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La de San Quintín

Comedia en tres actos y en prosa

Benito Pérez Galdós



Portada



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PERSONAJES
 
ACTORES
 
ROSARIO DE TRASTAMARA,   Duquesa de San Quintín (27 años).SRTA. GUERRERO.
RUFINA,   (15 años).SRTA. RUIZ.
LORENZA,   ama de llaves de Buendía.SRTA. CANCIO.
RAFAELA,   criada de la Duquesa.SRTA. LÓPEZ.
SEÑORA 1.ª.SRTA. MOLINA.
SEÑORA 2.ª.SRTA. ARÉVALO.
SEÑORA 3.ª.SRTA. SEGOVIA.
DON CÉSAR DE BUENDÍA,   (55 años), padre de Rufina.SR. CEPILLO.
VÍCTOR,   (25 años).SR. THUILLIER.
DON JOSÉ MANUEL DE BUENDÍA,   (88 años), padre de D. César.SR. CIRERA.
EL MARQUÉS DE FALFÁN DE LOS GODOS,   (35 años).SR. ORTEGA.
CANSECO,   notario, (50 años).SR. BALAGUER.
CABALLERO 1.º.SR. GUERRERO.
CABALLERO 2.º.SR. SANTÉS




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ArribaAbajoActo I

 

Sala en casa de Buendía.- Al fondo, próxima al ángulo de la izquierda una gran puerta, con forillo, por la cual entran todos los que vienen del exterior o de la huerta, y un ventanal grande, al través de cuyas vidrieras se ven árboles.- Dos puertas a la derecha, y una grande a la izquierda, que es la del comedor.- Muebles de nogal, un bargueño, arcones, todo muy limpio.- Cuadros religiosos, y dos o tres que representan barcos de vela y vapor: en la pared del fondo la fragata Joven Rufina en tamaño grande.- La decoración debe tener el carácter de una casa acomodada de pueblo, respirando bienestar, aseo, y costumbres sencillas.- Una mesa a la derecha; velador a la izquierda.- Es de día.- Por derecha e izquierda, entiéndase la del espectador.

 

ArribaAbajoEscena I

 

DON JOSÉ sentado, en el sillón próximo a la mesa. A su lado RUFINA. A la izquierda, junto al velador, DON CÉSAR y una SEÑORA. A la derecha, junto a la mesa, dos SEÑORAS, sentadas, y dos CABALLEROS, en pie. En el centro de la escena, CANSECO, en pie. LORENZA entra y sale sirviendo Jerez. En la mesa y velador, servicio de copas y botellas, y una bandeja de rosquillas. Al alzarse el telón, CANSECO está en actitud de pronunciar un discurso; ha terminado una frase que provoca aplausos y bravos de todos los personajes que se hallan en escena. Copa en mano, impone silencio, y prosigue hablando.

 

CANSECO.-   Concluyo, señoras y caballeros, proponiéndoos beber a la salud de nuestro venerable patriarca, gloria y prez de esta honrada villa industrial y marítima, del esclarecido terrateniente, fabricante y naviero, D. José Manuel de Buendía, que hoy nos   —6→   hace el honor de cumplir ochenta y ocho años... digo... que hoy cumple... y se digna invitarnos... en fin...  (Embarullándose.) 

TODOS.-   Bien, bien... que siga...

CANSECO.-   Bebamos también a la salud de su noble hijo, el gallardo D. César de Buendía.

 

(Risas.)

 

DON CÉSAR.-    (Mofándose.)  ¡Gallardo!

CANSECO.-   Quiero decir, del nobilísimo D. César, heredero del cuantioso nombre y de los ilustres bienes raíces, y no raíces, del patriarca cuyo natalicio celebramos hoy. Y por último, brindo también por su nieto.

 

(Rumores de extrañeza. Movimiento de sobresalto en DON JOSÉ y DON CÉSAR.)

 

(¡Ay... se me escapó!).  (Tapándose la boca.) 

SEÑORA 1.ª.-   (Que te resbalas, Canseco).

DON CÉSAR.-   (¡Majadero como este!).

CANSECO.-    (Disimulando con toses y gestos, y enmendando su inconveniencia.) De su... quiero decir, de su nieta,  (Encarándose con RUFINA.) de esta flor temprana, de este ángel, gala de la población...

RUFINA.-    (Burlándose.) ¡Ay, Dios mío... de la población!

CANSECO.-   De la familia, de la...  (Vacilando.)  En fin, que viva mil años D. José, y otros mil y pico D. César y Rufinita, para mayor gloria de esta culta villa, célebre en el mundo por su industria minera y pesquera, y, entre paréntesis, por sus incomparables rosquillas; de esta villa, digo, en la cual tengo la honra de ser notario, y como tal, doy fe del entusiasmo público, y me permito notificárselo al señor de Buendía en la forma de un apretado abrazo.  (Lo abraza, LORENZA ofrece a los invitados rosquillas. Todos comen y beben. Risas y aplausos.) 

