarecido punto de la moralidad en el arte literario, y especialmente en la escuela realista. Y ante todo, persignémonos para que Dios nos libre de filosofías. Ya sé yo que en la Esencia Divina se dan reunidos los atributos de verdad, bondad y belleza: mas también sé con certidumbre experimental que en las obras humanas aparecen separados y siempre en grado relativo. Un final de ópera donde el tenor muere cantando, puede ser hermosísimo, y no cabe cosa más apartada de la verdad: un licencioso grupo pagano será bello sin ser bueno. Y esto me parece evidente per se, y ocioso el apoyarlo en razonamientos, porque hay en la percepción de la belleza algo de inefable que se resiste a la lógica y no se demuestra ni explica.

Viniendo ya a las relaciones de la moral y de las novísimas escuelas literarias, empezaré por observar que es error frecuente en los censores del realismo confundir dos cosas tan distintas como lo inmoral y lo grosero. Inmoral es únicamente lo que incita al vicio; grosero, todo lo que pugna con ciertas ideas de delicadeza, basadas en las costumbres y hábitos sociales; bien se entiende, pues, que el segundo pecado es venial, y mortal de necesidad el primero. Ya en distintos lugares de estos estudios lo indiqué: la inmoralidad que entraña el naturalismo procede de su carácter fatalista, o sea del fondo de determinismo que contiene; pero todo escritor realista es dueño de apartarse de tan torcido camino, jamás pisado por nuestros mejores clásicos, que, no obstante, realistas y muy realistas eran.

Pocos críticos de aquellos que más claman en contra del naturalismo echan de ver las malas hierbas deterministas que crecen en el jardín de Zola; y el cargo más grave que a éste dirigen -no sin velarse antes la faz- es que sus libros no pueden andar en manos de señoritas. ¡Válanos Dios! Lo primero habría que empezar por dilucidar si conviene más a las señoritas vivir en paradisíaca inocencia, o conocer la vida y sus escollos y sirtes, para evitarlos; problema que, como casi todos, se resuelve en cada caso con arreglo a las circunstancias, porque existen tantos caracteres diversos como señoritas, y lo que a ésta le convenga será funestísimo quizá para aquélla, y vaya V. a establecer reglas absolutas. Es análoga esta cuestión a la del alimento; cada edad y cada estómago lo necesita diferente; proscribir un libro porque no todas las señoritas deban apacentar en él su inteligencia, es como si tirásemos por la ventana un trozo de carne bajo pretexto de que no la comen los niños de teta. Désele norabuena al infante su papilla, que el adulto apetecerá el manjar fuerte y nutritivo. ¡Cuán hartos estamos de leer elogios de ciertos libros, alabados tan sólo porque nada contienen que a una señorita ruborice! Y, sin embargo, literariamente hablando, no es mérito ni demérito de una obra el no ruborizar a las señoritas.

Los extranjeros piensan con más acierto, pues comprendiendo que el género de lecturas varía según las edades y estados, y que desde la edad en que el niño deletrea hasta la plenitud de la razón, media un periodo durante el cual algo ha de leer, escriben obras a propósito para la infancia y juventud, obras en que se emplean a menudo plumas diestras y famosas, hábiles en adaptarse al grado de desarrollo que suelen alcanzar las facultades del público especial a quien se consagran. Por nuestra tierra no dejan de escribirse libros anodinos y mucilaginosos: sólo que sus autores pretenden cautivar a todas las edades, cuando en realidad no se salvan de aburrir a ninguna.

Otro grave inconveniente encuentro en los libros híbridos que aspiran a corregir deleitando. Como cada autor entiende la moral a su manera, así la explica, y dejo al juicio del lector discreto resolver qué será más malo; si prescindir de la moral o falsificarla. Para mí, no hay más moral que la moral católica, y sólo sus preceptos me parecen puros, íntegros, sanos e inmejorables; dicho se está que si un autor bebe sus moralejas en Hegel, Krause o Spencer, las tendré por perniciosas. Rousseau, Jorge Sand, Alejandro Dumas hijo, y otros cien novelistas que se erigieron en moralizadores del género humano, escribiendo novelas docentes y tendenciosas, parécenme de más funesta lectura que Zola, puesto caso que el lector los tomase por lo serio.

Es opinión general que la moralidad de una obra consiste en presentar la virtud premiada y castigado el vicio: doctrina insostenible ante la realidad y ante la fe. Si no hubiese más vida que ésta; si en otro mundo de verdad y justicia no remunerasen a cada uno según sus merecimientos, la moral exigiría que en este valle de lágrimas todo anduviese ajustado y en orden; pero siendo el vivir presente principio del futuro, querer que un novelista lo arregle y enmiende la plana a la Providencia, téngolo por risible empeño.

De todas suertes, sea inmoralidad o grosería lo que en el realismo se descubre, los chillidos de la prensa y del público y el magno tolle tolle que nos aturde los oídos, parece que delatan la aparición de un mal nuevo y desconocido, como si hasta la fecha las letras hubiesen sido espejo de honestidad y recato. Y no obstante, hace años que Valera, contendiendo con Nocedal, dijo discretamente que no habiendo ocurrido nunca los tiempos felices en que la literatura se mostró decorosa e irreprochable, nadie podía desear la vuelta de tales tiempos. De esta gran verdad, que Valera demuestra con su acostumbrada elegante erudición, no ha menester pruebas quien conozca unas miajas nuestros clásicos y teatro antiguo. Sólo que los adversarios del naturalismo emplean una táctica de mala fe; tan pronto le echan en cara no ser nuevo, como le oponen, despreciándolo, el ejemplo de la literatura anterior.

¿Hallaremos acaso, en tiempos más recientes que el siglo de oro, modelos de esa literatura pulcra y austera? Yo he sido educada en la privación y el santo horror de las novelas románticas; y aunque leía en mi niñez -hasta aprenderme trozos de memoria- la Ilíada y el Quijote, jamás logré apoderarme de un ejemplar de Espronceda o de Nuestra Señora de París, obras que su fama satánica apartaba de mis manos. Si los clásicos delinquieron y los románticos también, ¿por qué echar sobre naturalistas y realistas todo el peso de la culpa?

Es cosa peregrina ver cómo cada escuela pasa una indulgente esponja sobre sus propias inmundicias, y señala con el dedo a las ajenas. Hoy los neo-clásicos absuelven a los escritores paganos, alegando que no conocieron a Cristo -aunque muchos escribiesen después de haber sido anunciado el Evangelio, y como si la naturaleza misma, a falta de religión, no proscribiese asaz ciertas abominaciones en cuyo relato se complacen los poetas latinos-. A su vez los idealistas perdonan los extravíos románticos, porque, aunque un héroe romántico haga, como Werther, la apología del suicidio, o dude hasta del aire que respira, como Lelia, tiene la disculpa de ir en pos del ideal, y no importa zumpuzar el cuerpo en el lodo con tal que la mirada se dirija a las estrellas. Y, por último, para cohonestar aquellas cosazas que abundan en Tirso y Quevedo, se echa mano del candor y sencillez de la época en que vivían. El que no se consuela es porque no quiere. Diránme los defensores de esas escuelas que no a causa sino a pesar de sus lunares, celebran a Horacio y a Espronceda y a todos los santos de su devoción: lo mismito nos sucede a los demás. Cuando Zola atenta contra el gusto, de mí sé decir que no me da ninguno. Le preferiría más reportado, y cierto que no elogio en él deslices, sino bellezas.

