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La dictadura de O’Higgins

Miguel Luis Amunátegui




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El argumento principal de este libro es la historia de las tentativas que hizo sin fruto el capitán general don Bernardo O’Higgins para establecer en Chile la dictadura. La conclusión que se deduce de los hechos referidos en él es la imposibilidad de plantar en América de un modo durable esa forma de gobierno.

Para que mi narración fuera clara, he principiado por dar a conocer los antecedentes de los partidos y personajes políticos que figuran en el período histórico comprendido entre el 12 de febrero de 1817 y el 28 de enero de 1823.

El resto de este trabajo contiene dos categorías de sucesos que, aunque mezclados entre sí, son diferentes y aun opuestos. La una abraza las hazañas, los eminentes servicios de don Bernardo O’Higgins, los méritos que le valieron su gran prestigio sobre los contemporáneos, y que le han hecho acreedor a la gratitud de la posteridad; la otra las faltas que le hizo cometer su desmedida ambición de mando, las conspiraciones a las cuales dio origen su falsa política, las venganzas que ensangrentaron su gobierno, los grandes abusos que justificaron su caída.

He contado con más detención los sucesos políticos, que los sucesos militares; porque así convenía al objeto de mi trabajo, y porque los segundos han sido perfectamente narrados por don Salvador Sanfuentes en una memoria que lleva por título Chile desde la batalla de Chacabuco hasta la de Maipo; por don Antonio García Reyes en otra que se denomina La primera Escuadra Nacional; y por don Diego Barros Arana en una tercera que tiene por nombre Vicente Benavides y las Campañas de sur.

Para la redacción del mío, me he aprovechado de los interesantes datos consignados en estos tres escritos.

He consultado, además, para la composición de este libro todos los impresos de que he tenido noticia, todos los documentos depositados en los archivos públicos o conservados por las familias de los interesados, y el testimonio de varios contemporáneos que intervinieron en aquellos acontecimientos. He tomado de esas fuentes lo que me ha parecido verdadero, y lo he escrito sin odio y sin temor.

Antes de concluir, tengo una deuda de gratitud que satisfacer. Para la redacción de este libro, he recibido útiles consejos de mi ilustrado colega don Francisco Vargas Fonetista, y es para mí una satisfacción manifestar en este lugar el reconocimiento con que he escuchado las acertadas indicaciones de un joven a quien respeto como hombre de ciencia, a quien amo como amigo.




ArribaAbajoIntroducción

Imposibilidad de que las monarquías se establezcan de un modo durable en los nuevos estados que se constituyan.- Causa que impidió en América la fundación de monarquías hereditarias o electivas.- Sistema monárquico sostenido por San Martín.- Presidencias vitalicias imaginadas por Bolívar.- Negativa de Washington para ser proclamado rey constitucional.- Funestos efectos de los gobiernos de larga duración para la América.- Tema del presente libro.- Esfuerzos impotentes de O’Higgins para fundar en Chile la dictadura.


La República es el gobierno que mejor corresponde al espíritu del siglo XIX. De ahí resulta que es el más sólido, el más razonable, el más duradero, el único posible en las nuevas naciones que se constituyan.

Todo nuevo Estado que aparezca, todo pueblo que se emancipe, ha de ser necesariamente republicano.

A las monarquías, se les ha pasado su tiempo.

Esa forma de gobierno está basada sobre un absurdo que repugna a la razón, que degrada a la dignidad humana. Su principio de existencia es un error conocido, una preocupación insostenible. Desde que no se admite el derecho divino de los reyes, las monarquías están minadas en sus cimientos. Para ser acatados como antes, necesitarían los monarcas que también como antes el aceite sagrado se derramase sobre sus cabezas.

En el día, la igualdad de los hombres es un dogma generalmente respetado. Son pocos, muy pocos, los que creen aún que Dios ha dotado a ciertas familias con el privilegio de regir a las naciones. Ese error garrafal constituía todos los títulos de los reyes a las soberanías de los pueblos; era ése el diploma apócrifo con que justificaba su dominación. La falsedad de semejantes despachos está demostrada, es evidente. ¿Qué fundamentos podrán en adelante alegar para sostener sus pretensiones? ¿Por qué motivo los demás hombres, sus iguales en todo, en naturaleza y en derechos, habrán de acatar su poder, habrán de conformarse con ser sus súbditos?

Sólo la creencia en el derecho divino convierte el trono en el pedestal de un ídolo; sin eso, no es más que un armazón de cuatro tablas cubiertas de terciopelo color púrpura, donde se sienta un hombre. En los pueblos que no miran ya a sus reyes como a los ungidos del Señor, la monarquía puede subsistir durante algunos años, apoyada por el imperio del hábito y el egoísmo de los intereses existente, haciendo concesiones, adoptando ciertas formas e instituciones republicanas; pero no conservará sino una sombra de su antigua autoridad, y su existencia no será larga.

A la creencia en la supremacía de ciertas razas, de ciertas familias, de ciertos individuos, ha sucedido la creencia en la igualdad de todas las razas, de todas las familias, de todos los individuos. Las ideas son las que determinan los hechos. Es indispensable, pues, que a los gobiernos fundados en el privilegio, que correspondían a la primera de esas creencias, se sustituyan los gobiernos fundados en la igualdad de derechos, que corresponden a la segunda; es inevitablemente preciso que a las monarquías hereditarias o presidencias vitalicias, sucedan las repúblicas basadas en la soberanía popular, y en las cuales los cargos públicos son electivos y alternativos.

Todos los esfuerzos que se hagan para impedir ese resultado, serán impotentes; todos ellos servirán sólo para derramar sangre, para producir trastornos, para causar la desgracia momentánea de las naciones. No hay hombre bastante sabio, no hay pueblo bastante poderoso para contener el torrente de las ideas de una época.

La revolución de la independencia americana es una prueba irrefutable de mis asertos. Si en el siglo XIX las monarquías hereditarias o electivas hubieran sido posibles, esa revolución las habría engendrado.

No había países peor preparados para la república, que las colonias españolas. Por las venas de sus moradores, corría la sangre del pueblo más monárquico de la Europa, de un pueblo que profesaba idolatría a sus reyes, de un pueblo que tal vez ha hecho más sacrificios para defender el absolutismo de sus soberanos, que otros para conquistar la libertad. La educación del coloniaje había robustecido, en lugar de combatirlas, esas tendencias de raza. El gobierno más despótico y arbitrario había creado en el nuevo mundo costumbres e ideas favorables a la forma monárquica. Así, los americanos por su origen, por el atraso de su civilización, por sus hábitos, parecían predestinados a darse un nuevo amo en el momento de renegar de la España como de dura y desapiadada madrastra.

Sin embargo, la revolución de 1810, en vez de dos o tres monarquías, como algunos lo aguardaban, crea en América diez u once repúblicas.

¿Por qué?

Durante aquella época memorable, no faltan los amigos de esa forma de gobierno. ¡Ese sistema cuenta con hombres de ciencia y con hombres de espada, con hombres que ponen a su servicio todo el prestigio del saber, todas las intrigas de la diplomacia, con hombres que poseen la fuerza, que mandan ejércitos! La mayoría de los criollos está educada para la tiranía, está habituada al servilismo. ¿Cómo entonces no triunfa ese sistema?

La razón es muy sencilla.

Eso depende de que, por más que los buscan, no encuentran en ninguna parte ni monarca que sentar sobre el trono, ni nobles que compongan su corte. Todos los americanos se consideran iguales entre sí, se consideran iguales a los europeos, iguales a todos los hombres. Nadie cree en las castas; nadie admite la predestinación de ciertas familias y de ciertos individuos para el mando. Cuando en una sociedad hay tales convicciones, no puede colocarse a una sola persona bajo el solio; es preciso que todos los ciudadanos se coloquen a su sombra. El pueblo es el único soberano posible.

He ahí el motivo que impidió, que impedirá siempre en América, el establecimiento de monarquías o de instituciones que se le parezcan.

Estimándose todos iguales, hay muchos que se creen con el derecho de aspirar al honor de dirigir a su nación. Con semejante convencimiento, la redecía y cualquiera otro gobierno vitalicio son una quimera, un absurdo.

Para que no quedara la menor duda sobre esta verdad, quiso Dios que, desde el principio de nuestra revolución, se intentara sin fruto y sin consecuencias laudables el ensayo de las dos combinaciones conocidas de esa forma de gobierno, y que tuvieran por padrinos a los dos hombres más grandes de la independencia, a los dos héroes más ilustres de la América moderna.

Bolívar y San Martín no eran republicanos. El primero trabajó por constituir en las colonias emancipadas presidencias vitalicias, creadas en favor de los jefes militares que más habían sobresalido en la guerra contra la metrópoli, es decir, en provecho suyo. El segundo deseó fundar monarquías constitucionales con príncipes traídos de las dinastías europeas. El uno se lisonjeó de improvisar reyes por la gracia de la victoria, y buscó sus títulos en los grandes servicios prestados a la patria, el otro procuró continuar en el nuevo mundo y en el siglo XIX los reyes por la gracia de Dios, y buscó un apoyo a sus tronos en el principio gastado de la legitimidad. Los dos quedaron burlados en sus planes, y los dos llevaron a la tumba, como justo castigo de su error, el pesar de un triste desengaño.

