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ArribaAbajo- XXVIII -

-Hombre, ya... ya recuerdo. ¿Cómo tú aquí?

-Se lo contaré... Debo la felicidad de estar a bordo, cerca de Prim y de usted, a los señores Blanco Hermanos, que me han favorecido... Para mí no hay mayor gloria que servir a la Causa... A donde vaya Prim voy yo. Denme ustedes ocasión de hacer algo, por poco que sea, en provecho de esa gran idea...

-Bien, hijo, bien. Tú pitarás, tú pitarás. Arrimémonos a la borda, donde estaremos más aislados para charlar un poco. Cuéntame: Clavería me dijo que estuviste preso...

-Sí, señor... Pinché a un irlandés renegado que habló mal de los españoles... Fue un pronto que tuve. No pude contenerme. ¡Quince días de aburrimiento, de congoja... y sin saber lo que sería de mí! El trato de la prisión no era malo. Me daban bien de comer, y me permitían escribir a mi mujer y recibir las cartas de ella.

-¡Tu mujer! -exclamó Sagasta riendo-. ¿Pero eres tú casado?

-Casado precisamente, no. Pero para mí y para ella es lo mismo. Somos felices.

Agradeció Ibero la benevolencia de Sagasta, que escuchaba risueño. Con el mismo   —283→   regocijo había escuchado el señor Santa María la picaresca historia de su dependiente. «Le contaré -dijo Santiago- cómo he podido colarme en este vapor. Al verme preso, escribí a mi principal y este repitió a los señores Blanco la recomendación de mi persona, rogándoles que hicieran por devolverme la libertad... Don Jaime Blanco, que es el más joven de la casa, nieto del viejecito don Félix, me tomó afición; fue a visitarme en la cárcel dos o tres veces... le conté mi historia... También se reía... Cuando me vi libre, dije a mis favorecedores que mi mayor gusto sería embarcarme en el vapor que llevase a España al General Prim. El día 10 supieron los Blancos que don Juan embarcaría en el Delta. Y vea usted por dónde la Providencia me favoreció, colmando por el momento todas mis ambiciones. Un día, explicándole yo a don Jaime Blanco por quinta vez mis manías patrióticas, me dijo lo mismo que usted hace un rato: Tú pitarás. Y he pitado y pito, porque don Jaime está casado con la hija del proveedor de la Mala Real Inglesa, un Mister Prescott que tiene a su cargo el servicio de fondas de todos los vapores de la Compañía, y el personal de mayordomos, despenseros, camareros y limpia-platos... ¿Verdad que he tenido suerte? Todavía me parece sueño... Esta mañana le serví a usted el café, señor don Práxedes, y no me conoció...».

-Hay poca claridad en la cámara -dijo Sagasta, recogiendo su sonrisa y poniendo   —284→   en su rostro ligera expresión de severidad-. Esa travesura que me cuentas, el colarte aquí para ir a Gibraltar con nosotros, podría tener, a pesar tuyo, algún inconveniente... Ese proveedor de los vapores, a quien debes tu colocación, ¿sabía que Prim embarcaba en el Delta?

-No, señor: nadie más que don Jaime Blanco lo sabía. Mister Prescott me admitió como ayudante de camarero, hasta Gibraltar nada más, por estas razones que le dio don Jaime: que yo servía en un barco español naufragado en Bristol; que tengo mi familia en Algeciras: que carezco de recursos para volver a mi país. Esto y más le dijo... pero nada de Prim ni de política.

Sin darse por convencido absolutamente, inclinábase don Práxedes a recibir por buenas las razones del riojano y a creer en su lealtad. No dio a Ibero formal promesa de apoyarle en su pretensión de ser incorporado a los acompañantes de Prim; pero le ofreció consultar el caso y darle respuesta definitiva antes de llegar a Gibraltar. Separáronse después de esto, pues su conversación era ya demasiado larga, y Sagasta se volvió a su litera, de donde ya no salió en todo el día.

En el siguiente, navegando a lo largo de la costa de Portugal, Ibero se dio a conocer a Ruiz Zorrilla, dentro de la cámara, aprovechando una ocasión en que nadie podía escucharles. Don Manuel recordó la fisonomía del joven emigrado, y los encomios que   —285→   de su ardimiento y fidelidad a la Causa le había hecho por escrito Santa María. No fue preciso más para que se estableciera entre ambos revolucionarios, el grande y el chico, una corriente de simpatía y confianza. «Aunque contamos con la Marina -dijo don Manuel en el tono sigiloso que era ya un hábito por el largo ejercicio de la conspiración-, yo me mantengo reservado... Si me preguntan por qué desconfío, contestaré que estas cosas no pueden razonarse. En los Cuerpos armados hay muchos liberales de buena fe, que en los acaloramientos del patriotismo prometen lo que después, en las frialdades de la ordenanza, se queda sin cumplir... Sabemos que el mes pasado estuvo la Zaragoza en Lequeitio; que la Reina, con la mar picada, fue a visitar el barco... Doña Isabel no se marea nunca: lo que hace es marearnos a todos... Pues a bordo de la Zaragoza la obsequiaron los señores marinos, y el bravo Malcampo le rindió los homenajes de ritual... ¿Quedó Malcampo, después de la visita regia, en la misma disposición que tenía antes de ir a Lequeitio?... Te advierto que Topete, Malcampo y Prim apenas se han tratado. Pronto hemos de ver lo que de esto resulta... Entiendo que mañana llegaremos a Gibraltar... Tú, si no te doy órdenes en contrario, te arrimas a mí, como si fueras criado mío, y trasbordaremos a una lancha, a otro vapor... todavía no lo sé... Aún estamos en la esfera de lo desconocido, de lo dudoso... ¿Cuándo entraremos   —286→   en lo cierto?». Suspiró, y llamado por Denis, se fue al camarote de Prim.

Un ratito de palique tuvo Ibero con el bondadoso franchute, criado del General. Oyéndole hablar español, quiso Denis meterle los dedos en la boca para que vomitase su nombre, condición y lo demás que al parecer ocultaba; pero Santiago no se dio a partido, y supo hacer la comedia de que ignoraba la jerarquía y calidad de los pasajeros a quienes servía. El de Reus continuaba invisible... El tiempo empezó a ponerse fosco a la altura de Lisboa, y cuando el Delta, al atardecer del 15, asomaba las narices al Cabo de San Vicente, recibió la bofetada de un levante frescachón, que fue aumentando en violencia cuanto más se aproximaba el vapor a la boca occidental del Estrecho. Con balances molestísimos para todo el pasaje llegó a la bahía de Gibraltar en la mañana del 16... Al punto atracaron multitud de botes y lanchas. Entraban los de Sanidad y la Policía del puerto; salían pasajeros que habían terminado su viaje; invadían el vapor mercaderes de fruta, chamarileros, ganchos de fondas. En la gran confusión de cubierta, vio Ibero a don Juan Prim con traje usual de paisano, despidiéndose de los Condes de Bark; vio a Sagasta y Zorrilla, y a este se arrimó, aliviando a los dos de las maletas que cargaban.

Vestido aún de la chaqueta azul de camarero, Santiago se abrió paso, a codazo limpio, entre la densa multitud... Llegó a verse   —287→   muy cerca de Prim, a quien expresivamente saludaron dos señores que acababan de subir a bordo: en uno de ellos, alto, picado de viruelas y con gafas ahumadas, reconoció a don José Paúl y Angulo; al otro no conocía: después supo que era el Coronel Merelo... Con trabajo llegó Ibero a la escala: delante de él iba Denis, agobiado de diferentes bultos. Al fin pusieron el pie en una lancha; vio a Zorrilla y Sagasta que pasaban de una embarcación a otra... El General, Paúl y tres más acomodáronse en un bote con dos remeros. Un hombre que empuñaba la caña del timón hizo señas a Sagasta, indicándole una lancha con toldo, tripulada por cuatro hombres... Hacia allá fueron saltando de borda en borda. Al fin, en la confusión se iniciaba un orden relativo... Entre tantas voces, una enérgica frase dispuso la salida del bote y la lancha bogando en dirección determinada... Iban con rumbo contrario al muelle; se aproximaron a un vapor, cuyo nombre, pintado en la aleta de estribo, leyó Ibero Alegría-Cádiz.

Sin duda, aquel era el barco que debía conducir a Cádiz al General y a sus amigos... Notó Ibero gozoso que Denis le miraba risueño; además, al encaramarse en la escala, le confió parte de los bultos que llevaba, encargándole mucho cuidado. Uno de estos era un lío como de bastones o paraguas enfundados. Por la forma de algún objeto, comprendió Santiago que iba allí la espada de los Castillejos. ¡Adelante, arriba!   —288→   Sobre cubierta, mientras Prim y sus amigos desaparecían en la cámara, Ibero y el francés cuidaron de reunir, junto al mamparo más próximo, el equipaje del General, las maletas de Zorrilla y Sagasta, añadiendo las de los criados... Y cuando los marineros del Alegría trataban de bajar todo a la cámara, salió de esta Zorrilla y les dijo: «Dejen eso aquí, pues es fácil que hagamos otro trasbordo».

En tanto, Denis seguía tratando a Ibero como de la casa. Sin duda don Manuel había garantizado la fidelidad del mozo riojano, llevándolo a su servicio, que era como ir al servicio de Prim. En la cámara celebraban animada conferencia el General y sus amigos con los que de Cádiz habían venido en el Alegría: don José Paúl, el Coronel Merelo y un paisano llamado La Rosa. Ni Denis ni Santiago pudieron enterarse de lo que allí se trató: tal vez el criado francés, que repetidas veces entró en la cámara, pudo coger al vuelo alguna frase reveladora del sentido de la conferencia; mas al salir nada dejó entender a su compañero. Ignoraba, pues, Santiago que los jefes de la Escuadra hacían saber a Prim, por conducto de aquellos tres señores comisionados al efecto, que no debía presentarse en Cádiz, ni personarse a bordo de la Zaragoza, hasta que llegasen de Canarias los Generales unionistas, que había de traer el Capitán Lagier en el Buenaventura. Ya sabía Ibero por un marinero del Alegría, harto comunicativo   —289→   y charlatán, que el Buenaventura había salido de Cádiz el 8, llevando de sobrecargo a don Adelardo Ayala... Estaría de vuelta sobre el 18 o el 19, salvo impedimento de mar, o dificultades para el embarque de los Generales en las costas del Archipiélago.

La discusión fue muy animada en la cámara del Alegría. Por conducto de los comisionados, Topete y Malcampo decían a Prim que se detuviera en Gibraltar. La Escuadra no debía, según ellos, dar el grito, mientras no estuvieran reunidas en Cádiz todas las espadas revolucionarias. No se conformaba con esto el impetuoso General. Con poderes de este, el Capitán Lagier, al partir para Canarias, había convenido con Topete en que la Escuadra recibiría a su bordo al primero de los caudillos que llegase, efectuando sin dilación el pronunciamiento. Faltaba, pues, Topete a un compromiso por él contraído, y además ponía en grave peligro el éxito de la sublevación dilatándola indefinidamente, pues no era posible determinar cuándo recalaría el Buenaventura, ni había seguridad absoluta de que trajese a los Generales. Los mismos que eran mensajeros de la Marina opinaban contra la excesiva precaución de Malcampo y Topete. Se corría el riesgo de que la goleta Ligera llegase de Málaga de un momento a otro, y no se había contado aún para la revolución con el comandante de aquel barco de guerra... Hallábanse, además, el General   —290→   y sus amigos expuestos a una desagradable visita de la policía inglesa.

El más fogoso, inquieto y levantisco de los comisionados, don José Paúl y Angulo, no sólo se mostró contrario a la cuestión de etiqueta planteada por los jefes de la Marina, sino que propuso al General desatender resueltamente la indicación de aquellos. Y como se recelaba que el viaje en el vapor Alegría había de ser peligroso a la salida de Gibraltar, y más aún al entrar en la bahía de Cádiz, él y su hermano don Francisco habían dispuesto que el General y sus amigos embarcasen en otro vapor. Al efecto, entraron en negociaciones con un rico comerciante de Gibraltar, Mr. Bland, grande admirador de Prim y entusiasta por la revolución española. Este les facilitaba un remolcador del puerto, embarcación ligera y de buena marcha, que les llevaría, como un discreto contrabando, a Cádiz y al costado de la Zaragoza. Prim, que nunca fue tardo ni vacilante en sus resoluciones, dijo: «Vámonos, y sea lo que Dios quiera».

A poco de esto, llegó a bordo el mismo Bland, dueño del barco, y de lo que allí deliberaron resultó el acuerdo de salir en el remolcador durante la noche. El Alegría saldría como de costumbre, siguiendo, para no infundir sospechas, su derrota ordinaria de Gibraltar a Cádiz con escala en Tánger. En el curso del día variaron los pareceres sobre si todos irían en el Adelie, o sólo el General con Sagasta y Zorrilla.   —291→   Por fin se decidió que con Prim irían tan sólo los amigos que le habían acompañado en el Delta, y además Paúl y Denis. No quedó poco desconsolado Santiago Ibero cuando Zorrilla le notificó que no embarcaría en el remolcador. Adverso se le mostraba el Destino en aquel punto, pues su ilusión más viva era ir junto al gran caudillo y los dos paisanos que casi actuaban ya como ministros de la Causa. Y aun la separación del buen Denis le causaba pena, pues con un corto trato ya le estimaba y tenía por amigo. Se acordó, por último, dejar los equipajes en el Alegría, donde era más fácil ocultarlos en caso de que algún buque guarda-costas intentara reconocimiento.

En resolución, a la madrugada zarpó el Adelie con las personas indicadas, cuatro marineros y un piloto. Con diferencia de pocas horas, hizo lo propio el Alegría. El Levante, que ya les zarandeaba en la bahía de Gibraltar, en cuanto rebasaron de Punta Carnero, se les mostró terrible enemigo, con furioso viento y mar gruesa de costado. Entre Tarifa y Trafalgar el Adelie luchó como león marino con los refuelles del Estrecho, moderando su andar y manteniendo el rumbo como podía. En el horroroso cuneo, sus tambores iban alternativamente al cielo y al abismo. Cuando la embarcación se hallaba en la cresta de la ola, las ruedas pataleaban en el aire, y al caer en la sima de agua, creyérase que el barco y sus valientes tripulantes y la revolución española, se colaban   —292→   juntos hechos una pelota en las profundidades del mar.

En esta situación, amaneció el 17 de Septiembre. El mismo día, entre nueve y diez de la noche, hallándose la Zaragoza fondeada en Puntales, los oficiales de la fragata jugaban tranquilamente al tresillo. De improviso se presentó a bordo el segundo Comandante don Francisco Castellanos, y al poco tiempo llegó don Rafael Malcampo, primer Comandante. Como solían dormir en tierra, la presencia de los dos jefes fue motivo de sorpresa en la oficialidad y en toda la tripulación. Sobre las cartas del juego interrumpido flotaron retazos de comentarios sigilosos. Alguien apuntó por lo bajo el esperado arribo de un vapor que vendría de Canarias. En estas incertidumbres y conjeturas había pasado media hora larga, cuando los oficiales sintieron que otro bote requería la escala. ¿Quién venía? El brigadier don Juan Topete, capitán del Puerto de Cádiz. Ya no quedaba duda de que un acontecimiento extraordinario estaba próximo. En el portalón recibieron los dos comandantes a Topete, el cual, malhumorado, les dijo: «Ríñanme; vengo con retraso». Y sin hablar más, metiéronse los tres en la cámara del Comandante.

La causa de la tardanza del valiente Comandante de la Blanca en el Callao, se conoce en Cádiz por una tradición perpetuada de boca en boca. Cuentan que la señora de Topete, tan virtuosa como amante de su   —293→   marido, no gustaba de que este anduviese en trapisondas revolucionarias. Don Juan, que estaba muy atrasado de sueño, echose en la cama a prima noche, encargando al cabo de mar que a determinada hora le llamase tirando fuertemente de la campanilla. Sospechó sin duda la dama que el ir a bordo tan a deshora no era para cosa buena, y envolvió en trapos el badajo de la campana, para que la vibración del metal no pudiese llegar a los oídos del durmiente. La impaciencia del cabo deshizo el femenino ardid: cansado el hombre de tirar del cordón, llamó a puñetazos con tanta furia, que poco le faltó para echar abajo la puerta. Gracias a esto despertó el buen Topete y pudo acudir a su puesto, aunque con bastante retraso.

A poco de reunirse en la cámara los jefes de la Zaragoza y el Capitán del Puerto, llamaron a la oficialidad. Topete, con palabra difícil, les dijo que el oprobio arrojado por el Gobierno sobre la Marina, ponía fatalmente a esta... en el duro trance... de quebrantar la disciplina... Era cuestión de dignidad... cuestión de honra... Guerrero de voluntad maciza, navegante de grande acción y palabra seca, Topete no conocía más vocabulario que el de la lealtad; no encontraba las voces con que se ha de expresar lo contrario de aquella virtud, algo que también es respetable, pues hay sin fin de virtudes que los hombres practican conforme al mandato de las circunstancias. En su auxilio fue Malcampo que dijo: «La Marina no puede   —294→   ser indiferente a los males de la Nación; la Marina es un organismo nacional... ha recibido de los últimos ministros del ramo desaires sin cuento, humillaciones...». Con estas y otras vagas formulillas, salieron al fin del paso los dos Comandantes, y terminaron diciendo a sus subordinados que si alguno se sentía desconforme con el pronunciamiento de la Marina, a tiempo estaba para retirarse a su casa. Un oficial se permitió suplicar a los jefes que fijaran el punto hasta donde había de llegar la Marina en su protesta o rebelión, pues no resultaba esto bien claro. Volvió a tomar la palabra Topete para decir, con rudeza premiosa, que la Marina no iba contra el Trono... el Trono ¡ah!, sería respetado... Se aspiraba no más que a un cambio de Gobierno, a un cambio radical de política... Con las explicaciones de unos y otros, prolongose un rato la conferencia, y estando aún reunidos todos en la cámara, sonaron fuertes voces fuera del barco...