Ahora, si alguien me pregunta dónde empiezan esos deslices, y hasta dónde llega la libertad que puede otorgarse al escritor, yo no lo sabré decidir. Son límites eminentemente variables, y sólo el tacto, el pulso firme que posee un gran talento, le sirve de guía para no descarriarse, para levantarse si llega a caer. Es innegable que el Quijote encierra pasajes bien poco áticos, que con justicia se pueden calificar de groseros, pero al fin son partes de aquel divino todo, el genio de Cervantes los ha marcado con su estampilla, y, para declararlo de una vez, están muy bien donde están, y yo no los borraría si de mí dependiese suprimirlos. Me inclino a comparar los bellos frutos del ingenio humano con la esmeralda, piedra hermosa pero que apenas se halla una que no tenga un poco de veta o mancha, llamada jardín. Los grandes autores tienen vetas, y no por eso dejan de ser piedras preciosas.

Nana es acaso la obra por la cual se juzga con más severidad a Zola. ¿Será debido al asunto? Siento que más bien a la falta de tino, al cinismo brutal con que está tratado. De hecho en la sociedad hay formas, límites, vallas que quizá no puede salvar una obra que aspira a atravesar victoriosa las edades; y digo quizá, porque si Rabelais y otros escritores rompieron esos diques y alcanzaron nombre imperecedero, todavía su licencia constituye un elemento de inferioridad y como una nota desafinada en la sinfonía de su talento. Vallas y límites son que el genio remueve, pero que vuelven a alzarse de suyo. Si bien es verdad que se mudan, jamás desaparecen; y con tanta fuerza se imponen, que no sé de escritor alguno que totalmente las haya atropellado. Por atrevida que sea una pluma, por mucho que intente copiar la nuda realidad, hay siempre un punto en el cual se para, hay cosas que no escribe, hay velos que no acierta a levantar. El toque está en saber detenerse a tiempo en las lindes del terreno vedado por la decencia artística.

Pero aquí conviene advertir que la mayoría de los críticos parece imaginar que sólo existe un género de inmoralidad, la erótica; como si la ley de Dios se redujese a un mandamiento. Que el autor se abstenga de pintar la pasión amorosa, y ya tiene carta blanca para retratar todas las restantes. Y, sin embargo, hay novelas como El Judío Errante o Los Misterios de París, que por su carácter antisocial y antirreligioso no son menos inmorales que Nana por otro concepto. En cuestiones religiosas y sociales, los naturalistas proceden como sus hermanos los positivistas respecto de los problemas metafísicos; las dejan a un lado, aguardando a que las resuelva la ciencia, si es posible. Abstención mil veces menos peligrosa que la propaganda socialista y herética de los novelistas que les precedieron.

En cuanto a la pasión, sobre todo la amorosa, fuera de los caminos del deber, lejos de glorificarla, diríase que se han empeñado los realistas en desengañar de ella a la humanidad, en patentizar sus riesgos y fealdades, en disminuir sus atractivos. De Madama Bovary a Pot-Bouille, la escuela no hace sino repetir con fatídico acento que sólo en el deber se encuentra la tranquilidad y la ventura. El portugués Eça de Queiroz, en su novela O primo Bazilio -donde imita a Zola hasta beberle el alma- traza un cuadro horrible bajo su aparente vulgaridad, el del suplicio de la esposa esclava de su culpa. Claro está que la enseñanza moral de los realistas no se formula en sermones ni en axiomas: hay que leerla en los hechos. Así sucede en la vida, donde las malas acciones son castigadas por sus propias consecuencias.

En resolución, los naturalistas no son revolucionarios utópicos, ni impíos por sistema, ni hacen la apoteosis del vicio, ni caldean las cabezas y corrompen los corazones y enervan las voluntades pintando un mundo imaginario y disgustando del verdadero. Son imputables en particular al naturalismo -no huelga repetirlo- las tendencias deterministas, con defectos de gusto y cierta falta de selección artística, grave delito el primero, leve el segundo, por haber incurrido en él los más ilustres de nuestros dramaturgos y novelistas. Lo que importa no son las verrugas de la superficie, sino el fondo.




ArribaAbajo- XVII -

En Inglaterra


Hay gentes que, preciándose de gusto delicado, y repugnando la crudeza de los naturalistas franceses, ponderan la novela inglesa y encomian cierta manera de naturalismo mitigado que le es peculiar. Ya corre con fueros de opinión aristocrática y elegante la de la supremacía de la novela inglesa, así en el terreno moral como en el literario.

Por lo que hace a la moralidad, el lector no ignora cuán infundados y erróneos son a veces los juicios generales: podrá, pues, explicarse fácilmente cómo en nuestra tierra católica y latina está en olor de santidad una literatura hija legítima del protestantismo y adecuada a las costumbres meticulosas, mojigatas, reservadas y egoístas que en la antigua Isla de los Santos aclimató el triste puritanismo unido al instinto mercantil de raza. Y no es que Inglaterra no tenga sanas tradiciones realistas e ilustre abolengo literario. Chaucer, padre de su poesía, era ya un realista, y sus Cuentos de Cantorbery, cuadros tomados del natural; el astro mayor del firmamento británico, el egregio Shakespeare, llevó el realismo hasta donde no osará seguirle acaso ni Zola. Mas si florecieron tempranamente en la Gran Bretaña la poesía y el teatro, la novela nació tarde, cuando ya el país pertenecía irrevocablemente a la Reforma.

¡La Reforma! Donde quiera que prevaleció su espíritu, fue elemento de inferioridad literaria; y bien sabe Dios que no lo digo por encomiar el Catolicismo, cuya excelencia no pende de estas cuestiones estéticas, sino por dar a entender que la novela inglesa se resiente de su origen. De cuantos géneros se cultivaron en Inglaterra desde Enrique VIII acá, la novela es donde más se infiltró el protestantismo: por eso los ingleses no produjeron un Quijote, es decir, una epopeya de la vida real que pueda ser comprendida por la humanidad entera.

Desde su misma cuna dominan en la novela inglesa tendencias utilitarias que la atan, digámoslo así, al suelo, y la impiden volar por los espacios sublimes que cruzó la libre y rauda fantasía de Shakespeare y Cervantes. Con tanto como ponderan a Foe dándole el pomposo dictado de Homero del individualismo, Robinsón no pasa de ser una obra incomparable... para los niños de dos a tres lustros. Swift, el misántropo coetáneo del autor de Robinsón, es de más honda lectura, pero no le va en zaga respecto a intenciones docentes, que al fin y al cabo la sátira representa una dirección radical del docentismo. El Vicario de Wakefield, de Goldsmith, a trechos suave idilio, grata pintura doméstica, encierra un ideal propiamente inglés, patriarcalista: y mientras el ejemplo de las hijas del Vicario enseña a huir de la vanidad, Clarisa y Pamela condenan irrevocablemente la pasión, y abren la serie de las novelas austeras, donde el corazón rebelde es siempre vencido. En cuanto a Walter Scott, no ha tenido descendencia legítima. Walter Scott es un fenómeno aislado en la literatura inglesa, o, para hablar con más exactitud, un hijo de otra nacionalidad diferente, la escocesa, que tiene de soñadora, idealista y poética lo que la inglesa de práctica y utilitaria. No procede Walter Scott de Shakespeare, no por cierto; mas tampoco discurre por sus venas la pacífica y prosaica sangre de Foe. Es el bardo que vive en un pasado teñido de luz y color, semejante a ocaso espléndido; que reanima la historia y la leyenda, demandando tan sólo a la realidad aquel barniz brillante nombrado por los románticos color local; en suma, es el último cantor de las hermosas edades caballerescas, the last minstrel.

