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La cuestión social

Concepción Arenal




ArribaAbajoAl señor D. Tomás Pérez González

Las CARTAS A UN OBRERO estaban olvidadas en la colección de LA VOZ DE LA CARIDAD; las CARTAS A UN SEÑOR, inéditas, y así continuarían, si V. no se empeñara en sacarlas a luz. Como yo sé el puro amor al bien que le impulsa a esta publicación, y como creo que si hubiese muchos SEÑORES como V. habría pocas cuestiones con los OBREROS, 1e dedico este libro, por un sentimiento de justicia, y como una prueba de amistad.

Concepción Arenal.

Gijón, 4 de Junio de 1880.




ArribaAbajoSra. Dª Concepción Arenal

Mi distinguida e ilustre amiga: contento y satisfecho me consideraba con la autorización que de usted había alcanzado para dar a la estampa este precioso libro, y grande era mi honor al poder asociar de este modo mi buen deseo a la publicación de una obra, cuya lectura juzgo hoy de gran conveniencia y oportunidad para todas las clases sociales.

Tenía vencidas las dificultades que siempre se presentan en estas empresas, dificultades mucho mayores para quien como yo ni es impresor ni nunca ha editado obra alguna; y cuando ya se estaban componiendo las primeras páginas, recibo su afectuosa carta de 4 del corriente, y con ella una de las más gratas satisfacciones de mi vida.

La amistad que me ha dispensado usted, ha sido siempre tan sincera, que sólo así se explica la inmerecida dedicatoria que me manda y los términos en que la expresa. Nada más que en ese sentido puedo y debo aceptarla.

Lo poco que he escrito y lo no mucho que be realizado para elevar el nivel de las clases obreras por medio del ahorro, del trabajo y de la asociación, y para inclinar el ánimo de las clases acomodadas a cooperar generosamente, como conveniencia y como deber, a esa obra de paz, de progreso y de armonía en el mundo social, todo, repito, si algo vale, es debido en primer término a los saludables consejos de usted y a sus elocuentes escritos.

Dudo que haya nadie que leyéndoles y meditando sobre sus profundos conceptos, deje de sentirse inclinado a imitar el ejemplo de usted y a practicar algo de lo mucho bueno que aconseja en favor de la humanidad.

Por eso me decidí, de la manera espontánea y desinteresada que usted sabe, a dar a luz la colección epistolar sobre La cuestión social, creyendo firmemente que su lectura producirá en estos momentos un saludable influjo en los ánimos serenos y desapasionados, y confiando en que el público verá con gusto esta obra, aplaudiendo las grandes verdades en que abunda, y la claridad, valentía, imparcialidad e independencia con que son expresadas.

Esa ha sido la única aspiración de usted al escribirla y la mía al darla a luz. Abrigo fundadas esperanzas de que la opinión general hará justicia y corresponderá a nuestros honrados propósitos.

Concluyo estos renglones reiterando a usted el testimonio de mi más profunda gratitud y de mi sincera amistad.

B. S. P.

Tomás Pérez González.

Ávila, 8 de Julio de 1880.




ArribaAbajoAdvertencia

Allá, por el año de 1871, cuando el pueblo, porque estaba armado, se creía fuerte; cuando fermentando en su seno pasiones y errores, tenía predisposición a abusar de la fuerza, y abusaba de ella alguna vez; cuando daba oídos a palabras engañosas que señalaban como remedio de sus males lo mismo que debía agravarlos; cuando, en fin, la cuestión social se trataba por muchos que no la comprendían o que la extraviaban de propósito, dirigiéndose a masas ignorantes, apasionadas y poco dispuestas a escuchar a los que pretendían llevarlas por buen camino, nos pusimos al lado de estos últimos, publicando en La Voz de la Caridad las CARTAS A UN OBRERO. En ellas tratamos la cuestión social dirigiéndonos solamente a los pobres, diciéndoles algunas cosas que debían saber e ignoraban, y procurando desvanecer errores y calmar pasiones entonces muy excitadas. Se concluyó la publicación de las CARTAS A UN OBRERO, y poco después concluyó también el ilusorio poder de las masas, a quienes se quitó el cetro de caña; las multitudes volvieron a guardar silencio, y no se oyeron más voces que las de mando. Entonces quise elevar la mía, aunque débil; quise considerar otra fase de la cuestión social; quise decir lo que entendía ser la verdad a los ricos, como se la había dicho a los pobres, y escribí las CARTAS A UN SEÑOR. Como las del obrero, debían, a mi parecer, publicarse en La Voz de la Caridad; mas no opinaron lo mismo mis compañeros de redacción, los cuales expusieron varios y graves inconvenientes que resultarían de que vieran la luz en aquella Revista. Por razones que no es del caso manifestar, creí que debía conformarme con el parecer de la mayoría, y guardó el manuscrito: de esto hace unos cinco años. Si tenía alguna oportunidad en aquella fecha, la conserva por desgracia, e imprimiéndose en forma de libro, no podrá atraer ningún anatema sobre la humilde publicación a que estaba destinado.

Las CARTAS A UN OBRERO y las CARTAS A UN SEÑOR constituyen dos partes, no dos asuntos; es una misma cuestión considerada por diferentes fases, y por eso ha parecido, no sólo conveniente, sino necesario, formar con todas una sola obra. Hay en ella imparcialidad de intención, que tal vez no se vea siempre realizada: ¿quién se puede lisonjear de no inclinarse nunca de un lado o de otro, de mantener constantemente la balanza en fiel, de que la mano que la sostiene no tiemble a compás de los latidos del corazón agitado por el espectáculo de tantas iniquidades y de tantos dolores?

Hecha esta advertencia, se comprenderán algunas frases que sin ella serían ininteligibles: pudiéramos haberlas variado, revisando más cuidadosamente la obra, con lo cual quedaría menos imperfecta; pero esto exigiría un tiempo que hoy no podemos dedicarle, y además, en todo lo esencial, plnsamos lo mismo que decíamos al obrero hace nueve años, y al señor hace cinco.

Concepción Arenal.

Madrid, 28 de Marzo de 1880.






ArribaAbajoCartas a un obrero


ArribaAbajoCarta primera

Peligros de recurrir a la fuerza.-No se resuelven por medio de ella las cuestiones, y menos las económicas


Apreciable Juan: Te he oído afirmar como verdades tantos y tan graves errores económicos, que no puedo ni creo que debo resistir al deseo de rectificarlos. Para que tú me oyeses sin prevención, quisiera que te persuadieras de que te hablo con amor, de que me duelen tus dolores, y de que no soy de los que se apresuran a calificar tus males de inevitables, por evitarse el trabajo de buscarles remedio. A este propósito voy a repetirte lo que te dije en otra ocasión, porque tengo fundados motivos para creer que no lo has oído.

«Te engañan, pobre pueblo; te extravían, te pierden. Derraman sobre ti la adulación, el error y la mentira, y cada gota de esta lluvia infernal hace brotar una mala pasión, o corroe un sano principio. Cuando, impulsado por el huracán de tus iras, te lanzas sin brújula a un mar tempestuoso que desconoces, en lugar de las armonías que te ofrecían, oyes la voz del trueno, y a la luz del rayo ves los escollos y los abismos en que se han trocado aquellas deliciosas mansiones que te ofrecían y vislumbrabas en sueños.

»Han acostumbrado tus oídos a palabras falaces, y acaso no escuches las verdades que voy a decirte, porque te parezcan amargas; pero, créeme: cuando la verdad parece amarga, es que el alma está enferma, como lo está el cuerpo sí le repugnan los alimentos que deben nutrirle. Yo no he calumniado a los que aborreces; no he lisonjeado tus pasiones; no he aplaudido tus extravíos; pero te amo y te compadezco siempre, y si no te he dado ostentosamente la mano en la plaza pública, la he colocado sobre la frente de tus hijos, que la inclinaban humillados en la prisión, o la dejaban caer en la dura almohada del hospital. Mi amistad no ha brotado de tu poder, sino de tus dolores; soy tu amiga de ayer, de hoy, de mañana, de siempre; mi corazón está contigo para aplaudirte cuando obras bien, para censurarte cuando obras mal, para sufrir cuando sufres, para llorar cuando lloras, para avergonzarme cuando faltas... Aunque mis palabras te parezcan duras, espero que dirás en tu corazón: «Esa es la voz de un amigo.»

Si esto dices, dirás verdad, y escucharás sin prevención, que es todo lo que necesito.

Esta mi primera carta va encaminada a disuadirte de recurrir a la violencia, y a probarte cuánto te equivocas creyendo que puedes promover trastornos y tomar parte en rebeliones, sin perjuicio tuyo, porque no tienes nada que perder.

Si alguna vez te enseñan historia, Juan, historia verdadera, y no la desfigurada para que se encajone en un sistema o le sirva de apoyo, entonces verás que la violencia no ha destruido una sola idea fecunda, ni planteado ninguna irrealizable. Y esto sin saber historia puedes comprenderlo, porque ya se te alcanza que la violencia no puede hacer milagros, y sería uno que la fuerza aniquilase una verdad o diera vida a un error. Está por escribir un libro muy útil, que se llamará cuando se escriba: La debilidad de la fuerza.

La fuerza que se sostiene, es porque está sostenida por la opinión, porque es como su representante armado. Si contra ella quiere luchar, cae; si la fuerza apoya injusticias, es porque en la opinión hay errores: rectificarlos es desarmarla.

Tú dices: ¿por qué no he de emplear la fuerza para hacer valer mi derecho? Prueba que lo es; que aparezca claro, y triunfará sin recurrir a las armas, que no han salvado nunca ninguno; y si esta prueba no haces, y si este convencimiento no generalizas, con razón o sin ella, serás víctima de la violencia a que apelas. La fuerza contra el derecho reconocido, reconocido, ¿lo entiendes? se llama violencia, séalo o no, y se detesta, y se combate y se derriba. La violencia, si viene de arriba, no puede durar mucho, si viene de abajo, acaba antes, porque tiene menos arte, menos miramiento, menos hipocresía; prescinde de toda apariencia, y rompiendo todo freno, se desboca y se estrella: la tiranía de las masas es terrible como una tempestad, y como una tempestad pasa.

Hablando de la libertad política, te decía:

«¡Las armas! ¿Cuándo nos convenceremos de que detrás de una masa de hombres armados hay siempre un error, un crimen o una debilidad? ¿Cuándo nos convenceremos de que la opinión es la verdadera guardadora de los derechos, y que los ejércitos la obedecen como el brazo a la voluntad? ¿Cuándo enseñaremos al pueblo que las cadenas se rompen con ideas y no a bayonetazos; que ese fusil con el que imagina defender su derecho se cambia fácilmente en auxiliar de su cólera, y que desde el instante en que se convierte en instrumento de la pasión, allana los caminos del despotismo?.»

Y si esto es verdad en las cuestiones políticas, ¿qué no será en las económicas, cuyas leyes inflexibles no se dejan modificar ni un momento por ninguna especie de coacción? Pero no anticipemos; hoy sólo me he propuesto exhortarte a que encomiendes tu derecho a tu razón, y no a tus manos, y a que no incurras en el error de que los trastornos no te perjudican porque no tienes que perder. Veamos si no.

Eres jornalero. No tienes propiedad alguna. Si no hay contribución de consumos, no pagas contribución. Puedes incendiar, destruir caminos, telégrafos y puentes, sin que te pare perjuicio. Si se imponen más tributos, otro los satisfará; si se dejan de cubrir las obligaciones del Estado, poco te importa; no cobras un real del presupuesto. Puedes hacer daño, mucho daño a los otros, sin que te resulte ningún mal. ¡Error grave, blasfemia impía de la ignorancia! Nadie hace mal ni bien sin que le toque una parte; así lo ha dispuesto la admirable providencia de Dios.

Para reparar los caminos, los puentes, los telégrafos destruidos, hay que aumentar los impuestos o dejar desatendidas otras obligaciones.

En la lucha han muerto muchos combatientes; en vez de disminuir el ejército, hay que aumentarle; los que tronaban contra los soldados y contra las quintas, quieren quintas y soldados, porque han cobrado miedo al robo, al incendio, al asesinato, a la destrucción llevada a cabo por las masas, a lo que se llama, en fin, el reinado de la demagogia. De resultas de todo esto, tu hijo, que debía quedarse en casa ayudándote, va a ser soldado.

La destrucción de los caminos dificulta los transportes, los hace imposibles por algún tiempo; los artículos suben; tienes que pagarlos más caros.

Cuando no hay seguridad completa ni en los caminos ni en las ciudades, muchos capitales se retiran; los que continúan en las especulaciones mercantiles e industriales sacan mayor rédito, por el mayor riesgo y la menor concurrencia. Esto se traduce en carestía para ti.

El que tiene tierras, el que fabrica el pan, el que vende la carne, el que teje el lienzo, el que hace los zapatos, se ven abrumados por las contribuciones, aumentadas para reparar tantos daños y mantener tantos soldados, y te venden más caros, por esta razón, el pan, la carne y los zapatos.

Los ricos huyen de un país en que no hay seguridad, ni paz, ni sosiego; van a gastar al extranjero sus rentas; los capitales emigran o se esconden; no se hacen obras, y no tienes trabajo.

Imploras la caridad pública; pero por la misma razón que hay poco trabajo, hay poca limosna; y ¡quién sabe sí la caridad no se resfría para ti, diciendo que tu desgracia es obra tuya, y mirándola como un justo castigo!

Enfermas, y tienes que ir al hospital. La pobreza y el desorden del Estado se reflejan allí de una manera bien triste; no hay ni lo más indispensable, y sufres horriblemente, y tal vez sucumbes de tu enfermedad, que era curable, o de una fiebre hospitalaria, consecuencia de la acumulación y el abandono, de la falta de caridad y de recursos.

Cuando las contribuciones son desproporcionadas, ¿a quién abruman principalmente? -A los pobres.

Cuando el hospital carece de recursos, ¿quiénes sufren en él, además de la enfermedad, las consecuencias de la penuria? -Los pobres.

Cuando no prospera la agricultura, ni la industria, ni el comercio, ¿quiénes emigran a remotos y mortíferos climas, de donde no vuelven? -Los pobres.

Cuando no se paga a los maestros y no enseñan, ¿sobre quién recaen de una manera más fatal las consecuencias de la ignorancia? -Sobre los pobres.

Cuando se enciende la guerra, ¿qué sangre corre principalmente en ella? -La sangre de los pobres.

Y todavía dirás, Juan, y creerás a los que te digan que no estás interesado en el orden porque no tienes que perder. ¿Qué entendéis por perder, o qué entendéis por orden?

Si el tiempo que se ha empleado en declamaciones huecas, absurdas o fuera de tu alcance, se hubiera invertido en enseñarte verdades sencillas, sabrías que cuando destruyes cualquier valor, tu propia riqueza destruyes; que cuando te esfuerzas por perder a los otros, trabajas para quedar perdido; que cuando enciendes una hoguera para arrojar en ella los títulos de propiedad, has de apagarla ¡desventurado! con tus lágrimas y con tu sangre.

A poco tiempo que lo reflexiones, la verdad será para ti evidente. El pobre tiene lo preciso, lo puramente preciso para no sufrir hambre y frío; al menor trastorno que le quita un día de jornal, que rebaja el precio de su trabajo o aumenta el de los objetos que consume, carece de lo más indispensable y su pobreza se convierte en miseria. El rico pierde cien reales o cien duros cuando él pierde un solo real; pero la falta de este real significa para el pobre carencia de pan, y la falta de los cien duros significa para el rico la privación de alguna cosa superflua. Todos navegan por el mar de los acontecimientos; pero el fuerte oleaje que en el bajel del rico produce sólo un gran balanceo, sumerge tu barquilla. Para que puedas mejorarla, Juan, de modo que sea más cómoda y segura, necesitas calma, mucha calma; ¿cómo has podido creer que está en tu mano el levantar tempestades?




ArribaAbajoCarta segunda

Toda cuestión social grave es en parte religiosa. -Necesidad de la resignación. -Distinción de la pobreza y de la miseria. -Manera equivocada de juzgar de la felicidad por la riqueza


Mi apreciable Juan: Un capitán de la antigüedad, a quien se amenazaba con la fuerza cuando exponía la razón, dijo: -Pega, pero escucha. -A ti se te puede decir: Escucha, y no pegarás, y añadir: ni te pegarán.

Supongo que estamos en el buen terreno, en el de la discusión; supongo también que entras en ella lealmente, con el deseo de que triunfe la verdad y el propósito de no negarla si la llegas a ver clara.

Una duda me asalta y aflige. ¿Serás de los que no tienen ninguna creencia religiosa? Si es así, nos entenderemos con más dificultad. Tú dirás: ¿Qué tiene que ver la religión con la economía política, con la organización económica? ¿Sabes el Catecismo? Es posible que no le hayas aprendido, que le hayas olvidado, que me respondas a la pregunta con una sonrisa de desdén. Allí se dice QUE DIOS ES PRINCIPIO Y FIN DE TODAS LAS COSAS, y la prueba de esta verdad se halla en todas ellas, si a fondo se estudian. Un gran blasfemo, en un momento en que su genio se abría paso al través de su soberbia y de su espíritu de paradoja, como un rayo del sol a través de una nube preñada de tempestades, un gran blasfemo ha dicho que toda cuestión entrañaba en el fondo una cuestión religiosa. Así es la verdad. Donde quiera que va el hombre lleva consigo la cuestión religiosa, que envuelve y rodea su alma como el aire envuelve su cuerpo, sépalo o no.

En cualquiera cuestión social grave, hay dolor. Si no le hubiera, no habría discusión; nunca les preguntamos a los placeres de dónde vienen; el origen y la causa de las penas es lo que investigamos, a fin de ponerles remedio. ¿Cuál es la causa de que ventiles la cuestión de la falta de trabajo, o de que esté mal retribuido? El que la carencia de recursos te impone privaciones, te mortifica, te hace sufrir, ¿Por qué? ¿Para qué? No lo sabes. Dolor y misterio; es decir, cuestión religiosa en el fondo de la cuestión económica. Si nada crees, el misterio se convierte en absurdo, el dolor en iniquidad, y en vez de la calma digna del hombre resignado, tendrás las tempestades de la desesperación o el envilecimiento del que se somete cediendo sólo a la fuerza. Si no tienes ninguna creencia; si no ves en el dolor una prueba, un castigo o un medio de perfección; si, cuando no hay cosa creada sin objeto, supones que el dolor no tiene ninguno, o sólo el de mortificarte, no puedes tener la serenidad que se necesita para combatirle. Todo cuanto te rodea, tu ser físico, moral e intelectual, está lleno de misterios y de dolores. Si nada crees, ninguna virtud tiene objeto, ningún problema solución; la lógica te lleva a ser un malvado, a no tener más ley que tu egoísmo ni más freno que la fuerza bruta. Tú no eres un malvado, no obstante; eres, por el contrario, un hombre bueno. El Dios que tal vez niegas te ha dado la conciencia, el amor al bien, la aversión al mal, y este divino presente no puede ser aniquilado por tu voluntad torcida.

Como me he propuesto escribirte sobre economía social, y no sobre creencias religiosas, no hubiera querido tocar esta cuestión grave, que no debe tratarse por incidencia, pero donde quiera que vayamos, la religión nos sale al paso, y si no tienes respeto para el misterio y resignación para el dolor, nos entenderemos, como te he dicho, con mucha más dificultad.

Al hablarte de resignación, no creas que te aconsejo únicamente que sufras por Dios tus dolores sin procurarles remedio eficaz, no.

La resignación no es fatalismo ni quietismo; la resignación es paciencia, que economiza fuerza; calma, que deja ver los medios de remediar el mal o aminorarle; dignidad, que se somete por convencimiento.

En la resignación puede y debe haber actividad, perseverancia, firmeza para buscar remedio o consuelo a los dolores; puede y debe haber todo lo que le falta a la desesperación que se ciega, cuyos movimientos son convulsiones que producen la apatía después de la violencia. Una mujer ha comparado el dolor a un vestido con espinas en el forro. Si los movimientos del que le ciñe son suaves, puede llevarle sin gran daño, y aun írselo quitando poco a poco; si son violentos, se clava, se ensangrienta, sufre de un modo cruel. No se puede decir nada más exacto.

¿Has visto alguna vez enfermos que se resignan y enfermos desesperados? Habrás podido notar la especie de alejamiento y de horror que causa el que se desespera, y cuánto interés, lástima y respeto inspira el que se resigna. Para el que nada cree, la desesperación es lógica siempre que hay dolor. ¿Cómo es aquélla repugnante al que la ve, sea creyente o no, y la resignación es simpática? Esto debe darte que pensar.

La resignación es una necesidad para los individuos y para los pueblos; quiero decirte cómo la entiendo yo. Es, a mi parecer, la conformidad con la voluntad de Dios, si, como deseo, eres creyente: con la fuerza de las cosas, si no crees; es en los males la conformidad que excluye la violencia y deja serenidad y fuerza para buscarles remedio o consuelo.

Al llegar aquí, tal vez te figures que hablo de tus males de memoria. Aunque me sea muy desagradable hablarte un momento de mí, puedo asegurarte con verdad, para que no me recuses por incompetente, que sé por experiencia lo que te digo; que sé lo difícil que es la resignación en algunos casos, y lo necesaria que es en todos.

No basta, Juan, que desarmes tu brazo del hierro homicida; es necesario también desarmar el ánimo de los sentimientos que le agitan y que le ofuscan, para que tranquilo y con calma puedas ver la verdad y comprender la justicia. Una de las cosas que contribuirían a calmarte, sería la apreciación exacta de la pobreza y de la riqueza, considerada ésta como elemento de felicidad.

Voy a decir una cosa que tal vez te parezca muy extraña. La pobreza no es cosa que se debe temer, ni que se puede evitar. Lo temible, lo que ha de evitarse y combatirse a toda costa, es la miseria. Aquí es necesario definir.

Pobreza es aquella situación en que el hombre ha menester trabajar para proveer a las necesidades fisiológicas de su cuerpo, y en que puede cultivar las facultades esenciales de su alma.

Miseria es aquella situación en que el hombre no tiene lo necesario fisiológico para su cuerpo, ni puede cultivar las facultades esenciales de su alma.

Lo necesario fisiológico es alimento, vestido y habitación, tales que no perjudiquen a la salud.

Las facultades esenciales del alma son las que forman el hombre moral, las que lo elevan a Dios, y le dan idea de deber, de derecho, de virtud, de bondad y de justicia.

Todos los hombres no han de ser sabios, pero todos han de saber lo necesario para cumplir con su deber y hacer valer su Derecho: esto es lo esencial. La dignidad del hombre no está en saber cálculo diferencial, derecho romano, patología o estrategia; no está en pintar el Pasmo de Sicilia o dar el do de pecho.

Los hombres científicos y los artistas, que saben y hacen todas estas cosas, pueden ser unos miserables si faltan a sus deberes, si son malos padres, malos hijos, malos esposos, malos amigos, malos ciudadanos; si, viciosos, egoístas o criminales, prostituyen vilmente su inspiración o su ciencia.

Por el contrario, el obrero cuya ciencia se limita a cavar la tierra, puede ser digno, muy digno, si cumple con su deber, si sabe hacer valer su derecho. La ciencia y el arte son cosas bellas, sublimes, provechosas, pero no esenciales, indispensables; la moral, esto es lo que no se puede excusar.

El hombre moral es verdaderamente el hombre, y el hombre moral se halla, puede hallarse en el pobre, a quien es dado recibir la instrucción necesaria para comprender la justicia y practicar la virtud.

La pobreza, que no perjudica a la salud del cuerpo ni a la del alma, que deja al hombre robusto, honrado y digno, no es una desgracia. El mal, lo terrible, lo que debemos combatir es la miseria.

Esto, que es evidente para el que reflexiona, se confirma con la observación de lo que en el mundo pasa. Todos tenemos, Juan, una marcada tendencia a tomar como base de felicidad la misma que sirve para imponer la contribución; esto es, la renta. ¿El vecino tiene doce mil duros anuales? Es dichoso. ¿Doce mil reales? La vida para él es llevadera. ¿Mil? Es desgraciado. Comprendo la dificultad de que se juzgue de otro modo.

Ese hombre está desnudo, descalzo, hambriento; es un mal evidente, y el que pasa le compadece: aquel otro tiene odio, amor, ambición, codicia, remordimiento, envidia; su alma se agita en una terrible lucha; su corazón está desgarrado, destila hiel... Si va a pie, la multitud no repara en él; si va en coche, le envidia. ¿Cómo ha de creer el opulento que la felicidad existe bajo un humilde techo, ni sospechar el pobre que la desdicha mora en un palacio? Y no obstante, así sucede muchas veces.

De que la riqueza no es la felicidad, ni la pobreza la desgracia, se ven pruebas por todas partes. Observa, Juan, cualquiera diversión en que haya ricos y pobres, y verás que la alegría está en razón inversa del precio de las localidades; que los que han pagado poco se divierten, y los que se aburren y se hastían están siempre entre los que ocupan los asientos más caros. En los paseos puedes hacer la misma observación: el aire de tristeza suele aumentar con el precio del traje, y casi nunca se ven alegres más que los pobres y los niños.

Dirás tal vez que la alegría no es la felicidad; ciertamente, pero la felicidad es una excepción; entra en el orden social por una de esas cantidades que los matemáticos dicen que pueden despreciarse sin que resulte error apreciable. El bienestar, el contentamiento, la alegría o la resignación, esto es lo que conviene y lo que es posible estudiar, porque la felicidad, las pocas veces que existe, es una cosa tan íntima, tan concentrada, que no se revela por señales exteriores, y aun es posible que aparezca triste, melancólica, y muy fácil de confundir con el dolor.

Pero si no es posible estudiar la felicidad, lo es el estudiar la desgracia en su último grado, en su expresión más terrible, cuando llega hasta el punto de hacer odiosa la vida. Un suicida supone muchos desesperados; un desesperado muchos desgraciados; de modo que se puede afirmar que en aquella clase en que es más frecuente el suicidio, es más acerba la desgracia. Ahora bien; la estadística dice que la clase mejor acomodada y menos numerosa, da el mayor número de los suicidas; es decir, que por cada pobre desesperado hasta el último extremo, se desesperan ciento, doscientos o mil ricos: no es fácil establecer la proporción exacta.

Esto debe hacerte sospechar, Juan, que hay en la pobreza y en la riqueza males y bienes en que no habías pensado, y que la fortuna, como una madre imprudente, sacrifica muchas veces a los hijos que mima. Necesitaría escribir un libro para darte alguna idea de por qué los ricos suelen ser más desgraciados que los pobres; pero como en vez de libro tengo que reducirme a los párrafos de una carta que no debe ser demasiado larga, te indicaré brevemente algunas ideas.

El problema del bienestar del pobre es muy sencillo: se reduce a cubrir sus verdaderas necesidades. El del rico es complicadísimo: porque sus necesidades no están marcadas por la naturaleza, ni limitadas por ella.

La vida es un combate: en el pobre, contra los obstáculos materiales; en el rico, contra los que halla su corazón, su inteligencia, su imaginación. Los deseos del pobre, efecto por lo general de necesidades fiisiológicas, son menos numerosos, más razonables, más fáciles de satisfacer, y tienen una esfera de acción más limitada. Los deseos del rico le vienen de su razón que se extravía, de su corazón que se apasiona, de su amor propio que delira: parece que a veces, lanzados por el cráter de un volcán, recorren el infinito y descienden a la tierra convertidos en llanto. Esto, Juan, es capital. Cuando el pobre no tiene hambre ni frío, está contento. ¡Qué de condiciones, y qué difíciles de conseguir para contentar al rico!

En el bienestar del pobre no suele entrar por nada el amor propio; en el del rico suele entrar por mucho. El pobre no come, ni viste, ni se pasea, ni se divierte, ni se mortifica por vanidad; rara vez sin ella hace el rico ninguna de estas cosas. Esto es capital también. El bienestar confiado al amor propio, es como el sueño confiado al opio: hay que ir aumentando la dosis de veneno, y muy pronto hay que elegir, entre la vigilia llena de dolores o el sueño de la muerte.

Era necesario que entrásemos aquí en largas explicaciones, pero falta espacio: sirva de comentario el hecho que vuelvo a recordarte, de que los suicidas pertenecen, en su mayoría, a la clase bien acomodada. Los ricos sufren y se matan por desgracias de que tú, Juan, no tienes ni la idea. No los envidies, créeme; el dolor y el placer están distribuidos, si no en la forma, en la esencia, con más igualdad y más justicia de lo que has imaginado.

¡Y la miseria! ¡Ah! Es horrible, muy horrible, amigo mío. Combatámosla sin tregua, sin descanso; mas para combatirla con todas nuestras fuerzas, es preciso nodistraerlas luchando con males imaginarios.




ArribaAbajoCarta tercera

Ninguna cuestión social puede ser puramente material: aun reducida a la de subsistencias, tiene elementos intelectuales y morales


Apreciable Juan: Hoy vamos a tratar de un error de los más lamentables y de los más extendidos. Escuelas que difieren en todo lo demás, están de acuerdo en este punto; a saber: Que la falta de trabajo, la insuficiencia de salario, la miseria, el pauperismo, la cuestión social, en fin, se resuelve con la ciencia económica y con la ciencia política, sin necesitar para nada la religión ni la moral. Tú estás muy dispuesto a creerlo así; los gobiernos y los legisladores deben darte las cosas arregladas conforme a tu deseo, y sin meterse, porque ¿qué les importa? en si vas a la iglesia o a la taberna. ¿Qué tiene que ver tu conducta privada con la prosperidad pública, ni qué relación hay entre el trato que das a tu mujer y la organización del trabajo, la tiranía del capital, etc., etc.? Cosas son éstas que no están relacionadas entre sí; tú lo ves muy claro, y además lo confirman, como te he dicho, no sólo las escuelas que pretenden realizar tus sueños, sino otras que procuran hacerte ver las cosas como son, y traerte al terreno de la realidad. ¿Cómo hacerte variar de opinión cuando se apoya en tu deseo, en tu voluntad, en lo que crees tu interés, en el parecer de tus amigos autorizados, y aun de muchos de tus adversarios? Voy a intentarlo, no obstante, porque nunca desespero de tu buen sentido; además, las verdades que tengo que decirte son sencillas.

La religión y la moral entran por mucho, por muchísimo, en la resolución de los problemas sociales. No te hablaré más de religión por temor de que no me escuches; hablemos de moral nada más; bastará para que comprendas que la cuestión no puede tener soluciones puramente materiales. Si se tratara de un rebaño, convengo en que podría decirse: Tantos carneros hay, no llegamos a obtener tal cantidad de hierba o de pienso, toca a tanto por cabeza; es lo suficiente para que no se mueran de hambre en el invierno, y engorden en el verano: el problema está resuelto.

Así puede hacerse, Juan, cuando se trata de las bestias, pero no cuando se trata del hombre, que, siendo una criatura religiosa, moral e inteligente, los problemas que a él se refieren no tienen elementos puramente materiales, sino que han de ser un compuesto de moral, de inteligencia, de sentimientos y de materia como él lo es; esto parece de sentido común: el bienestar de cada criatura ha de estar en armonía con su manera de existir. Ni los peces pueden volar, ni las aves respirar debajo del agua, ni el hombre ser dichoso a la manera de un castor, un elefante o un asno.

Tu dirás: Yo no quiero goces intelectuales, ni satisfacciones del corazón: mis aspiraciones se limitan a comer y vestir bien, y a tener buena habitación y buena cama.

En primer lugar, Juan, estás equivocado: por mucho que te rebajes, por mucho que te calumnies y por muy degradado que te creas, no puedes ser dichoso como un caballo de regalo, teniendo pienso abundante, buena manta y termómetro en la cuadra; pero supongamos que tus necesidades fuesen puramente materiales: para satisfacerlas, algo has menester que no es material, y hasta el bienestar de tu cuerpo depende de la elevación de tu espíritu; vas a verlo.

Para que tú puedas comer mucho son necesarias tres cosas:

1.ª Que haya mucho que comer.

2.ª Que se distribuya de modo que te toque bastante.

3.ª Que comas con cierta moderación, porque si no, padecerás indigestiones, el estómago se estragará, y estarás desganado.

O de otra manera: tu bienestar depende de que la sociedad produzca mucho, sea rica; de que la riqueza se distribuya bien, y de que al consumirla se haga en razón, y sin entregarse a viciosos excesos. Vamos por partes, y veamos si prescindiendo de la moralidad, del sentimiento, de la abnegación, de la parte más elevada del hombre, puede llegarse a la prosperidad material.

Antes de que la sociedad en que vives sea rica, es necesario que exista, y su existencia se debe a la abnegación, al sacrificio, al valor, a alguna cosa que no es material. En un tiempo más o menos remoto, tus ascendientes fueron atacados por pueblos feroces, que quisieron arrojarlos de la tierra. Defendieron sus hogares, sus mujeres, sus hijos, los restos de sus padres y los templos de sus dioses: los defendieron con valor, con entusiasmo, con fe; gran número sucumbieron en la pelea, y a su abnegación debes que tu raza no desapareciese como otras muchas. Si en vez de pertenecer a un pueblo que ha rechazado la conquista, desciendes de un pueblo conquistador, también debes tu existencia a alguna elevada cualidad del alma. Los conquistadores que no traen una grande idea servida por nobles sentimientos, vencen, destruyen, y pasan como una nube asoladora, sin fundar naciones que vivan en la posteridad. Sea que vengas de los que resistieron o de los que vencieron la resistencia, para establecer el pueblo a que perteneces hubo necesidad de desplegar grandes cualidades de espíritu: la existencia de todo pueblo es testimonio de que sus fundadores eran algo más que animales omnívoros. Así, pues, condición para el establecimiento de un pueblo: energía, esfuerzo, elevación de ánimo, alguna idea elevada y algún fuerte sentimiento para sostenerla.