DON JOSÉ.-   Gracias, gracias, mi querido Canseco.

SEÑORA 3.ª.-    (La que está junto a DON CÉSAR.)  ¡Qué hermosura de vida!

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SEÑORA 1.ª.-   ¡Qué bendición de Dios!

SEÑORA 2.ª.-  ¿Y siempre fuertecito, D. José?

DON JOSÉ.-   Como un roble veterano. No hay viento que me tumbe, ni rayo que me parta. Pueden ustedes llevar la noticia a los envidiosos de mi longevidad. La vista clara, las piernas seguras todavía... el entendimiento como un sol. En fin, no hay más que dos casos en el mundo: yo y Gladstone.

CABALLERO 1.º.-   ¡Prodigioso!

CANSECO.-   ¡Qué enseñanza, señores; qué ejemplo! A los ochenta y ocho años, administra por sí mismo su inmensa propiedad, y en todo pone un orden y un método admirables. ¡Qué jefe de familia, previsor cual ninguno, atento a todas las cosas, desde lo más grande a lo más pequeño!

DON JOSÉ.-    (Con modestia.)  ¡Oh, no tanto!

RUFINA.-   Diga usted que sí. Lo mismo dirige mi abuelito un pleito muy gordo, de muchísimos pliegos... así, que dispone la ración que debemos dar a las gallinas.

CABALLERO 2.º.-   Así, todo es prosperidad en esta casa.

DON JOSÉ.-   Llámenlo orden, autoridad. Cuantos viven aquí bajo la férula de este viejo machacón, desde mi querido hijo hasta el último de mis criados, obedecen ciegamente el impulso de mi voluntad. Nadie sabe hacer mi pensar nada sin mí; yo pienso por todos.

CABALLERO 1.º.-  ¿Qué tal?

CABALLERO 2.º.-   ¡Esto es un hombre!

CANSECO.-   Nació de padres humildísimos... Entre paréntesis, ya sé que no se avergüenza...

DON JOSÉ.-   Claro que no.

CANSECO.-   Y desde su más tierna edad ya mostraba disposiciones para el ahorro.

DON JOSÉ.-   Cierto.

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CANSECO.-   Y a poco de casarse empezó a ser una hormiga para su casa.

 

(Risas.)

 

DON JOSÉ.-   No reírse... la idea es exacta.

DON CÉSAR.-   Pero la forma es un poco...

CANSECO.-   Total, que en una larga vida de laboriosidad ha llegado a ser el primer capital de Ficóbriga. Hállase emparentado con ilustres familias de la nobleza de Castilla...

SEÑORA 1.ª.-   Sr. D. José, ¿es usted pariente de los duques de San Quintín?

DON JOSÉ.-   Sí señora, por casamiento de mi hermana Demetria con un segundón pobre de la casa de Trastamara.

SEÑORA 2.ª.-   ¿Y la actual Duquesa Rosario?

DON JOSÉ.-   Mi sobrina en grado lejano.

CANSECO.-   Usted lo tiene todo: nobleza por un costado, y por otro, mejor dicho, por los cuatro costados, riquezas mil. Suyas son las mejores fincas rústicas y urbanas del partido; suyas las dos minas de hierro... dos minas, señores, y mejor será decir tres  (A DON JOSÉ.) , porque la fábrica de escabeches y salazones, que usted posee a medias con Rosita la Pescadera, mina es, y de las más productivas.

DON JOSÉ.-   Regular.

CABALLERO 1.º.-   Suma y sigue: la fábrica de puntas de París...

CANSECO.-  Ítem: los dos vaporcitos que llevan mineral a Bélgica. Ainda mais: los dos buques de vela...

RUFINA.-    (Vivamente.)  Tres.

CANSECO.-   Verdad. No contaba yo la fragata Joven Rufina, que no navega.

RUFINA.-   Sí que navega. Barquito más valiente no lo hay en la mar.

CANSECO.-   Otra copita, la última, para celebrar este maravilloso triunfo del trabajo,  (En tono oratorio.)  señores, de   —9→   la administración, del sacrosanto ahorro... ¡Oh gloriosa leyenda del siglo del hierro, del siglo del papel sellado, del siglo de la fe pública que a manera de... que a manera de los...  (Embarullándose.) 

CABALLERO 1.º.-   Que se atasca...

 

(Todos ríen.)

 

CANSECO.-   Del siglo de oro de nuestra literatura, digo, de nuestra economía política, y de la luz hipotecaria...  

(Risas estrepitosas.)

  No... de la luz eléctrica, eso... y del humo, es decir, del vapor... de la locomotora... uf! He dicho.  

(Aplausos.)

 

DON CÉSAR.-    (Levantándose.) ¿Quién viene?