Cuando Walter Scott evocaba desde la residencia señorial de Abbotsford las tradiciones de su romancesca patria, empezaba ya a congregarse en el campo de la novela inglesa la hueste de novelistas-hembras que tanto influyó e influye en el carácter de aquel género literario, prestándole especial sabor pedagógico y ético: comenzaban las mujeres a conquistar el territorio que hoy señorean, y se leían con afán los Cuentos Morales de miss Edgeworth, y sonaban los nombres de miss Mary Russell Milford, miss Austen, mistress Opie, lady Morgan, mistress Shelly. El elemento femenino, una vez dueño de la novela, ya no soltó la presa. Hoy se cuentan por docenas las authoress que hacen gemir anualmente las prensas de Londres con frutos de su ingenio, y desde que faltaron Dickens, Thackeray y Lytton Bulwer, el primer novelista inglés fue una mujer, Jorge Elliot.

A consecuencia de este predominio de la mujer, la novela inglesa propende a enseñar y predicar, más bien que a realizar la belleza. Apenas la hija del clergyman ase la péñola, se encuentra a la altura de su padre, y, ¡oh inefable placer!, ya puede ir y doctrinar a las gentes; no sólo posee una cátedra y un púlpito, sino que dispone de medios materiales para la propaganda de la fe. Escribe Carlota Yonge el Heredero de Redcliffe véndese bien la edición, y con el producto compra la autora un navío y se lo regala a un obispo misionero. Así es que en las modernas novelistas inglesas llegó a extinguirse casi del todo aquel noble orgullo literario que aspira a la gloria ganada por medio de la concentración del talento y del esfuerzo constante hacia la perfección suma -amor propio de artista, que tan varonilmente manifestó Jorge Sand-; y lejos de aspirar a producir obras hermosas y duraderas, se lanzan al espumoso torrente de la producción rápida, porfiando no a quién lo hará mejor, sino a quién lo despachará más pronto. La extensión obligada de las novelas inglesas son tres gruesos tomos; y las novelists que están de moda, como Frances Trollope no se conforman con menos de una novela por trimestre, o sean doce tomos al año. ¡Qué estilo, qué invención, qué caracteres habrá que no inunde y devaste tan caudaloso río de tinta!

Y es que para la nación inglesa la novela ha llegado a ser artículo de primera necesidad y consumo ordinario, como el beefsteack que repara sus fuerzas, como el carbón cuyo calórico templa sus días glaciales y alegra sus largas noches. Hay para la novela concurrencia diaria y segura, lo mismo que aquí para los cafés. Y la novela se hace eco de las aspiraciones del lector, y cumple su oficio político, religioso y moral; se inspira en las exigencias del público, y ya es filosófica como las de Carlos Reade; ya republicana, igualitaria y socialista como en Joshua Davidson; ya teológica como en Carlota Yonge; ya política como en Disraeli; ya fantasmagórica del género de Ana Radcliffe, que todavía entretiene y gusta; ya histórica, al estilo de Walter Scott, que aún cuenta discípulos. Los geógrafos y autores de paisajes y marinas, que siguen las huellas de Fenimore Cooper -el capitán Mayne Reyd el capitán Marryat y otros capitanes- gozan asimismo del favor de aquel pueblo viajero, colonizador y turista; y los norte-americanos Bret Hart y Mark Twain cortan las nieblas de la atmósfera inglesa con unas chispas de humorismo, esa penosa y dolorida jovialidad del Norte. Lisonjeadas así sus inclinaciones, atendido en sus gustos menos literarios que prácticos, el pueblo inglés a su vez consagra a los novelistas un cariño personal de que aquí no conocemos ejemplo: díganlo los innumerables peregrinos que todos los años acuden en romería al presbiterio de Haworth, donde nació y pasó los primeros años de su vida la novelista simpática que ilustró el pseudónimo de Currer Bell. No es el lauro literario, es un afecto más íntimo el que rodea de una aureola el nombre de los novelistas favoritos y caros a la nación británica; porque la novela no se considera allí pasatiempo ni mero deleite estético, sino una institución, el quinto poder del Estado, y porque, según dijo en público el novelista Trollope las novelas son los sermones de la época actual. Su influencia se extiende no sólo a las costumbres, sino a las leyes, influyendo en las deliberaciones de las Cámaras, en las continuas reformas que experimenta el Código de una nación tan eminentemente conservadora. ¡Qué diversidad de tierra!, diremos con el protagonista de Verry well. No sino váyanle a proponer a este revuelto y declamatorio Congreso español una modificación legal sugerida, v. gr., por la lectura de la Desheredada o de Don Gonzalo González de la Gonzalera... ¡y ya verán con qué homérica risa acogen la propuesta nuestros graves padres de la patria!

En Inglaterra, reconocido ya el dinamismo social de la novela, todas las clases se jactan de poseer novelistas, y los hay ministros, marinos, diplomáticos y magistrados. Magistrados, sí; ¡y qué se diría acá en las Audiencias, Dios de Israel, si un presidente de sala publicase una novelita! Para dar a entender el influjo y acción de la novela en la raza sajona, baste citar una, La Choza de Tom, cuyos efectos anti-esclavistas no ignora nadie.

Pero ¿y el naturalismo inglés? Vamos al caso del naturalismo. Repito que las tradiciones de la literatura inglesa son realistas, y añado que realistas fueron Dickens y Thackeray, quizá los nombres más ilustres que honran a la novela británica. Carlos Dickens no temió, en la entonada nación inglesa, descender al estudio de las últimas capas sociales, ladrones, asesinos y mendigos; Thackeray, con más inclinación a la sátira, también estudió en el mundo que le rodeaba sus tipos característicos, de caricaturesco perfil. Y por lo que hace a Jorge Elliot, en cuyas obras resuena hoy la nota más aguda del naturalismo inglés, su programa es realista a la manera de Champfleury, proponiéndose por objeto de sus observaciones, no a las brillantes y excepcionales criaturas tan predilectas de los románticos, sino a la generalidad de los individuos, a los personajes comunes y corrientes, a la clase media, digámoslo así, de la humanidad. Pues con todo eso, hay en los novelistas ingleses, por muy realistas que sean, propósito moral y docente, empeño de corregir y convertir, afán de salvar al lector -según dice con gracia un reciente historiador de la literatura británica-, no del aburrimiento, sino del infierno, y esto se transparenta lo mismo en la pietista Yonge, que en la librepensadora y filósofa autora de Adán Bede y les roba aquella serena objetividad necesaria para hacer una obra maestra de observación impersonal, según el método realista, y detiene su escalpelo antes de que llegue a lo íntimo de los tejidos y a los últimos pliegues del alma.

Parte de esta culpa debe imputarse al público, factor importantísimo de toda obra literaria. Según queda dicho, el público inglés pide incesantemente novelas, y no de las que saborea a solas en su gabinete el lector sibarita que gusta de admirar primores, contar filigranas y penetrar en abismos psicológicos, sino de las que se leen en familia y pueden escuchar todos los individuos de ella, inclusa la rubia girl y el imberbe scholar. A los autores que satisfacen esta necesidad, el público inglés les paga espléndidamente: la primera edición de una novela se vende a razón de unos tres duros el volumen, y la edición se agota pronto; de suerte que la multitud de honradas misses hijas de clergymen, en vez de ponerse a institutrices, se ponen a novelistas, y de su prolífica pluma brotan tomos de incoloro estilo, de incidentes enredados como los cabos de una madeja. De aquí la creciente inferioridad, el descenso del género.