Merced al esfuerzo de sus primeros hijos, la sociedad existe; para que prospere, para que sea rica, se necesita que trabaje mucho y que trabaje bien; es decir, que posea instrumentos perfeccionados que multipliquen sus fuerzas. Si todos viven al día, si cada cual consume todo lo que produce o se proporciona, si nadie quiere trabajar más que para sí y para cubrir las necesidades del momento, la sociedad es salvaje, estacionaria, y los que a ella pertenecen, miserables todos; pasan las generaciones de hombres como las de castores o monos, sin que los últimos aventajen nada a los primeros, sin que haya progreso. Algunos hombres empiezan a hacer economías, es decir, a gastar algo menos de lo que tienen, y reservar el ahorro, sea para descansar en su vejez, sea para dejárselo a sus hijos. El que está en posesión de esta reserva, no tiene la necesidad perentoria de trabajar todos los días para no morirse de hambre; puede descansar, y cuando descansa, piensa. De su inteligencia puesta en actividad, brotan ideas que combina, y nacen las invenciones, las ciencias y las artes. Su pensamiento sería estéril si no hallara en la comunidad más que individuos que consumen todo lo que producen; pero hay algunos que han realizado economías, y las aventuran en ensayar el invento. Se ensaya; se ve que produce ventajas; se ha hallado un instrumento de producción más ventajoso; la sociedad ha realizado un progreso. Para el progreso, para la riqueza, para que haya mucho que comer, es, pues, necesaria la combinacíón del pensamiento del hombre con las economías que le dan los medios de realizarlo, es necesario mantener hombres que se empleen en hacer los ensayos, en construir el nuevo aparato y allegar las primeras materias que ha de modificar, o en trabajar la tierra. En un país en que no se hace más que escarbarla con un palo, se inventa, por ejemplo, el arado. La invención es altamente beneficiosa; mas para realizarla se necesita que haya algunas economías con que puedan mantenerse los hombres que han de extraer el hierro de la mina, cortar la madera, elaborar uno y otro, etc. Si todos los individuos de la comunidad tienen que ir todos los días en busca del diario sustento, imposible será que el arado se fabrique. Estas economías, que permiten dedicarse a un trabajo más reproductivo, pero que tarda en dar resultado, es lo que se llama CAPITAL, instrumento indispensable de prosperidad y progreso.

El capital es el resultado de un ahorro, y el ahorro, fíjate bien en esto, es un sacrificio; es decir, un acto de moralidad. El que ahorra, no gasta inmediatamente todo lo que produce; el que se priva de un goce del momento por amor a sus hijos, por proporcionarse una vejez descansada, por realizar el pensamiento de algún hombre de genio, por hacer bien a la humanidad, según el móvil que le impulse, su acción será más o menos meritoria, pero siempre habrá moralidad en su proceder, siempre será el hombre moral que se contiene, que se impone privaciones, que triunfa, en fin, del hombre físico y del instinto bruto, el cual pide siempre la satisfacción del momento, sin cuidarse de nada más. El capital es, pues, hijo del ahorro; el ahorro, del sacrificio; el sacrificio, de la moralidad. El hombre grosero y corrompido no economiza; una sociedad compuesta de esta clase de hombres, no puede prosperar, y si por acaso no sucumbe, vivirá miserablemente.

Y si el ahorro, esa condición material del progreso, no puede realizarse sin moralidad, ¿qué será el otro elemento más elevado, la inteligencia? En él no hay sólo moralidad, sino abnegación, heroísmo. Aquí, Juan, me parece que veo alzarse las sombras de tantos miles de mártires del pensamiento, que preguntan indignados cómo ha podido ponerse en duda el sublime sentimiento que los impulsaba cuando, olvidados de sí mismos, sólo pensaban en la ciencia y en la humanidad. Cualquiera de esas invenciones cuyas ventajas utilizas sin apercibirte de ello, como respiras el aire sin notarlo, es el resultado, no sólo del ahorro, sino de la meditación, de la generosidad, del trabajo de un hombre que se priva de mil goces para consagrarse a una idea, y empleó su vida en intentar la realización de un pensamiento. No digo en esa máquina que penetra veloz por las entrañas de la tierra, y en ese aparato maravilloso, que con la velocidad del pensamiento lleva la palabra al otro hemisferio, sino en la cerilla que descuidadamente enciendes para tu cigarro, están acumuladas la inteligencia y la abnegación de muchas generaciones. Donde quiera que disfrutes una comodidad y halles un bien, puedes decir: Aquí ha habido abnegación. La sociedad, ni aun en el orden material, que de él sólo tratamos aquí, ni aun en el orden material, digo, puede prosperar sin abnegación, sin sacrificio, sin moralidad.

Supongamos lo imposible, Juan: que una sociedad absolutamente desmoralizada, prospera, es rica: ¿cómo distribuirá las riquezas? Ya comprendes que no será equitativamente. Los más fuertes llevarán la mayor parte, y ninguna voz generosa se alzará en favor de los débiles. Nota bien que los defensores de los débiles, de los oprimidos, es raro que salgan de sus filas. Los grandes campeones del pueblo no pertenecen a él; son personas de la clase elevada o de la clase media, que habiendo adquirido instrucción, emplean su saber en favor de los que sufren las consecuencias de la ignorancia. Si pudieran estas cartas ser un curso de historia, ella te diría que para distribuir bien la riqueza, más que para nada, necesitan las sociedades el elemento moral, generosidad, sentimiento, inspiraciones nobles y elevadas, que dictan leyes justas e instituciones benéficas. Con el cálculo, que cuando va solo es siempre miserable y errado, con el cálculo egoísta de todos, la riqueza no puede distribuirse bien, porque la sociedad no puede reducirse a un divisor, un dividendo y un cuociente.

Supongamos otra vez lo imposible: que sin que la moral entre para nada, la sociedad es próspera, y que sus grandes riquezas están bien distribuidas. Tú, Juan, sin un trabajo excesivo, tienes un salario suficiente con que cubrir tus necesidades y aun disfrutar ciertos goces. Pero careces de moralidad, y egoísta y depravado, quieres sólo satisfacer tus apetitos. Vives malamente con mujeres perdidas que arruinan tu bolsillo y tu salud. Si te casas, tratas mal a tu esposa, abandonas la educación de tus hijos, que hasta carecen de pan, porque la mayor parte de tu jornal se gasta en la taberna y los desórdenes. Tu salud se arruina; tu vejez se anticipa; caes irremisiblemente en la miseria, de que no te sacará una familia que ha heredado tus vicios y es un plantel de prostitutas, de vagos y de criminales. El jornal subido, sin moralidad, no sirve más que para aumentar la medida de los excesos. Si no sabes contenerte, si no sabes vencerte, si no economizas para cuando estés enfermo, si no educas a tus hijos de modo que te honren y te sostengan cuando seas viejo, si no tienes moralidad, en fin, nada adelantas con tener crecido salario.

Yo creo que el problema, hasta donde es posible que se resuelva, puede resolverse por la ciencia, pero por la ciencia completa y no truncada; por la ciencia que parte del hombre como es, un ser moral y material, y cuyo bienestar no puede quedar nunca reducido a un mecanismo, ni realizarse sin el concurso de su voluntad y de su esfuerzo.

La necesidad de ser breve me obliga a concluir repitiéndote que, aun mirando la cuestión bajo el punto de vista más bajo y grosero, aun convirtiéndola en cuestión de subsistencias solamente, no puede resolverse sin que en su resolución entre por mucho el elemento moral. Ni habrá mucho que comer si no hay moralidad; ni, caso que la hubiese, se distribuirá equitativamente la comida; ni aunque se distribuyera bien, la consumirías de modo que no te produjera indigestiones, deteriorara tu salud, te arruinara a ti y a los tuyos, y os dejara a todos miserables.




ArribaAbajoCarta cuarta

La pobreza, ley de la humanidad


Apreciable Juan: Como las cuestiones sociales puede decirse que son redondas; como sus elementos están entrelazados, siendo a la vez efecto del que está antes, y causa del que viene después, resulta que muchas veces no se sabe por dónde empezar; que para comprender la evidencia de lo que se dice, hace falta el conocimiento de lo que no se ha podido decir todavía, y que hasta el fin no se ve claro lo que se ha explicado al principio. Ten esto presente para no juzgarme en definitiva hasta que haya concluido, y para no suponer que una afirmación carece de pruebas porque no las he dado.

Te he dicho que la pobreza no es cosa que se debe temer ni que se puede evitar. He procurado, aunque brevemente, demostrarte lo primero, y estoy segura que si observas, reflexionas y meditas, hallarás por todas partes pruebas de que los ricos no son más felices que los pobres; que la pobreza no es un mal; que el mal está en la miseria. Pero de lo segundo, de que la pobreza no se puede evitar, no hemos hablado todavía, y es cuestión que necesitamos tratar antes de pasar más adelante, porque una de tus desdichadas ilusiones, Juan, es la de que todos podemos ser ricos, y lo seríamos si se distribuyera bien la riqueza.

Ya comprendes la dificultad de saber con exactitud lo que posee una nación, y por consiguiente, lo que a cada ciudadano correspondería si por igual se distribuyese. En España, los trabajos estadísticos cuentan poca antigüedad, y por esta y por otras causas, son muy imperfectos; no te citaré, pues, a España. En Francia la estadística merece más crédito; y aunque sus trabajos deben ser siempre acogidos con cierta reserva, pueden consultarse con utilidad. En Francia se han hecho varios cálculos sobre la riqueza total del país, unos más altos, otros más bajos. Por el que puede considerarse como un término medio, y ha sido aceptado por muchas personas competentes, resulta que el producto líquido, la renta de la Francia, asciende a una suma que, distribuida con toda igualdad, vendrían a tocar unos DOCE REALES DIARIOS a cada familia compuesta de cuatro individuos: esto en un país de los más favorecidos por la naturaleza, y de los más prósperos y adelantados. En España, más pobre, no puede tocar a tanto. Pero supongamos (no te olvides de que no es más que una suposición), supongamos que entre nosotros también, distribuida con igualdad la renta, cada familia de cuatro personas tiene tres pesetas diarias.

Esta condición de distribuir con igualdad para que toque a tanto, es imposible de llenar: y esto por causas de diversa índole, que están en la naturaleza de las cosas; es decir, que son leyes eternas. Pongamos algún ejemplo.

Si han de tener los mismos doce reales diarios el peón que mueve la tierra para extraerla de un túnel, el picapedrero que labra la piedra de un puente, y el ingeniero que dirige ambas obras, aunque se prescindiera (que no se puede) de la injusticia y el absurdo, con ese corto salario el ingeniero no podría adquirir los libros y los instrumentos, sin los cuales es imposible la obra. Lo propio sucede al que está al frente de la explotación de una mina, al que construye, monta y dirige una poderosa maquinaria, y al piloto que conduce su nave al través de los mares, y que se estrellaría indudablemente, o no llegaría nunca al puerto, si sólo pudiera disponer de tres pesetas cada día. Pero con semejante salario, distribuido con inflexible igualdad, ni ingeniero ni piloto son posibles, porque, por regla general, que puede contar muy pocas excepciones, sus padres ha tenido que emplear u capital para mantener al joven fuera de su casa, o aun en ella, pagarle maestros, libros, instrumentos, etc. Todo hombre instruido, cualquiera que sea la carrera que siga, supone un capital empleado en su instrucción, capital mayor o menor, pero que excede siempre de las economías que puede hacer una familia de cuatro personas cuyo haber es de doce reales diarios.

Si no hubiera ingenieros y pilotos, y químicos y arquitectos, etc., sería imposible toda construcción, toda fabricación, toda industria y todo comercio; la sociedad sería entonces muy pobre; y no doce, pero ni cuatro ni dos reales corresponderían a cada familia. Así, la retribución desigual es un elemento material indispensable de progreso y de riqueza. Esta condición necesaria es justa cuando no pasa de ciertos límites, porque si eres oficial de albañil y trabajas bien en tu oficio, no te parecerá razonable que te pague n lo mismo que al simple peón, ni aun que al peón de mano. Tú trabajas, no sólo con las tuyas, sino con tu intelige ncia; has necesitado un aprendizaje más largo; tu responsabilidad es mayor; necesitas más instrumentos: razo nes todas por las cuales es justo que se te pague más. Si en lugar de dar u n salto del ingeniero al que cava la tierra, subes poco a poco la escala gradual de operarios, a medida que trabaja n más y mejor, la diferencia de retribución que te parecería un exceso, te parecerá una cosa equitativa.

No es esto solo: el que se dedica a trabajos mentales tiene necesidades, verdaderas y más caras que las del que trabaja solamente con las manos o haciendo intervenir muy poco la inteligencia. El pintor, el músico, el letrado, el hombre de ciencia, en fin, que pasa el día con el cuerpo inmóvil y en gran tensión el espíritu, es imposible que duerma en la dura cama del cavador, ni coma el alimento grosero que sazona el buen apetito del que, ajeno a meditaciones profundas, se entrega a un trabajo corporal; ni que sea tan fuerte como el bracero para sufrir la intemperie, necesitando, por consiguie nte, más precauciones contra los rigores del frío y del calor, etc. Si del descanso, del alime nto y del vestido pasamos a las distracciones, que so n también una verdadera necesidad del ánimo, son más caras a medida que el nivel intelectual sube más. El cuadro que encanta al bracero, la música que le deleita, son una verdadera mortificación para el hombre de una educación superior.

Resulta, pues, que con los doce reales por familia, aun suponiendo que a tanto le quepa distribuyendo con igualdad la renta social, no puede haber los ahorros necesarios para cultivar las inteligencias que necesita una civilización bastante adelantada, hasta producir esa riqueza, que bajaría más y más si la distribución por igual se hiciese, hasta quedar reducida la sociedad al estado salvaje; es decir, a la miseria de todos.

Pero semejante distribución, aunque no fuera incompatible con la civilización, aunque no fuera imposible, económicamente hablando lo sería, dada la naturaleza del hombre, sus vicios, sus veleidades y aberraciones, que le llevan a pagar más al que le divierte y tal vez le extravía que a quien le enseña y pretende corregirle. Y esto lo hacen todas las clases; lo mismo el gran señor que paga largame nte las piruetas de una bailarina, que tú que contribuyes a que un torero gane más en una semana, que en un año un hombre de ciencia. Pero no anticipemos consideraciones que estarán mejor cuando tratemos de la igualdad, y limitémonos a convencernos de que la pobreza no es cosa que se puede evitar.

Aunque la repartició n de la renta social se hiciera por partes iguales, co n tres pesetas diarias ninguna familia es rica; y para no caer inmediatamente en la miseria, necesita que la madre sea económica, que el padre no vaya a la taberna y que los hijos no quieran llevar lujo, ni asistan con frecuencia a espectáculos y diversiones. Mas como hemos visto que esta repartición igual para todos, au n no mirando la cuestión más que bajo el punto de vista económico, es imposible, teniendo unas familias más, otras mucho más de doce reales diarios, resulta que un gran número deben tener menos, y que la ley de la humanidad, aun en las mejores condiciones y para los que pueden y quieren trabajar, es la pobreza.

Hay quien te dice: La producción es indefinida, puede serlo. Mira las cosas de cerca, Juan; mira lo que pasa en tu casa y en la vecindad, y verás si el hombre no tiene más dificultad para producir que para consumir, y si la población no crece con los medios de subsistencia, de modo que, aunque la renta sea más, es también mayor el número de aquellos entre quienes ha de distribuirse. Gracias a Dios, el nivel del bien estar sube, y esto quiere decir, o que la distribución es mejor, o que la producción ha crecido más que la población, y de todos modos hay progreso. Pero este progreso no es tanto que destruya la ley de pobreza, por la cual la humanidad necesita trabajo y templanza para cubrir sus necesidades y para no caer en la miseria. Por mucho que el mundo avance, la ley quedará la misma. Si los medioscrecen, las necesidades crecerán en proporción, y siempre el hombre habrá de trabajar para proporcionarse lo que juzgue necesario, y tendrá que contenerse para que no llegue a faltarle por haber gastado en lo superfluo. La observación de una familia deja en el ánimo este convencimiento, y el estudio más elevado de la naturaleza humana le confirma, porque el hombre, sin trabajar y sin contenerse, se deprava y se extenúa, y he aquí la ley de pobreza y templanza, escrita, no por los economistas en sus libros, sino por el Criador en la organización de sus criaturas.

No soy aficionada a citas, pero voy a hacerte una, Juan, porque es notable; atiende.

«Así el Criador, sometiéndonos a la necesidad de comer para vivir, lejos de prometernos la abundancia, como lo pretenden los epicúreos, ha querido conducirnos paso a paso a la vida ascética y espiritual; nos enseña la sobriedad y el orden y hace que los amemos. Nuestro destino no es el goce, diga lo que quiera Arístipo. No hemos recibido de la naturaleza ni por medio de la industria ni del arte podríamos todos proporcionarnos medios de gozar, en la plenitud del sentido que da a esta palabra la filosofía sensualista, que hace de la voluptuosidad nuestro fin y soberano bien. No tenemos otra vocación que cultivar nuestro corazón y nuestra inteligencia; y para ayudarnos a ello y obligarnos en caso necesario, nos ha dado la Providencia la ley de pobreza. Bienaventurados los pobres de espíritu. Y he aquí también por qué, según los antiguos, la templanza es la primera de las cuatro virtudes cardinales; por qué en el siglo de Augusto, los filósofos y poetas de la nueva era, Horacio, Virgilio, Séneca, celebraban la medianía y predicaban el desprecio del lujo; por qué Jesucristo, con un estilo aun más conmovedor, nos enseña a pedir a Dios por toda fortuna el pan de cada día. Todos habían comprendido que la pobreza es el principio del orden social y nuestra única felicidad aquí abajo....................» Donde quiera se llegara a esta conclusión, de la que sería de desear que nos penetrásemos todos: que la condición del hombre sobre la tierra es el trabajo y la pobreza; su vocación, la ciencia y la justicia la primera de sus virtudes, la templanza. Vivir con poco, trabajando mucho y aprendiendo siempre: tal es la regla.....»

Probablemente, Juan, te figurarás que esto lo ha dicho algún santo de los primitivos tiempos de la Iglesia, algún cenobita o misionero cristiano. Nada de eso; las palabras que te he copiado son de un hombre descreído, de un socialista, de un enemigo de la propiedad, de un apóstol de esa especie de panteísmo social que quiero que el ser colectivo absorba al individuo; de Proudhon, en fin, inteligencia superior, especie de caverna inmensa y encantada, donde a la vez se engendraban monstruos y había ecos para las voces divinas. Aquel elevado talento, puesto tantas veces al servicio del error y del sofisma, se emancipaba otras, y rompía lanzas por la verdad.

Cuando vemos las tiendas de lujo, y las casas suntuosas, y los trenes brillantes, a ti y a mí y a otros nos ha ocurrido alguna vez esta idea: si se distribuyese bien tanta riqueza, no habría pobres. Es una equivocación, de que salimos por una sencilla operación de aritmética; es decir, dividiendo la renta de los ricos por el número de los pobres. Y no es esto decir que sea indiferente el modo de distribuir la riqueza; no, y mil veces no. Sobre esto hay bastante que decir y mucho que hacer; pero la mejor distribución debe tener por objeto extinguir la miseria, no la pobreza, que es de ley económica y moral, que no es una desgracia, y que durará tanto como el mundo. Insisto sobre este punto, porque importa mucho que veas claro, Juan. Importa mucho que cuando te prediquen la rebelión, ofreciéndote un cambio de fortuna, recuerdes que en un país de los más favorecidos por la naturaleza y de los más adelantados en civilización, distribuyendo la renta por igual, no tocaría más que a razón de tres pesetas por cada familia de cuatro personas; que con la distribución por igual es imposible la civilización, el progreso, y esa riqueza misma cuya repartición por igual se pide. La ley de la humanidad es el trabajo, la pobreza, la templanza; lo demás son sueños, de que se despierta de una manera muy triste, muy horrible a veces.

Lo imposible no se lleva a cabo aunque lo pretendan millones de brazos armados, impulsados por millones de espíritus esforzados y generosos; hay una fuerza superior, que se llama la fuerza de las cosas, y no es otra que la ley económica y la ley moral, tan ineludibles como las leyes físicas. Esta fuerza te saldrá al paso siempre que pretendas que sea la regla la riqueza, que no puede ser más que una excepción, no digna de ser envidiada, por cierto, porque si el árbol se ha de juzgar por sus frutos, suelen ser bien amigos los que ella produce.




ArribaAbajoCarta quinta

Que la llaga que conviene curar es el pauperismo, el cual no es cosa nueva ni calamidad creciente


Apreciable Juan: Persuadirte que no debes recurrir a la violencia, porque a nadie perjudica tanto como a ti; desarmar, no solamente tu brazo del hierro homicida, sino tu ánimo del odio y la pasión, que no deja ver con claridad las cosas; comprender que la pobreza, ni se debe temer, porque no es un mal, ni se puede evitar, porque es de ley económica, y dar a la moral la importancia que tiene en la prosperidad de los pueblos, porque es cierto lo que alguno ha dicho, que la virtud es un capital; estos puntos, tratados aunque brevemente en mis anteriores cartas, forman una especie de introducción que juzgo necesaria al asunto que nos ocupa, y en el que podemos hoy entrar de lleno preguntándonos: ¿Qué llaga social debemos curar?

Nuestra respuesta está dada de antemano: el grave mal que hemos de combatir es la miseria física y moral; la miseria, que, cuando es permanente y generalizada en una clase numerosa de un pueblo culto, se llama PAUPERISMO.

Dícese que el pauperismo es un fenómeno de nuestra civilización, que antes había pobres, pero que no había pauperismo. Importa mucho saber si es cierto, porque, a ser verdad, sería la más desconsoladora.

En los pueblos primitivos, que viven de la caza y de la pesca, todos los individuos son miserables; el pauperismo es la condición social: el pobre inglés socorrido por su parroquia, que recibe entre otras cosas té y azúcar, sería allí un potentado, y una gran fortuna la cama de un hospital, que es hoy la mayor desdicha. Si en los pueblos salvajes la miseria es permanente y general, ¿cómo se dice que no se conoce en ellos el pauperismo?

La sociedad da un paso más; se hace pastora, y agricultora después. En vez de inmolar en la guerra a todos los prisioneros, reserva algunos, o muchos; los hace esclavos y los dedica a guardar los rebaños, a cultivar la tierra, etc.; a todas las labores penosas. Se ha dicho y repetido no ha mucho por un hombre de superior talento que la esclavitud es preferible al proletariado. Si fuera posible desear que hubiera un solo esclavo en el mundo, habríamos deseado que arrastrase la cadena quien tal afirma, y no tardaría en retractarse solemnemente. Entre los esclavos, como entre las bestias de carga, no hay pauperismo, hay inmolación, sucumbe el niño por falta de cuidados, la mujer y el hombre enferman y envejecen antes de tiempo por exceso de fatiga, y se abandona de derecho al anciano en una isla para que perezca allí, o de hecho se le deja morir cuando ya no sirve para nada.

Hay progreso. El esclavo se convierte en siervo; disfruta una especie de libertad, que puede compararse con la del pájaro en su jaula: tiene algunos movimientos libres en la tierra de que no puede separarse, y que cultiva para su señor, el cual le impone las condiciones más duras y más humillantes. La sociedad feudal se ha pintado por algunos con los más halagüeños colores. Para asunto de novelas, era bella, y un innegable progreso, comparada con la que la precedía; pero el que desapasionadamente busca la verdad en la historia, ve rapiñas, violencias y miserias, y ve el pueblo siervo, poco menos desdichado que el pueblo esclavo.

Esos señores que en su castillo eran la providencia de sus vasallos, son sueños de poetas: la realidad es que expoliaban y eran opresores, y esto se ve claro en las amonestaciones de los Papas y Concilios, cuya repetición revela la ineficacia; en las leyes, tanto civiles como criminales, diferentes según se aplicaban a los ricos y los pobres, y tan injustas y crueles para éstos; y en la miseria, que no se tomaba en cuenta por el desdén que inspiraban los que la padecían, pero que se revelaba en proporciones horrendas, cuando algún desastre venía a ponerla de manifiesto.

La brevedad con que me he propuesto escribirte, Juan, no me permite citarte aquí textos de leyes, resoluciones de Concilios y de Papas, ni relatos de historiadores; voy, no obstante, a copiarte lo que dice uno describiendo los horrores del hambre en esos siglos en que dicen que no había pauperismo.

«El género humano parecía amenazado de una próxima destrucción; los elementos furiosos, instrumentos de la venganza divina, castigaron la insolencia de los mortales. Los grandes, como los pobres, estaban pálidos de hambre; la rapiña no era ya posible en la penuria universal. Pero entonces se vieron otros horrores. Los hombres devoraban la carne de los hombres: ya no había seguridad para los viajeros; los desdichados que huían del hambre eran devorados por los que los hospedaban; hasta se desenterraban los cadáveres. No tardó en ser como una costumbre recibida alimentarse con carne humana, que se vendía en el mercado.» Glaber, de cuya crónica tomo esto, refiere que él asistió a la ejecución de un hombre que había degollado CUARENTA Y OCHO personas para comérselas.

Esto nos parece hoy imposible, y estamos dispuestos a calificarlo de invención; pero si cuidadosamente estudiamos la penuria y la dureza de los tiempos feudales, un hambre de tres años, que es la que describe Glaber, debería dar lugar a los horrores que refiere, y que prueban el estado miserable de una sociedad que a tales extremos se ve reducida. ¿No habría pauperismo en pueblos donde eran grande la miseria, grande la opresión, desigualmente distribuida la riqueza, y donde la propiedad constituía un privilegio a que en va no aspiraba el que al nacer no había sido favorecido por la fortuna, por más que fuera inteligente y trabajador? El gran número de hospitales, hospicios y demás fundaciones benéficas debidas al espíritu cristiano, prueban la falta que hacían; y la despoblación de los países en que había esclavos y siervos, prueba que allí la miseria era general, y que había pauperismo. Lo que no había era derecho ni aliento para quejarse; lo que no había eran entrañas en la sociedad para conmoverse con los quejidos. Nadie tomaba en cuenta la miseria del esclavo, del siervo; en ella moría; su silencio era unode los derechos del señor y todo grito se sofocaba en la sangre del que lo había dado.

En medio de la obscuridad en que queda la suerte de los miserables en los pasados siglos, hay algunas ráfanas de luz en la historia, al través de las cuales pueden vislumbrarse sus dolores. Las insurrecciones armadas y repetidas de muchos miles de mendigos; la frecuencia con que las asambleas se ocupaban en la mendicidad; las leyes para extirparla, crueles hasta el punto de imprimir al mendigo vagabundo las penas de palos, exposición, mutilación, y hasta el último suplicio: estos hechos generalizados, ¿no prueban claramente la existencia del pauperismo? Cuando el legislador se arma de tal modo y se ocupa con tal frecuencia de un mal, ¿no es prueba evidente de que está generalizado y es profundo?

Ahora, sean mil veces gracias dadas a Dios y a los hombres buenos, ahora los pobres se quejan, y sus ayes hallan eco en los corazones de las personas bien acomodadas; ahora, los que por su posición social están lejos de la miseria, se acercan a ella por los sentimientos de su corazón, cuentan sus víctimas, lloran sus dolores, investigan sus causas, buscan para ellas remedios, y levantan muy alto la voz, ya dolorida, ya indignada, para pronunciar un terrible memento. Se han escrito miles de libros en estos últimos tiempos gimiendo sobre la miseria, poniéndola de manifiesto, procurando combatirla, y las mismas instituciones creadas para aliviarla tienen que contar sus víctimas. El mal se hace notar más, no porque es mayor, sino porque hay quien le investiga y quien le denuncia. Donde no existen médicos, ni medicinas, ni asistencia de ningún género, no se sabe de los enfermos hasta que son cadáveres. No recuerdo qué autor ha dicho que nadie sospecha el número de sordomudos que había en Francia hasta que se han abierto colegios para recogerlos y educarlos. ¿Se dirá que esta enfermedad es moderna, porque hasta ahora los enfermos sucumbían sin que nadie los contase? Algo semejante sucede con todos los desvalidos.

Lo que hoy se considera como el estado más lastimoso: carecer de camisa, de calzado y de cama, era la situación ordinaria de los pobres en esos siglos en que se dice que no había pauperismo. Ahora mismo, cuando en Madrid, por ejemplo, alguna persona caritativa acoge bajo su protección a una familia necesitada, le causa gran pena saber que no tiene sábanas, y uno de sus primeros cuidados es proporcionárselas. No tiene sábanas en la cama, es como decir: Se halla en el último grado de miseria. Mientras así se juzga en la capital, hay en ciertas provincias muchas, muchísimas aldeas y lugares, cuyos vecinos en su mayor parte no tienen sábanas, donde no se las dan a sus servidores las familias regularmente acomodadas, y donde, para encarecer las ventajas de servir en una casa, se dice que da sábanas a los criados. Si se hace una estadística, aparecerá entre los miserables que forman en las filas del pauperismo, el que en la capital recibe de la caridad sábanas, y no el que duerme sin ellas en la aldea.

Este hecho, y otros muchos análogos que pudiera citarte, te hará comprender que la miseria puede existir y existe sin que nadie la compadezca ni hable de ella, ni la note, y que el abatimiento y la resignación del que la sufre, combinados con la indiferencia del que podía consolarla, dan por resultado el silencio de la historia. Alguna vez los miserables, aconsejados por la desesperación, se levantan, luchan y sucumben; hay guerra, pero no hay cuestión social, porque ni derecho se concede a los rebeldes, ni compasión inspiran los vencidos, ni se ve allí más que un caso de fuerza que con la fuerza se vence. Para que las miserias de la multitud sean una cuestión, es preciso que las compadezcan y las sientan los que no son miserables, los que han cultivado su inteligencia, y la llevan como una santa ofrenda al templo del dolor, y se arman con ella para combatir por la justicia. Creo que te lo ha dicho ya, y es posible que te lo vuelva a decir, porque poco importa la monotonía de la repetición, y mucho que no olvides que de las filas de los señores han salido los defensores de los pobres, los que en estudiar los medios de aliviarlos han gastado su vida, o la han sacrificado en el patíbulo y en el campo de batalla.

A medida que ha ido habiendo manos benditas que se presten a curarlas, se han ido revelando las llagas sociales; y como esos niños que se han lastimado y no lloran hasta que ven a su madre, el pueblo no ha empezado a quejarse hasta que la sociedad ha tenido entrañas para compadecerle. Hay un derecho del que nadie te habla, que no está consignado en ningún código, el derecho a la compasión; derecho que, sin proclamarle, invoca el que padece, y que sin reconocerlo sanciona el que consuela; derecho bendito y santo, sin el cual es probable que nunca se hubiera reconocido la justicia de los débiles.

Al sostener que el pauperismo es un fenómeno de nuestra civilización, se citan números, y es, por desgracia, grande el de los que sufren en la miseria; pero aunque en absoluto excediera al de otros tiempos, que no lo creo, siempre sería menor, proporción guardada con el de habitantes, aumentado éste en términos de que unía ciudad cuenta hoy más que había antiguamente en todo un reino. Y no sólo se aumentan con la población los miserables, sino que se agrupan generalmente en las grandes poblaciones, donde su desdicha puede ser más notada.

La mortalidad decrece en términos de que hay pueblos como Londres, donde en poco tiempo ha disminuido una mitad: ¿y se quiere sostener que la miseria aumenta? Es como afirmar que cuatro y cuatro son seis.

Un título de gloria para la civilización se convierte en un capítulo de cargo. Las filas de la miseria están en su mayor parte formadas por ancianos, enfermos, achacosos, niños abandonados; por los débiles, por los que no pueden trabajar, o cuyo trabajo es insuficiente. En los pueblos salvajes o bárbaros nada de esto existe; los débiles sucumben infaliblemente: no hay para ellos miseria, hay exterminio.

Resulta, pues, para mí muy claro, y quisiera que para ti lo fuese también:

1.º Que el pauperismo no es un fenómeno de la civilización, sino una desdicha de la humanidad.

2.º Que la civilización le disminuye en vez de aumentarle, circunscribiéndole más o menos, pero circunscribiéndole siempre a una parte de la sociedad, cuando en el estado salvaje se enseñorea de todo, y en el estado de barbarie muy poco me nos.

3.º Que en la historia no aparece a primera vista con toda claridad y con la extensión que realmente ha tenido, porque sus víctimas sufrían y morían en el silencio, abatidas o resignadas, y vistas con indiferencia por los que debían auxiliarlas; además no se llamaba miseria lo que hoy se califica de tal.

4.º Que habiéndose humanizado el hombre, sintiendo más los que sufren y los que pueden consolar, el miserable se queja bastante alto para que se le oiga; el compasivo repite el ¡ay! doliente, que halla miles de ecos; este dolor, ignorado ayer, se publica hoy, se estudia, se compadece, y hasta se explota, convirtiéndole los fanáticos y los ambiciosos en arma de partido contra los Gobiernos que quieren derribar. Desde que el pueblo ha empezado a llamarse soberano, como todos los soberanos, tiene sus aduladores.

5.º Que habiendo tenido la población un extraordinario incremento, los pobres se han multiplicado también, y agrupándose en los grandes centros, se hacen más visibles.

¿Concluiremos de todo esto que las cosas están muy bien como están; que no hay motivo sino para congratularnos, y que nada resta que hacer? -No, no, mil veces no. El pauperismo, la miseria física y moral, existe en grandes, en horribles proporciones. Que todo el que tiene entrañas la sienta; que todo el que tiene inteligencia piense en los medios de atenuarla; que todo el que tenga lágrimas la llore. Te digo con verdad, Juan, que las mías corren al escribir estas líneas, y obscurecen la luz de mis ojos, pero no la de mi entendimiento, hasta el punto de confundir las cosas, de modo que vea el pauperismo creciente, a medida que crece la prosperidad de las naciones. Esto podrá ser cierto, si acaso, en un momento de la historia, en un país dado y por circunstancias especiales, pero de ningún modo es un hecho general, ni menos una ley económica.