RUFINA.-    (Mirando por las vidrieras del fondo.)  Un caballo de lujo veo en el portalón de la huerta.

DON JOSÉ.-   ¿Caballo dijiste? Tenemos en casa al Marqués de Falfán de los Godos.

RUFINA.-    (Mirando por el fondo.)  El mismo.



ArribaAbajoEscena II

 

Dichos; EL MARQUÉS DE ALFAFÁN DE LOS GODOS en traje de montar, elegante sin afectación, a la moda inglesa.

 

EL MARQUÉS.-   Felices...

DON JOSÉ.-   Señor Marqués, ¡cuánto le agradezco!...

DON CÉSAR.-    (Contrariado.)  (¡A qué vendrá este farsante!).

EL MARQUÉS.-   Pues señor, me vengo pian pianino, a caballo, desde las Caldas a Ficóbriga, y al pasar por la villa en dirección a la playa de baños, advierto como un jubileo de visitantes en la puerta de esta mansión feliz. Pregunto: dícenme que hoy es el cumpleaños del patriarca, y quiero unir mi felicitación a la de todo el pueblo.

DON JOSÉ.-   (Estrechándole las manos.)  Gracias.

  —10→  

EL MARQUÉS.-   ¿Con que ochenta?

DON JOSÉ.-   Y ocho; no perdono el pico.

EL MARQUÉS.-   No tendremos nosotros cuerda para tanto.  (A DON CÉSAR.)  Sobre todo, usted.

DON CÉSAR.-   Ni usted.

EL MARQUÉS.-   Gozo de buena salud.

DON CÉSAR.-   ¿Qué haría yo para poder decir lo mismo? ¿Montar a caballo?

EL MARQUÉS.-   No: tener menos dinero...  (En voz baja.)  y menos vicios.

DON CÉSAR.-    (Aparte al MARQUÉS.) (Graciosillo viene el prócer).

EL MARQUÉS.-   No es gracia. Es filosofía.

CABALLERO 1.º.-   Señor Marqués, ¿mucha animación en las Caldas?

EL MARQUÉS.-   Tal cual.

DON JOSÉ.-   ¿Y no tomará usted baños de mar?

EL MARQUÉS.-   ¡Oh, sí!... ¡Mi Océano de mi alma! Dentro de un par de semanas, me instalaré en el establecimiento.

CABALLERO 2.º.-   ¿Ha venido usted en Ivanhoe?

EL MARQUÉS.-   No, señor; en Desdémona.

SEÑORA 3.ª.-   (Con extrañeza.)   ¿Qué es eso?

DON CÉSAR.-   Es una yegua.

SEÑORA 3.ª.-   Ya.

DON JOSÉ.-    (Con interés.)  Dígame: ¿Salió usted de las Caldas a eso de las diez?

EL MARQUÉS.-   Ya sé porqué me lo pregunta.

DON JOSÉ.-   ¿Llegó la Duquesa?

EL MARQUÉS.-   ¿Rosario? Sí señor. Díjome que vendrá luego, en el mismo coche que la trajo de la estación.

DON JOSÉ.-   ¿Y está buena?

EL MARQUÉS.-   Tan famosa y tan guapa. Parece que no pasan catástrofes por ella. Me encargó que le dijese a usted... Ya no me acuerdo.

DON JOSÉ.-   Ella me lo dirá... ¿No toma usted una copita?

EL MARQUÉS.-   Sí señor, vaya.  (Le sirve RUFINA.)  

  —11→  

DON JOSÉ.-   Y pruebe las rosquillas, que dan celebridad a nuestra humilde Ficóbriga.

EL MARQUÉS.-   Son riquísimas. Me gustan extraordinariamente.

RUFINA.-   Hechas en casa.

EL MARQUÉS.-   ¡Ah...!

CANSECO.-    (Tomando otra rosquilla.) Y mucho más sabrosas que todo lo que se vende por ahí.

 

(Las SEÑORAS y CABALLEROS se despiden para marcharse. RUFINA y DON CÉSAR les atienden.)

 

DON JOSÉ.-   ¿Se van ya?

SEÑORA 1.ª.-   Mil felicidades otra vez.

CABALLERO 1.º.-   Repito...

SEÑORA 2.ª.-   Mi querido D. José... Marqués...

 

(EL MARQUÉS les hace una gran reverencia.)

 

DON JOSÉ.-   Saldremos a despedirlos.  (Al MARQUÉS.)  Dispénseme...

SEÑORA 3.ª.-   No se moleste...

 

(Salen todos, menos CANSECO y EL MARQUÉS. Este come otra rosquilla.)

 


ArribaAbajoEscena III

 

EL MARQUÉS, CANSECO.

 

EL MARQUÉS.-   Dispense usted, caballero. ¿Tengo el honor de hablar con el médico de la localidad?