Las voces decían: «¿Es esta la Zaragoza?... ¡Zaragoza, un bote; pronto... echarnos un bote!».

Acudieron todos a la borda; en la obscuridad de la noche distinguieron el bulto de una embarcación no muy grande. Malcampo reconoció el remolcador de Bland, y ordenó al instante que acudiese un bote a los que llamaban con tanto apremio. Momentos después, el bote atracaba a la escala, y por esta subía don Juan Prim, seguido de sus compañeros.

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«Creí que no llegábamos nunca -dijo Prim al estrechar la mano de Topete y Malcampo-. Viaje malísimo... muertos de hambre».




ArribaAbajo- XXIX -

Al poner el pie en la cubierta de la Zaragoza, Prim no disimuló su júbilo. Topete y Malcampo, guardando al General la debida cortesía, permanecieron un rato vacilantes y cortados, sin encontrar en su pensamiento la fórmula de las congratulaciones para casos como aquel, más frecuentes en las comedias que en la vida. No esperaban a Prim tan pronto; esperaban a los Generales traídos de su destierro de Canarias. Cambiado por el acaso, por lo que fuera, el orden de las cosas, se les desconcertaban las ideas y hasta el vocabulario. No podían decir a uno lo que cada cual llevaba preparado en su caletre para decirlo a otros... Creyérase que el inesperado huésped entraba en la fragata como un golpe de mar, alterando por un momento la estabilidad... de los perplejos tripulantes.

Reunidos marinos y paisanos en la cámara del Comandante, antes de meterse en deliberaciones se acudió a reparar las fuerzas de los que llegaban de una travesía penosa y sin víveres. Como nada se había preparado   —296→   a bordo, la cena de Prim y los suyos fue modestísima y fiambre. Naturalmente, al compás del comer, la conversación animada y picante, en términos de franca amistad, fue sacando de cada alma pensares y sentires que, si en algunos puntos disentían, en otros admirablemente concordaban. Con pie de gato asustadizo pasaron sobre las ascuas del candidato al Trono, en el caso de que este quedase vacante. La infantil ingenuidad de Topete y su palabra marinera y balbuciente, podían poco cruzándose con la convicción ardorosa y la palabra de acero de Prim; menos podían aún frente a la esgrima de un polemista tan experimentado como Sagasta. La idea de remitir la espinosa cuestión dinástica al supremo criterio de la Soberanía Nacional, acogiéndose a la socorrida receta de Espartero, iba penetrando en el ánimo de los marinos, que así se encontraban con un buen emoliente que aplicar a sus escrúpulos y escozores de conciencia.

Discutiendo con noble sinceridad, se llegó a declarar que si los males y humillaciones de la Marina eran graves, mayor gravedad tenía el oprobio de la Patria, y que la Marina empequeñecería su protesta si la encerraba en los cortos límites del espíritu de Cuerpo. La Marina, como el Ejército, tomaría el nombre de España, envilecida ante las naciones por la Corte y la infame camarilla. Los soldados de mar y de tierra, como todo el país, sentían su rostro enrojecido por los ultrajes que a la Nación española inferían los   —297→   que más obligados estaban a mirar por su honra. Ejército y Armada, unidos al Pueblo, habían de salir a la defensa de la Madre común, escarnecida públicamente y arrastrada por el fango... De esta discusión, que Prim, Sagasta y Zorrilla caldearon hasta el rojo, salió el acuerdo de que la Escuadra se pronunciara al día siguiente a las doce. De ningún modo debía esperarse a los Generales, no sólo porque era insegura la fecha de su llegada, sino porque la efervescencia que reinaba en Cádiz exigía que no se dilatara el arranque inicial... La revolución llenaba el ambiente y movía todas las almas; la misma autoridad, azorada y melancólica, sintiéndose impotente contra ella, a punto estaba de dar el breve paso que separa el contra del pro. Detener el pronunciamiento un día más, una hora, era exponerse a que cualquier inesperado suceso, una regresión, una falsa noticia, una voz en el aire, una china en el sendero, dieran con todo al traste. ¡Volver a empezar!, ¡qué horror! Las vidas se agotaban, las voluntades rebeldes habían llegado a su máxima tensión, y ya... o reventar o vencer.

Penetrados de tales ideas y dispuestos a ejecutarlas, requirieron los caballeros de la Libertad un corto descanso; que ya, desde la última palabra del discutir hasta la primera claridad del amanecer, poco tiempo había de pasar. El más tardo en recogerse fue Sagasta, que en un corro de oficiales estuvo charlando hasta la salida del sol. Encendidas   —298→   las calderas desde la madrugada, el 18, después de las faenas matutinas, se dieron órdenes para que la Escuadra dejara el fondeadero de Puntales y se aproximase a la ciudad, colocándose frente a la batería de San Felipe. Era para don Juan Prim contrariedad molesta la falta de uniforme; pero como todo tiene remedio en este mundo menos la muerte, él mismo discurrió un ingenioso arbitrio para ostentar las insignias elementales de su jerarquía militar. Mandó que con lanilla roja de banderas le hicieran una faja; se la puso, y en verdad que una vez ceñida al cuerpo y vista de lejos, todo el mundo la diputara por legítima y noble seda. Para cubrirse, tomó la gorra del oficial de Marina cuyas medidas de cabeza correspondían a las de la suya. Tocó este honor a la cabeza del ilustrado oficial don Camilo Arana. Véase cómo un gran suceso de la Historia contemporánea fue precedido de incidentes vulgares, cómicos, contrarios a toda solemnidad.

Con lenta marcha majestuosa llegó la fragata Zaragoza frente a San Felipe. Delante y detrás, formando extensa línea, fueron la Tetuán y Villa de Madrid, los vapores Isabel II, Vulcano y Ferrol, y las goletas Edetana y Concordia. A la una del viernes 18 de Septiembre de 1868, hallábanse en el puente de la Zaragoza don Juan Topete, Malcampo, Prim, y toda la oficialidad. Diose a la marinería la orden de subir a las vergas, a los cabos de cañón la de prepararse   —299→   para el saludo, y don Juan Topete, con voz de mando estentórea, lanzó los gritos de ordenanza: ¡Viva la Reina! Siete veces fue aclamada doña Isabel por Topete; siete veces contestadas las aclamaciones por la marinería. Bien pudieron notar los oficiales que Prim cambiaba de color a cada grito. Mas no era hombre que se dejase imponer por una voluntad que en aquel caso solemne tenía por secundaria, ni consentía que sus altos pensamientos quedasen más bajos de lo que debían estar. Arriba, en el cielo mismo, había de ponerlos ¡vive Dios!, y que los señores de a bordo lo tomaran como quisiesen. Huésped de ellos era, su prisionero tal vez. Pero ningún peligro le arredraba: con una o dos palabras pondría el remate a su gran obra y convertiría su idea en acción real. Pues a decirlas ante el cielo y la tierra.

Como quien rectifica cortésmente un concepto equivocado, Prim se adelantó con esta vulgar frase: «Dispense usted, mi brigadier». Y como un león se abalanzó al pasamanos del puente, y echando toda el alma en su voz vibrante, gritó: «¡Viva la Soberanía Nacional... viva la Libertad!». Repitió la exclamación como un conjuro mágico que desde aquel punto había de correr por toda España, despertando los corazones dormidos y resucitando las esperanzas muertas. Oído por la marinería el grito del General, ya no sonaron más los fríos clamores de ordenanza, sino que estalló un ¡viva Prim! inmenso, ardoroso, y confundido con el estruendo   —300→   de la artillería, fue repitiéndose de verga en verga y de barco en barco. El nombre de Prim y los cañonazos sonaban con giro vertiginoso como si en espiral se enroscaran... iban a perderse en la ciudad entre los alaridos de la multitud.

La fiera de la Revolución estaba ya suelta; el Trono caído y roto... Los Generales, cuando vinieran, si venían, nada podrían hacer ya para encadenar a la fiera y enderezar lo caído. Si Prim no se les hubiera anticipado, el alzamiento habría seguido rumbo distinto, que desconocemos... como no se tome el trabajo de referirlo el divino Confusio.

Pronunciada la Escuadra, se creyó a bordo que la Plaza secundaría el movimiento sin tardanza. No fue así: tardanza hubo. Los batallones de Cantabria no salían de sus cuarteles, y el paisanaje divagaba por las calles cantando coplas patrióticas, sin que la Guardia civil tratase de impedirlo. A media tarde empezó a llover, y lloviendo estuvo parte de la noche. El agua del cielo, ya se sabe, no favorece los movimientos populares... En tanto, llegaron a bordo de la Zaragoza los que habían salido de Gibraltar en el Alegría, y además el jerezano Sánchez Mira, capitán de Artillería retirado. Al anochecer volvieron a tierra, después de asegurar que el pronunciamiento de la guarnición sería indefectiblemente un hecho en la mañana del día siguiente 19. La noche transcurrió en Cádiz con aparente tranquilidad, aunque bajo la capa de este sosiego protegido por la   —301→   lluvia ardía el espíritu de rebelión, y se trabajaba en encenderlo más. Merelo, Sánchez Mira, Bolaños y Guerra recorrían los acantonamientos, encareciendo a los paisanos la quietud hasta que llegase el momento preciso. Agregados a ellos estaba el capitán de Infantería de Marina, Borrero, que días antes logró escapar del Castillo de Santa Catalina, donde hubo de arrostrar indecibles sufrimientos y martirios hasta su evasión, que realizó jugándose la vida y casi seguro de perderla.

A la madrugada se personaron Merelo y su acompañamiento en el cuartel de San Roque, donde se alojaba Cantabria, y con una breve arenga quedó pronunciada la tropa. Inmediatamente se dispuso reforzar con paisanos armados la guardia del Principal, ocupar todas las azoteas de la Plaza de San Juan de Dios, y que dos o tres compañías se posesionaran de la Aduana. Uniéronse al movimiento los carabineros, y se procedió luego a poner en libertad a los patriotas presos días antes. Se dispuso que fuese un oficial a bordo de la Zaragoza a participar lo que ocurría, y al toque de Diana, la banda de Cantabria saludó la sublevación en el lenguaje musical de ordenanza: el himno de Riego.

A las siete desembarcaron Topete y Prim. Este llevaba ya su uniforme de Comandante General de Ingenieros. Fue recibido con hervor de entusiasmo, con emoción ardiente, en la cual había no poco de ternura. Dirigiéronse   —302→   a la Aduana, el histórico albergue de toda autoridad en los días famosos de los años 8, 12 y 23. Allí vivió Fernando VII, prisionero de los constitucionales, mientras Angulema bombardeaba en el Trocadero las avanzadas españolas; en aquellos balcones se asomaba, vestido de mahón, para que la plebe le manifestase un respeto que él no merecía; allí le puso en capilla el lógico historiador Confusio, y de allí le sacó entre guardias para llevarle al rebellín de San Felipe, donde le administró los cuatro tiros a que se había hecho acreedor por su perfidia. Cierto que esto de los tiros era fantástico, desgraciadamente. Quédese, pues, en los rosados limbos de la justicia ideal, y dígase que en el mismo balcón donde se asomaba Fernando a requerir los homenajes de un pueblo inocente tirando a tonto, tuvo que asomarse Prim para recibir la adhesión amorosa de un pueblo más avisado ya, y en camino de pasarse de listo.

Mientras el General se ocupaba en nombrar la Junta revolucionaria, ponderando discretamente en ella las tres familias progresista, unionista y democrática, acudió Topete al castillo de Santa Catalina, donde se había retirado el Gobernador de la plaza, General Bouligny, con la Artillería. Por fórmula le rogó que se adhiriese al movimiento; por fórmula replicó el General que no podía complacer a su amigo; resignó el mando; fue conducido por el mismo Topete a la Capitanía General; las fuerzas de Artillería   —303→   volvieron a sus cuarteles, y a la una de la tarde salieron para la Carraca. Todo iba, pues, como una seda. Los que con loca facilidad, apoyados por la Escuadra, habían sublevado a Cádiz y a la guarnición, se alababan de un éxito tan hermoso, sin derramar una gota de sangre... ¡Qué simpleza! La sangre se había derramado antes. Que hicieran la cuenta de sangre desde la noche de San Daniel, y jornada del 22 de Junio con sus severísimos castigos; que añadieran los suplicios de Espinosa, Mas y Ventura, Copeiro del Villar y otros mártires, y se vería que no hay Revolución seca. Y aún faltaban algunas venas que abrir. Clío trágica no había soltado de su mano la terrible lanceta.

Para que todo fuese dicha en aquel venturoso 19 de Septiembre, por la tarde llegó el Buenaventura. A su encuentro en alta mar salió el vapor de guerra Vulcano, que informó a los Generales de cuanto en Cádiz había ocurrido. Desembarcaron los unionistas. Nuevos entusiasmos. El regocijo y las esperanzas desbordaban de los corazones. Estos habían vivido largo tiempo en sequedad triste, y ya se llenaban de flores, que lucirían su aroma y colorines hasta que Dios quisiera. La misma tarde se dio a la imprenta el manifiesto que Ayala había escrito en el Buenaventura, y al anochecer corría por Cádiz de mano en mano. Era la proclama viril en que el poeta, fundiendo con arte exquisito la razón con el sentimiento, expresó el dolor de la   —304→   Patria, y sus legítimos anhelos de recobrar la salud, la paz y el decoro; documento que puede señalarse como modelo de elocuencia guerrera y política, y que por su fuerza oratoria fue en aquellos días el rayo ardiente que corrió por toda España propagando el popular incendio. Por mucho tiempo conservaron los españoles en su memoria los famosos queremos de Ayala. Queremos que una legalidad común, por todos creada, tenga implícito y constante el respeto de todos... Queremos que el encargado de observar la Constitución no sea su enemigo irreconciliable... Queremos que las causas que influyan en las supremas resoluciones, las podamos decir en voz alta delante de nuestras madres, de nuestras esposas y de nuestras hijas... etc...

Ni los Queremos de la vibrante alocución de Ayala, ni la presencia de Prim y Serrano, saludada en calles y balcones por la frenética multitud, distraían a Santiago Ibero de su melancolía y abatimiento por no haber encontrado en Cádiz la esperada carta de Teresa. En Londres pidió a los hermanos Blanco un nombre de casa de banca o de comercio a donde su familia pudiera dirigirle la correspondencia. Diole don Jaime, anotada en un papel, esta dirección: Horacio Alcón y Compañía.- Cádiz, la que mandó a su amada mujer con la advertencia de que inmediatamente le escribiera. No se alegró poco al saber por sus amigos los marineros del Alegría que los Alcones eran armadores del   —305→   vapor en que navegaba. Pero en cuanto desembarcó, su gozo en un pozo. En la casa y escritorio donde creyó encontrar su dicha, no había carta para él. Idéntica negativa dada el 19 y el 20 abatió tanto el ánimo del pobre aventurero, que aun la misma revolución triunfante perdió parte de su interés.

En compañía de marineros alegres vagaba Ibero por la linda ciudad engalanada. En algunos momentos el delirio popular invadía su alma; pero muy poco se estacionaba en ella. Cuando por los amigos del Alegría se supo que había venido con Prim en el Delta, era saludado en las calles como un brazo fuerte de la Libertad; caían sobre él convites y obsequios, obligándole a un disparatado consumo de manzanilla. En medio de esta disipación, que entenebrecía su espíritu en vez de iluminarlo, apareció al fin la aurora de su felicidad. El 21 por la tarde volvió a la casa de Alcón con la negra idea de un nuevo chasco. Dios lo dispuso de otro modo, y hubo carta... La cogió Santiago, y rápidamente rasgó el sobre como si dentro viniera bien dobladita la propia Teresa en cuerpo y alma. Pasando la vista por los no muy derechos renglones, leyó frases amantes, dulces tonterías, y guardando en su seno el precioso papel con idea de leerlo y saborearlo en su casa, salió a la calle de San Francisco medio loco. Todo el delirio patriotero reconcentrado y latente en su alma, se desbordó ante los grupos de transeúntes que iban hacia la Plaza de San Juan de   —306→   Dios, donde estaba tocando la música de Cantabria. El hombre feliz prorrumpió en estos alegres clamores: «¡Viva Prim, viva Serrano, vivan todas las Libertades, de Cultos, de Comercio, de Imprenta...!».

Soltando estos gritos, que también eran convicciones, llegó a la plaza. Unos le miraban con asombro, otros con alegría, y como todo el vecindario gaditano estaba ebrio de liberalismo, hacían gracia los patriotas aunque fueran borrachos. Al aproximarse a la Puerta de Mar, por donde entran y salen de continuo chorros de gente, vio Santiago a un hombre de regular estatura, grueso, de tostado rostro, con enormes patillas grises. Quedó Ibero paralizado ante aquella figura. El de las barbas le vio también, y abriendo sus brazos, con paternal emoción gritó: «¡Bero, hijo mío!...». Santiago se dejó estrujar entre los brazos forzudos del capitán Lagier, diciendo con voz llorosa: «Don Ramón, iba a buscarle...».




