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Triste y tediosa fue para Vicente Halconero la temporada de San Sebastián. ¿Qué hacía el amigo Ibero, qué le pasaba, a dónde había ido a parar? ¿Por qué no cumplía su promesa de visitarle? Gran desconsuelo era para el cojito verse privado de aquella dulce amistad, tan instructiva como amena, de aquellas pláticas en que la Historia libresca y la Historia vivida sabrosamente contendían. Cansado de esperarle, le había escrito innumerables cartas, dirigidas a diferentes puntos: Bayona, San Juan de Luz, Samaniego, sin que ninguna tuviese respuesta.

Distraía Vicente su soledad con los espectáculos de las bravas rompientes de la mar o con el trajín de las naves en el puerto...   —98→   Paseaba por los caminos de Hernani o Pasajes, y concedía poco tiempo a la lectura. Viéndole tan lastimado de la ausencia del amigo, su madre le llevó a Bayona un día, avanzado ya Septiembre: recorrieron todas las fondas, Providencia, Vizcaína y Guipuzcoana, los hoteles de lujo; hablaron con varios emigrados, y ninguno dio razón del misterioso aventurero. Sin duda los que pudieran informar del sujeto o de su rastro, le conocían por otro nombre. «Hijo mío -decía Lucila de regreso a España-: o tu amigo es un ingrato que no se acuerda de nosotros, o se ha muerto, o a su lado le tiene, en París o Londres, el propio don Juan Prim. Esto creo yo lo más probable».

Esperando la formación del tren español en Irún, vieron a Tarfe, que en el andén se paseaba con el Marqués de Beramendi. Fue Tarfe a saludar a Lucila: la trataba desde el tiempo de Halconero, y con el segundo marido tenía la amistad y buenas relaciones de propietarios colindantes. Cuando volvió Manolo junto a Beramendi, este le dijo: «Siempre es hermosa y lo será hasta que se muera de vieja... Su cara es para mí la más perfecta obra de Fidias. La vi por primera vez en el castillo de Atienza hace la friolera de diez y ocho años. Entonces era Lucila una criatura mitológica... Me enamoré de ella, y padecí la efusión estética, un mal terrible, Manolo; un mal que consiste en adorar lo que suponemos privado de existencia real; un mal que es amor y miedo... Fíjate,   —99→   observa con disimulo... Me ha visto, y cómo sabe que por ella perdí los cinco sentidos, y seis que tuviera... lo sabe por Confusio... está muy satisfecha de que yo la vea y la mire. Es hoy una buena señora del estado llano, sedentaria, honesta y de holgada posición; lleva ya dos maridos; ha tenido no sé cuántos hijos... y con todo, aún se recrea secretamente con la admiración de los hombres, y más aún de aquellos que fueron sus enamorados... Yo, por mi parte, nunca la veo con indiferencia... Siempre es Lucila, siempre hay en ella algo de celtíbero, de aborigen, de raza madre prehistórica, engendrada por los dioses... ¿Ves?, fíjate: ya se dirige al tren... Delante va el hijo cojito... Mira qué andar grave el de ella; qué admirable compostura de rostro y cuerpo; qué gesto noble para tomar la mano de su hijo, que ya está en el coche para ayudarla a subir. Repara con qué arte se pone en la ventanilla, cómo mira hacia acá sin mirarnos y cómo finge que no sabe que la estamos mirando. Su afectación es tan noble, que imita perfectamente a la naturalidad... Bien sabe ella cuáles son las posiciones de su cabeza y busto que resultan más bonitas miradas desde aquí... Ya se retira de la ventanilla... Ya arranca el tren... Adiós, Lucila, vieja ilusión, mitología arcaica y madura. Que la vulgaridad en que vives te corone de felicidad, te engorde, y te conserve tu españolismo neto».

Pocos días más estuvieron Cordero y su   —100→   familia en San Sebastián. Ya Madrid les llamaba, y más que Madrid, el campo con las gratas faenas otoñales. Los preparativos de la vendimia comenzarían pronto. Vendimiaban en Aldea del Fresno, en Méntrida y en Torre de Esteban Ambrán... Hijos y padres gozaban en la fiesta del vino, y Lucila en aquellos días singularmente amaba el campo, por el campo mismo y por vivir junto a su padre, el viejo Ansúrez, ya cargado de años, pero conservando su vigorosa salud, despejo y gallardía. El patriarca celtíbero prolongaba en un descuidado bienestar su senectud venerable. Gozoso contemplaba la grandeza y prosperidad de Lucila, y a los hijos varones desparramados por el mundo veía o consideraba bien apañados y boyantes, cada cual según su oficio y aficiones: el pequeño, un gran músico; Leoncio, hábil armero; Gil, bandido generoso; Gonzalo, moro pudiente; Diego, marino de Rey, y por fin, de Jerónimo, el mayor, huido de la familia antes del éxodo de esta, supo que había sido contrabandista, luego pastor, y por último fraile, hallándose a la sazón de misionero en tierras de infieles. Con tantas satisfacciones, y la salubridad activa del trabajo campestre, el hombre, como buen padre bíblico, iba camino de los cien años, y tal vez un poquito más allá.

También Beramendi y Tarfe abandonaron pronto los ocios de Guipúzcoa para tornar juntos a Madrid, donde tenían su vendimia, que era el chismorreo político, la reunión   —101→   de Cortes, y la fiebre de conjeturas que en aquella revuelta edad embargaba la mente de todos los españoles. Atestado venía el tren, pues ya empezaba el desfile hacia cuarteles de invierno. Pasada la estación de Miranda, Beramendi dejó a su mujer y su hijo en el reservado que traía, y se fue a charlar con el Marqués de Perales, que ocupaba con su familia un coche cercano. Hablaron de la cosa pública, que a juicio del Marqués iba por un desfiladero tenebroso... Nadie podía decir de qué lado nos caeríamos. Narváez, debilitado por la edad, no era ya el gobernante de otros días, y se dejaba llevar de la mano por González Bravo. Teníamos, pues, de Jefe de Gobierno a un hombre de corta vista que tomaba de lazarillo a un ciego. Otras cosas dijo que demostraban su atinado conocimiento de la situación política. Pertenecía Perales, como Cortina y Cantero, al grupo de los progresistas templados, que tal vez por su apartamiento de la acción demasiado viva, constituían la mayor fuerza del partido; era un prócer de notoria ilustración, un hombre recto, sencillo, gran agricultor y el primer ganadero del Reino.

Beramendi le acompañó hasta más acá de Burgos, y ávido de conversación variada, se pasó al coche inmediato en que venían Tarfe y dos caballeros franceses, uno de ellos consejero del Crédito Mobiliario, otro ligado con la famosa casa de banca israelita Baüer y Weissweiller... No encontró Beramendi   —102→   en aquel departamento la charla frívola y amena que requería, pues los franceses hablaban sin ningún comedimiento de la Reina, de la Corte y del Gobierno español, amontonando sobre las faltas efectivas las imaginarias o por lo menos dudosas, arma envenenada de la malicia. Algo de lo que dijeron aquellos señores no se podía oír con calma, aun reconociendo su veracidad. Los rostros españoles se ruborizaban oyendo tales cosas. Por delicadeza, por quijotismo patriótico, sintiose Beramendi movido a la protesta airada, a la negación grosera... Tarfe le contuvo, diciéndole: «En el extranjero la opinión es tal, que los españoles sufrimos a cada instante los mayores sonrojos. Es fuerte cosa aguantar esto. Podemos sufrir con paciencia nuestra inferioridad mercantil, política, internacional; pero al desprecio del mundo no debiéramos resignarnos». Callaron los españoles; los franceses arreciaron en su amarga crítica y en sus burlas, hasta que, sintiéndose molesto y sin ánimo para contradecirles, Beramendi aprovechó una parada para despedirse y volver a su departamento.

Sobre Castilla y sus campos trasquilados y amarillos había caído la noche. El viajero halló a María Ignacia soñolienta y a los hijos dormidos. Les dejó en su descanso, y arrimado a la ventanilla, de donde veía el despejado cielo, y la tierra que imitaba la llanura de un mar espeso, se entregó a la vaga meditación. En su inmensidad yacente, también   —103→   la vieja Castilla dormía, descuidada de los graves afanes de la cosa pública, quizás ignorante de ellos o despreciándolos por atender más intensamente a los afanes de la vida menuda y campestre. Echaba de menos el prócer a su amigo Confusio para filosofar juntos sobre aquella indiferencia de la tierra madre, sobre aquel símbolo del olvido histórico... Corría el tren por el país de los Comuneros, ahora sin aliento para la rebeldía, productor de trigo y paja más que de hombres duros así en la guerra como en la política. Por lo común, todos los gobernantes nos venían hoy de Andalucía, el país del gorjeo retórico y de los parlamentarios, que eran como ruiseñores de la administración.

Pensando así, se amodorró Beramendi, y empalmando sueñecicos, llegó hasta muy cerca de Madrid, cuya proximidad hubo de reconocer por los morados plantíos de lombarda. En la estación, la servidumbre de Beramendi esperaba a los señores, y tras la servidumbre, tímido y casi invisible, el escuálido Confusio... Una palabra grata tuvo para todos el buen Marqués, y a Confusio singularmente distinguió preguntándole por sus trabajos. «Ya tengo en planta -dijo este- el Quinto Libro de la Historia, y ahora estoy escribiendo la Introducción o Discurso preliminar que quiero leer a usted».

Diariamente iba repatriando el ferrocarril del Norte a los madrileños que habían salido a tomar aguas, aires, o a darse tono. Aun los que veraneaban por vanidad eran inconscientes   —104→   auxiliares de la higiene y de la cultura, contribuyendo a la meteorización física y mental de una parte de la raza. A su regreso, Madrid les ofrecía su amenidad otoñal, favorecida del temple benigno; se animaban cafés, teatros y tertulias; la política iba entrando en calor y divirtiendo a la gente con sus altercados bulliciosos. Pero iban las cosas tan mal, que no terminó el año sin que anduvieran a la greña los dos mellizos, que eran dos personas distintas y un solo sistema verdadero, y se llaman Poder legislativo y Poder ejecutivo. El Parlamento gritó: me abro, y el Gobierno: te cierro, y en estas disputas, saltaron los dos Presidentes: Ríos Rosas del Congreso, Serrano del Senado, con sendas protestas que firmaron diputados y senadores... ¿Protesta dijiste? Ni el Gobierno ni la Reina entendían este modo de señalar, y los protestantes fueron desterrados. Y que volvieran por otra... Mientras esto pasaba, la prensa era una muda que ya no hablaba ni por señas... Se prohibía la palabra escrita, y aun la intención apenas suspirada. Así, era una delicia ver el sinnúmero de papeles clandestinos, opúsculos escandalosos, caricaturas, aleluyas, versos cáusticos que de obscuras oficinas tipográficas salían pitando y picando como enjambre de cínifes venenosos.

Una noche de comida íntima en casa de la Belvís de la Jara, cogió Beramendi a solas a su amigo Narváez, y valido de la benevolencia que el General en toda ocasión le   —105→   mostraba, se permitió exponerle una opinión severa y leal sobre la marcha de las cosas públicas; y don Ramón, exasperado, sin dejarle concluir, le dio esta iracunda respuesta: «Cállate, Pepito, y no me sulfures... ¿Crees que no me hago cargo...? Todo eso me lo he dicho yo mil veces, y yo mismo me he contestado: 'Verdad, verdad... pero no puede ser, no podemos hacer más que lo que hacemos...'. Viene sobre mí una presión horrorosa, un peso que aplasta... Cierto que puedo sacudirme, tirar los trastos, decir: 'Ahí queda eso, Señora; nombre usted un Ministerio de palaciegos y curas...'. ¿Pero no ves, tontaina, que eso sería el cataclismo, y yo no quiero echar sobre mí la responsabilidad del cataclismo?... Dices: ¡Reacción! ¡Pero si no concedo más que una mínima parte de lo que me piden! ¡Si no ceso de echar freno, freno! ¡Y aun así, carape...! En fin, Pepe, déjame en paz... Yo me encuentro con la Revolución enfrente y con la Reacción detrás... Tú ves la Revolución que grita y manotea; no ves la otra fiera que tengo a retaguardia y que a la calladita quiere deslomarme... Me gustaría verte en esta brega, toreando dos cornúpetas a la vez. Es muy divertido, como hay Dios. Apenas acabas tu faena defendiéndote de las astas del uno, tienes que volverte para zafarte de los pitones del otro... Es tremendo... sé que esto me quitará la vida».



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ArribaAbajo- XI -

«Ven, Confusio amigo, escultor de pueblos -dijo Beramendi un día-; ahora que estamos solos, siéntate, saca tus papeles y léeme tu Introducción al Quinto Libro, ilustrada con apéndices y notas...».

Leyó Juanito con entonada voz y variados matices, y oíale su Mecenas sin gran fijeza de atención, pues si en algunos trozos no perdía sílaba de la ya elevada, ya descompuesta prosa del historiador, en otros se distraía, solicitado quizás de sus propios pensamientos tristes, y acababa por desvanecerse en un estado parecido a la somnolencia. Llegó, no obstante, en el curso de la lectura, un pasaje que interesó al prócer más que lo anterior; encadenó su oído a la voz de Confusio, y gustando mucho de aquel fragmento, le mandó que lo repitiera para conocerlo mejor y desentrañar su sentido. Confusio releyó:

«El Ejército fue en aquel borrascoso reinado brazo inconsciente de la Soberanía Nacional. Cuando los pueblos no logran su bienestar por la virtud de las leyes, intentan obtenerlo por las sacudidas de su instinto. Lo explicaré mejor parabólicamente. La libertad es el aire que vivifica; el orden es el calor de estufa o brasero que templa la vida   —107→   nacional para contrarrestar las inclemencias de la atmósfera. Cuando los Gobiernos no saben disponer los braseros y estos producen emanaciones venenosas, los pueblos, al caer con síntomas de asfixia, se levantan de un bote y rompen los vidrios de la ley para que entre el aire... Por el contrario, cuando los pueblos se entregan con exceso a una ventilación demasiado libre, el Poder público debe arropar, tapar grietas, encender discreta lumbre, procurando un temple moderado y benigno... Hablando en términos netamente políticos, diré que cuando el Ente moderador no ha desempeñado sus funciones con el debido criterio de justicia y de oportunidad, el Ente militar ha sabido quitar de las manos inexpertas el cetro moderante para restablecer el equilibrio...».

-Bien, bien, Confusio -dijo Beramendi con sincera admiración-. Ahora, en esta segunda lectura, me asimilo tu idea y alabo el agudo ingenio que penetra en la entraña de los hechos humanos.