CANSECO.-   No, Señor. Canseco, notario, para servir a usted.

EL MARQUÉS.-   ¡Ah! sí... ya recuerdo: tuvo el gusto de verle...  (Queriendo recordar.) 

CANSECO.-   Sí, tres años ha, cuando otorgamos aquella escritura de préstamo... del préstamo que hizo a usted D. César.

EL MARQUÉS.-   Sí, sí. Usted ha de dispensarme si me permito hacerle una pregunta. ¿No lo parecerá impertinente mi curiosidad?

CANSECO.-   ¡Oh! no, señor Marqués...

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EL MARQUÉS.-   ¿Usted conoce bien a esta familia?

CANSECO.-   Soy íntimo. La familia merece todo mi respeto.

EL MARQUÉS.-   Y el mío. Yo respeto mucho al patriarca... Pero a su hijo...

CANSECO.-   Pues D. César es...

EL MARQUÉS.-   Es... ¿qué?

CANSECO.-   Una bellísima persona.

EL MARQUÉS.-   El pillo más grande que Dios ha creado, ejemplar que sin duda echó al mundo para que admiráramos la infinita variedad de sus facultades creadoras; porque si no es así... Confiéseme usted, señor de Canseco, que nuestra limitada inteligencia no alcanza la razón de que existan ciertos seres molestos y dañinos.

CANSECO.-   Verbigracia, los mosquitos, las...

EL MARQUÉS.-   Por eso yo, cuando me levanto por las mañanas, o por las tardes, en la corta oración que dirijo a la soberana voluntad que nos gobierna, siempre acabo diciendo: «Señor, sigo sin entender por qué existe D. César de Buendía».

CANSECO.-    (Con malicia.)  (Este lo debe dinero).

EL MARQUÉS.-   Y... dígame usted, si no le parezco importuno: ¿el inmenso caudal amasado por ambos Buendías... dejo a un lado el por qué y el cómo del tal amasijo... esta inmensa fortuna pasará íntegramente a la nieta, a esa Rufinita angelical...?

CANSECO.-   ¿Íntegramente?... No. La mitad, según creo...

EL MARQUÉS.-    (Comprendiendo.)  ¡Ya!

CANSECO.-   Y entre paréntesis, señor Marqués, ¿no es un dolor que esa niña, en quien veo un partido excelente para cualquiera de mis hijos, haya dado en la manía de meterse monja?

EL MARQUÉS.-   Entre paréntesis, me parece un desatino... Ha dicho usted la mitad. Pues aquí encaja mi pregunta.

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CANSECO.-   A ver...

EL MARQUÉS.-   ¿No será indiscreción?

CANSECO.-   Que no.

EL MARQUÉS.-    (Llena dos copas.)  ¿Es cierto que...?  (Da una copa a CANSECO.)  Otro paréntesis, amigo Canseco... ¿Es cierto que D. César tiene un hijo natural?

CANSECO.-    (Con la copa en la mano, lo mismo que EL MARQUÉS, sin beber.)   Sí, señor.

EL MARQUÉS.-   ¿Es cierto que ese hijo natural, nacido de una italiana, llamada Sarah, está aquí?

CANSECO.-   Desde hace cuatro meses.

EL MARQUÉS.-   ¿Lo ha reconocido su padre?

CANSECO.-   Todavía no.

EL MARQUÉS.-   Luego, piensa reconocerlo.

CANSECO.-   Sí señor, porque hoy mismo me ha dicho que prepare el acta de reconocimiento.

EL MARQUÉS.-   Bien, bien.

 

(Beben ambos.)

 

CANSECO.-   Es guapo chico; pero de la piel del diablo. Criado en tierras de extranjis, su cabeza es un hervidero de ideas socialistas, disolventes y demoledoras. Por dictamen del abuelo, le han sometido a un tratamiento correccional, a una disciplina de trabajos durísimos, sin tregua ni respiro.

EL MARQUÉS.-   ¿Aquí?

CANSECO.-   Vive en la fábrica de clavos, y allí trabaja de sol a sol, menos cuando le encargan alguna reparación aquí, o en los barcos, o en los almacenes... porque, entro paréntesis, es gran mecánico, sabe de todo. En fin, como talento y disposición, crea usted que Víctor no tiene pero.

EL MARQUÉS.-    (Calculando.)   Su edad debe ser... veintiocho años.

CANSECO.-   Por ahí. Tiénenle en traje de obrero, hecho un esclavo; y en realidad, ideas tan revoltosas, temperamento tan inflamable, bien justifican lo duro del   —14→   régimen educativo, señor Marqués. Esperan domarle, y, entre paréntesis, yo creo que le domarán.

EL MARQUÉS.-   Bueno, bueno. Un millón de gracias, amigo mío, por haber satisfecho esta curiosidad... enteramente caprichosa, pues no tengo interés...



