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ArribaAbajoCapítulo VII

Flamenca Cytherea


La unión nefanda de estos dos vocablos, bárbaro el uno, helénico el otro, merece la execración universal; pero no importa. Adelante.

Contraviniendo la voluntad y las amonestaciones claras del Excmo. Sr. (tenía la Gran Cruz) D. Alejandro Sánchez Botín, Isidora fue a la pradera de San Isidro, acompañada de su doncella, de Riquín, de D. José de Relimpio y de Mariano. La prisionera del Sátiro no podía resistir ya el anhelo de expansión, de correr libremente, de ser dueña de sí misma un día entero, y, principalmente de darse el gusto de la desobediencia. Haciéndole rabiar gozaba más que divirtiéndose ella. Ya se aplacaría el tirano, pronunciando un par de buenos sermones, y si no se aplacaba, mejor. Estaba cansada de tan grande y molesto estafermo, y bien podía suceder que no haciendo caso de sus insufribles exigencias llegase a dominarle y someterle. Para fundar este imperio convenía un golpe de Estado.

Entre su doncella y la peinadora la vistieron de chula rica. Aquella mañanita de San Isidro, mientras duró el atavío chulesco, todo era regocijo en la casa, todo risas y alegrías. Don José andaba a gatas sirviendo de caballo a Riquín, ya vestido desde el amanecer de Dios, y Mariano cantaba en la cocina rasgueando una guitarra. El vestirse de mujer de pueblo, lejos de ofender el orgullo de Isidora, encajaba bien dentro de   —89→   él, porque era en verdad cosa bonita y graciosa que una gran dama tuviera el antojo de disfrazarse para presenciar más a su gusto las fiestas y divertimientos del pueblo. En varias novelas de malos y de buenos autores había visto Isidora caprichos semejantes, y también en una célebre zarzuela y en una ópera. Si esto pensaba cuando la doncella y peinadora la estaban vistiendo, luego que se vio totalmente ataviada y pudo contemplarse entera en el gran espejo del armario de luna, quedó prendada de sí misma, se miró absorta y se embebeció mirándose, ¡tan atrozmente guapa estaba! El peinado era una obra maestra, gran sinfonía de cabellos, y sus hermosos ojos brillaban al amparo de la frente rameada de sortijillas, como los polluelos del sol anidados en una nube. No le faltaba nada, ni el mantón de Manila, ni el pañuelo de seda en la cabeza, empingorotado como una graciosa mitra, ni el vestido negro de gran cola y alto por delante para mostrar un calzado maravilloso, ni los ricos anillos, entre los cuales descollaba la indispensable haba de mar. En medio de Madrid surgía, como un esfuerzo de la Naturaleza que a muchos parecería aberración del arte de la forma, la Venus flamenca. Don José estaba medio lelo, y si fuera poeta no dejara de cantar en sáficos la novísima encarnación de la huéspeda de Gnido y Pafos.

Salieron gozosos, acomodándose en una carretela que alquiló Isidora..., y a vivir. Llegaron a la pradera. Isidora sentía un regocijo febril y salvaje. Todo le llamaba la atención, todo era un motivo de grata sorpresa, de asombro y de risa. Su alma revoloteaba en el espacio libre de la alegría, cual mariposa acabada de nacer. Almorzaron   —90→   en un ventorrillo. Nunca había comido Isidora cosas tan ricas. ¡Cuánto rieron viendo cómo se atracaba Mariano! Don José compró dos pitos, uno para Riquín y otro para él, y ambos estuvieron pita que te pitarás todo el santo día. Si hubieran dejado a Isidora hacer su gusto, habría comprado lo menos dos docenas de botijos, uno de cada forma. Pero no compró más que cuatro. De todas las fruslerías hizo acopio, y los bolsillos de la pandilla llenáronse de avellanas, piñones, garbanzos torrados, pastelillos y cuanto Dios y la tía Javiera criaron. Nunca como entonces le saltó el dinero en el bolsillo y le escoció en las manos, pidiéndole, por extraño modo, que lo gastase. Lo gastaba a manos llenas, y si hubiera llevado mil duros, los habría liquidado también. A los pobres sin número les daba lo que salía en la mano. A todos los cojos, estropeados, seres contrahechos y lastimosos, les arrojaba una moneda. Por último, se le antojó también pitar, y compró el más largo, el más floreado y sonoro de los pitos posibles. Mariano y la doncella también pitaron.