Aflijámonos, sí, aflijámonos profundamente, porque las desdichas de la humanidad son grandes, pero no nos desesperemos creyendo que son cada vez mayores, porque entonces, ¿quién tendrá ánimo para trabajar en combatirlas? Bajo la mano de Dios, o inspirado por Él, mejora el hombre su suerte sobre la tierra; pero las pasiones y los errores oponen de continuo obstáculos a su marcha, y por eso es el progreso tan lento.

Bajo la mano de Dios, te digo, y tú replicarás tal vez: ¡siempre Dios! Siempre, amigo mío. No es mucho que una mujer le invoque, le implore y le sienta, cuando una de las inteligencias más poderosas, y uno de los espíritus más rebeldes, Proudhon, decía: «Estudiando en el silencio de mi corazón, y lejos de toda consideración humana y el misterio de las revoluciones sociales, Dios, el gran desconocido, ha venido a ser para mí una hipótesis, quiero decir, un instrumento necesario de dialéctica




ArribaAbajoCarta sexta

Causas de la miseria.-Falta de trabajo


Apreciable Juan: En mi carta anterior he procurado demostrarte que el pauperismo es una desdicha de la humanidad, no un fenómeno de la civilización, lo cual, por el contrario, le aminora. Importa persuadirse de esta verdad consoladora, para no desesperar de la humanidad y tener fuerzas y emplearlas en buscar algún remedio, algún consuelo siquiera a sus agudos dolores. Sus males son grandes, muy grandes, pero lo han sido más: trabajemos sin descanso y con fe en disminuirlos cada día. Si imitáramos, como podíamos y debíamos, al que pasó haciendo bien; si tan lejos de locas esperanzas como de la desesperación culpable y cobarde, cerrando los oídos a la voz del egoísmo, pusiéramos en actividad las nobles facultades que de Dios hemos recibido, cada cual en la medida de sus fuerzas, toda generación, al extinguirse, podría decir a la que la sigue: Te dejo la humanidad un poco mejor y un poco menos desdichada que la he recibido.

Para conocer el pauperismo, sin lo cual es imposible hallar para él remedio ni paliativo alguno, lo primero es estudiarle, analizarle, ver de qué elementos se compone y cómo existe. Comprendo que semejante estudio tiene, entre otros desagrados, el de aparecer como una cosa trivial y que todo el mundo sabe; pero está lejos de ser indigno de una inteligencia, aunque sea elevada, profundizar esas cosas que saben todos, agruparlas, y sacar de ellas consecuencias que la pasión y la soberbia, han obscurecido. ¡Cuántas veces el genio necesita tocar a la tierra para fortalecerse y recibir las inspiraciones del sentido común, que sirven de freno a sus delirios!

En cuanto a mí, Juan, lejos de disgustarme el que no halles novedad en las cosas que te voy a decir, me complace altamente que sepas unas, que caigas en la cuenta de que sabías otras, sólo que no te habías parado a reflexionar sobre ellas, y que puedas comprobarlas todas sin más que recurrir a tu memoria, o hacer una visita a los cuartos dela casa de vecindad donde habitas.

El pauperismo es miseria; la miseria se compone de miserables, que lo son: 1.º, por falta de trabajo; 2.º, por no poder trabajar; 3.º, por no querer trabajar; 4.º, por imperfección del trabajo; 5.º, por mal empleo de la remuneración; 6.º, por insuficiencia de la remuneración.

La falta de trabajo puede ser permanente o temporal, y lo propio sucede con la imposibilidad de trabajar.

El negarse al trabajo puede provenir de crimen, de vicio o de vanidad.

La imperfección del trabajador puede ser efecto de mala voluntad, de falta de instrucción o de natural ineptitud.

El mal empleo del fruto del trabajo puede ser por conducta viciosa o por falta de circunspección.

La insuficiencia de la remuneración puede ser efecto de las muchas obligaciones, o de la carestía de las cosas necesarias a la vida, o de lo crecido de los impuestos.

Por lo crecido de los impuestos.

Te haré un pequeño cuadro, para que de un golpe de vista puedas hacerte cargo de las causas que producen la miseria.

Por no haber qué hacer.
Falta de trabajo..................Por falta de capital.
Por emplearse el capital en especulaciones que no dan trabajo.
Por enfermedad.
Imposibilidad de trabajar.....Por vejez.
MISERIA PORPor niñez.
Por atenciones imprescindibles.
Por crimen.
Negarse a trabajar................Por vicio.
Por vanidad.
Por mala voluntad.
Imperfección del trabajador...Por ignorancia.
Por falta de aptitud.
Por crimen
Mal empleo del salario...........Por vicio.
Por ligereza.
Porque es corta.
Insuficiencia de la remuneración...........................Por carestía.
Por muchas obligaciones.
Por lo crecido de los impuestos.

Todas las personas miserables verás que han caído en la miseria por alguna de las causas arriba señaladas o por la combinación de varias.

Empecemos nuestro estudio por

LA FALTA DE TRABAJO

Las olas embravecidas del mar inmenso, que destrozan y tragan los navíos poderosos, obra la más admirable del genio del hombre, están constituidas del mismo modo, obedecen a la misma ley, que esas casi imperceptibles que levantan en el agua de tu jofaina si la agitas. Del propio modo, las leyes económicas de los mercados de Londres y Nueva-York son idénticas a las que rigen el puesto de verdura del portal de tu casa. Importa mucho que comprendas bien esto, Juan, porque si estuvieras persuadido de la identidad de ciertos fenómenos económicos, y de que lo que es absurdo en tu casa o en tu vecindad, lo es igualmente en todas las casas, en todos los palacios, en el mi mundo todo, tu buen sentido habría puesto en su lugar ciertas teorías que no te han engañado sino por el disfraz de la fraseología científica, y por la suposición de que los fenómenos en grande escala, que no puedes observar, no son esencialmente idénticos a los que ves todos los días. Las cosas pasan en el mundo lo mismo que en tu barrio, por lo que toca al asunto que nos ocupa, y alrededor tuyo y muy cerca tienes pruebas de si es verdad o mentira la regla o ley que te dan por universal.

Suponiendo que no olvidarás esto, vamos a ver qué se necesita en tu casa, en tu pueblo, en el mundo todo, para que haya trabajo; pero antes es menester que nos fijemos bien en lo que es trabajo. A mi parecer, puede definirse así:

UN ESFUERZO INTELIGENTE, Y SOSTENIDO QUE PRODUCE UN RESULTADO ÚTIL. Esta definición te hará comprender el absurdo, muy generalizado, de llamar trabajadores solamente a los que trabajan con las manos.

En primer lugar, con las manos solamente nadie trabaja, porque en el trabajo más mecánico entra siempre cierta cantidad de inteligencia, así como en el más elevado hay siempre algo material.

Trabajan igualmente el que hace una teja y el que hace una ley; el que cepilla una tabla y el que corrige un verso; el que amasa el mortero y el que combina los sonidos para producir una melodía; el que lleva una camilla y el que estudia los medios de aliviar o curar al enfermo; el que construye un muro para encauzar la corriente de un río, y el que medita sobre el modo de contener el desbordamiento de las pasiones humanas. Estos trabajos, que hasta aquí no has tenido por tales, y que ahora mismo te parecen muy cómodos, son a veces los más penosos, y puedes cerciorarte de ello por lo mucho que gastan la vida del trabajador, envejecido antes de tiempo sobre sus libros. Sabes del albañil que se cae de un andamio y muere de resultas del golpe o queda inútil, e ignoras que el estudio hace también sus víctimas, y que en las Escuelas de Caminos y de Minas, por ejemplo, enferman o sucumben muchos jóvenes que no tienen bastante robustez para resistir tantas fatigas mentales. No soy sospechosa de indiferencia para con los inválidos del trabajo manual: tienen mis simpatías y mis lágrimas cuando no puedo darles otra cosa, pero no he de negárselas al que cae abrumado por el trabajo de la inteligencia.

Investiguemos ahora qué se necesita para tener trabajo, y veremos que son indispensables estas condiciones:

1.ª Que haya medios de adquirir el instrumento del trabajo y de pagar al trabajador, o que él los tenga, si trabaja por su cuenta.

2.ª Que estos medios puedan y quieran dedicarse a este objeto.

3.ª Que haya quien quiera y pueda comprar el producto del trabajo.

Supongamos que eres oficial de zapatero. Para que tengas trabajo es necesario que el maestro tenga dinero para acopiar material y pagarte la hechura del calzado, que tarda más o menos en venderse.

Es preciso que el maestro crea que venderá la obra en buenas condiciones, porque si teme que se la roben o que le deje poca, ganancia, aunque tenga capital, se lo guardará o lo dedicará a otra especulación en que espere hallar más seguridad o más interés.

Es preciso también que haya quien quiera ponerse zapatos y tenga dinero para pagarlos. Todas estas condiciones son necesarias igualmente, si en lugar de ser oficial trabajas por tu cuenta.

Ya ves, Juan, que sin material, sin herramienta, sin alimento y sin que haya quien compre los zapatos, no es posible que tú los hagas, ni que nadie te mande hacerlos.

Lo mismo sucederá si en vez de zapatos haces blusas, sillas, panes, sortijas, violines, memoriales o comedias: para todo se necesitan medios de trabajar, comer mientras se trabaja y venta de los productos obtenidos.

Otra vez me figuro que al leer esto piensas: -¿A qué vendrá decir y repetir verdades tan sencillas y que todo el mundo sabe? -Viene Juan, a que se olvidan o no se aplican estas verdades, porque de otro modo no era posible que te hablasen de derecho al trabajo, ni que tú creyeses que semejante derecho puede existir en el sentido de que haya alguno que tenga el deber legal de darte ocupación.

Supongamos que se declara solemnemente ese derecho, y que tú pides zapatos que hacer, o quieres venderlos si los haces por tu cuenta. ¿Y si no hay quien te dé obra? El Estado te la dará, dicen, en virtud del derecho que reclamas. Y si no hay quien quiera o pueda comprar los zapatos, ¿qué hará el Estado de ellos? Los irá almacenando, y tú trabajarás, no para producir un efecto útil, sino para acumular un producto que de nada sirve, y tu trabajo dejará de serlo para convertirse en ocupación. Tú dirás: zapatos siempre se necesitan. Es cierto, pero no siempre se necesitan o pueden pagarse en la cantidad en que pueden hacerse.

Si sólo los de tu oficio tuvieran derecho al trabajo, tal vez sería posible que, haciendo un sacrificio grande el Estado, aunque no tuviera despacho, te diera obra y regalara o tirara lo que no pudiera vender, pero todos los trabajadores, es decir, casi todos los hombres, tienen el mismo derecho que tú, y piden ocupación en su oficio, su arte o su ciencia.

En tu casa hay ochenta vecinos: no quieren gastar zapatos, o no pueden pagarlos, o tienen quien se los haga mejores o más baratos que tú. En virtud de tu derecho, es preciso imponerles una contribución para pagar tus jornales, quieran o no quieran, hágales o no falta tu obra: esto es cómodo para ti. Pero en la misma vecindad hay un sastre, un carpintero, un albañil, un cerrajero, un médico, un abogado, un pintor, una modista, un músico, un arquitecto, un comerciante, un ingeniero, etc., etc., hasta ochenta, en fin, que tienen derecho al trabajo como tú. Es necesario que pagues la parte de contribución que te corresponda para satisfacer el salario de todas estas personas, si es que no hay quien necesita o puede pagar sus servicios. ¿Y qué quedará de tu salario después que se saque lo preciso para contribuir al pago de tantos otros? No alcanzaría, Juan, puedes estar seguro de ello; porque el derecho al trabajo supone el deber de dar que trabajar, deber que sólo el Estado puede llenar. Figúrate cómo el Estado ha de hacerse industrial de toda clase de industrias, y comerciante, y vigilar todo lo que se hace y cómo se hace, y retribuir a cada uno según su buena o mala labor, y llevar a todas partes la actividad o inteligencia indispensables para que los productos se obtengan en buenas condiciones económicas, es decir, para que no cuesten más de lo que valen.

Entra luego la apreciación de lo que a cada uno ha de satisfacerse por su obra, según es mucha o poca, buena o mala; cosa fácil de hacer a un particular e imposible al Estado; lo que ha de darse a los que no tienen trabajo, porque no se han de crear pleitos para dar que hacer a los abogados, y herir a las gentes o inocularles algún virus para que los cirujanos no carezcan de ocupación; y entra, en fin, la parte proporcional que a cada trabajador corresponde, porque si a todos se da lo mismo, nadie querrá hacer lo que ofrece mayores dificultades, y la sociedad se volvería al estado salvaje.

Para intentar esto, sería preciso que el Estado poseyese todos los instrumentos de trabajo, las tierras que se habrán de cultivar, las minas que habrán de explotarse, las fábricas de todas las industrias, los barcos destinados al comercio, los capitales, etc.; en fin, sería preciso despojar a todo el mundo, destruir la propiedad.

Si fuera posible, que no lo es, tamaño absurdo, el resultado inmediato de este comunismo sería la ruina del empresario inepto y puesto en condiciones en que es imposible prosperar, o, lo que es lo mismo, del Estado; y esta ruina sería espantosa, porque la sociedad se hallaría sin recursos, sin capital, como en los tiempos primitivos, y con una población llena de necesidades que en ellos no se conocían, e infinitamente más numerosa. Un ensayo se hizo en Francia el año 1848 con los talleres nacionales: acudieron a ellos los operarios en virtud del derecho al trabajo; se trabajó mal, caro y poco, relativamente; faltó salida para los productos; después de haber aglomerado los obreros, se cerraron los talleres; vinieron el hambre, la desesperación, y aquellas jornadas en que no hubo tanta vergüenza, pero en que corrió tanta sangre como en los combates que ha sostenido la Commune. Los grandes apóstoles del derecho al trabajo procuraron sustraerse a la responsabilidad de este desastre; ninguno quiso confesar que había tenido parte en los talleres nacionales, y cayeron a miles las víctimas de ese pobre pueblo, a quien se engaña con tan poca reflexión o con tan poca conciencia. ¿Y qué razones alegaban los sostenedores del derecho al trabajo para condenar el ensayo de París? Todas venían a reducirse a la falta de oportunidad, como si pudiera haberla nunca para realizar lo imposible.

No puede ser lógico el que parte de un error, que de consecuencia en consecuencia va creciendo hasta saturar las inteligencias que, a Dios gracias, no tienen una capacidad indefinida para él, o hasta estrellarse contra los hechos, contra el imposible material. El derecho al trabajo debe ser idéntico para todo trabajador; lo mismo para el que hace caballos de cartón que para el que forma tablas de logaritmos. Pero crear pleitos para dar que hacer a los abogados que no los tienen; inventar enfermos para que los médicos tengan a quien curar; remunerar al poeta cuyos versos nadie quiere oír, parecería un absurdo imposible, y, no obstante, no es ni más ni menos que pagar al sillero para que haga sillas donde ninguno quiere sentarse.

Cuando veo a un hombre con cara de honrado, con aspecto digno, con señales de costarle grande esfuerzo decir: «Señora un pobre jornalero que no tiene trabajo», te aseguro, Juan, que aquella voz me causa un dolor profundo; pero he sufrido más, porque la desdicha es mayor, al penetrar en una pobre vivienda, sin fuego ni estera en invierno, y he visto en ella un obrero de la inteligencia sin trabajo; a un hombre de grandes conocimientos, de elevadas ideas, que quiere trabajar y no halla dónde, y con los suyos sufre la privación de lo más necesario, y no puede pedir limosna porque su dignidad se lo impide. ¿Crees tú que no es también desgarrador este espectáculo? ¿Crees tú que si hubiera derecho al trabajo, debería limitarse a los que trabajan con las manos, y que Cervantes, Camoens y Papin no hubieran podido invocarle en su miseria?

Yo sé que es terrible querer trabajar y no hallar dónde: también lo es una enfermedad dolorosa, y el perder los objetos de nuestro cariño, y el dejarlos morir, y el ver que se extravían, y el hallar indiferencia en pago de amor... La vida está llena de males terribles e inevitables; negándose a la evidencia de esta verdad, se corre tras ilusiones, sembrando al paso dolorosas y a veces sangrientas realidades.

Cuando naturalmente no hay trabajo, espontánea y lógicamente no resulta como una consecuencia, y nadie tiene la posibilidad ni puede tener el deber de darlo. La ley económica es inflexible y despide al obrero. ¿Diremos con Malthus al hombre, que está realmente de más sobre la tierra; que en el gran banquete de la naturaleza no se ha puesto cubierto para él; que la naturaleza le manda que se vaya, y no tardará en poner por sí misma la orden en ejecución?.... ¡No! ¡No! ¡No! Si la ley económica es inflexible, queda la ley religiosa, la ley moral, la ley de amor; y cuando el jornalero no halla un especulador que le ocupe, puede y debe hallar un hermano que le consuele y le ampare.

Esta carta se va haciendo muy larga, Juan; dejaremos para otra el investigar las causas de la falta de trabajo.




ArribaAbajoCarta séptima

Continuación de la anterior


Apreciable Juan: Hemos visto que cuando naturalmente hay trabajo es un hecho, y cuando no le hay, no puede ser un derecho, porque nadie tiene derecho a lo imposible. Tú me dirás tal vez: Yo he visto promover obras públicas para dar trabajo. Es cierto, y la objeción merece que nos detengamos un momento en ella.

Hay casos de escasez, de epidemia, de penuria, en que el hambre amenaza hacer muchas víctimas, o en que peligra el orden público. Entonces se promueve una obra para que los miserables no se mueran en la miseria o maten desesperados. Si la obra es útil, y el Estado o la corporación que la promueven tienen fondos o pueden proporcionárselos con un interés moderado, el trabajo está en condiciones económicas, es beneficioso, y la necesidad no ha hecho más que vencer el descuido, la inercia, o, como tantas veces sucede, inspirar un pensamiento que sin ella no hubiera ocurrido.

Si la obra no es útil, o no lo es tanto que pueda compensar los sacrificios pecuniarios indispensables para llevarla a cabo; si tal vez los fondos que se emplean se han tomado a un subido interés, que saldrá del presupuesto del Estado, entonces se da limosna, se evita un motín o una rebelión; es cuestión de beneficencia o de orden público; las medidas que se adopten deberán juzgarse bajo este punto de vista, y no son ya de la competencia de la economía política.

Aunque sea muy de paso, he de hacerte notar la mucha prudencia que se necesita para que el Estado o las corporaciones den limosna en forma de trabajo sin graves perjuicios, que vienen a recaer principalmente en aquellos mismos que la reciben. Ejemplo:

El Ayuntamiento de Madrid se cree en la necesidad de dar trabajo a miles de hombres, y no tiene preparada ninguna obra beneficiosa en que pueda ocupar tantos brazos. No se hace casi nada, y el trabajador adquiere hábitos de holganza. Corre la voz de que se gana un jornal por dar perezosamente algunos pasos y mover de vez en cuando un azadón, o llevar una espuerta entre cigarro y cigarro; no es para desperdiciar la ganga, y acuden a ella aun los que no se hallan necesitados. El número va creciendo, se empieza por disminuir el jornal; aun así hay imposibilidad de pagarlo; se toman precauciones; la fuerza armada interviene, y se empieza a despedir a los trabajadores. Para sostenerlos hubo que tomar dinero a un rédito muy alto, que han de pagar los contribuyentes, y como el pobre lo es, resulta perjudicado con la medida aparentemente beneficiosa:

1.º Porque ha adquirido hábitos de holganza, que a él perjudican más que a nadie.

2.º Porque han venido a hacerle competencia personas que no se la hubieran hecho en condiciones normales.

3.º Porque ese dinero con que se le paga devenga un rédito enorme, de que satisfará una gran parte en esta o en la otra forma, pero que pesará sobre él, porque el Ayuntamiento, en último resultado, no tiene más recursos que los que saca de los contribuyentes.

La limosna en forma de trabajo pueden darla los particulares con buen éxito, pero dada por el Estado y por las corporaciones, tiene grandes inconvenientes. No se puede condenar en absoluto, porque hay casos en que la cuestión de humanidad y orden público lo domina todo; pero conviene que comprendas que has de pagar al cabo tú mismo, y con réditos, ese jornal que a tu parecer se te regala.

Hagámonos cargo ahora de las principales causas de la falta de trabajo, y de este estudio resultará la inutilidad, más, el perjuicio de recurrir a medidas violentas, que le disminuyen en vez de aumentarlo.

Una de las causas de la falta de trabajo puede ser el excesivo número de trabajadores, ya con relación al capital disponible, ya respecto a la obra que ha de ejecutarse y que tiene un límite. Ahora, por ejemplo, las carreras de medicina y leyes se hacen en dos o tres años, salen millares de abogados y médicos, y como ni los pleitos ni los enfermos aumentan, resulta que es materialmente imposible que tengan ocupación; aquí, la falta de trabajo es falta de qué hacer, y el remedio, que de esto se convenzan los que a ellas se dedican: algún otro más pronto y eficaz podría indicarse, pero esta indicación nos sacaría de nuestro asunto.

La acumulación que hay en algunas carreras, por la facilidad de concluirlas o por las ventajas que ofrecen, puede suceder en todas y en todos los oficios por exceso de población. Aunque no sea yo de los que toman los cálculos de Malthus como un artículo de fe, y crea que el exceso de población es un monstruo siempre pronto a devorar la prosperidad pública, no puede negarse que en momentos y países dados, crece más que la posibilidad de darle trabajo, por mucho que prosperen la industria y el comercio y abunden los capitales. ¿Qué hacer? ¿Trasladar el sobrante de población a otros países en que falte, como ha hecho Inglaterra? Es como establecer bombas a la orilla del mar, con la pretensión de que baje su nivel. Cuando el exceso de población llega a ser un grave mal, no se ve para él otro remedio que la continencia, la moralidad, la dignidad, la razón del hombre, en fin, y su conciencia, que no le permiten formar una nueva familia hasta que tiene medios de sostenerla. Esta es una de tantas veces en que la economía política necesita recurrir a la moral para resolver sus problemas.

Un hombre de primer orden, Montesquieu, ha dicho que los mendigos no se apuraban por tener hijos en gran número, porque los dedicaban a su propio oficio. En esta clase desdichada, el mal alcanza sus mayores proporciones, que van disminuyendo a medida que el hombre se moraliza y que el ser racional se sobrepone al bruto. Levantar el nivel de la instrucción y de la moralidad del pueblo, es hacer cuanto hacer se puede para que la población no exceda a los medios de subsistencia. Ese recurso, dirás tal vez, es muy lento, dado que sea eficaz: así es, por una desgracia inevitable; inevitable te digo, Juan, porque no hay remedios breves para males largos.

La falta de trabajo puede provenir también, y es en general el caso en nuestra España, no que no haya que hacer, ni de que sobre población, sino de que falte capital, ya porque escasea, ya porque se dedica a especulaciones que no proporcionan trabajo, o a gastos que alimentan el trabajo de otros países.

En España faltan en general caminos, canales y puertos; faltan industrias; faltan edificios apropiados para provisiones, hospitales y asilos benéficos; faltan casas para pobres; falta que explotar nuestro rico suelo, que con trabajo inteligente produciría mucho más y mucho mejor. Cuando se habla de hacer algo de todo es to, suele responderse: no hay dinero, no hay capitales.

Mucho tiene de verdad la respuesta: en un país en que se pierde tanto tiempo, no puede haber mucho dinero, ni grandes ahorros donde hay desorden en la administración pública y despilfarro en los gastos particulares. Para estar en lo cierto, hay que partir del hecho de que España, con un suelo rico, es un país pobre, comparado con Inglaterra, Francia, Bélgica, etc., etcétera. Pero además de que escasean los capitales, se da a muchos una dirección que no proporciona trabajo. El estado está siempre falto de recursos y de crédito, y toma prestado a un interés crecidísimo, de modo que la especulación más lucrativa es darle dinero a rédito ¿Cómo han de ir los capitales a, levantar fábricas, a fecundar nuestro suelo, si prestados al Gobierno, ganan no se sabe cuántos por ciento sin inteligencia ni trabajo? La deuda pública aumenta, y con ella los que viven del agio, se reduce a comprar barato y vender caro, haber añadido nada al valor verdadero, al valor útil de la cosa comprada.

Los propietarios, por despilfarro en sus gastos, descuido, completo abandono o falta de inteligencia en la administración de sus bienes, se ven en la necesidad de tomar dinero sobre ellos y dan un subido interés, que es todavía mucho mayor para los que no pueden ofrecer en hipoteca un inmueble. El atractivo de una gran ganancia sin necesidad de emplear trabajo ni inteligencia lleva los capitales, como ves, a prestar al Estado y a los particulares sumas que no emplean en gastos reproductivos, generalmente, sino en superfluidades o en vicios.

Para el Estado, para los particulares, para todo el mundo, el préstamo, cuando no se dedica a una especulación beneficiosa, a mejorar fincas, a gastos reproductivos, en fin, el préstamo cuando se consume, cuando se come, es la ruina del que toma prestado: tal es el caso de miles de personas pobres y ricas, grandes y pequeñas, en nuestra patria, y una de las causas más poderosas de empobrecimiento y de que no haya trabajo. Todos los países, se dirá, tienen deuda y papel y gentes que lo compran y viven de su renta. Es cierto; pero en los pueblos prósperos es menor la deuda pública relativamente a la riqueza; es mayor el crédito; se paga en consecuencia un interés más reducido, y los capitales no se agolpan a la Bolsa, a la usura, al agio, en tan grande escala, dejando languidecer la agricultura, la industria y el comercio, donde hallan mayores beneficios.

Hemos hablado de usura, de ese cáncer que nos está corroyendo, y conviene definirla. Entiendo por usura un interés excesivo del capital, que no guarda proporción con el trabajo y la inteligencia que emplea el que lo cobra, ni con el riesgo que corre, ni con el rédito que se saca de los capitales empleados en empresas beneficiosas. Si la definición es exacta, ¡qué de usureros en nuestra patria! Aquí, Juan, la economía política vuelve a encontrarse con la moral: si sus leyes se respetasen más, no habría tantos despilfarradores viciosos que pagasen réditos usurarios, ni para cobrarlos habría tantos hombres sin conciencia.

Pero es necesario ser justos y comprender las dificultades que entre nosotros ofrecen las empresas verdaderamente beneficiosas para el país y que proporcionan trabajo. Hay que luchar con las preocupaciones de la comarca; con la mala voluntad de los que se creen perjudicados; con la poca inteligencia de los operarios; con sus hábitos de holganza; con la falta o carestía de instrumentos o ingredientes auxiliares que pagan fuertes derechos; con el mal estado de las comunicaciones; con la poca seguridad que hay para las personas; con lo abrumador de los impuestos, y de algún tiempo a esta parte, con la hostilidad de los operarios, que puede quedar latente, traducirse en huelga o ir más allá.

Ahora dime tú cualquiera persona de razón y sinceridad, si con tantos obstáculos para realizar un beneficio por una parte, y tantas facilidades por otra, no es natural que la balanza se incline del lado del egoísmo, y que los capitales corran a la ganancia fácil, y más cuando todos lo hacen. Los males muy generalizados son más de deplorar, pero son menos imputables a los individuos, porque revelan una especie de complicidad en las cosas, que, si no los justifica, disminuye no obstante la culpa de cada uno en esa especie de torbellino en que van envueltos todos. Las cosas malas, malas son siempre; pero la maldad de los que las llevan a cabo varía mucho con las circunstancias: condenamos la mala acción, pero antes de aborrecer o despreciar al hombre que de ella es responsable, preguntémonos: En su lugar, ¿hubiera sido yo mejor? Si no exigiéramos de los otros más bien que el que somos capaces de hacer, se evitarían muchos odios y muchos rencores que, haciendo daño al que los inspira, hacen todavía más al que los siente.

Yo te aseguro que me inspira una especie de gratitud y de admiración cualquiera persona que plantea una industria, mejora un cultivo, construye una fábrica o un barco, y alejándose de las ganancias fáciles para él, estériles o perjudiciales para la sociedad, va a buscarlas entre luchas y dificultades sin cuento, y da trabajo al obrero y beneficios a su país. Mucho hacen por él los que no desertan de un campo donde se lucha en condiciones tan desventajosas.

Hay otras causas que explican la falta de trabajo; tales son:

La ignorancia de los que podrían darlo y no mejoran su propiedad o no plantean una industria por no saber las ventajas que puede reportarles.

Ciertos hábitos de avaricia sórdida, que halla su mayor complacencia en contemplar el tesoro guardado.

La desconfianza.

La falta de aquel espíritu de asociación que da por resultado un gran capital con los pequeños ahorros de numerosos asociados.

El descrédito en que las asociaciones han caído.

La falta de probidad, que justifica el retraimiento de los que ven un estafador en casi todo el que los propone una especulación.

Las preocupaciones, que aunque van desapareciendo, influyen todavía para que cierta clase de personas rehúsen dedicarse a empresas que proporcionarían trabajo.

Ya ves, Juan, si estos obstáculos, y otros análogos que omito, pueden hacerse desaparecer a tiros o dando decretos, y haciendo leyes u organizando huelgas, y si, arraigados como están, es obra de un día ni de un año el arrancarlos. Para esto se necesita que varíen las condiciones económicas del país; que la seguridad y la moralidad crezcan, y también que varíen los hábitos y las ideas. ¿Deduciremos de aquí que no debe intentarse nada para salir del triste estado en que nos hallamos? No, ciertamente. Hay que trabajar mucho, luchar incesantemente, pero sin desalentarse si el triunfo no es inmediato y completo, porque no pueden vencerse en poco tiempo obstáculos que han necesitado mucho para acumularse.

Tú habrás oído hablar de organización del trabajo; es la piedra filosofal de los alquimistas sociales. Cómo se ha de organizar en el sentido que ellos lo intentan, es decir, de modo que ponga fin a la miseria y a la injusticia, ninguno lo ha dicho, porque no se puede llamar organización a los sueños socialistas ni a los delirios de Fourrier.

Cuando no hay trabajo, nadie puede tener derecho a él, como te he dicho; cuando le hay, es un hecho; y en cuanto a su organización, a esa fórmula superior que ninguno ha dado, puede afirmarse que ninguno la dará. La organización del trabajo, como la del Municipio, del Estado, de la escuela, del taller y del ejército, puede acercarse a la perfección, pero no puede ser perfecta, porque no lo son los hombres que en ella intervienen.

Yo he sido joven también; yo he sido soberbia, y me he rebelado contra la necesidad del dolor, y he seguido a los que buscaban fórmulas superiores de organización social, y aun las he buscado por mi cuenta. Yo he protestado alto, muy alto, en mi corazón y en mi conciencia, contra todo lo existente, y he querido una renovación completa, absoluta. Los innovadores más atrevidos no me parecían imprudentes, ni los soñadores más delirantes, insensatos. ¡Juzgaba tan cuerdo y razonable a todo el que me decía: Los hombres van a dejar de ser desdichados! La pasión del bien me arrastraba; pero al estrellarse contra la realidad, sentía el golpe; y recibí, tantos que se templó mi alma, y tuve fuerza para no cerrar los ojos a la luz que los hería dolorosamente: entonces vi una cosa muy sencilla; vi que toda institución humana ha de ser imperfecta como el hombre, y que toda imperfección ha de producir dolor. Acepté, pues, el dolor como una cosa inevitable; comprendí que disminuirle es nuestra obra, y perfeccionarnos nuestro único medio; que toda mejora social tiene que ser lenta, como el perfeccionamiento del hombre, y que esas fórmulas superiores para curar en un día, en una hora, las llagas sociales, eran delirios de la soberbia y sueños del buen deseo. Los que adquirimos esteconvencimiento debemos resignarnos a representar un modesto papel, y a que nos traten muy de alto abajo los apóstoles de las reformas radicales e instantáneas. Tú podrás notar que, si nos conceden buena voluntad, nos miran con desdeñosa compasión, como a pobres gentes sin elevación en las ideas ni energía en el carácter, esclavos de la rutina e incapaces de elevarse a altas concepciones científicas. En cuanto a mí, nada importa; estoy resignada hace tiempo a ser una operaria humilde de la obra social; pero a ti es fácil que te fascine esa altivez y que midas la ciencia por el orgullo, y más cuando las promesas que te hacen halagan tu deseo.

Debemos distinguir, no obstante, entre el derecho al trabajo y la organización del trabajo. El primero es un imposible; la segunda lo es también, si se cree hallar con ella un remedio a todo género de miserias e injusticias sociales, que tienen su origen en la imperfección del sistema económico actual; pero en cierto sentido es un hecho. Desde que se ha empezado a trabajar ha empezado a organizarse el trabajo, y esta organización se perfecciona a medida que se ilustra y se moraliza la sociedad. Del trabajo del esclavo, del siervo o de los gremios, al trabajo libre, hay un inmenso progreso; pero de esto no hemos de hablar por incidencia, sino largamente y otro día.




ArribaAbajoCarta octava

El capital y el trabajo


Apreciable Juan: En las anteriores cartas hemos hablado con frecuencia de capital; ya sabemos lo que es, pero convendrá que nos detengamos un poco más a analizarlo, máximo cuando hoy todo el mundo habla de él, y es un recurso oratorio, un arma o una bandera de combate declarar la guerra al capital; especie de absurdo que causará algún día grande asombro.

El capital no es precisamente dinero. Se tiene un capital en géneros de lana o algodón, en frutos coloniales, en trigo, vino o aceite.

Capital es un valor de que no necesita inmediatamente su dueño, y que puede convertirse en instrumento de trabajo.

Ya hemos visto que sin capital, sin la facultad de hacer algún anticipo, y sin instrumentos de trabajo, son imposibles la civilización, la prosperidad, y hasta la existencia de las sociedades.