-Claramente hemos visto que la Fuerza pública, o sea Pueblo armado, obedeciendo a una fatal ley dinámica, ha sido el verdadero Poder moderador, por ineptitud de quien debía ejercerlo. Siempre que ha venido la asfixia, o sea la reacción, el Ejército ha dado entrada a los aires salutíferos, y cuando los excesos de la Libertad han puesto en peligro la paz de la Nación...

-Claro, ha restablecido el orden, el buen temple interior. Por esto, no debemos juzgar   —108→   con rigor excesivo las sediciones militares, porque ellas fueron y serán aún por algún tiempo el remedio insano de una insanidad mucho más peligrosa y mortífera. ¿No es eso lo que quieres decir?

-Eso es, señor. Lo que llamamos pronunciamientos, los pequeños actos revolucionarios que amenizan dramáticamente nuestra Historia, no son más que aplicaciones heroicas de las providenciales sanguijuelas, sinapismos, ventosas o sangría que exige un agudo estado morboso. Y yo añado en mi Discurso preliminar que a estas intervenciones de la Patria militar debemos la poquita civilización que disfrutamos.

-Cierto. Debes añadir que cuando no se puede ir a la civilización por caminos llanos y bien trazados, se va por vericuetos...

-Ya lo he puesto, si no con las mismas palabras, con otras semejantes.

-Dime ahora qué te propones y a dónde vas por ese nuevo desfiladero de tu Historia lógico-natural.

-Voy al Quinto Libro, o sea el del glorioso reinado del Doceno Alfonso... Ya sé que tendrá usted por extravagancia el escribir un reinado antes que nos lo dé construido el tiempo en sus talleres inmortales. A eso digo que escribir lo que ha pasado no tiene ningún mérito; la gloria de un historiador está en narrar los hechos antes que sucedan, sacándolos del obscuro no ser con el infalible artificio de la Lógica y de la Naturaleza...

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-Por grande que sea tu arte para concebir y expresar según el modo ideal la vida futura -dijo el Mecenas-, no podrás en esta crisis turbulenta sustraerte a la realidad. Ni estás tan metido en ti mismo que ignores que una revolución se está elaborando, inevitable diluvio, tras el cual no sabemos lo que vendrá.

-Si el señor Marqués me lo permite -dijo Confusio con la serenidad extática y mística que marcaba el estado agudo de su vesania-, negaré que estalle tal revolución. Cierto que algunos locos quieren traernos ese diluvio; pero todo quedará en chubasco y mojaduras sin importancia, porque doña Isabel, con magnánimo corazón y ardiente patriotismo, abdicará en su hijo don Alfonso. Y ya tiene usted el felicísimo reinado, precedido de una Regencia formada con tres de las más ilustres personas del Reino. Las conozco; pero, con la venia del señor Marqués, me abstengo de nombrarlas.

-Sí, hijo; no te comprometas: guarda el secreto de esos nombres...

-El reinado de Alfonso XII será dilatado y próspero. No habrá pronunciamientos, porque el Rey sabrá usar con tino la prerrogativa moderatriz, y alternar con discreta cadencia y turno las dos políticas, reformadora y estacionaria. No habrá guerra civil, porque he tenido buen cuidado de matar y enterrar muy hondo a don Carlos y toda su prole, y de añadidura he ido escabechando y poniendo bajo tierra a todos los españoles   —110→   que salían con mañas de cabecilla, y a todos los curas de trabuco. Verdad que, aunque por dos veces he matado a Fernando VII, su espíritu anda vagando por España, y aquí y allí sugiere ideas de absolutismo teocrático, y sopla en algunos corazones para encender llamas de intolerancia y levantar humazo de Santo Oficio... Pero el nuevo Rey, que viene al Trono con ideas precisas, con aspiraciones elevadas, fruto de su grande ilustración, destruirá el maléfico influjo de aquel espíritu protervo, vagante en la selva del alma hispana.

-Trabajo le mando al nuevo Rey -dijo Beramendi zumbón-. ¿Y estás seguro de que la educación que dan al Príncipe es la que corresponde a un Rey llamado a representar en la Historia papel tan grande? ¿Crees que le preparan para ese saneamiento del alma nacional, y para empresa tan difícil como librarnos de todo el maleficio que nos trae el espíritu de su abuelo?

-Creo y sé que la educación es perfecta. Los maestros del Príncipe son los más sabios del Reino, y la enseñanza está bajo la inmediata dirección de hombres tan eminentes como don Isidro Losa, don...

Soltó Beramendi la carcajada, cortando el relato del grave historiador, mas sin desconcertarle, pues habituado estaba Juanito, así a las desmedidas alabanzas como a los festivos desahogos de su Mecenas, que de ambos modos le mostraba este su afecto. «No me río de ti, sino de mi amigo Losa.   —111→   El buen señor está muy lejos de sospechar que tú le has descubierto el talento que él oculta cuidadosamente. No contradigo tus opiniones, buen Confusio; conserva tu inocencia, que es el molde soberano en que fundes tu saber teórico de las cosas no sucedidas. El mundo ideal que describes no sería hermoso si mojaras tu pluma en la malicia de esta realidad negra. Mantente en la virginidad de tu pensamiento y cultiva tu candor, para que tus obras sean puras, diáfanas, y nos muestren las cosas humanas vistas desde el Cielo, que es un ver estrellado, magnífico y consolador... Y ahora, hijo, vete a dar un paseíto por la Moncloa; espacia tus ideas, y dales aire para que nunca se abatan rozando el suelo... Trabaja toda la mañana, y ven la tarde que quieras a leerme tus inspiraciones... Adiós, hijo, adiós». Guardó Santiuste sus manuscritos, y besando la mano de su protector, salió rígido, lento, impasible. En el vestíbulo encontró a los hijos de Beramendi que venían de sus clases. Saludoles el historiógrafo con la misma ceremonia que emplear solía para las personas mayores, y los chicos hiciéronlo en igual forma, pues se les tenía rigurosamente prohibido mortificar con burlas al pobre vesánico.

Ocasión es esta de dar a conocer la prole de Beramendi. Del primogénito, Pepito, ya se habló en la época de su nacimiento, fecunda en sucesos históricos, como la Invención de las llagas de Patrocinio y el Ministerio   —112→   Relámpago. Siguió Felicianita, que vino al mundo el 52, a poco del atentado del cura Merino. El 54, en los preludios de Vicálvaro, nació otra niña, que sólo tuvo tres meses de vida, y a fines del 57 vino Agustinito, veinte días después del nacimiento del Príncipe Alfonso. Y ya no hubo más. Contentos vivían los Marqueses con sus tres críos, en quienes cifraban sus más risueñas esperanzas. La sucesión de la noble y opulenta casa estaba bien asegurada, y a mayor abundamiento, tanto la niña como los varoncitos eran dóciles, guapos, y disfrutaban de excelente salud. En los tres se recreaban los padres, poniendo en su educación y crianza todo el cariño y dulzura compatibles con la severidad. En 1867, por donde ahora va Clío Familiar, había terminado Pepe sus estudios del bachillerato, y hacía sus primeros pinitos en la Universidad. Era un chico aplomado, fácil a la disciplina, bastante dúctil para seguir las direcciones que se le indicaban. Venía, pues, cortado para la vida opulenta y noble a la moderna, y con su ligero barniz universitario, su título abogacil y su correcta educación mundana, respondería cumplidamente a los fines ornamentales de su clase en el organismo patrio. Un poco de esgrima y un mucho de equitación daban la última mano a su figura social.

Felicianita, que aún estaba de traje corto, era una niña de excelente índole, muy despierta. La madre iba introduciendo en su   —113→   cerebro las ideas con mucho pulso, temerosa de que se asimilara demasiado pronto el conocimiento de la vida tal como existía en el claro intelecto de María Ignacia. Sin ser una belleza, el conjunto agraciadito de su persona garantizaba, para dentro de tres o cuatro años, un buen partido matrimonial, titulado y rico... Tinito, el Benjamín de la casa, con nueve años y pico en 1867, se había traído toda la imaginación lozana de Pepe Fajardo, su gracia y atractivos personales. A sus hermanos aventajaba en donaire y belleza; era el encanto de todos; con sus monadas y zalamerías engañaba a los padres haciéndose perdonar sus travesuras, y a su abuela, doña Visita, la tenía embobada y medio chocha. No se conseguía fácilmente que estudiara, y sólo a fuerza de promesas y regalitos dominó el chiquillo las primeras letras. Su afición al dibujo era tal a los cuatro años, que no tenía su padre en el despacho papel seguro. Emborronaba los sobres de las cartas, las hojas de los libros y los márgenes de los periódicos. Un año después era maestro en la pintura de soldados graciosísimos, iluminando el trazo de tinta con lápices rojo y azul. Poco a poco iba entrando en la Aritmética y Geografía, y en el árido estudio gramatical. A los nueve años, sentada un poco la cabeza, conservaba Tinito su graciosa inquietud y el ángel o simpatía con que a todos cautivaba.

No vivían los Beramendi con fausto y vanidades correspondientes a la formidable   —114→   riqueza que dejó el señor de Emparán. Este caballero, de médula y cáscara absolutistas, transmitió a sus herederos, con el pingüe caudal, tradiciones que fácilmente se petrificaban en la existencia, y entre aquellas ninguna persistió tanto como la moderación de los goces sociales y el bienestar comedido. La misma tradicional mesura se advertía en las relaciones, que no abarcaban un círculo demasiado extenso, limitándose a las antiguas amistades de la familia, y a las nuevas y bien seleccionadas traídas por el tiempo. Entre las primeras sobresalía don Isidro Losa, que era el único superviviente de la tertulia íntima de don Feliciano Emparán, y por esto le distinguía doña Visita con extremosas atenciones. Otra de las amistades más firmes era la de la Marquesa de Madrigal, que había sido compañera de colegio de María Ignacia: desde su infancia quedaron unidas por una tierna amistad, que había de durar toda la vida. En 1867, la Madrigal desempeñaba un alto cargo de etiqueta en el cuarto de las Infantitas. Las nuevas relaciones traídas por Fajardo eran escogidísimas: Morphy, Guelbenzu, Monasterio, presidían el estamento musical en las agradables noches dedicadas al recreo artístico, y la poesía y pintura tenían su representación en Ayala, Selgas, Asquerino, en el viejo don Carlos Ribera y los jóvenes Gisbert, Palmaroli y Haes.

Eugenia de Silva, Marquesa de Madrigal, era madrina de Tinito, a quien amaba como   —115→   a sus hijos, y se lo disputaba a María Ignacia para mimarle y retenerle, llevándole de paseo en coche, y al teatro los domingos por la tarde. Estas menudencias refiere Clío Familiar, como introito a la interesante conversación que tuvieron una noche María Ignacia y su ilustre marido.

«¿No sabes, Pepe, lo que ocurre? Por segunda vez me ha dicho Eugenia que se encontraron en lo reservado del Retiro nuestro Tinito y el Príncipe Alfonso. Jugaron juntos, y se han hecho tan amigos, que el Príncipe se quedó muy triste cuando llegó el momento de la separación. Pues esta tarde, la infanta Isabel, que también estaba en el Retiro, ha convidado a almorzar a Tinito con ella, el Príncipe y sus hermanas...».

-¿Mañana? Pues que vaya. Bueno es que el niño se acostumbre al trato de esas altas personas. Le vestirás bien, sin elegancias rebuscadas, impropias de chiquillos, y antes que vaya a Palacio le aleccionaremos, para que no diga ni haga ninguna tontería.



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ArribaAbajo- XII -

Fue a Palacio Tinito y volvió encantado de la amabilidad de la señora Infanta. En cuanto almorzaron, bajó con el Príncipe a las habitaciones de este, que están en el entresuelo, y Alfonso enseñó al amiguito su soberbia juguetería. ¡Vaya unos juguetes, compadre! Todo lo contaba el chiquillo con gracia y prolijidad encantadoras, sin omitir nada. Refirió que en el entresuelo había encontrado a don Isidro Losa, que aquel día estaba de guardia, muy majo, vestido de gentilhombre... Entre los juguetes, admiró principalmente Tinito un tren de artillería con cañones de verdad, que podían dispararse, y una fragata lo mismito que la Numancia, con sus marineros subidos a los palos. Allí estuvieron enredando Tinito, el Príncipe, Juanito Ceballos, que era su compañero inseparable, y Pepito Tamames. El juego consistía en enganchar al tren de artillería las parejas de mulas, los armones, colocar en sus puestos a los artilleros, y arrastrar todo el armadijo de una habitación a otra. En esto llegó el Marqués de Novaliches, que dijo al Príncipe que no se sofocara demasiado, y don Isidro encargó a los cuatro que jugaran con juicio. En aquel trajín se les pasó el tiempo, hasta que llegó el   —117→   profesor militar, y con él dio Alfonso la lección de manejo de carabina y sable; después lección de leer y escribir, y luego le mudaron de ropa para salir de paseo. «Salimos con él el chico de Ceballos y yo -prosiguió Tinito en sus explicaciones-. Íbamos en coche de mulas. Nos acompañaba don Guillermo Morphy... ¡Hala!, ¡al Retiro, a lo Reservado, a correr!... Alfonso estaba muy contento y hacía la mar de travesuras. Metía los pies en todos los charcos, y se mojaba. Morphy le reprendía; pero ¡quia!, no hacía caso... Al llegar a Palacio le cambiaron de calzado; subió a comer con la Reina y el Rey. Eugenia me recogió a mí para traerme a casa».

Reclamada por el propio Alfonso una segunda visita, volvió allá el niño de Beramendi a las diez de la mañana. El Príncipe, según contó después, daba su lección con un señor cura... la lección duró más de una hora... Subieron al almuerzo en el comedor de arriba; quedáronse un ratito en el cuarto de la Infanta viéndola dar su lección de arpa con madama Roaldés. Luego, otra vez al entresuelo, donde el Príncipe dio lección de carabina, disparando tres pistones, y lección de ejercicio, lo mismo que un soldado. Refiriendo esto, el salado Tinito expresaba a su modo, con pueril candor, la destreza de Alfonso en el ejercicio militar, y lo orgulloso que estaba de que sus amiguitos le vieran y admiraran en aquel noble estudio. Y terminó su cuento con una observación   —118→   que a los padres hizo gracia; mas no la rieron por no dar lugar a que el chiquillo entrara en malicia. Fue de este modo: «Papá, voy a decirte una cosa. Alfonso no sabe nada. No le enseñan más que religión y armas».

-Hijo mío, es todo lo que necesita un rey. Ahí tienes a San Fernando, que con eso no más fue un gran monarca y además santo.

-Yo pensé que un rey tenía que aprender gramática, porque... si no sabe gramática, ¿cómo ha de escribir bien los decretos?