El sistema de San Martín, menos ambicioso, pero más quimérico que el de su émulo, no fue sino el pensamiento, el sueño de ciertos políticos que, como sucede a veces, por ser demasiado previsores, demasiado sabios, no supieron apreciar convenientemente la marcha de la revolución y el estado de las ideas. Notaron las dificultades que se ofrecían para que la América fuera republicana, y no vieron que las había mayores para que fuese monárquica. Ese falso juicio los precipitó en una crasa equivocación. La experiencia no tardó en dar a sus ilusiones un completo desmentido. Así que la historia de esos proyectos monárquicos está reducida a unas cuantas negociaciones estériles. Todo el poder de los soberanos europeos que los fomentaban, todo el genio de Chateaubriand que los patrocinaba, no alcanzaron a hacerlos triunfar.

El gobierno de Buenos Aires ofreció la corona primero al infante don Francisco de Paula, hijo de Carlos IV, y enseguida a un príncipe de Luca. Después de varias notas cambiadas y de algunas estipulaciones, uno y otro rehusaron el regalo.

Entre tantos vástagos de sangre real sin patrimonio, no se presentó uno solo que quisiera admitir el obsequio de un reino!

Es que la donación no era gratuita; es que tenían que conquistar ese reino a la cabeza de un ejército; es que para empuñar el cetro que se les prometía, necesitaban sostener una guerra larga, sangrienta, de resultados más que dudosos para el príncipe aventurero que lo pretendiese.

¿De dónde sacaba ese ejército? ¿de dónde desenterraba los millones que había menester para la empresa? ¿dónde encontraba los hombres que habían de formar su cortejo?

Ese monarca que, a despecho de las cosas, se trataba de improvisar, o era un Borbón, o se escogía entre las familias reales del viejo mundo. En el primer caso, ¿cómo habían jamás los criollos de doblar la rodilla ante uno de los miembros de esa dinastía que detestaban, contra la cual habían combatido a costa de tantos sacrificios, que habían vencido en los campos de batalla? En el segundo caso, ¿cómo habían de obedecer a un príncipe extranjero, cuyo idioma no entenderían, que profesaría tal vez una religión distinta, que no tendría con ellos ninguna de las relaciones que ligan a los hombres?

Se atribuye a Bolívar una frase espiritual que envuelve la crítica más completa de semejante sistema: «Un rey europeo en América -decía el fundador de Colombia- será el rey de las ranas». Efectivamente, un monarca como lo concebía San Martín, no habría podido gobernar, porque no habría hallado súbditos que le respetasen. La duración de su reinado se habría contado por meses, y no por años.

Pero si este plan era irrealizable, el de Bolívar lo era poco menos. ¿Quién sería el presidente vitalicio entre tantos jefes de un mérito poco más o menos igual, ambiciosos, animados de un noble orgullo por sus servicios, que no estaban dispuestos por ningún pienso a reconocer superiores?

Si alguien lo hubiera merecido, habría sido Bolívar, el primer guerrero americano, el libertador de cinco repúblicas. Bolívar lo intentó; pero su pronta caída suministró una idea irrecusable de la vanidad de sus proyectos. Ese grande hombre, cuyas sienes rodeaba una tan brillante aureola de gloria, fue a morir oscura y miserablemente en un destierro, olvidado de sus antiguos compañeros de armas, maldecido quizá por los pueblos mismos que había emancipado, ¡él que había soñado para sí la dominación de toda la América del Sur! Y todavía en sus últimos momentos, pudo muy bien dar gracias al cielo de que no se hubiera cambiado en un cadalso el trono que había ambicionado.

¿Quién conseguirá lo que Bolívar no consiguió?

Frescos están los ejemplos de las espantosas caídas que han dado cuantos después han tenido la pretensión de imitarle. La triste suerte que han corrido todos esos ambiciosos imprevisores y visionarios, debe ser un escarmiento para los que participen de sus ideas. La desgracia que los ha seguido en sus empresas, como el remordimiento al culpable, debe infundirles el convencimiento de que en América las dictaduras, las presidencias vitalicias son imposibles.

Los semidioses no son de este tiempo.

Desde que el mérito personal, y no la casualidad del nacimiento, es el único título legítimo para obtener los honores y las dignidades, hay muchos que se creen con derecho de alcanzarlos, y ésos no tolerarán nunca que otro, quien quiera que sea, se los arrebate para siempre.

En esta época, el monopolio del poder no puede ser duradero. La creencia en la igualdad de todos los hombres trae consigo la participación de todos, según sus capacidades y virtudes, en el gobierno de las sociedades. Ni la monarquía hereditaria, ni la monarquía electiva o presidencia vitalicia, cumplen esa condición. Esas dos formas de gobierno tienen por base el privilegio, la exclusión. Eso es lo que las condena, lo que hace de ellas un anacronismo en el siglo XIX, lo que las convierte, para la América sobre todo, en un plagio impracticable.

He dicho más arriba que Bolívar había resumido en una corta frase la crítica del sistema propuesto por San Martín. Este último le pagó la deuda, y le criticó el suyo en otra frase más pintoresca, y no menos profunda:

-No podremos nunca -decía San Martín hablando de las dictaduras soñadas por Bolívar- obedecer como soberano a un individuo con quien habemos fumado nuestro cigarro en el campamento.

Este pensamiento, trivial en su expresión, comprensivo en su significado, envuelve una verdad incontestable. La experiencia ha probado con hechos toda la exactitud y todo el alcance de esa sagaz observación.

Bolívar y San Martín, el uno con su proyecto de presidencias vitalicias, el otro con su plan de monarquías exóticas, se equivocaban grandemente. La América no podía, no puede ser sino republicana.

El gran Washington, más hábil, más moral que San Martín y que Bolívar, lo comprendió así, iluminado por su admirable buen sentido, y guiado por la austeridad de su conciencia. Si alguien en un pueblo moderno hubiera contado con probabilidades de ser rey, habría sido ese santo de la democracia, ese guerrero esforzado, ese varón respetable que había conducido sus compatriotas a la gloria y a la libertad. Si alguien hubiera podido alegar títulos para mandar perpetuamente, habría sido por cierto ese hombre sobre cuya tumba se pronunciaron por oración fúnebre estas palabras, que seguramente merecía: «Ha sido el primero en la guerra, el primero en la paz, el primero en el amor de sus conciudadanos». Sin embargo, Washington, que disponía de tantos recursos para sostenerse, recibió con horror, y desechó con indignación la propuesta que le hizo su ejército de proclamarle rey. Habría mirado la admisión de ella, no sólo como un crimen de lesa-patria, sino también como una torpeza política. La verdad es que Washington mismo no se habría sostenido sobre un trono.

Para que se perciba en toda su grandeza el contraste que forma la conducta del héroe del norte con la que han observado sobre el mismo particular algunos jefes militares del sur, conviene recordar las circunstancias favorables para su ambición en que aquél se encontraba, y las nobles palabras con las cuales rechazó como un grave insulto el ofrecimiento de una corona.

Corría el año de 1782. Washington se hallaba en el apogeo de su poder y de su popularidad. Estaba al frente de un ejército que le amaba con entusiasmo. Todo el mundo reconocía la magnitud de sus servicios y de sus talentos; nadie se atrevía a poner en duda que era el hombre necesario de la revolución.

Una porción considerable del pueblo se hallaba disgustada con el congreso y la forma republicana, a la cual atribuía las lentitudes y embarazos de la guerra. Las tropas estaban mal pagadas, y murmuraban. Esto fue causa de que comenzara a cundir entre los oficiales y soldados una opinión monárquica muy marcada.

Muchos de los primeros se reunieron en conciliábulos; y después de haber creído descubrir en la organización del Estado el origen de todos los males, convinieron en proponer a Washington que se dejara coronar. Uno de los coroneles más respetables por su edad y su carácter fue designado para comunicar al general en jefe los sentimientos del ejército.

Como la severidad de aquel ilustre republicano era conocida, el comisionado no tuvo osadía suficiente para manifestarle el pensamiento en toda su desnudez, y se valió de rodeos y circunloquios a fin de expresarle los deseos de sus compañeros de armas. Principió por hacer un resumen de todos los males y dificultades que había originado la forma de gobierno adoptada, y concluyó ofreciéndole el título de rey constitucional, como el remedio que sacaría al país de su crítica situación.

Si Washington hubiera sido un ambicioso vulgar, si el cielo no le hubiera dotado de un talento tan perspicaz a la par que positivo, habría caído en la tentación, y habría sido monarca..., se entiende por unos cuantos años. Pero el primero en saber que su coronación sería, no sólo un abuso de confianza, sino también una usurpación efímera y temporal. La voz de su conciencia estaba de acuerdo con la de su razón. Conocía más que nadie que la América por sus circunstancias habría de ser necesariamente republicana. La vanidad del engrandecimiento personal no le impidió ver claro en la situación. Con un corazón desinteresado y un juicio certero, consideró preferible la gratitud de sus conciudadanos a una dominación transitoria, que tarde o temprano había de envolver a su patria en trastornos y disensiones civiles.

La respuesta severa que dio a una invitación que tanto habría lisonjeado a otros caudillos menos íntegros que él, le honra más que sus triunfos, y es uno de sus títulos a la admiración de la posteridad. Hela aquí:

«Señor:

He leído atentamente, con una mezcla de extrema sorpresa y de doloroso asombro, los pensamientos que me habéis dirigido. Estad cierto, señor, de que en todo el curso de la guerra, ningún suceso me ha causado sensaciones tan penosas, como la noticia que me comunicáis de que existen en el ejército las ideas que me decís, y que yo debo mirar con horror y condenar con severidad. Por ahora, esa comunicación quedará depositada en mi seno, a menos que, viendo agitarse de nuevo semejante materia, encuentre necesario publicar lo que vos me habéis escrito.