ArribaAbajoEscena IV

 

EL MARQUÉS, CANSECO, DON CÉSAR.

 

DON CÉSAR.-   (¡Aquí todavía este tarambana!).

EL MARQUÉS.-   ¡Ah! ¡D. César!... Pues no sólo por felicitar a mi Sr. D. José me he detenido aquí, sino por hablar con usted dos palabras.

DON CÉSAR.-   Ya, ya me figuro...

CANSECO.-    (Apártase a la derecha y llena otra copa.)  (Este quiere otra prórroga... Y van seis).

EL MARQUÉS.-   Sin duda, usted cree que vengo a solicitar otra prórroga...

DON CÉSAR.-   Naturalmente. Y lo peor del caso es que yo, sintiéndolo mucho, señor Marqués, no podré concedérsela.  (Con afectación de sentimiento.) 

EL MARQUÉS.-   No hay que afligirse. Vengo a participar al que ha sido mi pesadilla durante diez años que...  (Echando mano al bolsillo.)  Aquí tengo el telegrama de mi apoderado, que recibí anoche... Entérese.  (Se lo muestra.)  Ayer quedaron cancelados los dos pagarés.

DON CÉSAR.-   ¿El grande también? ¿El de las doscientas mil y pico?

EL MARQUÉS.-   Ese y el otro, y el de más allá.

CANSECO.-   (¡Pagar este hombre! Celebremos el milagro con otra copa, precedida de su correspondiente rosquilla).  (Come y bebe.) 

  —15→  

DON CÉSAR.-   ¡Qué milagro! ¿Le ha caído a usted la lotería?

EL MARQUÉS.-   Me ha caído una herencia. Usted es dichoso cobrando, y yo reviento de júbilo al verme libre de la ignominiosa servidumbre que impone una deuda inveterada, mayormente cuando el acreedor es de una complexión moral... intolerable.

DON CÉSAR.-    (Con falsa humildad.) No lo dirá usted por mí.

EL MARQUÉS.-    (Con malicia revestida de formas corteses.)  ¡Oh, no...! Dios me libre de chillar ahora por el fabuloso incremento de los intereses, que en los cuatro años últimos han triplicado la suma que debí a su misericordia... Es la costumbre, ¿verdad?

DON CÉSAR.-    (Afectando franqueza.)  Hijo, lo convenido.

EL MARQUÉS.-   Eso; lo convenido. Basta. Deferente con usted, y tan conocedor de los negocios como del resto de la vida humana, no incurriré en la vulgaridad de llamarle a usted usurero, judío, monstruo de egoísmo, como hacen otros... sin duda injustamente.

DON CÉSAR.-    (Quemado, pero disimulando su rencor con falsa cortesía.)  Usan ese lenguaje los mismos que tienen la audacia de decir que es usted un perdido... ¡Infamia como esa!

EL MARQUÉS.-    (Dándole palmaditas.) Despreciamos la maledicencia, ¿verdad? ¡Ay, amigo D. César! ¡qué hermoso es pagar!  (Suspirando fuerte.)  Soy libre, libre. ¡Roto al fin el vergonzoso grillete! El pagador recobra los fueros de su personalidad, amigo mío... Los afanes, la sorda vergüenza, los mil artificios que trae la insolvencia, transfiguran nuestro carácter. Un deudor es... otro hombre... no sé si me explico.

DON CÉSAR.-   Y usted, al cumplir sus compromisos, vuelve a ser...

EL MARQUÉS.-   Lo que debí ser siempre, lo que soy en realidad.

  —16→  

DON CÉSAR.-    (Como queriendo concluir.)  Lo celebro mucho. De modo que nada nos debemos el uno al otro.

EL MARQUÉS.-   ¿Nada?

DON CÉSAR.-   Que yo sepa.

EL MARQUÉS.-   Piénselo bien. Puede que tengamos alguna olvidada cuentecilla que ajustar...

DON CÉSAR.-   ¿Cuentas...? ¿mía... de usted? No hay nada.

EL MARQUÉS.-   No es de dinero.

DON CÉSAR.-   ¿Pues de qué? ¡Ah! algún supuesto agravio...

EL MARQUÉS.-   Justo.

CANSECO.-   (Esto se pone feo).

DON CÉSAR.-   Pues si he agraviado a usted... de un modo inconsciente, sin duda, ¿por qué no me pidió usted explicaciones en tiempo oportuno?

EL MARQUÉS.-   Porque el infeliz deudor ¿quiero que se lo repita? carece de personalidad frente al árbitro de su vida y de sus actos todos. Se interpone la delicadeza, que es la segunda moral de las personas bien educadas, y ya tiene usted al hombre atado codo con codo, como los criminales. El dinero prestado hace un tremendo revoltijo en el orden lógico de los sentimientos humanos.

CANSECO.-   (¡Vaya unas metafísicas que se trae este aristócrata!).