ArribaAbajo- XXX -

Pasadas las efusiones del reconocimiento o anagnórisis, Lagier dijo a Ibero: «Acompáñame a unas diligencias, y luego te vienes conmigo a bordo, para que hablemos largo y tendido...». Así se hizo: pasó el riojano la noche en el Buenaventura, gozoso   —307→   de platicar con su segundo padre. ¡Qué admirable coyuntura para hacerle confesión general de su vida en el tiempo que había corrido suelto por el mundo! Hablaron de política y de revolución, y Santiago abordó con valentía el magno asunto de su revolución propia, de sus amores con Teresa y de su firmísimo inquebrantable lazo de matrimonio libre, sin reparo ninguno de los antecedentes de ella y de sus pasados extravíos. Oyó Lagier la historia, sin reír como los anteriores oyentes, y vio toda la importancia y gravedad del caso, su fatalidad inevitable.

Apuró Santiago su dialéctica para obtener el exequatur de su maestro, y entre otras cosas muy pertinentes, dijo que no podemos ser revolucionarios en lo público y atrasados o ñoños en lo privado. Si se tira de la cuerda para lo de todos, tírese para lo de cada uno... Cierto que Ibero, al proceder de aquel modo, se ponía en desacuerdo con la sociedad, y levantaba un murallón infranqueable entre él y su familia. ¿Veía el sabio maestro alguna solución conciliadora? A esta pregunta contestó el buen marino, después de meditar en silencio acariciándose las luengas patillas, que si Santiago tenía medios de vivir en el extranjero con Teresa, trabajando los dos honradamente, diera un adiós definitivo a España, y se labrara una vida francesa del mejor modo que pudiese, con libertad y sosiego. Así, dejando pasar el tiempo, se vería libre de   —308→   los disgustos que en España le ocasionaría el fanatismo. «Sí, hijo mío: el fanatismo tiene aquí tanta fuerza, que aunque parezca vencido, pronto se rehace y vuelve a fastidiarnos a todos. Los más liberales creen en el Infierno, adoran las imágenes de palo, y mandan a sus hijos a los colegios de curas... No sé hasta dónde llegará esta revolución que hemos hecho con tanto trabajo. Avanzará un poco, hasta que al fanatismo se le hinchen las narices, y diga: «Caballeros Prim y Serrano, de aquí no se pasa».

Muy del agrado de Santiago fue la exhortación a la vida en país extranjero, donde su doméstica revolución quedaría amparada de la tolerancia, y defendida del fanatismo español por los providenciales Pirineos... Elevando luego la cuestión a las esferas de la filosofía que profesaba, afirmó Lagier que si las almas de los fenecidos transmigran de uno a otro planeta, buscando nuevas encarnaciones, ya con el carácter remuneratorio, ya con el expiatorio, las almas de los vivos pueden y deben transmigrar dentro de la pequeñez de nuestro mundo, buscando su mejor estado y observando las leyes de la moral universal. Él no emigraba porque le tenían amarrado al terruño español su familia y el régimen de la Marina mercante.

«El que ande suelto -añadió-, haga efectiva su libertad, viviendo donde mejor le cuadre... Yo no hallo más inconveniente   —309→   que la tristeza de tus padres por tu desvío. Siempre verán con cristales de fanatismo tu casamiento libre; nunca con los cristales de la ciencia eterna, que dan al amor su verdadero tamaño... ¿me entiendes?... Sed buenos, humildes, honrados, y puede que el tiempo os lleve a la reconciliación con tus padres y hermanos... Dificilillo es; pero quién sabe... Recordarás, Bero, lo que otras veces te he dicho. Nacemos como un libro en blanco, en el cual, conforme vivimos, vamos escribiendo una historia dictada por causas internas y externas, de que no sabemos darnos cuenta... Ocasión es esta de deciros una y otra vez a ti y a tu Teresa: 'Reconstruid vuestras personas con actos buenos, con actos independientes de los dogmas, y que arranquen de la pura conciencia'. Por mis lecciones sabes que en nuestra conducta influyen de un modo misterioso seres inteligentes e invisibles. Pon atención a lo que esos seres te digan... No te preocupes de las experiencias y comunicaciones. Los buenos espíritus vendrán a ti sin que tú los llames... En tus soledades y tristezas vuelve los ojos al mar, si tienes ocasión de verlo, y al cielo: ellos te darán la impresión de lo infinito. Ante lo infinito, eleva tu conciencia, y Dios será contigo».

De estas apacibles lecciones, dulcemente acogidas por el alma de Ibero, pasó Lagier a referir a su amigo las fatigas que había pasado en Tenerife para embarcar a los Generales. «A los tres días de navegación   —310→   -dijo-, llegué al Puerto de la Orotava al amanecer. Paré la máquina; al poco rato vi una lancha que venía en demanda de mi barco. Esto no es nuevo en aquellas costas. A menudo pasa un vapor preguntando: '¿Hay cochinilla que embarcar?'. Y de tierra vienen a decirnos las condiciones de flete. El patrón de la lancha me trajo una carta anónima que decía: 'No estamos preparados para el embarque. Váyase de vuelta afuera hasta el lunes 14, a las doce de la noche, que se acercará con un solo farol, para que embarquemos... Aléjese mucho para no ser visto'. Yo contesté: 'Conforme: no faltaré a la cita'. Dos días estuve voltijeando mar afuera. En la fecha convenida, a media noche, me llegué al Puerto de la Orotava, con sólo la luz del tope, apagadas las de situación. La noche era obscura, el cariz de mal tiempo... Acerqueme a la farola con precaución, moderando... No tardé en oír el compás de los remos de varias embarcaciones... Eran los Generales. Larga y penosa, por el picado de la mar, fue la travesía del puerto a mi barco... El primero que subió por mi escala fue el Duque de la Torre, a quien recibí en el portalón con un abrazo. Él suspiró y me dijo: 'Yo no sirvo para esto. Me gustaría más estar al lado de mis hijos'. Tras él entraron los demás. Lancé un Viva la Libertad, que retumbó en las bóvedas del infinito, y sin perder un minuto puse rumbo Norte, cuarto al Este, y mandé dar avante a toda máquina. El   —311→   viaje fue mediano, con un día malísimo. Yo bajaba de vez en cuando a charlar con el Duque en su camarote. El buen señor sufría del mareo, y gustaba de mi conversación. Hablábamos de política. Una noche le dije: 'Señor Duque, si salimos bien de esta, hemos de establecer el Matrimonio Civil...'. 'Hombre, hombre -me contestó-; eso no es cosa nuestra'.

»Ya ves: todavía creen que eso del casarse es cosa del Papa... La Revolución que traen quedará, pienso yo, en un juego de militares. Como no vayan al bulto, no harán gran cosa. Por eso me atreví a decir al Duque: 'Pues si no cortamos las alas a esa gente, trabajo perdido...'. En fin, avistamos Cádiz a las ocho de la mañana. Como Topete me encargó que entrase de noche, me aguanté fuera hasta que salió el vapor Vulcano, y supimos la sublevación de la Escuadra al grito de ¡viva la Soberanía Nacional!».

En los mismos sabrosos asuntos tratados por la noche, volvieron a picar a la mañana siguiente, al despedirse por tiempo indefinido, pues Lagier había recibido de Prim la orden de salir inmediatamente para Lisboa, con objeto de traer la gente que tenía en Portugal, y ciento once oficiales que estaban desterrados en la Madera. Terminó Ibero con esta consulta interesante: «Aconséjeme, don Ramón, pues dudo qué rumbo he de tomar ahora. Prim se va en la fragata Zaragoza a sublevar las poblaciones del Mediterráneo;   —312→   Serrano va tierra adentro, llevándose todas las tropas que pueda, para formar con las de Sevilla un Cuerpo de ejército, y marchar sobre Córdoba y Madrid... ¿Con quién debo irme yo?». Sin vacilar contestó Lagier: «Incorpórate a los que van por tierra, que así llegarás pronto a donde quieres ir, y verás más notables peripecias».

Como Ibero a nadie conocía en el séquito de los Generales, Lagier le prometió recomendarle cariñosamente a Caballero de Rodas, Ayala o López Domínguez. Bajaron los dos a tierra, y anduvieron de un lado para otro. La oferta de Lagier quedó al fin cumplida. Por orden de López Domínguez, Santiago ingresó en la Maestranza de Artillería, donde se organizaba un convoy que había de salir aquella misma tarde. Despidiéronse con vivos afectos el capitán y su discípulo, no sin que aquel le diera, con el último abrazo, la síntesis de sus advertencias y sanos consejos.

«Hijo mío, encastíllate en la virtud, sin mirar al dogma, mirando a lo infinito, que verás reflejado en tu conciencia si sabes mirarlo... La conciencia es el espejo de lo infinito... Otra cosa debo decirte. Cuando te tuve a mi lado después de recogerte en medio del mar, tenías inclinaciones al heroísmo. El heroísmo no se busca; se acepta y se practica cuando la ocasión nos lo trae, cuando nos vemos obligados a ser heroicos... También en la vida obscura y laboriosa hay heroísmo; también es heroico hacer frente a   —313→   los fanáticos y derrotarlos con el ejemplo de las virtudes que ellos no practican... y no te digo más... Adiós, hijo querido...». Despidiéronse con fuertes abrazos, casi con lágrimas en los ojos, y Santiago quedó en la Maestranza encomendado a un sargento de Artillería que le cambió de ropa, endilgándole chaquetilla de mecánica y gorra de cuartel. De allí fue a la estación, donde toda la tarde se ocuparon en embarcar material de artillería en plataformas, con las cuales y algunos coches de tercera se formó un tren especial que, restablecida la comunicación entre la Isla y Puerto Real, salió avanzada la noche y llegó a Sevilla dos horas después de amanecer. De allí pasó el tren al Empalme, quedando Ibero con algunos hombres en la ciudad, ya pronunciada por el general Izquierdo.

En medio del ardoroso trajín de aquellas horas, en que los hombres desconocían el descanso, tuvo Ibero la inmensa satisfacción de encontrarse de manos a boca con su amigo del alma Leoncio Ansúrez. Apenas tuvieron tiempo de cambiar las interrogaciones de sorpresa y alegría. ¿Cómo tú aquí?... ¿De dónde vienes? Bastoles por el momento saber que irían a Córdoba, y se concertaron para hacer juntos el viaje. Leoncio había llegado a Sevilla el día 15, con un mensaje reservado de don Manuel Tarfe para el General Izquierdo. Comunicáronse rápidamente sus impresiones y noticias, y siguieron trabajando con ardor incansable.   —314→   Un día pararon en la Factoría de Utensilios, una noche al raso, vagando por las morunas calles, oyendo el habla graciosa del pueblo, y dando vueltas en torno de la Catedral y la Giralda... Vieron partir a Serrano y a Izquierdo despedidos por alegres multitudes, y al día siguiente partieron ellos en un tren militar. Todo era júbilo en el camino. Los pueblos salían a las estaciones con músicas y banderolas; el aire se componía de estos elementos: ojos lindos de mujeres, aroma de flores, himno de Riego...

Como Leoncio sabía muchas cosas que Ibero ignoraba, en el tren le informó de que al estruendo de los cañones de la Escuadra en Cádiz se desplomaron en San Sebastián González Bravo y todo el Ministerio moderado. Ministro universal era el Marqués de la Habana, que no tenía otra misión que reunir tropas y mandarlas a cortar el paso a Serrano. Al frente de ellas venía el General Marqués de Novaliches... «Yo creo -dijo Leoncio, profético- que no habrá batalla, y que cuando se encuentren en Despeñaperros, o donde sea, se abrazarán unos y otros soldados, diciendo como Ayala: ¡viva España con honra!». A la hora en que así discurrían, las poblaciones del litoral estarían sublevadas. La camarilla imperante, con Reina y todo, se desmoronaba y deshacía como un azucarillo en el agua...

Con estas ilusiones llegaron a Córdoba los dos amigos, donde se les dio boleta de alojamiento   —315→   para una casa situada en el Potro. Tan corto fue su descanso en la patria del buen Séneca, que apenas dispusieron de algunos ratos para ver deprisa y corriendo la Mezquita o Catedral; que de las dos maneras la llaman los turistas. Sin respiro se ocupaban en el inventario y reparación de armamento, en la pirotecnia, en el servicio de acémilas y carros... De esta faena les sacó una mañana Caballero de Rodas, que salió con dos regimientos a tomar posiciones en Alcolea, porque, según noticias, Novaliches había franqueado ya Despeñaperros, y era forzoso cerrarle las puertas de Córdoba. En Alcolea comenzaron sin pérdida de tiempo los trabajos de atrincheramiento, así en la falda de la sierra como en la cabecera del puente, donde había un hostal muy apropiado para la defensa. Se dispuso el emplazamiento de la artillería, y se fortificaron dos excelentes posiciones en casas de labor llamadas Yegüeros y el Capricho.

Serrano, que en Córdoba se alojaba en la casa de los Condes de Gavia, iba todas las mañanas en coche a examinar los trabajos. El día 27 fue con él Ayala, que partió al campo enemigo a conferenciar con Novaliches. Días antes había salido con el mismo objeto el señor Vallín, que era gallardo jinete, y uno de los paisanos que con más ardor ayudaban a la Causa. El 28 fue Serrano más temprano que de costumbre, acompañado de sus ayudantes. En otro coche llegaron varios caballeros, entre los cuales   —316→   Ibero y Leoncio vieron con gozo a don Manuel Tarfe. Hallándose Serrano en Alcolea, inspeccionando las obras de atrincheramiento y el estado de las tropas, llegó don Adelardo Ayala de su visita al campo de Novaliches. La respuesta que trajo no se dio a conocer fuera del círculo íntimo del General en Jefe. Corrió la voz de que en la contestación del caudillo de la Reina palpitaban el tesón caballeresco, el sentimiento del deber cumplido con leal firmeza, y una tristeza muy humana ante el espectáculo del sangriento inevitable choque entre dos esforzados grupos del Ejército nacional. No había razón ni afecto que impidiesen ya la formidable porfía entre las instituciones caducas y el pueblo que proclamaba con pujanza y estruendo sus derechos seculares. Muchedumbre de tropas habían llegado al amanecer, y bastantes cañones de batalla. El campamento ardía en animación bulliciosa. Soldados, jefes y paisanos respiraban júbilo y confianza.

Serrano y sus acompañantes, a los cuales se agregó don Adelardo Ayala, volviéronse a almorzar a Córdoba; mas no debieron de hacerlo con tranquilidad, porque poco después de mediodía, los confidentes o espías de Caballero de Rodas trajeron la noticia de la proximidad de las avanzadas de Novaliches, y despachó a Córdoba un propio con apremiante aviso para que el General en Jefe acudiese sin tardanza. Las dos serían cuando llegó Izquierdo. Media hora después, Serrano   —317→   con su Plana Mayor, y diversa y heteróclita gente en carricoches o a caballo, desfile por la carretera como procesión fantástica, cuyas figuras se desvanecían en la nube de polvo que a su paso levantaban.

A las tres y minutos, hallándose Caballero de Rodas frente al Capricho, vastísima y opulenta casa de labor de un rico hacendado cordobés, vio venir tropas enemigas por la falda de la sierra, entre los grupos de olivos. Dispúsose a resistir el ataque. Apenas iniciado el tiroteo, fuerzas de Cazadores de Madrid se precipitaron a una embestida contra las que mandaba Caballero; error táctico bien visible, pues los combatientes revolucionarios aún no habían entrado en fuego, mientras los otros venían fatigados, y con prematuro ardor quebrantaban su energía.

Desastroso fue el resultado para las tropas de la Reina, que de un modo tan irregular iniciaban la lucha. Eran los Cazadores de Madrid uno de los Cuerpos más afamados por su bravura. Al encontrarse de improviso frente a los Cazadores de Simancas, de glorioso abolengo también, el estupor les dejó mudos y paralizados. Viendo la línea de tropas extendida entre Yegüeros y el Capricho, y tras ella la formidable artillería, los que habían venido por el bosque con idea de sorprender un destacamento, halláronse sin remisión copados.

Caballero de Rodas propone que venga a su presencia el Coronel de los de Madrid, y   —318→   le dice que si estos retroceden les hará fuego; si dan un paso hacia adelante, también. Eran, pues, prisioneros. En esto se adelanta Serrano, que estaba frente a Yegüeros con Izquierdo y López Domínguez... pide una conferencia con el brigadier Lacy, que mandaba la fuerza enemiga; hablan este y Serrano; confiesa Lacy con sinceridad dolorosa que creyendo sorprender había sido sorprendido, y que su posición era en absoluto funesta. El Duque le invita con frase más patriótica que militar a unirse al ejército de la Revolución; protesta Lacy pundonoroso, aferrado al cumplimiento de su deber. La idea de que su aturdido movimiento pueda ser interpretado como ardid para pasarse, le subleva, le vuelve loco, le lleva a la desesperación. Prefiere la muerte a tal ignominia... Por fin, Serrano, que sabe emplear muy a tiempo la magnanimidad, termina la conferencia con un rasgo admirable. «Brigadier Lacy -dice a su contrario-, comprendo las dificultades militares y morales de su posición. Retírese usted con sus fuerzas, vuélvase a su campo, y yo le doy mi palabra de honor de no romper el fuego sin previa intimación».