Perdóneme la dilatada y fecunda familia de noveladores de allende el Estrecho si cometo injusticia al hablar de su general decadencia. Podre preciarme de conocer algunas obras suyas; pero ¿quién se alabará de haberlas leído todas? Mi juicio es el que emiten los críticos que consideran principalmente el aspecto literario, y en segundo lugar, como es justo, el moral, y ven que la fabricación precipitada y la sujeción al gusto del público redunda en perjuicio de las cualidades de frescura, inspiración y energía de pensamiento. Si sobre ese océano de cabezas vulgares descuella la noble frente de Jorge Elliot, o se destaca la graciosa fisonomía de Ouida lo cierto es que la mayoría de los novelistas ingleses se ha empeñado -expresémoslo con una metáfora- en llenar tres jícaras con una onza de chocolate.

Por añadidura trae la novela inglesa -aun cuando es superior- tan fuertemente impresa la marca de otra religión, de otro clima, de otra sociedad, que a nosotros, los latinos, forzosamente nos parece exótica. ¿Cómo nos ha de gustar, v. gr., la predicadora metodista, heroína de Adán Bede? Ya sé que es de moda vestir con sastre inglés: mas la literatura, a Dios gracias, no depende enteramente de los caprichos de la moda. La malicia me sugiere una duda. Si la novela inglesa tiene hoy entre nosotros muchos admiradores oficiales, ¿tendrá otros tantos lectores?




ArribaAbajo- XVIII -

En España


Allá por Inglaterra y Francia la novela tiene un ayer; acá en España, sólo un anteayer, si es lícito expresarse así. Allá los noveladores actuales se llaman hijos de Thackeray, Scott y Dickens, Sand, Hugo y Balzac, mientras acá apenas sabemos de nuestros padres, recordando sólo a ciertos abuelos de sangre muy hidalga, del linaje de los Cervantes, Hurtados, Espineles y otros apellidos no menos claros. Es tanto como decir que no hubo en España más novela que la del siglo de oro y la hoy floreciente.

Sin embargo, la vida de la novela contemporánea española puede ya dividirse en dos épocas distintas: la del reinado de Isabel II, y la que empezó con la revolución de Septiembre. Suscitó la guerra de la Independencia grandes poetas líricos, pero hasta que el torrente romántico salvó el Pirene, no tuvimos novelistas. Walter Scott hizo su entrada triunfal en nuestras letras, y comenzó el reinado de la novela histórica. Muy curioso libro se podía escribir, por el estilo del Horacio en España, reseñando las peregrinaciones de la idea walterescotiana al través de los cerebros ibéricos. El espíritu del bardo escocés encarnó en seres tan diversos entre sí como Espronceda Martínez de la Rosa Gil, Escosura, Cánovas del Castillo, Vicetto, Villoslada, Fernández y González y otros cuyos nombres ahora no quieren venírseme a la memoria. También se nos coló en casa Jorge Sand, traída de la mano por su insigne compañera la Avellaneda, y no se quedó atrás Eugenio Sue, apadrinado por Pérez Escrich y Ayguáls de Izco. Entre los walterescotianos, gente toda de provecho, se contaba uno que, a no haber derrochado sus singulares facultades y empleado mal sus preciosas dotes, pudo llamarse, mejor que seide, rival del autor de Ivanhoe. El ingenio de Fernández y González semejaba árbol frondosísimo cuya madera servía para obras de talla y escultura; por desgracia la malgastó su dueño en mesas y bancos de lo más común. ¡Riquísima fantasía y variada paleta descriptiva y numerosa invención la de Fernández y González! Al principio fue el poeta del pasado, que remozaba los libros de caballerías y prestaba a la tradición heroico-nacional esa vida nueva que de vez en cuando le otorgan privilegiados genios como Zorrilla, Walter Scott y Tennyson. Cómo concluyó, nadie lo ignora: por entregas interminables, por tomos vendidos a ínfimo precio, por obras de baja ley, escritas pro pane lucrando. Dos o tres novelas de las primeras que dio a luz son las columnas en que se apoya su nombre para no caer en el olvido. Acaso poseyó la simpática y tierna autora de La Gaviota el talento más original e independiente de cuantos se señalaron en el renacimiento de nuestra novela. A pesar de todas sus digresiones y reflexiones y su idílico optimismo, adornan a Fernán Caballero un encanto especial, una gracia característica suya, y ostenta una imaginación alemana en los ensueños y española en el despejo y viveza. Mientras los novelistas de su época metían en tinta lienzos de asunto histórico, a lo Walter Scott, Fernán tomaba apuntes de las costumbres que veía, de la gente que alentaba a su alrededor, pintando asistentas, bandidos, gaviotas, curas, pastores, labriegos y toreros, y algunas veces en sus bosquejos andaluces brillaba el sol del Mediodía, el que Fortuny condensó en sus cuadros. Hay patio de Fernán que no parece sino que lo estamos viendo y que nos alegra los ojos con sus flores, y el oído con el rumor del agua, el cacareo de las gallinas y la inocente charla de los niños. Más real, más sincera y sencilla inspiración es la de Fernán que la de casi todas las novelas de pendón y caldera, capa y espada, o cimitarra y turbante, que se estilaban entonces.

Trueba no alcanza la talla de Fernán Caballero. Un país idólatra de sus propias tradiciones y recuerdos labró el pedestal en que se encumbra el pintor vascuence, cuya paleta no atesora sino medias tintas y colores claros, graciosos, pero sin vigor ni intensidad. El verde, el rosa y el azul celeste dominan, faltando casi del todo los negros, las tierras, los betunes, de que Fernán mismo hizo uso con medida. Algunas escenas rurales de Trueba agradan, como agrada contemplar el curso de un riachuelo poco profundo y de márgenes amenas.

Selgas no describió campesinos, ni pertenece a la escuela de los paisajistas: era un Alfonso Karr, un violinista caprichoso que ejecutaba primorosas variaciones sobre un tema cualquiera, bordándolo de arabescos delicados y airosos. Más bien que novelista, fue un humorista cáustico, ingenioso y risueño, como suelen ser los humoristas en los países donde el sol pica fuerte. Su estilo desigual se parecía a esos rostros de facciones irregulares que compensan la falta de corrección con la repentina luz de la sonrisa, o con el fuego de la mirada. Selgas brinda al lector mucha grata sorpresa, regalándole, cuando no se percata rasgos de observación, paradojales agudezas, frases felices, chispazos de ideas originales o al menos presentadas de un modo picante y nuevo. Otro atractivo de Selgas es haber comenzado a estudiar la vida moderna en las grandes ciudades, dejándose de guerreros, moros, odaliscas y castellanas.

Ahora bien: si queremos buscar el eslabón que enlaza con la actual esa época anterior de la novela española, donde figuran Fernán, la Avellaneda, la Coronado, Trueba, Selgas, Fernández y González y Miguel de los Santos Álvarez; esa época en que la novela humanitaria de Escrich convivía con la lírica y vertheriana de Pastor Díaz, y la cota de malla de Men Rodríguez y el brial de la Sigea se rozaban con el frac del héroe a quien sus malandanzas obligaron a emigrar de Villahermosa a la China; si queremos, repito, dar con la soldadura de los dos periodos, es fuerza escribir el nombre de Don Pedro Antonio de Alarcón.