Sin capital no se siembra el trigo, ni se planta la vid, ni se forman los rebaños, ni se fabrica una vara de lienzo, ni una caja de fósforos, ni se trae una arroba de azúcar, ni una libra de tabaco; sin capital no hay más que ignorancia, barbarie, miseria moral y física, vicio y crimen, porque ya no cree nadie en las virtudes y altas dotes de los pueblos salvajes.

En los países civilizados hay pocas personas que no tengan algo de capital. Tu herramienta y el dinero con que te mantienes toda la semana hasta que cobras el sábado, es un capital.

El botijo y la cesta donde lleva los vasos la aguadora, es un capital; y las naranjas de la naranjera, y la verdura del que la vende, los fósforos y el papel de hilo del fosforero, las madejitas de algodón y de hilo y los rábanos, son un capital también.

Sin poder hacer algún anticipo, ni agua puede venderse por las calles.

Pero contra estos pequeños capitales nadie truena: no son ellos los causantes de la miseria pública. Ahora te pregunto yo, Juan, es decir, pregunto a los que procuran estraviarte: ¿Desde cuándo empieza la malicia del capital? ¿Desde qué cantidad es perturbador, opresor, tirano, como algunos lo llaman? Menester sería fijarla, porque, poco o mucho, casi todos los hombres son capitalistas, y convendría saber los que no están comprendidos en el anatema.

Como te decía en una carta anterior, a una ley misma obedecen el oleaje de una aljofaina y el del Océano; no es diferente la del mercado de Londres a la del puesto de verdura donde compras patatas. El capital del aguador, lo mismo que el del banquero, quiere sacar el mayor rédito posible; procura excluir la competencia y ensanchar el mercado, etc., etc.

Si voy a una tienda de objetos de lujo, veo que me piden por una cosa la mitad, un tercio, una cuarta parte más del precio en que me la dan, del precio corriente; es decir, hablando claro, que procuran engañarme. Aquel gran capitalista es un mal hombre. Llamo al naranjero, me pide también una mitad, un tercio, una cuarta parte más de lo que ha de llevar; me dice que son excelentes, aunque sean malas, sus naranjas; si puede, me las encaja podridas; en fin, procura engañarme en el precio y en la calidad. Aquel pequeño capitalista es un mal hombre. Todo el que vende una cosa procura sacar de ella la mayor cantidad posible; todo el que la compra trata de dar lo menos que puede; es la ley económica que obedecen todos, pobres y ricos.

Te haré observar, no obstante, que los pequeños capitales sacan un rédito infinitamente mayor que los grandes, y tanto, que te parecería monstruoso si bien lo notases. El naranjero, el verdulero, el que vende fósforos, sacan un ciento por ciento de su capital cada semana; esto no te irrita, y reservas tu cólera para el fabricante, que saca un seis o un diez por ciento, o para el agricultor, que saca un tres. El precio de la mayor parte de las cosas que compras está recargado por el rédito exorbitante que de su capital sacan los pequeños capitalistas, que no obstante hallan gracia ante los enemigos del capital, cuya culpa, si la tuviese, estaría en razón inversa de su importancia.

Un gran capitalista hace una casa y procura dar pocos jornales; es decir, comprar el trabajo lo más barato posible: un pequeño capitalista, el albañil, procura que suba su jornal y trabajar y no bien; es decir, vender caro y malo.

El capitalista de un duro y de un millón hacen lo mismo; sus acciones que pueden diferir en resultado económico, tienen el mismo valor moral, y ellos no son peores ni mejores uno que otro.

¿Deduciremos de aquí que el hombre es un perverso monstruo, todo fraude y egoísmo? No de aquí se deduce que la fraternidad tiene su lugar, que no es el mercado; que la compra y la venta, aun con la mejor fe, están regidas por el interés, y regatea con el vendedor hasta el último maravedí el mismo que es capaz de darle en seguida su sangre para salvarle de un peligro; que la Providencia, más sabia que los hombres, ha puesto el cálculo como ley en los negocios mercantiles y en todas las especulaciones, sin lo cual serían imposibles. No es esto decir, nada menos que eso, que en ellas se ha de prescindir de la justicia y de la moral, sino que la generosidad y la abnegación, indispensables en la vida social, van con otro orden de ideas y tienen otro campo en que ejercitarse. Importa mucho no confundir estas cosas; ya porque es perjudicial toda inútil tentativa de llevar al mercado lo que no puede estar en él, ya porque se calumnia a la humanidad, pervirtiéndola en igual proporción, si se le niegan sus virtudes, sin más motivo que el que no las practica allí donde son impracticables.

El capital es un gran bien, una necesidad. Se abusa de él como del poder, de la ciencia, del valor, de la fuerza, del nacimiento, de la belleza, de cuanto hay. Toda ventaja puede convertirse en una iniquidad, si el que la posee no tiene razón ni conciencia, y los pequeños capitales son los que exigen un rédito mayor.

Sobre otra circunstancia llamo muy particularmente tu atención, que se fija en los capitalistas que se enriquecen y no en los que se han empobrecido. Si estudiaras la historia de muchas industrias que hoy prosperan, tal vez la mayor parte, verías que los primeros, acaso los segundos y terceros especuladores que las plantearon se han arruinado, y los que vienen después compran por casi nada edificios, aparatos, etcétera, y reciben de balde la experiencia que costó su fortuna al que les ha precedido. Esto no es un caso eventual; hay una gran masa de capitales que constantemente se pierden en especulaciones que salen mal, y que no son otra cosa que ensayos hechos a costa de los capitalistas y en favor de la sociedad, y de ti, que formas parte de ella.

La explotación de minas, por ejemplo, es seguro que no da lo que cuesta, sobre todo la de metales preciosos. Cualquiera que sea el móvil que impulse a llevar allí los capitales, es el hecho que se pierden en gran parte para su dueño, y que el beneficio que logra la sociedad es a costa de la pérdida de muchos de sus individuos.

Tú dirás tal vez: ¿cómo puede ser útil para la sociedad lo que es desventajoso para el individuo? Nos detendremos un momento para comprenderlo bien.

En España es indudablemente útil que se introduzcan ciertas industrias de que carece, y para las que no tiene ninguna desventaja natural. Sea la fabricación de cristales; y la pongo, por ejemplo, porque me consta que una fábrica que está hoy dando grandes ganancias, arruinó a sus primeros dueños. Trátase, como te digo, de la fabricación de cristal; hay que traer todos los operarios del extranjero, y las materias primeras en su mayor parte; hay que buscar corresponsales, y hacer variar al comercio del camino que tiene hábito de frecuentar yendo a surtirse a otra parte; no se pueden vender inmediatamente los productos, como sería necesario; hay vicios costosos, etc., etc. No basta el capital; resultan errados los cálculos, y el especulador se arruina. Le sucede otro, a quien acontece lo mismo; hasta que el tercero, con los edificios y útiles que compra más baratos, con todos o una parte de los operarios que halla instruidos ya, sin tener que apelar al medio onerosísimo de recurrir para todo al extranjero, con corresponsales y medios de dar salida a los productos, con el capital que se ha visto ser indispensable para el buen resultado de la empresa, con la experiencia, en fin, comprada a costa de la ruina de los otros dos, el tercer especulador plantea una industria beneficiosa para sí y para el país.

Con la explotación de una mina sucede algo parecido. Si nada se saca de ella, el capitalista y la sociedad, todos pierden; más, puede sacarse un mineral de mucha utilidad, pero en cuya explotación se hayan arruinado una o más personas, o que aunque no se arruinen, no saquen rédito a su capital, o lo saquen muy pequeño.

Esto es todavía más palpable en las grandes obras públicas. Se sabe que los caminos de hierro no han sido una buena especulación en ninguna parte; que en muchos han perdido los individuos los capitales en ellos empleados. Tú que recorres alegremente la vía en un tren de recreo, tal vez entre copla y copla eches una parrafada contra el capital, contra ese feroz tirano causa de todos tus males, y no sospechas que te ha hecho gratis, o poniendo dinero encima, la obra tan útil y cómoda para ti y para la sociedad entera.

¿Has oído hablar de la apertura del istmo de Suez? Es una empresa gigantesca que pone en comunicación el Asia con la Europa, y regenerará aquella inmensa parte del mundo, llevando a su cabeza la luz de la ciencia, y a su corazón el espíritu del Evangelio. ¿Cómo se lleva a cabo esta obra? Dícese que sacrificando una parte del capital: parece que el sacrificio es la ley de todas las grandes cosas.

Y cuenta con que en esas empresas en que se pierde el capital en todo o en parte, el trabajo, y sobre todo el trabajo manual, no pierde nada: haya o no haya ventajas, cóbrese un interés o no se cobre, los jornales del obrero se pagan religiosamente. Se dirá que no es posible otra cosa porque el obrero no tiene ahorros para hacer anticipos, y no podría trabajar si no se le diera cada semana con qué comer: así es la verdad, pero no es menos cierto que el trabajo del bracero nada pierde en las empresas que arruinan al capital, que, fruto las más veces de grandes privaciones y de una laboriosidad inteligente, desaparece para su dueño con gran ventaja del común. Si se hiciera una estadística exacta, te asombrarías de los millones que cada año pasan de manos de sus dueños a la sociedad que los recibe, ya en forma de obras públicas que no son ventajosas para los particulares que las emprenden, ya en tentativas industriales o mercantiles, ruinosas hoy, y que un día serán de grande utilidad. Estos millones suponen centenares o miles de personas que pierden parte, tal vez toda su fortuna. Ha sido mal adquirida, pensarás tal vez. Este es otro error en que estás, Juan. Hay fortunas, demasiadas por desgracia, que son, en efecto, mal adquiridas, pero no son las más, ni con mucho; la mayor parte son fruto del trabajo inteligente, de la perseverante economía.

Tú te quejas del especulador afortunado que escatima al obrero su jornal, mientras él realiza grandes ganancias. Suelen exagerarse mucho las ajenas, mas si es como tú lo dices, hace mal; pero si es raro que un capitalista, cuando realiza una gran ganancia, espontáneamente dé una parte de ella a los operarios que le hayan ayudado a realizarla, no tengo tampoco noticia de que los trabajadores que han recibido buen jornal, y religiosamente pagado, para plantear una industria que arruinó al que ha intentado establecerla, digan: «Vamos a fumar algunos cigarros menos, y dar dos cuartos cada semana, para que no se muera de hambre el que fue capitalista y hoy está sumido en la miseria. Nos ha dado pan y hoy no le tiene, y, nosotros ganamos en la tentativa en que él lo perdió todo.»

Te repito que no tengo noticia de que los obreros hayan pensado nunca nada semejante en los muchos casos (porque insisto en que son muchos) en que se arruina en una empresa el que pagó bien el trabajo. Y no es que los trabajadores sean malos ni miserables, nada de eso; son, por el contrario, caritativos y generosos; pero no les ha ocurrido semejante idea, hija de la fraternidad que debe existir, y que no existe, entre los hombres.

Resumamos, Juan.

El capital es una necesidad imprescindible.

La gran mayoría de los hombres son capitalistas.

El capitalista, grande o pequeño, hace lo mismo; saca de su capital todo el interés que puede.

Los capitalistas más pequeños son los que sacan mayor interés.

La fraternidad y la abnegación, indispensables en el mundo, no pueden exigirse en las especulaciones, en las que sólo puede exigirse moralidad.

Gran número de capitalistas se arruinan en empresas beneficiosas para la sociedad.

Aunque el capitalista se arruine, el obrero cobra, y no se cuida de la suerte del que perdió su fortuna.

Yo siempre estoy con mi corazón de parte de los pobres; pero mi razón me demuestra muy claro que pobres y ricos se calumnian, cuando se atribuyen mutuamente vicios de clase. El capitalista, en lugar del obrero, haría como él, y éste se conduciría como el millonario, si en su posición se hallase. Las virtudes y los vicios del hombre varían de forma según su posición: en la esencia son los mismos. Tú y yo conocemos ricos que deberían estar en presidio, y pobres que por falta de justicia andan sueltos.

El declarar la guerra al capital es tan absurdo, como sería declarárselo al trabajo, al arado, a la sierra, al martillo, al pan, a la carne, al aceite y a las patatas.

En vez de maldecir el capital y el trabajo, lo que hay que hacer es moralizar o ilustrar al capitalista y al trabajador, para que no abusen de la fuerza cuando respectivamente la tengan o crean tenerla; para que comprendan el gravísimo perjuicio que se les sigue, y el peligro en que los pone, el tratarse como enemigos; para que sientan que, sin moralidad, benevolencia y abnegación, son insolubles todos los problemas sociales; y que mientras la fraternidad no sea más que una palabra, no se puede llamar un bien a la riqueza.




ArribaAbajoCarta novena

De los que no pueden trabajar o malgastan el fruto de su trabajo


Apreciable Juan: Al enumerar las causas de la miseria, hemos empezado por la falta de trabajo, siendo indispensable definirle y tratar, aunque brevemente, lo que se ha llamado derecho al trabajo, antes de investigar las causas de que falte.

También ha sido necesario dedicar una carta al capital, contra el cual se subleva hoy cierta clase de trabajadores, extraviados por cierta clase de ambiciosos o de ilusos.

Sigamos nuestro triste estudio de las causas de la miseria, y veamos cuándo viene imposibilidad de trabajar a causa de:

Enfermedad, vejez, niñez, ocupación.

¿Puede evitarse que el enfermo pobre caiga en la miseria? Sí; mas para ello se necesita recurrir a la moral, a esa moral desdeñada por algunos economistas como cosa que nada tiene que ver con la ciencia.

Para que el pobre enfermo no se vea en la miseria, y arrastre a ella a toda su familia, es necesario que cuando podía trabajar haya realizado algunas economías, ya las guarde, ya las lleve a la Caja de Ahorros, ya se inscriba en una Sociedad de Socorros Mutuos. Esta forma de realizar la economía es la mejor de todas, porque empieza desde luego haciendo el gran bien de auxiliar al enfermo pobre y honrado, y porque pone en acción los buenos sentimientos del hombre, que se interesa por la suerte de su consocio doliente. De esto hablaremos con más detenimiento al tratar de la asociación.

El pobre necesita un grande y continuo esfuerzo para realizar algún ahorro; es decir, necesita una gran virtud, una gran moralidad. Hay ocasiones, y muchas, en que no le basta, porque si tiene una dilatada familia, gana un escaso jornal y los mantenimientos están caros, imposible es que realice economías, y que al caer enfermo no necesite de la beneficencia pública o de la caridad privada, para no verse reducido al estado más lastimoso. Caridad, beneficencia; es decir, remedios del orden moral.

La vejez es otra especie de enfermedad, solamente que en lugar de ser eventual, es segura, y como suele ser muy larga, dificilísimo es que el pobre haya podido economizar para atender a ella. La beneficencia pública, la caridad privada y la familia pueden sacar de la miseria al pobre que por sus muchos años no puede trabajar ya. La familia que él ha criado, y por quien ha hecho tantos sacrificios, debe cuidarle; pero desgraciadamente, el instinto habla más en favor de los hijos que de los padres, y suelen ser estos sacrificados cuando, en una situación estrecha, para ampararlos se necesita hacer un gran esfuerzo. Esto se ve de continuo, y más cuanto los hombres están menos educados y son más groseros: entre ellos se hallan casos de indiferencia y de crueldad feroz, en que el pobre abandona al mísero autor de sus días, cuando ya no es para él más que una carga. Los hombres, en que apenas hay más que instintos, atienden a los hijos, poco o nada a los padres, que necesitan cariño, idea del deber, conciencia, razón, moralidad, en fin, para ser atendidos en aquel período de su existencia, a veces largo, en que de poco o nada sirven. La beneficencia pública ampara, aunque no siempre, a los ancianos desvalidos, y les abre asilos donde, si están sustraídos a la miseria material, les falta la familia. Aquella acumulación de desengaños, achaques, acritudes y extravagancias, hacen de un asilo de ancianos uno de los espectáculos más tristes que puede ofrecer la humanidad desgraciada. El amor de la familia o el socorro domiciliario para auxiliar en su piadosa obra, son el único modo de salvar al anciano pobre de una vejez desventurada y verdaderamente miserable, aunque tenga alimento, techo y vestido: siempre la moral.

Los niños forman una gran masa de miserables, cuya situación es obra:

De la miseria, de la muerte, del vicio, del crimen.

Los niños pobres que la muerte deja huérfanos no tienen más amparo que la beneficencia pública o la caridad privada; y no puede haber ninguna duda acerca de la necesidad imperiosa de socorrerlos eficaz e instantáneamente.

La miseria puede dar lugar a más dudas; pero aunque se abriguen para ciertos casos particulares, en general es evidente que un número mayor o menor, pero siempre considerable, de niños, no pueden recibir alimento, vestido ni educación de los autores de sus días.

El vicio deja también en el desamparo a gran número de criaturas que no tienen padres sino para darles malos ejemplos.

Y, en fin, el mayor número de inocentes abandonados, lo son por el crimen, que los lleva al torno de la Inclusa o los deja en la vía pública, o en el desamparo en que queda el que tiene sus padres en una prisión.

En todos los países es grande el número de estos pobres, víctimas la mayor parte del desarreglo de costumbres y de la falta de conciencia. Hasta donde la Estadística puede dar luz, se observa que la miseria influye poco o nada en el número de expósitos que forman la mayoría de los niños desamparados. Y como este número es verdaderamente alarmante; y como es grande, casi insuperable, la dificultad de dar buena educación a los que no tienen familia; y como el pobre que no está bien educado es difícil que dejo de ir a formar en las filas de los miserables, resulta que el vicio y el crimen son un poderoso auxiliar de la miseria: siempre la moral.

El abandono de los ancianos es cruel, pero no tiene para la sociedad consecuencias tan terribles. El decrépito lleva a la tumba la hiel alquitarada en sus últimos días; el niño derramará en el mundo la que acumuló en sus primeros años, y devolverá, acaso con creces, el mal que ha recibido.

Las atenciones imprescindibles hacen imposible el trabajo para un gran número de mujeres que tienen que cuidar niños pequeños. A unas las ha dejado viudas la muerte, otras pueden llamarse viudas del -vicio o de la pasión, del criminal abandono de su marido, su seductor, o de su cómplice.

Si la beneficencia pública o la caridad privada no abren asilos donde recoger estos pobres niños, es imposible que las madres trabajen, y que no caigan en la mendicidad o en la prostitución; y por más que estos asilos hagan, una mujer que tiene muchos hijos, mientras son pequeños puede trabajar poco; y si el padre no los sostiene caerá en la situación más desdichada.

Las madres que están en este caso, los enfermos, los ancianos y los niños desamparados, nótalo bien, Juan, forman una masa de centenares de miles de criaturas que, con la forma política que quieras, y la organización social que sueñes, se morirán de hambre si no se los auxilia, y no se los auxiliará sino a medida que la sociedad sienta más y piense mejor. Para estos centenares de miles de miserables que no pueden trabajar, ¿de qué serviría la organización ni el derecho al trabajo, aunque pudiera existir? El derecho a la compasión es el que ellos necesitan, derecho que tiene que estar en las entrañas de la sociedad antes de que pase a sus leyes.

Hay otros miserables, y el número no es corto, que lo son por negarse a trabajar, siendo las causas de su culpable desdicha:

El crimen, el vicio, la vanidad.

El crimen arranca al trabajo muchos brazos útiles, que buscan la subsistencia en el robo, la estafa, el juego fraudulento, en mil especulaciones inmorales castigadas por las leyes, y por regla general, conducen, al especulador a la prisión y a la miseria. Nota bien que los que quieren vivir haciendo lo que las leyes prohíben, es raro, muy raro, que no mueran miserables.

El vicio distrae todavía más brazos del trabajo. Como horroriza menos se extiende más, e inutiliza más completamente a sus enervadas víctimas, es muy difícil hacer un trabajador de un hombre criminal de la clase de los que mencionamos aquí; es decir, de los que han buscado la subsistencia en el crimen; pero acaso es aún más difícil hacer trabajar a un hombre vicioso, porque suele añadir a la falta de resorte moral, la carencia de fuerza física.

Pasa revista mentalmente a los que conoces (que por desgracia serán bastantes), que se embriagan, que juegan, que son perezosos, que se entregan a excesos deshonestos, y verás cuán difícil es convertirlos en trabajadores, si el vicio ha llegado a adquirir grandes proporciones.

La vanidad quita también brazos e inteligencias al trabajo, más o menos, según los países; el nuestro no es de los que menos. Hay personas que, habiendo tenido una regular posición, se creen rebajadas dedicándose a ciertos trabajos, aun cuando las honraría mucho más que el pan debido a la limosna, que degrada a todo el que no la recibe con verdadera necesidad. En España queda mucho que hacer en este sentido, porque es grande el poder de la preocupación, reforzada por la pereza. El trabajo podrá ser más o menos agradable, más o menos sano, más o menos lucrativo, pero es honrado siempre; y es santo cuando el trabajador, para emprenderle, tiene que sacrificar alguna preocupación del amor propio. La vanidad, esa loca prostituta, es quien le calumnia y le infama, apartando de él a los débiles que la escuchan. ¡Cuánto más noble y más digna es la blusa del obrero, que la levita mugrienta del pobre que lo es por no sacrificar sus vanidades de señor! Hay pobres vergonzantes dignos de la mayor consideración y respeto, pero los hay también que deberían recibir el nombre de vergonzantes sin vergüenza, porque no la tienen de recibir limosna pudiendo trabajar.

La vanidad influye de otros muchos modos, y es uno de ellos arrancando brazos al trabajo útil, para llevar inteligencias a donde sobran y se convierten en una causa de perturbación y de miseria. Un industrial prospera; es impresor, zapatero, sastre, etc.: en vez de educar a su hijo, para que le suceda con ventaja, teniendo más conocimientos que él tenía, y dejando de trabajar por rutina, se le despierta la ambición de hacer de él un señor, y le manda al Instituto. Tal vez sus estudios no pasan de la segunda enseñanza pero esto basta para que se crea rebajado siendo lo que fue su padre. ¿Cómo ha de coger una herramienta el alfabeto griego, y ha oído hablar del binomio de Newton? Busca, pues, un empleo, una ocupación decorosa, y va a aumentar el número de los que no hallan ocupación; y alternativamente pretendiente, empleado o cesante, cae en la miseria, y arrastra a ella a la nueva familia que ha formado. Si concluye sus estudios, si en la Universidad se hace abogado, médico, farmacéutico o notario, el mal es acaso mayor: las necesidades de su decoro crecen; la competencia es furiosa; no hay enfermos ni asuntos sino para una mínima parte de los que los buscan, y el resto desmoraliza la sociedad con intrigas, la espolia con fraudes, la trastorna con rebeliones, o sufre en la miseria las consecuencias de la falta de trabajo. Mientras muchas artes, mecánicas en parte, y que en parte necesitan cierta instrucción e inteligencia, están desiertas o ejercidas por extranjeros, aumenta de un modo alarmante la falange de los que quieren elevarse de su esfera a una en que no es posible que se sostengan. Bien está que suba hasta la mayor altura social el joven de talento, donde quiera que haya nacido, pero que sea en virtud del mérito que Dios le dio, y no de la vanidad de su padre.

Esta causa de perturbación y de miseria es más poderosa de lo que generalmente se cree, y obra en el triple sentido de privar a las artes mecánicas de operarios inteligentes, aglomerar ambiciones donde por buenos medios no pueden satisfacerse, y desprestigiar la nobleza del trabajo cuando tiene algo de manual. Sin vencer esta preocupación es imposible hacer progresos en la industria. Se han hecho algunos, justo y consolador es consignarlo, pero por el momento están neutralizados, y acaso más que neutralizados, por la rapidez y la facilidad con que se concluyen ciertas carreras, que ofrecen lo que seguramente no darán.

Ya ves, Juan, cómo no es posible estudiar la miseria sin hallarse a cada paso con la moral: te lo repito hasta la saciedad, porque importa hasta donde tú difícilmente puedes imaginarlo.

Ahora trataremos de aquella miseria que es consecuencia de la imperfección del trabajador y del mal empleo del salario.

La imperfección del trabajador puede ser efecto de mala voluntad, ignorancia o ineptitud natural; esta última es inevitable, pero no es frecuente; más comunes, sobre todo entre nosotros, son la ignorancia y la mala voluntad. El obrero no ha recibido buena educación industrial; su maestro sabía poco y él sabe menos; la rutina y el descuido son los señores del taller, acompañados de ciertas dosis de salvaje amor propio, que en vez de aspirar a la perfección, la desdeña. Las obras del artífice ignorante en su oficio son imperfectísimas; no pueden sostener la competencia con las más perfectas que vienen del extranjero; y allí van a pagarlas muchos caudales, dejando sin trabajo al compatriota, que no ofrece más que toscos productos. Observa cualquier ramo de industria, por ejemplo, la de juguetes. Compara los que por regla general se hacen en España y los que vienen del extranjero, y verás la razón de que salgan de nuestro país muchos millones, nada más que para entretener a los niños.

Ya sé que en la industria, como en todo, las cosas pequeñas están relacionadas con las grandes; ya sé que la imperfección de una muñeca y de un soldado de plomo se enlaza con los estudios de la Universidad y la oratoria sagrada; ya sé que el obrero imperfecto no puede por sí solo llegar a la perfección, ni es el solo responsable de no alcanzarla, pero conviene que tú sepas que una parte de responsabilidad le cabe; que comprendas la insensatez o la mala fe de los que te hablan tanto de organización, de derecho al trabajo, y nada de su perfección. Te excitan a que ganes más, a que trabajes menos, no a que trabajes mejor; las telas de los vestidos de tus aduladores vienen del extranjero; en el extranjero se han hecho sus gemelos, su cadena, su reloj y la boquilla y la pipa en que fuman; hasta la fosforera y los palillos de los dientes: y sin notar este hecho, o prescindiendo de él, organizan propagandas políticas y sociales, establecen clubs y comités, y nada hacen para perfeccionar tu educación industrial, sin la cual estarás siempre al borde de la miseria, si no caes en su abismo, porque toda esa fraternidad verbal con que te aturden no hará que te compren caro y malo, lo que un extranjero les vende barato y bueno.

Creo deber llamarte la atención sobre lo poco que hacen por darte pan los que parecen hacer mucho por darte derechos. Y cuenta con que yo tengo en mucho las teorías y en muchísimo los derechos; pero la teoría de la riqueza sin trabajo inteligente, es absurda, y la de los derechos imposibles, perjudicialísima. Con un poco menos de doctrinas políticas y sociales que te predicaran, y un poco más que te enseñasen a leer, escribir, contar, elementos de geometría y de otras ciencias aplicadas a las artes, tú saldrías mejor librado, y la sociedad progresaría más. El trabajador moral e inteligente es elemento de progreso; el trabajador ignorante, soliviantado y levantisco, es elemento de motín.

En cuanto al trabajador imperfecto que lo es por su voluntad torcida no hay más recursos que enderezarla, y no veo para ello otro medio que los principios religiosos y morales que individualistas suelen tratar con desdén. Mira las cosas de cerca, Juan como pasan debajo del sol, como pasarán siempre porque el mundo económico tiene sus leyes eternas como el mundo físico, y si te obstinas en no hacer perfecta tu obra, nunca serás retribuido como el obrero que trabaja mejor. Si no hay en ti un sentimiento religioso; si no quieres ser perfecto como tu Padre Celestial; si no tienes un sentimiento moral; si la idea de lo que debes a los tuyos y de lo que necesitas tú mismo, no te estimula a dar a tu obra aquella perfección que puedes darle, y sin la cual no te dará pan, ignoro a qué medio puede recurrirse para que no caigas en la miseria.

Aunque el trabajador sea hábil y esté bien retribuido, no dejarán de ser miserables él y su familia, si emplea mal su salario.

Puede ser solamente ligero, y despilfarrar en cosas superfluas, lo que ha menester para las necesarias.

Puede ser vicioso, y llevar a la taberna el fruto de su trabajo.

Puede ser criminal, y emplear en el garito o en sostener relaciones ilícitas los recursos que necesitan sus hijos para comer.

Repasa tu memoria, y recordarás al punto gran número de trabajadores hábiles y bien pagados, que tienen a su familia sumida en la miseria, y son miserables ellos mismos, por el mal empleo de su jornal. Puede darse como regla, que cuando un trabajador gana mucho en un oficio que exige poco arte, cuando tiene mucho dinero y poca educación, se hace vicioso, y por consiguiente miserable. Hay ocupaciones muy retribuidas, ejercidas por hombres groseros que se degradan convirtiéndose en un plantel de miserables; y ahí tienes, Juan, cómo el aumento de salario sin aumento de moralidad, es aumento de vicio y camino de miseria; y ahí tienes cómo todas las cuestiones en que entra el hombre, aunque sean económicas, son en parte religiosas y morales; y ahí tienes cómo el obrero no es una máquina que puede asegurarse que funcionará bien dándole cierta cantidad de agua, de carbón y de grasa; y ahí tienes cómo el salario es una parte del problema, pero no es todo el problema, para el bienestar del trabajador.




ArribaAbajoCarta décima

Insuficiente remuneración del trabajo


Apreciable Juan: El estudio de las causas de la miseria nos conduce hoy a la insuficiente remuneración del trabajo, cuestión grave, pavorosa en algunos casos, que destila lágrimas siempre, y muchas veces sangre. Vivir trabajando o morir combatiendo, decían los sublevados obreros de Lyón; pero la sangre de los que han muerto no libertó de la miseria a los que han sobrevivido. Ni los vencidos, al expirar, resolvieron el problema, ni los vencedores tampoco al darles sepultura; la artillería sofocó la rebelión, pero no aniquiló sus causas, y después de restablecerse el orden, como antes, la miseria dijo: «Aquí estoy, desesperada y amenazadora.» Las cuestiones económicas no se ventilan a tiros; yerran los pueblos en sublevarse para resolverlas, y los Gobiernos en pensar que no resta que hacer nada cuando los han sujetado.

Dicen que los toros cierran los ojos para acometer; los pueblos hacen con frecuencia lo mismo, y desgarran el trapo que les ponen por delante, dejando ileso al causador de su daño. ¡Cuántas veces se acusa a una persona, a una ley, a una forma de gobierno, de males que son efecto de hondas, múltiples y variadas causas! En la cuestión que nos ocupa, la de salarios, ¿a quién sueles acusar de su insuficiencia? Al maestro del taller, al dueño de la fábrica, al que con cualquier nombre adelanta el capital y paga el trabajo. Bien podrá ser que tenga una parte de la culpa, bien podrá ser que no tenga culpa alguna; de seguro no la tiene toda.

Primeramente, Juan, has de notar, que de los capitalistas industriales, como de los que van a América a hacer capital, se ven los que vuelven ricos, y no los que han sucumbido víctimas de las enfermedades endémicas. Te he dicho y te repito, que son muchos, muchísimos, los capitalistas que se arruinan en empresas industriales; y es ley económica y moral que este riesgo se pague, que cobre su interés: tú prescindes de él. Primer error.

La mayoría de los capitalistas industriales, la gran mayoría, aun prescindiendo de los que se arruinan, no realiza grandes ganancias; viven, prosperan, pero no se hacen opulentos; tú te imaginas que todos son millonarios, porque se exageran los bienes que se desean, y más cuando a ellos creemos tener algún derecho. Segundo error.

El capitalista industrial, no sólo pone y arriesga su dinero, pone también su trabajo: tú te imaginas que vive en la holganza, porque no maneja una herramienta pesada. Tercer error.

El capitalista industrial, no sólo trabaja, sino que su trabajo es inteligente: debe pagarse y se paga más: tú prescindes de esta mayor y merecida remuneración. Cuarto error.

Tú crees que los salarios pueden subirse mucho, sin que por eso dejen de tener una razonable ganancia los que los pagan. Quinto error.

Si los salarios subieran no lo que pretenden los asalariados, sino mucho menos, las fábricas se cerrarían, cesarían las empresas industriales, porque producirían pérdidas en vez de ganancias: esta sería la regla con poquísimas excepciones. Aunque las ganancias del capitalista industrial fueran tan fabulosas como supones, distribuidas entre centenares o miles de obreros, tocarían a casi nada; de manera que sin mejorar sensiblemente su situación hoy, este aumento los dejaría sin trabajo mañana, porque, ¿quién había de anticipar capitales y poner trabajo inteligente sin el estímulo de una regular ganancia, o con la seguridad de perder? Ya te he dicho que las cosas se han de poner en su lugar, y que el mercado no es el de la abnegación y del heroísmo. Y esto, no te figures que sucede por la maldad de los hombres, sino por la ley de las cosas. En los negocios, en las empresas, desde el momento en que se sustituyese al cálculo la abnegación, se arruinaría el empresario, no habría empresa posible, ni progreso, ni civilización, ni otra cosa que miseria. El cálculo es, pues, una cosa necesaria, y por consiguiente justa; es bueno, como todas las facultades que hemos recibido de Dios; sólo es malo cuando abusamos de él, convirtiéndole en un instrumento de ruina ajena, atropellando las leyes de equidad, sin otra mira que el provecho propio.

Volvamos a la insuficiencia de los salarios. Es preciso que te fijes bien en todas las consecuencias de que suban de una manera sensible. Trabajas en una fábrica de tejidos de algodón; echas tus cuentas (mejor o peor echadas) de las ganancias que realiza el fabricante, y dices: -Puede darme doce reales más cada semana.-Si solamente lo dijerais tú y los que a la misma labor que tú se dedican, tal vez la cosa sería hacedera en algunos casos; pero observa lo que va a suceder. Querrán aumento de salario: Los que cultivan el algodón.

Los que lo recogen.

Los que lo conducen.

Los que hacen los carros en que ha de conducirse.

Los que hacen con él las operaciones que necesita para embarcarle en el estado en que le emplea tu fábrica.