Advirtiole su padre que era de mala educación meterse a juzgar si el Príncipe sabía o no sabía. Los herederos de una corona lo saben todo aunque parezcan ignorantes. Recomendole además severamente que no hablara con nadie de tales cosas, pues de lo contrario no volvería más a Palacio... Convidado Tinito por tercera vez a almorzar con el Príncipe y las Infantas, María Ignacia le preguntó por la noche si había observado fielmente las reglas de buena crianza indispensables en mesas de tanto cumplido. «Mamá -respondió el niño-, todo lo hago como tú me lo mandaste. Cuando la señora Infanta me dice que si quiero más, le contesto que no señora, y que muchas gracias».

-Y del tratamiento no te habrás olvidado.

-¿Qué me voy a olvidar? Su Alteza para arriba, Su Alteza para abajo. La Infanta   —119→   doña Isabel es muy buena, me quiere mucho y se ríe de todo lo que digo.

-Cuéntanos otra cosa. Después del almuerzo, ¿dio la Infanta su lección de arpa?

«No: la Infantita Pilar se puso a leer en un libro dorado, y la Infantita Paz y Alfonso me dijeron que les pintara muñecos... lo que yo quisiera, vamos... La Infanta Isabel me llevó a una mesita; sacaron un pliego de papel, lápiz negro y lápiz encarnado, y yo pinté una fila de soldados en marcha, con el pie adelante y el fusil al hombro, y entre medio de la tropa, dos curas tocando el piporro... Se rieron mucho. Alfonso cogió el papel para guardarlo. La Paz se lo quería quitar... riñeron; Alfonso podía más. Yo le dije a Paz: 'Déjaselo, que yo pintaré otro para tu Alteza...'. Bajamos al entresuelo. Después de la clase de Religión, que fue muy pesada, dio Alfonso la de manejo de espada y sable, y se puso tan valiente, que a Juanito Ceballos y a mí nos daba miedo verle. El día que sea Rey, cualquiera se le pone delante. Luego me dijo que vaya un día por la mañana, y me llevará al picadero para que le vea montar a caballo». Sin venir a cuento, volvió el chicuelo a mofarse de las lecciones de su regio amiguito, insistiendo en que no le enseñaban más que Historia Sagrada y Religión. Reprendiole nuevamente el Marqués por meterse a censor de cosas tan delicadas... ¿Qué entendía él, pobre niño, de educación de Príncipes? Pero Tinito, sin desconcertarse, montó en las rodillas de   —120→   su padre y le echó los brazos al cuello murmurando: «¿Quieres que te diga un secreto?». Y con voz muy queda soltó el secretico en el oído paterno: «No sabe nada de Reyes de España, porque yo le hablé de Ataúlfo, y riéndose me dijo que Ataúlfo era don Isidro Losa».

-Eso puede significar que el Príncipe y sus amiguitos han puesto el apodo de Ataúlfo al buen don Isidro. Pero no quiere decir que Alfonso desconozca los nombres de los Reyes de España. Con asomarse a la Plaza de Oriente aprende más que tú en tu librito. Lo demás se lo enseñan los retratos de que están llenos los palacios de Madrid y Sitios Reales, y el gran salón de la Armería.

Dicho esto, besó al chiquillo y entregolo al brazo secular de la madre y criadas para que le diesen su cenita y le llevaran a la cama, donde pronto se quedaría dormido como un ángel; y soñaría tal vez que se hallaba en el picadero de Caballerizas, rigiendo un vivaracho y airoso potro en compañía del futuro Rey de España. Tiempo hacía que Beramendi pensaba con insistencia en la educación del Príncipe de Asturias, dando a este asunto importancia tan grande, que de él dependían la bienandanza o desventuras del próximo reinado. Por su amigo Guillermo Morphy sabía que el digno general Marqués de Novaliches, Mayordomo y Caballerizo Mayor de Su Alteza, había dispuesto que se abriese un Registro en que diariamente anotaran la vida del Príncipe   —121→   los tres gentileshombres al servicio de Su Alteza, don Isidro Losa, don Guillermo Morphy y don Bernardo Ulibarri, consignando cada cual lo ocurrido en las horas de guardia respectiva.

El libro se llevaba escrupulosamente, y en él constaban las ocupaciones del niño, todo lo corporal y anímico, sus catarros frecuentes, sus tareas escolares, con nota minuciosa de los adelantos observados cada día; sus rezos y actos de devoción, el grado de apetito en las comidas, los juegos y juguetes. No faltaban las travesurillas propias de la edad, ni aun los arranques de soberbia o los generosos impulsos, que podrían ser trazos indicadores del carácter del nombre. Director de estudios era el general Sánchez Ossorio; profesores militares, un Teniente coronel por cada arma; profesor de religión, el Padre filipense don Cayetano Fernández, y de lectura y escritura don Antonio Castilla.

Deseaba Beramendi penetrar en el Cuarto del Príncipe, verle de cerca, hablar con él, pasar la vista por el libro en que constaban todos los actos y movimientos de la vida mental y fisiológica de tan interesante persona. La ocasión de satisfacer aquella curiosidad se la facilitó el propio Marqués de Novaliches, a quien tuvo una noche en su tertulia de confianza. Hablando de Su Alteza, expresó Pavía el grande amor que al Príncipe profesaba, y su sentimiento de verle tan endeble de salud y tan propenso a las dolencias pulmonares. Si se agitaba un poco   —122→   jugando, venía en seguida el enfriamiento, luego la tos y un poquito de fiebre. «Fíjense ustedes -decía- en la carita descolorida de Su Alteza. Su mirada es triste, y sus ojos parecen cada día más grandes... Quiera Dios que esta criatura no nos dé un disgusto el mejor día. Lástima será que se malogre, porque es bueno como un ángel, y despejadito como él solo».

En el curso de la conversación, dijo luego Novaliches que Alfonsito estaba convaleciente de uno de aquellos resfriados que fácilmente cogía por agitarse en el juego o en el ejercicio de sable y carabina. Ya se levantaba; pero no daba lección ni salía de Palacio; se pasaba el día con el magnífico juguete que le había regalado el duque de Veragua, una Plaza de Toros corpórea, con su cuadrilla, mulas, caballos, alguaciles y demás piezas. La Marquesa de Madrigal, confirmando estas referencias, propuso que pues estaba también malo Juanito Ceballos, el inseparable camarada de don Alfonso, debían llevarle a Tinito para que le acompañase en su aburrida convalecencia. La proposición de la dama le pareció de perlas al Mayordomo y Caballerizo Mayor de Su Alteza. «Mande usted a su chico mañana temprano, Pepe -dijo a Beramendi-, o llévele usted mismo, y así podrá ver al Príncipe y apreciar su talento, su buen natural. Como logremos sacarlo adelante, podrá decir España: 'Tengo un Rey que no me lo merezco'».

A la hora que indicó Novaliches, más bien   —123→   un poquito antes, paraba el coche de Beramendi en la Puerta del Príncipe. A los diez minutos de entrar en Palacio Tinito y su padre, y después de un viaje laberíntico por aquel confuso monumento, traspasando puertas y mamparas, sube por allá, baja por aquí, llegaron al Cuarto de don Alfonso, guiados por un alto funcionario de la Intendencia. En la antesala les recibió Morphy, que a las doce de aquel día terminaba su guardia. Impresión de tristeza y ahogo recibió el buen Fajardo al recorrer las estancias del entresuelo, asombradas por el espesor de los muros, que, con la bóveda de los techos, ofrecían aspecto de casamata: las ventanas eran troneras. Componían el Cuarto de Su Alteza varios aposentos: alcoba, guardarropa, sala de estudios, gimnasio, comedor, oratorio, secretaría, oficios, etcétera.

Salió Novaliches a recibir al amigo, y este no pudo disimular la impresión desagradable que el local le causaba. «No es este el mejor alojamiento para un niño de constitución débil, heredero de la Corona. La infancia de un Rey pide mayor desahogo, luz, aires de campo, alegría. ¿Por qué no vive Su Alteza en el mejor departamento de Palacio, que es todo el principal que da al Campo del Moro? ¿Para qué quieren aquellas salas amplias, inundadas de luz, con un horizonte espléndido que recrea los ojos y el espíritu? ¿No comprenden que lo primero que necesita el que ha de ser Rey,   —124→   es habituarse a ver mucho, a respirar fuerte y a contemplar las cosas lejanas?». El buen Pavía alzó los hombros, inhibiéndose de aquel asunto, y Morphy se atrevió a decir: «Lo mismo pensamos nosotros; pero... quien manda, manda».

Apenas llegaron a la presencia de Alfonso, ofreció a este sus respetos el papá de Tinito, que con este nombre fue presentado el Marqués a Su Alteza por el General Pavía. Díjole Beramendi mil cosas lisonjeras: que tenía un gran placer en hablarle; que en él veía la mayor esperanza de la patria, y que su salud interesaba a todos los españoles. Contestó Alfonso con timidez, afable y sonriente, fiel observador ya de la urbanidad regia, que aprendido había antes que los primeros rudimentos del saber humano. Respecto a la salud, dio Novaliches las mejores impresiones; ya no le quedaba al niño más que algo de tos y un poquito de pereza. Corral, que acababa de salir, había recomendado que jugase todo el día, sin cansar la imaginación con lecciones. «Anoche -añadió el General-, Su Alteza, después de acostado, me pidió los húsares de plomo para jugar en la cama. No quería rezar... Tuve que coger yo el nuevo libro de rezos que mandó hace días Su Majestad, y leerlo para que él repitiera. De este modo rezó, aunque de mala gana...».

Protestó Alfonso con gracia, diciendo: «Pero esta mañana bien recé, Marqués... sin que me leyeras nada...».

  —125→  

-Sí, sí... Pero Su Alteza no quería levantarse, y tuve que coger el libro de cuentos y leerle algunos para entretenerle... hasta que vino Corral, y ordenó suprimir la lectura y abandonar el lecho...

Siguió Beramendi hablando con Su Alteza de las lecciones, de los rezos y prácticas religiosas, de la enseñanza militar, de la esgrima y equitación, y en todas sus réplicas mostró el chico un despejo y claridad de juicio que encantaron a su interlocutor. Al terminar el coloquio, los sentimientos de Beramendi con respecto al heredero de la Corona eran: un cariño intenso, un elevado interés político y una vivísima compasión.




ArribaAbajo- XIII -

Retirose Novaliches; entregose Alfonso con delicia al placer de enseñar su Plaza de Toros a Tinito y a otro niño (hijo de un portero de damas) que había bajado antes, y Pepe Fajardo pasó con su amigo Morphy a Mayordomía, donde el gentilhombre de guardia tenía que anotar sus observaciones. Tuvo, pues, el hombre la mejor coyuntura para hojear el registro y conocer en sus menores detalles la vida, los estudios, conducta, indisposiciones del Príncipe de Asturias, y el tratamiento físico y mental que a su salud y educación se aplicaba. El libro,   —126→   destinado sin duda a documentar una parte esencialísima de la Historia patria, resultaba de inmenso interés en su insípida y deslavazada literatura.

Beramendi leyó: «1º de Octubre.- Su Alteza Real ha almorzado a las doce de la mañana. A la una ha dado la lección de ejercicios, hasta las dos menos diez minutos; a las dos dio la lección de Escritura con el señor Castilla, y a las tres de Religión con el señor Fernández. A las cuatro y media tomó sopa de arroz como acostumbra, y a las cinco menos ocho minutos subió a las habitaciones de Su Majestad la Reina para salir de paseo...».

«4 de Octubre.- Su Alteza estuvo jugando hasta las dos y cuarto. No tuvo lecciones por ser hoy día de Su Majestad el Rey, y a las tres menos cuarto subió a las habitaciones de Su Majestad la Reina para asistir al besamanos con el traje de sargento primero y la cruz de Pelayo. Concluyó la ceremonia a las seis y cuarto, a cuya hora bajó Su Alteza con el señor Marqués de Novaliches porque le apretaba mucho una bota (no al Marqués, sino a Su Alteza). Dicho señor Marqués le quitó la bota y examinó minuciosamente el pie, sin encontrarle nada de particular. De esta circunstancia se hace especial mención por haberlo creído oportuno el Jefe superior del Cuarto de Su Alteza...».

Observó Beramendi en su rápida lectura la variedad de estilos de los tres caballeros   —127→   guardianes de Su Alteza. En lo escrito por Morphy se revelaba el hombre de cultura y principios; discreto y claro aparecía don Bernardo Ulibarri; don Isidro Losa era la pura sencillez mental. Atento sólo a la escueta obligación doméstica, llenaba páginas del libro con su gramática inocente y su fantástica ortografía. Ved la muestra:

«Dia 6. El Principe mi señor almorzo a las doce Dio sus Lecciones, salió a N. S. de Atocha... comio vien se metió en la cama a las diez a dormido diez horas tomó poco chocolate se a confesado a las nuebe y media el Padre Fernandez celebró la misa... Dia 9. Almorzo con apetito; dio sus Lecciones a las Oras marcadas y bastante inquieto: a las cuatro se aseo tomo la Sopa y Salio a Paseo Con el Mayordomo Sr. Marques de Novaliches, Profesor Sanchez y Juanito bolbio a las Seis y Cuarto... subio a comer a las ocho se lebanto de la mesa y hasta las diez permanecio en la camara jugando con Juanito se dio un golpe en el muslo Izquierdo con el Tallado de una Cónsola, a las diez se quedó dormido desperto a las nuebe sin moberse en toda la noche Se lebantó a las nuebe y media sin sentir dolor por el golpe rezo las oraciones asistió a misa en Su Cuarto salio a paseo a la Montaña con Su Mayordomo Mayor bolvio a las once y asistio a la misa de Ofrenda con SS. MM. y AA. a las doce menos Cuarto bajo y se Corto el Pelo S. A.».

Repasando el Diario, observó Fajardo que en la endeble salud del Príncipe ponían los   —128→   tres guardianes toda su atención. Rara era la página en que no se leía: «se despertó a media noche, estornudó y se sonó», o bien: «anoche no estornudó más que una vez». Ulibarri escribía: «Despertó a las seis menos cuarto para sonarse, quedando dormido en seguida». De Morphy es este párrafo: «Durante la comida estornudó Su Alteza varias veces: atribuyéronlo Sus Majestades a haberse asomado al balcón la noche antes para oír la serenata». Pero aún más que de la salud del cuerpo del Príncipe, debían inquietarse de la del alma, pues minuciosamente apuntaban cada día sus rezos y devociones. Entre las monotonías del machacón y cansado libro, descollaba el inevitable informe de la lección de Religión y Moral que el Príncipe daba diariamente. Podían olvidarse de otros asuntos; pero esta ingestión de cascote no se les quedó jamás en el tintero.

