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La Dama de Elche

Rafael Ramos Fernández


Cte. de la Real Academia de la Historia



La Dama de Elche, hallada en La Alcudia, es una de las obras escultóricas más célebres del mundo. Hoy se custodia en el Museo Arqueológico Municipal, tras su estancia en el Louvre desde fechas inmediatas a su descubrimiento en 1897 hasta 1941, y tras su larga permanencia en el Museo del Prado.

Su localización respondió a un hallazgo fortuito producido durante la realización de tareas agrícolas. Pero de las circunstancias que lo rodearon es deducible que se trató de una ocultación intencionada, puesto que para su seguridad construyeron un semicírculo de losas protectoras que delimitaban el espacio suficiente para albergar la pieza, que se adosó a la línea de muralla de la ciudad, que le sirvió de cierre por su lado Este hasta que durante la segunda mitad del siglo XVIII aquélla fue desmontada para reutilizar su sillería en edificaciones del actual Elche, hecho que dejó abierto uno de los laterales del escondrijo y que facilitó su aparición. Existió una idea de conservación en este escondrijo: así lo avalan no sólo la protección de losas y su adosamiento a la muralla sino también el hecho de que una vez depositada la pieza en aquella especie de cista, se rellenase de una arena higroscópica procedente de la playa ilicitana de La Marina, hecho que dio sus consecuencias y permitió que la Dama llegase al momento de su descubrimiento conservando intacta su policromía.

La Dama de Elche es un busto labrado en piedra caliza, procedente de la cantera local «Peligro», que todavía conserva restos de la pintura roja, azul y blanca que la decoró, perceptible en los labios, mantilla y manto. Su altura es de 56 cm. y el perímetro de sus hombros y pecho de 115 cm., por lo que sus dimensiones corresponden al tamaño natural.

Su rostro destaca por la personalidad de sus facciones: nariz delgada y recta, boca de labios finos, ojos rasgados que debieron tener la pupila y el iris sobrepuestos, y una ligera asimetría general que personaliza su expresión abstraída, aparente reflejo de una concentración profunda que representa de modo insuperable el contacto de lo humano con lo divino, que se produce merced a los misterios o por la práctica de altos sacramentos, apreciación que precisará la identidad de este personaje. Esta expresión es la que da carácter español al busto porque no se debe a ningún modelo o influjo exterior y tal vez en ella radique su consideración de pieza única dentro del conjunto de la estatuaria antropomorfa en general. Por ello, la parte más destacable de esta obra es su cara, que resalta a pesar de mostrarse enmarcada y abrumada por el enorme aparato de su tocado y de sus aderezos. Pero ni las joyas, ni incluso el resto del cuerpo fue sin duda importante para su autor, pues pudo prescindir de él, porque sólo la expresión de aquel rostro captó toda su sensibilidad de artista. Así como en las estatuas femeninas del llamado arte clásico la condición de diosa anula el aspecto de mujer, en la Dama de Elche todo su mundo está en la profundidad de la apariencia silenciosa de una condición humana que trasciende a lo divino. Por eso hay que valorar en su justa medida el hecho referente a que el escultor dio a aquella cara humana los rasgos del modelo vivo.

El tipo de tiara que se eleva sobre su cabeza pudo estar montada sobre un elemento semejante a la actual peineta española y constituiría un modelo de mantilla ceñida a la frente por una diadema. A ambos lados de la cabeza presenta unos grandes estuches, en forma de disco o rodete, que debieron ser metálicos en la realidad, que parecen estar destinados a guardar el cabello trenzado y en rollado en espiral, y que se sujetaban a la diadema por medio de un doble tirante. Parece evidente que un tocado similar a éste fue el que describió Artemidoro, viajero griego que visitó Iberia hacia el año 100 a. J. C., al hacer alusión a los complejos adornos que tradicionalmente lucían las mujeres de estas tierras (Estrab., III, 4, 17). Además, el que tales rodetes fueran atuendo de uso relativamente común lo ratifican los hallazgos de restos de ellos: uno de filigrana de plata que procedente de Extremadura se conserva en el Museo Arqueológico Nacional y otro similar descubierto en la necrópolis de El Cigarralejo, que forma parte de la colección E. Cuadrado.

El manto, de color rojo, le cubre la espalda y los hombros y se extiende por delante, plegándose de forma escalonada para dejar ver tres collares integrados por dos tipos de colgantes, posibles bullas y anforillas, sobre una especie de mantilla, de color azul, que fue aplicado sobre una imprimación en rojo de la piedra, debajo de la cual lleva la túnica interior, blanca, ajustada al cuello por una pequeña fíbula anular.

Este atuendo de la Dama de Elche, reflejo de la moda ibérica de su época, tiene sus paralelos más próximos en la indumentaria femenina etrusca caracterizada por los complejos tocados y las grandes joyas, si bien los modelos escultóricos genéricos responden a tipos existentes en áreas suritálicas de influjo griego.