Infiltrado de romanticismo hasta la médula de los huesos, El Final de Norma deleitó a nuestros padres, lo mismo que el precioso capricho de Goya llamado El Sombrero de Tres Picos nos deleita a nosotros; y he aquí cómo mi ilustre amigo Alarcón, sin llegar a viejo todavía, puede jactarse de haber cautivado a dos generaciones de gusto bien diferente. En efecto, los otros noveladores, los que ayer fueron regocijo de su edad, ya desaparecieron, arrastrados por la incontrastable corriente del tiempo, de nuestros actuales horizontes literarios, y los que no bajaron a la tumba muérense en vida, de la indiferencia del público inteligente, del desdeñoso silencio de la crítica, y en suma, del olvido, que es la peor muerte para un escritor; mientras Alarcón, resistiéndose como el que más a aceptar las nuevas tendencias, reina aún, es dueño de los corazones y de las imaginaciones, y sostiene con sus hábiles manos el ruinoso edificio de la novela idealista. No sé si habrá algún novelista contemporáneo que hechice al público como el autor de El Escándalo, no se si existirá alguno tan leído y predilecto de todos, sin distinción de sexos ni edades; pero sé que harta gente me pide prestada «una novela de Alarcón» con preferencia a las de otros autores. Y no es el público de Alarcón aquel que devora con bestial apetito entregas y tomos de Manini es el que Spencer llamaría la medianía ilustrada; se compone de personas que demandan a la novela entretenimiento o, como se decía antaño, honesto solaz, y abundan en él las damas. ¿Agradará Alarcón por conservar aun cierto perfume romántico? Pienso que no: a los españoles les dan mucho que hacer los partidos políticos y poco que pensar las escuelas literarias. Lo que atrae a Alarcón es el ingenio amable, «la buena sombra», la galantería morisca que respiran sus retratos de mujer, tocados con pincel voluptuoso y brillante; el estilo suelto, fácil y animado, el interés de las narraciones, y en suma, una multitud de cualidades ajenas al romanticismo y que no le deben nada a nadie, salvo a Dios que se las privilegió con larga mano. Si en los tipos de la Pródiga, el Niño de la Bola, de Fabián Conde y de otros héroes y heroínas de Alarcón se descubre la filiación romántica, en cambio el ya citado Sombrero de tres picos ostenta un colorido español neto, una frescura tal, que le hacen en su género modelo acabado. Y es que el ingenio de Alarcón gana con reducirse a cuadros chicos: su cincel trabaja mejor que exquisitos camafeos, ágatas preciosas, que mármoles de gran tamaño. Descuella en el cuento y la novela corta, variedad literaria poco cultivada en nuestra tierra, y que Alarcón maneja con singular maestría. Por todas estas peregrinas dotes, es Alarcón poderoso mantenedor de la antigua divisa novelesca y temible adversario de la nueva; mas los del campo enemigo, pedimos a Dios que desista de colgar la pluma. ¿Dictará su resolución la coquetería de retirarse cuando más le ama el público, dejando de sí radiante memoria? ¿Será por cansancio? Lo cierto es que se halla en la plenitud de sus facultades, y que jamás su fantasía pareció tan lozana como estos años últimos.

Con la retirada de Alarcón, pierde el idealismo el adalid más fuerte; Valera, aunque idealista, es un novelista aparte, que no formará escuela, porque es recio de imitar, según se entiende, a poco que reflexionemos en las condiciones que reúne. La más alta valla que separa de Valera a la profana turba de imitadores, es su elegante y pura dicción, tomada, mejor que del espontáneo Cervantes, de los místicos, escritores castizos por excelencia. No sólo bebió en ellos Valera la limpieza un tanto arcaica de su estilo, sino el esmero y perspicacia con que escrutan y sondean los arcanos misteriosos del alma para explicarlos en frases de oro y párrafos de labrado marfil. Así es que, cuando se tradujeron al francés las novelas de Valera, bajo el título de Narraciones andaluzas, fue forzoso suprimir mucho de ellas, porque, según la Révue littéraire, contenían trop de théologie. Pensaban nuestros vecinos que las hijas de Dom Valera eran unas gitanas alegres, armadas de castañuelas, dispuestas a bailar seguidillas y jaleo, y se encontraron con unas monjas contemporáneas de Santa Teresa y Fray Luis de Granada, que apenas dejaban asomar por entre los pliegues de la toca su bello rostro helénico, donde lucía una volteriana sonrisilla! Con efecto, Valera enamora a los sibaritas de las letras, fundiendo la nata y flor de tres ideales de belleza literaria: el pagano, el de nuestro siglo de oro, y el de la más refinada cultura moderna; a todo lo cual hay que agregar una vena andaluza, dicharachera y jocosa. Como además Valera es muy sagaz, muy psicólogo, muy dueño de sí, parece que los hados le reservaban en la novela española el lugar de Stendhal en la francesa -un Stendhal perfeccionado, impecable en la forma cuanto fue pecador el verdadero-; pero a Valera le alejan del realismo varias cosas, y sobre todo su condición atildada y aristocrática, que le mueva quizá a considerar el naturalismo como algo tabernario y grosero, y la observación de lo real como trabajo indigno de una mente prendada de la hermosura clásica y suprema. Así es que el mayor título de gloria de Valera será la forma, esa forma aún más admirable aislada, que relacionada con los asuntos de algunas de sus obras.

No cabe duda que Pepita Jiménez, Doña Luz y otras heroínas de Valera hablan muy bien, y con muy concertadas y discretas razones; mas tampoco puede negarse que, por desgracia, hoy nadie habla así, a estilo de personaje de Cervantes. Y cuenta que si nombro a Cervantes para encarecer la perfección con que disertan los héroes de Valera, no omitiré advertir que el genio realista de Cervantes le impulsó a hacer que Sancho, por ejemplo, hablase muy mal, y cometiese faltas, y que Don Quijote le enmendase los voquibles. En Valera no hay Sanchos; todos son Valeras, y esto hace que se le estudie más bien como a un clásico que como a un novelista moderno; lo cual para unos será elogio, y para otros censura, y allá se las hayan, que yo por mi parte leo a Valera hasta con nimia delectación. Y si es cierta una teoría literaria que hallé no sé en qué famoso crítico francés, y establece que los novelistas copian la sociedad, pero ésta a su vez imita y refleja a los novelistas, aun pudiera ocurrir que nos entrase a todos tentación de hablar como los héroes de Valera, y redundaría en pro del idioma. Dejemos a un lado hipótesis, y pasemos a nombrar los novelistas que representan en España el realismo.




ArribaAbajo- XIX -

En España


Para decir dónde empieza el realismo español contemporáneo, hay que remontarse a algunos pasajes de las novelas de Fernán Caballero, y sobre todo a los autores de las Escenas matritenses y Ayer, hoy y mañana, sin olvidar a Fígaro en sus artículos de costumbres. A pesar de lo mucho que se diferencian el razonable y discreto Mesonero Romanos y el benévolo Flórez del alado, cáustico y nervioso Larra, sus estudios socialescoinciden en cierto templado realismo, salpimentado de sátira. Cuando tanta novela de aquella época pasó para no volver, los escritos ligeros de Fígaro y del Curioso Parlante se conservan en toda su frescura, porque los embalsama la mirra preciosa de la verdad. Acrecienta su interés el ser espejo de las añejas costumbres nacionales que desaparecían y las nuevas que venían a reemplazarlas; en suma, de una completa transformación social.