Una hora larga de Religión todos los días del año había de dar al Principito un saber dogmático que le permitiría hombrearse con el Concilio de Trento. Ocurría que cuando algunos mitrados visitaban a la Reina, mandábales esta al cuarto de su hijo a que presenciaran la tarabilla religiosa. A este propósito dice Morphy con cierto cansancio irónico: «dio la lección Su Alteza en presencia de los Obispos de Ávila, Guadix, Tarazona y de otra diócesis que no recuerdo». Y el sencillísimo Losa nos cuenta en su parte del 30 de Octubre: «A las Ocho y Media disperto labo y vistio dio gracias a Dios y tomo chocolate   —129→   con apetito a las diez dio lección de Religión en la presencia del Sr. Cardenal de Burgos quedando muy complacido de lo adelantado que esta su Alteza por lo que merecia nota de Magnificamente en todo».

En lo referente a los cuidados y tratamiento medicinal del Príncipe, demostraban los gentileshombres el miedo a complicaciones patológicas. Los accidentes más vulgares eran registrados como garantía del exquisito esmero que debía ponerse en conservar la preciosa vida del heredero del Trono. Constan en el libro prolijas observaciones anotadas por Ulibarri y Morphy con discreta retórica; mas el bueno de don Isidro, enemigo de circunloquios, refería los hechos con realismo ingenuo, y así su prosa histórica nos da esta candorosa sinceridad: «El Serenísimo principe mi Señor se dispertó a las nuebe menos diez minutos se labo, bistió, rezando sus Oraciones, tomó chocolate, se le mobio el Vientre muy natural y abundante; a las diez menos cuarto principio la leccion de Religion... salio a paseo a las once menos cuarto... con Juanito fue al gicnasio pasó una hora muy dibertida esta muy vien de Salud...».

Hojeando, encontró el Marqués esta interesante página suscrita por Ulibarri: «1.º de Noviembre.- Su Alteza asistió a la Capilla Pública con Sus Majestades e Infanta Isabel: estuvo en la función con mucha atención y compostura, bajando luego a su cuarto, donde jugó hasta las tres y media,   —130→   que tomó la sopa. A las cuatro se recibió aviso de Su Majestad la Reina para que subiera Su Alteza al despacho con objeto de ver al Brigadier de la Armada don Juan Topete, a quien abrazó Su Alteza por indicación de Su Majestad, cuya honra fue hecha por su buen comportamiento en el combate del Callao».

Suspendió el curioso lector al dar las doce su fisgoneo del Diario; Morphy entregó la guardia a don Isidro Losa, y con los saludos al uno de despedida, al otro de entrada, se entretuvo el caballero más de lo que quiso. Quedó, pues, un rato en poder del bueno de Losa, el cual le rogó que fuese una mañana a la hora en que Su Alteza daba la clase de Moral y Religión. Así podría formar idea de lo bien instruidito que estaba en aquella sabiduría, la principal y más necesaria para un Rey. «Créame, don José -decía, dándole cariñosos palmetazos en el hombro-, lo que nos importa es tener un monarca muy religiosito y sumamente moral».

Oía Pepe Fajardo al buen don Isidro como quien oye llover, que acostumbrado estaba, desde los tiempos de don Feliciano, a la densa monotonía de sus opiniones. En la casa se le apreciaba por su fiel amistad, pues tanto como tenía de anticuado en sus pensares, tenía de consecuente en sus sentires. Era, pues, un hombre de buen natural, afectuoso, que había sabido hacerse perdonar su inverosímil, casi milagroso encumbramiento.   —131→   Si el palatinismo es una carrera, no se vio jamás carrera más loca que la de aquel bendito señor. Empezó por cerero de Sor Patrocinio, fámulo más bien de la cerería que a la llagada Madre suministraba velas y blandones; adornábale los altaruchos; le servía en recaditos y encomiendas. De estos obscuros menesteres pasó a la servidumbre del Rey don Francisco, donde su lealtad, diligencia y buen modo le captaron la voluntad del augusto amo. Servidor fiel de la familia, velozmente adelantó y subió en el escalafón palaciego. Fue Ujier, Secretario de Cámara, Gentilhombre de casa y boca, Mayordomo de Semana... llegó a poseer la gran Cruz de Isabel la Católica, y por fin, el título de Conde. En el trato particular, don Isidro era siempre llano, modesto, y no tenía más orgullo que la incondicional y ardiente adhesión a la Familia, en cuyo servicio había subido de cerero a personaje resplandeciente de galones, cintajos y veneras que infundían a la gente un respeto hierático. Su estatura era menos que mediana; sus cabellos, su bigote espeso y cortado blanqueaban ya; su cuerpo rechoncho inclinábase un poco, como cediendo al peso de tantos honores.

Conversó de nuevo Pepe Fajardo con Su Alteza, teniendo ocasión de apreciar por segunda vez su bondad y claro entendimiento; recomendó a Tinito la formalidad, y con un apretón de manos a don Isidro y nuevos espaldarazos de este, hizo su despedida del   —132→   Cuarto del Príncipe y de Palacio, satisfecho de las enseñanzas de aquella visita. En su casa contó a María Ignacia cuanto había visto, y tres días después recibió la visita del gran Confusio, con quien sostuvo un coloquio interesante, digno de pasar a la Historia, aunque esta sea la llamada Lógico-Natural.

«Ya puedes ir abandonando -dijo Beramendi- tu plan de Reinado de Alfonso Doceno. Si así no lo haces, desde nuestros sepulcros oiremos las carcajadas de la realidad. He visto de cerca al Príncipe, he respirado el ambiente que él respira, he tomado el pulso a su educación y a sus educadores, y he venido al convencimiento de que su reinado, si Dios no lo dispone de otro modo, no será como tú lo imaginas... Sí, honrado Confusio; sí, candoroso Confusio... Alfonso es un niño inteligentísimo; posee cualidades de corazón y pensamiento que bien cultivadas, bien dirigidas, nos darían un Rey digno de este pueblo; pero semejante ideal no veremos realizado, porque se le cría para idiota: en vez de ilustrarle, le embrutecen; en vez de abrirle los ojos a la ciencia, a la vida y a la naturaleza, se los cierran para que su alma tierna ahonde en las tinieblas y se apaciente en la ignorancia».

Decía esto el buen Fajardo poseído de ardimiento y cólera; medía la habitación con pasos de gigante, y sus brazos aspeaban por encima de la cabeza. El pobre Santiuste oía sin chistar, pálido y atónito ante la iracunda   —133→   voz y descompuestos ademanes de su Mecenas. El cual prosiguió: «Compadezco a ese niño y compadezco a mi Patria. En Alfonso vi una esperanza. Ya no veo más que un desengaño, un caso más de esta inmensa tristeza española, que ya ¡vive Dios!, se nos está haciendo secular».

Calló el prócer después de dar un fuerte manotazo en la mesa, junto a la cual se sentaba el esmirriado Juanito. Este saltó de su asiento como un muñeco de goma. Siguió una corta pausa, durante la cual el escultor de pueblos revolvió en su turbada mente las ideas optimistas que acerca de la educación del Príncipe tenía, y como buen lunático se dispuso a sostenerlas diciendo: «Señor, con la venia de usted yo insisto en que los educadores del heredero de la Corona sabrán modelar al hombre y al Rey para que sea la mayor gloria de esta Nación en el siglo que corre y parte del que venga».

-Por esta vez, Confusio amigo -dijo Beramendi cada vez más nervioso y exaltado-, no te dejo vagar por las nubes, no permito que te encarames a las estrellas para escribir tu Historia. ¿Sabes lo que hago? Agarrarte por el pescuezo, restregarte el hocico contra las asperezas de la realidad, para que te enteres, para que conozcas los hechos tales como son. (Marcando con gesto vigoroso la intención de hacer lo que decía...) Así sabrás la verdad de la educación del Príncipe, que no es educación, sino todo lo contrario, un sistema contra-educativo. Sus   —134→   maestros le enseñan a ignorar, y cuanto más adelantan en sus lecciones, más adelanta el niño en el arte de no saber nada... Bien está el manejo de las armas; buena es la equitación como ejercicio corporal: la prestancia de un Rey exige todo eso... ¿Pero acaso no pide también una fuerte enseñanza espiritual? ¿Es el Rey no más que un figurón a pie o a caballo para presidir ceremonias ociosas o paradas teatrales? Un Rey es la cabeza, el corazón, el brazo del pueblo, y debe resumir en su ser las ideas, los anhelos y toda la energía de los millones de almas que componen el Reino. ¿No lo crees así, o es que tú también te has vuelto idiota?




ArribaAbajo- XIV -

-Así lo creo -dijo Confusio con más fuerza en el movimiento de cabeza que en la delgada y tímida voz.

-Pues bien: para el modelado espiritual de nuestro Rey no hay en aquella casa más que un cura teólogo y poeta, que tiene el encargo de administrar diariamente al Príncipe una dosis de Religión indigesta y de Moral abstracta que el pobre niño aprende a lo papagayo. Con escoplo y martillo, el don Cayetano va metiendo en el cerebro de Alfonsito sus lecciones. ¿Y estas qué son más que un conglomerado farragoso que se   —135→   irá endureciendo y petrificando, masa inerte de conceptos sin sentido, que no dejará lugar para otras ideas si en su día quisieran entrar allí? Muy santo y muy bueno que se enseñen al primero de los españoles los principios fundamentales de la Religión que profesamos. Pero el catecismo es sencillo, breve, facilísimo. ¿A qué vienen esas pesadas y tediosas lecciones? Lo que Jesucristo enseñó con aforismos y parábolas de hermosa concisión, ¿por qué lo ha de enseñar don Cayetano en días y días con amplificaciones hueras y pesadeces sermonarias? ¿Qué substancia ha de sacar Su Alteza de esa ingestión de paja, en la cual van perdidos algunos granos de trigo? Bastaría para enseñar al Príncipe la Religión las cortas lecciones de un aya discreta y dulce... ¿Y qué me dices de ese furor para incrustar en la mente de Alfonso una moral teórica y formularia que el niño no puede entender? ¿No sería más eficaz enseñarle la Moral con continuos ejemplos y observaciones de la vida? Yo te aseguro que si el Príncipe no echa por sí mismo de su cerebro toda la paja y el serrín que le introduce con su labor de fabricante de muñecos el Padre filipense, acabará por no tener religión ni moral: será un volteriano y un hombre sin probidad...

-Cierto, cierto -dijo Confusio, que con la fuerte inyección de ideas administrada por Beramendi se puso en gran inquietud, y levantándose de un salto empezó a dar manotazos   —136→   y a correr disparado por la estancia-. Lo que el señor dice es claro y sencillo como el Evangelio... Educación mísera, educación de Seminario, no para Príncipes... en todo caso para Princesas... no para Reyes, sino para sacerdotisas destinadas al bordado de casullas. Pero yo, señor... y no se incomode por lo que digo... yo tengo compromiso de presentar el Reinado de Alfonso como de los más bienaventurados y magníficos. Es inspiración, señor; es aviso del Cielo que siento en mi alma; y si yo abandonara este criterio para adoptar otro, me moriría sin remedio... porque, créalo el señor Marqués, mi vida está estrechamente enlazada a estas dulces mentiras.

Cogiole Beramendi del brazo y le llevó al sillón, obligándole a sentarse. «Sosiégate, pobre Confusio -le dijo-, y óyeme. Hay un modo de conciliar tus ideas con las mías, tu ilusión con la realidad. Escribe el Reinado a tu gusto: glorioso, lleno de prosperidades, y además largo. Puedes dilatarlo hasta comprender todo el primer cuarto del siglo que viene. Dale al buen Alfonso una larga vida, y en ese tiempo despáchate a tu gusto, haz de esta pobre España un país extraordinariamente venturoso y civilizado, devolviéndole sus pasadas grandezas. Mas para eso necesitas educar al Rey. ¿Cómo? Voy a decírtelo. Nada conseguirás teniéndole bajo la férula de don Cayetano Fernández. Sácale de ese ambiente de ñoñerías, rezos y lecturas de libritos devotos del Padre Claret;   —137→   aplícale el remedio heroico, el procedimiento educativo y bien probado... ¿No caes en ello? Pues si quieres hacer de don Alfonso un gran Rey, de vida fecunda y altos hechos, arráncale a viva fuerza de ese obscuro Cuarto Real y échale de aquí, lánzale al azar de la vida libre...».

-¡Revolución! -murmuró por lo bajo el trastornado pensador, como hablando con su camisa-. ¿Y...?

-Revolución, sí -dijo Beramendi con nueva inquietud y furia de pensamiento, soltándose a los paseos de gigante en la estancia-. Revolución, Cirugía política, ya que la Medicina está visto que no sirve para nada... Amputación, hijo, pues no hay otro remedio. Tienes que coger al Príncipe y convertirle en Juan Particular, lanzándole al aire del mundo, a la adversidad... Verás cómo se despabila... verás cómo sus talentos renacen, cómo su voluntad se fortifica, y todo su ser adquiere gran viveza y brío. Hazlo así: cierra los ojos, y fuera con todos. Esta gente no aprende de otro modo... Hay que desentumecer, hay que sanear, penetrar en Palacio con un largo plumero y quitar las telarañas que ha tejido en los altos y bajos rincones el genio teocrático... Y en cuanto al espíritu de Fernando VII, que pegado a los tapices, a las sedas y alfombras allí subsiste, no echarás más que con exorcismos de Prim y buenos hisopazos de agua de Mendizábal... Anda, hijo; emprende la obra. No te olvides de quemar la santa túnica   —138→   de Patrocinio, sudada y asquerosa, que allí encontrarás; quemarás asimismo todos los papeles que encuentres de la bonísima cuanto inexperta doña Isabel, pues nada pierde la Historia con que las llamas devoren ese archivo... Y por fin, el Cuarto del Rey don Francisco lo sanearás y purificarás, no con el fuego, porque no lo merece, sino con aire tan sólo: bastará que abras balcones, puertas y ventanas para que salgan todos los mochuelos, lechuzas, murciélagos, correderas y demás alimañas que allí han hecho su habitación...

»Luego que termines estas operaciones salutíferas, mi buen Confusio -añadió el Mecenas-, dejas pasar tiempo, el tiempo prudencial según tu criterio, y cuando creas llegada la ocasión, traes del extranjero a nuestro Príncipe y le proclamas Rey. Verás cómo viene robusto, templado por la desgracia, fuerte de voluntad, vigoroso de entendimiento, nutrido de sanas ideas, y encaminado a las resoluciones que le harán digno Jefe de un Estado glorioso. En tales condiciones, podrás construir, con el nombre de Alfonso Doceno, un reinado que no debe durar menos de medio siglo.