Visitó la ermita y el cementerio, y por último, no queriendo acabar el día sin experimentar todas las emociones que ofrecía la pradera, visitó una por una las innobles instalaciones donde se encierran fenómenos para asombro de los paletos; vio la mujer con barbas, la giganta, la enana, el cordero con seis patas, las serpientes, os ratas tigres provenientes do Japao, y otras mil rarezas y prodigios. Por dondequiera que pasaba, recibía una ovación. Preguntaban todos quién era, y oía una algarabía infinita de requiebros, flores, atrevimientos y galanterías, desde la más fina a la más grosera. Cuando se   —91→   retiró estaba embriagada de todo menos de vino, porque apenas lo probara, embriagada de luz, de ruido, de placer, de sorpresa, de polvo, de gentío, de pitazos, de coches, de ayes de mendigos, de pregones, de blasfemias, de vanidad, de agua del Santo. Cuando llegó a su casa le dolía la cabeza; acordose entonces de Botín, a quien de seguro encontraría, esperándola airado, y entonces cayó un velo negro sobre sus alegrías. Se volvieron obscuras, y andaban dentro de ella azoradas, corriéndosele del corazón a los labios y dejándole un sabor amargo en todas las partes de su ser por donde pasaban.

Al subir la escalera, despacio, se representaba en la mente, según su costumbre, lo que le había de decir Botín y lo que ella había de contestarle. Decididamente le pondría cara de perro; él echaría su sermón de costumbre sobre el escándalo, y después se aplacaría. Llegaron jadeantes al piso segundo. Don José, que cargaba a Riquín dormido, iba detrás pitando todavía.

Entró en la sala y vio luz en el gabinete. Allí estaba sin duda. Pasó adelante y le halló sentado en una butaca fumando. Desde la primera mirada comprendió Isidora que la gresca sería fenomenal. Botín (a quien no describiremos porque Isidora misma lo ha descrito) estaba pálido, con cierta hinchazón en las serosidades de su cara lobulosa. Isidora afectó indiferencia, dejándose caer en el sillón con la pesadez propia de su cansancio. Como entraron también irreflexivamente Relimpio y Mariano, Botín hizo un gesto de expulsión, diciendo: «No quiero aquí a nadie».

«Con permiso...» -balbució D. José.

Quedáronse solos los dos amantes. Isidora,   —92→   viéndose en el trance de hacer frente a la tempestad y aun de provocarla, ofreció el pito a Botín, diciéndole con sorna:

«Te he feriado. Toma el pito del Santo».

Botín rompió en dos pedazos el tubo de vidrio y lo arrojó al suelo con ira.

«Todo ese furor es porque he ido a San Isidro sin tu permiso».

Botín vacilaba. En su alma luchaban la ira y el asombro, o más bien la pasión que despertaba en él la traza chulesca de Isidora. Fuertes razones había sin duda para que venciera la cólera.

«Mucho me enfada -dijo con cierta gravedad parlamentaria- que haya usted ido sin mi permiso a la romería. Pero hubiera perdonado fácilmente esa falta. Otras no se pueden perdonar... Estoy aquí desde las cuatro esparándola a usted para decirle que se porta conmigo de una manera infame».

Isidora palideció. Subiendo la escalera había previsto la disputa; pero en esta resultaba una espantable cosa que ella no había previsto.

«De una manera infame -repitió Sánchez Botín-. Acabemos. Me gustan las cosas claras y los juicios rápidos. ¿Dónde están los pendientes de tornillo?

-Aquí están -dijo Isidora llevándose la mano a la oreja.

-Mentira! Esos son falsos. Los buenos los ha vendido usted... ¿Y el alfiler, la cadena, el medallón...?

-Esas prendas son mías y puedo disponer de ellas a mi gusto -dijo Isidora prontamente, dueña ya de sí misma.

-Las ha empeñado usted.

-Las he pignorado -replicó ella con aplomo   —93→   y burla-, como dicen ustedes los hombres de negocios.