Pereda es descendiente en línea recta de aquellos donosos, perspicaces y amables costumbristas. Adhirióse francamente a su escuela, pero trasladándola de las ciudades al campo, al corazón de las montañas de Santander. Bizarro adalid tiene en Pereda el realismo hispano: al leer algunas páginas del insigne autor de las Escenas Montañesas, parece que vemos resucitar a Teniers o a Tirso de Molina. Puédese comparar el talento de Pereda a un huerto hermoso, bien regado, bien cultivado, oreado por aromáticas y salubres auras campestres, pero de limitados horizontes: me daré prisa a explicar esto de los horizontes, no sea que alguien lo entienda de un modo ofensivo para el simpático escritor. No sé si con deliberado propósito o porque a ello le obliga el residir donde reside, Pereda se concreta a describir y narrar tipos y costumbres santanderinas, encerrándose así en breve círculo de asuntos y personajes. Descuella como pintor de un país determinado, como poeta bucólico de una campiña siempre igual, y jamás intentó estudiar a fondo los medios civilizados, la vida moderna en las grandes capitales, vida que le es antipática y de la cual abomina; por eso califiqué de limitado el horizonte de Pereda, y por eso cumple declarar que si desde el huerto de Pereda no se descubre extenso panorama, en cambio el sitio es de lo más ameno, fértil y deleitable que se conoce.

Pereda, a Dios gracias, no cae en el optimismo, a veces empalagoso, de Trueba y Fernán: al contrario, sus paletos, por otra parte divertidísimos, se muestran ignorantes, maliciosos y zafios, como los paletos de veras, y no obstante, los tales rústicos son hijos predilectos del autor, a quien visiblemente enamora la sana, apacible y regeneradora vida rural, tanto como le repugnan los centros obreros e industriales y su desconsolada miseria. Pereda traza con amor los perfiles de jándalos, labriegos y mayorazguetes de aldea, gente sencilla, apegada a lo que de antiguo conoce, rutinaria y sin muchos repliegues psíquicos. Si algún día concluyen por agotársele los temas de la tierruca -peligro no inminente para un ingenio como el de Pereda-, por fuerza habrá de salir de sus favoritos cuadros regionales y buscar nuevos rumbos. No falta, entre los numerosos y apasionados admiradores de Pereda, quien desea ardientemente que varíe la tocata: yo ignoro si el hacerlo sería ventajoso para el gran escritor; siempre reina cierta misteriosa armonía entre el estilo y facultades de un autor y los asuntos que elige; esta concordia procede de causas íntimas; además el realismo perdería mucho si Pereda saliese de la montaña. Pereda observa con gran lucidez cuando la realidad que tiene delante no subleva su alma, antes le divierte con el espectáculo de ridiculeces y manías profundamente cómicas; pero acaso rompiese el pincel por no copiar las llagas más hediondas y la corrupción más refinada de otros sitios y otras gentes.

Para el realismo, poseer a Pereda es poseer un tesoro, no sólo por lo que vale, sino por las ideas religiosas y políticas que profesa. Pereda es argumento vivo y palpable demostración de que el realismo no fue introducido en España como mercancía francesa de contrabando, sino que los que aman juntamente la tradición literaria y las demás tradiciones, lo resucitan. Cosa que no cogerá de nuevo a los inteligentes, pero sí a la turba innumerable que cuenta la era realista desde el advenimiento de Zola.

Si Pereda tiene el realismo en la masa de la sangre, no así Galdós. Por cierto fondo humano y cierta sencillez magistral de sus creaciones, por la natural tendencia de su claro entendimiento hacia la verdad, y por la franqueza de su observación, el egregio novelista se halló siempre dispuesto a pasarse al naturalismo con armas y bagajes; pero sus inclinaciones estéticas eran idealistas, y sólo en sus últimas obras ha adoptado el método de la novela moderna y ahondado más y más en el corazón humano, y roto de una vez con lo pintoresco y con los personajes representativos para abrazarse a la tierra que pisamos. Aunque no gusto de citarme a mí misma, he de recordar aquí lo que dije de Galdós, hará sobre tres años, en un estudio no muy breve que consagré a sus obras en la Revista Europea. Desde aquella fecha, mis opiniones literarias se han modificado bastante, y mi criterio estético se formó como se forma el de todo el mundo, por medio de la lectura y de la reflexión; desde entonces me propuse conocer la novela moderna, y no sólo llegó a parecerme el género más comprensivo e importante en la actualidad, y más propio de nuestro siglo, que reemplaza y llena el hueco producido por la muerte de la epopeya, sino el género en que, por altísima prerrogativa, los fueros de la verdad se imponen, la observación desinteresada reina, y la historia positiva de nuestra época ha de quedar escrita con caracteres de oro. No obstante, entonces como hoy Galdós era para mí novelista de primer orden, sol del firmamento literario, porque en él se reúnen las dotes de equilibrio y armonía, abundancia y vigor; porque su estilo, si no cabe en la estrecha y cincelada ánfora de Valera, fluye a oleadas de una urna preciosa; porque posee felicísima inventiva y ese don de la fecundidad, don funesto para los malos escritores y aun para los medianos que propenden a dormitar, prenda de valor inestimable para los grandes artistas. Con una sola novela o con un fragmento de oda, puede ganarse la inmortalidad, es cierto; pero hay algo que cautiva y suspende en la manifestación de la energía creadora de esos escritores y poetas que son ellos solos un mundo, y que dejan en pos de sí larga posteridad de héroes y heroínas; los Shakespeare, los Balzac, los Walter Scott, los Galdós.

Mas lo que desaprobaba entonces en el Galdós de los Episodios, lo que me parecía el lado flaco de su extraordinario talento, era la tendencia docente -en un sentido amplio e histórico, es cierto, pero docente al cabo-, el alegato sistemático contra la España antigua, las paletadas de tierra arrojadas sobre lo que fue; y esta tendencia, que cada vez se iba acentuando más en la magnífica epopeya de los Episodios, hasta declararse explícitamente en la segunda serie, hizo explosión, digámoslo así, en Doña Perfecta, en Gloria, en la Familia de León Roch, novelas trascendentalísimas, de tesis, y hasta simbólicas. Por fortuna, o más bien por el tino que guía al genio, Galdós retrocedió para huir de ese callejón sin salida, y en El Amigo Manso y en La Desheredada comprendió que la novela hoy, más que enseñar o condenar estos o aquellos ideales políticos, ha de tomar nota de la verdad ambiente y realizar con libertad y desembarazo la hermosura. ¡Bien haya el ilustre escritor, bien haya por haber sacudido el yugo de ideas preconcebidas! Sus desposorios con el realismo le preservarán de la tentación de hacerse en sus novelas paladín del libre pensamiento y del sistema constitucional, cosas que yo aquí no juzgo, pero que en los admirables libros de Galdós no hacen falta como espíritu informante.

Contando, pues, en la falange realista a Galdós y Pereda, como en la idealista hemos visto descollar las figuras de Valera y Alarcón, podemos decir que en España está entablada la lucha -lo mismo que en Francia- entre las dos escuelas. Es verdad que aquí la batalla se da callandito y sin gran ardor bélico; es verdad que aquí no se toma la cuestión -¡qué se ha de tomar! -con el calor que en Francia; puede consistir en varias cosas: en que aquí los idealistas no se van tan por los cerros de Úbeda como allá, ni los realistas recargan tanto el cuadro, o sea que ninguna de las dos escuelas exagera por distinguirse de la otra; o acaso en que el público es indiferente a la literatura, sobre todo a la impresa; la representada le produce más efecto.