DON CÉSAR.-   No entiendo una palabra, señor Marqués... ¡Ah! cuestión de mujeres quizás...

EL MARQUÉS.-   Hablo con el hombre más mujeriego y más enamoradizo del mundo.

DON CÉSAR.-   ¡Cosas que fueron!... ¡Bah! ¿Y al cabo de los años mil sale usted con esa tecla?  (Riendo.)  ¡Vaya unas antiguallas que desentierra el buen Marqués de Falfán...!

EL MARQUÉS.-   Me gusta refrescar sentimientos pasados.

DON CÉSAR.-   A mí no. Soy muy positivo. Lo pasado, pasó. Y el   —17→   presente, mi noble amigo, es harto triste para mí.  (Sentándose triste y desfallecido.)  Estoy muy enfermo.

EL MARQUÉS.-   ¿De veras?

DON CÉSAR.-    (Con abatimiento.)  Gravemente enfermo, casi casi condenado a muerte.

EL MARQUÉS.-   Sería muy sensible...  (Poniéndole la mano en el hombro.)  ¡Pobrecito! La codicia y la concupiscencia son polilla de las naturalezas más robustas.

DON CÉSAR.-   Pero en fin. ¿Qué agravio es ese? Yo no recuerdo...

EL MARQUÉS.-   No hay prisa. Cuando usted recobre su salud, pasaremos revista a diferentes períodos de nuestra vida, y en alguno de ellos hemos de encontrar ciertos actos que no tuvieron correctivo... debiendo tenerlo...

DON CÉSAR.-    (Recordando y queriendo desvirtuar el hecho recordado.) ¡Ah!... ¿Tanta importancia da usted a bromas inocentes?

EL MARQUÉS.-    (Con seriedad, reprimiendo su ira.)  Bromas, ¿eh? Pues ahora qué estoy libre, no extrañe usted que yo también... ¡Y las gasto pesadas!

DON CÉSAR.-   O quizás se refiera usted a sucesos, o accidentes, motivados por una equivocación lamentable, por un quid proquo...

EL MARQUÉS.-    (Con intención.)  También sé yo equivocarme lamentablemente cuando quiero dar un sofoco... Golpes a mansalva que he aprendido de usted...

CANSECO.-    (Confuso.)  (¿Pero qué significa esto...?).



ArribaAbajoEscena V

 

Dichos; DON JOSÉ, RUFINA; después LORENZA.

 

DON JOSÉ.-    (Entrando fatigado.)  Ya se han ido. Gracias a Dios.

EL MARQUÉS.-   Yo también me voy.  (Estrechando las manos a DON JOSÉ.)  Mi querido patriarca...

  —18→  

DON JOSÉ.-   Amigo mío... César, acompáñale. Si encuentra usted por el camino a Rosario, dígale que la espero impaciente. Adiós.

EL MARQUÉS.-   Bien.  (Despidiéndose.) Señor Canseco...

RUFINA.-    (Entrando presurosa.)  Ahí está D. Buenaventura de Lantigua.

DON JOSÉ.-   ¿Más visitas...?  (A DON CÉSAR.)  Recíbelo tú. Di que estoy rendido. Después te vienes aquí. Tengo que hablarte.

DON CÉSAR.-    (Con desabrimiento.)  (¡Dichosas visitas!).

 

(Vanse por el fondo EL MARQUÉS y DON CÉSAR. Entra LORENZA que, ayudada de RUFINA, recoge el servicio del refresco.)

 

CANSECO.-   Yo también me despido...  (Abraza a DON JOSÉ.)  Con que... No faltar a la reunión de mayores contribuyentes en el Ayuntamiento.

DON JOSÉ.-    (Sentándose fatigado.)  No faltaré... Adiós.

 

(Vase CANSECO.)

 


ArribaAbajoEscena VI

 

DON JOSÉ, RUFINA, LORENZA.

 

DON JOSÉ.-   ¿Cuánto Jerez se han bebido?

LORENZA.-   Once botellas.

DON JOSÉ.-   Con media docena habría bastado.

LORENZA.-   Pues de las siete libras de rosquillas, que hicimos para hoy, mire usted lo que dejan.

DON JOSÉ.-   En estos días ya se sabe...  (Recordando.)  ¡Ah! antes que se me olvide...  (Saca varias llaves y da una a LORENZA.)  Saca tres botellas de clarete para la comida de hoy.

LORENZA.-   Bien. ¿Y ponemos otro principio?

DON JOSÉ.-   No.

LORENZA.-   Como me dijo que quizás tendría un convidado...

  —19→  

DON JOSÉ.-    (Con extrañeza.)  ¿Quién?

RUFINA.-   Sí, abuelito; la Duquesa...

DON JOSÉ.-   ¡Ah! sí... Pero ignoro si querrá comer con nosotros. Por si acaso, mata una gallina.