La convicción y elocuencia con que hablaba el ingenioso Beramendi fue mecha que inflamó la pólvora de ideas, que almacenada en su tumultuoso cerebro tenía el buen Confusio, porque estalló en entusiasmo y alegría como el que súbitamente descubriera un mundo. Saltando del asiento,   —139→   erizado el cabello, encendidos los ojos, altos los brazos, exclamó: «Señor Marqués, bendita sea su boca, que me ha dado la clave de mi Libro Quinto. Ya lo veo claro; ya veo el reinado grandioso, el reinado de paz, ventura y progreso, que prolongaré, si usted me lo permite, hasta 1925».

Mientras le decía Beramendi que podía prolongar el reinado de Alfonso todo lo que le diese la gana, y crear una extraordinaria riqueza nacional, un Ejército poderoso, una Marina formidable, aumentar las colonias, extender el dominio hispánico por África y América, etcétera, etcétera, fue nuestro buen Santiuste cayendo desde la altura de su entusiasmo a la profundidad de un frío aplanamiento.

«Pero, señor Marqués -dijo con desconsolada y temblorosa voz-, desde que arrojo a nuestro Alfonso hasta que le traigo de nuevo a España, hay un espacio, un interregno... ¿Qué pongo en él?... ¿Prim dictador, Prim Cromwell, Prim Rey?... ¿O será más bonito que ponga un poco de República?».

-Pon lo que quieras -respondió el Mecenas con plena voz vibrante, pues, trocados los papeles, él era el más exaltado y Santiuste el más apacible-. No me preguntes a mí lo que has de poner. ¿Soy yo acaso el historiógrafo lógico-natural, maestro en la pintura de sucesos fabulosos, ideales, nunca vistos, nunca imaginados por mortal alguno? De tu meollo fertilísimo sacarás materia para ese interregno y para tres más...   —140→   Pon Repúblicas, Protectorados, Dictaduras; pon audacias, calamidades, transformaciones felices, éxitos locos, fracasos más locos aún; pon grandezas caídas, pequeñeces exaltadas, explosiones de amor, de ira, de heroísmo, de vileza, inauditos casos de probidad y de corrupción. Si los Reyes necesitan desentumecerse y estirar brazos y piernas, más necesitados están los pueblos del ejercicio libre, de la tensión de músculos y de la celeridad de la sangre. Pon fases inesperadas, tintas vigorosas, inflexiones violentas en la continuación natural de la vida. No pongas puertas al campo de tu inventiva, ni barreras a tu erudición adquirida en la biblioteca del espacio; derrama tu ciencia ideal, la que más satisface al alma, para que te admiren las generaciones, para que te...

Cortada fue bruscamente la declamación del buen Fajardo por la presencia de su mujer, que entreabrió la puerta del despacho diciendo: «Pero, Pepe, ¿qué es esto?».

Desde un gabinete, donde estaba con doña Visita y don Isidro Losa, oyó María Ignacia la voz de su marido en un tono y diapasón desusados. Corrió allá, creyendo que el desvaído Confusio le había dado motivo para montar en cólera.

«No es nada, mujer -dijo el Marqués, recobrando al momento su calma risueña-. Juanito y yo, por pasar el rato, nos ensayábamos en la oratoria tribunicia. Este se mostraba partidario de las formas reposadas; yo quise ponerle un ejemplo del decir   —141→   violento, de la imprecación, del exabrupto...».

No gustaba a la Marquesa que las conversaciones de Pepe con el historiador lógico-natural fuesen demasiado largas. «Ya es hora, Juanito -dijo a este-, de que vaya usted a dar su paseo... Con que... adiós... Hasta mañana». De la misma opinión fue Beramendi, que despidió al amigo en la forma más cariñosa... Sola con el esposo, María Ignacia le recordó que Su Majestad había llamado a la Cámara Real a Tinito. Obsequiosa estuvo doña Isabel con el niño, colmándole de caricias y afectos, y al despedirle, díjole que tendría mucho gusto en que fueran sus papás a visitarla. «Acordamos -agregó la Marquesa- pedir a Su Majestad una audiencia para darle las gracias por las atenciones que tanto las Infantas como el Príncipe han prodigado a nuestro hijo. Don Isidro Losa se encargó de facilitarnos la audiencia... Pues ahí está. Viene a decirnos que Su Majestad nos recibirá mañana a las tres, en audiencia especial para nosotros solos... ¿Te enteras? Parece que estás lelo... Mañana; y tenemos que llevar a Felicianita. La Reina desea conocerla».

-Mañana... No estoy lelo, mujer, sino contentísimo de que ofrezcamos nuestros respetos a doña Isabel... Buenas cosas le diré... No, no te asustes... Le diré tan sólo que se vaya preparando... No, tampoco es eso. Le diré que... nada: que nos veremos en París el año que viene por este tiempo.

  —142→  

-Vamos, tú estás hoy de juego... Ven a ver a don Isidro.

-Voy a ver al gran don Isidro, que es uno de los más robustos pilares en que se asienta la Monarquía española.

Toda aquella tarde estuvo Pepe divagando en estas chispeantes bromas, lo que a su mujer inquietaba un poquito, pues quería verle siempre bien aplomado y sin el menor desentono en sus pensamientos. Y hasta el día siguiente, cuando ya se disponían a salir para Palacio, persistía la Marquesa en su inquietud, porque Pepe no dejaba de asustarla con sus equívocos maleantes. «Me parece, querida esposa, que saldremos de la audiencia entre alabarderos».

-Quita allá, tonto. No te hago caso...

Cesaron las bromas al salir en coche para Palacio. Llevaban a Tinito y a Feliciana, y por el camino el pequeño daba a su hermanita lecciones de etiqueta, pues la niña no se había visto nunca entre personas reales... Tras una espera brevísima, el gentilhombre de guardia, Conde de Moctezuma, condújoles a la presencia de Su Majestad, que en su Cámara les esperaba con el Príncipe de Asturias. ¡Con qué afecto tan sencillo y familiar les recibió la Señora! Besó María Ignacia la mano de la Reina, y esta besó a Felicianita, ponderando su dulce belleza; a Tinito acarició también, y al saludo de Beramendi dio esta donosa respuesta: «Sí, sí: contenta me tienes... Necesito llamaros para que vengáis a verme. Sé que me queréis,   —143→   porque me lo cuentan; pero no se os ocurre venir a decírmelo».

Marido y mujer replicaron con toda sutileza posible a la bondad de la Soberana, que les mandó sentarse, y ella puso a su lado, en el confidente, a Felicianita, cuya mano conservó un rato entre las suyas. María Ignacia estaba frente a Su Majestad; Beramendi un poco más lejos, y Alfonso y Tinito, replegándose al ángulo próximo al balcón, se entretuvieron en hojear un voluminoso librote con estampas o figurines de todos los uniformes antiguos y modernos del Ejército español.

«Ignacia -dijo la Reina-, viéndote me parece que veo a tu buen padre..., ¡oh, aquel don Feliciano!... carácter recto y leal como ninguno. ¡Y luego tan religioso...! ¡Ah!, caballeros como Emparán son los que yo quisiera tener siempre a mi lado para que me aconsejaran... Créelo, pocos hombres hemos tenido aquí como tu padre... A él debo la inmensa ventaja de que bastantes carlistas me hayan reconocido, y que estén conmigo muchos que estuvieron con mi primo Montemolín».

Esperaba María Ignacia que contestara su marido a estos expresivos conceptos, que escondían sin duda una intención política. Pero como él no chistó, limitándose a una ceremoniosa cabezada, tuvo ella que aprontar frases de relleno: «Yo procuro imitar a mi padre... imitarle en su sencillez, en sus virtudes...». Y por poner un puntalito a la   —144→   conversación, que se caía de un lado, hizo el panegírico del señor de Emparán y el relato patético de su muerte, que fue como la de un santo. Mientras la dama salía del paso con estas remembranzas anecdóticas, Beramendi hablaba con doña Isabel; pero sólo con el pensamiento, y sin desplegar los labios le dirigía estas severas reconvenciones: «¿Por qué celebras la adhesión del absolutismo, si el llamarlo y acogerlo ha sido tu error político más grande, pobre Majestad sin juicio? Eso, eso es lo que más te ha perjudicado y acabará por perderte: agasajar a los que te disputaron el Trono, y dar con el pie a los que derramaron su sangre por asegurarte en él. Te has pasado al bando vencido, y para los que te aborrecieron has reservado los honores, las mercedes, el poder. Hipócritamente se agrupan a tu lado, y con devotas alharacas te rodean, te adulan, te abrazan... Pero no te fíes: los que parecen abrazos son empujones hacia el abismo».




ArribaAbajo- XV -

En este punto, la Reina, contestando a la última frase de María Ignacia, decía: «Sí, sí: ya sé que sois muy religiosos. Es la tradición de vuestra casa... Más arraigada estará la buena doctrina en ti y en tus hijos que en tu marido. (Risueña, mirando a Beramendi.)   —145→   Porque de la religión de ese no me fío yo... Está imbuido en las ideas que hoy enloquecen al mundo...».

-Permítame Vuestra Majestad -dijo con prontitud el aludido-, que me defienda de esa injusta acusación. Yo...

-No, no entremos ahora en esas honduras -indicó Isabel bondadosa, tolerante-. Los hombres... ya se sabe... o tienen bula, o se la toman, para ser un poquito incrédulos.

-Señora, yo aseguro a Vuestra Majestad que las libertades que me da esa bula no las utilizo más que para pensamientos y acciones en honor y provecho de Isabel II y de su Real Familia.

-Está muy bien. Sé que eres bueno, leal. Yo te cuento entre los mejores. Te quiero mucho, Beramendi. A ti y a todos los tuyos estoy muy agradecida.

Siguieron a esto palabras respetuosas de ambos cónyuges y un tímido murmullo de la niña. Doña Isabel, árbitra de los tópicos y giros de la conversación, la llevó a donde quiso, preguntando a los Marqueses por la educación de sus hijos, si eran aplicados, si adelantaban... Divagó María Ignacia; divagó también Felicianita, reseñando las prácticas de su colegio, y Fajardo, a quien la esposa echaba miradas terribles reconviniéndole por su silencio, habló con afectado calor de los sistemas educativos, concluyendo por ensalzar como más excelente el que se seguía y observaba con el Serenísimo   —146→   Príncipe don Alfonso. Por creerlo así, pensaba ponerle a Tinito un profesor de Religión y Moral que fundamentara en el corazón del niño la fe, las virtudes...

Contra lo que todos creyeron, doña Isabel no dio importancia a esta piadosa idea, o se había distraído pensando en cosas distantes. Algo habló en voz queda con María Ignacia, y en tanto el marido de esta se despachó a su gusto, soltando diques, no a la palabra, sino al pensamiento, en esta forma cruel: «Pobre Majestad, las ridiculeces de la etiqueta que han inventado los adornados caballeros palatinos para incomunicar a los Reyes con el sentimiento nacional, me obligan a no decirte la verdad. Ninguno de los que venimos a rendirte acatamiento te ofrecemos la verdad, porque te asustarías de oírla. Ni aun los que más entran en tu intimidad entran con la verdad. A tu intimidad llegan mintiendo, puesta la imaginación en sus provechos... Recibe, pues, bondadosa Isabel, el homenaje de mis doradas mentiras. Cuanto te he dicho esta tarde es una ofrenda de flores de trapo, únicas que se reciben en los regios altares... Tú, más que otros reyes inclinada a lo familiar y plebeyo, dejas que llegue a ti la verdad española en cosas externas, decorativas y verbales; pero en las cosas de carácter público no quieres más que la mentira, porque en ella estás educada, y falsedad es la misma capa religiosa, mejor dicho, velo transparente, con que quieres encubrir tus errores   —147→   políticos y no políticos, Reina descuidada y sin ventura».

Lo que se decían la Reina y María Ignacia llegaba muy apagado a los oídos de Beramendi. Más claramente percibía el murmullo de la conversación de los dos niños viendo y comentando las estampas, y el ruido de las luengas hojas de papel cuando la mano de Alfonso las volvía. Doña Isabel alzó la voz con esta frase: «María Ignacia, quiero darte la banda de María Luisa... No me perdonaré nunca no haberlo hecho antes. Ha sido un descuido... Soy muy descuidada, ¿verdad?». La Marquesa se deshizo en cumplidos y gratitudes, y Beramendi no tuvo más remedio que decir: «Señora, las bondades de Vuestra Majestad no tienen límite. ¿Cómo expresar a la graciosa Soberana nuestro agradecimiento?». Y mientras Isabel hablaba con Ignacia de otras mercedes para sus hijos, Beramendi soltó así el pensamiento: «Para nada nos hace falta ese cintajo... Lo tomamos, porque si tú admites nuestros homenajes mentirosos, de ti recibimos la mentira, o sea los signos de vanidad. Rey y pueblo nos engañamos recíprocamente, obsequiándonos con trapos pintados que parecen flores, y con honores pintados o escritos que parecen afectos».

Isabel decía: «Tengo que daros otro título, un titulito de Conde o Vizconde, que pueda lucir vuestro primogénito cuando llegue a la mayor edad...». María Ignacia no tuvo más remedio que coger el incensario y echar   —148→   sobre la Reina este humo espeso y oloroso: «Señora, Vuestra Majestad nos abruma con sus mercedes. ¿Qué hemos hecho nosotros para merecer tales honores?». También sahumó de lo lindo el Marqués, y su mujer añadió: «Nuestra Reina es la misma bondad. Por eso la quieren tanto los españoles...».

-¡Ah!, no, no -exclamó Isabel con dejo de melancolía-: ya no me quieren... ya no me quieren como me querían... y muchos me aborrecen... no por culpa mía, pues bien sabe Dios que yo no he cambiado en mi amor a los españoles... Pero las cosas han venido a esta tirantez... ¡qué sé yo!... por acaloramientos de unos y otros... ¿Verdad, Beramendi, que no tengo yo la culpa?

Y el agudo Fajardo saltó y dijo con exquisita ficción cortesana: «Ninguna parte tiene Vuestra Majestad en esta situación embrollada y penosa. Ello es obra de los hombres públicos, movidos siempre de la ambición, del egoísmo...».

-¿Crees que esto se despejará, que se calmarán las pasiones?

-¡Oh, Señora!, yo espero que el Gobierno irá confirmando su autoridad, y que los que están en rebeldía reconocerán su error...

-Eso me dicen todos, ya, ya... -indicó Isabel con ligera inflexión picaresca en sus labios, hechos al concepto maleante-. Veremos por dónde salimos. Yo confío siempre en Dios, que creo no me abandonará.

Y mientras las Reina, volviéndose a María Ignacia, desarrollaba la misma idea en forma   —149→   familiar, Beramendi le dirigió con el pensamiento estas graves razones: «No invoques el Dios verdadero mientras vivas prosternada ante el falso. Ese Dios tuyo, ese ídolo fabricado por la superstición y vestido con los trapos de la lisonja, este comodín de tu espiritualidad grosera, no vendrá en tu ayuda, porque no es Dios, ni nada. Te compadezco, Majestad ciega, dadivosa y destornillada. Los que tanto te amaron, ahora te compadecen... Has cometido la torpeza de convertir el amor de los españoles en lástima, cuando no en aborrecimiento. Yo reconozco tu bondad, tu ternura; mas no bastan esas prendas para regir a un pueblo... El pueblo español se ha cansado de esperar el fruto de ese árbol de tu bondad, que has entregado al fariseísmo para que lo cultive».