Busco vanamente en mi conducta lo que ha podido alentar una proposición que me parece contener las mayores desgracias que puedan caer sobre mi país. Si no me engaño en el conocimiento que tengo de mí mismo, no habríais podido encontrar ningún otro a quien vuestros proyectos fuesen más desagradables, que a mí. Debo agregar, al mismo tiempo, para ser justo con mis propios sentimientos, que nadie desea más sinceramente que yo hacer al ejército una amplia justicia; y si fuere preciso, emplearé con el mayor celo cuanto poder e influencia tenga, conformándome a la constitución, para alcanzar ese objeto. Permitidme, pues, conjuraros, si tenéis algún amor a vuestro país, alguna consideración a vos mismo o a la posteridad, o algún respeto a mí, que desechéis de vuestro espíritu esos pensamientos, y que no comuniquéis nunca como nacidos de vos o de alguna otra persona, sentimientos de tal naturaleza.

Soy, señor, etc.

Firmado:

Jorge Washington».



Esta carta tan sencilla, y tan llena de nobles ideas, revela al hombre honrado, y descubre la sinceridad del individuo que no pretende tomar una apostura para la historia, sino que habla con su conciencia. Pero ese documento tan sin pretensiones, de estilo tan modesto, consigna la grande idea que ha proporcionado a los Estados Unidos una prosperidad fabulosa, proclama las ventajas de la organización democrática sobre todas las otras, y expresa el temor de las grandes desgracias que se contienen en una constitución monárquica.

Esas palabras escritas en ocasión tan solemne, y con una persuasión tan religiosa, por el fundador de la república más grande de los tiempos modernos, de la república que trata de potencia a potencia con los imperios del viejo mundo, merecen ser meditadas muy maduramente. Con ellas, Washington ha dado a los que pueden encontrarse en su caso un ejemplo de moralidad y una lección de sabía política.

En efecto, los que han promovido el establecimiento en América de la monarquía hereditaria o electiva, no han obrado únicamente por motivos egoístas.

Me complazco en hacer esa justicia a los que la merezcan; quiero suponer un estímulo generoso aun a los que no lo han tenido.

Los individuos a que me refiero han querido alcanzar con su sistema una de las condiciones indispensables de todo Estado bien organizado, la consolidación del orden. Juzgaban las colonias españolas demasiado atrasadas, y creían que en ellas la república sería sólo una anarquía.

Pero conocido el fin que se proponían, falta saber si eran conducentes los medios que habían imaginado para obtenerlo. Ésta es la cuestión, pues el orden lo quieren todos los hombres honrados, cualesquiera que sean sus convicciones políticas.

A mi juicio, la forma monárquica en América, lejos de afianzar la tranquilidad, trae consigo el desorden más completo, la anarquía más espantosa.

Lo que avanzo no es una paradoja, es un hecho. Donde quiera que se ha ensayado una de esas presidencias vitalicias o una de esas dictaduras de larga duración, se ha ido a parar a una revolución sangrienta y desastrosa, que ha engendrado una serie casi interminable de calamidades públicas y privadas.

Eso no puede ser de otro modo.

No hay ningún individuo entre nosotros, por grande que le supongamos, que no tenga sus émulos en méritos y en servicios. ¿Cómo puede, entonces, esperarse que éstos se conformen nunca con ser cuando más los opacos satélites de uno de sus pares? Eso sería desconocer absolutamente el corazón humano. ¿Por qué motivo respetarían por toda la duración de una vida, o por un período muy largo, la dominación de uno de sus semejantes? No diviso ciertamente que podría contenerlos. No veo como muchos de ellos, sintiéndose con capacidad para gobernar, sufrirían pacientes su eterna subordinación y aun su completa segregación de los negocios. Establecido el gobierno de la manera que critico, todo el que cayera en desgracia del jefe supremo, quedaba a un lado para siempre, no levantaba nunca la cabeza, por grandes que fueran sus talentos, por esclarecidas que fueran sus virtudes. ¿Puede creerse que habría muchos que se resignasen a ser ilotas políticos en su Patria?

Sobre el horizonte de los gobiernos de esa especie, se divisan siempre nubes borrascosas, y esas nubes son de pólvora. Con esas organizaciones, el trastorno, la guerra civil, pueden aplazarse más o menos, pero indefectiblemente vienen tarde o temprano. Las dictaduras no son el afianzamiento de la tranquilidad, de la paz, del orden; son la constitución del complot, del motín, de la conspiración. Cuando se cierran las vías legítimas a las aspiraciones humanas, es indudable que éstas recurrirán a las maquinaciones subterráneas.

Las disensiones intestinas que producen esas presidencias con pretensiones de vitalicias, son más terribles que las que nacen bajo los gobiernos democráticos. En aquéllas, la lucha es sobre personas; en éstos es sobre ideas. Podemos reprobar las convicciones diferentes de las nuestras, y respetar a los individuos que las profesan; pero cuando la cuestión se hace personal, los odios son a muerte: entonces se persigue al amigo y al pariente del contrario, sin otra razón que el ser su amigo y su pariente; entonces no se perdona ni a las mujeres ni a los niños.

La monarquía y la dictadura han sido, y serán siempre en la América, la conjuración, la persecución implacable, la insurrección, la proscripción, la guerra civil, la guerra sin cuartel. Siempre, en lugar de consolidar el orden, lo alterarán; en vez de traer la paz, producirán la anarquía.

No son ellas el antídoto contra los trastornos. Para evitar las revoluciones, es preciso hacerlas imposibles, y para hacerlas imposibles, es preciso hacer que no aprovechen a ninguna persona honrada. No cerréis la puerta a ninguna aspiración legítima; dejad expeditas las vías de alcanzar el poder a todo el que haya obtenido la confianza del mayor número; haced por este medio innecesarias las revueltas, y las revueltas no vendrán.

La república es la única forma de gobierno que puede llenar esas condiciones; es la única que no sumerge en la desesperación a los vencidos en las luchas políticas. Siendo los gobernantes alternativos y periódicos, todos los ciudadanos, aun los que han sufrido una repulsa, pueden abrigar una expectativa fundada de triunfar en otra ocasión; sólo necesitan para eso una constitución que asegure las garantías y los derechos de todos.

He ahí por qué la república bien organizada es el orden, es la paz, es el único gobierno que corresponda perfectamente a ese sentimiento de igualdad que se ha desarrollado en los pueblos modernos.

No puede decirse otro tanto ni de la monarquía, ni de la dictadura, las cuales entregan el mando a un círculo determinado de individuos, y condenan a todos los demás a la nulidad. Ese efecto orgánico es el germen de ruina que llevan en sí mismas esas formas de gobierno.

Para subsistir sin contradicción y sin derramamiento de sangre, necesitan por guardianes una preocupación religiosa y una ignorancia supina. En los países como la Rusia y el Paraguay, es donde florecen con todo su esplendor. En las naciones adelantadas, donde la fuerza de ciertos intereses existentes y con raíces profundas en una sociedad vieja, ha hecho necesaria su conservación, se han visto, sin embargo, obligadas, para no caer, a adoptar ciertas instituciones republicanas que modifican notablemente su principio constitutivo. En los pueblos modernos, en los pueblos sin pasado, en los pueblos americanos, en una palabra, ni aun con esas concesiones, serían posibles las monarquías. Su establecimiento sería efímero, y ocasionaría desastres sin cuento.

Fuera de la república, no hay salvación para la América.

No se objeten contra este aserto las convulsiones que desde su emancipación han agitado a las antiguas colonias españolas, y que han causado nuestro descrédito a los ojos del mundo. Esas convulsiones no traen su origen del sistema democrático, sino que al contrario han provenido de esa funesta pretensión de fundar dictaduras, per fas o per nefas. Lejos de ser una acusación contra la república, son un argumento poderoso contra esas presidencias indefinidas, creadas por la gracia del sable. Recorred nuestra historia contemporánea, y veréis que casi todos esos desórdenes han sido originados por la ambición de los caudillos, por sus rivalidades entre sí, por el empeño de los unos en conservar el poder como si fuera su patrimonio, por la impaciencia de los otros por atraparlo, como si fuera una propiedad que se les hubiera arrebatado.

Ha habido anarquía, porque hemos tenido miedo a las instituciones republicanas, y las hemos establecido a medias. Hay hombres de bien que, para consolidar el orden, esa condición de toda sociabilidad, han querido los gobiernos de larga duración, sin reparar que precisamente eso era el desorden, porque no dejaban a los pretendientes desairados o derribados otra esperanza de medrar que la conspiración, y porque ninguno de los favorecidos podía tener títulos suficientes y aceptados por la gran mayoría para distinción tan exorbitante.

Los gobiernos no pueden tener otro fundamento sólido, que las creencias de cada época. Es preciso organizarlos en conformidad con ellas. Cuando se creía en la legitimidad, en razas privilegiadas, la monarquía era admisible; pero en los tiempos y países donde ese rancio principio ha sido reemplazado por el dogma de la igualdad de todos los miembros del género humano, no hay otro gobierno estable, no hay otro gobierno posible, que la república cuyos magistrados son electivos y alternativos.