El escritor es un factor de la producción literaria, mas no olvidemos que el otro es el público; al escritor toca escribir, y al público animarle y comprar y poner en las nubes, si lo merece, lo escrito; pues bien, en España casi no se puede contar con el público; la amante del público español no es la literatura, es la política, y sólo cuando esta querida imperiosa le deja unos minutos libres, se le ocurre decir a las letras algún requiebro e ir a buscarlas al rincón donde se empeñan en no morirse de tedio. No afirmo yo que las novelas carezcan en absoluto de lectores, si bien la novela, en nuestra tierra de garbanzos, dista mucho de ser, como en Inglaterra, una necesidad social; pero aquí, que no somos ni comunistas ni tacaños, guardamos el comunismo y la tacañería para las novelas, y todo el mundo se asusta de que una novela cueste tres pesetas y hasta dos, como la primera edición de los Episodios. Dos pesetas se gastan pronto en el café, en una butaca para el teatro, en cohetes, en naranjas, ¡pero en una novela! Todo español se tienta el bolsillo. Novela tengo yo de Alarcón, Valera o Galdós, que ya he prestado a una docena de personas acomodadas, y a cada una que me la pide le aconsejaría, por su bien, que la comprase, a no recelar que atribuyese el consejo a mala voluntad de no prestarla. En fin, ¿qué más? ¡hubo quien me pidió prestadas mis propias novelas! Y sin embargo, no sé si llegaría a cincuenta duros lo que costase formar una biblioteca completa de novelistas españoles contemporáneos.

¿Qué puede esperar aquí el novelista? Fijemos el plazo de medio año para planear, madurar, escribir y limar una novela, esmerada en la forma y meditada en el fondo: ¿cuál es el producto? Valera declara que su Pepita Jiménez -su perla- le habrá valido unos ocho mil reales. ¡De suerte que no asciende a mil duros al año lo que el ingenio novelesco de Valera puede reportar! Casi comprendo que prefiera la embajada.

Y es de advertir que si el novelista español no saca provecho materialmente hablando, tampoco gana mucha honra, ni esas ovaciones embriagadoras que elevan veinte palmos del suelo a los autores dramáticos. Para éstos son todas las ventajas, las pecuniarias y las literarias, amén de verse libres y exentos de la innoble competencia que la novela por entregas y las malas traducciones del francés hacen a los noveladores que se precian de respetar el idioma y el sentido común.

Y no me diga nadie que la cuestión de dinero es baladí, y que basta con la prez de haber escrito algo bueno, aunque nadie manifieste estimarlo. Si el sacerdote vive del altar, ¿por qué no ha de vivir el novelista de la novela? Y puesto caso que no necesite para vivir lo que la novela produzca, ¿no ha de apreciar el dinero, única señal evidente de que no le falta público? Con este sistema de empréstito que se estila en España, una novela puede tener treinta mil lectores y sólo mil ejemplares de edición.

Entre las causas que hacen improductiva la novela en España, no debería contarse la escasez de lectores, pues nosotros tenemos un público inmenso, si atendemos a las repúblicas de Sud América que hablan nuestro idioma. Pero gracias a la indiferencia con que se mira cuanto a las letras atañe, los libreros e impresores de por allá pueden saquear a los escritores hispanos muy a su sabor, y ese público ultramarino resulta estéril para la prosperidad de la literatura ibera.

Así es que, bien considerado, todavía es admirable que gocemos de tantos buenos novelistas en España, y de tanta excelente novela, y que en ese género, que Gil y Zárate y Coll y Vehi ponen a la cola y hoy marcha a la cabeza de los demás, nos hallemos a la altura de las primeras naciones europeas. No contamos por docenas los grandes novelistas vivos, pero tampoco los cuenta Francia, ni menos, que yo sepa, Inglaterra, Alemania e Italia. Comparadas obras con obras, no cede nuestra patria el paso. Además de Pereda, Galdós, Alarcón y Valera, de quienes más especialmente traté, hay la cohorte donde figuran Navarrete, Ortega Munilla, Castro y Serrano, Coello, Teresa Arróniz, Villoslada, Palacio Valdés, Amós Escalante, Oller, unos representando los antiguos métodos, otros los nuevos, pero todos enriqueciendo la novela patria.

¡Quiera Dios que el homenaje públicamente tributado a Pérez Galdós estos días sea indicio cierto de que el público empieza a recompensar los esfuerzos de la falange sagrada! ¡Quiera Dios que el entusiasmo no se disipe como la espuma del Champagne con que brindaron!




ArribaAbajo- XX -

...y último


Hemos llegado al fin de la jornada, no porque se agotase la materia, sino porque se cumplió mi propósito de reseñar la historia del naturalismo, sobre todo en la novela, campo donde con más lozanía crece esa planta tenida por ponzoñosa. Tela queda cortada, no obstante, para el que venga atrás: aparte del interesantísimo estudio que podrán hacer sobre la novela italiana, alemana, portuguesa, rusa -en todas ellas ha penetrado, con más o menos pujanza, el espíritu del realismo-, le dejo intacto y virgen el casi pavoroso problema de la renovación del arte dramático y la poesía lírica por medio del método naturalista. Yo bien diría mi parecer acerca de todo eso que paso por alto; sólo que si de la novela italiana, rusa y alemana conozco lo más culminante -las obras de Farina, Turgueneff, Evers, Freytag, Sacher Masoch-, apenas me formo clara idea del conjunto, y sentiría proceder con esas literaturas del modo que suelen los críticos franceses con la nuestra, hablando a tun tun y sin conocimiento de causa; y por lo que hace al naturalismo en las tablas, se me ocurren tantas cosas, y algunas tan peregrinas y desusadas por acá, que me sería forzoso escribir otro libro si había de exponerlas debidamente. Quédese para pluma más experta en achaque de literatura dramática.

Tocante al naturalismo en general, ya queda establecido que, descartada la perniciosa herejía de negar la libertad humana, no puede imputársele otro género de delito: verdad que éste es grave, como que anula toda responsabilidad, y por consiguiente, toda moral; pero semejante error no será inherente al realismo mientras la ciencia positiva no establezca que los que nos tenemos por racionales somos bestias horribles e inmundas como los yahús de Swift, y vivimos esclavos del ciego instinto y regidos por las sugestiones de la materia. Antes al contrario, de todos los territorios que puede explorar el novelista realista y reflexivo, el más rico, el más variado e interesante es sin duda el psicológico, y la influencia innegable del cuerpo en el alma y viceversa, le brinda magnífico tesoro de observaciones y experimentos.