  —319→  

ArribaAbajo- XXXI -

Retirose Lacy. Al cuarto de hora tomaba posiciones, y empujado por el General de su división daba la orden de romper fuego. Cazadores contra Cazadores embistiéronse a tiros; pronto lo harían cuerpo a cuerpo con encarnizada fiereza. El combate se generalizó entre Yegüeros y el Capricho; el cañón de las tropas de la Reina, que era de los de acero, de modernísima construcción, empezó a tronar desde las alturas lejanas; el cañón revolucionario, de bronce, algo anticuado, pero dirigido con más arte y conocimiento por López Domínguez, tronaba desde acá. Unas y otras piezas hacían estrago. Los proyectiles de la artillería enemiga, que en el aire trazaban horribles espirales, venían a caer muy detrás de la infantería de Serrano; sin reventar empotrábanse en el suelo blando, levantando la tierra en forma semejante a la de los montículos que hacen los topos... En el extremo izquierdo de la línea, donde el paisanaje armado ayudaba a los militares como podía, Leoncio se separó del grupo buscando a su amigo Ibero, a quien vio correr y perderse entre unas encinas. Creyó que estaba herido... Le encontró ileso, arrimado a un tronco, con muestras de fatiga y desaliento.

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«No es cobardía lo que me ha separado de vosotros -dijo Ibero a su amigo-; es el espanto de ver cómo se matan unos a otros los hermanos... Disparé, vi caer muerto a un Cazador de Madrid... Tuve esa desgracia... Al segundo disparo no hice blanco; al tercero, sí... cayó, ignoro si herido o muerto, otro soldado de Madrid. No sé lo que me pasó al verlo... Rompí a llorar de pena... Creí que mataba a un hermano mío. Aumenta mi congoja el ver la ferocidad con que se matan estos y aquellos... y acaba de confundirme el verlos vestidos con el mismo traje. Un número no más los diferencia... Me ha entrado un terror muy grande sólo de pensar que puedo equivocarme de número».

-Yo también he sentido ese temor -dijo Leoncio-. Pero no hay más remedio que pelear. Seguimos la bandera de Serrano contra la de Novaliches, y si retrocedemos, nos tendrán por traidores.

-A todo seré traidor; pero no a la humanidad. Esta carnicería es estúpida... ¡La guerra civil!, ¡qué cosa más abominable!... Menos mal cuando se pelean los que quieren libertad con los que la aborrecen. Pero aquí, en uno y otro bando, todos piensan lo mismo. Métete en el pensamiento de ellos, examínalos por dentro uno por uno, y verás que no hay diferencia mayor en lo que desean... Todo es un puntillo de honor, un puntillo de disciplina y nada más...

-Sea lo que quiera, ven, y déjate de humanidades y tonterías... Si pensáramos   —321→   siempre en la humanidad, no habría guerras ni gloria militar. Con tus ideas, viene necesariamente el desmayo, y si desmayamos, nos derrotará y destrozará el que trae la bandera de doña Isabel y su camarilla.

Cedió Ibero a la sugestión de su amigo, y se dejó llevar por él a donde este quiso conducirle. El Brigadier Salazar daba una carga feroz a los Cazadores de Madrid, que retrocedían hacia el arroyo de Yegüeros, dejando innumerables muertos en el campo. Los de Borbón y Cantabria, mandados por Alaminos, batieron la derecha de los de la Reina, persiguiéndolos y acosándolos entre los olivares. Ibero y Leoncio viéronse arrastrados por el pelotón de treinta carabineros con que Caballero de Rodas cazó en lo más intrincado de la espesura a innumerables hombres de Barbastro y Gerona. Leoncio mató hermanos; Ibero tuvo la desgracia de hacer lo mismo, y ambos se recogieron espantados de su triunfo, pidiendo a Dios con secreta oración que acabase pronto la inhumana y brutal pelea. Sentían opresión, ansia misteriosa de que todos los caídos se levantaran; de que el hierro de las bayonetas se convirtiera en cartón, y los fusiles en inofensivos juguetes.

Repugnaba en verdad a la conciencia patria (que es forma de conciencia de las más interesantes, en la cual se fundan el honor y la dignidad de las grandes familias llamadas Naciones) ver cómo tiraban a matarse tantos hombres vestidos con el mismo traje,   —322→   llevando en sus armas y arreos los mismos signos de nacionalidad. Sólo se distinguían por un número. En aquel tiempo, los Cazadores vestían uniforme mal imitado de los bersaglieri italianos, con un sombrerito a la chamberga, ornado de plumas de gallo. El empaque parecía más cinegético que militar, pintoresco, algo tirolés o suizo. El pueblo español nunca vio en aquellas figuras de ópera cómica el aire de las tropas ligeras de nuestro país, tan queridas y admiradas. Por esta razón, los altos sastres de nuestro Estado Mayor General desecharon pronto el exótico traje, y cogieron las tijeras para hacer otro.

Llevado de su indomable tesón, Novaliches no vio, no quiso ver que tenía perdida la batalla, y destacó varios escuadrones al mando del príncipe italiano Conde de Girgenti. Avanzaron por el llano con tranquilo paso, como si asistieran a una parada. Nadie entendía los propósitos del General al disponer este movimiento, como no fuera el dar a la Historia un alarde de frío valor pasivo. La Caballería y su coronel Girgenti resistieron impávidos, recibiendo a su paso innumerables proyectiles de cañón, sin que se les presentara coyuntura de acuchillar a sus enemigos. Al cabo tuvieron que guarecerse de la lluvia de fuego al amparo del cortijo. Pero este fue incendiado por las granadas de la artillería de Serrano, y los bravos jinetes hubieron de retirarse sin hacer cosa de provecho: sólo habían demostrado un valor   —323→   ineficaz... Aun después de este fracaso, el tenaz Novaliches, que sin duda tenía en su corazón el famoso No importa, emprendió el ataque del puente, la más temeraria locura que se podría imaginar. Embistió por la cabecera izquierda; lanzáronse con ímpetu los soldados, llevando al frente al valeroso Meca, capitán de Estado Mayor, que perdió la vida en los primeros sacudimientos del ataque. ¡Gloriosa vida, cortada bárbaramente en la flor de la edad!...

Desde la orilla derecha, Ibero y Leoncio, que con otros paisanos recibieron la orden de molestar al enemigo con frecuentes disparos, vieron la terrible porfía del puente. Caía la tarde, y el Occidente se encendió en un crepúsculo rojo, fondo muy apropiado, por su sanguinolento esplendor, a la fiera batalla. A poco de iniciado el ataque, empezó a debilitarse el rojo del cielo, y cuando los combatientes llegaban al delirio, aquel tono degeneraba en rosa... El regimiento de Valencia defendía con brava serenidad el paso del puente; los soldados que ocupaban los contrafuertes eran los más exaltados en la lucha y las primeras víctimas, por hallarse en posiciones sin más defensa que los curvos pretiles, semejantes a la mitad del brocal de un pozo. Desde allí, agachados, hacían incesante fuego. En los trances de mayor furia, el cielo de Occidente pasó del rosa al violeta, se diluía fundiéndose en el azul diáfano y puro, señal de paz. Pero la paz no venía para los hombres, que continuaban   —324→   peleando cuando sobre ellos cayó el velo de la noche.

Desde su puesto en la orilla derecha, Ibero y Leoncio vieron la porfiada lucha que con intervalos breves se prolongó hasta las nueve de la noche o más, desarrollándose la trágica escena en una dulce penumbra cerúlea recamada de plata, pues la luna, en vísperas de nueva, alumbró antes de la puesta del sol con pálida faz, después con intensa claridad argentina. Las figuras de los guerreros sobre el largo puente, que reflejaba en las aguas del Guadalquivir la ringlera de sus ojos centrales, ofrecía un cuadro fantástico, tan bello como aterrador. La claridad plateada y lívida agrandaba los hombres; el suelo de la escena, de piedra dura montada sobre agua, acentuaba vigorosamente las voces furibundas con que se enardecían los combatientes para sostener su coraje.

La tenacidad heroica de las tropas reales no tenía otra finalidad estratégica que llevar a un punto culminante la disciplina y el pundonor de los que hacían el último esfuerzo en pro de Isabel II. Su grito era: «¡Viva la Reina! ¡A dormir a Córdoba!». Y a la Eternidad iban a dormir unos y otros, sin que doña Isabel ganara una sola línea del terreno perdido en el corazón de España. Es indudable que Novaliches se lanzó al frenético tumulto del puente por delirio caballeresco, buscando una muerte que pusiera sello de gloria a su inquebrantable lealtad.   —325→   Herido fue gravemente en la quijada, y hubo de resignar el mando en el general Paredes. La figura de Novaliches, dando el rostro a la impopularidad para defender lo irremisiblemente perdido, infundiendo a sus tropas un ficticio entusiasmo y peleando contra la Libertad hasta quedar fuera de combate, es digna del mayor respeto, y aun de admiración.

Al retirarse el General de la Reina, habiendo apurado con escrupuloso tesón el cumplimiento de su deber, el puente estaba embaldosado de muertos. Fue preciso apilarlos en los pretiles para franquear el paso. En esta operación ayudaron los paisanos a los militares. Asistía la luna con su dulce claridad a este tristísimo despejo del campo de batalla. Extinguidas las voces de cólera y guerra, se oía una cháchara triste y zumbante, como un rezo por tantos difuntos. El general Serrano, después de disponer que el Ejército vencedor pernoctara en sus posiciones, se retiró a descansar en un carro de artillería. A sus allegados dirigió frases melancólicas, acordándose de sus hijos. Melancólica también era sin duda la victoria alcanzada por la Libertad. Los novecientos cadáveres de ambos ejércitos en aquella trágica tarde, entristecían el triunfo, y aumentaban la horrorosa estadística de vidas españolas sacrificadas por la fatídica doña Isabel o contra ella.

Hallábase Ibero junto a el Capricho, ayudando a disponer el vivac de los de Simancas,   —326→   cuando una mano amiga le cogió del brazo. Volviose y vio la cara risueña de Tarfe, el cual le dijo: «Salgo pitando para Madrid. ¿Quieres venir conmigo?». Respondió Santiago con afirmación enérgica, añadiendo que anhelaba perder de vista el horrible matadero de hombres.

«Pacífico estás. La vista y el olor de la sangre despejan las cabezas ahumadas de ensueños de gloria. ¿Qué tal la frase?».

-No está mal, don Manuel, y yo añado que es verdadera. Los humos se escapan. Las grandezas lejanas se achican cuando nos acercamos a ellas... Crea usted que esta guerra civil me ha descorazonado totalmente.

-¿De cuándo acá, pregunto yo, se ha vuelto cordero el león, el que siendo aún cachorro quiso ir con Prim a la nueva conquista de Méjico?

-Ya en Linás de Marcuello sentí los primeros síntomas de esta enfermedad, o de esta curación, que lo mismo puede ser lo uno que lo otro. Pero aquello fue ligera sacudida... Ahora viene el desencanto como un desplome.

-Seguramente habrás echado la sonda en tu alma. ¿Atribuyes tu cambiazo al amor, a los espíritus?

-Los espíritus son los mensajeros del amor, señor don Manuel... Su misión es propagar la ley de amor en todo el Universo...

-Metafísico estás... ja, ja, ja...

  —327→  

-Es que el espanto de la guerra civil me ha trastornado... En fin, don Manuel, si se digna usted llevarme consigo a Madrid, vámonos cuanto antes. Tengo mucho que andar desde este campo de muerte a la paz de mi casa. ¿Por dónde y cómo iremos? ¿No está cortado el ferrocarril?

-En un carricoche que enganchado quedará dentro de cinco minutos, llegaremos a Andújar. Desde allí hay vía libre.

Brevemente dispusieron la marcha. Metió Tarfe en el birlocho algunos pliegos, cartas, paquetes de Manifiestos, ejemplares de La Andalucía de Sevilla, una cesta de provisiones, un maletín con ropa... Santiago añadió a esto sus armas y su corto equipaje, y a los pocos minutos recorrían la polvorosa carretera, alumbrados por la blanca luna. El vetusto coche iba marcando en la carrera un sonajeo rítmico; el cochero no soltaba de su boca las canciones patrióticas, poniendo en ellas el dejo triste de las quejumbrosas playeras; los caballos sostenían honradamente su paso, y cumplían su deber con suaves estímulos de la fusta.

Corriendo veían la desolación del ejército en retirada, soldados y oficiales medio muertos de hambre y cansancio, destrozados de ropa, menos quebrantados de moral porque su vencimiento les llevaba del campo de la Reacción al de la Libertad victoriosa, donde serían acogidos como hermanos. Iban maltrechos, consumidos; pero sin odio ni afán de inmediato desquite. En el Carpio,   —328→   donde muchos estuvieron alojados hasta la mañana de aquel día, fueron acogidos con agasajo cariñoso. Todo el vecindario salió a recibirlos, pidiendo noticias de la batalla, celebrando el triunfo de la Revolución, sin creer que con esto lastimaban a los vencidos. «Patrona, aquí estamos -decía un oficial, entregándose al cuidado y a las atenciones de sus aposentadoras-, venimos muertos... nos han fastidiado... ¡Viva España! Dennos algo de comer...». Detúvose el carricoche de Tarfe en una de las principales casas del pueblo, cuyas puertas estaban bloqueadas por el gentío. Allí, el médico de Pedro Abad, don José Antúnez, hacía la primera cura al General Novaliches. No quiso proseguir Tarfe su camino sin informarse con vivo interés del estado del valiente caudillo de la Reina. El propio médico, terminada la cura, bajó a decirle que no podía dar un pronóstico satisfactorio.

¡Adelante! En su rápida marcha hacia Pedro Abad, hallaron los viajeros fuerzas del ejército vencido en Alcolea, que se retiraban sin perder su organización. Avanzada ya la noche, cuando no veían soldados, sino paisanos y mujeres que salían a la carretera ávidos de noticias, Tarfe, con relativa tranquilidad, habló a su amigo del trascendental hecho de armas que habían presenciado. Era un doblez de la Historia de España, una desviación de la vida española hacia los ideales de progreso... Innumerables lugares comunes salieron a la boca del   —329→   buen caballero, entremezclados con incidentes y pormenores que archivaba su feliz memoria. «El General Novaliches se había portado como perfecto militar defendiendo hasta el último trance la causa de la Reina, y los dorados muebles que llamamos el Trono y el Altar... La conducta del Coronel de Pavía, Conde de Girgenti, esposo de la Infanta Isabel, merecía también sinceras alabanzas. El buen señor se hallaba tranquilamente en París, cuando le dieron aviso de la sublevación de la Escuadra, y con el aviso le llegó el olor de chamusquina. Corrió a su puesto, hizo lo que se le mandó, arriesgando la pelleja... Como era yerno de Isabel II, Serrano pondría a su disposición una escolta que le acompañase hasta la frontera de Portugal».

Oía y callaba el buen Ibero, más atento a las melancolías y vagos pensamientos pesimistas que en aquella para él triste noche embargaban su ánimo. Pero el caballero unionista, que con sólo un oyente mudo tenía bastante para soltar el chorro de su locuacidad, prosiguió su nervioso comentario de la jornada: «¿Y qué me dices de la intrepidez del General Rey, hechura y pariente de don Ramón María Narváez? La Libertad atrae a los que fueron sus enemigos. Rey mandaba la plaza de Ceuta; presentose en Cádiz a Prim, que le trató con dureza, madándole que se pusiese a las órdenes de Serrano. Ya viste cómo ha cumplido el hombre... ¿Dices que el empuje   —330→   revolucionario lleva demasiada fuerza y que llegará más allá de donde quería ir? Soy de la misma opinión... Y el que se queda más atrás en esta carrera es mi amigo Montpensier. ¿Sabes que ofreció a Serrano su cooperación personal, y que Serrano la rehusó cortésmente? ¿Sabes que envió caballos de silla y que estos se volvieron por donde habían venido?». Ibero no sabía nada de esto, ni le importaban las oficiosidades pretendentiles del de Orleans.

Cerca ya de Montoro, contó don Manuel a su amigo la trágica muerte de Vallín, emisario de Serrano en el campo realista. Menos afortunado que Ayala, Vallín tuvo la desgracia de tropezar con un furioso. Su altanería se estrelló en otra altanería mayor, quizás algo vesánica... Apenas entraron en la ciudad, sorprendió a los viajeros un hecho satisfactorio. Las autoridades civiles y militares, que habían olido ya la quema, estaban a medio pronunciamiento, y con las noticias traídas por Tarfe se procedió a formar la inevitable Junta revolucionaria. Para mayor dicha, supieron que desde Montoro estaba la vía corriente hasta Madrid. ¡Qué alegría! Todo era bienandanzas aquella noche. Como el único tren disponible era el Mixto, que allí debía formarse a las cuatro de la madrugada para llegar a Madrid a las diez de la noche siguiente, Tarfe pidió un tren especial, en el cual, aun saliendo después de media noche, podría llegar a la Corte a la una o las dos de la tarde   —331→   del 29. Su impaciencia y las órdenes que llevaba exigían ganar horas, minutos.

A la una próximamente salieron en el tren especial, compuesto de una máquina, dos coches y un furgón. Tarfe, Santiago y dos caballeros de Montoro ocuparon el primer coche; en el segundo iban tres parejas de la Guardia civil. En cuanto cayó en las blanduras del departamento de primera, Santiago pagó su tributo al sueño, con quien estaba en atrasada deuda. Tarfe durmió hasta el paso de Despeñaperros, y entre Vilches y Venta de Cárdenas, alumbrado ya el coche por el nuevo día, viendo que su compañero sacudía la pereza, abrió la cesta de provisiones, en que traía emparedados y un Jerez exquisito. Sin dar parte a los señores montoreses, que como troncos dormían, repararon sus cuerpos extenuados, y entablando de nuevo conversación, Tarfe dijo a Ibero: «Has descansado, has hecho por la vida. Ya estás en disposición de que yo te dé una noticia desagradable... No pongas ojos tan fieros... No te anticipes a la verdad; escucha tranquilo, y provéete de filosofía... Allá voy; ten calma... Pues sabrás que Teresa vuelve a ser lo que fue... Ha triunfado mi tocaya doña Manuela...».