Y cuando Isabel, poniéndose en pie, señaló el término de la visita, y prodigaba sus afectos a María Ignacia y a la inocente Feliciana, Beramendi arrojó sobre la Majestad esta muda salutación de despedida: «Adiós, Reina Isabel. Has torcido tu sino. Empezaste a reinar con las caricias de todas las hadas benéficas, y esas hadas protectoras se te han convertido en diablos que te arrastran a la perdición... Como en tus oídos no sabe sonar la verdad, no puedo decirte que reinarás hasta que O'Donnell dé permiso a los Generales de la Unión para secundar los planes de Prim. ¡Pobre Reina!, ¿cómo decirte esto? Me tendrías por loco, me tendrías por rebelde y enemigo de tu persona,   —150→   y asustada correrías a pedir consuelo a tus diablos monjiles, y a la odiosa caterva que ha levantado un denso murallón entre Isabel II y el amor de España... Y al separar de tu nombre mis afectos, te digo: 'Adiós, mujer de York, la de los tristes destinos... Dios salve a tu descendencia, ya que a ti no te salve'».




ArribaAbajo- XVI -

Con refinadas etiquetas y besuqueo de manos, la noble familia se despidió de la Reina y del heredero de la Corona. Por el camino y en su casa comentaron los Marqueses la visita, mostrándose agradecidos (ella principalmente) a la bondad de la Señora, y un tanto dudosos (él más que ella) del valor de las bandas y títulos con que la graciosa Majestad les obsequiaba. Divagó risueña y con un poquito de vanidad María Ignacia, pensando y diciendo que le gustaría para Pepito el título de Conde de Monreal, nombre de la inmensa propiedad que en aquel lugar de Navarra poseían. A todo contestaba Fajardo afirmativamente; que nada era para él tan grato como acomodarse a las ideas y gustos de su buena esposa.

Con sus amigos, que nunca le faltaban; con la política y con los viajes aerostáticos de Confusio por los espacios de la Historia,   —151→   pasó Beramendi muy entretenido los primeros meses del 67. La reunión de las nuevas Cortes moderadas, con la servil reata ministerial que trajo González Bravo; la flamante Constitución interna, entremés político del mismo Maese González, y otras cosillas que diariamente surgían en el retablo de los acontecimientos, eran la sabrosa comidilla del vulgo. De la tal Constitución interna hizo Juanito una divertida parodia en verso libre, o libertino, que ahora no tiene cabida en estas páginas por la preferencia que es forzoso dar a un asunto más relacionado con la persona del amigo Fajardo... Pues sucedió que una mañana, cuando más descuidado estaba el hombre, vio aparecer una luctuosa, tétrica y suspirante señora, que al modo de fantasma penetró en el despacho. Cubríase la visión con un negro y tupido velo matizado de ala de mosca, y por entre las ajadas ropas salía, como de un féretro, una mano enguantada y tiesa.

«Señor Marqués, una madre desolada viene a solicitar su amparo...» y diciéndolo, levantó con solemne ademán el velo y mostró la faz dolorosa y marcadamente desnutrida de doña Manuela Pez.

«Siéntese usted, señora, y dígame...».

-No me niegue usted su amparo -dijo la triste dueña-. Mi tribulación sólo puede comprenderla usted, tan amante de la familia. Tengo una hija... usted la conoce... Teresa, corazón tierno, voluntad desgobernada, cabeza vacía de todo juicio. Es mi   —152→   única familia, el único bien que poseo, pues ningún otro me ha dejado poseer Dios... Todo Madrid sabe que hace siete meses mi dislocada hija se escapó de Arechavaleta, donde al arrimo estaba del difunto Marqués de la Sagra... que en aquellos días aún no era difunto... y arrebatada de su liviandad marchó a Francia con un bandido, con un salvaje que había conocido al ir con Prim desde Fuentidueña de Tajo a los montes de Toledo... Tan loca como Teresa fugada he vivido yo estos meses con el trajín de buscarla. Por fin, no ha muchos días he averiguado dónde se esconden los criminales, y también sé que el señor Marqués conoce a ese maldito Ibero y está con él en correspondencia. Por lo que más usted quiera, señor, facilíteme el medio de sorprenderles, trincarles bien trincados, y traerles acá bajo partida de registro.

Sorprendido Beramendi de tales cuentos, dijo a la enlutada que no sabía de Teresa ni del bandido, y que bien podía irse a otra parte con aquellas músicas. Mucho trabajo le costó aquel día sacudirse el pesado moscardón; pero al fin se fue Manolita sin obtener lo que deseaba, lamentándose de su mala suerte. Peor había de ser la del Marqués, porque pasados luengos días volvió a presentarse la dueña con la misma cancamurria, y de rodillas, tal como ante Don Quijote la Micomicona, pidió al caballero el auxilio de su fuerte brazo... «Porque usted tiene influencia con el Gobierno -le dijo   —153→   bañado en lágrimas el ya flácido rostro-, y puede conseguir que por la vía diplomática se pida la extradición de esos tunantes, y que vengan aquí atados codo con codo entre guardias civiles».

-¡Pero, señora, si dije a usted...! ¡Vaya, que no es floja monserga la que usted me trae!...

-Me ha dicho Sebo que el señor Marqués puede hacer que vengan acá reclamados por la autoridad militar, pues el Iberito es un conspirador tremendo. Como que él y Chaves están en la frontera tramando la caída de Isabel II... Y para que el señor Marqués se convenza de lo malos que son Teresa y su salvaje, sepa que no sólo conspiran, sino que ofenden y ultrajan a nuestra santa Religión con el culto a los ídolos que allá practican, sí, señor...

-La idolatría y el fetichismo son la más cómoda religión entre salvajes. Andarán por los bosques, comerán raíces y vestirán pintorescos taparrabos.

-No visten deshonestamente, según me han dicho. Entiendo yo que su traje se compone de una sábana blanca que les cubre todo el cuerpo, y llevan corona de ramaje en la cabeza, al modo de esos druidas que salen en la Norma. Mis noticias son que viven en un lugar montañoso cerca de San Juan de Pie de Puerto.

Sospechando que las historias contadas por la dueña no eran más que un encubrimiento artificioso de la necesidad que la tal   —154→   sufría, el Marqués le dijo: «Yo, señora, nada puedo hacer en ese negocio, y por tanto, le suplico que se retire y no vuelva más a mi casa con esa matraca. Si quiere usted aceptar cinco duros como indemnización por la soledad y estrechez en que la pone su hija, tómelos, y que Dios la ampare y la Virgen la consuele».

Tomó doña Manuela, no sin escrúpulos de su melindrosa dignidad, la moneda de oro, y salió con tiesura y oscilación de Dolorosa llevada en andas... Aunque algo había oído Beramendi de la fuga de Teresa, ignoraba que ella y el joven Ibero vivían allende el Pirineo en completa paz idílica, sin la menor nube que empañara el cielo de su ventura; que Teresa, lejos de manifestar cansancio, se afianzaba más cada día en el gusto de aquel vivir íntimo y pobre, sin más que lo preciso para la existencia material; que Ibero se maravillaba de verla tan constante en sus sentimientos, y que para los dos transcurrían los días dichosos sin que se les ocurriera cambiar de vida. Extraña cosa era que una mujer tan corrida y aventada como Teresa hubiese llegado a la condensación de sus afectos y a consagrar toda su alma a un solo hombre, sin pensar en nuevos cambios, estimando aquel amor y aquel vivir como reposo definitivo de la movilidad de su juventud. No era la juiciosa que se equivoca, sino la equivocada que rectifica, la fatigada que se sienta y se adormece en la tardía enmienda de sus errores.

  —155→  

No sabía tampoco Fajardo que Ibero había ido cayendo en una dulce pereza mental, a medida que el alma de la pecadora penetraba más en la suya. Primer síntoma de aquella pereza era un creciente olvido del ensoñado amor que le hizo caballero de una Dulcineíta lejana. La imagen de esta subsistía en la mente del galán, mas ya desvanecida, borrosa... El hombre vivía más en el presente que en el pasado azaroso y en el porvenir obscuro. Y es que el presente, cuando viene con fácil curso y libre de inquietudes, tiene una fuerza incontrastable. Es un constructor de vida que emplea los materiales más sólidos, desechando todo lo inconsistente, ilusorio y fantástico... Habíanse arreglado Santiago y Teresa con una honrada familia que les alojaba por poco dinero, y ellos con otro poco atendían a su sustento frugal. La pella traída de Bayona había de tener fin, aunque los amantes, con económicos estirones y arbitrios, trataban de alargarla. El tiempo corría, la existencia se prolongaba, y el metal de las monedas se deshacía de oro en plata, de plata en cobre, y de cobre en aire.

Para dilatar el agotamiento de la pequeña mina, Santiago trabajó en una industria. Existían en Itsatsou tornerías de boj movidas por saltos de agua. Una de estas era propiedad de Carlos Bidache, casero y patrón de la enamorada pareja. Empezó Ibero por pasar algunos ratos en el taller, viendo modelar al torno lindas piezas de aquel palo   —156→   duro y coherente como marfil, aros de servilletas, anillas de cortinas, peonzas, fichas de damas y ajedrez, y otras fruslerías graciosas. Al principio no hacía más que mirar; luego ayudaba; cogió al fin las herramientas. Su habilidad se manifestó tan pronto, que al poco tiempo le señalaron un franco de jornal... No tardó en ganar dos. De su trabajo salía satisfecho, y en el jardincito frontero al taller le esperaba Teresa con la patrona y amiga María Bidache. Gozosos volvían a casa los amantes, libres de cavilaciones extrañas a la dulce paz en que vivían.

Entre las cualidades anímicas de Ibero descollaba la sinceridad. Sus ojos negros, que constantemente cambiaban la luz interna con la luz del mundo, solían tomar la delantera a la palabra; su frente espaciosa, su varonil rostro, en que la belleza de líneas tan bien se avenía con el tostado color, hablaban para quien supiera entenderlos. Tanto como él sincero era Teresa perspicaz. El amor definitivo y sintético que ponía sello a su existencia, dábale prodigiosa facilidad para leer en los ojos y en la cara de Santiago como en el más claro libro. Algunas noches, antes o después de cenar, viéndole meditabundo, le decía: «Ya sé en lo que estás pensando. Piensas que este trabajo de la tornería, esto de hacer bagatelas y chirimbolos, no es para ti... Y te acuerdas del mar... de los barcos en que has navegado, de don Ramón Lagier... Todo aquello era   —157→   grande, y esto es para ti un país de juguetes... ¿Verdad que es eso lo que piensas?».

-Eso es -dijo Ibero, que abría su alma de par en par siempre que Teresa le mandaba que abriera-. Pero aunque piense en la mar y en don Ramón y en todo lo grande, debajo de este pensamiento, que es el humo, hay otros, Teresa, otros que son el fuego, el verdadero fuego de mi vida.

Dos noches después trasteaba Teresa en sus habitaciones, poniendo en los menesteres domésticos la donosura y gracia que de la vida regalada había traído a la vida pobre. En los trajines de cocina y del arreglito de la casa, sabía mantenerse siempre limpia, y evitar con arte supremo la grosería, la fealdad y el desmerecimiento de su persona. Santiago leía la Petite Gironde, que le daba Bidache para que se enterara de las cosas de España.

«Sé lo que piensas -le dijo Teresa-, antes y después de leer el periódico. Piensas en Prim... Quieres echar de tu pensamiento al grande hombre, y el grande hombre vuelve... Piensas en la conspiración, en si van y vienen... en el levantamiento, y en la pobre doña Isabel destronada».

-Verdad que pienso en lo que dices. No puede uno olvidar que es español. ¿Quién no desea para su patria un buen gobierno? Yo tengo patriotismo; me gusta ver desde aquí a los que ayudan al gran Prim en su obra...

Avanzaba ya el verano cuando los Bidaches,   —158→   que eran hijo y padre, ambos casados, determinaron trasladarse a Olorón, donde Carlos Bidache junior había tomado en arriendo una vieja marmolería y canteras para trabajarlas con los modernos medios industriales. Decidieron Ibero y Teresa seguir a sus patrones por el grande afecto que les tenían, y acaso porque la extracción y laboreo del mármol podría ofrecer a Santiago extenso campo de actividad. Resolvió entonces Teresa vender parte de sus alhajas; y al efecto, se fueron un día los dos a Bayona, encaminados por Bidache a un cambista de moneda y tratante en pedrería, hombre de rigurosa probidad que no había de engañarles. Era el tal emigrado realista, del tiempo de los Apostólicos, viejísimo ya, olvidado de la lengua española sin haber aprendido bien la francesa. Llamábase Chaviri, y vivía en Saint-Esprit con tres hijos habidos de una hebrea, ya difunta.

Recibidos por el marchante, regatearon el valor de las joyas. Chaviri, con un lenguaje de filología comparada, revoltijo de patois, vascuence, francés corrupto y español aljamiado, defendía su negocio; Santiago y Teresa miraban por lo suyo; al fin, visto que el apostólico judaizante no apretaba con exceso, se cerró trato. En la tienda de Saint-Esprit quedaron varios pendientes, alfileres de pecho, sortijas y otras menudencias, y los amantes cargaron con unos mil seiscientos francos en buena moneda. Aún le restaban a Teresa dos perlas magníficas y   —159→   algunos brillantes y esmeraldas que reservó para futuras contingencias.

Con la operación de venta y algunas compras, se les hizo tarde y tuvieron que quedarse en Bayona, hospedándose en la Providencia, donde se les apareció, como salido por escotillón, el gran Chaves, que muy gozoso de verles, informó a su amigo Ibero sotto voce de la nueva intentona que estaban preparando. El golpe se daría por la frontera de Aragón, y para ello contaban con los carabineros y con voluntarios mandados por sargentos y oficiales. «La cosa va de veras -decía-. El movimiento por el Pirineo aragonés está a cargo de Moriones, que operará en combinación con Pierrad y Baldrich, y es casi seguro que vendrá don Juan Prim a ponerse al frente. Si viene, ¡adiós, Isabel mía! En un par de jornadas nos plantaremos en Zaragoza. Y para que sea completo el sofoco que vamos a dar a la maldita Reacción, Contreras pasará el Pirineo por el Valle de Arán, y Bonet, Casanova y Gaminde por Lérida. ¡Adiós Madrid, adiós Camarilla y Narváez y Patrocinio de mi alma! De esta hecha seréis polvo».