La Dama de Elche presenta un acabado tosco en su espalda, prueba de que se destinó a ser colocada contra un muro, y en ella tiene un hueco o cavidad casi esférica de 18 cm. de diámetro y 16 de profundidad, cuya misión o finalidad ha sido objeto de muy distintas interpretaciones. Al respecto parece evidente que la capacidad de este vaciado es insuficiente para considerarlo como urna funeraria y que sólo sería válido como depósito de alguna ofrenda o contenedor de algún objeto talismático. Pues esta aparente insuficiente capacidad (2.571 cm.3) se manifiesta al intentar compararla con la que ofrece la Dama de Baza (9.316 cm.3) y más aún, en el mismo Elche, al hacerlo con el busto de varón de El Parque, cuyo vaciado es total. Además esta cavidad de la Dama de Elche, en el momento de su hallazgo, no ofrecía vestigios de utilización alguna y no presentaba ninguna huella de ennegrecimiento consecuente causado por las cenizas depositadas en el caso de haber sido empleada como urna funeraria.

La pieza fue concebida y realizada como busto, dato argumentable por razones técnicas y artísticas que indican que no se trata de la parte superior de una estatua rota o cortada. Además, si se hubiera tratado de un busto cortado que perteneció a una estatua sedente, puesto que su posición en pie no es posible, no debería tener el depósito de ofrendas en la espalda, sino, como el ejemplo de Baza, en la silla, y suponer que aquélla era tal y no un trono. Además, en función de los hallazgos de fragmentos de piezas similares a la de Elche procedentes de El Cigarralejo y del Cabezo Lucero, parece probable que en la escultura de los iberos existiese un género consistente en la realización de bustos femeninos, de rostros entre bellos e ideales, engalanados con una fastuosa riqueza material de la que sin duda eran merecedoras las representaciones.

También un razonamiento ideológico podría explicar la condición del busto como canon escultórico que precisara el modelo para las realizaciones incompletas de cuerpos antropomorfos, puesto que existe una etapa cronológica y cultural en la historia del busto en sí en la que aquél no era considerado como tal, sino sólo como la parte superior de un cuerpo en movimiento vertical. Constituiría pues un ánodos, término utilizado en arqueología para designar las escenas plásticas que representan personajes que emergen del suelo, de la tierra, y que responden a un tránsito ctónio, a un viaje fúnebre, a un regreso tenebroso, a una ascensión de tipo revivificador procedente del estadio infernal, pues al descenso al interior de la tierra sigue la subida al reino de la luz desde las tinieblas. Ambos viajes están documentados literariamente en relación con ceremoniales en los santuarios de la diosa (PAUSANIAS, 1-XXVII-3).

El busto es una representación simbólica en la que lo realmente importante es el significado, no la figuración. Los bustos se muestran alegóricamente cortados del resto de su cuerpo, pero esta imagen parcial que ofrecen no existiría en el pensamiento ibero más que temporalmente, durante un instante, durante su tránsito. Pues las gentes conocedoras del ritual sabían que el personaje salía de la tierra, subía a la luz, y que inmediatamente se mostraría en su integridad corporal; o bien, que descendía al seno de esa tierra y que pronto desaparecería de su visión.

Asimismo, las abundantes terracotas que proporcionan las excavaciones de yacimientos de su época con representaciones de cabezas o bustos, estatuillas truncadas en suma, de Deméter-Coré, Tanit o Afrodita responden a formas simbólicas, imágenes de dioses, que evocan su ascensión por medio de magias infernales, ya que proceden de la esfera sepulcral.

La imagen es sin duda el retrato de una mujer real, mujer que en parte de su tocado responde a la ya indicada descripción de Artemidoro alusiva al adorno en el vestir de ciertas hembras de Iberia. Es una mujer, y además la escultura responde a un retrato, a la copia de un modelo real, puesto que no se da en ella la perfección física de la divinidad: sus dos mitades del rostro no son iguales; y no sería válido admitir en este sentido la imperfección de la obra realizada por el artista, que manifestó unas extraordinarias dotes y supo tratar el arte del retrato.

Es oportuno recordar que en la escultura chipriota clásica, aquélla de los bellos rostros con dulce sonrisa jónica, la divinidad femenina se confundía con su sacerdotisa. Asimismo, en el occidente mediterráneo, dada la vinculación entre el mundo chipriota y el púnico, que a su vez enlaza con el área ibérica, puede ser válida una probable correlación iconográfica en cuanto a las representaciones de las divinidades, y supuesto que en aquellas tierras la imagen de la divinidad responde a la de su sacerdotisa, es consecuente aceptar que en la Iberia clásica, bajo un cierto matiz helénico, se produjese la misma asociación: la Dama fue el retrato de la gran sacerdotisa de la diosa de Elche. Por ello las llamadas Damas Ibéricas no son en sí la divinidad sino retratos de sus sacerdotisas, pues la divinidad femenina sólo se representó como el reflejo que causaba la propia divinidad en aquellas. Así, el cuerpo físico de la sacerdotisa era parte constitutiva del ser divino y su fisonomía pasaba a ser receptáculo terrestre del espíritu de la diosa.





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