-Sé por el tapicero que no ha pagado usted las sillas. Y sin embargo...

-Usted me dio el dinero. Yo preferí emplearlo en otra cosa».

Al decir esto Isidora se puso muy encarnada. Su lengua estaba torpe.

«Se turba usted...

-No me turbo, no» -dijo ella subiéndose de un salto a la cúspide de su orgullo y contemplando desde allí la cólera mezquina de Botín.

Durante la pausa lúgubre que siguió a esta última frase, Isidora revolvió su mente hacia el origen de aquella escena; consideró con vergüenza y despecho que su infidelidad había sido descubierta, y pasó revista a las circunstancias que pudieron haber motivado el tal descubrimiento. ¡Ah!, las indiscreciones de Joaquín Pez, la falta de prudencia... Bien conocía ella que el viudito no era hombre para guardar secretos. Sin duda otras mujeres andaban en aquel torpe lío... Pensó en las prenderas, en las peinadoras, en los chismes y enredos que forman invisible tela de araña en torno de toda existencia equívoca e inmoral; y la ignominia de un hecho tan poco noble abatió por un instante el orgullo de su alma.

«Hace usted un bonito uso de mi dinero» -dijo Botín.

Isidora iba a contestar lo siguiente: «¿Y para qué me lo da usted?». Pero su conciencia se alborotó, y sintiose llena de perplejidad, que nacía del fiero tumulto y combate en que estaban dentro de ella la cólera, los remordimientos, el orgullo. Buscaba una salida pronta, enérgica,   —94→   que cortase la disputa, dejando a un lado la cuestión moral. Encontrola en estas palabras:

«Usted me es muy antipático. Déjeme usted en paz.

-¡Y tiene el atrevimiento de despedirme! -exclamó Botín con sarcasmo-. Usted que estaba muerta de miseria cuando yo...».

Isidora sentía que venían llamas a su lengua. No pudo contenerse, y abrasó a Botín con estas palabras:

«Su dinero de usted no basta a pagarme... Valgo yo infinitamente más...».

Botín, cubriéndose con su calma egoísta y dando a la disputa un giro tranquilo, que era como los círculos que hace la serpiente, dijo así:

«No quiero incomodarme. Veremos quién desaloja... Isidora, he sabido todo lo que ha pasado. No hay que fiarse de precauciones... Esto se acabó... Usted se lo ha ganado... Usted pierde más que yo.

-Me está usted mareando. Déjeme usted en paz.

-A eso voy, a dejar a usted en paz. A ver, a ver, las alhajas, todas las alhajas que he dado a usted y que no estén... pignoradas, váyamelas usted entregando».

Isidora se quitó con nerviosa presteza las sortijas; sacó de una cajita varios objetos de oro, y todo lo tiró a los pies de Botín.

«Bien, bien -dijo el padre de la patria, no desdeñándose de inclinarse para recoger lo que estaba por el suelo-. Ahora quítese usted el mantón de Manila».

Isidora se lo quitó, y haciéndolo como un lío se lo tiró a la cara.

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«¿Quiere usted que le entregue todos mis vestidos?

-No es preciso que me los entregue usted -replicó Botín con calma feroz-. Yo me haré cargo de ellos. Quítese usted el que lleva puesto».

Bien pronto la Cytherea se quedó en enaguas.

«Es lástima que no se lleve usted también mis botas -dijo Isidora sentándose y apoderándose con verdadera furia de uno de sus pies para descalzarlo-. Llévelas usted para que las use su señora».

Y se quitó una bota.

«No, no tanto -dijo Botín-; conserve usted su calzado».

Isidora dio algunos pasos cojos con un pie calzado y otro no, y entrando en su alcoba se puso otras botas.

En aquel instante, Botín tuvo que dar a su pasión una nueva batalla; pero el caso era tan grave, que la dignidad llevó la mejor parte. Apartó los ojos de la despojada imagen que delante tenía, y para verla lo menos posible, levantose, y con atención de prendero avaro, abrió el armario de luna y las gavetas de la cómoda, entró en la alcoba, registró todo como un curial que embarga o inventaría. Isidora en tanto arrojaba las preciosas botas en medio del gabinete, y después hacía lo mismo con su peineta.