Los marineros que tripulan el buque, y la multitud de operarios que han tomado parte en su constricción.

Los que cargan y descargan las pacas, y los carreteros que las conducen a su destino.

Los que extraen el hierro, los que le conducen, y la multitud de operarios que se necesitan para convertir el mineral en las prodigiosas máquinas, destinadas unas a comunicar fuerza y otras a utilizarla.

Los que extraen el carbón.

Los que proporcionan los vegetales y minerales para blanquear y pintar las telas.

Los que hacen los dibujos, etc., etc., etc.

Suspendo la enumeración, por no hacerla más pesada, sin decirte la mitad de los trabajadores cuyo salario influye en el precio de una vara de percal. Que este precio aumentará cuando sea preciso pagar más a los que contribuyen a formar el producto, es evidente, y también lo es que cuando el percal esté más caro se venderá menos, que la fabricación disminuirá con la venta, y que sobrarán una parte de los operarios. Consecuencia de la subida de salarios: disminución de trabajo.

Pero los que fabrican telas de algodón no son los únicos necesitados ni deseosos de verse mejor retribuidos; acontece lo propio a todos los trabajadores; y cuando todos lo consigan, el aumento de precio que ha tenido la vara de percal, por la misma razón, le tendrán la fanega de trigo, la arroba de aceite, el cuartillo de vino, la libra de carne, la pieza de paño, el par de zapatos, todos los productos, en fin, porque no hay ninguno de los que satisfacen verdaderas necesidades, cuyo valor no dependa del trabajo. Consecuencia de la subida de los salarios: aumentar el precio de todos los productos.

Ahora bien: ¿de qué te servirá, Juan, que te aumenten el jornal, si se aumenta en igual o mayor proporción el precio de todas las cosas que has de comprar con él?

Hay quien insisto en que el precio de los productos puede quedar el mismo, aunque se aumente la retribución de los productores. Es un error que se desvanece con reflexionar un poco sobre lo que pasa y ha pasado. Se inventa una máquina que lleva grandes ventajas a la mano del hombre, para tejer lienzo, por ejemplo. Según la opinión que combato, el lienzo no abaratará, sino que el fabricante ganará más. Sucede, y ha sucedido siempre, todo lo contrario. El inventor de la máquina podrá enriquecerse, justo sería; por lo general, vive y muere pobre: los primeros que la adoptan se enriquecen tal vez: no es fuera de razón, pues han hecho más justicia a la inteligencia y arriesgado su capital, realizando un pensamiento beneficioso para la sociedad. Pasada esta primera época, breve, las ventajas de la invención son para los consumidores, no para los capitalistas; el ingenio, como el sol, brilla gratis para todos. En Inglaterra, donde primero y más en grande se han empleado esos obreros poco costosos que se llaman máquinas, no es donde los capitalistas sacan mayor interés; al contrario, como hay muchos, se hacen pagar menos: lo que han hecho los ingleses con los adelantos de la mecánica, es vender mucho y muy barato, no sacar un gran rédito de sus capitales.

Esto que sucede en la Gran Bretaña, ha sucedido en todas partes y siempre: en cuanto baja el coste de la producción, baja el precio del producto, te lo repito, Juan, porque es una hermosa y consoladora ley económica: las ventajas de todos los progresos en las artes pasan a los consumidores, es decir, a la comunidad, y son gratuitos; el capitalista las utiliza, como uno de tantos, y en calidad de consumidor, no de otra manera. Si se inventa el modo de hacer los zapatos con menor coste, ten por seguro que costarán más baratos, no que se sacará mayor interés del capital que en hacerlos se emplee.

Resulta de esto, que el precio de los productos es generalmente el mínimo posible, dadas las circunstancias en que se producen, y prescindiendo de las ganancias del comercio, con frecuencia más exorbitantes que las de la industria. Si se aumenta el salario de la multitud de obreros que contribuyen más o menos directamente a la fabricación de cualquier artículo, éste subirá, y subirán todos cuando todos los jornales sean más crecidos.

Hasta aquí te he hablado de los productos de las fábricas, y lo dicho puedes aplicarlo a los productos de la tierra. Los capitales empleados en ella hoy en España, no dan en muchos casos el 3 por 100; por regla general no pasan, o pasan poco, de este módico interés. ¿Cómo es posible aumentar el jornal del obrero del campo, sin que suban las primeras materias y todos los artículos de primera necesidad? ¿Crees que el capitalista puede cercenar de aquel rédito, y más cuando ve el muy crecido que se saca de otras especulaciones que no exigen trabajo ni inteligencia?

Ten, pues, como cosa cierta, Juan, que, por regla general, los salarios no subirán armando tumultos ni organizando huelgas, que si fuera posible que subieran, dadas las actuales circunstancias económicas, sería un mal, porque disminuiría el trabajo y subiría el precio de todos los artículos, haciendo ilusorio el aumento de jornal.

He usado de las salvedades de generalmente, en la mayor parte de los casos, porque no entiendo que en todos sea imposible el aumento de jornal: trataremos otro día de estas excepciones, ocupándonos de la regla hoy. La regla es, que todo tu esfuerzo debe dirigirse, menos a que aumente el precio de tu salario, que a disminuir el de las cosas que se han de comprar con él. Dirás que es igual: para ti sí, pero hay la diferencia de que lo segundo es hacedero y lo primero suele ser imposible.

La carestía de los productos es efecto de muchas causas; apuntaré algunas.

Imperfección de los medios de producir.

Lo crecido de los impuestos.

Imperfección de los medios de comunicación.

Trabas y derechos fiscales.

Muchos y caros intermediarios entre el productor y el consumidor.

Pongamos, por ejemplo, los garbanzos, Yo soy propietario de una tierra; la abono mal, la aro mal, no la limpio; traigo la cosecha por mal camino, en un mal carro; la majo a palos. Resulta que la tierra me da poco, que su cultivo y la recolección me cuesta mucho; no puedo dar los garbanzos baratos.

Tengo que pagar una contribución territorial enorme: aumento de precio.

Los garbanzos van al mercado por un mal camino, en un mal carro, y pagando un crecido porte: aumento de precio.

Al llegar al mercado, registro, estorsiones, pérdida de tiempo, nueva contribución: aumento de precio.

Entre yo que produzco los garbanzos, y tú que los consumes, hay tres o cuatro intermediarios, comisionistas y mercaderes, que realizan ganancias no insignificantes: aumento de precio.

Si el cultivo fuera más perfecto, los medios de comunicación fáciles, los tributos moderados, los registros y derechos de puertas suprimidos, y te entendieras conmigo para que te mandase los garbanzos, sin costosos intermedios, su precio se reduciría hasta un punto que había de parecerte increíble.

La perfección de la Agricultura ya sé que no depende de ti, pobre amigo mío; las otras causas de carestía son poderosas, y difícil y lento hacerlas desaparecer; pero en este sentido es necesario que trabajes, y en vez de prestar oídos a los que te hablen de dar a tu salarlo un aumento que no puede tener, debes exponer con mucha moderación, pero con mucha constancia, la necesidad de reducir los impuestos, de quitar las embarazosas trabas fiscales y de mejorar los medios de comunicación. En esto último, Juan, tú y tus compañeros sois descuidadísimos; los caminos que se dejan a vuestro cargo, o no se hacen, o si os los dan hechos, los dejáis deshacer, porque no os persuadís que un mal camino, no sólo es incomodidad, sino carestía.

Lo que más pronto podrías hacer para disminuir el precio de los artículos, sería ponerte en comunicación directa con los productores. No imaginas tú cuánto aumentan el precio de las cosas esos vendedores que te las dan al pormenor, y cuanto más en pequeño, más. Los comerciantes en grande sacan de su capital el 6, el 10, aunque sea el 20 por 100 al año, que seguramente no es poco; pero esos que te venden en los portales y por las calles, te llevan el 50, el 80 y hasta el 100 por 100 a la semana. No oigas, pues, hablar con indiferencia o con prevención de las sociedades cooperativas; reúnete con otros compañeros para comprar las cosas lo más cerca posible del lugar en que se producen, y en la mayor cantidad a que vuestros medios alcancen: de esto he de hablarte otro día más despacio. El comercio es una cosa grande y útil, pero esa reventa innecesaria y exagerada es una verdadera calamidad.

Mucho distan estos consejos caseros de las grandes teorías de tus amigos los curanderos sociales; pero nota que no debemos desdeñar el estudio de las cosas que Dios no se ha desdeñado hacer, y, como decía un artista, los detalles minuciosos dan a la obra perfección, y la perfección no es un detalle. Las ciencias sociales tienen que descender a pormenores, que no las rebajan sino en el concepto de la gente frívola; no reputan como ajeno a ellas nada que puede interesar al hombre, y donde quiera que pueden desvanecer un error, evitan o consuelan una desventura.

Para el poco espacio de que hoy disponemos, esta carta va siendo demasiado larga; en otra continuaremos tratando de los salarios.




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De las huelgas


Apreciable Juan: Decíamos el otro día que en la mayor parte de los casos no es posible aumentar el precio de los salarios sin que suba el de los productos; que subiendo el de los productos se hace ilusoria la mayor remuneración, porque lo que como productor ganas, lo pierdes como consumidor, y de nada te sirve tener más dinero si te cuestan más caras todas las cosas que has de comprar con él, sin contar con que la industria tiene que reducir sus proporciones, o tal vez cesar del todo. En efecto; ya sabes que cuando una cosa está cara, se vende menos; y aunque el sofista de más genio de cuantos han procurado extraviarte haya dicho que es cosa que no se puede demostrar, no se necesita que nadie te demuestre que dos y dos no son seis, para que tú estés convencido de que son cuatro.

La subida de los salarios, que por regla general determinaría la de los productos, no sólo disminuiría la venta de éstos, y por consiguiente su fabricación, y en su consecuencia el número de operarios que en ella se emplea, sino que en muchos casos la haría imposible por efecto de la concurrencia. Tú fabricas lienzo, que sube de resultas de la subida de tu salario; pero en otro pueblo, en otra provincia, en otra nación no ha subido, e inundará tu mercado con sus productos, y los tuyos no se venderán y te quedarás sin trabajo. Me dirás que todos los obreros de todo el mundo vais a conveniros en no trabajar sino a tal o cual precio, y que de este acuerdo universal resultará que, estando todos los productores en las mismas condiciones de carestía, ninguno podrá hacer competencia insostenible con su baratura.

En primer lugar, Juan, este acuerdo es imposible. Tú equivocas ¡desdichada equivocación! la organización del trabajo con la de la guerra. Es posible formar ejércitos de obreros, señalar el lugar en que se han de reunir, adiestrarlos en los medios de matar, inflamarlos para que no teman morir, llenar la copa de su ira con una bebida que enloquece, compuesta de lágrimas y de sangre, de razón y de delirio, de injusticia y de derecho, de carcajadas infernales y ayes dolientes, y después que tengan fiebre y vean rojo, hacerles brindar por la destrucción del mundo, y lanzarlos como a esos proyectiles que caen en las tinieblas y van a herir ciega mente al que blasfema y al que ora, al que se inmola por la humanidad y al que la escarnece, al malvado y al varón justo, al duro y al compasivo, a la ramera y a la mujer santa. Todo esto puede suceder; pero que se armonicen todos los hombres de todos los países para combatir las leyes económicas y que triunfen de ellas, eso es imposible. Después de la lucha y queden vencedores y vencidos los obreros, el sol saldrá por el Oriente, las aguas correrán hacia el mar y producir barato será la tendencia irresistible del mundo económico. Esta ley de la baratura tiene sus inconvenientes y sus ventajas, como todas; el agua que se desprende de las nubes te hace un gran beneficio fecundando la tierra, pero te perjudica mucho si te cae encima. ¿Qué haces? Guarecerte cuando llueve. Las leyes económicas son tan inflexibles como las físicas; tan seguro es que tú comprarás al que te venda mejor y más barato, como que tendrás frío cuando hiela. La concurrencia es una lucha; no puede ser otra cosa. ¿Se concluye de aquí que no ha de tener modificación ni correctivo alguno, y que se ha de proclamar como ley el grito de ¡sálvese el que pueda! y ¡caiga el que caiga! No. Pero en la batalla, y no te hagas ilusiones, Juan, es una batalla y no puede ser otra cosa la concurrencia; en la batalla, te digo, debe hallarse socorro y amor en las ambulancias, pero sería locura pedírsela a las baterías.

La concurrencia es la libertad, con todos los inconvenientes y las ventajas que la libertad tiene en todas las esferas; la baratura es el resultado de la concurrencia, y entrambas son leyes a cuyo imperio es cada día más difícil sustraerse; lo necesario es ver cómo acomodándote a ellas mejoras tu situación, y cómo la libertad no se convierte en desenfreno y licencia. Uno de los medios a que ahora recurres para conseguirlo, es la huelga; detengámonos un poco a tratar de ella.

Tú haces zapatos, trabajas en un gran taller, sois trescientos operarios; a vuestro parecer las horas de trabajo son muchas, la retribución poca y la ganancia del maestro excesiva, y le decís: «Auméntenos usted jornal y disminúyanos el trabajo.» El hombre responde: «No puedo;» Vosotros replicáis: «Pues nos marchamos.» Él contesta: «Lo siento; pero me veo en la necesidad de dejaros ir.» Y os vais y, como ahora se dice, os declaráis en huelga.

Si no hay violencia de tu parte, si no la usas con el maestro para que mejore las condiciones que te ofrece, ni con tus compañeros para que las rechacen, estás muy en tu derecho en decir al capitalista: « No me conviene el salario de usted,), como él lo estaría en decirte que no le convenía tu trabajo. Pero reflexiona, Juan, que al uso del derecho a holgar suele seguirse el hecho de no comer; y antes de condenarte a grandes privaciones tú y los tuyos, es necesario investigar bien y reflexionar mucho si lo que pides es hacedero; porque si no lo es, ¿de qué servirá que te parezca justo?

Yo no condeno las huelgas en absoluto; siempre que, como te he dicho, no se use de violencia, pueden ser un derecho; pero también pueden ser, y son con muchísima frecuencia, un error. Digo que pueden ser un derecho, porque hay casos en que no lo son aunque no se usa de violencia. Sobre esto voy a decirte algunas palabras, porque me consta que tienes ideas equivocadas acerca de la libertad del trabajo. La libertad del trabajo no es absoluta, como no lo es ninguna libertad; todas están sujetas a la gran ley de la justicia. La libertad de trabajar no te autoriza, para machacar la suela en el teatro Real mientras se canta un aria, o para trillar la paja en la vía pública, interceptando el paso. Hasta aquí estarás conforme; pero esta conformidad nos conducirá más lejos de lo que tú crees probablemente.

Enfrente de tu derecho hay otro igual y tan sagrado como el tuyo; la sociedad debe igual protección a todos, y si las huelgas continúan, habrá que legislar sobre ellas. Si construyes naipes o abanicos, si te dedicas a bailar en la cuerda floja o cantar óperas, puedes holgar cuanto sea tu voluntad, salva la necesidad de comer. La sociedad puede improvisar abanicos de papel y pasar sin oír música, sin ver bailar y sin jugar a la baraja. Pero si en vez de producir cosas de conveniencia y recreo produces cosas de necesidad; si eres tahonero, médico, ingeniero, aguador, sangrador, maquinista, etc., etc., entonces, amigo mío, la huelga en masa no es un derecho de que puedes hacer uso inmediatamente; es necesario que aviséis con anticipación tú y tus compañeros que vais a hacer uso de él, para que la sociedad provea de remedio al mal que tratáis de hacerla vosotros, que formáis parte de ella, que con ella y por ella vivís, y con la cual estáis unidos por lazos morales y materiales. Vamos a ver si no lo que te sucedería si al mismo tiempo que tú, y sin previo aviso, hicieran uso en masa de su derecho de holgar cierta clase de trabajadores. No olvides aquello que dijimos, de que es trabajador todo el que trabaja, sea con la inteligencia, sea con las manos.

Eres operario en una tahona, y con tus compañeros te declaras en huelga. Supongo que eres hombre prevenido, y guardas pan para ocho, quince, o los días que a tu parecer haya de durar el conflicto de carecer de un artículo indispensable para la vida; supongo también (y no es más que una suposición, porque te creo hombre honrado), Supongo que tu moralidad deja bastante que desear, o que tu falta de reflexión deja mucho, cuando no te cuidas de lo que va a ser de tus pariente, de tus amigos, de tus vecinos, de tus conciudadanos, el día que no haya pan; cuando no te cuidas de lo que padecerán los pobres, que hacen de él su alimento principal y casi exclusivo muchos. Los ricos, la gente bien acomodada, comerán otras cosas o se irán a otra parte; pero el pobre sufre el hambre, como sufre la peste, como lo sufre todo, allí donde le clava su pobreza. Así, pues, en tu cólera ciega contra el capital, vas a descargar un golpe terrible contra las personas de tu clase, contra los que sueles llamar tuyos, contra los pobres.

Tú no te cuidas de estas cosas, y sigues adelante con tu idea. Tienes unas cuantas pesetas ahorradas; comerás de tu acopiado pan duro, supliendo con carne en mayor cantidad.

Pero he aquí que los operarios del matadero se han declarado en huelga también, y no hay carne.

En huelga están los obreros de la máquina que hace subir el agua a tu barrio, y no hay agua; esto te pone en un verdadero conflicto. Esperas a que pase una, dos, tres, seis horas, y el agua no llega; es de noche, no hay ya que esperar más; preciso es coger un cántaro e ir a llenarlo a una fuente distante.

Pero ¿qué es esto que ven tus ojos, o más bien lo que no ven? Obscuridad completa. Confusión indecible. Otros que, como tú, van a la fuente, tropiezan con su cántaro en el tuyo, y te le rompen. Se arma una gran pelotera; de las malas palabras se pasa a las malas obras; os sacudís de lo lindo; tú llevas lo peor y quedas en el suelo. Pides socorro; pero hay otros muchos que como tú, por golpes o por caídas y atropellos, etc., le necesitan también, y recibes en su lugar la visita de un ratero, que a favor de la obscuridad despoja tus bolsillos. Al cabo de muchas horas te recogen, vuelves en ti, preguntas qué significa todo aquello, y te responden: «La huelga de los operarios de la fábrica del gas.»

El médico dice que es necesario sangrarte, pero la cosa no es posible; también los sangradores del Hospital y de la Casa de Socorro se han declarado en huelga, y los de la población están tan ocupados que no parece ninguno para ti. Por no poder hacerse a tiempo este remedio, tienes una enfermedad. Sales de ella en fuerza de tus pocos años, y cuando te ves convaleciente, determinas dejar un pueblo en que tan mal te ha ido, y tomas el ferrocarril.

Ha habido grandes avenidas; se dice que muchas obras de fábrica se han resentido, pero el tren continúa hasta que, al llegar a un puente se derrumba, y te hallas en el río de donde te saca un guarda de la vía. Eres de los mejores librados, no te has roto más que una pierna. Según la costumbre establecida en España para estos casos, tardas lloras en recibir socorro, y en tanto tienes tiempo de hablar con un guarda que te sostiene la pierna fracturada, acerca de la causa de aquel desastre, y entre los dos se entabla el siguiente diálogo:

Juan.- ¡Es escandaloso esto! Si el puente hubiera estado bien hecho, no se hubiera hundido.

Guarda.- El puente bien hecho estaba, según decían, y se ha visto en muchos años; pero han sido tan terribles las avenidas y tantas, que sin duda se ha resentido.

Juan.- ¡Sin duda! ¡Pues me gusta! ¿Y por qué no se ha averiguado, con mil pares de.....

Guarda.- Ya anduvo mirando el jefe de estación y le pareció que no había novedad; a mi me pareció lo mismo, pero resulta que nos hemos equivocado.

Juan.- Pero el jefe de estación y tú, ¿entendéis de puentes? Yo he oído decir que para estas cosas están los ingenieros.

Guarda.- ¡Ya lo creo! Ellos son los que saben de eso; pero, ¡cuánto hace que no hay ingenieros en la línea!

Juan.- ¡Qué infamia! ¿Y cómo se consiente semejante cosa?

Guarda.- Parece que el Gobierno les ha hecho no sé qué mala pasada, sin respeto ninguno a lo mucho que saben, y ellos han dicho: «¿Sí? Pues ahí van nuestros títulos», y se los han mandado al Ministro de...... no me acuerdo a cuál de los Ministros......

Juan.- Será al de la Guerra.

Guarda.- No. Ellos dicen que por ese ministerio no les hubiera sucedido tal chasco, pero es igual; han enviado sus títulos, se han quedado de paisanos, y no sé lo que va a suceder.

Juan.- Yo sí; que se estrellarán los viajeros, como nos hemos estrellado. Por lo visto también se han declarado en huelga los ingenieros. ¡No me había ocurrido a mí que esto pudiera suceder! ¡Tienen bemoles las huelgas de estos señores! Dime, el médico que me ha de curar, ¿estará en huelga también?

Guarda.- No; es el titular del pueblo, y no puede dejarle hasta que cumpla la escritura. Además es muy buena persona, y dice que los médicos y los curas deben estar siempre a disposición de todos.

Juan.- Es claro. Dice muy bien; porque si se le antoja no curarme, sería una triste cosa.

Guarda.- No tengas cuidado. No ha llegado a ti, porque hay otros más apurados; pero cuando te toque la vez, ya verás qué hombre más bueno. En toda la línea le queremos como si fuese nuestro padre, y cuando le damos gracias por el mucho interés que por nosotros se toma, dice que no hace más que su obligación; que los hombres en sociedad se deben consideraciones, servicios y buenos procederes; hoy por ti y mañana por mí; y no se equivoca, porque una vez que venía a cuerpo a ver al del kilómetro 220 y le cogió un aguacero, que quiso que no, le eché mi capote y apreté a correr para que no pudiera devolvérmele. ¿Quieres creer que sentía yo gusto en mojarme por él, acordándome de una noche que había pasado sin separarse de una hija que tengo, que es como un sol, y que si no está atisbando cuándo se le podían dar unas píldoras, se muere de una terciana de esas que matan a la tercera? Pues así fue.

Juan.- Lo creo bien. Así es como debe ser, porque si la gente se pone a malas, ¿dónde vamos a parar? Ya veo que el médico os tiene bien enseñados, porque me estás sosteniendo la pierna con mucha paciencia.

Guarda.- ¿Qué diría él si no? Además de que me hago cargo de que tendrás muchos dolores, y naturalmente, hago lo que puedo por ti como tu harías en igual caso.

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Te llega, Juan, el turno; se reduce tu fractura; te asisten bien y con cariño; te curas.

Has cobrado gran horror a la vía férrea; te vas a pie al puerto más inmediato, y de allí determinas embarcarte para Barcelona, y te embarcas.

La mar, bonancible al principio, se encrespa, y tanto, que a toda máquina gobernáis en demanda del primer puerto, cuya entrada, mala siempre, es ahora peligrosísima. Pedís práctico; sin él no hay salvación posible; pero los marineros de la lancha se han declarado en huelga, y no quieren salir; así lo dicen las señales. El capitán exclama: «¡Nos estrellamos sin remedio!», y antes de un cuarto da hora se cumple la terrible profecía. Tú, Juan, mueres ahogado, y antes de morir, el derecho a holgar, que sobre todo desde la huelga de los ingenieros había empezado a serte sospechoso, te parece horrible.

Con tu buen sentido comprenderás que, cuando la libertad de holgar se convierte en libertad de hacer grandes e irreparables males, es necesario limitarla un poco. La ley debe decir, y dirá, si las cosas continúan por la pendiente donde están, la ley dirá cuáles trabajadores no pueden declararse en huelga, sin anticipado aviso a la autoridad. Bien podrá conciliarse su libertad, que es el movimiento de un ser racional y no los saltos de una bestia, con las necesidades sociales. Como lo que tú quieres al declararte en huelga es aumento de jornal, si este aumento no es algún gran despropósito por su cantidad exorbitante, bien se podrá suplir de los fondos comunes, hasta que entres en razón si no la tienes; te la concedan, si te asiste, o de otro modo se provea de remedio, para que queden atendidas las necesidades apremiantes de la sociedad, y tus parientes, tus amigos, tus vecinos, tus conciudadanos y tú mismo, no os veáis en un conflicto grande.

Tratando de los jornales, nos han salido al paso las huelgas, como era inevitable; ellas nos han llevado al derecho absoluto a holgar; y aunque le hayamos discutido muy por encima, nos ha ocupado la discusión todo el espacio de que hoy podíamos disponer. Otro día continuaremos tratando de los salarios.




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Que el derecho no es una cosa absoluta


Apreciable Juan: En mi carta anterior hemos tratado de las huelgas, y discutido, aunque brevemente, el derecho a holgar. Un libro voluminoso, no una breve carta, necesitaba tan vasto asunto; y como el otro día me faltó espacio para decirte ciertas cosas que a mi parecer no debes ignorar, añadiré algunas palabras, porque estás muy propenso a llamar tiranía o depotismo a cualquiera limitación del derecho.

No hay nada en el hombre que no sea limitado. ¿Cómo su derecho no tendría límites, cuando precisamente, es de esencia que los tenga, porque lleva consigo un deber, porque es una regla, y toda regla y todo deber tienen puntos fijos de donde parten, y una esfera de acción de donde no pueden salir?

Por ejemplo, la ley electoral exige que el elector, para serlo, pague 500 reales de contribución directa. ¡Injusticia! exclamas tú. ¿Por qué el rico ha de tener este privilegio? ¿Por qué no hemos de ser todos iguales? El legislador atiende tu reclamación y decreta que todos los ciudadanos tienen igual derecho a elegir concejales y diputados. Pero cuenta con que una cosa es la supresión del privilegio y otra la de toda regla. Tú eres elector como el Marqués o el Duque pero ni el Duque, ni el Marqués, ni tú, lo seréis si os halláis encausados, sois menores o estáis locos. Limitación de tu derecho electoral.

Tú tienes derecho a vestirte como te parezca. ¿Quién lo duda? ¡Bueno sería que volviéramos a aquellos tiempos en que la ley marcaba el traje que había de llevar cada uno, determinando su forma y calidad! Sin embargo, no puedes vestirte de obispo, ni de general, de individuo de orden público o de magistrado. Puedes en verano llevar un traje tan fresco como quieras, pero no presentarte en un estado de desnudez que ofenda la decencia. Ya comprendes los inconvenientes que esto tendría y los que habrían de resultar de que, ataviado con el uniforme de un alto grado en la milicia, empezaras a dar órdenes a los militares, sin aptitud ni autoridad para ello. Limitación de tu derecho a vestirte.

Tú tienes un jardín con una fuente, ¿Quién puede dudar de tu derecho a regar a la hora que quieras? Pero sucede que un ejército enemigo pone sitio a Madrid y corta el canal de Lozoya, y rompe la cañería que viene del Pardo. El agua empieza a escasear de tal modo, que se pone guardia en las fuentes, se da por medida, y aun así no alcanza. Yo supongo que tú eres bastante bueno para no hacer uso del derecho de dar agua a tus plantas, mientras tus convecinos se mueren de sed, y que dices a la autoridad:-Disponga usted de mi fuente.-Pero si tan bueno no fueras, si te importaran más tus claveles que tus hermanos, la autoridad haría muy bien en enviar fuerzas para hacerte entrar en razón, y que se distribuyese el agua entre los que se morían de sed. Limitación del derecho de regar tus flores.

Tienes dinero y determinas hacer una casa. Ha de ser a tu gusto, distribuida de esta o de la otra manera; ya es tiempo que tú te alojes convenientemente, y no según el capricho de propietarios y arquitectos, que entienden poco de tu comodidad. Nada más justo. Pero habrás de conformarte con las ordenanzas municipales; preciso es que subas o bajes, retires o adelantes la pared, según la alineación y la rasante. Has de dar curso a las aguas inmundas, y recoger las llovedizas, no sacar demasiado los balcones, dar cierta solidez al edificio, y, en fin, sujetarte a una porción de reglas, sin las cuales el derecho de edificar haría difícil o peligroso andar por la calle. Limitación a tu derecho a hacer una casa como te dé la gana.

Eres dueño de una tierra. Has plantado en ella árboles, muchos frutales; la has embellecido de mil modos; la has cercado; es un paraíso para ti; no la darías por ningún dinero. Un día llama a tu puerta un ingeniero, traza una línea y cae la pared, se cortan los árboles, se ciega el estanque, y un camino divide tu posesión. Te pagan el valor materialmente útil de lo que te quitan, pero tu gusto, el valor que aquella tierra para ti tenía por recuerdos o alegrías o dolores que en ella hubieras pasado, no tiene indemnización posible. Tú puedes hacer valer fuertes razones para que el camino no atraviese tu posesión, como el vecino, para que no vaya por la suya, y como todos los propietarios para que el trazado se aleje de su propiedad: si se os atendiera a todos, el camino no se haría, en lo cual todos quedarían perjudicados. Limitación al derecho de hacer de tu tierra lo que te parezca.

Es domingo y vas a los toros. La diversión es bárbara, pero la cosa es legal; con el billete has comprado el derecho de conducirte durante algunas horas como si no fueras hombre civilizado.

Pasas por el hospital de mujeres incurables; hay fuego en un almacén de maderas contiguo. Las llamas amenazan de cerca a las míseras, que no pudiendo moverse, morirán quemadas si no hay quien las auxilie. Esto no es una suposición; hace pocos años sucedió. No fue necesario, dicho sea en honor de la verdad y de los sentimientos del hombre, no fue necesario digo, que para poner a aquellas infelices en salvo se empleara la fuerza. De muy buena voluntad y grandes y pequeños, pobres y ricos, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, acudían en gran número, y con afán y cariño, trasladaban a las pobres enfermas a lugar seguro. Era un hermoso espectáculo, de esos que se contemplan a veces en los grandes desastres, cuando el estrago material da ocasión a que se despleguen las altas dotes del espíritu. A los lamentos del terror sucedieron bien pronto las bendiciones de la gratitud; la Universidad se convirtió en hospital, con multitud de enfermos y ayudantes. Al ver los colchones en que iban las imposibilitadas, sostenidas por caballeros y hombres del pueblo que querían y hacían lo mismo, auxiliándose mutuamente, sin reparar ninguno en la clase del otro, el corazón quedaba aliviado de un gran peso, y daba a la inteligencia resuelto un gran problema. La fusión de las clases sólo puede verificarse por el sentimiento; hacer bien al pueblo, hacer bien con el pueblo, es el mejor, el único medio de desarmar sus iras; dos hombres que espontáneamente han llevado juntos a cabo una buena obra, fraternizan; cualquiera que sea la diferencia de sus condiciones, son hermanos. Pero volvamos al hospital de incurables. Figúrate que en lugar de sobrar gente para salvarlas de las llamas hubiera faltado, y que tú pasas de largo, porque te importan más los toros que la humanidad doliente: la autoridad hubiera hecho muy bien en obligarte a evitar que alguna infeliz muriese quemada. Limitación de tu derecho de ir a los toros.

Resuelves embarcarte para América. Piensas darte buena vida en la travesía y holgar a tus anchas: nada más justo; al pagar el pasaje has comprado este derecho. Le ejercitas sin obstáculo durante diez días; pero al undécimo, el buque empieza a hacer agua de una manera alarmante. Se acude a las bombas, hay que trabajar en ellas activamente noche y día. La tripulación no basta, es necesario el auxilio de los pasajeros. Al cabo de cinco días de labor ruda y angustia grande hay momentos en que el desaliento se apodera de los más, pero el capitán levanta el espíritu de los débiles, se despoja de su levita, es el primero a dar a la bomba, el último a tomar descanso, que para él no es el sueño, sino infundir esperanza con palabras de consuelo y la perspectiva del puerto cercano. Si te hubieras obstinado en descansar mientras los demás trabajaban, ¿quién duda que sería justicia llevarte por fuerza al trabajo? Limitación de tu derecho de hacer descansadamente el viaje a Cuba.

Quieres echar una cana al aire. Te acompañas con tres amigos coges una bota unas tortillas, un salchichón Y una guitarra; alquilas un coche de colleras y os vais al Pardo. Al llegar al puente de San Fernando oyes un tiro, y después ayes lastimeros. Mandas parar y te apeas a ver lo que es. A un cazador se le ha reventado la escopeta, y yace por tierra herido de gravedad. La hemorragia es grande, urge contenerla, y la casa de socorro está lejos. De la prontitud de la cura depende tal vez la vida de aquel hombre. Supongo que ofreces tu coche, y que te dices:-Continuaremos a pie; si el carruaje falta a la fiesta, en cambio tendremos la satisfacción de haber hecho una buena obra, de haber contribuido eficazmente a salvar la vida de este infeliz, que tendrá hijos, que tendrá madre. -Te acuerdas de la tuya, y ocultando lo mejor que puedes una lágrima que asoma a tus ojos, te das prisa a sacar la bota y los víveres de la carretela, que queda a disposición del herido. Pero, si así no fuese, si tuvieras una de esas almas donde no halla eco ninguna voz generosa, si prefirieses tu capricho a la vida de uno de tus semejantes, la Guardia civil haría muy bien en apoderarse por fuerza del vehículo que no cediste por humanidad. Limitación a tu derecho a pasearte en coche.

Podría continuar; más por lo dicho comprenderás que no hay derecho que no tenga o no pueda tener alguna vez limitación. ¿Qué mucho que la tenga el derecho, si hasta el hecho la tiene? Si prescindiendo de toda moral, desenfrenadamente te entregas a los vicios, el aniquilamiento de fuerzas y la enfermedad te atajan presto; si cometes crímenes prescindiendo de la justicia y confiando en que no existe, la venganza pone límites a tu maldad.