Deseoso de corroborar con la experiencia de nuestra propia nación lo que acabo de decir, he escogido para tema de este libro la historia de la única época en la cual se ha intentado entre nosotros la fundación de una dictadura. Espero que si hay quien tenga la paciencia de leer este trabajo, la simple narración de los hechos le hará palpables la imposibilidad de que la dictadura se establezca jamás, y la multitud de males que arrastra consigo el mero conato de esa quimera.

Ese período comprende desde la batalla de Chacabuco (12 de febrero de 1817) hasta la caída del capitán general don Bernardo O’Higgins (28 de enero de 1823).

Si hubiera habido un hombre capaz de plantear la dictadura de un modo algo duradero, ese hombre habría sido seguramente O’Higgins. Era la primera reputación militar de su tiempo; su valor era proverbial; sus hazañas formaban la conversación del soldado en los cuarteles; su arrojo había asustado en más de una ocasión a San Martín mismo, que continuamente se veía forzado a calmar la impetuosidad de su amigo en la pelea. Los militares le admiraban, porque nunca se había contentado con ordenar una carga, sino que siempre había dado el ejemplo marchando a la cabeza. Había combatido en cinco campañas por la libertad de la patria, y había tenido la gloria de firmar la proclamación de la independencia.

Con un erario exhausto, había levantado ejércitos, y creado una marina. Bajo su dominación, la bandera de la revolución había dominado sobre tierra y sobre mar; la guerra se había convertido de defensiva en ofensiva; el Perú había sido invadido, y los chilenos habían cesado de contemplar el humo del campamento enemigo. El prestigio de la gloria se unía para engrandecerle a los ojos de sus conciudadanos con el afecto de la gratitud inspirada por sus servicios.

Contaba además con un ejército que había formado; todos sus oficiales, desde el primero hasta el último, tenían sus despachos firmados por su mano.

Pues bien, O’Higgins dio indicios, solamente indicios, de aspirar a la dictadura, y experimentó la caída más miserable de que haya ejemplo en nuestra historia. El norte y el sur de la república, la capital y las provincias, el pueblo y el ejército, se sublevaron contra él; ni siquiera su escolta le permaneció bien fiel en su desgracia.

A pesar de su fama, a pesar de sus incontestables méritos, tuvo que espiar su falta muriendo en el destierro, sin haber tenido el consuelo de admirar en sus últimos días el cielo azul de su querido Chile.

Ese escarmiento memorable, no lo dudo, será una lección bastante elocuente para contener a cuantos intenten renovar semejantes pretensiones. Mas confío que en el porvenir no habrá, como no lo ha habido en el pasado, ningún ambicioso tan insensato, que se atreva a repetir el ensayo.

Hay una cosa que honra a los chilenos, y que con orgullo importa recordar. Jamás en Chile ningún partido ha inscrito en sus banderas la palabra monarquía; nunca ningún escritor, ningún publicista, ningún orador se ha proclamado el campeón de esa añeja y absurda idea. La dictadura misma, nadie ha osado sostenerla en alta voz. Ha habido conatos, pensamiento secreto de llevarla a cabo; pero se ha tenido pudor, o miedo a revelar el proyecto con franqueza y sin disfraz.

Si eso ha sucedido en las épocas anteriores, con mayor razón sucede en la presente. Estamos divididos sobre la organización que conviene dar a la república, pero todos somos republicanos.

Esta falta de preocupaciones políticas es un bien inmenso, cuyos saludables efectos experimentaremos alguna vez.

La Europa nos aventaja incomparablemente en ciencia, en industria, en riqueza, pero en cambio nosotros la ganamos con usura en el reconocimiento por todos de una gran verdad que ella no ha logrado propagar entre sus hijos tanto como es debido, la creencia en la igualdad de todos los hombres.

Debemos gracias a Dios, de que nuestro espíritu se halle libre de esas supersticiones políticas, y de que esté tan virgen como el suelo feraz de la América.

Santiago, diciembre 11 de 1853.






ArribaAbajoCapítulo I

Importancia histórica de don Bernardo O’Higgins.- Su padre el marqués de Vallenar.- Nacimiento y educación de don Bernardo O’Higgins.- Su género de vida antes de la revolución.- Su carácter.



- I -

El período histórico cuya narración voy a emprender, tiene un protagonista que lo domina todo entero con sus hechos desde el principio hasta el fin. Hay un hombre que llena toda esa época con sus proezas, con sus faltas, con sus odios, con sus afecciones, con su política, con sus triunfos, con sus reveses. Todos los sucesos que entonces se verifican en Chile, tienen relación con ese hombre. Nada sucede ni de bueno ni de malo en la vida pública, donde deje de hacerse sentir su presencia. Todo lo que se emprende o maquina es en su provecho o en su contra. Es el centro de todos los acontecimientos, el objeto de las simpatías de una mitad de sus conciudadanos, el blanco de los resentimientos de la otra mitad.

Héroe para los unos, tirano para los otros, las miradas de todo un pueblo están fijas sobre su persona. Éstos le ensalzan, aquellos le denigran; pero su nombre tiene el raro privilegio de que todos lo pronuncien, los grandes y los pequeños, los magnates de la alta aristocracia y los individuos de la humilde plebe. Es la esperanza para un gran número de personas, la desgracia para otro no menor.

Durante seis años, ocupa la cima del poder, y proporciona con sus actos materia para los debates de toda una nación. La América observa su conducta con interés; la misma Europa presta a sus procedimientos alguna atención.




- II -

Ese personaje se llama don Bernardo O’Higgins.

Su nombre se encuentra en todos los grandes sucesos de la revolución chilena. Está inscrito en las actas del primer congreso, en las providencias de los primeros gobernantes, en los boletines de seis ejércitos de la independencia. Ese jefe ha combatido contra las tropas de Pareja, después contra las de Gaínza, enseguida contra las de Ossorio, más tarde contra las de Marcó, a continuación contra las de Ordóñez y de Ossorio. Ha creado una marina para destrozar a los realistas en el mar, como los había derrotado en tierra, y ha contribuido de todos modos a que San Martín organizase la expedición que condujo en auxilio de los patriotas peruanos. La declaración de la independencia de Chile está autorizada con su firma, y ha sido promulgada por su orden.

Con estos títulos, hay de sobra para comprender su fama y su influencia. Después de leer semejante hoja de servicios, se concibe cómo a los trece años de ostracismo, y cuando centenares de leguas le separaban de su patria, el nombre de ese general servía todavía en 1830 de pendón a los partidos.




- III -

Un personaje como ése merece ser estudiado detenidamente.

No todo el que quiere remueve tantas pasiones como O’Higgins. Los hombres vulgares no consiguen hacerse amar con fanatismo, ni aborrecer a muerte. Los que eso logran deben estar dotados de grandes cualidades para el bien o para el mal.

La apreciación del comportamiento público del general O’Higgins ha dividido las opiniones, no sólo de sus contemporáneos, sino también de la posteridad misma. Los individuos de las generaciones que sucedieron a su época, aquéllos que han comenzado a pensar cuando hacía largo tiempo que estaba asilado en un país extranjero, y confinado en su hogar doméstico, están tan discordes en los juicios sobre sus acciones, como los que le auxiliaron o resistieron en esas luchas, viejas ya para nosotros, y que no tienen ninguna conexión con las divergencias del presente. Los problemas de su vida despiertan casi tanta exaltación en los hombres de ahora que no le han conocido, como despertaban en aquéllos a quienes había favorecido o agraviado personalmente.

Para comprender a fondo un personaje histórico de esa altura, que ha removido tan encontrados afectos en el corazón de sus contemporáneos, y que agita de una manera tan apasionada a los que no saben sus hechos sino por tradición, es preciso enterarse con paciencia de todos los pormenores de su existencia, examinar su educación, estudiar su carácter, y descubrir, si es posible, el secreto de su alma. De otra manera nos exponemos a no darnos una cuenta muy exacta de su personalidad, y a equivocarnos sobre los verdaderos motivos de su elevación, de su prestigio y de su caída.

Esta consideración me obliga a relatar los antecedentes de don Bernardo O’Higgins, antes de ponerme a referir los sucesos que forman el tema de este libro. La historia de la época no quedará clara, si no se ha principiado por trazar la biografía del protagonista.




- IV -

Don Bernardo O’Higgins no fue uno de esos favoritos de la fortuna que se elevan de la nada, y que lo deben todo a sus acciones. Al entrar en la vida, se encontró con una posición formada. Habría merecido serios reproches, si no hubiera sabido aprovecharla. Estaba llamado por la sola casualidad de su nacimiento a ocupar un alto puesto en su país, cualesquiera que hubieran sido los sucesos.

Con la revolución o sin ella, O’Higgins habría representado un papel en Chile. Únicamente, si no hubiera estallado la insurrección de la independencia, ese papel habría sido más modesto; en vez de adquirir una reputación americana, no habría conseguido más que una fama casera. Pero habría sido necesario suponer cualidades muy menguadas en el individuo que hubiera quedado nulo y desairado con los medios de engrandecimiento que él tenía. O’Higgins debió mucho a su propio mérito; pero también debió mucho al prestigio que había dejado su padre.