Sin detenerme en el punto anterior, ya suficientemente tratado, no quiero omitir que si abundan los acusadores rutinarios del naturalismo, en cambio no falta quien asegure que no existe, o que bien mirado es idéntico al idealismo, como dicen algunos historiadores de la filosofía que son, en el fondo, Platón y Aristóteles. Y hay autores, por más señas realistas hasta los tuétanos, que repugnan ser clasificados con el nombre de tales, y protestan que al escribir sólo obedecen a su complexión literaria, sin ceñirse a los preceptos de escuela alguna: así el insigne Pereda, en el prólogo de De tal palo, tal astilla. ¿A quién no agrada blasonar de independiente, y quién no se cree exento del influjo, no sólo de otros autores, sino hasta del ambiente intelectual que respira? No obstante, ni al mayor ingenio es lícito jactarse de tal exención; todo el mundo, sépalo o no, quiéralo o no, pertenece a una escuela a la cual la posteridad le afilia no respetando sus protestaciones y atendiendo a sus actos. La posteridad, o dígase los sabios, eruditos y críticos futuros, procediendo con orden y lógica, pondrán a cada escritor donde deba hallarse, y dividirán y clasificarán y considerarán a los más claros genios como representantes de una época literaria; así se hará mañana, porque así se hizo siempre. ¡Ay del autor a quien no reclame para sí escuela alguna! Los más excelsos artistas están clasificados: sabemos qué fueron -según rasgos generales, y por modo eminente- Homero y Esquilo, Dante y Shakespeare. ¿Pierde algo Fr. Luis de León porque se le llame poeta neo-clásico y horaciano? ¿Vale menos Espronceda por byroniano y romántico? ¿Es mengua de Velázquez ser pintor realista?

Una ventaja tenemos hoy, y es que la preceptiva y la estética no se construyen a priori, y las clasificaciones ya no son artificiosas y reglamentarias, ni se consideran inmutables, ni se sujetan a ellas los ingenios venideros, antes ellas son las que se modifican cuando hace falta. Se ha invertido el papel de la crítica, o mejor dicho, se le ha señalado su verdadero puesto de ciencia de observación, suprimiendo sus enfadosos dogmatismos y su impertinente formulario. En el día, la crítica se concierta a los grandes escritores, pasados y presentes, y los define, no como debieron ser en opinión del preceptista, sino como ellos se manifestaron, y el árbol es conocido por sus frutos. Así el artista independiente, que repugna las clasificaciones arbitrarias, no tiene por qué sublevarse contra la crítica nueva, cuyo oficio no es corregir y distribuir palmetazos, sino estudiar y tratar de comprender y explicar lo que existe.

Hoy más que nunca se proclama que, dentro de cualquier dirección artística, conviene al individuo conservar como oro en paño su carácter propio y afirmarlo y desenvolverlo lo más constante y enérgicamente que sepa, y que de esa afirmación y conservación y desarrollo pende, en última instancia, el sabor y colorido de sus obras. Ya es casi una perogrullada decir que cada cuál debe abundar en su propio sentido, y de hecho, si inventariamos a un autor según sus rasgos generales, lo distinguimos después por los particulares, al modo que suelen las hermosuras dividirse en tipos morenos, rubios y castaños, y cada uno de ellos posee sus peculiares gracias y fisonomía.

Zola siente acertadamente que el naturalismo más se ha de considerar método que escuela; método de observación y experimentación, que cada cual emplea como puede; instrumento que todos manejan en diferente guisa. Tengo para mí que en esto hemos adelantado, y que se parecían más entre sí dos líricos, o dos autores dramáticos antiguos, de lo que se parecen hoy, por ejemplo, dos novelistas. Pienso que antes eran las escuelas más tiránicas y menos abundante el juego de los registros que podía tocar un autor. Hasta en copiarse unos a otros se me figura que hacían menos escrúpulo los antiguos. No me concierne decir si los estudios que hoy termino ayudarán al conocimiento de las tendencias de las nuevas formas y a la demostración de que llevan la mejor parte en la lid y son dueñas y señoras del último tercio de nuestro siglo. Yo no desconozco la gallardía, la riqueza, la fecundidad de otras formas hoy expirantes, ni trato de probar que las que se nos van imponiendo sean límite fatal de la humana inteligencia, que, ávida de belleza, la buscará siempre consultando con ansiosa ojeada los más remotos puntos del horizonte. La belleza literaria, que es en cierto modo eterna, es en otro eminentemente mudable, y se renueva como se renueva la atmósfera, como se renueva la vida. No pronostico, pues, el perenne reinado, sino sólo el advenimiento del realismo; y añado que su noción fundamental es imperecedera, y que su método será tan fértil en resultados dentro de diez siglos como ahora.

Un fiel pintor de paisaje no pone en la paleta para copiar el sol y el firmamento de Andalucía las mismas tintas que empleó para celajes del Norte. En España, realismo y naturalismo han de tener muy distinto color que en Francia. Es el realismo tradición de nuestra literatura y arte en general; nuestros narradores se distinguieron por la frase gráfica y la observación franca y sincera; y desde los tiempos gloriosos de nuestra mayor prosperidad intelectual, Cervantes hizo al lector trabar conocimiento con jiferos y rameras, arrieros, galeotes y pícaros de la hampa, y lo condujo a la almadraba y a la casa non sancta de la Tía Fingida; que por entonces no se le daban a la literatura polvos de arroz, ni nadie la perfumaba con almizcle, ni era remilgada damisela atacada de vapores y desmayos, sino matrona robusta y bizarra, enamorada de la vida real y de la aventurera y heroica existencia del Renacimiento. Pues bien, hoy que los tiempos han cambiado, tanto se engañará quien piense que podemos repetir en todo aquella novela picaresca, como quien pretenda calcar servilmente la francesa contemporánea. Nuestro pueblo no es el de Bougival, ni el del arrabal de San Antonio, ni el que frecuenta el Assommoir; nuestras damas no se asemejan a Renata, la esposa de Rougon, ni nuestras comediantas a la Faustin; pero tampoco hoy viven los huéspedes de Monipodio, ni la heroína de La fuerza de la sangre, ni Preciosa, la gitanilla, ni... ¿a qué cansarnos? La España actual no es la del siglo XVI, ni menos es Francia, y las novelas contemporáneas españolas tienen que retratarla en su verdadera figura.

No estamos muy lucidos, en cierto respecto, los iberos; mas los pensadores de la nación vecina hablan de una cosa terrible que llaman finis Galliae y explica las sombrías tintas del naturalismo francés. Acá, los que estudiamos el pueblo, no ya en las aldeas, no en las comarcas montañosas, que gozan fama de morigeradas costumbres, sino en un centro obrero y fabril, notamos -sin pecar de optimistas- que, a Dios gracias, nuestras últimas capas sociales se diferencian bastante de las que pintan los Goncourt y Zola. Así el realismo, que es un instrumento de comprobación exacta, da en cada país la medida del estado moral, bien como el esfigmógrafo registra la pulsación normal de un sano y el tumultuoso latir del pulso de un febricitante.

Dije al principio de estos artículos que me concretaría a exponer el naturalismo con imparcialidad, y, en efecto, me esmeré en señalar los que tengo por errores y vicios suyos, lo mismo que los que me parecen aciertos singulares. Ha recompensado mis esfuerzos la atención que el público otorgó a esta serie -atención extraordinaria comparada con la que acostumbra a conceder a los trabajos de orden puramente crítico e histórico-. El interés con que se buscaron y leyeron mis artículos; las observaciones, felicitaciones y elogios ardentísimos que les prodigaron varones eminentes; las voces que ya en son de aprobación, ya de protesta, llegaron a mis oídos, probáronme, no la excelencia de mi trabajo (cuyos defectos no se me ocultan), sino su oportunidad, y si la frase no parece inmodesta, lo muy necesario que en la república de las letras era ya alguien que tratase despacio la cuestión, a la vez trillada y ardua, y, sobre todo, realmente palpitante, del naturalismo.

Lo que me resta desear es que venga en pos de mí otro que con más brío, más ciencia y autoridad que yo, esclarezca lo que dejé obscuro, y perfeccione lo que imperfecto salió de mis manos.