Del estupor pasó Ibero a la explosión colérica, pidiendo explicaciones, aclaraciones, pruebas... invocando al Cielo y al Infierno como testigos contra el deslenguado calumniador.



  —332→  

ArribaAbajo- XXXII -

«Cálmate... repara con quién hablas -le dijo Tarfe gravemente-. Disculpo tus inconveniencias, reconociendo tu ofuscación... Yo no calumnio, yo no miento... Repito lo que me han dicho personas dignas de todo crédito...».

-Es falso -replicó Ibero con estridente voz-. Yo afirmo que miente quien tal ha dicho, y espero encontrar al infame para partirle el corazón y no dejarle gota de sangre en el cuerpo.

-Muy bonito, muy trágico... de pura tragedia provinciana y de guardarropía... Si no te moderas, llamaré a la Guardia civil... Deja a un lado el furor, arma vieja que no sirve para nada, y ven a la razón...

-No vengo ni voy más que a mi protesta contra ese engaño; no voy ni vengo más que a matar al que me ha deshecho mi vida, sea quien fuere... Don Manuel, perdóneme que le haya dicho lo que a usted no debo decirle, porque usted no es culpable; el culpable es mi Destino, yo quizás, que nunca debí separarme de ella.

Del furor pasó a una intensa congoja que le hizo derramar algunas lágrimas. De este fondo de amargura rebotó al instante, subiendo   —333→   de golpe a las alturas de la desesperación, y otra vez invocó al Cielo y al Infierno, agotando el caudal de palabras groseras, y se golpeó el cráneo, y azotó con mano iracunda los acolchados asientos... En vano intentaba el amigo sosegarle, arrepentido de haberle dado el jicarazo sin sospechar sus terribles efectos. Manolo Tarfe no comprendía que por la infidelidad de una mujer corrida como Teresa se disparase con tanto vuelo la pasión de un hombre del siglo. El romanticismo, ya pasado de moda en el Teatro, no había dejado ni una chispa de fuego en las almas glaciales de los señoritos de la clase media.

Pasada la estación de Santa Cruz de Mudela, Santiago, en un nuevo acceso de rabia, balbucía quejas y amenazas entre resoplidos; cayó al fin en silencioso marasmo, que aprovechó don Manuel para derivar el espíritu del pobre riojano hacia las ideas apacibles. «Podrá ser que me hayan engañado, y que todo resulte fábula... En Madrid sabrás la verdad...». A las nuevas preguntas de Ibero, contestó: «No puedo afirmar que encontremos a Teresa en Madrid. Lo que sí aseguro es que hace días la vieron en San Sebastián, tan bien disfrazada, que tardaron en reconocerla. Del nuevo protector de ella sólo sé que es título de Castilla, y de gran posición...».

-Mentira, mentira -clamaba Santiago, tapándose el rostro, como para librarse de una visión siniestra-. Lo que cuenta usted   —334→   no cabe en la realidad humana... está fuera de la Naturaleza...

-Hazte cargo de que estamos en pleno cataclismo. Revolución pública, revolución privada... Eres un caso de mudanza dinástica... Lo que te digo: filosofía, respeto a los hechos consumados.

-Ahora veo todo lo vulgar, todo lo indecente y chabacano de esta revolución que ustedes han hecho -dijo Ibero con negro pesimismo-. ¡Inmensa y ruidosa mentira! La misma Gaceta con emblemas distintos... Palabras van, palabras vienen. Los españoles cambian los nombres de sus vicios.

En cada parada del tren, Tarfe y sus amigos repartían el Manifiesto de Cádiz y los números de La Andalucía. Saludados eran con vítores, canticios roncos, augurios ardientes de un risueño porvenir. Ayudando a repartir proclamas, Ibero decía entre dientes: «Tomad, tomad vuestra alfalfa, borregos de la Revolución». En Alcázar y Tembleque su intensa amargura se desbordó en las formas de sarcasmo más envenenadas; extremaba su falso entusiasmo gritando: «¡Viva el Pueblo libre! ¡Abajo la Iglesia! ¡No más Trono ni Altar! ¡Venga la República, venga el Comunismo!».

Pasado Aranjuez, hallándose el hombre en un estado de profundo agotamiento muscular y nervioso, Tarfe se dispuso a pasar la mano por el lomo del pobre león herido. «A poco que reflexiones en el hecho que hoy te parece una desgracia, comprenderás que   —335→   es más bien un favor del Cielo... ¿Qué podías tú esperar de Teresa? Alégrate, tonto, de recobrar tu libertad... ¡Libertad... España con honra!... Eso hemos gritado... Pues con honra y libertad, ya estás en camino para volver a la sociedad a que perteneces, y en la cual por tu mérito te corresponde un puesto, una posición quiero decir... Como ahora estamos en candelero, gracias a Dios, yo te aseguro que para entrada... fíjate, para entrada, puedes contar con una plaza de diez y seis mil reales, ya en Hacienda, ya en Fomento. Pronto te subiremos a veinte mil... No puedes quejarte...».

Aturdido por su propia locuacidad de señorito parlamentario, no se fijó bien Tarfe en el rostro de Ibero, ni supo leer en él la expresión intensamente despectiva con que escuchada fue la promesa de protección. Irónico, destilando amargura, agradeció Santiago la generosidad del caballero, que a todos los buenos españoles quería dar abrigo y pienso en los pesebres burocráticos. Desde aquel momento, el infeliz Ibero, solo, errante, sin calificación ni jerarquía en la gran familia hispana, miró desde la altura de su independencia espiritual la pequeñez enana del prócer, hacendado y unionista... Hablando poco, aplicado cada cual a sus particulares pensamientos, llegaron a Madrid.

Toda el alma de Ibero ardía en un deseo furioso: acudir pronto a donde pudiera descifrar el tremendo enigma de su vida. En su última carta a Teresa le había dicho:   —336→   «Escríbeme a Madrid con doble sobre y esta dirección: Vicente Halconero y Ansúrez. Segovia, 3». En la estación despidiose de Tarfe, y cogiendo el primer coche que encontró, se fue derecho a interrogar al oráculo: Segovia, 3... Eran las dos de la tarde del 29 de Septiembre de 1868.

Recorriendo calles, vio el loco júbilo de Madrid, banderas, colgaduras, cuadrillas de paisanos armados que pronunciaban la sentencia histórica con vivas y mueras. Un letrero toscamente pintado dijo a Ibero que había caído para siempre la raza de los Borbones, y que a la Dignidad Suprema subía la Soberanía Nacional, la Voluntad del Pueblo... Este proclamaba su triunfo en alta voz, con alegre deambulación por las calles... El coche en que Santiago iba al negocio de su enigma tuvo que detenerse más de una vez por lo apretado del gentío. El cochero, que había brindado por los redentores de España en innúmeras tabernas, se ponía en pie en el pescante y echaba toda su voz gargajosa en loor de Prim, Serrano y Topete... Por fin, venciendo apreturas y dando tumbos sobre el infame piso de Madrid, llegó Ibero a la calle de Segovia, donde fue su cruel pitonisa la portera del número 3, que le soltó este oráculo triste: «Los señores han ido a la vendimia. No puedo decirle si hoy están en la Villa del Prado o en Méntrida. No se canse en subir, pues no hay nadie en la casa». Helado quedó Ibero. Su primer impulso fue emprender el viaje a la Villa   —337→   del Prado. Luego pensó que lo más práctico era tener domicilio en Madrid, escribir a Vicente Halconero, pidiéndole la carta si la tenía, y proseguir las averiguaciones visitando ante todo a la sutilísima tramposa.

Entregó su maleta a un chico mandadero, y llevándole por delante, encaminose a la calle de Santa Margarita, donde alojado estuvo en los días de Junio del 66. ¿Existirían aún la sosegada y silenciosa casa, la bonísima patrona doña Mauricia Pando, y el tan ilustre como esmirriado huésped Juanito Confusio?... Al atravesar la calle, vio un denso grupo de paisanos armados que iba en dirección del Ayuntamiento. Llevaban un lienzo a modo de pendón, con la fatídica leyenda: Cayó para siempre la raza espúrea, etc. Del grupo se destacó un hombre de rostro encendido y sudoroso que llevaba sable colgado de una cuerda, y llegándose a Ibero, le obsequió bruscamente con un estrecho abrazo. Era Malrecado, agente de Seguridad pública. Quiso el voluble polizonte arrastrar a Santiago a la manifestación popular; pero este se negó: acababa de llegar de la batalla de Alcolea; tenía que ventilar en Madrid un asunto urgente, y lo primero era instalarse en la casa que habitó dos años antes. Interrogado el corchete sobre varios puntos, aseguró que el pupilaje de doña Mauricia Pando no había tenido variación. De la residencia de doña Manuela nada sabía... Reteniéndole casi a la fuerza, quiso Ibero saber si se hallaban en Madrid algunos   —338→   amigos suyos que podrían ayudarle en la investigación emprendida. Díjole Malrecado que don Ricardo Muñiz estaba en aquel momento en el Gobierno Civil, armando con otros señores el tinglado de la Junta Nacional. Rivas Chaves debía de andar por los barrios bajos, que eran su terreno.

En esto, la procesión popular se atascó frente a Milaneses, chocando con otra que por la calle de Santiago venía de la Plaza de Oriente. La confluencia de las dos corrientes humanas produjo remolinos, más hervor y espumarajo de alegrías patrióticas. Torció Ibero hacia Herradores buscando paso franco, y tras él se fue Malrecado, en quien la frase de Ibero vengo de Alcolea determinó una fascinación irresistible. Venir de Alcolea era la mejor ejecutoria de valimiento político. La curiosidad y la ambición convirtieron al policía en satélite de Santiago. Corriendo a su lado, le refirió así los sucesos de aquel día:

«De madrugada se supo en Guerra que habíais ganado la batalla, y a eso de las ocho nos pronunciamos... El amigo Concha, don José, reunió Consejo de Generales, y se acordó nombrar Capitán General de Madrid a Ros de Olano, para que bajo el mando de este fraternizáramos pueblo y tropa. Yo, que estaba encargado de vigilar a la Junta Central revolucionaria, me puse a las órdenes de don José Olózaga... La verdad, como buen liberal, yo trabajaba por el Progreso bajo cuerda... Mandome don José   —339→   en busca de Rivero, escondido en la calle de Tabernillas... Le llevé a la casa de López Roberts, calle de la Libertad, donde ya estaban Madoz, Figuerola, Moreno Benítez... Muñiz me cogió después para que le acompañase a sacar de la prisión a don Amable Escalante, y a reunir gente que se le agregara... Fue don Amable al Principal; habló con el General Ros; pidió que se le diera orden para tomar armas del Parque... corrimos a San Gil... volvimos... gritamos. Escalante arengó al pueblo soberano en la Puerta del Sol... Entusiasmo, delirio... Pena de muerte al ladrón... ¡Viva España con honra!... ¡Cayó para siempre, etc...! Amigo Ibero, siempre fui de la cáscara amarga tirando a democrático... Pues sigo: Ros de Olano nombra Gobernador de Madrid a don Pascual Madoz, el cual me dice: 'Malrecado, ves en busca de Vega Armijo, del pollo antequerano y de...' no me acuerdo de quién. Yo me volvía loco de tantos quehaceres, de tanto ir y venir... En estos trajines me coge Rivero y me dice: 'Malrecado, hágame el favor de avisar a don Vicente Rodríguez...'. Ya no me acuerdo de lo demás que me encargó, y que no pude cumplir, por tener que correr al Ayuntamiento detrás de don José Olózaga, llevándole un cartapacio con papeles... Junta reunida en el Ayuntamiento... Junta en el Gobierno Civil... yo loco, atendiendo aquí y allá... Don Manuel Cantero me manda llamar a Pepe Abascal; este me ordena que traiga a   —340→   Rojo Arias, y por fin se constituye la Junta Nacional, que gobernará hasta que vengan los amigos Serrano y Prim... Ahora se están formando las Juntas de distritos, y si usted quiere, influiremos para que en el mío pueda yo entrar siquiera como suplente, pues méritos sobrados tengo para ello...».

Respondiole Ibero que a él no le importaban un ardite las Juntas. A Madrid venía por un negocio particular. Si a resolverlo le ayudaba el señor Malrecado, se lo agradecería mucho; pero sin darle recompensa metálica ni empleo, pues él no tenía dinero ni valimiento político. Oído esto, se enfrió de súbito el interés que al aventurero mostraba Malrecado, y pretextando quehaceres en otra parte, dio media vuelta y le dejó en la calle de Leganitos... Poco tuvo que andar Santiago para llegar a la presencia de doña Mauricia Pando, que le recibió con su habitual finura. «Pase usted, señor Conde, y descanse... Ocupará la misma habitación de hace dos años. No tengo ahora más huésped que el señor de Confusio, que en estos momentos anda por Madrid viendo cómo cuece el pueblo la Historia verdadera... Está muy triste, porque su protector Beramendi no ha vuelto todavía de San Sebastián... Venga esa maleta, y despida usted al chico mandadero... Pase a su cuarto. ¿Quiere acostarse, quiere comer algo?... Al punto le serviré. ¿Qué dice?... ¿Lavarse, escribir? Aquí tiene agua, jabón, tintero y pluma. Le traeré   —341→   papel del que usa Juanito para escribir de los Reyes que aún no han nacido».

Mientras Santiago sacaba de su maleta la ropa limpia, la patrona informaba. «De Manuela Pez puedo decir a usted que ya no vive en la calle de San Ignacio, sino en la del Viento, esquina a la de los Autores, ¿no sabe?, en aquel altozano, frente al Arco de la Armería... Dos semanas hace que no la veo... Recibe algún dinero de su hija, y con eso y lo que aquí se agencia va tirando. A mi oreja ha llegado un rumor, salido, según creo, de la boca de Manuela Pez, y es que Teresita ya no está con el negro salvaje que la llevó a Francia, sino con un serenísimo Duque adinerado. No sé si es verdad. Si tiene usted interés en averiguarlo, váyase a la calle del Viento y hable con Manolita, que desde que se sublevó la Escuadra, según me han dicho, se pasa el día brindando por Serrano, Prim y Topete».

Pronto despachó Ibero su carta; luego redactó un telegrama para Madame Plessis, preguntándole por Teresa; devoró a prisa parte de lo que le ofreció la patrona, y salió para el correo y telégrafo. Despabiladas en corto tiempo estas diligencias, fue a la calle del Viento, donde no tuvo que hacer indagaciones para encontrar a la tramposa sutilísima, porque la suerte se la deparó en la calle rodeada de una turba de mujeres y chiquillos. Sólo por la exaltación patriótica podría explicarse la descompuesta facha y ademanes escénicos de Manolita. Arrastraba   —342→   la buena señora una falda negra de larga y deshilachada cola, recamada del polvo y basura de la calle; cruzaba su pecho una toquilla o nube azul con desgarrones, y en su cabeza descubierta las guedejas grises mal recogidas tendían a enroscarse y esparcirse, como las serpientes de la cabellera de Medusa. Al público infantil y femenino que la seguía, arengaba con roncos disparates, que al llegar Ibero terminó de este modo: «¡Viva España con deshonra!... No, no, hijos míos: entendámonos. España con nuestra honra... somos la honra de España».




ArribaAbajo- XXXIII -

Acercose Ibero, aunque desde el primer instante hubo de conceptuarla borracha o loca, abordó ante ella la cuestión magna. Para su información y consulta no tenía más que aquel triste documento, escrito con garabatos ininteligibles. «Soy Santiago Ibero -le dijo-. ¿No me conoce usted? ¿No recuerda haberme visto dos años ha en la casa de su amiga Mauricia Pando?... Vengo de Andalucía, y quiero que usted me dé noticias de Teresa, óigalo bien, de Teresa...». Soltó doña Manuela una risilla entre burlona y dolorida, y estas palabras incoherentes: «Vos, el salvaje negro... preguntáis por mi hija... ¡Oh! Teresa, Duquesa... hija del alma...   —343→   Llevadme, si gustáis, a la casa grande, ¡oh!... Veréis que ha sido ella, ella sola, sin mi consejo, la que ha tomado por querindango al Duque... ¡ah, el Duque!... Ahí le tenéis en el Regio Alcázar... Es de los Muñoces de Tarancón, que tienen una pata en el Trono de España y otra en Flandes de las Asturias». El encendido color del rostro de la vieja, que echaba lumbre de sus mejillas, la peste a vinazo que iba delante de las palabras abriendo paso hacia el oyente, confirmaron a Ibero en la idea de que se las había con una pobre mujer alcoholizada.