Fue éste uno de los presidentes más distinguidos que gobernaron este reino, y uno de los hombres más extraordinarios que aparecieron en los últimos tiempos de la dominación española. Se llamaba don Ambrosio O’Higgins, y era natural de Irlanda. En 1767, arribó a Chile pobre y sin protectores. Había pasado de España a Lima, habilitado por algunos comerciantes de Cádiz para establecer una lonja en aquella ciudad. Pero la suerte no le había favorecido, sus cálculos habían sido errados, su negociación se le había frustrado. Había quebrado en una gruesa cantidad; y para huir de sus molestos acreedores, había venido a pedir un asilo a este suelo hospitalario.

Treinta y tres años más tarde, todo había cambiado en la condición de ese hombre.

En 1796, ese deudor fallido había llegado a ser teniente general de los reales ejércitos, barón de Vallenar, marqués de Osorno, presidente de Chile, virrey del Perú.

Había trepado a esa altura grada por grada, y a despecho de obstáculos de toda especie. Había principiado por ser sobrestante en la obra de las casuchas que Guill y Gonzaga hizo construir en la cordillera para abrigo de los correos, y había terminado por ser la segunda persona del monarca en América.

Para alcanzar ese elevado puesto, se había visto forzado a superar toda clase de dificultades. Siendo extranjero, había tenido que hacerlo olvidar en una tierra donde la calidad de tal era un signo de reprobación, un motivo de desconfianza. Siendo pobre, había tenido que proporcionarse dinero para ganarse los favores de una corte venal. No llevando un nombre ilustre, había impuesto a las familias aristocráticas cuya escrupulosidad en punto a nobleza ya se sabe cuán exagerada era.

Ese hombre de fortuna venció todos los estorbos, todo lo consiguió, y se conquistó un rango que muchos titulados de Castilla podían envidiarle. Con hechos, demostró que era digno de los empleos que sucesivamente fue obteniendo. En ellos, desplegó la actividad y los talentos de un grande administrador.

Durante su gobierno, ejecutó obras que conservarán por largos años su recuerdo entre nosotros. Visitó el país de una extremidad hasta la otra; refaccionó las fortificaciones de las plazas de guerra; mejoró el camino que atraviesa las cordilleras para dar pasaje a las comarcas trasandinas, y abrió otro hasta el puerto de Valparaíso por entre cerros y desfiladeros a despecho de la naturaleza; pacificó la siempre indómita Araucanía; fundó cinco ciudades, y entre ellas la de Osorno, que había sido arruinada por los indios.

Pero si don Ambrosio O’Higgins hubiera contado sólo con su mérito personal, con sus disposiciones para el mando, se habría quedado de sobrestante toda la vida. Se necesitaban en aquellos tiempos otros apoyos para medrar.

O’Higgins, que conocía la época y la tierra, no lo ignoraba, y por eso se encumbró con tanta rapidez. Ese irlandés sabía como maestro la ciencia del cortesano; parecía que hubiera nacido de algún palaciego, y que se hubiera educado en las antecámaras. A fuerza de insinuaciones y de obsequios, se proporcionó padrinos en Chile y en Madrid; y empujado por ellos, subió hasta donde quiso. Ése fue el secreto de su elevación. Ése fue el talismán que le dio la presidencia de Chile, el virreinato del Perú. El oro y la intriga del aspirante abrieron de par en par a su presencia las puertas del poder y de los honores. Los manejos encubiertos, más que sus servicios, más que sus brillantes cualidades, le valieron el grado de general, el título de barón, el título de marqués.

O’Higgins exigía de sus inferiores la misma deferencia que él tributaba a sus superiores. Quería que se le entregasen en cuerpo y alma, y que le perteneciesen sin restricciones. A los que eso hacían, los apoyaba sin rebozo, y los sostenía con todos sus recursos; a los que le resistían, los combatía implacablemente y sin cuartel. Era amigo decidido de sus amigos, y enemigo terrible para los que no lo eran. Sus criaturas podían esperarlo todo. Del mayordomo de su hacienda, hizo todo un brigadier de los ejércitos del rey.

Un gobernante con tal carácter y con tal sistema debía adquirir un prestigio y una influencia incalculables entre los apocados colonos. Las maneras imperiosas de don Ambrosio le suscitaron muchos resentimientos; pero fueron todavía más numerosas las afecciones sumisas que se granjeó. Su habilidad para la política, su energía, su orgullo, sus relaciones con la corte, el incienso de las hechuras que había colocado en todos los puestos, altos y bajos, del ejército y de la administración, rodearon de una gran consideración su persona, su nombre, y cuanto le pertenecía.

Esa idolatría se aumentó con el tiempo y la distancia. Los que le habían acatado de presidente de Chile, le acataron más todavía a lo lejos de virrey del Perú.

Don Bernardo debía recoger un día como herencia ese respeto ligado al recuerdo de su padre, esa veneración que muchos de sus compatriotas profesaban al apellido de su familia. El reconocimiento de aquéllos a quienes el marqués había dado una posición, la adhesión que siempre se concede al gobernante que sabe serlo, debían allanar al hijo el mayor número de las dificultades que se atraviesan en el camino de la vida. El legado forzoso de esa clientela importaba al joven más que un cuantioso caudal para satisfacer las aspiraciones de la ambición.

A estas ventajas, consecuencia del rango que había ocupado su progenitor, se agregaban todavía otras. Para darlas a conocer, voy a hablar del origen del joven O’Higgins, y de la conducta que con él observó el virrey.




- V -

Don Ambrosio era a la sazón sólo intendente de Concepción. Aunque llenasen casi toda su existencia los cuidados de su empleo, los cálculos del cortesano, las zozobras de la intriga, los deseos de mando y de distinciones, sin embargo, le quedaban tiempo y lugar para sentimientos más tiernos, para ocupaciones más dulces.

Vivía entonces en aquella provincia una niña llamada doña Isabel Riquelme, cuya belleza era sobresaliente en esas comarcas del sur, que la hermosura de sus mujeres ha hecho famosas. El adusto y grave intendente conoció a esa niña, la amó, y se hizo amar de ella. Don Bernardo fue el fruto de esa unión clandestina.

Una preocupación injusta y bárbara castiga en los hijos de esos enlaces ilegítimos la culpa de los padres. Mas en las ideas aristocráticas de la época, los bastardos de los grandes no eran los bastardos de la gente vulgar. Lo que para los segundos era una mancha, era un lustre para los primeros. Ser bastardo de un virrey equivalía a una ejecutoria en debida forma. Así, la debilidad de su madre no iba a ser para el niño O’Higgins un estorbo en su carrera.

Por su parte, don Ambrosio se portó con él como hombre honrado, y como padre solícito. Proveyó con largueza a sus necesidades, le hizo criar con cuidado; y cuanto tuvo la edad correspondiente, le envió a educarse en Inglaterra.

No volvió de allá hasta la muerte de su padre, que acabó sus días de virrey en el Perú.

Creyó éste hacer lo suficiente por el hijo de su antigua querida con asegurarle su porvenir, y pensó que de ese modo cancelaba todas sus cuentas con el joven. Le había costeado una educación europea. Para completar su obra, le legó en su testamento la valiosa hacienda de las Canteras, situada en el sur de Chile, y los numerosos ganados que la poblaban. Con esto, su conciencia quedó tranquila. ¿Qué más podía darle? Le había hecho rico e instruido. Le dejaba caudal, y los medios de adquirir consideración. Le daba cuanto era necesario para que se hiciese feliz. No le encontraba derecho para exigir nada más.

Es cierto, don Ambrosio daba a su hijo ciencia y bienes; pero quedaba todavía una cosa que le rehusaba con orgullo, y que el joven podía reclamar con justicia. Era ese noble apellido de O’Higgins, que el ilustre marqués negaba tenazmente al hijo de su amor. En la misma cláusula del testamento en que le legaba una fortuna, le significaba con toda claridad que le prohibía llevar ese apellido, llamándose Bernardo Riquelme.

Sin duda el mercachifle ennoblecido, el barón de fresca data, el titulado de Castilla por el oro y por la intriga, no creía a su bastardo digno de heredar un nombre tan decorado como el suyo; y en eso por cierto se equivocaba grandemente el virrey, que echando en olvido la humildad de sus principios, tomaba ínfulas de rancio aristócrata. Ese joven iba a hacer por la ilustración de su apellido mucho más que lo que había hecho su altanero padre. Es más glorioso combatir contra los opresores de la patria, que contra los bárbaros de la Araucanía, y es más difícil vencer un ejército disciplinado, que una horda de salvajes. Vale más atravesar los Andes para traer la libertad y la independencia a un pueblo, que abrir un camino en beneficio del comercio por entre sus rocas y sus nieves. Es mayor empresa improvisar una escuadra y enseñorearse del Pacífico, que defender sus costas contra miserables piratas. Importa más fundar la república de Chile, que fundar la ciudad de Osorno.

Don Bernardo no se conformó con el agravio que el virrey le infería en su testamento. Estaba precisamente en España de vuelta ya de Inglaterra para su patria, cuando supo la muerte del ilustre y altivo marqués, y sin tardanza entabló reclamación ante la corte por el apellido y los títulos de su padre. Se le concedió que se llamara O’Higgins, y no Riquelme, pero no se le permitió que fuera barón ni marqués.

Sin desanimarse por una primera negativa, don Bernardo persistió en su pretensión. Estaba porfiando en el empeño, cuando un ataque de fiebre amarilla le puso a la muerte. Se salvó casi milagrosamente, pero quedó muy quebrantado. La debilidad de su salud y la disminución de sus recursos pecuniarios le obligaron a desistir de sus reclamaciones, y le hicieron regresar a Chile en el año de 1802.