No puede haber absoluto e ilimitado más que lo perfecto; y no siéndolo el hombre, debe hallar límites en todas las esferas de su actividad. Si es cuerdo, se los pondrá él; si es insensato, habrá de admitir los que le ponga la sociedad o la naturaleza. A medida que se ilustra y se mejora, él se traza los límites de donde no debe pasar, y su moralidad y su razón hacen inútil el empleo de la fuerza. En los ejemplos que te he citado, sin dar lugar a recurrir a ella, un hombre honrado hace, por impulso propio, todo lo que se le puede exigir por conveniencia ajena.

Tú dirás tal vez que cuesta grandes sacrificios vivir en sociedad: indudablemente. Efecto de nuestra imperfección, amigo mío, no hallamos en ninguna parte ventajas sin inconvenientes. Para que, herido, tengas derecho a ser trasladado inmediatamente a la casa de socorro en el primer coche que pase, es necesario que, paseante, tengas el deber de apearte, a fin de que el doliente reciba cuanto antes el auxilio. Tu deber de sano y tu derecho de enfermo son una misma cosa; si no los separaras contra razón no faltarías a ellos contra justicia.

Si por utilidad pública se expropia al dueño de la tierra por donde pasa el camino, por humanidad se puede expropiar el uso de coche que sobre él rueda, y el trabajo de sus brazos por algunas horas al hombre que con ellos puede evitar a sus semejantes una gran desdicha. Todas estas cosa son consecuencia de un mismo principio; pero el egoísmo rechaza la lógica que se opone a su comodidad. Todo el mal viene, Juan, de que la ley de amor, enseñada hace diez y nueve siglos por el divino Maestro, no es todavía la ley del mundo. Entre los que se aman, no hay derechos ni deberes. El deber es un impulso que da el corazón; el derecho un consuelo que recibe; y la armonía resulta, no de que cada uno pida lo que le corresponde, sino de que lo que pertenece a otro; y la medida está en el deseo de hacer bien, y no en la pretensión de recibirle.

Seguramente estamos bien lejos del ideal, amigo mío, pero más hemos estado, y acercarnos a él cuanto sea posible es nuestra obligación y nuestra esperanza. Si el deber no brota como un sentimiento espontáneo de tu corazón, al menos no te formes ideas absurdas sobre lo ilimitado y lo incondicional de tu derecho; reflexiona hasta dónde puede llegar, y no intentes pasar de allí, porque es seguro que habrá alguno que te haga retroceder sin razón, tanto como sin razón querías avanzar tú. Cuando estás en tu lugar y te sales de él indebidamente, te dan un empujón que te echa más atrás del sitio que ocupabas.

Te lo repito: no hay derecho absoluto sin traba ni limitación alguna. El derecho no se lanza como un proyectil en la obscuridad destruyendo cuanto halla en su camino, sino que marcha pausada y majestuosamente a la luz de la justicia.




ArribaAbajoCarta decimotercera

Del socialismo


Apreciable Juan: Hemos tenido que detenernos en la cuestión de los derechos absolutos que sin regla ni límite pueden ejercerse, y hemos visto que tales derechos no existen. La cuestión no ha sido traída por los cabellos, como vulgarmente se dice, sino que ha salido naturalmente de nuestro asunto; y aunque tengas por enojosa mi insistencia, he de hacerte notar otra vez cómo de las cuestiones económicas surgen cuestiones morales, sociales, políticas, filosóficas; cosa muy natural, porque donde quiera que está el hombre, hay un ser moral e intelectual, y los problemas que le conciernen no pueden resolverse pesando cuerpos, midiendo distancias y sumando cantidades; pero es cosa muy frecuentemente olvidada o desdeñada por los economistas.

Volvamos a las huelgas. Ya te he dicho que yo no las condeno en absoluto: pueden ser un derecho, pero también pueden ser un error. La historia de las huelgas sería un libro muy instructivo, y te haría un verdadero servicio el que la escribiese. Allí verías su principio, su marcha y sus consecuencias, y cuándo producen la subida del jornal, y cuándo un grave perjuicio al jornalero. La mayor parte de aquéllas, de que yo tengo noticia exacta, han producido este último resultado; y aun en los casos en que los jornaleros han sabido por de pronto, lo probable es que vuelvan a bajar donde estaban, si no descienden más aún. Veamos cómo pasan las cosas.

Eres oficial de zapatero, y con tus compañeros te declaras en huelga. La mayor parte de vosotros vive al día; de manera que desde aquél en que cesa el trabajo, empieza la penuria. Tus hijos te piden pan en vano, y tu madre o tu mujer se quedan irritadas o afligidas de que voluntariamente lleves la miseria a una casa en que moraba el bienestar. Tú te disculpas con que todos han hecho lo mismo, y pones de manifiesto la justicia que te asiste; pero, dado que queden convencidas, no quedarán remediadas, y su equipo, el tuyo, el de tus hijos, todo pasa a la casa de préstamos: es una verdadera ruina.

Entretanto el maestro, el capitalista, va vendiendo las existencias, que suelen ser bastantes y si calcula que la huelga durará mucho, sube el precio del calzado. Los zapateros que en la población trabajan por su cuenta, hacen lo mismo, y por de pronto, los perjudicados sois: el público, que no se calza barato, y tú, que no comes. Si este estado de cosas se prolonga, la subida de los precios atrae la mercancía y empieza a venir calzado de otras partes, operación que favorece la facilidad de las comunicaciones. El industrial tal vez se haga comerciante, y de todos modos, él puede permanecer mucho tiempo, ganando más, ganando menos, o no ganando nada; pero tú, sin recursos, no puedes vivir, y si la huelga continúa, la necesidad de comer te pone en la de aceptar el jornal que habías rehusado. Acaso el aumento de precio de la mercancía ha traído al mercado vendedores, que le abastecen con más abundancia que antes lo estaba; tal vez la concurrencia mayor ha disminuido los precios; tal vez al maestro, que tiene con qué vivir, le habéis inspirado miedo, o, aunque no le tenga, no quiere continuar con una industria que no puede ejercer sosegadamente, y se retira, y hay uno menos que os dé trabajo, y una probabilidad más de que os lo pagarán peor, porque, como decía un obrero parisién, cuyo buen sentido querían en vano alucinar con absurdas teorías: «Yo sé, replicaba, que cuando dos obreros buscan a un fabricante, los jornales bajan, y cuando dos fabricantes buscan a un obrero, los jornales suben.» Es, pues, muy posible que en algunos casos los jornales bajen de resultas de las huelgas. De todas maneras, antes de recurrir a ellas, es necesario estudiar bien la cuestión y aconsejarse con personas conocedoras del negocio, que te digan si lo que intentas es hacedero. Por regla general, debe dar y ha dado mejor resultado la intervención de personas respetables y competentes, que tratan con los fabricantes y sostienen los intereses de los obreros, que las huelgas de éstos. En todo caso, nunca conviene empezar por ellas, sino concluir, cuando se haya recurrido en vano a todos les medios de avenencia, después de bien estudiado el punto. Fíjate mucho en esto, Juan; ninguna cuestión puede resolverse bien sin estudiarse antes, y yo no sé que preceda a las huelgas el estudio detenido de la industria cuyos operarios piden aumento de jornal. Por aquí es necesario empezar; porque si la cosa no es hacedera, ¿de qué te servirá que te parezca justa? Además de que las hostilidades, en el mundo económico como en el mundo político, no deben romperse sino en el último extremo, y no es caso para olvidarlo aquel en que te expones a estar días, semanas o meses sin jornal, sufriendo las mayores privaciones, y abrumado por la última miseria. Al reducirte y reducir a los tuyos a semejante extremo, es necesario haber puesto antes todos los medios para no llegar a él. Lo que suele alarmar en las huelgas son los hombres que murmuran o gritan en la calle; lo que a mí me preocupa son las mujeres y los niños que lloran y sufren en la pobre ignorada vivienda, donde nadie los oye ni los consuela.

Pero aun suponiendo que la huelga sea un remedio, no puede ser general, ni más que del momento; la condición del obrero no puede mejorarse sino por la asociación, y por el aumento de su valor moral e intelectual.

Te han hablado, Juan, mucho de socialismo, y poco de asociación: lo primero es un sueño imposible; lo segundo, una realidad salvadora. Entre los socialistas, como entre los alquimistas, hay hombres de gran inteligencia; pero no es dado a ninguna, por elevada que sea, trastornar las leyes económicas ni las físicas; nadie ha encontrado esa piedra que hace oro y prolonga la vida, ni ese sistema conforme al cual los hombres serán iguales y dichosos, sin más que dejarse conducir por una autoridad que todo lo sabe y que todo lo puede. La vanidad y la mentira de ese aparato socialista se ve en cualquiera de sus afirmaciones, sujetándola al análisis; y no parecería creíble, si no se viese, que levantaran gigantescas pirámides, nada más que para servir de sepulcro al buen sentido. El mayor atleta del socialismo, por ejemplo, con gran aparato de lógica y de metafísica, muy propio para imponer a los incautos, declara que todo el mal viene de no estar constituido el valor de las cosas que se venden, como lo está el de la moneda. El valor, Juan, está constituido desde que los dos primeros hombres vendieron o cambiaron los dos primeros objetos. El valor de una cosa es lo que voluntariamente se da por ella. Que este valor se represente por cuentas de cristal, pedazos de hierro, monedas de oro o billetes de Banco, es cuestión secundaria; la esencia del valor es la misma. Esto ya te lo sabías tú; no necesitabas que yo te dijera que las cosas que vendes valen lo que te quieren dar por ellas; pero te he citado ese ejemplo, para que tengas una idea de cómo se obscurecen las cuestiones más claras, cuando para resolverlas no se tiene en cuenta su esencia, sino el objeto que se quiere alcanzar al resolverlas, y se hace para su resolución mucho gasto de soberbia y de inteligencia extraviada, y mucha economía de sentido común.

Yo quisiera hacerte comprender en pocas palabras lo que pretenden los socialistas, pero la cosa no es fácil. La verdad es una; el error, como el demonio, es legión, y se multiplica y varía a merced del que lo sustenta. Los socialistas no están ni con mucho, de acuerdo en los medios de organizar el mundo económico de manera que resulte la felicidad del género humano; pero te diré algunos puntos cardinales en que convienen los más prácticos y moderados, porque si de otros te hablara, habías de pensar que me burlaba de ti, dándote por organización social algún papel emborronado por los habitantes de un manicomio. Escucha, pues, lo que es el socialismo más moderado, más práctico.

El capital abusa del trabajo: supresión del capital.

El hombre abusa de la facultad de hacer lo que mejor le parece para utilizar su trabajo: supresión de la libertad.

La concurrencia es una guerra económica encarnizada: supresión de la concurrencia.

El propietario sacrifica al trabajador, monopoliza ventajas y bienestar: supresión de la propiedad.

No habrá propiedad individual, sino colectiva. EL ESTADO es el único propietario, el único capitalista, el único productor; y como no ha de hacerse concurrencia a sí mismo, no hay concurrencia. Ahora, reflexiona que no todos los pueblos plantearán este sistema al mismo tiempo y aquellos en que no se halle establecido, podrán introducir productos a menor precio, y hacer una terrible, competencia; hay que mandar ejércitos a las fronteras, y escuadras a las costas, para evitar el contrabando, que vendría a trastornarlo todo, porque no es posible quitar al hombre la manía de vender lo más caro y comprar lo más barato que pueda.

Aun cuando el socialismo se hallara establecido en todas las naciones, sería inminente el peligro del contrabando, porque será grande la diferencia de precios. Ahora, a pesar de no haberse suprimido las aduanas, los derechos que en ellas se pagan son cada vez más bajos, y la tendencia es a entrar en razón, es decir, a que se produzcan las cosas allí donde naturalmente se producen con más ventaja, y no empeñarse en hacer de Inglaterra un país de cereales, y de Francia una tierra de azúcar. Yo supongo que el Estado, cuando sea único capitalista, fabricante y constructor, no dé en la manía de hacerlo todo en casa para no ser tributario del extranjero, como se decía y todavía se dice; pero aun así, los precios de las cosas no serían los naturales, ni con mucho, por una razón muy sencilla.

En la organización económica actual las industrias tienen operarios que tomen ser despedidos si trabajan poco o trabajan mal, y capitalistas que vigilan a los trabajadores, se procuran las primeras materias de la mejor calidad y al menor precio posible, cuidan de que la fabricación se haga con economía, se proporcionan la salida más favorable para sus productos, etc., etc.: esto sucede en Inglaterra y en Rusia, en Bélgica y en España. La producción está organizada según las espontáneas tendencias del hombre, que, como esencialmente es el mismo en todas partes, da resultados análogos, y los precios de las cosas tienden a equilibrarse donde quiera, siempre que no se forme el absurdo empeño, como te he dicho, de pretender luchar contra las leyes naturales. Pero desde el momento en que el Estado es fabricante, la industria nacional es un ramo de la Administración, como Correos, Beneficencia o Establecimientos penales, y tendrá la misma inferioridad o superioridad que estos ramos tengan en unos países respecto de otros. Supón los productos de España tan inferiores a los de los Estados Unidos, como lo son nuestros presidios respecto a sus penitenciarías, y figúrate si será posible evitar el contrabando, aunque la mitad de los españoles reciban la misión de impedir que la otra mitad, infringiendo la ley, compre bueno y barato, lo que, legalmente deben comprar malo y caro.

Insisto sobre esto, porque si, lo que es imposible, el Estado llegara a ser el único productor, el contrabando bastaría para hacer imposible semejante sistema; la competencia suprimida dentro del país vendría de afuera, con tales ventajas para los competidores, que esta sola causa bastaría para arruinar aquel artificial mecanismo. Cuando organizas tu casa, tu pueblo o tu país, y la base de esta organización es la no existencia de un elemento cualquiera, si este elemento aparece, es segura la ruina de todo lo que para existir necesitaba suprimirle. El socialismo suprime la competencia, y como la competencia no puede suprimirse, él sería el suprimido.

Digo sería, porque no será. No es posible que pase de las inteligencias extraviadas a la práctica una cosa tan impracticable. ¡El Estado, único fabricante, único productor, único propietario! ¿Quién es el Estado? Sin entrar en consideraciones que estarían aquí fuera de su lugar, te diré que la idea del Estado está representada, y funciona convertida en hechos, por medio de hombres con vicios, pasiones y defectos. Necesitaban ser dioses y hacer milagros a todas horas, no digo para llevar a cabo, sino para dar realidad por un momento al sueño de los socialistas. Ya sabes, Juan, lo que ha pasado cuando el Estado se ha metido a industrial. Se gastaba mucho, se producía poco, se vendía mal, y había fraude, descuido e ignorancia en todo y para todo. No ignoras que para la empresa más pequeña es necesario que el amo esté encima, y si no, se arruina. ¿Cómo no se arruinaría la gigantesca empresa de una industria nacional, la fabulosa de todas las industrias, de todos los comercios, sin más vigilancia que la oficial, sin más interés que el que inspira el bien público, las fábricas convertidas en oficinas, y los operarios en empleados?

Ya ves que vamos de imposible en imposible. No puede ser que el sentimiento de la realidad y de la justicia llegue a obscurecerse tan completamente, que se suprima la propiedad individual, que se prive a cada uno de lo que le pertenece, convirtiendo los bienes de los ciudadanos en bienes nacionales. De la propiedad hablaremos más largamente otro día, porque no es cosa para tratada por incidencia.

Si esto fuera hacedero, no puede ser que el Estado fuese el único fabricante, comerciante y agricultor.

Si llegara a serlo, no puede ser que suprimiese la competencia que le harían otros países y el contrabando, que penetraría por todos los poros del interés individual y arruinaría el edificio construido sobre el monopolio.

Si tal edificio se mantuviera en pie, no puede ser que un pueblo se resignase a la pobreza, consecuencia del poco trabajo mal dirigido, y cuyos productos son mal aprovechados.

Si a la pobreza se resignase, no puede ser que renunciara a su albedrío, y fundido en la colectividad, desapareciendo en ella, y bajo la maza de la dictadura económica, tuviera que seguir ligado la senda que se le marcaba, en vez de lanzarse libremente por las vías abiertas a su genio emprendedor.

Si a semejante aniquilamiento de la individualidad se llegara, no puede ser que el hombre, así cohibido, así encadenado, así mutilado, fuese apto para nada grande, bello, ni bueno.

Si fuera dado que sin nada grande, bello, ni bueno, es decir, volviendo a la barbarie, existiese un pueblo que ha sido civilizado, no puede ser que los escasos productos de su mal dirigido y estéril trabajo se repartieran con un asomo de equidad y de justicia. Porque ¿quién había de mirar con bastante inteligencia, con bastante interés y bastante de cerca al operario, para saber cuánto valía su obra?

Esta serie de imposibilidades, que cuando se quieren realizar se llaman absurdos, es lo que te quieren dar como remedio a tus males. Y cuenta, Juan, con que no te he hablado más que de las cosas palpables, materiales, sin entrar en otro orden de ideas que no serían tan familiares para ti, y porque no es necesario, cuando una cosa no puede ser por una buena razón, enumerar todas las restantes.

Tú ño habías sospechado que socialismo es convertirse el Gobierno en fabricante de fósforos y de zapatos, etc., en vendedor de pan y de carne, en comerciante de sedas y de hierro; ni que los socialistas quieren establecer un despotismo de que no pueden dar idea ni los monarcas de Oriente. Esto, sin embargo, es la verdad, porque si el Estado es el único propietario, el único capitalista será el único productor.

¿Por qué mecanismo se llegaría a la práctica de esta teoría? No nos lo han dicho. Los grandes reformadores desdeñan los detalles, y no obstante, serían precisos de todo punto si se tratara de plantear el sistema. Un ensayo vergonzante se hizo en los talleres nacionales de París el año de 188. Digo vergonzante, porque no expropió el Estado a los franceses, ni aun a los ciudadanos de París, para erigirse en propietario único, y para que no se trabajase en Francia más que por su cuenta. De los fondos públicos, se aplicó una buena parte a establecer los talleres nacionales; la imposibilidad material de sostenerlos hizo que se cerrasen, y cien mil obreros, hambrientos o irritados, organizaron aquella terrible rebelión, que con propiedad se llamó del hambre. Al despertar de los sueños del socialismo, los pobres obreros hallaron la metralla, la deportación y la miseria. Llevada la cuestión al terreno de la fuerza, con la fuerza fue preciso responder, y ya se sabe la moderación con que usa siempre de sus triunfos. El del orden llevó la muerte y la miseria donde los soñadores de venturas habían llevado la mentira. Los soldados del socialismo cayeron, los capitanes protestaron desde tierra extranjera, asegurando que los talleres nacionales habían sido prematuros y contra lo que ellos habían aconsejado, etc., etc.

Yo no atribuyo nunca a los hechos más importancia de la que tienen: aislados, no quitan ni dan la razón a nadie; pero cuando no lo están, cuando, por el contrario, se enlazan con antecedentes y teorías, y las reflejan, entonces tienen su importancia: por eso te he citado por segunda vez los talleres nacionales de París.

De tal teoría, tal práctica, Juan. El error en acción se llama injusticia y desventura. El remedio de tus males no está en el socialismo, sino en la asociación, de que trataremos otro día.




ArribaAbajoCarta decimocuarta

De la asociación


Apreciable Juan: Vamos a tratar hoy de la asociación, es decir, de la cosa más importante de cuantas podemos analizar y discutir, al procurar que el hombre dé a sus esfuerzos la dirección más conveniente para utilizarlos mejor. Cuando digo esfuerzos, cuenta co que no hablo de los físicos solamente.

El hombre puede asociarse, y se asocia, para superar una dificultad material, y para hacer triunfar una idea; para despachar mejor sus productos, o para adquirir con más ventaja los que necesita; para vencer un obstáculo, y para resistir un impulso; para fortalecer su abnegación, o para reformar su egoísmo; y en fin, para el bien o para el mal.

Ante todo, es preciso que te formes una idea clara, que probablemente no tendrás, de lo que es asociación: la confusión en esta materia, trae consecuencias más fatales de lo que imaginas.

Habrás oído decir y repetir, que la sociedad es uña gran asociación de seguros mutuos, lo cual es un error que conviene mucho desvanecer.

La asociación verdadera, fecunda, la que puede utilizar mejor los esfuerzos del hombre, a la que se piden y de la que se esperan grandes resultados, necesita estas cuatro condiciones:

Libertad.

Facultad de admitir o rechazar asociados.

Organización.

Unidad de objeto.

Sirvámonos de un ejemplo.

Primero. Eres oficial de zapatero; crees que el maestro te explota, y determinas asociarte con otros para poner un taller por vuestra cuenta, y repartiros las ganancias íntegras. Ya comprendes que lo primero que necesitas es libertad, porque si tus compañeros te cogen por fuerza, y por fuerza te obligan a tomar un salario, o te privan de él, o tú haces lo mismo con ellos por medios violentos, en vez de asociación hay esclavitud. El esclavo, en efecto, trabaja por fuerza, y por fuerza acepta las condiciones que le imponen: la primera de toda asociación, es la libertad; esto, Juan, me parece evidente: te asocias porque crees que te conviene; tu determinación es libre; si no lo fuere, te lo repito, de asociado te convertirías en esclavo.

Segundo. Una vez asociado libremente con tus compañeros para trabajar del modo que sea más ventajoso, fijáis las condiciones que, han de tener los que han de formar parte de vuestra asociación, porque tratando de hacer mesas, puertas o armarios, no podéis admitir a los curtidores o picapedreros; tienen que saber vuestro oficio, y además tienen que querer trabajar en él, según lo determinéis, porque si unos asociados se van a paseo o a la taberna a las horas en que los otros trabajan, la holgazanería explotará la laboriosidad, y el objeto de la asociación será imposible. La segunda condición es tan indispensable como la primera: es necesaria la facultad de cerrar las puertas del taller a los que no saben o no quieren trabajar.

Tercero. Para declarar los que son o no aptos, los que son o no holgazanes; para retribuir a cada uno según la calidad y cantidad de su obra; para comprar las primeras materias, procurar y realizar las ventas, dirigir la fabricación, llevar las cuentas, etc., etc., preciso es que se establezcan reglas; que se nombren las personas que han de encargarse de las diversas ocupaciones; que ordenadamente se desempeñen los diferentes trabajos; en fin, que haya organización. Si nadie quiere encargarse de las cuentas, o si quieren echarlas todos; si nadie quiere hacer las compras, o si todos quieren comprar; si alternan, en fin, caprichosamente, de modo que ninguno sea inteligente en nada, ni responsable de cosa alguna, el taller, imagen del caos, no podrá prosperar, ni instalarse siquiera.

Cuarto. Los asociados se han de proponer el mismo objeto; porque si unos quieren hacer obras de carpintería, otros efectos militares; éstos forman una cofradía para celebrar con pompa una f unción religiosa, aquéllos arman un motín para intimidar a los capitalistas, no habrá acuerdo, ni armonía; cada uno querrá arrastrar a los otros en la dirección que lleva; hallará en vez de auxiliares, resistencias; y las fuerzas, en vez de multiplicarse, se restarán, si acaso no se destruyen del todo.

Siendo, pues, las cuatro circunstancias dichas, indispensables para toda asociación que merezca este nombre, podemos definirla de este modo:

ASOCIACIÓN: Reunión libre de esfuerzos ordenados, entre personas que mutuamente se aceptan y que se proponen el mismo objeto.

Si esta definición es exacta, la sociedad está muy lejos de ser una asociación, como te han dicho.

La reunión no es libre: ni tú, ni yo, ni ningún español, hemos tenido libertad para no nacer en España. Nos encontramos, pues, forzosamente asociados con muchos millones de personas que no piensan, ni sienten, ni obran como nosotros, y tenemos que sufrir las consecuencias de ideas y acciones que no son las nuestras. El hombre laborioso y probo que nace en un país en que estas virtudes son raras, padece por el resultado de los vicios opuestos. Se dirá que puede emigrar: pero esta posibilidad, que para un individuo será tal vez cierta, para la masa total es ilusoria, y aunque no lo fuera, a la nueva patria que eligiese llevaría, de aquella en que ha nacido, hábitos, ideas, disposiciones, tal vez una organización de que no se puede desprender, y que influye poderosamente en toda la vida. En la sociedad, pues, la asociación no es libre.

Tampoco se establece entre personas que se aceptan mutuamente. El holgazán, el vicioso, el criminal, la prostituta, forman parte de la sociedad, influyen en ella, la extravían, la envenenan, la ensangrientan; no hay medio de eliminarlos, y aun cuando su compañía no se acepte, su influencia se sufre.

El objeto de los que viven en sociedad no es el mismo. Uno se propone hacer puertas para dar seguridad, otro buscar medios de abrirlas para que nadie esté seguro. Uno estudia para neutralizar los efectos del veneno, otro para envenenar. Uno trata de dar garantías para que la moneda sea de buena ley, otro fabrica moneda falsa. Uno escribe un libro para elevar el espíritu, otro publica una obra que le degrada. Uno medita leyes sabias, otro calcula cómo las infringirá impunemente. Uno se esfuerza en despertar los nobles sentimientos, otro se ingenia para explotar los malos. Uno arriesga la vida para salvar al que está en peligro, otro mata por robar. Uno muere en el altar del sacrificio, otro de las consecuencias de la orgía. Uno lo refiere todo a sí misino, otro no vive sino en los demás y para los demás. La circunstancia indispensable de proponerse el mismo objeto está, pues, muy lejos de llenarse por los individuos que componen la sociedad, como sería necesario para que esta fuera una asociación.

Hay más. Aun los que se proponen el mismo objeto, varían tanto en los medios de realizarle, que a veces se hacen guerra, y encarnizada, sobre cuáles deben adoptarse o excluirse.

No es esto decir que todo en la sociedad sea hostilidad y antagonismo, y que nadie se pro ponga igual fin y por idénticos medios; no. Si tal sucediese, la sociedad sería imposible; su existencia depende de sus elementos armónicos, de sus movimientos encaminados al mismo objeto; sus males resultan del desacuerdo y la falta de armonía, que produce la perturbación en la región de las ideas y la pérdida de fuerza en el orden material. Nos serviremos de un ejemplo para comprenderlo mejor.

Hay un criminal, un ladrón. Da mal ejemplo a todos los que conocen su perversidad; aflige a todos sus parientes que no participan de ella; arrastra por su mal camino a sus cómplices; hace vacilar y perturba las conciencias poco firmes; agita los ánimos por el terror que inspira. Esto en el orden moral. En el material: aumento de gastos para dar seguridad a las viviendas, para sostener cárceles, presidios, tribunales y Guardia civil. De manera, que el hombre que se propone un fin culpable, antisocial, no sólo no contribuye con su trabajo común, sino que obliga a distraer una parte de la fuerza social para contenerle. El ladrón, y el guardia civil que le persigue, en vez de ser cuatro brazos que trabajan para el fondo común, se emplean en combatirse; y a todo lo que se aspira, y que se consigue rara vez, es a que sus fuerzas se neutralicen, a que el uno contenga al otro de modo que no haga daño.

Supón que hay en la obra social cien operarios; cinco se separan de ella para robar; hay que separar a otros cinco que contengan a los ladrones; total, diez hombres menos que trabajen, y un décimo de disminución en el producto, con un aumento en el gasto, porque el hombre de combate cuesta más que el hombre de trabajo.

En los que se separan de los fines sociales por otros caminos, el daño podrá ser menos palpable que el causado por el ladrón, pero no menos cierto, y es mucho más general. Toda mala acción necesita una cantidad de fuerza para combatirla, o si se la deja sin correctivo, produce un estrago proporcionado a su malicia. La sociedad está llena de engañadores de todas clases y categorías, desde el orador que te miente para conquistar poder o popularidad, hasta la mujer que te engaña vendiendo piñones o naranjas por sacar dos cuartos más. En todas las profesiones y en todos los oficios hay hombres dispuestos a no reparar en medios para conseguir su fin, que es medrar; y para que ño te engañen, tienes que emplear cierta cantidad de fuerza, y si te han engañado, has perdido cierta cantidad de trabajo. Aun en las acciones no castigadas por la ley ni calificadas por la mayor parte de las gentes como moralmente malas, la falta de buena fe, y por consiguiente de armonía, da por resultado la destrucción de fuerzas que debían ir íntegras al fondo común. Vas a comprar un objeto cualquiera, y para que no te engañen tienes que andar muchas tiendas, a fin de ponerte al corriente de los precios, y regatear, y marcharte, y volver. Tú pierdes trabajo al comprar, y el que vende al vender, porque los muchos que entran y salen sin llevar nada y se detienen regateando, hacen necesario mayor número de dependientes.

Verás, pues, a poco que observes, que la sociedad se compone de armonías y desacuerdos; que tiene dos corrientes, una que va en el mismo sentido, y otra que se le opone, retarda y a veces trastorna su marcha. En ti mismo puedes observar que en tus negocios, en tu trabajo, en tus goces, en tus desgracias, en tu vida, en fin, hallas auxilios y obstáculos, que no vienen de las cosas, sino de los hombres; te ves favorecido en tus movimientos, o contrariado en ellos; hallas compañeros Por tu camino, o gente que te sale al paso y le dificulta. Repito que la suma de los que favorecen tus movimientos es mayor que la de los que a ellos se oponen; de otro modo, no podrías marchar, ni la sociedad, que se compone de individualidades como tú, tampoco; pero, puesto que no todos reúnen voluntariamente sus esfuerzos y los emplean ordenadamente para conseguir el mismo fin, ni pueden excluir a los que no les convengan, la sociedad no es una asociación, ni los conciudadanos son consocios.

El ideal de la sociedad sería que fuese asociación; y ya que llegar a él no sea dado, debemos trabajar para aproximarnos cuanto sea dado, multiplicando las asociaciones, de modo que queden fuera de ellas el menor número de ciudadanos posible. La sociedad más perfecta es aquella en que más hombres libremente se armonizan para el bien, y armónicamente marchan; la sociedad más defectuosa es aquella en que más hombres marchan en diferente sentido, haciendo prevalecer su individualidad egoísta e indiferente, poniéndose en desacuerdo con los demás, sirviendo de obstáculo donde quiera, y hallándolos en todas partes.

Los resultados de la asociación no son únicamente económicos, materiales, como has creído; sus principales ventajas son morales, y producen armonías del espíritu, las que parecían nada más que combinaciones del interés.

Eres propietario de una casa; no hay seguros contra incendios; tu interés está en que se quemen muchas casas, porque escaseando las habitaciones, valdrá más la tuya: y como en la mayoría de los hombres, la corriente del interés es muy fuerte, si no eres bastante malo para pegar fuego a los edificios que te hacen competencia, no serás tampoco bastante bueno para sentir que ardan, cuando en ello está tu provecho; y he aquí tu moralidad constantemente socavada por tu interés, y tú en hostilidad con todos los propietarios, y deseando su mal, que es tu bien.

Pero viene la asociación; formáis una compañía de seguros mutuos: si arde tu casa, todos contribuyen a reedificarla, si se quema la del vecino, das tu parte, para que se levante: todos estáis interesados en el bien de todos, nadie hay que no sufra del daño de cada uno, y por consiguiente, sin heroicidad, sin esfuerzo, por el propio interés, nadie desea ni se alegra del mal de otro.

Eres armador, tienes un buque, y le destinas a traer canela de Ceilán. Estás interesado en que naufraguen todos los que hacen igual comercio, para vender tus mercancías a subidísimo precio. Es horroroso, pero es posible que te alegres de las catástrofes que, dejando a muchas madres sin hijos y a muchos hijos sin padre, aumentan tu peculio.

Llega la asociación de seguros marítimos; tienes que contribuir a indemnizar el valor de cada buque que se pierde; estás interesado en que todos lleguen a puerto seguro, y cuando alguno perece, acompañas sinceramente en su dolor a las familias de los que han perecido.

Eres oficial de carpintero; estás interesado en que enfermen los de tu mismo oficio; cuantos menos seáis, os pagarán mejor; si sois muy pocos, dispondréis la ley.

Se organiza una asociación para auxiliaros mutuamente en caso de enfermedad; todos ganáis con la salud de todos; sientes el mal de tus compañeros cuando están enfermos, y te alegras cuando se restablecen, como si fueras su pariente y allegado.

Ya ves que de la organización de las cosas materiales ha resultado una transformación del egoísmo; que la asociación de los capitales y de los esfuerzos ha traído la de los sentimientos; que las armonías económicas son armonías del alma, y que el interés bien entendido se convierte en fraternidad. Estas no son aspiraciones vagas, esperanzas ilusorias, sueños de la imaginación o del buen deseo: son realidades evidentes, consecuencias indefectibles, conclusiones científicas y absolutamente exactas.

Cuando la gran mayoría de los hombres de todos las países se asocien para realizar los altos fines de la vida, lo mismo que para proveer a las necesidades materiales, la fraternidad será un hecho.

Las compañías de seguros serán universales; toda la tierra contribuirá a reparar la calamidad que aflige la comarca más remota; los pueblos tendrán intereses armónicos y no encontrados; el mal hecho a los hombres de cualquiera región, repercutirá en los antípodas; el arte de hacer bien a su país haciendo mal a los otros, será una abominación impracticable; la guerra no será posible, y la palabra extranjero, que quería decir enemigo en el mundo que pasó, en las sociedades futuras significará consocio, hermano.

Este será el resultado de la asociación; ella disminuirá cuanto sea posible el número de maldades, Y, por consiguiente, de dolores; ella transformará el globo que ha empezado a transformar ya. Los capitales de todo el mundo han contribuido a perforar el istmo de Suez; las manos de todas las naciones han auxiliado a los heridos de las últimas batallas, y llegará un día en que el dolor de un pueblo se llorará en toda la tierra. Tengamos, Juan, esta bendita y razonable esperanza; leguémosla a nuestros hijos como una divina herencia; no temamos que llamen sueño a nuestra convicción, porque vendrá un día en que se realice, y un siglo que dirá: Tenían razón aquellos perseverantes soñadores.