«Bien -dijo Botín, sentándose otra vez y mirándose su pie pequeño como hacía en el Congreso-. Ahora póngase usted el vestidito que usaba cuando iba a rezar a la iglesia con tanta devoción.

-Lo he dado. Yo no guardo pingos».

Botín volvió a la alcoba. Tomó de una percha   —96→   una bata, y ofreciéndola a Isidora con imperturbable frialdad, le dijo: «Póngase usted este».

Volvió la cara para no verla, para no ver las lágrimas gruesas que corrían por las mejillas de Isidora, lava de su orgullo que como ardiente volcán bramaba en su pecho.

Sin decir nada, vistiose ella. Botín tomó entonces un tonillo conciliatorio. No era todo lo fiera que es necesario ser para habitar en medio de los bosques. Tenía algo de hombre, si bien nada de caballero.

«Puede usted disponer de toda la ropa blanca -murmuró-. Mande usted por ella mañana.

-No quiero nada -replicó Isidora, bebiéndose sus lágrimas de fuego, pálida, trémula. Y andando hacia la puerta tuvo una inspiración de drama; se volvió a él, le echó rodadas de desprecio por los ojos y le dijo: «Soy la vengadora de los licenciados de Cuba».

Botín se sonreía como un demonio que ha ganado un alma.

«Gozo, gozo con haber ultrajado a un hombre como usted.

-Todavía -dijo Botín haciendo esfuerzos para reír, y golpeándose con el bastón el pie bonito-, todavía tiene usted algo que agradecerme. Puede usted llevarse todo lo del niño.

-Mi hijo no necesita nada».

Isidora corrió hacia adentro. En la cocina, Mariano dormía, reclinado sobre la mesa. En el comedor, D. José y la doncella asistían a Riquín, que había vomitado, y reclinando su hermosa cabeza grande sobre el hombro de Relimpio, se quejaba con agitada somnolencia.

«Le ha hecho daño la comida -dijo el tenedor de libros.

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-Tiene algo de calentura» -indicó la doncella, tocándole las mejillas.

Isidora le examinó. Sus lágrimas volvieron a correr

«Don José -dijo resuelta-. Cargue usted a Riquín. Envolvedlo bien en un mantón. Nos vamos ahora mismo.

-¡Ahora!» -exclamó D. José con espanto.

En la puerta del comedor apareció Botín. Después se paseó en el pasillo. Si Isidora estuviera fuerte en Mitología, le habría comparado al Minotauro vagando por las obscuras galerías del laberinto de Creta. Volvió la bestia al gabinete, y desde allí llamó con voz fuerte: «¡Isidora, Isidora!». Y viendo que esta no acudía, salió otra vez al pasillo y dijo en tono más humanitario:

«No llevemos las cosas hasta el último extremo. Riquín está malo. Puedes quedarte aquí hasta mañana».

Pero Isidora iba y venía recogiendo algunas cosasenteramente suyas.

«Quédate, mujer, quédate hasta mañana».

Entró ella en la alcoba. Botín se paseaba con lento andar en el gabinete.

«Vamos, vamos, no seas terca. No te perdono; pero te doy respiro hasta mañana. Además...».

La miró atentamente, mientras ella revolvía en la cómoda. La miró embelesado, ¿a qué negarlo?, y algo confuso le dijo:

«Y mañana podrás llevarte todos tus vestidos».

Isidora no le contestó, ni le miró siquiera. Pero él seguía dando paseos. Estaba nervioso, incomodado consigo mismo. Mitológicamente hablando, se mordía su propia cola.

«Estas mujeres locas -murmuró gruñendo-,   —98→   si comprendieran su interés; si supieran apreciar lo que valen las relaciones con una persona decente... Isidora, aguarda, oye la voz de un amigo. Vuelve en ti, reflexiona, acuérdate de lo que muchas veces te he dicho. ¿Por qué no has de entrar en una vida ordenada? Yo estoy dispuesto a auxiliarte, proporcionándote un estanco...».

Isidora salió sin concederle ni una mirada. Él fue tras ella. Desde la sala repitió en voz alta:

«Puedes contar con el estanco...».

No recibió contestación. De repente oyó el golpe de la puerta cerrándose con violencia. Todos, menos la doncella, habían salido.