- VI -

De vuelta a su patria, se estableció en la hacienda de las Canteras, y se dedicó a los trabajos agrícolas. Vivió allí con su madre y con sus hermanos; se portó con su familia como un hijo amante y respetuoso.

Trabó desde luego relaciones con los oficiales que guarnecían la frontera, muchos de ellos compañeros de armas de don Ambrosio, que pagaron en afecto al joven lo que debían al padre, y con los cuales se entretenía en conversar acerca de las incidencias de sus campañas en la Araucanía. Esas discusiones familiares fueron la escuela en que aprendió los rudimentos de la guerra el futuro general de los independientes. Por influjo de esos veteranos, fue nombrado teniente coronel de las milicias de la Laja.

De cuando en cuando, hacía viajes a la ciudad de Chillán, o a la ciudad de Concepción, donde permanecía largas temporadas. En una y otra, era perfectamente recibido. Su caudal, su educación europea, su ilustre apellido, fijaban sobre su persona las miradas de la gente visible. Su comportación confirmaba la buena opinión que le granjeaban esas circunstancias accidentales.

Era modesto, franco, desinteresado, amigo de servir. Manifestaba amor a su patria, y un grande entusiasmo por su prosperidad.

En el seno de la confianza, y con la mayor reserva, hablaba de ciertas ideas de independencia para la América que circulaban en Europa, y de ciertas conferencias sobre el particular que había tenido con el general Francisco Miranda, que era uno de los que meditaban esos proyectos.

Todo esto le hacía popular en las poblaciones australes del país. Se respetaba en él al rico propietario que disponía de un gran número de inquilinos o vasallos, y se apreciaba al hombre bien educado, descendiente de un virrey, que no contrariaba los intereses de nadie.

Entre los protectores que por estos motivos se adquirió, había sobre todo uno que le sirvió mucho para afianzar su crédito. Era el doctor don Juan Martínez de Rozas, abogado hábil y de conocimientos muy adelantados para su época, que por sus riquezas, su ciencia y sus relaciones de familia, dominaba en la provincia de Concepción. Éste tomó cariño a don Bernardo, y le protegió con su influencia. Cuando O’Higgins iba a la ciudad de Concepción, concurría todas las noches a su tertulia, y escuchaba silencioso y con devoción las palabras del maestro, como llamaban a Rozas sus parciales.

Distinguido por el dueño de la casa, los demás asistentes, que eran las primeras notabilidades de la provincia, le trataban con afecto, y se acostumbraban a estimarle. Pocos habrían sospechado, sin embargo entonces que ese joven retirado y taciturno sería uno de los próceres de la república, y el caudillo de un numeroso bando. Con todo, en esas reuniones, fue donde principió a relacionarse con muchos de los individuos que debían más tarde ayudarle a apoyar la revolución, y a escalar el poder.




- VII -

Su educación de niño y el género de vida que adoptó en su juventud robustecieron el carácter que los instintos naturales habían dado a don Bernardo, y determinaron su personalidad.

Su mansión en Inglaterra le amoldó a muchas de las costumbres de ese pueblo, tan original en su genio y en sus maneras. Tomó a los ingleses su gravedad, su espíritu aristocrático, su puritanismo aparente de costumbres, su sometimiento a las exigencias sociales, su moralidad dentro del hogar doméstico, su seriedad en el modo de pensar; pero no les imitó en su respeto a la ley, su amor a las garantías del ciudadano, su veneración a todas las fórmulas protectoras de la libertad y seguridad de los individuos.

Su condición de rico propietario habitante de la frontera, considerado por sus superiores, reverenciado por sus subalternos, le infundió desde temprano tendencias despóticas, el hábito de ser obedecido sin réplica y tardanza, inclinaciones imperiosas. Estas propensiones debían cobrar todavía mayor fuerza en los campamentos, donde cada gesto del jefe es una ley que todos se apresuran a cumplir. Había tela en este vástago de un virrey, para ser un dictador.

Ese joven circunspecto, bravo, amante de su suelo natal, lleno de modestia y de entusiasmo, tenía muchas cualidades para granjearse las simpatías de un pueblo como el chileno, y llegar a ser uno de sus héroes. Su índole era muy propia para hacerse popular en su nación, por poco que trabajara en ello. Resumía en sí un gran número de las dotes que caracterizan a los pobladores de esta tierra.

El chileno es austero de costumbres; exige que se guarden cuando menos las apariencias, y que se respete siempre el decoro; no perdona nunca el descaro o el cinismo ni en las opiniones ni en los actos. Conserva su compostura en todas las circunstancias de la vida. Jamás es bulliciosa la expresión de su alegría o de su dolor. Tiene el pudor de sus sentimientos. Es raro que pierda en alguna ocasión su gravedad impasible. Su exterior es frío; y aunque capaz de entusiasmos ardientes, pocas veces los manifiesta por movimientos vivos o gritos descompasados. Se asemeja a esas montañas que, en nuestro horizonte, se levantan hasta el cielo, donde la nieve cubre el fuego de los volcanes.

Ensalza a los individuos que considera dignos, y rinde parias al talento y al valor; pero no tolera que sean los interesados mismos los que impudentemente soliciten el aura popular. No gusta nunca de darse en espectáculo, ni tampoco de que los demás se pongan en escena. Toda ostentación le es antipática; toda pretensión de vanagloria le incomoda. Concede con largueza sus favores a quienes los merecen, pero le repugna que se los pidan con vanidad.

Práctico y positivo, desprecia el ruido y el humo, y prefiere los hechos a las palabras. No escoge con apresuramiento las ideas cuya realización ve remota, ni se coloca en torno de los que las proclaman. Es poco utopista, y no se apasiona por las concepciones poéticas de la fantasía.

En O’Higgins, había, como digo, muchas de esas cualidades; y bajo ese aspecto, puede decirse que era muy chileno.

Nada de extraño tiene entonces que le estuviere reservado un puesto brillante en el gobierno de su patria. Su carácter debía necesariamente conquistarle el afecto de un gran número de sus compatriotas, y poner en sus manos la suerte de Chile.




- VIII -

Ahora, para explicar su comportamiento en la revolución y la actitud que tomó más tarde, me es indispensable bosquejar a la ligera la situación política del país desde ese famoso año de 1810, que cambió la condición de la América. Sin esos antecedentes, no se comprendería la dirección que dio a los negocios públicos, y se nos escaparía la verdadera significación de muchos de sus actos.

Nos es indispensable, por otra parte, para poder juzgarle como corresponde, conocer a los rivales contra quienes combatió, y a los amigos que le sostuvieron.






ArribaAbajoCapítulo II

Origen aristocrático de la revolución chilena.- Organización e influencia de las grandes familias del reino.- Establecimiento de la primera Junta gubernativa el 18 de septiembre de 1810.- Marcha moderada y legal que adopta la revolución en su principio.- División de los revolucionarios en dos bandos los moderados y los exaltados.- Don José Miguel Infante.- Don Juan Martínez de Rozas.- Rivalidades de las grandes familias.- Motín de Figueroa el 1.º de abril de 1811.- Congreso de 1811.- Triunfos de los exaltados y política enérgica adoptada por ellos.



- I -

La revolución de Chile fue al principio la obra de unos cuantos ciudadanos, y tuvo en su origen una tendencia puramente aristocrática. Sus promotores, sus principales caudillos, fueron los cabezas de las grandes familias del país, los Larraines, los Errázuriz, los Eyzaguirres. Por ellos, comenzó la agitación; y de ellos, descendió a la mayoría de la población, que les estaba ligada por los vínculos de la sangre o del interés.

Es éste un fenómeno curioso, que debe examinarse con alguna detención.

Generalmente son los pueblos, y no los individuos, los que hacen las revoluciones. Las ideas nuevas sólo se convierten en hechos cuando están admitidas por una porción considerable de hombres. Antes de ese momento, se van propagando lenta y gradualmente por todas las clases sociales, y no producen ningún resultado importante hasta que se han enseñoreado de un gran número de inteligencias. Sólo entonces aparecen los que han de realizarlas, y ésos son, no los iniciadores de sus compatriotas, sino sus personeros, los órganos de una opinión esparcida, la expresión de un pensamiento, que está en el alma de muchos.

En Chile, sucedió enteramente lo contrario. El movimiento principió en un centenar de personas, mientras que los demás habitantes estaban tranquilos, indolentes y muy ajenos de tales novedades. Unos cuantos aristócratas dieron la señal de la insurrección, cuando la idea de semejante empresa no se había ocurrido al pueblo, ni siquiera como una ilusión de la fantasía.

A pesar de eso, arrastraron consigo a la gente acaudalada, a los comerciantes de las ciudades, a los labradores de los campos, a casi todos los pobladores de este suelo. Su grito de guerra no quedó sin eco, y su llamamiento a las armas fue obedecido.

Quien haya considerado la sociabilidad chilena en 1810, se explicará sin mucho trabajo esta marcha de la revolución.

Dominaban en el reino un cierto número de familias, respetadas por el recuerdo de sus antepasados, poderosas por sus riquezas, por sus relaciones, por la multitud de sus dependientes, estrechamente ligadas entre sí, y con una organización patriarcal.

Única poseedora de la tierra, del capital y de todos los instrumentos de la industria, esta nobleza indígena disponía del país.