ArribaAbajoCarta decimoquinta

Del progreso


Apreciable Juan: En la carta anterior hemos procurado formarnos idea exacta de lo que es la asociación, y hemos visto que la sociedad no lo es. No puedes figurarte los males que han venido de confundirlas, y qué de sueños se han querido realizar partiendo de este error. Vistas las ventajas de la asociación, se han tomado en cuenta las que pudiéramos llamar armonías sociales, prescindiendo de los desacuerdos, y al ir a poner en práctica aquel ideal armónico, el edificio se ha venido al suelo, porque no tenía por base la verdad. Cuando esas pequeñas sociedades dentro de la sociedad han prosperado, es cuando han sido asociaciones, cuando han elegido sus individuos y desechado los que no estaban acordes con su objeto. Pero desde el momento en que tienes que tomar a la humanidad como es, desde el momento en que tu asociación tiene que recibir al holgazán y al derrochador, al vicioso y al criminal, al estafador y a la prostituta, la armonía no existe, los movimientos acordes cesan, los esfuerzos obran en distinto sentido, la fuerza es necesaria contra el que ataca el derecho, y las cosas van mejor o peor, pero van siempre lejos de ese ideal de perfección armónica que te ofrecen con sus ingeniosas combinaciones los que te engañan o se engañan a sí mismos desconociendo la naturaleza humana. Observa lo que pasa a tu alrededor, y sabrás lo que pasa en tu patria y en el mundo todo, relativamente a la cuestión que nos ocupa. Entre tus vecinos y conocidos hay personas honradas y pícaros, hombres laboriosos y holgazanes, esposas, madres ejemplares, y mujeres livianas, grandes malvados y ejemplos de virtud rara. ¿Te parece que hay constitución política, ni organización económica que pueda hacer que naturalmente se pongan de acuerdo elementos tan desacordes? No des oídos, Juan, a ese charlatanismo filantrópico y seudo-científico, que, despojado de su oropel y hojarasca, queda reducido a que con partes imperfectas se puede hacer un todo perfectísimo, que el compuesto no participa de la naturaleza de los componentes, que es lo mismo que si te dijeran que tres y tres son ocho.

Cuanto menor sea el número de malos y menos maldad haya en ellos, el mal de la sociedad será menor. ¿Hasta dónde podrá disminuirse? ¡Quién lo sabe! Yo creo que mucho, porque creo en el progreso como en una ley de Dios. Yo veo esta ley en el universo todo, y la siento en mi conciencia, donde halla eco aquella voz divina que nos ha dicho: Sed perfectos. No creas, Juan, que este siglo es peor que los otros siglos, ni tú más perverso que los hombres de las generaciones que te han precedido. Esta idea desconsoladora, tan propia para contribuir al mal que afirma, es errónea; a la luz de la razón me parece absurda, y casi impía ante los resplandores de la fe.

¿Y tantos crímenes? ¿Y tantos horrores? ¿Y tantas abominaciones? No olvido ni disminuyo uno solo, Juan. Todos llegan en forma de dolores a mi corazón, que siente su magnitud, más dispuesto a exagerarla que a disminuirla, porque amo a la humanidad, porque con ella siento y con ella sufro, y porque todas sus imperfecciones, que son las mías, vibran en mi alma como otras tantas desdichas. Los tiempos son de lucha: tripulamos un bajel donde se da recio combate. El humo de la pólvora no deja ver el cielo; los gritos de guerra y las blasfemias no dejan oír las plegarias; la brújula u el timón son inútiles; piloto y timonel han empuñado las armas y se confunden con los combatientes. ¿Quién es capaz de saber en aquel momento si el barco marcha ni adónde va? Cuando lo recio del combate cese, cuando cada uno vuelva a su puesto y el piloto se oriente, verá que, aunque poco, algo ha marchado en la dirección del puerto. El mal disminuye; se nota por muchas señales; pero es difícil ver que baja la marea durante la tempestad. En medio del combate estamos, con desencadenada tempestad tenemos que luchar; pero en los breves instantes que nos dejan para tomar aliento, volvamos los ojos a la luz de la verdad, que ninguna nube puede obscurecer completamente, y escuchemos su voz, que ningún grito puede ahogar. La voz de la verdad es severa, pero no aterradora; nos acusa, pero no nos calumnia; nos señala el peligro, pero no nos acobarda; nos infunde temor, pero no nos quita la esperanza, que, como ella, viene de Dios. Ni nuestro siglo es el más perverso de los siglos, ni nuestra generación la más perversa de las generaciones; las futuras le harán justicia, y dirán: La época más perversa no es la que se agita y se extravía buscando el bien, sino la que reposa en el mal. Los rugidos de las olas embravecidas aterran más, pero no son tan fatales como las emanaciones invisibles, silenciosas y mortíferas de las aguas estancadas.

Seguramente los progresos morales no corresponden a los materiales; es menos dificultoso perforar las montañas, que desencastillar los egoísmos; las costas se iluminan mejor que se desvanecen los errores; la palabra llega más fácilmente a los antípodas, que la verdad a los obcecados, y los mares ofrecen menos resistencia que las pasiones. Un descubrimiento hecho en cualquier país, se aplica inmediatamente a todos los otros. Lo mismo marcha la locomotora y funciona el telégrafo en España que en Inglaterra, en América que en Asia. Pero una forma política, una institución social, una idea benéfica, realizada en un país, ¡qué de dificultades, de imposibilidades a veces, para realizarse en otro, y cómo lo que es bueno para un pueblo hace mal al que quiere imitarle imprudentemente! La materia es en todas partes la misma; el hombre varía, y no se pueden importar las virtudes como el material para las vías férreas. El progreso de las cosas se comunica inmediatamente, puede decirse que vuela sin tardanza por toda la tierra; el progreso de las personas camina con lentitud, y cada pueblo se le va asimilando con más o menos trabajo, según sus disposiciones, pero siempre con gran dificultad. Hemos de convencernos de las muchas que tiene que vencer el progreso en el orden moral, para no extrañar ni desanimarnos porque sea tan lento. Para un pueblo, lo mismo que para un individuo, es más fácil hacerse rico que emplear bien las riquezas; ser sabio que ser santo.

Conviene, Juan, que nos detengamos todavía un momento en esta digresión sobre el progreso, porque debes guardar un medio entre dos extremos igualmente perjudiciales. Unos te hablan de la perversidad humana, cada vez mayor, y que debe conducirnos indefectiblemente al abismo; otros, de la perfección del hombre, que pintan como un semidiós, y que para convertir la tierra en un paraíso, no necesita más que poner en práctica unas cuantas teorías: los primeros producen el desmayo del desaliento o las orgías de la desesperación; los segundos llevan a la rebelión del orgullo, a las iras de la soberbia, a los atentados del amor propio convertido en pasión ciega, y todos nos extravían, auxiliándose, sin saberlo y sin quererlo, en la tarea desdichada de apartar al hombre de la verdad y mermar sus fuerzas para la lucha. El desesperado de su porvenir y el soberbio que quiere imponer su voluntad como ley al presente, por distintos caminos van a caer juntos en la sima de la culpa o en las angustias de la impotencia.

No escuchemos a los que nos dicen todo, ni a los que nos dicen nada; oigamos la voz de nuestra conciencia, penetremos en nosotros mismos, donde hallaremos cosas malas y cosas buenas, a veces cosas viles, y a veces cosas sublimes. Seamos humildes recordando lo bajo que hay en nosotros; seamos dignos viendo lo que en nosotros hay elevado. Este conocimiento de nosotros mismos hará que no nos desvanezcamos con esperanzas locas, ni nos desalentemos con terrores vanos, y nos dará la dignidad modesta y perseverante, que necesita cada hombre para alcanzar la mayor suma posible de bien, y también la humanidad entera para realizar sus altos destinos.

Para saber si la humanidad progresa, te harán largas relaciones de aumento de riqueza, y fabulosos relatos de los istmos abiertos a la navegación, de las montañas perforadas, de la tierra que abre sus entrañas, y de los mares que dicen al abismo: «Deja pasar la palabra del hombre.» Todo esto es grande y bello, ciertamente, pero con todos estos adelantos podría no haber progreso. Yo tengo otra medida para apreciarle; yo pregunto a los hombres: ¿Os amáis más que vuestros antepasados se amaban? Si me responden que no, retrógrados son o estacionarios; si me responden que sí, han progresado. La obediencia a la ley de amor, esta es la medida del progreso; las demás cosas no tienen más que una importancia secundaria.

Partiendo de esta verdad, que es para mí evidente, leo la historia, veo que los hombres se aman más cada vez, y concluyo de aquí que la humanidad progresa. «¿Y la guerra? dicen los que lo niegan. ¿Cuándo se ha visto una mortandad tan horrible como en la guerra franco-prusiana? ¿No es esto retroceder a la barbarie? ¿Dónde está el progreso?»

Podría responder que la guerra es un hecho social, que tiene su valor, pero no único ni absoluto; que una sociedad, como un hombre, no se puede juzgar por una acción, sino por el conjunto de todas las de la vida; y que para pesar los merecimientos del mundo moderno, si en un lado de la balanza se pone el crimen de la guerra, del otro deben echarse las virtudes de la paz. Pero no quiero usar de mi derecho; prescindo de los poderosos argumentos que me ofrecen tantas instituciones humanitarias, tantos establecimientos benéficos, tantas legiones de criaturas consagradas a consolar el dolor bajo todas sus formas, como presentan los pueblos modernos, y de que no tenían idea los antiguos. Podría preguntar a esa Edad Media qué hacía de sus niños expósitos, de sus enfermos, de sus miserables, de sus encarcelados, de sus débiles todos, y arrojar la verdad de su respuesta, como un argumento sin réplica, al rostro de los que faltan dos veces a la justicia, calumniando a su siglo, y suponiendo en otros una perfección imaginaria.

No quiero hacer uso de ninguna de estas legítimas armas; acepto la guerra como si fuera el único hecho por donde puede medirse la moralidad y el progreso de los pueblos; y enfrente de esas máquinas poderosas de destrucción, de esas nubes de fuego y de esos campos cubiertos en minutos de muertos, heridos y moribundos, afirmo el progreso.

Ante todo, Juan, es preciso no confundir la guerra con el combate. Es de ley natural que dos pueblos, lo mismo que dos hombres, desde el momento que llegan a las manos, hagan a su enemigo todo el daño necesario para impedir que él los dañe, que en lo recio de la refriega suele ser todo lo posible. La moralidad de dos combatientes, sus buenos sentimientos, han de juzgarse por lo que han hecho para evitar la lucha; por los móviles y propósitos que a ella los conducen; por el uso que hacen de la victoria, y cómo tratan al enemigo vencido: porque pretender que durante la pelea no den tan duro y tan recio como puedan, es intentar una cosa insensata, que no podrá realizarse mientras el hombre tenga el instinto de la propia conservación. Teniendo esto muy presente, prosigamos.

La guerra en las sociedades antiguas, y en la Edad Media, era un estado permanente; en el mundo moderno, es un estado excepcional.

La guerra en las sociedades antiguas era un recurso; en los pueblos modernos es una calamidad.

La guerra en las sociedades antiguas era casi el único medio de comunicación, la única manera de influir y modificarse mutuamente; en los pueblos modernos interrumpe las comunicaciones, los aísla, ofrece obstáculos a la influencia que unos ejercen sobre otros.

La guerra en las sociedades antiguas era de exterminio, arrasaba las ciudades, inmolaba los habitantes, destruía los imperios; la guerra en los pueblos modernos es destrucción, pero no exterminio, deja en pie las ciudades y los reinos, y terminado el combate, respeta la vida de los enemigos.

La guerra en las sociedades antiguas no tenía ley moral ni freno, seguía las inspiraciones de la ira y de la venganza; la guerra en los pueblos modernos tiene leyes, y el honor y la humanidad no levantan su voz en vano.

Hoy los combates son más sangrientos; pero como las campañas son más cortas, la guerra hace menos víctimas y produce menos estragos materiales.

Esto en el orden material; en el moral, el progreso es tal, que sirve de consuelo al ánimo, afligido por el espectáculo de tantos horrores. El grito del mundo antiguo era: ¡Ay de los vencidos! El del mundo moderno es: ¡Los enemigos heridos son hermanos! La muerte del vencido era un derecho, el cautiverio una gracia, el rescate un privilegio. Hoy se cura en el mismo hospital al vencedor y al vencido; la vida del prisionero es sagrada; se le cuida y se le atiende con humanidad; y si en la última guerra han sufrido cruelmente, fue por imposibilidad material, a causa, de su extraordinario número, no por falta de buen deseo.

Hoy, auxiliar a los enfermos y heridos del enemigo hallados en el campo de batalla, es cosa de que no se hace mención, porque es la regla. Mira cómo este mismo hecho se calificaba hace dos siglos.

Carlos V emprendió el sitio de Metz en mala estación, y el Duque de Alba se vio obligado a levantarle dejando muchos enfermos. Un testigo ocular, Vieilleville, dice: «...los grandes desastres que vimos en el campo del Duque de Alba eran tan horribles, que no había corazón que no pareciera que iba a estallar de dolor. Hallábamos a los soldados de diversas naciones, como en rebaños, mortalmente enfermos y echados sobre el codo; otros sentados sobre grandes piedras, con las piernas metidas en el fango, heladas hasta las rodillas, clamando misericordia y pidiendo que los acabasen de matar. Entonces el Duque de Guisa ejerció una gran caridad, porque hizo llevar más de 60 al hospital para que fuesen curados a su ejemplo, los príncipes y los señores hicieron lo mismo, de modo que se sacaron más de 300 de esta horrible miseria, pero a la mayor parte fue preciso cortarles las piernas, que estaban heladas.»

Salignac, historiador del sitio de Metz, al referir el hecho, añade. «Con esto el Duque de Guisa añadió a su nombre, ya muy grande por otras acciones, ésta tan humana, QUE INMORTALIZARÁ SU MEMORIA.»

«La humanidad de los franceses causó tal asombro y resonó de tal modo por todas partes, que estando en el sitio de Therouanne, y próximos a ser hechos pedazos conforme al derecho de la guerra en aquellos tiempos, les ocurrió gritar dirigiéndose a los españoles, sus vencedores: ¡Acordaos de la caballerosidad de Metz! ¡Buena guerra, compañeros! A este grito, los caballeros españoles que formaban la cabeza de la columna de asalto, salvaron a los soldados, señores y caballeros, sin hacerles ningún mal, y los recibieron todos a rescate.»

Es decir, que inmortalizaba su memoria un caudillo por un hecho que hoy es tan común, que nadie hace mención de él. El que recogía hace dos siglos a los enfermos abandonados en el campo de batalla era un héroe; el que no lo hace ahora es un hombre cruel, y se le vitupera, y se clama contra la infracción de los tratados. En memoria de una acción heroica se concedía como favor el rescate, que ya nadie tiene la imprudencia de pedir, es decir, que se tenía como gracia lo que en la época presente nadie piensa en imponer como castigo. ¿No hay progreso, y progreso grande, aun rotas las hostilidades? ¿No hay más amor entre los hombres aun en medio de ese acceso de ciega ira que se llama guerra?

En la guerra, que antes era todo cólera, odio y venganza, hay ahora perdón y amor así que cesa el combate; ¿Te parece pequeño progreso? Y ¡cuán inmenso y consolador es el que ofrecen los pueblos que no toman parte en la lucha! En el mundo antiguo, enemigo y extranjero eran lo mismo; no había más que una palabra para expresar cosas que son hoy tan diferentes; acabas de ver a las naciones mandar sus hijos y sus tesoros al campo de batalla extranjero. No ha habido pueblo civilizado que no envíe el tributo de su amor y las lágrimas de compasión a la lucha sangrienta, apenas se han abierto las puertas de París hambriento, han entrado los convoyes de comestibles que le envía Londres; hay una institución bendita que nació ayer, que ya es gran, que en breve será inmensa, y que se llama: La caridad en la guerra, es decir, el amor enfrente del odio, el bien enfrente del mal. Es de ley divina que cuando el mal y el bien se ponen enfrente, el bien acaba por vencer; la caridad triunfará de la guerra; lo difícil, lo que parecía imposible, era que entrase en ella; pero habiéndose abierto paso hasta las entrañas de la fiera, concluirá por encadenarla. ¿Qué importa el fusil de aguja, ni las ametralladoras? La guerra no sale de los parques ni de los arsenales, sino del corazón del hombre; y el día en que los pueblos se amen, las armas, perfeccionadas o no, poco importa, caerán de sus manos.

Ya lo ves, Juan; aun en la guerra, aun en ese movimiento de ira, que es la ocasión más desfavorable para juzgar a los pueblos como a los hombres, aun en la guerra hay progreso, porque hay aumento de amor, disminución de odio y perdón en lugar de venganza.

No calumniar al pasado ni desesperar del porvenir, me parece un punto de partida necesario para ver con claridad y obrar con justicia en el presente; esta es la razón porque he insistido en afirmar la ley del progreso y en recordarte la virtud de la esperanza, que no en vano se ha puesto al lado de la caridad y de la fe.




ArribaAbajoCarta decimosexta

Que mientras el obrero no eleve su nivel moral o intelectual, no se elevará para él el social


Apreciable Juan: Lejos está de ser ajena a la cuestión que tratamos la digresión hecha en mi carta anterior sobre el progreso, que se halla en las entrañas de nuestro asunto como lo está en las de la sociedad. No es transición violenta pasar de él a la asociación, que es a la vez su prueba más concluyente y su instrumento más poderoso.

Ya te he dicho que por regla general, y según resulta de los hechos que he podido observar, las huelgas no resuelven el problema de la insuficiencia de los salarios, como un motín no resuelve ningún punto de derecho. Asociarte, ilustrarte, moralizarte: he aquí el medio, el único medio de alcanzar el mayor fruto posible de tu trabajo.

Ya trataremos de las ventajas que puedes sacar de la asociación para aumentar tu jornal o suprimirle, convirtiéndole en ganancia; pero antes hemos de tocar otros puntos, y tanto más cuanto la asociación supone y necesita en los asociados cierto grado de inteligencia y moralidad.

Yo soy tu sincera amiga, Juan, y he de hablarte la verdad, ya sea dura, ya consoladora; bien me atraiga tu simpatía, bien tu aversión; porque la verdad es siempre santa, siempre útil, y la mala suerte que suele caber al que la dice, no sirve de obstáculo al mucho bien que ella hace. Escúchame un poco atento.

Cuanta más diferencia hay entre las criaturas, menos se aman: aplastas un gusano, matas un insecto, sin sentir hacia ellos el menor movimiento de compasión; matas un perro o un caballo, ya te da lástima; matar a un hombre, causa remordimiento y pena grande. Si pudieras formar una escala graduada de la simpatía que te inspiran las criaturas, correspondería exactamente a las semejanzas que contigo tienen desde el gusano hasta el hombre.

Esta ley, si no está bien estudiada ni formulada claramente, no hay duda que está sentida, porque ha pasado al lenguaje, y para significar los que nos inspiran respeto, afecto, consideración, decimos nuestros semejantes. La SEMEJANZA: he aquí el gran lazo entre las criaturas, lazo tanto más estrecho cuanto ella es mayor.

Los efectos de la ley no se detienen al llegar a la especie humana. Si amas más a un animal cuanto más se parece al hombre, amas también más al hombre cuanto más se parece a ti. El hotentote no te inspira igual simpatía que el hombre de tu raza, y entre tus conciudadanos sientes más afecto por los de tu clase, por los que se hallan en igual situación que tú, en fin, por los que tienen más semejanza contigo. En los países en que hay castas, es decir, agrupaciones de hombres con grandes diferencias permanentes, se aborrecen y se desprecian unos a otros, y puede decirse que no se comunican más que para la opresión, la explotación y la rebelión.

A medida que las castas desaparecen, que los hombres se aproximan, que las diferencias disminuyen, se atenúan también las iras de los de abajo y el desprecio de los de arriba, cuya escala es idéntica a la de las distancias. El señor feudal promulga horribles leyes cuando se trata del pechero y atropella la justicia y la piedad; su honor depende de su comportamiento con sus pares; el rebaño vil de sus vasallos, ¿tiene que ver con su honra ni con su virtud?

La religión, la moral, el cultivo de la inteligencia, modifican esta disposición instintiva; pero el impulso natural, cuyos efectos pueden atenuarse pero no destruirse, es la armonía entre el amor y la semejanza. Cuando digo semejanza, no entiendas identidad. Hay diferencias que no excluyen, antes favorecen los afectos; pero cierta aproximación moral, cierta equivalencia en las cualidades, determina y facilita las relaciones benévolas.

Cuando se ha dicho que la aristocracia no tenía entrañas, se ha señalado un efecto de esta causa, y otro al afirmar que los pobres tienen mucha caridad unos con otros.

Las instituciones que borran los privilegios y dan iguales derechos a todos los ciudadanos, favorecen seguramente los sentimientos benévolos y humanitarios; pero no hay que confiar demasiado en ellas ni hacerse ilusiones sobre su eficacia, porque la igualdad civil y política promulgada por un Código, prepara, mas no realiza inmediatamente la semejanza moral e intelectual de los ciudadanos. Aun es posible que la promulgación de esta igualdad exacerbe por de pronto el desprecio y el odio entre las clases que debiera aproximar. Los de arriba se irritan de que se declaren iguales seres tan inferiores, cuya tendencia es convertir la dignidad del hecho en el abuso de la fuerza, y cuyo voto sin opinión se arroje como un peso bruto en la balanza de los destinos públicos. Los de abajo se exasperan de ver que la igualdad de derechos no cambia el curso de los hechos; que nada influye en su bienestar; que es como un sarcasmo al lado de desigualdades positivas e irritantes.

Nada más natural en el que sufre que creer en la facilidad con que su mal puede trocarse en bien; nada más natural que acusar a los hombres antes que a las cosas, y convertir en odio una aspiración impotente, una esperanza desvanecida. Al ver esta hostilidad entre unos y otros, se acusa a las leyes que parecen haberla excitado, se echan de menos aquellos tiempos de supuestas armonías entre la sumisión de los de abajo y la bondad de los de arriba. La sociedad, Juan, no puede asentarse bien sobre la resignación y la generosidad, sino sobre la justicia: a medida que la noción de ésta se generaliza, los pueblos son mejores y más dichosos, porque la resignación y la generosidad, necesarias en cierta medida, útiles como puntos de apoyo, son deleznables como único cimiento.

Hemos de dedicar una carta a la importante cuestión de la igualdad; lo que hoy cumple a nuestro propósito es dejar sentado que los grados de semejanza miden los grados de aprecio, de benevolencia, de amor.

Para que te aprecien y te amen los que están colocados más arriba que tú en la escala social, es necesario que te acerques a ellos componiendo tus maneras, aseando tu persona, arreglando tus costumbres e ilustrando tu inteligencia. Siempre que el hombre es despreciable, se le desprecia; siempre que se le desprecia, se le oprime; y siempre que se le oprime, se le explota.

La explotación se compone de querer y poder explotar. A medida que los hombres se parecen más y se aman más, disminuye en ellos la voluntad de hacerse mal, porque aumenta el afecto que se inspiran; quieren explotarse menos veces y con menos afán; decrece también la posibilidad de hacerlo, porque los grados de explotación se miden por la diferencia que hay entre el que explota y el explotado. El animal se explota sin ningún género de consideración; no hay otra regla que el interés o el capricho de su dueño. El esclavo se explota poco menos que el animal, hay, no obstante, alguna diferencia. El hombre libre, aun grosero, no se explota ya como el esclavo, y aunque haya quien compare y prefiera la esclavitud al proletariado, hay un mundo entre ambas cosas y un inconmensurable progreso entre ser cosa y ser hombre, aunque sea hombre infeliz. El origen de todas las esclavitudes está en la perversidad del tirano y en la inferioridad del esclavo, sin la primera no habría voluntad; sin la segunda no habría posibilidad de esclavizar. Con la explotación del hombre libre, aunque en menor escala, sucede lo propio.

Al pueblo se le ha llamado masa, y es deplorable, Juan, que este nombre tenga siquiera un asomo de propiedad, y que oigas y oigamos todos sin horripilarnos hablar de las masas. La masas es una cosa pesada, sin conciencia ni movimiento propio; y terrible cuando se desploma movida por impulso ajeno. Es necesario que el pueblo deje de ser masa, porque mientras lo sea, la manipulará la osadía, la explotará el interés, la pervertirá la maldad, la extraviará el error o la pasión. Te hablan de emanciparte del capital, que es como si te dijeran que te emancipases del instrumento con que trabajas: de lo que es preciso que te emancipes es del error, de la ignorancia, de los vicios, de la inferioridad, en fin, que tiene todo explotado respecto del que le explota. El mal está aquí, y nada más que aquí; distribuye la riqueza como quieras, repártela como se te antoje, organiza la sociedad política y económicamente como te parezca; mientras haya una multitud ignorante y unos cuantos que sepan, éstos la explotarán.

¿En virtud de qué ley domina el hombre a los animales, que son más numerosos y más fuertes que él? Los domina porque es más inteligente, por eso utiliza su fuerza, y a su voluntad aumenta o disminuye su número. No hay que rebelarse contra esta ley, porque sobre impío sería inútil; y si fuera posible sustraerse a ella, si la dirección del mundo perteneciese, no a la mayor ilustración, sino al mayor número, la sociedad retrogradaría, en lugar de progresar, y volvería a la barbarie, al estado salvaje, a la animalidad.

No hay, pues, que contarse; esto es inútil y alguna vez perjudicial, porque la ilusión del número puede conducir al combate y a la derrota; lo que es preciso es pesarse; ver el valor intelectual y moral del pueblo, y a medida que este valor suba, la explotación bajará.

Imagina un cambio. Figúrate que la riqueza queda en manos de los que hoy la tienen, pero que la ilustración pasa toda al pueblo, que hoy carece de ella: que tú eres abogado; y de tus vecinos, el trapero, doctor en ciencias; teólogo, el que compone tinajas y artesones; el sereno, astrónomo; el albañil, arquitecto; el fabricante de chicharras, músico eminente; el esquilador de mulas, médico afamado; el que vende fósforos se halla muy instruido en todo lo relativo a la industria y al comercio; el aguador es ingeniero de caminos, etc., ete. Figúrate en los reducidos cuartos de tu casa de vecindad a todas estas personas instruidas, y en las habitaciones lujosas y en los palacios, a hombres sin instrucción alguna, muchos sin saber leer, la mayor parte sin comprender lo poco que leen, y con más errores que ideas. ¿Crees, Juan, que las cosas podrían continuar así mucho tiempo? ¿Crees que los instruidos miserables tardarían mucho en dar la ley a los opulentos ignorantes? Tu buen sentido te hará comprender que no, y al mismo debe decirte que tu mayor ilustración y tu mayor moralidad son los únicos medios de emanciparte. Numerosos son los rebaños, y no son por eso fuertes. Las multitudes ignorantes se asemejan a rebaños, que se conducen suavemente o a palos, según son mansos o se rebelan. Esta verdad es dura, pero no he tomado la pluma para decirte mentiras agradables, y ahí está la historia para probar lo que afirmo.

Donde todos son ignorantes y degradados, todos son rebaño conducido por uno solo: es el despotismo de Oriente.

Donde hay unos pocos que valen, todos, menos ellos, son rebaño que ordenan y esquilan: las aristocracias.

Donde el número de los inteligentes aumenta, disminuye el de los oprimidos y la dureza de la opresión, por aquella ley de que te hablé al principio; los hombres se van pareciendo más cada vez amándose más, tratándose como semejantes.

Se da el caso de que una persona que vale menos explota a otra que vale más; esto puede suceder por excepción en un individuo, pero no por regla general en las colectividades; y aun en los individuos, esta injusticia es un reflejo y una consecuencia de la ignorancia e inmoralidad general, que no retribuye debidamente el mérito, y opone grandes obstáculos a la asociación y a los beneficios del crédito. Un editor ignorante explota a un autor que sabe mucho: esto consiste en que la multitud aprecia poco el saber, y tarda en reconocer el mérito. El autor que gusta, da la ley en lugar de recibirla; y si el mérito fuera moneda corriente o hipoteca segura, el autor, si no tenía fondos, tendría crédito; hallaría papel e impresión sin pagarla al contado, y vendería su obra al público por su justo precio, en vez de dársela al mercader intermedio casi de balde. Aun en este caso excepcional, la explotación es consecuencia de la ignorancia y falta de moralidad, si no del productor, de los consumidores del producto. ¿Qué debes pensar, Juan, de esa explotación y de esa tiranía del capital, y de todos esos males de que te hablan como consecuencia de leyes viciosas, y que pueden remediarse de una plumada? Las cosas no pueden cambiar si no cambian los hombres, ni progresar si ellos permanecen estacionarios, ni mejorarse la condición del obrero sino a medida que valga más. ¿Por qué no eres tratado como esclavo, ni como siervo, ni como vasallo? Porque vales más que los vasallos, los siervos y los esclavos.¿Por qué no eres tratado como los hombres instruidos? Porque vales menos que los que han adquirido una vasta instrucción.

Emanciparse es instruirse y moralizarse; sustraerse a la tiranía del capital es dejar de ser esclavo de la ignorancia y del vicio. Cada virtud que adquieres, cada error que rectificas, mejora tu situación económica; consigues que te paguen mejor tu trabajo, y compras más barato el delos otros.




ArribaAbajoCarta decimoséptima

Continuación de la anterior


Apreciable Juan: Continuemos tratando de los medios de disminuir la explotación y aumentar el salario. Hemos visto que, a medida que las clases obreras se elevan en moralidad e inteligencia, inspiran a las clases elevadas más simpatía, más respeto, y en caso necesario más temor; y que el deseo y la posibilidad de hacerles mal, de explotarlas, disminuye en la misma proporción. Fíjate bien en esto del deseo, porque la gran cuestión es rectificar las voluntades. Mientras ocurre cometer un abuso, el abuso se comete unas veces y se intenta otras; basta intentarlo para producir una gran perturbación. La sociedad no es posible sino porque la inmensa mayoría de las personas respetan mutuamente sus derechos, y no se insultan, se despojan o se hieren. Si sólo por la fuerza se hiciera valer el derecho, su realización sería imposible, porque al lado de cada hombre, sería necesario un soldado para que no atentase contra los otros. Hay una minoría que necesita ser reducida por la fuerza: éstos se llaman criminales: el resto tiene el freno moral, la rectitud de la voluntad. La justicia se respira, como el aire, sin apercibirse de ello.

Conforme a lo ajustado, te dan tu jornal; los días que has trabajado te pagan; si tomas fiado en la tienda, no lo niegas ni te exigen el pago de lo que no has sacado; no necesitas llamar testigos al hacer el pago del casero, para que anote en el recibo lo que le das; si te lavan la ropa, no te dan ningún documento que acredite que es tuya, ni tú le entregas tampoco si eres lavandero; ni piensas en despojar a los otros de lo que les pertenece, ni te despojan a ti; ni hieres, ni eres herido. En las relaciones sociales hay cierto grado de equidad y benevolencia que no notas, y sin el cual serían imposibles, y la moralidad tiene más parte en el orden que la fuerza. Desde el momento en que la ley no tiene más que el apoyo material, y que no está en la conciencia, se infringe por muchos que no creen cometer un delito. En todos los fenómenos sociales, los hechos son la consecuencia de las ideas y de los sentimientos.

En el hecho de lo reducido de tu salario influyen muchas causas; es uno de los más complejos que pueden estudiarse, pero no se sustrae a la influencia de las ideas y de los sentimientos. No dudo que hará sonreír a ciertas personas la modificación del salario por el sentimiento; pero si la cosa es positiva, aunque se tome a burla, influirá de veras. Al fijar la cantidad del salario, si no por todo, entra por algo la idea de las necesidades del trabajador; y la prueba es, que donde los mantenimientos están muy caros, los jornales no suelen estar baratos, y en igualdad de todas las demás circunstancias, se paga mejor al obrero de la ciudad que al del campo, que puede vivir con más economía. Por mucha que sea la concurrencia, a un jornalero no se le fijarán por jornal cinco céntimos diarios, porque con esta cantidad se sabe que no puede comprar la cantidad necesaria de alimento para trabajar, ni aun para sostenerse en pie. El mínimum necesario del que hace la obra, depende de la calidad del obrero que se emplea. Si es un animal, el pienso; si es un esclavo, poco más; si es un hombre libre, tiene más necesidades, que son mayores a medida que se eleva en dignidad y consideración. De una máquina que necesita descanso, se convierte en ser racional y moral; tiene familia, deberes de hijo y de padre, deberes de ciudadano; necesidad, no sólo de alimento, sino de vestido, de cama, de albergue y de cierta decencia, sin, la cual no es posible su dignidad de hombre. La idea que el operario tiene de esta dignidad y la que tiene el que le emplea, influyen en el modo de pagarle, y esta idea viene en parte del sentimiento. Cuando no se desprecia al obrero; cuando se reconoce en él a una criatura racional, digna, capaz de nobles y generosos impulsos; cuando se le mira como miembro de una misma familia, como un her mano que ha tenido, al parecer, menos fortuna que nosotros, inspira simpatía, compasión y respeto, no se le puede condenar a vivir como los animales que encuentran escaso pasto; el sentimiento modifica la opinión o la forma, penetra en las instituciones y en la organización económica, y el mínimum considerado necesario del obrero, sube a medida que sube el aprecio que merece e inspira.

En Inglaterra, por ejemplo, cuando estaba prohibida la entrada de granos hasta que tenían un precio subidísimo, si a él llegaban, la desproporción del precio de los jornales con el de los mantenimientos era grande, y el hambre, espantosa. Por dura que fuese la aristocracia, al cabo era civilizada y cristiana, y la contribución de pobres era un verdadero suplemento de salario, dado de la peor manera posible, pero dado en fin, en virtud del principio de un mínimum necesario de retribución para el obrero. En los socorros de la parroquia, a que todo pobre tenía derecho, entraban el té y el azúcar: estos artículos, que en otros países son de lujo, eran allí tenidos por de primera necesidad, y esta opinión estaba formada por ideas y sentimientos, como todas las opiniones, porque no hay cosa menos razonable que suponer que el hombre se guía por razón y nada más que por ella. Las dos cosas más grandes que hay, la caridad y la justicia, se sienten por lo menos tanto como se razonan.