No mostraba Ibero poco interés en los planes guerreros comunicados por Chaves. Creíalos razonables, prácticos, y de éxito seguro si en efecto venía Prim a infundir a todos su ardimiento. Lo mismo pensaba Teresa, que añadió esta sensata observación: «¡Que venga Prim, que venga! Si le hubierais tenido en Madrid el 22 de Junio, no   —160→   habríais salido con las manos en la cabeza, y sabe Dios lo que hoy sería nuestra triste España».

Viendo el revolucionario incansable la buena disposición del valiente joven, le incitó a coger de nuevo las armas por la causa santísima de la Libertad. Ocasión como aquella no debía desperdiciar un buen patriota. Si se decidía, irían juntos a ponerse al lado de Moriones. Insistente en sus manejos de catequista, dijo a Ibero que su amigo Muñiz había llegado a Bayona, haciendo el viaje de Madrid a la frontera disfrazado de cura. Muy pronto saldría para París a recibir y traer las órdenes del General. Si Santiago deseaba verle, le llevaría pronto al escondite de don Ricardo, que por burlar la vigilancia del Cónsul de España, se ocultaba en la casa de una tendera de telas (rue d'Espagne), donde también vivían agazapados Damato y Montemar. Excusose el otro, alegando la precisión de volverse al pueblo al romper el día. Mas el tentador Chaves, que con las alegres y soñadas glorias de la lucha por la Libertad quería inflamar el alma de Ibero, añadió estas razones: «Aquí tienes, dispuesto a ponerse en marcha conmigo y otros patriotas, a un sargento amigo y paisano tuyo, llamado Silvestre Quirós». Ni por estas se le comunicó a Santiago, al menos ostensiblemente, el entusiasmo del tentador, y se despidió para Itsatsou y Olorón, a donde trasladaría su residencia.

  —161→  

Prorrumpió Chaves en exclamaciones de regocijo, diciendo: «Pues nos veremos en Olorón, que de allí hemos de partir para el Pirineo, hijo... ¿Y dices que vais a vivir a la marmolería de Camus?... La conozco. Allí habitamos Moriones y yo una temporadita... Con que hasta luego, amigos míos, y digamos con el ángel: ¡Prim, Libertad!».

Partieron los tórtolos, y a los pocos días hallábanse establecidos en Olorón, junto a los industriosos Bidaches. Estos eran la paz, Chaves la guerra y las aventuras. Entablose una corta porfía, de la cual hablará Clío Familiar en las páginas siguientes, anotando además la repentina y admirable resolución de Teresa Villaescusa, que iba resultando mujer de altas ideas, de corazón tan grande como las gigantescas moles del cercano Pirineo.




ArribaAbajo- XVII -

La marmolería de Camus, donde se instalaron los prófugos, estaba en el arrabal de Sainte Marie, separado de la villa de Olorón por la torrentera de Aspe, que baja del Pirineo metiendo ruido y levantando espumas. El sitio era ameno; dábanle mayor encanto las casas risueñas y ajardinadas, las verdes campiñas próximas y el panorama espléndido de la cordillera, imponente   —162→   muro entre Francia y España. La serrería de mármoles, cuya restauración industrial emprendió Bidache hijo sin demora, ofrecía campo de actividad al buen Ibero, y este no dejó de ver en ella, desde los primeros instantes, una granjería provechosa para el porvenir. Pero no bien cumplida una semana de vivir Teresa y su amado en aquel apacible refugio, se apareció de nuevo el impetuoso Chaves, que, como serpiente del Paraíso, siguió tentando con promesas de gloria y otros halagos al fogoso Iberito. Y para reforzar su dialéctica, llevó una tarde a Silvestre Quirós, el amigo y paisano de Santiago. Aunque Silvestre había salido de España con los galones de sargento primero, en el ancho campo de la emigración era considerado ya como teniente o capitán (no se sabe con certeza), y se le daba el mando de una compañía mixta de contrabandistas y carabineros.

Resistía Santiago heroicamente la sugestión guerrera y patriótica de sus amigos, no porque dejara de prender en su alma el fuego que aquellos locos le transmitían arrojándole conceptos incendiarios, sino porque, firme en el amor de Teresa, pensaba que esta había de padecer cruelmente viéndole correr en pos del fantasma revolucionario. La separación, además, habría de ser para entrambos amarguísima. Hallándose, pues, una noche en estas luchas de su mente arrebatada y de su corazón amante, retirados ya los dos en su aposento después de cenar,   —163→   sobrevinieron estos memorables razonamientos que hizo Teresa con elevado y generoso espíritu:

«Muchas cosas he aprendido, Santiago, desde que rompí con aquella vida indigna para quererte a ti solo. El amor tuyo y esta paz en que vivimos, han despertado todo lo bueno que puso Dios en mí. Quiero decir que, por quererte tanto, ya no tengo más egoísmo que el del amor; pero fuera de esto, no apetezco otro bien que el tuyo, y todo cuanto poseo lo doy porque seas feliz, porque veas cumplidas tus aspiraciones... ¿Me vas entendiendo?... ¿Por qué me prendé yo de ti en aquellos caminos manchegos? Por lo que me contaste de tu ensoñamiento de cosas grandes desde que eras chiquito, por el afán que yo veía en ti de ayudar a los hombres valientes y de igualarte a ellos. Pues si por esto te amé y te amo, ¿no es un desatino que yo te estorbe para realizar lo que te pide tu carácter, tu corazón y tu natural todo? ¿No sería yo criminal si te amarrara para siempre a esta vida de menudencias, en la cual no puedes salir de la insignificancia, de la nulidad? Mucho he pensado en esto desde que hablamos con Chaves en Bayona. A fuerza de cavilar y cavilar, aquí tengo una idea que creo inspirada por Dios. Vas a saberla: la mejor prueba de amor que puedo dar a mi águila es soltarle las ataduras y decirle: 'Vete a tus espacios altos, águila mía, que aquí me quedo yo viéndote subir y esperando que vuelvas a mi lado'».

  —164→  

Suspenso y aturdido dejaron a Ibero estas declaraciones, que tan alto sentido de la vida entrañaban, y no supo por el pronto contestar más que con vaguedades y protestas de amorosa constancia.

«Creo todo lo que me dices -prosiguió Teresa- y es preciso que creas tú todo lo que a decirte voy. Prepárate porque oirás cosas de esas que causan miedo por demasiado sinceras... Yo soy, digo, yo he sido una mujer mala... una mujer perdida... o si esto te parece duro, una mujer sin juicio. Soy de esas que han nacido para una vida dividida en dos partes, una buena y otra mala; pero si lo común en las que nacen con ese sino es vivir primero la mitad buena y luego la mala (y en este caso se hallan muchas casadas), a mí me ha tocado el poner la mitad mala antes que la buena, y en esta estoy ahora... El cuento es que con mi pasado deshonroso no puedo echar sobre ti más que una sombra muy negra y muy mala. ¿Qué posición puedes tú alcanzar, ni qué honra ni qué provechos al lado de Teresa Villaescusa? Si de este rincón saliéramos para volver a Madrid, serías conmigo un hombre mal mirado de todo el mundo. ¿Y de tus padres, qué diré yo? Sin duda se avergonzarían de llamarte hijo. (Nuevas protestas de Santiago invocando la razón libre, la independencia moral y qué sé yo qué.) Ante eso, mi conciencia se subleva. La mujer mala se levanta, sacude el polvo que de los tiempos de su maldad aún pueda   —165→   quedarle encima, y dice: «Santiago mío, vete a mirar de cerca las grandezas de Prim o de Moriones; llégate a la fantasma, tócala: sabrás lo que hay en ella. No diré yo que no encuentres lo que buscas. ¿Quién sabe lo que Dios te tiene reservado? Ya salgas bien de tu nueva tentativa, ya salgas malamente, aquí me hallarás... a no ser que te quedes por allá o no quieras volver, en cuyo caso yo seguramente no habría de sobrevivir a mi soledad...».

Aún resistió Santiago, poniendo el amor por cima de la gloria y de toda ambición. Mas como Teresa repitiera su poderoso razonar, inspirado en la realidad de la vida, se rindió el hombre, y declaró que iría, sí, a probar nuevamente fortuna en la guerra sediciosa; pero lo hacía por obediencia a los deseos de su amada, y con firmísimo propósito de volver a su lado vencedor o vencido. Dijo Teresa que a tal prueba le sometía por deber de conciencia y por estímulo del amor mismo, el cual, también algo ambicioso, a su modo buscaba un poquito de grandeza... Y además de aquella prueba, a otra le sometería; mas como era tarde, pensaran en dormir, que tiempo habría de decir lo restante.

Durmió inquieto Santiago, y Teresa no pegó los ojos, pasando la mayor parte de la noche en monólogos ardientes, engarzados uno con otro, al modo de rosario, por el hilo de esta idea fija: «La otra prueba es más dura, es terrible; pero aunque en ello me   —166→   juegue yo la vida, a esa prueba voy. En esta segunda mitad de mi vida, que debiera ser mala y me ha salido buena, me he vuelto más lista que antes lo fui; tengo talento que ya lo quisieran las honradas a carta cabal, y un tesón y una entereza que ya, ya... Pues es preciso que esa ilusión vieja de Santiago por la tal Salomita se confirme o se desvanezca. O ella o yo... No quiero incertidumbres ni tonterías de si será o no será. Le diré a Santiago que en cuanto salga de su aventura bien o mal, se vaya a donde está esa niña zangolotina y la vea... y escoja entre ella y yo... Esas cositas del ideal y de la belleza soñada me ponen en una celera horrible. Quiero disipar esa nube y dejar bien limpio y claro el cielo mío... He averiguado que la niña pura está cerca de aquí, en un pueblo que llaman Lourdes... Por lo que de ella me han dicho, se me ha metido en la cabeza que es una desaborida, que no ha de gustar a Santiago cuando la vea y la trate más que la ha tratado y visto... Yo soy valiente; voy a la cabeza de las dificultades, estoque en mano, y el toro me mata a mí o yo le mato a él... Santiago mío, no quiero la menor duda entre nosotros. Antes que dudar, morir...».

De este delicado asunto y espinosa prueba habló a Ibero al siguiente día, con disgusto de él, que ya se iba acostumbrando a ver la estrella que llamó Polar apagándose gradualmente. Heroica y altanera, Teresita repitió la terrible fórmula antes que dudar   —167→   morir, añadiendo el lugar de residencia de la Dulcineíta, y requiriendo a Santiago a que de una vez despejase aquel misterio, cerciorándose de si el ídolo adorado en sueños era persona o muñeca. Con cierta repugnancia habló Santiago a Teresa de este asunto, y enérgicamente dijo que de las dos pruebas, sólo a la primera se sometía, y la otra debía ser de plano desechada como impertinente y peligrosa... Y volvieron Chaves y Quirós, y al saber que la parienta de Ibero le daba licencia para incorporarse a los expedicionarios, alegráronse lo indecible.

En aquellos días estaba Olorón lleno de emigrados, los más con nombre fingido y disfrazando como podían la condición y nacionalidad. De Burdeos había traído Chaves unos treinta, y otros procedían de Bayona, Mont de Marsan y Tarbes. Teresa, que era buena observadora, vio en Sainte Marie y en la villa caras conocidas, tipos de militares y de patriotería ciudadana, fisonomías vascas, figuras madrileñas. La presencia de policía y gendarmes venidos de Pau aventaron el enjambre, que se corrió hacia el Sur, esparciéndose en la enorme muralla Pirenaica. Llegó por fin la noche en que hubo de emprender Ibero el camino de su aventura. La despedida fue tiernísima, partiendo él con aflicción muda, quedando Teresa llorosa y abrumada de presentimientos.

Con Santiago salieron de Sainte Marie Chaves y el Pollero poco después de las diez   —168→   de la noche, y por trochas y veredas tomaron la orilla izquierda de la torrentera de Aspe, aguas arriba, en dirección Sur. No llevaban más que lo puesto y una muda de ropa ligera, en envoltorio a modo de mochila; faja donde guardaban el tabaco, la navaja y algún dinero; alpargatas, boina, y el corazón lleno de esperanzas. Anduvieron buen trecho silenciosos, y lejos ya del punto de partida, rompió Chaves con estas advertencias y explicaciones: «Iremos juntos hasta un sitio llamado Puente de Lescun. Allí encontraremos a Silvestre Quirós y a otros amigos, y nos separaremos en dos grupos. Yo iré en el que ha de seguir hasta Canfranc. Tú, Santiago, y tú, Isidro, iréis con Silvestre al Valle de Ansó, donde recogeréis la partida de escopeteros que allí se está organizando».

Algo faltaba que el ardiente revolucionario dejó para lo último, por ser lo más penoso y desagradable. «Amigos -dijo suspirando-, tengo que comunicaros una mala noticia. Don Juan Prim no viene, como nos habían prometido, pues se ha resuelto que vaya a Valencia, donde se dará otro golpe. Es un dolor; nos han jorobado; pero qué remedio... Nos mandará Moriones, que es de los que tienen los calzones bien puestos, y las ternillas en su sitio, y además conoce palmo a palmo los terrenos de Aragón. Ánimo y adelante». A cuerno quemado les supo la noticia a los dos patriotas; ambos recordaron el desastre de Madrid por la ausencia   —169→   de Prim, y Santiago refirió el de Valencia, donde las tropas se echaron atrás en el momento preciso, sin que la presencia del General valiera de nada.

Amanecía cuando llegaron a Pont de Lescun, y en una casa, que más bien parecía castillo en ruinas, encontraron a los amigos anunciados por Chaves. Reuniéronse allí unos catorce hombres, aragoneses en su mayoría, según declaraban la traza y el acento. Diez eran los que habían de seguir a Canfranc. Cuatro pasarían al Valle de Ansó a las órdenes de Silvestre, y guiados por un ansotano... Adiós, adiós. Un cantinero híbrido de baturro y francés les sirvió la mañana, y mejor bebidos que comidos, emprendieron la marcha los dos grupos, cada cual a su destino, por angostas veredas trazadas por el ligero pie de las cabras. Pero los vericuetos más riscosos e inaccesibles fueron los que acometió la partida gobernada por Silvestre Quirós, que había de franquear enormes desniveles hasta encaramarse en las estribaciones del Pico d'Anie, por donde buscaría el desfiladero que les abriera paso a la cuenca del Veral. Todo el día invirtieron aquellos infelices en escalar peñascos, vadear torrentes, gatear por céspedes resbaladizos o por lastras donde difícilmente podían asegurar el pie. Tras de una gran masa rocosa vencida, aparecía otra más imponente y adusta, y tras una temerosa angostura suspendida sobre el abismo, venía un cornisón que ladeados pasaban agarrándose   —170→   a los picos de la peña, o a los arbustos que en las grietas crecían. Ibero, que no creía existiese espectáculo más grandioso que el del mar, quedó absorto y aterrado ante la majestad de aquel mundo de las alturas, oleaje petrificado, imprecación que la tierra lanza contra el cielo, desesperada por no poder escalarlo.