RUFINA.-   ¿La moñuda?

DON JOSÉ.-   No; reservar la moñuda; que es la mejor. Maten la pinta. Di, tú: ¿Cuántos huevos pusieron ayer?

LORENZA.-    (Retrocediendo.)  Nueve.

DON JOSÉ.-   Poco es. Más vale el maíz que se comen.

LORENZA.-   ¡Pobrecillas! Si supieran de cuentas lo que usted, ya igualarían el provecho que dan con la pitanza que consumen. Pero Dios no ha querido que las aves sean tan... matemáticas...

 

(Vase con la loza.)

 

DON JOSÉ.-   En cambio, ha querido que tú seas respondona.  (A RUFINA.)  La cuenta de hoy.

RUFINA.-    (Sacando papel y lápiz.)  Aquí está. Carne, siete y medio. Pescado, cinco...  (Escribe.) 

DON JOSÉ.-   Apúntalo todo, y a la noche lo pasas al libro. Quiero que hasta la hora de mi muerte se lleve cuenta y razón del gasto de la casa. La regularidad es mi goce, y el orden mi segunda religión. Benditos sean los números, que dan paz y alegría a una larga existencia!

RUFINA.-    (Examinando sus papeles.)  Hay que añadir alpiste para los canarios: seis. Y salvado para las gallinas. He traído ambas cosas por mayor para que salga más arreglado.

DON JOSÉ.-    (Con entusiasmo.)  ¡Eres un ángel!...  (La besa.)  El ángel de la administración... No extraño que Dios te quiera para sí... ¿Vas ahora a la iglesia?

RUFINA.-    (Guardando sus papeles.)  Todavía no puedo. Ha de venir más gente.

DON JOSÉ.-   Es verdad.

RUFINA.-   El capitán y marineros de la Joven Rufina. ¿No   —20→   sabes? te traen una fragata de guirlache, con los palos de alfeñique, y cargamento de tocino del cielo.

DON JOSÉ.-    (Gozoso.)  Ja, ja... ¡Qué bonito!... ¡Cuánto regalo hoy!  (Regodeándose.) ¡Los capones del Alcalde, qué hermosos!

RUFINA.-   ¿Pues y la lengua ahumada de D. Cosme?

DON JOSÉ.-   ¿Y el jamón del cura?

LORENZA.-    (Presurosa por el fondo.)  Señor, los del Resguardo traen una docena de cocos; y también está el Rentero de la Juncosa con muchas mantecas, morcillas y sin fin de golosinas.

RUFINA.-    (Con alegría.)  Voy a verlo.

DON JOSÉ.-   Obséquiales con una copa.

 

(Vanse RUFINA y LORENZA. Entra CÉSAR.)

 


ArribaAbajoEscena VII

 

DON JOSÉ, DON CÉSAR.

 

DON JOSÉ.-    (Indicándole el asiento próximo.) Ya deseaba estar solo contigo.

DON CÉSAR.-    (Sentándose fatigado.)  ¡Condenadas visitas!

DON JOSÉ.-   Tenemos que hablar.

DON CÉSAR.-   Hablemos.

DON JOSÉ.-   Has cumplido cincuenta y cinco años.

DON CÉSAR.-    (Suspirando.)  Sí señor. ¿Y qué?

DON JOSÉ.-   Que eres un muchacho.

DON CÉSAR.-   Comparado con usted... Pero si miramos a la salud, el muchacho es mi padre, y yo el octogenario. ¡Si viera usted qué mal me siento de algunos días acá!  (Apoya los codos en las rodillas, y la frente en las manos.) 

DON JOSÉ.-   Ea, no marear con dolencias imaginarias, César,   —21→   no seas chiquillo. Si has de casarte no hay que perder el tiempo.

DON CÉSAR.-    (Sin alzar la cabeza.)  ¿Acaso el casarse por segunda vez es ganarlo?

DON JOSÉ.-   En este caso sí. Vuelvo a decirte que conviene a los intereses de la casa que sea tu mujer ese espejo de las viudas, Rosita Moreno, por mal nombre La Pescadera.

DON CÉSAR.-    (Alzando la cabeza.)  Y usted se empeña en que me pesque a mí.

DON JOSÉ.-   Exactamente. Y tengo poderosas razones para desear ese matrimonio. Es tu deber crear una familia, asegurar... como si dijéramos, nuestra dinastía.

DON CÉSAR.-   Tengo una hija.

DON JOSÉ.-    (Vivamente.) Pero Rufinita quiere ser monja.

DON CÉSAR.-   Tengo un hijo.

DON JOSÉ.-   Un hijo natural, no reconocido aún.

DON CÉSAR.-   Le reconoceré... Ya dije a Canseco...