Con el trabajo de las mujeres, en general, sucede algo parecido a lo que acontecía a los obreros ingleses en tiempo de carestía; no se paga lo suficiente para que viva el trabajador. Es efecto esto de muchas causas, pero no hay duda que una de ellas es la idea de la inferioridad de la mujer y de sus menores necesidades. La mujer apenas ha tenido hasta aquí personalidad social; se la consideraba como menor, recibiendo dirección y apoyo de su padre, de su marido, de su hijo o de su hermano que la sostenían. La que tiene derecho a una pensión como huérfana, la disfruta, no hasta la mayor edad, como los varones, sino toda la vida, a menos que se case y tenga ya quien la proporcione el sustento que ella se supone incapaz de ganar. Ya se sabe que el trabajo de la mujer, por regla general, es un auxilio para la casa, pero no puede sostenerla; y cuando no hay otro recurso, la caridad y la beneficencia tienen que dar un suplemento, si la miseria no ha de cebarse en las pobres víctimas de un deplorable error. La corta retribución del trabajo de la mujer reconoce, entre otras causas, el desdén que ella inspira y la suposición. de que tiene quien la sostenga; porque lo necesario para el obrero ha de salir de alguna parte, y preciso es que lo reciba en forma de limosna, si no como salario.

La concurrencia, te dicen, esa es la que arregla el precio de los salarios, como el de todas las cosas: cuando hay muchos trabajadores y poco trabajo, los jornales bajan, y viceversa. Seguramente que la concurrencia es mucho, pero no es todo, y está limitada, tanto para subir como para bajar los jornales, por otras leyes. Figúrate que hay en Madrid 300.000 personas que quieran llevar zapatos, y que no hay más que 30 zapateros; van a dar la ley, su boca es medida, y no quieren hacer un par de zapatos menos de 1.000 duros. Posible es que haya alguno que los pague, como se pagan los diamantes, y con más razón, porque son de mayor utilidad; pero el número de los que quieran y puedan dar 20.000 reales por un par de zapatos será muy corto, y los más se ingeniarán buscando otro medio de calzarse o aprendiendo a fabricarse su calzado ellos mismos. Ya ves que el jornal por arriba, aunque no haya concurrencia, tiene el límite de la imposibilidad de vender los productos del trabajo cuando resultan excesivamente caros.

Ahora, imagina que sucede todo lo contrario, que hay en Madrid 30.000 peones de albañil, y sólo tres obras: los dueños pagan a cinco céntimos cada día de trabajo. Como no es posible que, no ya una familia, sino un hombre, se procure el necesario sustento con tan corta cantidad, no habrá quien acepte la proposición. Si por acaso hubiere alguno, necesario es que reciba, según te he dicho, como socorro el mínimum necesario que se le ha negado como jornal; lo cual quiere decir que, sin concurrencia o con ella, la sociedad necesita mantener a sus trabajadores, y que hay un límite al poder de la concurrencia, tanto en el máximum como en el mínimum de los salarios.

Para este mínimum influye la opinión que se tiene de las necesidades, y para esta opinión, la simpatía y el aprecio que inspira el obrero. Mira, por ejemplo, lo que sucede con los abogados y los médicos: el número es excesivo, hay una gran concurrencia, muchísimos se quedan sin trabajo, pero la retribución, lejos de bajar, sube, y nunca se paga a un abogado como a un albañil, según dictarían las leyes de la concurrencia si no estuvieran modificadas por otras. ¿Por qué? Porque aun cuando multitud de manos se disputen la obra, no es posible al pagarla prescindir enteramente de la calidad del obrero, de su valor moral e intelectual; y cualquiera que sea su número, nunca se pagará el informe de un letrado como el viaje de un mozo de cordel. Ya ves aquí otra modificación de la ley de la concurrencia.

De todo lo dicho y de mucho más que pudiera decirte, se deduce que una de las cosas que influyen en el precio del trabajo es la idea que se tiene del obrero, de su valer y de sus necesidades. Cuando era esclavo se le trataba como una bestia; hoy, aunque despacio, empieza a tratársele como a un ser racional, se habla de instruirle, de reducir sus horas de trabajo, de prohibir el de sus hijos hasta cierta edad, etc., etc. Un día llegará, día bendito que Dios apresure, en que se reconocerá como una de sus necesidades la de cultivar su inteligencia, la de elevar su espíritu, la de afirmar sus creencias religiosas, la de reposar de los trabajos corporales con la comunicación con otros espíritus que contribuyan a levantar el suyo, asociando las altas ideas, en vez de asociar los bajos instintos.

Para apresurar la venida de ese hermoso día, es preciso que trabajemos todos, tú, los demás y yo. Es preciso que procuremos y procures instruirte, moralizarte, crecer en inteligencia, en dignidad; y está seguro que, cuando valgas más, te pagarán mejor. Esto, como te he indicado por una tendencia moral e irresistible, y además, porque entonces podrás utilizar un gran medio, la asociación, de cuyos beneficios para aumentar el producto de tu trabajo, te hablará otro día.




ArribaAbajoCarta decimoctava

De la asociación


Apreciable Juan: Hemos visto que el mínimum necesario para la vida del obrero, influye en la retribución que se le da por la obra; que la cuestión no se resuelve por la concurrencia sola, porque en éste, como en todos los problemas sociales, es necesario tener en cuenta la moral, la opinión, el sentimiento, y el nivel a que ha quedado reducido el error, y el que alcanza la verdad. Hemos visto que para el salario del trabajador se atiende a lo que necesitan para vivir, y que en la apreciación de lo que necesita para vivir, influyen la idea más o menos elevada que de él se tiene, y el aprecio y amor que inspira.

Hay una cosa más útil para ti, Juan, que la subida del jornal, y es no trabajar por jornal. No te vayas a figurar que, en mi concepto, se rebaja el hombre que le recibe, ni que sea más digno decir: gana tanto cada año, que gana tanto cada día. Todo hombre que disfruta un sueldo fijo, tiene un tanto diario; y si no se dice que trabaja a jornal, será, sin duda, porque tiene asegurada ocupación por semanas, meses o años, y no solamente por días, y que se le pagan aun aquellos en que no trabaja. En esto hay mayor ganancia, pero no mayor dignidad, que no se aumenta o se disminuye por cobrar el primer día del mes o el último de la semana. Nada tiene de razonable el desdén con que a veces se dice: un hombre asalariado, porque son cuestiones de nombre y disfraces de vanidad las distinciones de honorarios, salarios, sueldos, haberes, pagas, etc. Desde los primeros funcionarios del Estado hasta el albañil, reciben en cambio de su trabajo una retribución; en la cantidad influyen muchas causas, y siempre es una las necesidades que en el obrero se suponen. El cobrar ocho reales, ocho duros u ocho onzas de oro, no es hecho que pueda enaltecer o rebajar, y si estas cantidades son premios de la lotería, nadie medirá el aprecio que merece la persona, por la cantidad que recibe del lotero, y se tendrá como provecho, pero no como honra, el embolsarse las monedas de oro, ni ha de ser motivo de humillación cobrar las dos pesetas. ¿Por qué? Porque en esta obra de la suerte no ha influido para nada la valía del favorecido, que puede ser muy digno siendo agraciado con una pequeña cantidad, y muy grosero ignorante, recibiendo muchos miles de duros.

El desprecio con que se miran las cortas retribuciones, tiene su origen en la calidad de los que las reciben; el desdén con que se dice: un jornal, es el reflejo del que inspira el jornalero; disminuye a medida que éste se eleva en el aprecio público, y desaparecerá cuando sea respetado. Así, pues, cuando deseo que trabajes a jornal cuanto menos te sea posible, no es porque crea que este modo de retribución tiene en sí nada de humillante, ni que lleve consigo mayor dignidad los 6.000 duros que percibe un Capitán general cada año, que los seis reales que ganas tú cada día.

Quisiera que dejaras, siempre que posible fuese, de ser jornalero, para que tu ganancia se aumentara, para que fueses menos pasivo, más previsor, más reflexivo, más inteligente, para que tu egoísmo fuera menos estrecho, tus hostilidades menos acres, y más fuertes los lazos que te unían a la humanidad. Mas ¿quién puede sacarte de tu estado actual de jornalero? La ASOCIACIÓN; pero recuerda la definición que de ella te di, y no vayas a tomar la asociación por reunión tumultuosa, por guerra o por motín, porque la paz es tan necesaria a la asociación, como la quietud para estudiar el curso de los astros; y querer obtener sus ventajas en medio del tumulto, es como intentar hacer observaciones astronómicas desde un barco combatido por la tempestad.

Veamos prácticamente cómo funciona la asociación.

Eres oficial de zapatero; te crees explotado por el maestro, y lo mismo tus 200 compañeros. En vez de hacerle la forzosa, que no la haréis probablemente con una huelga, estudiáis bien el negocio; de dónde se traen las primeras materias; cuánto cuestan; el precio de la mano de obra; la extensión del mercado; la facilidad de la venta, etc. Suponiendo que ganéis a razón de 10 reales diarios, un mes de jornal importa 60.000 reales, que es lo que dejáis de ganar en un mes de huelga. ¿Cómo vivís ese mes? Con mil apuros y privaciones: no es posible ni necesario que os las impongáis trabajando, pero imponiéndoos algunas, economizando medio real diario cada uno, en cuatro años tenéis 146.000 reales, aunque vuestros ahorros no ganaran rédito, como deben ganarlo puestos en la Caja. Con este capital, en vez de una huelga organizáis un taller, y si no os basta, él mismo puede serviros de garantía para reunir cantidad mayor; os podéis a trabajar por vuestra cuenta, suprimís el interés del capital del maestro, el que saca como retribución de su trabajo, si os explota, el que indebidamente se cobra, y como trabajáis más y mejor, interesados como directamente lo estáis, producís más y con más perfección, la industria prospera y la ganancia aumenta. Ya se han hecho algunos ensayos satisfactorios de este medio de emancipación para el obrero; y cuando han salido mal, ha sido efecto de su falta de inteligencia y moralidad.

Puedo citarte un ejemplo de ahora, y en Madrid, de esta asociación de trabajadores. Habrás oído hablar de los conciertos de Monasterio, ejecutados por una asociación de músicos. Monasterio no señala a cada uno un sueldo o salario, después de satisfecho el cual y los demás gastos, se embolsa la ganancia, sino que se la reparten según los merecimientos de cada uno. Para esto, ellos, que saben lo que cada cual vale, establecen categorías, y cada uno cobra conforme a la categoría que tiene; porque ya comprendes que Monasterio, un artista eminente, que tiene un trabajo ímprobo y una gran responsabilidad, no ha de cobrar lo mismo que el que descansadamente toca los timbales o el tambor. De este modo nadie explota a nadie; la ganancia se reparte según el merecimiento, sin intermediarios que la distraigan a donde en justicia no debe ir.

Esta asociación de trabajadores para sacar el mayor fruto posible de su trabajo, es de las más fáciles y sencillas, y conviene que nos detengamos un momento a ver por qué.

1.º Los asociados son inteligentes, aprecian bien su mérito respectivo, se convencen de la necesidad de no negar a cada uno el suyo, y se establece entre ellos una jerarquía, sin la cual no es posible orden ni justicia.

2.º Poseen un gran capital, que consiste un poco en sus instrumentos, mucho en su inteligencia del arte, y con él pueden hacer frente a varias eventualidades.

3.º Como este capital no es de primeras materias ni de instrumentos materiales, sino de genio y conocimientos artísticos, que no perecen sino con la vida del que los tiene, aunque el negocio salga mal, el capital no se destruye. Si, por ejemplo, establecemos una fábrica de papel, se gasta una suma enorme en hacer un edificio, poner una máquina de vapor o hidráulica, acopiar primeras materias, etc. El negocio sale mal; el capital se ha perdido. Queremos dar un concierto: la gente no acude, el negocio no salió bien, pero el capital queda en pie. Monasterio no pierde por eso la inteligencia del arte, ni los demás asociados tampoco; su capital subsiste, y podrán utilizarle con mejor fortuna otro día. Esto te prueba que cuanta más inteligencia entra en una empresa es menos arriesgada, porque lo que hay que temer en todas, es la destrucción del capital, que no se destruye cuando es de tal naturaleza, que puede existir independiente de las eventualidades de un negocio.

4.º La asociación tiene crédito con el dueño del local, que no le exige el alquiler adelantado relevándola así de hacer anticipos; con el público, que conoce su mérito y acude a escucharla, evitándole decepciones o una larga prueba hasta acreditar su mérito.

Las ventajas de la asociación de conciertos consisten, como ves, unas en la índole del negocio, otras en las circunstancias de los asociados. Cuanto mayor es la suma de inteligencia que entra en una empresa, es menor el riesgo de que fracaso, y de menos consideración la pérdida en caso de salir mal. Te repito esto, Juan, porque importa mucho que lo entiendas bien y no lo olvides.

Por medio de la asociación, los obreros pueden ser capitalistas y emprender por su cuenta los trabajos que hacen por la de otro. Un gran número de operarios que realicen cada día una economía muy pequeña, al cabo de algunos años se hallarán en situación de establecer una industria. Más arriba hemos dicho que no siendo suficiente el capital reunido, podía servir de garantía para tomar prestada una cantidad mayor. En efecto, si los asociados reunís 600.000 reales y la fabricación no puede plantearse sino con un millón, habrá quien os preste los 400.000 reales restantes, asegurando el pago con los fondos que son vuestra propiedad, o con los valores en que han sido invertidos.

Podría suceder que hallaseis quien os prestara sin dar garantía alguna: esto acontecería teniendo crédito. El crédito esta definido con la palabra que le nombra; viene de creer; es la fe, la persuasión íntima de que la persona que le merece puede y quiere cumplir con el compromiso que ha contraído. Poder y querer. En el crédito entran, como ves, dos elementos, uno moral, intelectual el otro. Un obrero hábil, pero vicioso y derrochador, me pide una cantidad prestada, dándome su palabra de devolvérmela con los réditos en plazo no largo. Si él quisiera, bien podría cumplir, pero todo lo que sé de su conducta, me hace pensar que no querrá: no me inspira confianza, no doy crédito a lo que dice, no le presto.

Un excelente hombre, honrado si los hay, pero torpe y limitado, quiere que lo haga un anticipo. Yo veo claro que no tiene inteligencia para manejar el capital que voy a confiarle, que lo perderá, y que con el mejor deseo se hallará en la imposibilidad de pagarme, ni cuando lo promete, ni nunca; y aunque confío en su honradez, no creo que pueda pagarme según afirma, no doy crédito a lo que dice, no le presto.

Esto que hago yo, lo haces tú y lo hacen todos. Cuando damos o regalamos, habla nuestro corazón o nuestra vanidad; pero cuando prestamos, habla nuestro cálculo, o exclusivamente, o por lo menos bastante alto, para que sea necesario escucharle.

El crédito, se ha dicho, es un capital, y lo es en efecto. Si quieres poner una tienda y careces de fondos, pero tienes tal reputación de honradez o inteligencia, que los que han de surtirla no dudan que harás buen negocio, que les pagarás tan pronto como puedas, te fían, y tú te estableces y prosperas: así sucede con mucha frecuencia.

Lo propio que acontece a un individuo, pasa a una asociación. Si inspira confianza, halla crédito. Si le tenéis los obreros que os asociáis, con muy pocos fondos podréis hacer grandes cosas, respondiendo vuestra honradez y vuestra inteligencia de que cumpliréis religiosamente. La asociación es un pagador más seguro que el individuo, porque no muere, y porque el error que pudiera cometerse al juzgar a una persona, no influye cuando son tantas, cuya moralidad arrastra por el buen camino al que pudiera carecer de ella. La moral, Juan, siempre la moral; ya ves cómo la hallamos en el fondo de todas las cuestiones económicas.

Yo creo que la asociación es la gran redentora de los obreros; yo creo que hay en ella un gran poder para mejorar la suerte de los hombres, pero no tiene ninguno para cambiar la esencia de las cosas. Una asociación, lo mismo que un individuo, para emprender un negocio necesita capital o crédito, inteligencia y trabajo.

Así, pues, lo que llamáis emancipación del trabajo, no está en hacer la guerra al capital, sino en tener capital; no está en rebelarse contra la inteligencia, sino en tener inteligencia; no está en la huelga, sino en el trabajo; no está en atacar los derechos de los demás, sino en sostener los propios con la razón y por los medios legales; no está en socavar los principios de toda moralidad, sino en ser moral y honrado. Una multitud pobre, ignorante y desmoralizada, no puede emanciparse de ninguna tutela, y de la económica menos que de otra alguna.

La emancipación en nada es el desenfreno; tan lejos de ser así, es una severa sujeción a la regla. La diferencia del hombre emancipado al que no lo está, consiste en que, en vez de sujetarse a la voluntad de otro, se rige por la suya; que en vez de obedecer a la razón ajena, obedece a la propia; en que tiene la responsabilidad de sus acciones y no la descarga sobre nadie; en que recibe elogio o vituperio, premio o castigo, perjuicio o ventaja por lo que hace. La emancipación, lejos de favorecer la indolencia, exige tarea mayor; la dignidad no es bien que se recibe gratis, sino que cuesta mucho trabajo adquirirla y conservarla.

El obrero que trabaja a jornal y vive al día, descarga en el maestro todo cuidado, no se preocupa de los males que pueden venir, ni de los medios de evitarlos, y cuando llegan, los recibe unas veces con resignada apatía, otras con desesperación rebelde, siempre eximiéndose de toda responsabilidad.

La asociación, esa gran salvadora de las clases obreras, necesita miembros que tengan iniciativa y responsabilidad. Necesita capital o crédito; inteligencia para plantear la obra y clasificar los obreros; probidad para colocar a cada uno en el lugar que le corresponde; respeto a la justicia para sostenerle en su puesto; espíritu de orden para que no falte; amor al trabajo para que sea fecundo, y perseverancia para vencer las dificultades. Todo esto que necesita la asociación, han de tener los individuos que la componen. Estás inclinado a ver en la asociación:

  • Holganza, y es trabajo.
  • Tumulto, y es orden.
  • Igualdad, y es jerarquía.
  • Confusión, y es armonía.
  • Fuerza, y es derecho.

El obrero asociado tiene más trabajo, una regla de conducta más severa, y como premio de su merecimiento mayor, más dignidad y más ganancia.

La esencia de la asociación es la que te dejo explicada; en su forma y, grados varía. Por ejemplo: el obrero puede recibir del empresario capitalista un jornal, y una parte en las ganancias; pero donde principia la asociación, empieza la necesidad de que el asociado sea moral o inteligente: lo son todos los que participan en las ganancias de una empresa, porque ¿cómo era posible que se diese parte en ella a gente torpe u holgazana, que en vez de hacerla prosperar, contribuiría a que se arruinara?

Así, pues, la retribución del trabajador, sea que la reciba como jornalero, como asociado, o participando de ambos conceptos, no puede crecer sino en proporción que él crezca en inteligencia y honradez. El hombre tiene a medida que merece. Esta es la ley de la humanidad. Si ves que algún individuo se sale de ella, es error tuyo, o misterio incomprensible; siempre excepción. Atente a la regla, que no ha de dejar de serlo porque los engañadores de los pueblos les hablen mucho de prosperidad material, y nada de inteligencia y de virtud.




ArribaAbajoCarta decimonona

Sociedades cooperativas: necesidad de la provisión y del sacrificio


Apreciable Juan: Al estudiar la miseria hemos tenido que tratar del trabajo, del capital, de la asociación, etc., porque es tal la índole de las cuestiones sociales, tienen entre sí tal trabazón y enlace, que una conduce a todas, y todas llevan a cada una.

Tal vez no recuerdes ya, porque han pasado muchos meses desde que hablamos de esto, que al enumerar las causas de la miseria, era la última, si no en importancia, en el orden en que las habíamos colocado, la insuficiencia de la remuneración del trabajador. Esta insuficiencia, dijimos, puede ser el resultado:

  • De que la remuneración es corta.
  • De carestía.
  • De muchas obligaciones.
  • De lo crecido de los impuestos.

Con la posible extensión hemos tratado de la insuficiencia de los salarios; y al decir que era más hacedero disminuir el precio de las cosas que aumentar el de los jornales, tuvimos que hablar de la baratura y de la carestía, y de las principales causas que la producían. Muchas y muy complejas son, y algunas tales, que tú no puedes modificarlas directamente por el momento; pero una te indiqué, sobre la que puedes influir y aun hacerla desaparecer con respecto a muchos artículos, y precisamente de los de primera necesidad: hablo de los intermediarios entre el productor y el consumidor. La cuestión es de tal importancia, que será bien insistir y detenernos un poco más en ella.

Así como te conviene, como productor, suprimir intermediarios entre las sillas o las mesas que haces y los que han de comprarlas, y embolsarte la ganancia sin partirla con el maestro, empresario o como quiera que se llame, de la misma manera estás interesado, como consumidor, en tratar directamente con el que produce, y suprimir las manos intermedias, en las que va quedando un interés que pagas con gran perjuicio de los tuyos. Dirás tal vez: ¿Luego el comercio es perjudicial? El comercio, te digo, es útil como todas las cosas, en su justa medida, y perjudicial cuando de ella pasa. El comercio, lo mismo que el Estado, debe hacer las cosas que hace mejor que tú, y dejarte que hagas las que haces tú mejor que él. ¿Quieres comprar canela? Necesitas del comerciante, que te presta un gran servicio; ni solo ni asociado puede traerte cuenta fletar un buque o armarle, y establecer relaciones a tan larga distancia, y hacerte cargo de un negocio tan complicado, sujeto a muchas eventualidades, que necesita muchos conocimientos especiales y muchísimo tiempo. Lo propio se puede decir si necesitas azúcar y otros artículos que vienen de lejanas tierras, y que afortunadamente no son de primera necesidad: te conviene comprarlos al comerciante.

Pero si aquellas cosas de que haces poco y no indispensable consumo y que se producen a largas distancias, te conviene adquirirlas por medio del comerciante, no sucede lo mismo con artículos de primera necesidad de que haces un gran gasto, que se producen donde vives o muy cerca, y cuya adquisición directa te sería ventajosísima.

¿Quieres abastecerte de patatas? Es muy fácil que te pongas en relación con el cosechero, y que directamente se las compres con una ventaja de un 50 o un 100 por 100: te conviene suprimir el comerciante.

Pero ¿dónde tienes tú fondos para pagar las patatas que pueda traer un vagón, el porte, etc.? La asociación, un pequeño ahorro, o el crédito, te pondrán en estado de hacer este buen negocio. No puedes pagar 1.000 arrobas de patatas si eres solo; pero asociado con cien compañeros podrás desembolsar el importe de 10, y si la asociación inspira confianza, es decir, tiene crédito, os darán las patatas, además de muy baratas, fiadas; las iréis pagando a medida que las vayáis consumiendo, y con la economía que resulte, os hallaréis en estado de hacer muy en breve el anticipo necesario, porque del crédito debe usarse cuando es preciso, pero no siéndolo, no.

Se llaman cooperativas estas asociaciones, en que los asociados cooperan, es decir, trabajan de acuerdo para proporcionar a precios ventajosos los artículos que consumen. La asociación cooperativa no siempre se pone en relación directa con el productor; puede suprimir todos los intermediarios, uno solo, varios o ninguno, limitando la ventaja a comprar por mayor lo que adquiría al menudo. Si en vez de comprar una libra de garbanzos te reúnes con 25 compañeros y compráis una arroba, formáis una sociedad cooperativa la más sencilla posible, pero que no dejará de reportaros alguna ventaja, porque ganaréis en el precio algo, y bastante en el peso. Si en lugar de comprar dos libras de patatas cada día, te asocias a 20 compañeros y compras una carga cada semana, ya suprimís un intermedio; la operación exige un pequeño anticipo, un poco más de, trabajo y de inteligencia en el negocio, y la ganancia crece en proporción, y aun más. Para que el provecho de los asociados aumente, es preciso que aumenten también la inteligencia empleada en la compra, el capital o el crédito que exige, y su buena fe. No olvides esto último. Si el encargado de las compras juega o bebe el dinero con que ha de pagarlas, el negocio es imposible; y también si no dice verdad, y pone en cuenta un precio superior al que han costado los efectos. Para asociarse con ventaja, se necesita una ilustración relativa con respecto a la cosa que forma el objeto de la asociación; una buena fe absoluta, de manera que los asociados busquen ventajas mutuas, pero de ningún modo exclusivas, se las distribuyan con equidad, y piensen en dar y recibir apoyo a la vez, y no explotarse.

Es triste, pero es necesario decirlo, Juan: una de las causas de nuestro atraso y miseria, es la falta de espíritu de asociación; y una de las causas de que las asociaciones no se formen, es que están desacreditadas por la mala fe que en la mayor parte ha habido. Esta mala fe era de unos pocos, pero favorecida por la ignorancia y la incuria de los muchos, ha dado lugar a picardías horrendas, a robos legales, que enriqueciendo a unos cuantos malvados, ha producido el descrédito de las asociaciones, y con él, la imposibilidad de hacer grandes cosas.

Conviene tener presentes estas lecciones para el escarmiento, pero no convertir la experiencia en desesperación; es preciso que tú, yo, todos, en la medida de su posibilidad, vayamos formando el hábito de asociarnos, escogiendo los asociados y vigilándolos, para que nuestro descuido no vaya en auxilio de su mala tentación, si por acaso la tienen. El que se asocia para consumir, como el que lo hace para producir, aumenta sus provechos y también sus cuidados. Lo más sencillo es comprar a la puerta lo que pasa por la calle, pero es también lo más oneroso. Si echaras la cuenta de lo que gastas demás por comprar a la puerta, te quedarías asombrado. Si el trabajador, el sábado por la tarde, después que cobra, o el domingo por la mañana, en vez de embolsar los jornales de la semana, que son una tentación a que tantas veces sucumbo, fuera a los mercados más abastecidos, y comprara por mayor los artículos más necesarios, su situación económica mejoraría de un modo que te admiraría, por más que sea una cuenta sencilla y clara de sumar y restar. Los vendedores y comerciantes al por menor, son verdaderas sanguijuelas que chupan la fortuna del pobre. Por todas estas razones y otras muchas, te ruego encarecidamente que procures la formación de las sociedades cooperativas, recomendándote mucha prudencia en la elección de asociados. Podéis, y creo que debéis empezar por poco, e ir creciendo a medida que aumenten vuestros medios y confianza mutua. Digo a medida que aumenten vuestros medios, porque si vais poniendo en la Caja de Ahorros las economías que resultan de comprar por mayor y con menos intermediarios, aunque no seáis muchos los asociados, a la vuelta de pocos años tendréis un capital respetable: esto resulta del cálculo, confirmado por la experiencia donde quiera que se ha hecho. Los primeros obreros que se asociaron en Inglaterra para comprar al por mayor, y suprimir en lo posible los intermediarios entre el consumidor y el productor, fueron objeto de burla para la gente frívola; que es más fácil, Juan, reír que reflexionar; pero al poco tiempo se, vieron los prodigios, que así los llamaron, de las economías acumuladas al comprar, y los humildes trabajadores, a la vuelta de pocos, años, fueron capitalistas, y lo que es más, hicieron un verdadero descubrimiento en el mundo económico, dilatando sus horizontes.

Las muchas obligaciones son otra causa de miseria. Si tienes padres ancianos, achacosos, y muchos hijos pequeños, o aunque no sea más que esta última circunstancia, basta el menor contratiempo para reducirte a la situación más deplorable. El que se encuentra en este trance, no tiene más remedio que redoblar sus esfuerzos y su economía, cosa más fácil de decir que de hacer, y hay que evitar el verse en tal situación, no formando una nueva familia prematuramente y sin tener algunos ahorros, no tomando compañera por capricho o por gusto solamente, sino eligiendo con razón aquella que por sus buenas cualidades sea capaz de orden y economía, y por su disposición pueda ayudar al esposo. Los que tienen algo, se miran mucho antes de contraer matrimonio; los que carecen de todo, no reparan en nada, y esta ciega imprevisión acarrea males sin cuento para ellos y para la sociedad.

El remedio está en sobreponer la razón a los instintos; en que la parte intelectual no quede sofocada por la parte animal; en que la satisfacción presente no sea un velo tupido que no deje ver la desgracia futura. Este sacrificio del porvenir al goce del momento, no es sólo consecuencia de la preponderancia de la parte animal sobre la racional, sino de la noción equivocada que te formas de la vida. El decirte que es combate y sacrificio, es, a tu parecer, hablarte de rancias vejeces, buenas para la ignorancia de tus abuelos, pero que desdicen de tu ilustración. Así lo crees tú, porque no observas ni reflexionas; de otro modo, era imposible que en todo lo que te rodea, fuera de ti y en ti mismo, no vieras que el sacrificio y la lucha es la ley de la humanidad. Por una serie de sacrificios de tus padres, vives; por una serie de sacrificios tuyos, vivirán tus hijos. Combate es toda educación; lucha y vencimiento cuesta perfeccionarse; aprender, es triunfar de la ignorancia; y en fin, para presentar ante tus ojos un hecho general, eterno y evidente, te diré que el trabajo, ley del hombre, condición indispensable de su vida, no es cosa expontánea ni fácil, y su dificultad se expresa en el lenguaje por cien frases significativas. Decimos que cuesta trabajo lo que necesita esfuerzo; trabajoso llamamos a lo que es muy difícil; y las desgracias se llaman trabajos. Estas frases son la expresión de las ideas y sentimientos que arrancan de las entrañas del hombre; y el que le dice que en su camino no debe hallar más que flores, le enerva para arrancar las espinas, y le impide que se resigne con las que no puede suprimir, añadiendo al sufrimiento de la desgracia, el dolor de la sorpresa. Reflexiona, pues, en la necesidad que tienes de trabajar, en el esfuerzo que te cuesta, y no necesitas conocer otras verdades, para ver la mentira de los que niegan la necesidad del sacrificio y del combate.

¿Y los que no trabajan? Ya te he dicho que su número, excesivo para su mal y de la sociedad, es imperceptible, y pueden considerarse como una excepción. Ya sabemos que el trabajo no es sólo el manual; que la tarea del ingeniero de un camino es más penosa que la del que lleva una carretilla; que todo el que hace algo útil, trabaja. El corto número, menor cada día, de los que no trabajan, al sepultarse en el crimen, encenagarse en el vicio, o cuando menos vegetar en la ignorancia, despreciables y despreciados, prueban bien que el trabajo es nuestra ley.

Ni la debilidad de nuestro cuerpo, ni la imperfección de nuestro espíritu, soportan los goces sin interrupción, sin lucha, sin trabajo, el cual es a la vez nuestro freno, nuestro maestro, nuestro necesario abastecedor y nuestro bueno y severo amigo. El lenguaje, Juan, sigue las inflexiones de las ideas y de los sentimientos; se inventan nuevas palabras para expresar nuevas cosas; caen en desuso, se olvidan; desaparecen las que significan cosas que ya no existen, y un día, cuando el trabajo se aprecie en lo que vale, cuando se vea cuán necesario y santo es, creo yo que al crimen y al vicio se les llamará ociosidad.

Yo no miro al mundo por un prisma sombrío, ni tengo al hombre por un animal depravado, no. Yo creo que la Providencia, la causa de las causas, la ley suprema, general y eterna, o como quiera que llames a lo que yo llamo Dios, ha puesto en este mundo grandes bienes; ha hecho el corazón del hombre capaz de grandes alegrías; pero ni están exentas de dolores, ni los bienes pueden alcanzarse sin esfuerzo proporcionado a su magnitud, sin sacrificio mayor o menor, y sin combate.

Abstenerse y sostenerse, es decir, sacrificio y lucha, era el resumen de la sabiduría antigua; la conclusión de los estoicos, que no eran seguramente fanáticos ni devotos, sino buenos observadores del corazón humano. Si el niño aprendiera esta ley, si la supiera el adolescente y el adulto, la vida se le presentaría bajo otro aspecto, sus pensamientos y acciones tendrían otra dirección, y aceptando valerosa y racionalmente los males inevitables de la existencia, no se vería abrumada con los que pueden evitarse.

La vida es un viaje en el que se hallan hermosos valles y escarpadas montañas, arroyos limpios y ríos difíciles de vadear, días serenos y noches tempestuosas, desiertos y oasis, céfiros apacibles y desencadenados huracanes. Mal quiere a los viajeros, o por lo menos gran daño les hace, el que les pinta el camino con facilidades que no tiene, porque llega el paso difícil de la montaña, el día del desierto, la hora de la tempestad, y no estando preparados para la prueba, sucumben en ella, o quedan tan débiles, que ni aun pueden disfrutar de los goces que hallarían en las jornadas sucesivas, que hacen dificultosamente.

Parte, pues, de la verdad para no llegar al doloroso desengaño. La vida ofrece grandes dificultades; es preciso prepararse para vencerlas. Si no quieres luchar para resistir a la mala tentación, caes en el vicio o en el crimen; la ley natural, o la ley social, que es natural también, te castigan, y enfermo o encarcelado aprendes, cuando ya no es posible triunfar, que era necesario haber combatido. Si no quieres hacer ningún sacrificio, egoísta, hallarás una masa de egoísmos que te atropellarán; imprevisor, pagarás la ciega satisfacción del presente con la desgracia del porvenir. Si joven no aprendes a trabajar, hombre sabrás lo que es miseria; si soltero no tienes previsión, casado te abrumará una familia que no podrás mantener. Aceptémosla o no, la vida impone condiciones; solamente que son más duras para el que las recibe de la necesidad, pudiendo haberlas admitido de la razón.



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