Sintió el joven un impulso fiero de estrangularla o segarle el pescuezo... A la fiereza sucedió instantáneamente la compasión, y el deseo de un informe cierto volvió a ganar su alma. Tiró del brazo de la vieja; la llevó al pretil que da frente al Arco de la Armería, y con palabras cariñosas trató de sacar de aquel turbado cerebro la verdad que buscaba: «Serénese, doña Manuela, y respóndame a esta sola pregunta: ¿está Teresa en San Sebastián?... ¿Ha tenido usted carta de ella?... Contésteme, y no mienta. Tengo mal genio, y el que me engaña una vez no me engañará la segunda. Soy bueno para el que me dice la verdad». Doña Manuela, pasándose la mano por la cara, exhaló un gran suspiro. Los muchachos que la rodeaban prorrumpieron en chillidos burlones. Evocando toda su paciencia, Ibero procuró aislar a Manolita de la chusma que la toreaba. Una mujer dijo a Santiago: «No le   —344→   haga caso, señor. Los días que se entrega al vicio, su cabeza es una pajarera...». «¿Es usted vecina de esta pobre señora? -preguntó Santiago a la mujer desconocida-. ¿Puede decirme si sabe algo de lo que acabo de preguntar?».

«Sí, señor -replicó la mujer-: sé que la Teresita está en San Sebastián. He visto la carta fechada en aquel pueblo, en que dice a su madre que está buena, y le manda diez duros...». Interpúsose entonces doña Manuela con este nuevo chispazo de su incendiado cerebro: «Venid vos, gallardo negro y salvaje, a mi casa... No es casa opulenta, sino más bien de vecindad... de las de tócame... Tú, don Roque, busca a Teresa en la casa de enfrente... piso segundo... pregunta por los Muñoces de Tarancón, Duques ellos, Príncipes ellos... Yo aquí mirando... yo aquí viendo pasar la España con deshonra... Hijos, ¡viva la Libertad que habéis conquistado con vuestro sudor! ¡Viva el sudor del pueblo!...». Volviéndole la espalda, Ibero miró a la calle, y vio que al frente de un grupo pasaba Rivas Chaves. Con repentino júbilo le llamó por su nombre dos, tres veces. Pero el patriota iba ya lejos en dirección de la Puerta del Príncipe, y no oyó la voz clamante. Pensaba Ibero que el primo de Manolita podía darle la luz que en vano quiso obtener del inflamado entendimiento de la vieja. Sin hacer ya ningún caso de esta, que seguida de su coro angélico tiró hacia la calle del Factor, bajó por la de Requena   —345→   en persecución del amigo, perdido entre la multitud estacionada frente a Palacio. Abriose paso con dificultad, y por fin, entre tantas cabezas allí aglomeradas, alcanzó a ver la de Chaves, que fácilmente de las demás se distinguía. Con fuertes voces le llamó hasta conseguir que se fijase en él. Alzando los brazos, el patriota le gritó con alborozo: «¡Hola tú, Iberillo, ven... Libertad tenemos!». A fuerza de codos pudo Santiago llegar hasta él, y sin entretenerse en saludos, le dijo: «Don José, quiero entrar en Palacio; ya le diré por qué». El ardiente revolucionario, hecho a mandar al pueblo, empezó a dar voces: «Caballeros, abran paso, que este señor viene de parte de la Junta». Luchando con la onda humana llegaron a la Puerta del Príncipe, que estaba entornada. Chaves empujó, diciendo: «Abre, Muñocito: soy yo; vengo con este amigo, que es de los de ley, y podemos confiarle una guardia». Tuvo tiempo Santiago de ver un papel de doble folio pegado en la puerta con obleas, en el cual se leía en letras gordas:

En este edificio existen delegados de la Junta Provisional.

Hallose Ibero en el largo zaguán que conduce al patio, y lo primero que llamó su atención fue un joven de levita y sombrero de copa, que daba órdenes a una veintena de hombres del pueblo, armados unos, otros por armar. Con los instrumentos de guerra   —346→   que allí se repartían, podía formarse un pintoresco museo militar... Próximo al joven del alto sombrero, un caballero de mediana edad, vestido con elegancia y descubierto, hacía discretas indicaciones para organizar la custodia del edificio: era un empleado de la Intendencia. Un paisano joven de gallarda estatura, armado en toda regla con fusil, correaje, sable y canana, colaboraba en aquellas disposiciones salvadoras: era un empleado en la Fábrica Nacional del Sello. Actuaba también allí en la Plana Mayor don José Chaves, que había salido poco antes con una urgente comisión para la Junta Suprema. Al volver con la respuesta, ocurrió el encuentro con Ibero. Entraron a un tiempo y...

Antes de referir la comunicación verbal que de la Junta Suprema trajo Chaves, conviene que se dé conocimiento del origen de aquella singular escena, tan contraria a la normalidad palatina. El joven de la levita y chistera (ambas prendas harto deterioradas, rugosas y polvorientas por el extremado roce que habían tenido con las multitudes populares en aquel agitado día) era un tipógrafo natural de Ciudad-Rodrigo, llamado Casimiro Muñoz, que trabajaba en el periódico de la tarde La Reforma, fundado por Manuel Fernández Martín, y que tenía su imprenta y redacción en la Plazuela de Lavapiés, esquina a la calle del Tribulete.

En la mañana del 29, hallábase el buen Muñoz laborando en las cajas de su periódico,   —347→   cuando entró Fernández Martín con la noticia de la victoria de Alcolea, que era el Alleluia de la Revolución. Entre gritos de júbilo, se dispuso escribir, componer, imprimir y echar inmediatamente a la calle una Hoja extraordinaria. Todo se hizo con febril presteza. Los unos desde las cajas, los otros desde la redacción, percibían la efervescencia popular y el jaleo entusiasta de las muchedumbres. Casimiro no podía contenerse, y apenas terminada su tarea, quiso ver, oír y palpar la Revolución, y hacerse suyo en cuerpo y alma. Fue a su casa, un cuarto piso en la calle del Humilladero; se puso los trapitos de cristianar, sin darse cuenta de la oportunidad de lucir su mejor ropa en día de trifulca, y se lanzó a las calles con el vago presentimiento de que su Destino le asignaba un importante papel en los albores del nuevo Régimen...

En la Puerta del Sol vio Casimiro a don Amable Escalante arengando al pueblo; oyó que en el Parque de Artillería podían los ciudadanos proveerse de armas. Corrió a la Plaza de San Marcial; pero el excesivo cúmulo de gente impidiole ser caballero militante. Inerme y sin otra prestancia que la que le daba su alto sombrero, fue hacia la calle de Bailén y Plaza de Oriente; notó que por la Puerta del Príncipe entraban hombres y muchachos de mal pelaje; colándose entre los grupos, llegó al patio, donde unos cuantos bigardos y chulos indecentes, con palos y navajas, intentaban desarmar a los   —348→   alabarderos. Algunos de Estos, sobrecogidos por las injuriosas amenazas y groserías de la plebe, entregaron sus picas; otros subieron a refugiarse y hacerse fuertes en el cuerpo de guardia llamado el Camón...

Contemplaba indignado el bravo cajista este desagradable espectáculo, cuando se le acercó un señor de aspecto distinguido que le dijo: «¿Es usted de la Junta?». Contestó Muñoz negativamente, doliéndose de no tener autoridad para enfrenar a la canalla... «Si no tiene usted autoridad, parece tenerla -dijo el desconocido sujeto, y esta manifestación fue el primer efecto de la ropa negra y sombrerote que el cajista llevaba-. Yo soy empleado de la Intendencia; pero nada puedo hacer. Esta gentuza la emprenderá contra mí si sabe que soy de la casa». Casimiro tuvo una idea luminosa, y con la idea brotó en su alma noble el propósito de ponerla en ejecución al instante.

«Proporcióneme usted en seguida -dijo al de la Intendencia- papel, pluma y tinta». Procediendo sin demora, como las circunstancias exigían, el caballero palatino le llevó a un entresuelo que daba a la Plaza de la Armería. Allí escribió Casimiro con letra gorda y en papel de barba el aviso que Santiago vio en la puerta del Príncipe. Dos más escribió, saliendo él mismo inmediatamente a fijarlos con obleas en las puertas de Palacio. Ordenó que fuesen cerradas las de la Plaza de la Armería, y sólo quedó abierta la del Príncipe. Fijados los cartelillos, volvió   —349→   adentro el hombre, y encarándose con la pillería que en el patio y pie de la escalera tramaba el asalto de las habitaciones altas, soltó con enérgica voz esta conminación: «¡Eh, pronto... a la calle!... Soy de la Junta... Estoy encargado de la custodia del Palacio Real... Ya viene la fuerza... A la calle, digo».

Y sin detenerse salió a la Puerta del Príncipe con dos objetos: no permitir la entrada de más chulapería, y llamar a cuantos paisanos de honrado aspecto pasasen. ¡Nuevo y más admirable efecto de la levita y bimba, a que daban más autoridad las iracundas voces del atrevido tipógrafo! A muchos contuvo a empujones; a otros metió dentro, ofreciendo en nombre de la Junta dos pesetas por el servicio de guardia, y luego colocación en los trabajos del Ayuntamiento. Acertó a pasar Chaves, que era conocido y vecino de Muñoz, y con el refuerzo de tan buen ciudadano vio el cajista su obra coronada por el éxito. Otro de los que entraron a montar la guardia fue el empleado del Sello... Por fin, organizada una fuerza provisional honrada y de buena presencia, desalojaron a los gandules, y Palacio quedó en condiciones de defensa eficaz. En esto, el que se había hecho por su energía y audacia dueño de la situación, ordenó a Chaves que corriese al Gobierno Civil y notificase a la Junta lo que en Palacio ocurría. Fue allá el patriota, y acompañado de Ibero, volvió al poco rato, con esta desconsoladora respuesta:   —350→   «Los señores de la Junta se están constituyendo... No pueden disponer envío de delegados ni de fuerza alguna hasta que se constituyan».

«¡Vaya con la pachorra de los señores junteros!». Contra ella protestó Casimiro, pisando fuerte en el patio y haciendo gala de la autoridad tan gallardamente conquistada. Entre tanto, Ibero y el paisano del Sello acabaron de limpiar el edificio de la gentuza que aún quedaba en las galerías y escalera. Presentose a la sazón un viejecito, que era el llavero de Palacio, y Muñoz, acompañado de Ibero y Chaves, determinó hacer una requisa en las habitaciones altas, para ver si los pilletes habían cometido algún desmán.

Precedidos por el llavero, que iba franqueando las puertas, los fingidos delegados de la Junta, recorrieron varias estancias lujosas, que a todos causaron maravilla. En las de la Infanta Isabel vieron y examinaron objetos curiosos, entre ellos un lindo libreto de rezos. Entre sus hojas había una carta autógrafa de Pío IX, aconsejando a Su Alteza que no vacilase en casarse con el Conde de Girgenti... En una gaveta hallaron una carta del Infante don Sebastián, que contenía un mechoncito de pelo... Terminada la requisa, se les comunicó por el empleado de la Intendencia que habían llegado tres caballeros preguntando por los delegados que indicaban los carteles fijos en las puertas. Acudió Muñoz, dio a los tres señores enviados por la Junta cuenta y explicación   —351→   de lo que había hecho para salvar el edificio desamparado por la autoridad, y entre el fingido y los verdaderos delegados para defensa, vigilancia y administración del Real Palacio, reinó perfecta concordia. Los guardianes legítimos aprobaron sin reservas lo dispuesto y ejecutado por los intrusos, y estos, que tan gran servicio habían prestado a la Nación, quedaron agregados por aquella noche a la comisión oficial.

Dadas las nueve, algunos hablaron de descanso y cena. Ibero cogió a Chaves, y llevándole aparte, secreteó con él de este modo: «Dígame, don José, ¿este Muñoz es por ventura de los Muñoces de Tarancón, Duques ellos, Príncipes ellos...?». Soltó la risa el patriota, y con ella esta franca respuesta: «¿Te has vuelto tonto? ¡Si este es un pobre cajista de La Reforma! Le conozco... somos vecinos en la calle del Humilladero... excelente muchacho, de los charros de Ciudad-Rodrigo, buen liberal y ciudadano de ley, como has visto».

Suspiró Ibero; refirió su turbación y mortales ansias, añadiendo la poca substancia informativa que pudo sacar de la trastornada madre de Teresa. Cariñosamente le respondió el amigo que no se fiara de palabra alguna salida de la boca de la Manuela, pues la pobre mujer empinaba el codo más de lo regular, y de vez en cuando cogía unas turcas horribles que le duraban tres días. «Cierto es que cuando está peneque había del nuevo arreglo de la hija con un   —352→   Muñoz de los de Tarancón; pero a mi ver, esta idea es tan sólo el vapor del vinazo y aguardentazo que se mete en el cuerpo... De si está Teresa en San Sebastián, nada puedo decirte. La suposición de que habite en este Real Palacio, ponla a la cuenta de la chispa que ha cogido Manuela estos días para celebrar a su modo la sublevación de la Escuadra. Y para más seguridad, requisaremos todo el edificio de abajo arriba... ¿Qué piensas?».

-Que con mi pena y mi cansancio, estoy tan borracho como mi suegra... y basta que una cosa sea disparate para que la piense yo... Mis dudas son peores que la muerte.




ArribaAbajo- XXXIV -

Avanzada la noche y cerradas las puertas de Palacio, bajaron a las cocinas Muñoz y uno de los delegados en busca de provisiones. Tan sólo hallaron un jamón en dulce, tres botes de melocotón en conserva y dos panes grandes, duros ya como adoquines. Esto no era bastante, y como también había que repartir algo de cenar a los cincuenta y tantos hombres, entre paisanos y alabarderos, que componían la guardia, resolvieron mandar traer de fuera pan y butifarra en abundancia; el vino indispensable subiéronlo   —353→   de las bien surtidas bodegas de Palacio. Ibero y Chaves, una vez que requisaron sin resultado alguno los pisos segundo y tercero, bajaron a tomar su parte de la cena... Por iniciativa del empleado de la Intendencia se cometió la expoliación más inocente que los guardianes podían permitirse. Del rico depósito de tabacos habanos que en los sótanos había, mandaron subir un par de docenas de cajas, con lo que, después de llenarse los bolsillos (que hay que mirar siempre por el día de mañana), tuvieron para fumar toda la noche. El tabaco es la alegría de las guardias y el mejor compañero de los largos plantones.

El incansable Muñoz y tres más descendieron nuevamente a las cocinas y despensas. Olfatearon y revolvieron diferentes escondrijos, y en un cuarto obscuro destinado a depósito de cenizas encontraron una maletita de viaje. Con el precioso hallazgo subieron al entresuelo, donde tenían su Cuerpo de guardia. Abierta fue la maleta con las debidas formalidades, y de ella sacaron seis mil duros, parte en billetes, parte en oro y plata, varias sortijas de oro y brillantes, dos de ellas con la corona real, un collar de perlas en su estuche, unas tenacillas de plata para el azúcar, y varias prendas de ropa interior de caballero.

De todo se levantó acta minuciosa, que firmaron los delegados con Muñoz y Chaves, y se redactó un oficio al Gobernador de Madrid, don Pascual Madoz, para que se hiciese   —354→   cargo de aquellos objetos y de otros que en el curso de la noche se encontraron. Entre estos figuraba un interesante libro de apuntes, descubierto por Ibero y Chaves en las estancias del Príncipe Alfonso. Era el Registro en que los Gentileshombres del Cuarto de Su Alteza, señores Morphy, Ulibarri y Losa, anotaban diariamente los actos, juegos, lecciones y dolencias del heredero de la Corona. Pasada media noche, el sueño y la fatiga rindieron a los guardianes del Real Alcázar. Los que no debían permanecer en vela acomodáronse en divanes de la Intendencia, o por la galería pasaban al Camón; otros descubrían, en los entresuelos altos y bajos de la servidumbre, mullidos lechos. Ibero y su amigo se apoderaron de un cuartito próximo a la Escalera de Caoba, en el cual solían dormir los Monteros de Espinosa. Las camas, aunque de campaña, ofrecían comodidad a los hombres rudos, desconocedores de la molicie. Chaves dijo a su compañero: «Acuéstate y descansa, que a Madrid has traído agujetas y desvelo de ocho días... Paréceme que has echado ya de tu pensamiento esa maldita idea».

-Sí -dijo Ibero tendiendo a lo largo sus doloridos huesos-. ¡Teresa en Palacio! ¡Desatino como ese...! Fue una turca horrorosa que me comunicó doña Manuela con su aliento envenenado... Ya se me despeja la cabeza, ya me habla el corazón, y me dice... Necesito recogerme para oír bien lo que quiere decirme.

  —355→  

Tumbose a su vez el patriota, y al poner su cabeza en la almohada, la puso ya dormida... Santiago, cuya excitación cerebral se rebeló un instante contra el sueño, recordó palabras interesantes de su maestro el capitán Lagier. Este le había dicho en Cádiz: «En nuestra conducta influyen de un modo misterioso seres inteligentes e invisibles... No te preocupes de las experiencias y comunicaciones... Los buenos espíritus vendrán a ti sin que tú los llames...». Repitiendo estas palabras con un deseo muy vivo de que tuviesen eficacia real, entre dormido y despierto Santiago vio a Teresa... Entraba la hermosa mujer en la estancia, mal alumbrada por el mechero de gas de la próxima Escalera de Caoba, y pasito a paso se aproximaba risueña, con aquel ángel de su mirada y rostro que no tenían en toda la humanidad semejante. Ibero le dijo: «Teresa, ¿dónde estás?... Para que no dude de ti, dime en qué pueblo estás». Vestía Teresa como en el obrador de encajes, con su elegante delantal blanco recamado de cintitas rojas. Viéndola muy cerca, inclinada y sonriente, con vaga expresión de burlona confianza, el amante le habló así: «Teresa, dime si te has muerto... Por Dios, dímelo, y no me tengas en estas ansias. Si estás en la Eternidad, allá iré yo contigo...». Pasado algún tiempo, cuya duración el durmiente o semi-despierto no podía precisar, la imagen de Teresa se desvaneció.