Los vecinos de las ciudades le estaban sometidos por razón de la protección que les dispensaba, y sin la cual no podían subsistir. Ella era la que los habilitaba, y la que les consumía sus productos. El interés le aseguraba con lazos difíciles de romper la fidelidad de esos subordinados por la fuerza de su posición. El enojo de algunos de esos magnates importaba para los comerciantes, para los artesanos, un atraso considerable en su fortuna, tal vez una causa de ruina. Los industriales no tenían, como ahora, los mil recursos que les proporcionan la actividad del comercio, la multiplicidad de los capitales, los progresos de la población y del bienestar, que traen consigo el aumento del consumo y la facilidad de las transacciones. La dependencia de los campesinos era todavía más estrecha. No les estaban solamente subordinados, sino que eran sus siervos. Descendientes de los indios, dueños primitivos de estas comarcas, habían heredado la triste condición que la conquista había impuesto a sus padres. Tributaban a los propietarios, que los poseían juntamente con sus fundos, una obediencia pasiva, casi el respeto del esclavo a su amo.

Los hacendados, por su parte, los trataban como sus mayores habían tratado a los indios de las encomiendas. No diré que ejercían sobre ellos derecho de vida y de muerte, porque eso sería exagerado; pero con esa excepción, todo lo demás se lo creían permitido contra los infelices inquilinos.

Esto se practicaba sin violencia, sin escándalo, sin resistencia. Los pacientes no murmuraban; los opresores, caballeros quizá bondadosos y de alma compasiva, no experimentaban repugnancia ni remordimiento al dar un trato como aquél a semejantes suyos. Esa degradación de seres humanos parecía cosa natural. La costumbre la había sancionado, la había despojado de su horror.

Los hacendados chilenos eran una especie de señores feudales, menos el espíritu marcial y los hábitos guerreros. En sus tierras, su capricho era la ley, y no se respetaban otras órdenes, que las suyas. Casi puede decirse que la autoridad del presidente gobernador no pasaba la raya de sus propiedades. En ellas, hacían justicia a sus inquilinos y les exigían servicios corporales como verdaderos soberanos.

Dentro de sus haciendas, eran amos en toda la extensión de la palabra. Cada uno de ellos habría podido hacer levantarse a su voz un escuadrón de leales servidores, que habría ido sin preguntar el motivo adonde su señor se lo hubiera mandado, y habría acometido del propio modo a quien el mismo le hubiera indicado.

Basta lo expuesto para concebir cuál era, al comenzar el siglo, el poder de las grandes familias del reino.




- II -

Sépase ahora que esa inmensa influencia no estaba repartida entre varios individuos, sino concentrada en unos pocos, y se comprenderá la anomalía en la marcha de la revolución chilena que más arriba he señalado.

Las familias de que hablo eran muy numerosas; hubo una entre ellas, la de los Larraines, que contaba más de quinientos miembros; pero todas tenían una organización patriarcal, y reconocían un jefe, un padre común que las gobernaba, y sin cuya anuencia nada se emprendía.

La persona a quien la respetabilidad de sus años, la riqueza o una prudencia consumada habían granjeado ese acatamiento de sus parientes, disponía de fuerzas incalculables, y valía por muchos hombres. Podía obrar a su antojo con el caudal, con la clientela, con la consideración, con el prestigio de toda la familia.

Suponed que una docena de esos altos potentados acogiese una idea cualquiera, la de la independencia, por ejemplo, y determinase realizarla. Está claro que en su posición no necesitaban preparar la opinión, ni detenerse en esas pequeñas escaramuzas que los innovadores ejecutan antes de las grandes revoluciones para tantear sus recursos. La mayoría de la nación eran aquellos pocos magnates. Conque ellos se resolviesen, estaba hecho casi todo. Sus parientes, sus habilitados, sus siervos o vasallos habían necesariamente de apoyarlos.

Pero lo que salvaba a la España de este riesgo inminente, era que ellos mismos no se tenían formada una noción bien clara de su poder, y mucho menos de sus derechos. Ignoraban que su voz podía conmover a aquel pueblo aletargado, y el mayor número no concebía siquiera las injusticias y sin razones de la metrópoli a su respecto. Una inteligencia sin cultivo que admitía como puntos de fe los errores más crasos, una educación mal dirigida que los había imbuido de preocupaciones groseras, habían apocado su ánimo, y embrutecido su alma. Así fue que muchos de ellos no abrazaron nunca la causa de la independencia, y sostuvieron con su bolsillo, y aun con su persona, la dominación de los españoles.

Sin embargo, no todos eran de esa casta. Había algunos más inteligentes, más animosos, más capaces de ambición, más enterados de los adelantamientos que las ciencias políticas habían hecho en el viejo mundo. Éstos, por sus viajes a Europa, por sus lecturas o por sus conversaciones, habían adquirido algunos conocimientos. El contagio bienhechor del siglo XVIII había penetrado en sus espíritus.

Como era natural, ésos no podían conformarse con la nulidad a que en su propia patria los tenía condenados la suspicacia recelosa de la corte de Madrid. Por lo mismo que su bienestar material estaba asegurado, por lo mismo que gozaban de fortuna, por lo mismo que se veían rodeados de consideraciones, deseaban con ansia lanzarse a la vida pública, y satisfacer esa necesidad de lucha y movimiento que todo hombre experimenta.

Esa segregación absoluta del gobierno en que se pretendía mantenerlos, les era intolerable. Esa limitación a los asuntos domésticos que se les imponía, era una cosa que hería su amor propio. Soportaban su vergonzosa condición con una impaciencia secreta, y ocultaban en el fondo de su corazón una profunda antipatía contra el gobierno español y sus agentes.




- III -

Tal era la disposición de sus ánimos, cuando la usurpación de José Bonaparte y la invasión de la Península por los franceses vinieron a ofrecerles una coyuntura favorable para obligar a los españoles europeos a que les guardasen más respeto, y a que atendiesen sus justas reclamaciones.

So pretexto de defender el reino contra las tentativas del emperador Napoleón y de su hermano el rey intruso, se apoderaron de la administración de la colonia, y sustituyeron al antiguo presidente una junta compuesta de siete individuos.

Adoptaron esta forma de gobierno, tanto por imitación de lo que habían hecho las provincias de España, sublevadas contra la dominación francesa, y las demás secciones insurreccionadas de América, como porque daba cabida en la dirección de los negocios a muchas de las familias que dominaban en la comarca. La elevación de una sola persona habría infundido celos a aquellos aristócratas, que se consideraban todos iguales, y entre quienes reinaba la mayor emulación.

Esta rivalidad de las grandes familias, tan propia de esa organización medio patriarcal, medio feudal que he procurado describir, es una circunstancia que debe tenerse muy presente, porque contribuyó en gran manera al nacimiento de las facciones que se disputaron el mando en la primera época de la revolución. Estas competencias de lo que, a falta de otro nombre mejor, llamaré nuestra nobleza, explican muchas de las evoluciones políticas de aquel período.




- IV -

Pero sea de esto lo que se quiera, el cambio radical operado en la constitución de la colonia el 18 de septiembre de 1810, se ejecutó moderada y pacíficamente. No hubo ni derramamiento de sangre, ni destierros, ni prisiones. Algunas carreras de caballo, la guarnición sobre las armas, patrullas que recorrían las calles, la agitación consiguiente del vecindario, pero sin actitud hostil ni amenazante; y eso y nada más fue todo el trastorno que ocasionó un acontecimiento que iba a ser el principio de tantas mudanzas, de tantas peripecias, de tantas catástrofes.

Esta ausencia absoluta de violencias caracteriza a los próceres que dirigieron el movimiento, y manifiestan cuál era su naturaleza y sus tendencias.

La sociedad chilena estaba sometida entonces a una especie de régimen doméstico. Los magistrados de la colonia no empleaban casi nunca rigor o medios extremos, porque no tenían necesidad de hacerlo. Sus súbditos recibían con respeto las leyes del monarca, y era muy raro que murmurasen en voz alta. Las medidas severas eran cosa inusitada en la tierra, y, por consiguiente, repugnaban a la generalidad.

Todos los individuos de la clase acomodada tenían relaciones de parentesco, o eran amigos, o tal vez compañeros de negocios, que se trataban con franqueza y cordialidad. Los temas mismos de sus conversaciones habituales versaban sobre asuntos caseros. El ruido de las luchas y contiendas de la vieja y alborotada Europa venían a turbarlos muy de tarde en tarde, y los colonos recibían la noticia de esos sucesos con toda indiferencia, como si no les atañesen o importasen.

Los acontecimientos del año diez alteraron esta tranquilidad monástica, e introdujeron la desunión entre los ciudadanos; pero estas divergencias no podían desde luego y repentinamente cortar todas las relaciones y encarnizar odios que apenas comenzaban. Hubo opiniones encontradas, bandos opuestos y principios de enemistades que algún día debían ser a muerte; mas no hubo ni sangre, ni persecuciones, ni excesos de ningún género. Se discutió la cuestión con grande acaloramiento, si se quiere, pero con todas esas consideraciones que se guardan en sus disputas los miembros de una misma familia.

Fue aquello un litigio, más bien que una insurrección; una discusión de legistas, más bien que una asonada de tribunos.

Los grandes propietarios que sostenían la mudanza se habían asociado, para llevar a cabo su proyecto, con los abogados más sobresalientes del reino, que representaban toda la ciencia del país, reducida entonces al derecho civil y al derecho canónico. Los primeros eran la fuerza, el poder de la revolución; los segundos su pensamiento, su palabra.