DON JOSÉ.-   Sí, pero... Por dictamen mío, el reconocimiento no se verificará hasta no asegurarnos de que Víctor merece pertenecer a nuestra familia. En vista de la mala fama que trajo del extranjero, donde se educó, y de Madrid, donde vivió los últimos meses, opiné, y tú lo aprobaste, que debíamos someterle a un sistema de observación correccional. Figúrate que resultara imposible...

DON CÉSAR.-   Víctor tiene talento.

DON JOSÉ.-   Si como tiene talento tuviera juicio...

DON CÉSAR.-   Espero que el rigor con que le tratamos, le enderezará. Y ya ve usted que soy inexorable... No le dejo vivir.

DON JOSÉ.-   Así, así. Pero ¡ay! tan arraigadas están en su magín las ideas disolventes, que...

DON CÉSAR.-   Fruto de las malas compañías y de las lecturas   —22→   ponzoñosas. Créalo usted; los pícaros libros son la perdición de la humanidad.

DON JOSÉ.-   No exageres... Hay libros buenos.

DON CÉSAR.-   Pero como para saber cuál es bueno y cuál no, hay que leerlos todos, y esto no es posible, lo mejor es proscribir la lectura en absoluto... En fin, yo trato de formar a Víctor a nuestra imagen y semejanza, antes de admitirle legalmente en la familia... ¡Y cómo trabaja el pícaro! ¡Todo es fácil para él! ¡Qué inteligencia, qué prontitud, qué manos!

DON JOSÉ.-   Pero esas cualidades poco significan solas. El obrero que a su habilidad no une el don del silencio, no sirve para nada.

DON CÉSAR.-   Por eso le tengo prohibido que dirija a los obreros más palabras que buenos días, y , y no. Temo que arroje en los talleres alguna semilla de insubordinación.  (DON JOSÉ empieza a dar cabezadas de sueño.)  Si he de decir verdad, a mí mismo, que soy tan árido de palabra y tan seco de trato, me cautiva si me descuido. Y aunque me parecen absurdas sus ideas sobre la propiedad, el trabajo, la política y la religión, de tal modo reviste sus disparates de una forma reluciente, que me seduce, me emboba... ¡Ah! pues si yo lograra, con este régimen de esclavitud en el trabajo, que aquel talento superior entrara por el camino derecho...!  (Advirtiendo que DON JOSÉ se ha dormido, inclinando la cabeza sobra el pecho.)  Pero padre... ¿se duerme usted?

DON JOSÉ.-    (Despertando lentamente y creyendo que habla con otra persona.)  Rosario de Trastamara, Duquesa de San Quintín... perdóname si te digo que...  (Sacudiendo el sopor y viendo claro.)  ¡Ah!... eres... De tal modo me embarga el ánimo la visita de esa mujer, que...

DON CÉSAR.-   ¿Pero es de veras?... ¿Tendremos aquí a Rosarito?

  —23→  

DON JOSÉ.-   Ya oíste al Marqués de Falfán. No puede tardar. Su carta dice que viene a pedirme consejo.

DON CÉSAR.-   ¡Pedir consejo! Traduzca usted la frase al lenguaje corriente, y diga: pedir dinero.

DON JOSÉ.-   ¿Pero tan pobre está?

DON CÉSAR.-   En la última miseria.

DON JOSÉ.-   ¿Lo ha perdido todo?

DON CÉSAR.-   Todo. A poco de morir el botarate de su marido, la propiedad inmueble pasó a manos de tres o cuatro acreedores. Rosario tuvo que vender los cuadros, armaduras y tapices, la plata labrada, las vajillas, y hasta las libreas de los lacayos.

DON JOSÉ.-   ¡Qué demonches!

DON CÉSAR.-   En París, según oí, ha malbaratado sus joyas. Hoy no le queda más que el guardarropa, la colección de trapos elegantes, que no valen nada.

DON JOSÉ.-   ¡Dios misericordioso, concluir de ese modo casa tan poderosa!... Y dime, ¿viste a Rosario en Madrid últimamente?

DON CÉSAR.-   No, señor. Desde las cuestiones agrias que tuve con su padre, la más orgullosa, la más atufada nulidad que he visto en mi vida, no me trato con ningún Trastamara, y el parentesco es letra muerta para ellos y para mí.

DON JOSÉ.-   ¡Pobre Rosario! No puedo olvidar que la tuve sobre mis rodillas, que la he dado mil besos... Por cierto que si su pobreza es tal como dices, no habrá más remedio que facilitarle algunos recursos...

DON CÉSAR.-    (Levantándose.) Usted hará lo que quiera. Yo no le daría un cuarto. Ella no pedirá, no; pero llorará. Verá usted como llora: las lágrimas son en esa nobilísima raza la forma elegante del pordioseo.  (Se aleja.) 

DON JOSÉ.-   Pero aguarda... óyeme.

DON CÉSAR.-   Tengo que ir al Ayuntamiento.


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