Santiago repetía en su cerebro la visión   —356→   próxima de las estancias de Palacio por las cuales había discurrido con Chaves y el viejecito llavero; vio las enormes salas silenciosas y frías, de altos techos, en que bailaban figuras pintadas; las paredes revestidas de riquísimas telas, las estofadas consolas, las chimeneas de jaspe que sustentaban relojes y candelabros con muñecos mitológicos; los retratos de Reyes muertos, el manso Carlos IV, el narigudo Carlos III, y Reinas con blancas pelucas y deformes tontillos; vio las sillas y altos sillones puestos en formación a lo largo de las paredes, gravemente vestidos de sus fundas de lienzo, como frailes con los capuchones calados en la ringlera del coro... Las estancias pasaban; una se iba, y llegaba otra. En la última vio a doña Isabel pintada con tintas y pinceles de adulación, vestida de azul y plata, el cabello en cocas, medio cuerpo dentro del inflado miriñaque, coronada la frente, los claros ojos azules diciendo bondad, pereza mental, abulia, la mano derecha blandamente caída sobre un cojín rojo, donde estaban la corona y un cetro ideal, semejante al que llevan los reyes de baraja.

En medio de esta soñación de los aposentos palatinos, apareció de nuevo Teresa, con su trajecito de encajera... Pisaba las blandas alfombras de Santa Bárbara o las finas esteras de junco, con voluble y gracioso andar... Ibero, angustiadísimo, bañada la frente en frío sudor, le decía: «Ven aquí, Teresa: ¿qué haces?, ¿por qué andas de un lado a   —357→   otro sin fijar tus ojos en mí? Acércate y dime si te has muerto... Voy creyendo que ya no estás en el mundo de los vivos, sino en el de los espíritus inteligentes e invisibles. Si es así, ¿por qué te veo?... ¿Seré yo también espíritu, y me habré muerto como tú? Sácame de esta duda; y si en realidad somos espíritus, ¿por qué estamos en este caserón maldito y no en los libres espacios del Universo?».

Las diez del día 30 serían cuando despertó Chaves, y tan profunda y sosegadamente dormido vio a su compañero, que no quiso interrumpirle el sueño y salió en busca de los demás guardianes para ver qué novedades ocurrían. El primero que se echó a la cara fue Casimiro Muñoz, coronado ya de su respetable sombrero. Disponíase el valiente joven a volver a su trabajo de cajista, satisfecho de haber evitado el saqueo y profanación del Real Palacio en el turbulento 29 de Septiembre. A la misma hora en que Muñoz salía de la que fue morada de los Reyes (día 30), entraba un chico de Telégrafos en la humilde casa de doña Mauricia Pando, calle de Santa Margarita. Llevaba un telegrama para Santiago Ibero, transmitido desde París por la primera oficiala de Madame Plessis. Aunque cerrado lo guardó la patrona esperando el regreso del huésped, bien puede el historiador penetrar dentro del papelejo y leer y traducir su contenido. Así decía: «Úrsula y Teresa en Biarritz San Sebastián trabajando artículo.- Pauline».



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ArribaAbajo- XXXV -

A Biarritz llegaron las dos mujeres el 18 de Septiembre, y el 20 fueron a San Juan de Luz y San Sebastián. A los tres días tornaron a Biarritz. Anualmente hacía la Plessis su excursión mercantil a la frontera de España, y en aquel otoño tuvo singular empeño en llevar consigo a Teresa. Resistió la española cuanto pudo; mas al fin fue conquistada por la autoridad y el cariño de su patrona. Del inopinado viaje dio conocimiento a Santiago en carta que le dirigió a Madrid, según aviso de él, al cuidado de Vicentito Halconero. Entre otras cosas amables y chuscas, le decía: «Para evitar que me conozcan, me visto y me peino de una manera algo estrambótica, me finjo italiana, tomo el nombre de Beatrice, y hablo un francés enteramente macarrónico. El 27 volveremos a San Sebastián. Escríbeme allí: Hotel Ezcurra».

Hallábanse las encajeras el 29 de Septiembre muy atareadas, trabajando su artículo de casa en casa y de hotel en hotel, cuando llegaron a San Sebastián las emocionantes noticias de Alcolea y Madrid. España entera se estremecía de júbilo; sólo permanecía muda y al parecer tranquila la Bella Easo, por respeto a la desdichada Majestad que en su recinto se albergaba. Suspendidos los negocios   —359→   por la grande inquietud de la colonia estival, Úrsula y Teresa salieron a ver lo que ocurría. No lejos del Hotel de Inglaterra, donde moraba la Corte, vieron partir los coches de la Casa Real hacia la estación. No necesitaron preguntar... En los corrillos próximos decía la gente que el Marqués de La Habana llamaba desde Madrid a la Reina... Su presencia sola calmaría la tempestad... Al poco rato, hallándose las parisienses en el paseo del Urumea, vieron que los coches volvían de la estación con las mismas personas que antes llevaron... ¿Qué ocurría? Pues nada: que estando ya Su Majestad y real familia y servidumbre dentro del tren, llegó otro despacho de Concha, diciendo poco más o menos: «Que no venga. Esto está que arde... Ya no hay remedio».

Entró de nuevo la Señora en el Hotel como en una cárcel, y el infortunio pesó ya gravemente sobre su corazón. Aún sentía en su cabeza la corona, por costumbre de aquel peso ideal, y engañada todavía de los espejismos puestos ante sus ojos por la superstición, vislumbraba socorros enviados a última hora por la Providencia. Y si la Reina, dentro de su improvisado palacio, esperaba el milagro, fuera del edificio y frente a él la embobada multitud, montando a pie firme la incansable guardia de la curiosidad, leía en las puertas y ventanas de una fonda la última página de un reinado. El buen pueblo de San Sebastián y la colonia de forasteros castellanos no sentían inquina contra   —360→   la Reina; pero sí un fuerte anhelo de la novedad histórica, de ver cómo se deshacía una época, y cómo corrían a encasillarse en la Actualidad los tiempos que algunos días antes parecían lejanos.

Embutidas entre la multitud atenta y piadosa, Teresa y Úrsula también leían en el rostro del Hotel de Inglaterra lo que aún faltaba saber del acabamiento de una dinastía. Es bella la muerte de las cosas grandes... La caída de un trono no se ve todos los días... ¿Cómo es un soberano en el momento de quedar cesante? En estas ansias de curiosidad estaban las encajeras, cuando junto a ellas se abrió paso un caballero cuarentón, de noble y gallarda figura. Teresa lo señaló a su amiga con estas palabras: «Ese que ha pasado y entra en el palacio es el Marqués de Beramendi... excelente persona... y de mucho talento. De seguro dará a doña Isabel buenos consejos».

Sin que nadie le detuviera, pasó Beramendi a una estancia del piso bajo, donde vio cuatro personas, mudas, pensativas: eran el Alcalde la ciudad, un diputado por Guipúzcoa, un teniente coronel de Ingenieros y el Gentilhombre de servicio. A este manifestó Beramendi su deseo de hablar brevemente con la dama de la Reina, Marquesa de Villares de Tajo. En el corto tiempo que tardó en presentarse la moruna, el Marqués cambió con aquellos señores palabras de cortesía mortuoria, como las que amenizan las visitas de duelo, los entierros   —361→   y funerales. El Gentilhombre, anciano de larga domesticidad en la casa, suspiraba... y aun creía en los milagros políticos. Escuchándole, Beramendi no pudo eximirse de la tristeza que proyectaba la casa de la Reina sobre cuantos entraban en ella. La Corte de España, reducida a la vulgar estrechez de los cuartos de una posada, sugería meditaciones dolorosas. ¡Qué soledad, qué abandono! Los Grandes de España, los Próceres del Reino, ¿dónde estaban?, ¿dónde los Príncipes de la Milicia, de la Magistratura, de la Iglesia? El pobre Trono se caía sin que le prestase apoyo su robusto hermano el Altar.

La entrevista del caballero con Eufrasia fue breve. Apartáronse los dos a un ángulo de la estancia para hablar, en pie, como si hicieran alto en medio de un camino. «Vengo a decirte que si la Reina persiste en la buena idea de la abdicación, debes hacer los imposibles para que ciertas personas enfatuadas no malogren este pensamiento, única salvación que se vislumbra... He tenido noticias directas de Serrano. Si doña Isabel abdica en don Alfonso, salvará la dinastía, ya que no salve su persona. El Duque de la Torre no pondrá obstáculos a esta solución».

-Hay otra mejor -dijo la dama sin necesidad de bajar mucho la voz, pues a consecuencia de un enfriamiento estaba casi afónica-. Esta solución que voy a revelarte tiene sobre la tuya la ventaja de que no hay que pasar por el sonrojo de tratar con Serrano...   —362→   A mí se me ocurrió esta idea feliz, y cuando tenía la palabra en la boca para decirlo a la Señora, saltó ella con lo mismo... Las dos lo pensamos a un tiempo... Como que es la pura lógica... Oye: Su Majestad tomará el camino de Logroño, y en presencia de Espartero abdicará en el Príncipe de Asturias...

-Bien, admirable.

-Falta lo mejor... La Reina, después de abdicar, partirá inmediatamente para Francia, dejando al nuevo Rey en poder del Regente Espartero.

-¡Admirable... hermosísimo! -exclamó Beramendi con sincera convicción y entusiasmo-. Es la clave del porvenir, es la salud de España... Pero... ya debíais estar andando hacia Logroño... El tiempo apremia... No hay que perder horas ni minutos.

-Esta noche se decidirá la partida...

-¡Ay, Dios mío!, temo aplazamientos que serían mortales; temo que algún mal amigo, algún obcecado palaciego, tuerzan esa dirección salvadora, la mejor, la única.

-Veremos -dijo la dama con bostezadora indolencia-. Dios nos inspire a todos. Retírate. Tengo que volverme arriba. La Señora, don Francisco y Roncali están tratando de los términos del Manifiesto que se ha de dirigir a la Nación.

-Y España dirá: «¿Manifiestos a mí?». Es hora de hablar al país con hechos robustos, no con retóricas vacías.

-Los hechos a veces quieren hablar y no   —363→   pueden -murmuró Eufrasia con voz apenas perceptible, arropándose en su manteleta.

-¿Tienes frío...?

-Siento el frío de la proscripción... La desgracia de doña Isabel me ha cogido desprevenida... Si hubiera yo sospechado que venía tan pronto, no habría salido de mi casa. Pero no puedo decir: «ahí queda eso». No se trata ya de la Reina, sino de la amiga.

-Merece consideración la pobre Majestad, abandonada por los que la llevaron a la perdición. ¿Qué Ministros quedan aquí?

-Ninguno más que este señor Roncali. Catalina, Orovio, Belda y Coronado se han ido a Francia. Ponen a Concha que no hay por dónde cogerle.

-Y Concha dice que aquí sigue funcionando la Camarilla, y que se expiden órdenes militares sin el refrendo del Ministro de la Guerra.

-No hablemos del Marqués de la Habana, que ha jugado con dos barajas, la de Isabel II y la de la Revolución.

-Eso no es verdad. Se le han pedido a Concha milagros, y esos no los hace más que Sor Patrocinio... En fin, amiga mía, no es ocasión de disputas agrias. Única absolución de tantos errores: salir inmediatamente para Logroño...

-Yo lo aconsejo... Idea mía fue... No puedo decir más. Adiós, Pepe... Tengo frío.

-Adiós, moruna... Cuídate. Estos aires de la frontera son malos.

Despidiéronse afectuosos, y Eufrasia subió   —364→   lentamente, agobiada por inmenso tedio, la escalera del Hotel-palacio. El silencio de muerte que reinaba en la última residencia de la Monarquía, fue turbado por el trajín de los criados que servían la comida en las habitaciones altas. Comida y servicio resultaban de una modestia grave, sin ningún esplendor palaciano. Los Reyes y Príncipes estaban en aquella vivienda, relativamente pobre, como inquilinos desahuciados que al abandonar la casa sin saber a dónde ir, se aposentan por una noche en la portería.

El día 30 amaneció envuelto en la dulce humedad de las mañanas cantábricas. El toldo de plata, sin lluvia, velando los ardores del sol, era propicio a la vagancia callejera y al abandono de los negocios. Desde muy temprano acudieron las bandas de curiosos a situarse frente al Hotel, a la entrada de la Concha. Muchos que iban al baño, con la sábana envuelta en hule, se detenían para ver cosa tan desusada como el éxodo de las Instituciones.

Acudieron también al acto las encajeras, y estando en filas, vieron que, como en la tarde anterior, entraba en la morada real el Marqués de Beramendi. No necesitó ser introducido: al dar sus primeros pasos en el interior de la casa, observó una completa relajación de la etiqueta. Resueltamente pasó al gran salón de la derecha, que era el comedor del Hotel. La mitad, o una tercera parte de la mesa, tenía mantel y servicios de desayuno de café y chocolate, ya consumido.   —365→   En la otra parte, sobre el tablero desnudo, se veían maletitas, sacos de viaje, líos de bastones, espadines y paraguas.

De manos a boca tropezó Beramendi con el Marqués de Loja, don Carlos Marfori, Intendente de Su Majestad. Saludáronse con afecto empañado por la tristeza. Conocía Fajardo al sobrino de Narváez de los tiempos en que no figuraba en la política ni tenía más significación que la de su parentesco con el General; le apreciaba por su caballerosidad y por la firmeza de sus ideas retrógradas, que sostenía con modestia y sin ofender a nadie. Después, cuando Marfori escaló un Ministerio, y de este saltó a Palacio, ya era otra cosa. El trato entre ellos fue menos frecuente, y sus relaciones algo frías. Apenas cambiaron sus saludos en aquel día nefasto, comprendió José María que era un tanto impertinente hablar de política. No obstante, se aventuró a esta sencilla pregunta: «¿Va Su Majestad directamente a Francia?... Algo se ha dicho de viaje a Logroño...».

Arrugó su entrecejo Marfori al decir: «¿Pero no comprende usted, mi querido Marqués, que será humillante para la Reina de España ir a pedir protección a un General, aunque este se llame Espartero?... Toda concomitancia con progresistas ha de ser funesta... La Reina sale de España persuadida de que su pueblo la llamará pronto... tales horrores hemos de ver aquí...».

No dijo más. Las disposiciones para la   —366→   partida solicitaban su atención. Indignado Beramendi por lo que había oído, contempló un rato al don Carlos dando sus órdenes a la turba de servidores, uniformados unos, otros no. Le miró con encono, viendo en él la torpe influencia que torcía los propósitos saludables de doña Isabel. Entre tanta gente desmedrada y anémica, se destacaba la figura de Marfori por su recia complexión sanguínea y su tipo árabe, afeado por el grandor de la boca y el desarrollo del maxilar. Su prognatismo desvirtuaba la belleza de los ojos negros y de la figura garbosa, amenazada ya por la obesidad incipiente. Era impetuoso, autoritario, ejecutivo; su altanería ante los iguales tenía el atenuante de la educación exquisita que le había enseñado la finura y amabilidad. Estas prendas resplandecían en él en ocasiones normales, aun en el trato con los inferiores.

De pronto, alguien tocó el brazo de Beramendi. Un hombre, un señor que no denotaba su jerarquía con ningún signo exterior, y lo mismo podía ser gentilhombre que criado, le dijo: «Su Majestad está en la salita de enfrente... Desea que pase el señor Marqués a saludarla». Corrió el caballero a la sala de la derecha del vestíbulo, y hallose frente a Isabel II sentada, vestida de viaje, con dos señoras en pie por cada lado. La una era Eufrasia. Con lástima hondísima, Beramendi notó en la faz arrebolada de la Reina la tensión muscular, el esfuerzo fisiológico por revestirse de entereza. Cuando   —367→   el prócer besaba su mano, ella le retuvo forzándole a permanecer inclinado para que oyera lo que no quería decirle en alta voz: «Ya sabrás que se ha desistido de ir a Logroño... Lo hemos pensado... No puede ser... ¿A qué...? No más humillaciones... Yo me voy por no agravar las cosas, por evitar el derramamiento de sangre... Pero ya me llamarán, ya volveré... ¿No crees tú lo mismo?».

Mintió con tanto descaro como piedad el buen Fajardo, respondiendo así: «¿Qué duda tiene? Llamaremos a Vuestra Majestad... y Vuestra Majestad vendrá con la rama de oliva, con el laurel...». No encontraba en su mente las tonterías propias de la dolorosa situación.

La Reina se impacientaba. ¡Salir, salir de una vez... no prolongar más tiempo la terrible ansiedad con su lado patético y su lado embarazoso!... Levantose la Soberana, y tocando con su mano augusta el brazo de Beramendi, le dijo: «Francamente, creí tener más raíces en este país». Y cuando el apiadado amigo le decía que sus raíces, a pesar de aquel suceso, eran hondas y fuertes, entró en la sala don Francisco, vestido de paisano, dispuesto para la partida. Su figura y su voz, no muy apropiadas a las grandezas, añadieron escaso interés a la escena dramática, que alguna vaga semejanza tenía con las salidas para el patíbulo. En muchos casos no vale una corona menos que una vida. Aparecieron las Infantitas   —368→   con sus ayas, y tras ellas el Príncipe de Asturias llevado de la mano por la señora de Tacón... Vestía Su Alteza trajecito de terciopelo azul. Su carita descolorida y la tristeza resignada de sus grandes ojos expresaban mejor que todas las miradas y rostros presentes el duelo monárquico y doméstico... ¿Qué faltaba ya? Nada más que la orden de partir.