El guía, cuyo vigor muscular se había educado en el contrabando, no conocía la fatiga. Los cinco expedicionarios sacaban fuerzas de flaqueza, y sometían piernas y pulmones a un inmenso trabajo. Pero en el constante ascender, la variedad de paisajes les sorprendía y a veces les anonadaba: a la salida de un pasadizo de rocas, bordearon un lago que dormía entre muros verdosos; luego vieron a sus pies el lugar de Lescun, y sobre sus cabezas unos picachos tan inclinados sobre la vertical, que al parecer bastaría que alguien tosiera o diese unas palmadas, para que se vinieran abajo con la nieve que en sus espaldas y en sus rebordes tenían... Los caminantes no podían ya con sus cuerpos. Pero el guía les arreaba, siempre risueño y zumbón, anunciándoles que pronto llegarían a su descanso. Por fin, en una revuelta del Puerto de Anie llegaron a una corta meseta, donde el guía, hundiendo en el suelo el regatón de su palo, les dijo alegre y triunfante: «Alto aquí, caballeros, tomen respiro, y echen una miradica para esa parte baja por donde se pone el sol».

El sol se ponía con esplendor de llamaradas   —171→   rojizas entre nubes, por la parte en que todas las masas de montes aparecían en descenso. Miraron los asendereados andantes, y vieron al término de la gran escalera de montañas un vacío, un azul plano, que les pareció un pedazo de cielo, desprendido por detrás del mundo visible. «Es el mar, el mar», gritaron los tres a una, quedando embelesados en la contemplación del sublime cuadro. Era el golfo de Gascuña; podían mirarlo a noventa kilómetros de distancia y desde una altura de dos mil metros. Ante el mar y la montaña, Ibero, silencioso, pensó que a la medida de aquellas grandezas debieran cortarse siempre los hechos humanos.




ArribaAbajo- XVIII -

Elegido por el ansotano un sitio para vivaquear, encendieron lumbre y a ella se arrimaron gozosos; que Agosto dejaba sentir en aquellas alturas su cruda frialdad. La noche fue alegre, amenizada por la fogata y una cena frugal. Con esto y una dormida breve, repararon sus fuerzas, y a la madrugada siguieron su camino por gargantas estrechas y ondulantes senderos con más bajadas que subidas. A las tres horas de camino oyeron un ujujú lejano, después otro más próximo. «No hay qué temer -dijo   —172→   el práctico-: son amigos», y soltó él una especie de relincho que repercutió en las solitarias hoces por donde caminaban. Al poco rato se les aparecieron tres hombres armados de escopetas. Eran montañeses de Hecho. Reconocidos por Quirós, se estrecharon las manos gritando: «¡Aragón... Libertad!».

Al cabo de otra larga caminata, vieron dos hombres que se alejaban traspasando una loma: eran carabineros franceses que se recogían a sus puestos. A la media hora, llegaron a una caseta, frente a la cual Silvestre Quirós se detuvo con cierta solemnidad, y descubriéndose dijo: «Señores, estamos en España». Isidro el Pollero, arrebatado de súbito entusiasmo, saludó el suelo de la patria con patadas vigorosas y estos desaforados gritos: «Aquí nos tienes, España; venimos a traerte la Libertad. Tómala (reforzando los pisotones), tómala por buenas o por malas». Poseído Ibero de emoción viva, callaba, y pisaba suavemente. Sus primeros pasos en España después de tan larga emigración eran mesurados, respetuosos, como si hollaran una superficie sensible.

A medida que avanzaban en la estrecha cuenca por donde corrían jugueteando las recién nacidas aguas del Veral, los senderos les ofrecían mejor andadura. A un lado y otro veían los ganados de Ansó pastando en las verdes praderas; veían cabañas, casitas pobres, menguados huertecillos entre peñas. El río crecía rápidamente, amamantado por   —173→   delgados arroyos que ondulando bajaban del monte; nutríase después de mayores caudales, y cuando ya por su crecimiento adquiría plenitud, lo apresaban para utilizar su juvenil pujanza en el meneo de las ruedas de molino.

Cerca ya de mediodía encontraron otros amigos contrabandistas; uniéronse a estos unos pastores, que sin abandonar su pacífica condición bucólica celebraron la bondad y justicia de la Causa (que sus entendimientos vagamente comprendían), y se dolieron de no poder auxiliarla con activo concurso. En prueba de solidaridad, convidaron a los forasteros y sus acompañantes a una calderada de oveja. Ardía ya el fuego entre las trébedes, ya estaba la res desollada. Aceptó galanamente Quirós en nombre de todos, y el festín fue placentero, sabroso, amenizado por la conversación y por los zaques que muy a punto llevaron los carabineros.

A todos conocía Quirós en el Valle, donde había vivido dos largos meses haciendo propaganda revolucionaria y reclutando prosélitos. Era uno de los más activos y despiertos agentes de Moriones. Su labia persuasiva, su arrogancia y despejo, le captaron la simpatía y la adhesión de la gente ansotana... Despedidos cordialmente de los generosos rústicos, siguieron adelante. Ibero, que todo lo observaba, vio parcelas recién segadas, otras por segar, con las doradas mieses ondulantes; vio plantíos de lino, de patatas, de legumbres, pocas viviendas, animales estacados   —174→   aquí y allí, algunos hombres, mujer ninguna... Sorprendíase de esta ausencia de las ansotanas, cuyo traje conocía por las llamadas chesas, que había visto vendiendo paquetes de hierbas en Rioja y en Madrid... Sus miradas vagaban de un lado a otro examinando la tierra y los hombres, y echando de menos el sexo femenino, cuando se ofrecieron a su vista los techos de pizarra y los negros muros de la Villa de Ansó. Como no era prudente que tantos hombres entrasen en cuadrilla, ordenó Silvestre que se dispersaran, para reunirse por la noche en puntos determinados. Entraron, pues, solos Quirós y Santiago, llevando detrás al Pollero y a un vecino de la Villa, de los más pudientes, llamado Garcijiménez, en cuya casa habían de alojarse el jefe y sus allegados.

Si en el campo sorprendió a Santiago la falta de mujeres, en la primera calle del pueblo fue grande su asombro al ver las escuetas figuras vestidas con la basquiña de paño verde, sin talle, suelta y airosa, marcando los pliegues rígidos desde el seno al borde de la falda. Al fin aparecían las chesas; mas eran tan tímidas, que al ver los forasteros corrían a esconderse de una puerta a otra. Luego, recelosas, miraban desde el zaguán obscuro; otras se asomaban a los cuadrados ventanuchos, que eran ojos y oídos por donde las recatadas viviendas percibían las imágenes y ruidos que del mundo externo llegaban a la Villa. Las calles de esta   —175→   permanecían en la franca libertad de afirmado y alineación que se les dio, siglos antes, cuando fueron abiertas: eran torrenteras secas en verano, o cauces pedregosos con islotes y pasaderas en invierno. Las casas de piedra ennegrecida por la humedad eran altas, adustas, remendadas de distintos revocos y chapuzas; en ellas se advertía la pobreza ceremoniosa. Atravesando de un callejón a otro hasta llegar a la Plaza, Ibero habló así a Quirós: «Dime, Silvestre, ¿estamos en el siglo XII?». Y el otro respondió: «Casas y mujeres, todo es aquí gótico, o como quien dice, de la Edad Media».

Pararon en una corta calle o pasadizo que daba a la plaza, y dentro de la casa de Garcijiménez, que era de las mejores de Ansó, aguardaban a Ibero mayores sorpresas. Allí vio de cerca a las ansotanas, y admiró su atavío medieval, que a todos los trajes de mujer conocidos supera en sencilla elegancia. Las dos hijas del dueño de la casa entraban y salían con herradas, transportando el agua de la fuente. Eran bonitas, delgadas, sutiles, y más las sutilizaba la basquiña verde de contados pliegues largos, que daban cierta reminiscencia ojival a los cuerpos enjutos. Vio las mangas cortadas en el hombro y codo, por donde salían buches de la camisa; vio el peinado, que consistía en torcer todo el pelo en una sola mata, envolviéndola con cinta roja: resultaba como una cuerda, que se arrollaba en la cabeza a modo de turbante. Sobre este ponían las muchachas   —176→   el pañuelo, que los días festivos era de seda de brillantes colores, y los diferentes modos de ponérselo y de anudarlo atrás o adelante indicaban el gusto personal de cada una, y a veces el estado de su ánimo. Los pendientes de filigrana, las cadenas y medallas que colgaban del cuello y que relucían sobre la camisa y el canesú de la basquiña, completaban la arcaica figura... traída de las tablas góticas o de las iluminadas vitelas a la realidad de nuestro siglo.

La distribución interior de la casa también fue motivo de sorpresa para Santiago. En la planta baja estaban los graneros; seguían más arriba, en un piso o en dos, las habitaciones de dormir, y en lo más alto el comedor y la cocina. Esta, bien pavimentada de grandes lastras pizarrosas, tenía poyos alrededor del hogar, y ancha campana para expeler los humos al aire. La mujer o señora de Garcijiménez, asistida de sus hijas y criadas, hacía la comida, que mientras allí estuvieron los huéspedes fue brutalmente opípara y abundante. Dos veces al día les atracaban de ternesco, gallinas asadas, truchas corpulentas del Veral, todo ello estimulado por el ajilimójili, y sin que cesaran las rondas de vino. Otra sorpresa de los forasteros: que sólo los hombres se sentaban a la mesa en la pieza que hacía de comedor, y eran servidos por las muchachas. Estas y la madre y todo el mujerío comían en la cocina. La superioridad feudal del hombre era, como el atavío mujeril, remembranza   —177→   gótica en aquellas escondidas tierras aragonesas.

Llamábase Garcijiménez a sí propio el contrabandista más honrado. La lucha con el Fisco era, en su conciencia, una industria lícita, y el Fisco un detentador de los derechos del pueblo; además, en todos los tratos no relacionados con las Aduanas y el Resguardo, su probidad no tenía la menor tacha. En Ansó le conceptuaban rico: poseía tierras y ganados, y en las Cinco Villas había colocado algún dinero en préstamos con hipoteca. Si en su cabeza dura germinó la semilla revolucionaria, no fue sólo por el ardor irreflexivo que tales ideas despertaban, sino porque honradamente creía que toda aquella música de Prim, Libertad, había de favorecer la fácil introducción de mulas y muletos, su más pingüe negocio.

En la casa de este honrado vividor quedaron afiliados unos cuarenta hombres, entre paisanos y carabineros. Viéronse allí unidos contra el despotismo político los que, según las leyes del despotismo fiscal, eran enemigos acérrimos. Dispuso Quirós que saliesen en grupos de dos o tres, recorriendo la Hoz, río abajo, hasta la Canal de Berdun. En la Pardina y en Biniés recogerían las armas los que no las tenían, reuniéndose todos en Javierregay, donde encontrarían de seguro órdenes de Moriones. El grueso de los sublevados, que no bajaba de setecientos individuos, estaría probablemente entre Jaca y Berdun. O mucho se equivocaba   —178→   Silvestre, o el plan de Moriones era invadir con rápido avance las Cinco Villas de Aragón. Hablaba el sargento con todo el aplomo y gravedad de un general de división, y con atenta fe le oían aquellos inocentes y alucinados hombres.

Emprendieron, pues, la marcha al amanecer de un claro día por los escarpados montes de la orilla derecha del Veral. Ibero, inseparable de Quirós, llegó con este y otros tres a la Pardina, donde comieron y se proveyeron de armas; pasaron la Hoz por una elevada cornisa de piedra que iba ondulando al son del río, y contemplaban desde vertiginosa altura la cristalina corriente, en la cual se distinguían las enormes truchas, dueñas de su elemento en aquella región abrupta y solitaria. Reuniéronse al día siguiente en Biniés unos cincuenta hombres a la sombra de un gigantesco y seculoso nogal que en aquella tierra existe, decano de los nogales españoles, y uno de los más nobles, venerables y opulentos árboles que los siglos han perpetuado en el mundo. De Biniés partieron para Javierregay, donde ya eran sesenta y pico, y allí les salió al encuentro un emisario de Moriones. Llamábase Miranda, y era sargento de Artillería de los que escaparon el 22 de Junio. El tal les transmitió la orden de que marcharan en dirección de la Sierra de Marcuello, donde se unirían a las fuerzas de Moriones y Pierrad.

Andando en el rumbo indicado, les contó   —179→   el sargento Miranda que Moriones había empleado los medios de guerra más enérgicos para llevar a su campo a todos los carabineros de las Comandancias que prestaban servicio en aquella parte del Pirineo. Fácilmente consiguió la incorporación de muchos números; pero con la oficialidad no fue tan afortunado: algún teniente, algún capitán perecieron en esta brega, y otros escaparon a Francia. Con este ten con ten reunió don Domingo como unos cuatrocientos carabineros.

Conviene apuntar aquí que a la salida de Javierregay el sagaz contrabandista Garcijiménez pidió permiso al jefe para ir a Tiermas a traer veinte hombres que allí tenía dispuestos. Partió con esta encomienda el cuco ansotano, llevándose al Pollero en clase de ayudante, y a ninguno de los dos se le volvió a ver más... Traspasaron los expedicionarios el riscoso laberinto en cuyo seno está San Juan de la Peña, cuna gloriosa de la nacionalidad aragonesa; descendieron al valle del Gállego, vadearon este río, y siguiendo por terreno quebrado, amanecieron en un pueblo llamado Linás, donde estaban Pierrad y Moriones. Acomodáronse allí lo mejor que se pudo. La pobreza del lugar apenas les brindaba lo preciso para sustentarse miserablemente, y la precipitación fatal de los sucesos no les dio tiempo para el descanso. Antes de mediodía se supo que venían contra los sublevados tropas del Gobierno. Pierrad y Moriones deliberaron en   —180→   medio de la plaza, y se convino en que este dirigiría la acción, quedándose el General con su gente, como cuerpo de reserva, detrás del pueblo, a la falda de las colinas circundantes.

Un segundo espía patriota llegó a Linás a uña de caballo; trajo la noticia de que venía el General Manso de Zúñiga con Cazadores de Ciudad Rodrigo, una sección de Caballería y buen golpe de Guardias civiles. Como en estas exaltaciones del espíritu político en guerra la mente popular propende a las formas pintorescas, el emisario venido de Huesca terminó su mensaje con esta pincelada de colorido africano: «Al salir para acá, Manso de Zúñiga ha dicho que volvería con la cabeza de Moriones atada a la cola de su caballo».