ArribaAbajo- XXXVI -

La multitud que ante el Hotel-palacio aguardaba la interesante función de la salida, vio aparecer a doña Isabel del brazo de don Francisco... Su presencia fue saludada con un murmullo de acatamiento respetuoso, y nada más. Atajaron los pasos de la Reina algunas mujeres, que se agolpaban en los peldaños. Eran criadas palatinas, señoras pobres, que habían recibido limosnas de la bondadosa Soberana. De rodillas le besaron la mano; prorrumpieron en tiernos adioses, sollozando... No pudo ya doña Isabel conservar su entereza, y llevándose el pañuelo a los ojos, trataba de abreviar la escena lastimosa... No sabía qué decir... «Adiós, hijas... No lloréis... Volveré... España me quiere... Yo... Adiós... Volveréis a verme».

Partieron uno tras otro los blasonados coches, desfilando con la prisa que fatalmente   —369→   se impone a las salidas no triunfales. En la estación se habían tomado precauciones para impedir la entrada del público. Acomodáronse todos: la dinastía fugitiva en los coches regios, los demás en departamentos de primera... La media compañía de Ingenieros que había de escoltar a Su Majestad hasta Hendaya ocupaba coches de segunda a la cola del tren. La máquina no tardó en pitar con áspero bramido, y pronto arrancó sin que se oyeran vivas: el mudo respeto suplió las exclamaciones, mandadas recoger por inoportunas.

En un coche de primera se metió Beramendi, con dos oficiales de Ingenieros y un Diputado de la provincia. El duelo se despedía en la frontera. Pero los acompañantes de la difunta Monarquía no guardaban silencio en aquel viaje; que en los entierros, comúnmente, los que van de reata combaten el tedio con expansivas conversaciones. Hablaban, pues, del suceso: el más taciturno era Beramendi, que reservaba sus pensamientos por creerlos tal vez demasiado crudos para dichos en alta voz.

Cavilando más que diciendo, el sagaz caballero, entre San Sebastián y el Bidasoa, lanzaba a los espacios estas tristes ideas: «¿Qué pensarán de esto, si pueden pensar y formar juicio de las cosas de nuestro mundo, las cien mil víctimas inmoladas por Isabel desde su cuna hasta su sepulcro?... Llamo sepulcro a su destierro. Las cien mil vidas sacrificadas en la guerra de sucesión   —370→   y en las innumerables revueltas intestinas por y contra Isabel, ¿qué himno de justicia tremebunda cantarán en este día? Véase la tragedia de este reinado, toda muertes, toda querellas y disputas violentísimas, desenlazada con esta vulgar salida por la puerta del Bidasoa, como si los protagonistas o causantes de tantas desdichas fueran a tomar baños, o a vistas y regocijos con otros Reyes... Dígase lo que se quiera, la Libertad ha sido en España mansa, benigna y generosa; no ha sabido derramar más que su propia sangre, como cordero expiatorio de ajenas culpas...».

En Hendaya formaron los Ingenieros en el andén, y con rápido paso los revistó la Reina, del brazo del Rey; llevándose el pañuelo a los ojos, saludaba con ligera inclinación de cabeza. La infeliz Señora tuvo en aquel instante el momento más amargo de su tránsito a tierra extranjera. Sin volver atrás la vista, penetró en el tren francés. Los Ingenieros quedaron en Hendaya; habían llevado al duelo la tradicional cortesía del Ejército español, y a España se volvían a colaborar en la Historia nueva. Beramendi siguió con idea de no pasar de Biarritz, donde tenía su familia, y en el término de su viaje vio un espectáculo que resultó tan triste como el de Hendaya. En el andén estaba Napoleón III, rodeado de un brillante acompañamiento militar. El Emperador, rechoncho ya y avejentado, entristecía el cuadro con su rostro tétrico y dormilón, con su   —371→   nariz romana, bajo la cual salían horizontalmente, a un lado y otro, las afiladas guías de sus bigotes. Entró Napoleón en el coche real, y allí estuvo unos diez minutos... Al salir, su semblante expresaba una profunda indiferencia del suceso político y una etiqueta glacial ante la desgracia.

No se fijó en esto Beramendi, porque a la estación salieron su mujer y Tinito, y a ellos hubo de acudir cariñoso: no les había visto en seis días... Y aconteció que Tinito, viendo al príncipe Alfonso asomado en la ventanilla, se desprendió de la mano de su madre, y anduvo un poco hasta llegar cerca de su amiguito, y le saludó con la mano, no atreviéndose a expresar su duelo de otro modo. Reparó en él Alfonso, y puso una cara tan triste, que el niño de Beramendi rompió a llorar. Su madre fue corriendo hacia él; le apartó del tren regio... También acudió el padre, que entre besos le decía: «No llores, hijo. Alfonso volverá. Fíjate en él ahora. ¿No ves cómo te mira y se sonríe?... ¿Qué te has creído tú? El Príncipe tu amigo viene a Francia a tomar aires. Estate tranquilo. Volverá; en España le hemos de ver».

No acababa de convencerse el dolorido chicuelo, ni las caricias de los amantes padres atajaban sus lágrimas, únicas que corrieron en aquel acto final del drama dinástico. Calmándose ya, estrechado por los brazos maternos, preguntó sollozando: «Dime, papá: y la Reina... ¿volverá también?».

  —372→  

-¡Ah!... eso no puedo asegurártelo, hijo mío. Yo creo que no. Para salir de dudas, cuando vayamos a Madrid se lo preguntaremos a Confusio, que es quien sabe de estas cosas.

Diciendo esto, el tren arrancó. Los Beramendi vieron pasar a doña Isabel, que en pie, dejando ver media figura en la ventanilla, saludó a todos, de Emperador inclusive abajo, con el aire de majestad delicada y bondadosa que era su gran éxito personal en los actos solemnes. Así lo vio María Ignacia. Otros creyeron que el paso de los claros ojos azules de la Soberana fue rapidísimo y cortante, como el del diamante que raya el cristal.

El sagaz historiófilo Pepe Fajardo siguió a la Majestad con el pensamiento, diciéndole: «No volverás, pobre Isabel. Te llevas todo tu reinado, más infeliz para tu pueblo que para ti. Impurificaste la vida española; quitaste sus cadenas a la Superstición para ponérselas a la Libertad. En el corazón de los españoles fuiste primero la esperanza, después la desesperación. Con tu ciego andar a tropezones por los espacios de tu Reino has torcido tu Destino, y España ha rectificado el suyo, arrojando de sí lo que más amó... Vete con Dios, y ahora... aprende a pensar... Piensa en lo que ayer fuiste, en lo que hoy eres».

¿Quién puede decir lo que pensaba la destronada Isabel, cuando por los risueños campos bearneses la llevaba el tren hacia Pau,   —373→   cuna y nidal de sus antepasados? Tal vez, del fondo negro de su pena por el ultraje recibido, saltaba un chispazo de alegría; tal vez, como acontece en los más hondos dramas humanos, el dolor engendró un goce, y el llanto una sonrisa... y con la sonrisa brotó en el pensamiento esta frase de placentera conformidad: «Me han echado... y ellos gozan de libertad... Bien, ¿y qué? Ahora... yo también libre».




ArribaAbajo- XXXVII -

La última visión de Madrid en la retina de Santiago fue un ciclo de rápidas imágenes, que le resultaban gratas por la reciente placidez de su espíritu. Le causó risa el ver a Maltranita hinchado de fatuidad en la Junta de su distrito, y asaltando con radicalismos de última hora un puesto en Gobernación... Malrecado, asido a los faldones del inaprensivo joven, se coló también en el Ministerio, mientras Segismundo Fajardo, hijo de Gregorio y sobrino de Beramendi, se filtraba en Hacienda, al arrimo del conspicuo señor de Oliván, que era de los técnicos, y por tanto insustituible... Ya se hablaba del Ministerio de la Revolución: Serrano, Presidente; Prim, Guerra; Sagasta, Gobernación; Ruiz Zorrilla, Fomento. Los demás serían unionistas. La inmensa grey   —374→   desheredada del Progreso y Democracia aprestábase a invadir los nacionales comederos.

A Leoncio encontró Ibero en la calle del Arenal; rápidamente hablaron; citáronse para la tarde. Aquel día, 1.º de Octubre, repitiéronse las ruidosas expansiones populares en la Puerta del Sol. Una de las Zorreras, la más joven según versión digna de crédito, arrebatada de patriotismo y de ardoroso frenesí revolucionario, se dejó decir, moviendo caderas y arremolinando faldas, que para celebrar el triunfo de la Libertad se ofrecía gratis para todo el que quisiera. Con igual esplendidez hubo taberneros que brindaron gratuitamente al público libre sus bautizados vinos... Recobró Santiago en aquel venturoso día la paz de su alma, porque a más de recibir el telegrama de que se ha hecho mención, tuvo la dicha de ver en Madrid a Lucila y Vicente Halconero con toda la familia. La carta de Teresa que en sus manos pusieron fue un celestial aviso para el pobre aventurero, que ya iba viendo claro en la obscura mentira frívolamente acogida y divulgada por Tarfe.

Demente con la Revolución, en la cual veía esplendores y maravillas sin cuento, Vicentito se pegó a su amigo Ibero y no lo dejaba a sol ni sombra. Lucila, embelesada con la sabiduría de su hijo, soñaba con que este llegase a ser en el nuevo Régimen el águila de la Historia. Cordero no se apeaba de su montpensierismo. «Al fin y a la postre   —375→   -decía-, tendrán que ponerle en el Trono, pues no hallarán rey más económico y administrativo». Y maravillado del pacífico advenimiento de la Revolución, repetía con orgullo esta frase pescada en el mar revuelto de la Prensa: «Las naciones extranjeras nos admiran».

Llamado por conducto de Leoncio (que iba a ser colocado con pingüe destino en el Museo de Artillería), fue Ibero a casa de Tarfe, el cual le abrazó con franqueza cordial, y pidiole perdón por la gran sofoquina y trastorno que le había ocasionado en el viaje, repitiendo con ligereza opiniones de los amigos, que consideraba erróneas. «Pensé yo pagarte con un destinillo -añadió- los servicios que has prestado a la Revolución en París y Londres, en Cádiz y en Alcolea; pero como no quieres empleo, según me asegura Leoncio, yo me permito poner en tu mano (sacando un bolsillito con monedas de oro y contando algunas)... en tu mano, digo... estos cien duros, para que con ellos compres lo que te sea más necesario, o los gastes en divertirte y en echar al aire las canas que aún no te han salido».

Por la expresión que vio en el rostro de Ibero, pensó Tarfe que su amigo, echando por delante algunos melindres o quijotescos escrúpulos para cubrir la dignidad, aceptaría la remuneración. Pero no fue así. Poniendo en su negativa una sequedad cortés y delicada, el riojano salió del paso con estas razones: «Lo agradezco, señor... Destine   —376→   esa cantidad a recompensar a otros más dignos. No soy yo tan pobre como usted cree... Casi, casi soy rico... No insista, don Manuel...». Y con esto y reiterando las gracias, se despidió del aristócrata revolucionario... Ya lejos de la casa y divagando solo, pues Leoncio se fue por otro lado a sus quehaceres, comentó Ibero su negativa, sazonándola con cierta ironía salobre y con los granos dulces de su naciente optimismo: «Yo, caballero sin caballo, aventurero desengañado de las grandezas, soñador perdido tontamente en el camino de las glorias políticas y militares, quiero darme el tono de rechazar los cien duros que me ofrece este caballerete de la Unión Liberal por mis vanos servicios. Es un orgullo como otro cualquiera, es la nueva grandeza que me nace en el alma para llenar el hueco que dejaron las otras... Aventurero desventurado, voy en busca de aventura nueva... y a ella quiero ir pobre y desnudo... Además, desprecio los favores del hombre que calumnió a Teresa... Teresa y yo somos ricos. Nuestras almas se llenan de ambiciones doradas, y de ideas... contantes y sonantes... ¡Oh, amor... vea yo tus milagros!».

Decidido a largarse sin demora, por telégrafo avisó Santiago a Teresa su salida, y sin despedirse de nadie, se recluyó en su casa hasta la hora de partir. Sólo con el gran Confusio, su más inmediato vecino, se entretuvo algunos instantes. «¿Ha visto usted, señor Conde -le dijo-, la elegante   —377→   Revolución que hemos hecho? Es un lindo andamiaje para revocar el edificio, y darle una mano de pintura exterior. Era de color algo sucio, y ahora es de un color algo limpio; pero que se ensuciará en breves años... Luego se armará otro andamiaje... llámele usted República, llámele Monarquía restaurada. Total: revoco, raspado de la vieja costra, nuevo empaste con yeso de lo más fino, y encima pintura verde o rosa... Y el edificio cuanto más viejo más pintado. Pasarán años, y aquí estoy yo para derribarlo antes que se desplome y aplaste a todos los que estamos dentro. Sobre las ruinas armaré yo el gran andamiaje lógico-natural, para edificar de nueva planta sobre el basamento secular ¡oh!, que nunca necesitó revoco ni pintura. No respetaré más que el basamento, que es del mejor granito... ¿Se entera usted? Pues adiós, y hágame el favor de dar memorias de mi parte a las naciones extranjeras».

Partió Santiago en el Expreso de las tres. Adormilado pasó la tarde y gran parte de la noche, y en los claros de su modorra oía retazos de la conversación de los viajeros que iban en el coche: «Ministro de Hacienda, Figuerola... de Estado, Lorenzana, el autor de los célebres artículos Misterios, Meditemos. Para Ultramar, el indicado es López de Ayala; para Gracia y Justicia, Romero Ortiz... Y en tanto, Prim de triunfo en triunfo en su viaje por el Mediterráneo... Hermosa revolución... Todo como una seda...   —378→   Yo confío mucho en Serrano... Y yo en Olózaga y Cantero... Yo confío más en los demócratas Rivero y Martos».

Como a todo se llega, llegó el tren a San Sebastián... Teresa en la estación: abrazos, besuqueo... «¡Qué flaco estás!...». «¡Y tú qué hermosa!».




Arriba- XXXVIII -

TERESA.-    (En una estancia del Hotel Ezcurra, despertando.)  Pienso como tú. Vámonos hoy mismo. Aquí ya no hacemos nada. También Úrsula desea volver a su casa.

IBERO.-    (Saltando del lecho.)  Démonos prisa; no perdamos el tren de hoy... A París, a París pronto... Como anoche te decía, voy contento. Toda ilusión de grandezas políticas y militares se me ha ido de la cabeza. Pero te tengo a ti; contigo me conformo; tú eres mi gloria y mi grandeza...

TERESA.-    (Vistiéndose muy a la ligera.)  ¿Y qué me decías anoche de esa revolución que habéis hecho?

IBERO.-   Empecé a contarte... Pero tú no cesabas de reír y reír con la divertida historia de los Muñoces de Tarancón. ¿Quieres que hablemos otra vez de las fatigas que pasé por los malditos Muñoces?

TERESA.-   Ahora no: tengo que bañarme... tengo que avisar a Úrsula para que se vaya   —379→   preparando... Nos vamos hoy. Yo estoy contenta. ¿Verdad que somos felices? No me canso de celebrar que rechazaras los cien duros que quiso darte el sinvergüenza de Tarfe.

IBERO.-   ¿Qué dinero tenemos? Paréceme que es muy poco. Yo me río contemplando la nada espléndida de nuestros bolsillos.

TERESA.-   Y yo... Con que tengamos para llegar a París, basta.

IBERO.-   París nos dirá: «Pobretones, venid a mi Reino...».

TERESA.-   Nos dirá: «Venid a mi Paraíso. Comeréis la fruta no prohibida de mi Industria y de mis Artes...». Iberillo, arréglate pronto.  (Vase.) 

IBERO.-    (Solo.)  Sí que soy feliz. Cada cual obedece a sus propias revoluciones. Yo no tengo que poner los andamiajes de que habla Confusio para revocar un viejo caserón. Mi casa es una choza nueva y linda. En ella tengo mi Trono y mi Altar. En ella venero mis Instituciones.

TERESA.-    (En la estación.)  Me dio mucha pena ver partir a la pobre doña Isabel.

IBERO.-   Doña Isabel no volverá, ni nosotros tampoco... Ella, destronada, sale huyendo de la Libertad, y hacia la Libertad corremos nosotros. A ella la despiden con lástima; a nosotros nadie nos despide; nos despedimos nosotros mismos diciéndonos: corred, jóvenes, en persecución de vuestros alegres destinos.

TERESA.-    (Meditabunda.)  Huimos del pasado;   —380→   huimos de una vieja respetable y gruñona que se llama doña Moral de los Aspavientos, viuda de don Decálogo Vinagre...

IBERO.-    (En Hendaya. Vuélvese hacia la orilla española del Bidasoa, y haciendo bocina con sus manos, grita:)  Adiós, España con honra. Nos hemos muerto... Adiós; que te diviertas mucho. No te acuerdes de nosotros.

TERESA.-    (Gritando.)  No te acuerdes... Nosotros te olvidamos.

IBERO.-    (Andando el tren.)  Somos la España sin honra, y huimos, desaparecemos, pobres gotas perdidas en el torrente europeo.



 
 
FIN DE LA DE LOS TRISTES DESTINOS
 
 


Madrid, Enero a Mayo de 1907.