Esos letrados, Marín, Infante, Argomedo, Pérez, formulaban las pretensiones de los nobles colonos, y las apoyaban con raciocinios basados en el código.

Los defensores del antiguo régimen, los oidores de la audiencia y sus secuaces, que eran también abogados, trataban el asunto como tales, replicando a los contrarios con citas de leyes y de reales cédulas.

Este método para dilucidar la contienda era posible entre ellos, porque estaban acordes en un principio que les servía de punto de partida. Unos y otros reconocían la soberanía de Fernando VII; unos y otros daban por motivo de su conducta el amor al rey, y el deseo de conservarle estos dominios.

Para evitar equivocaciones, debo advertir que esta ostentación de fidelidad era sincera en la mayoría de los innovadores o «juntistas», como se les llamaba. Combatían por el establecimiento de un gobierno nacional; pero habrían retrocedido espantados si se les hubiera propuesto separarse de la metrópoli.

Basta estudiar superficialmente los hechos de esa época para percibir cuánta razón tengo al asentar que la cuestión ventilada en 1810 no fue más que un pleito entre la España y una de sus colonias, en el cual patrocinaba a la primera la real audiencia, Argos vigilante de los intereses coloniales, y a la segunda el cabildo de Santiago, órgano de las nuevas ideas. Fue aquél un gran proceso que despertó más pasiones, y metió más bulla que los procesos comunes que se resolvían diariamente en los tribunales, porque los litigantes eran dos pueblos, y no dos individuos; pero que, salvo la magnitud de la disputa, se les asemejaba en todo lo demás, habiéndose tramitado y decidido poco más o menos como ellos.

La ley y la fuerza estaban de parte de los patriotas, y así, como era de esperarse, ganaron su causa, logrando que una junta reemplazase en el gobierno al presidente gobernador.

Ésta es la primera faz de la revolución chilena.

Una cierta porción de los grandes propietarios es la que promueve el cambio y la que lo opera. La turba, la multitud no interviene en él para nada, y no lo comprende todavía.

Los abogados dirigen el movimiento, y habituados a los procedimientos del foro, tratan una cuestión de alta política, como si fuera un pleito sobre intereses privados.

La conducta de los innovadores es moderada, tímida, conciliadora hasta cierto punto, respetuosa para la metrópoli. Todo lo que hacen está autorizado por órdenes terminantes de los gobernantes españoles, que efectivamente más tarde aprueban su comportamiento.

Si la audiencia se opone a la ejecución de esas órdenes, es porque, palpando las cosas de cerca y temiendo por el porvenir, calcula, en su prudencia, que la más ligera alteración en el sistema colonial va a producir una serie de variaciones más radicales, y a engendrar, por último resultado, la completa ruina de la dominación española en América.




- V -

Los hechos no tardaron en realizar el presentimiento de los oidores.

La pendiente de las revoluciones es resbaladiza. Cuando los pueblos se han comprometido una vez en ella, es difícil que se detengan.

Apenas los patriotas han conseguido la organización de una junta, cuando algunos de ellos quieren que se vaya más lejos todavía, y se empeñan en que se despliegue mayor energía en contra de los amigos y sostenedores de la metrópoli. Antes, todas sus aspiraciones se reducían a colocar el gobierno en manos de los naturales del país; pero ya eso les parece poca cosa, y no les basta.

Entonces los revolucionarios se dividen en dos grandes fracciones.

La una, más moderada, más prudente, se esfuerza por que se continúe ese sistema solapado de transacción, que no se decide claramente, ni corta del todo con el pasado.

La otra, más impaciente, más atrevida, clama por resoluciones vigorosas y por una reforma pronta de los abusos.

Esos dos bandos enemigos tenían por centros las dos principales ciudades del reino, por sostenes las dos corporaciones más influentes, y por caudillos a los dos hombres más notables de la época. Los moderados, los nombraré así, aunque en ese tiempo ni ellos ni sus adversarios tenían una denominación especial, prevalecían en Santiago; los exaltados, en Concepción. Los primeros contaban con la inmensa mayoría de la población; pero los segundos tenían en su favor el arrojo y el ardor de los partidos reformistas. El cabildo de la capital, donde imperaba don José Miguel Infante, presidía a los moderados; y la junta gubernativa, cuya alma era don Juan Martínez de Rozas, capitaneaba a los exaltados.




- VI -

Los caracteres de esos dos jefes ofrecían ciertos puntos de semejanza, pero los motivos que dirigían su conducta eran sumamente diferentes.

Infante era una alma varonil, recta y llena de entereza, cuya inteligencia estaba dotada de fuerza, pero no de flexibilidad. Cuando concebía una idea, era difícil que la abandonase. Cuando admitía un principio, deducía de él con todo rigor sus consecuencias.

Era incontrastable como un axioma, y tenaz como un dialéctico. No renegaba nunca y por nada de lo que estimaba la verdad. Hablaba como pensaba, y obraba como hablaba.

Le faltaban esa perspicacia y esa facultad de larga vista que constituyen el mérito de algunos hombres de Estado. Le adornaban la rectitud y la moralidad política, que tanto realzan a los ciudadanos de las repúblicas antiguas. Podía equivocarse; pero no era capaz de desoír la voz de su conciencia, ni de guardar silencio por motivos egoístas.

En esta época, Infante no era ni fervoroso federalista, ni discípulo de la Enciclopedia, como posteriormente se mostró. Era un revolucionario que quería marchar con toda prudencia, que participaba tal vez de muchas de las preocupaciones indígenas, y que -¡cosa extraña!- sostenía la preponderancia de la capital sobre las provincias.

Don Juan Martínez de Rozas desplegaba en su conducta tanta energía y tanta persistencia, como su rival; pero su tenacidad le venía de la pasión, y no de la cabeza, como al otro. Era de la casta de esos individuos fogosos e impresionables que corren riesgo de ser déspotas al servicio de los gobiernos, y demagogos cuando se colocan al lado del pueblo.

De razón despejada, de juicio firme, de conocimientos variados y modernos, de mucha lectura, aventajaba inmensamente a sus contemporáneos en el saber y en la profundidad del pensamiento. Era un publicista de nota, que se habría lucido en los tiempos actuales, mientras que cuantos le rodeaban no pasaban de meros abogados. Elocuente en sus palabras, elegante en sus escritos, añadía a sus otros medios de influencia el prestigio del literato.

Estaba, en cambio, muy lejos de ser tan puro y tan intachable como Infante.

Don Juan Martínez de Rozas, cuya clientela se encontraba particularmente en Concepción, defendía por conveniencia los intereses provinciales en contra de la centralización que pretendía establecer el cabildo de Santiago.




- VII -

Fuera de la diferencia en las miras políticas que he señalado, contribuía a fomentar la desunión la rivalidad de las grandes familias que se disputaban el mando.

Había, por cierto, oposición de ideas en la divergencia de los patriotas; pero había también lucha de intereses.

La emulación de ciertos magnates entraba para mucho entre las causas de la discordancia. La aristocracia inquieta y ambiciosa que había encabezado la revolución, debía producir necesariamente todas esas querellas, todas esas incómodas competencias. Para comprender el movimiento de los partidos, es preciso tomar en cuenta ese choque de pretensiones al mismo tiempo que la disconformidad de las opiniones.




- VIII -

Una intentona desgraciada de los realistas proporcionó a los exaltados una coyuntura para comprometer la revolución, haciendo dificultoso todo avenimiento con los partidarios de España.

Hasta entonces el bando del rey y el bando de la patria habían mutuamente combatido de palabra y por escrito; pero entre ellos no había ni persecuciones ni sangre. Fueron los exaltados los que derramaron la primera sangre en la lucha, y los que comenzaron las persecuciones.

El 1.º de abril de 1811, el coronel don Tomás Figueroa se puso al frente de una parte de la guarnición para derrocar las autoridades nacionales. El motín fue sofocado.

Rozas y sus amigos se aprovecharon de esta ocasión para aterrar a los realistas pro la energía de su actitud. El mismo Rozas salió en persona a la pesquisa de Figueroa, le aprehendió por su propia mano, y le condujo a la cárcel. Enseguida, autorizado por la junta gubernativa, le hizo juzgar por una comisión extraordinaria, condenar a muerte y ejecutar en el término de unas cuantas horas.

Todos los sospechosos, sin consideración a su rango, fueron asegurados, y algunos confinados poco después a distintos lugares del reino. La real audiencia, que hasta aquel día había sido respetada, fue acusada de complicidad en el motín, e inmediatamente disuelta.

Los moderados, aunque en el fondo de su alma no simpatizaban con la mayor parte de estos rigores, sin embargo, bajo el imperio del terror que había producido el motín de Figueroa, no se atrevieron a combatirlos, y guardaron silencio. La enemistad de las dos facciones se acaloró cada vez más y más.




- IX -

Estaba próximo a reunirse un congreso general de los diputados de todo el reino; y en esta asamblea, se prometían una y otra de dichas facciones hacer prevalecer sus principios.

Esta especie de convención se instaló efectivamente el 4 de julio de 1811. Pero las elecciones habían dado a los moderados una inmensa mayoría; los exaltados sólo contaban con trece votos. Todos los esfuerzos de estos últimos para triunfar en las deliberaciones del cuerpo soberano, fueron inútiles. Todas sus cabalas quedaron burladas. El poder se les escapó de entre las manos, y sus contrarios se les sobrepusieron completamente. El congreso nombró una junta gubernativa para la cual ninguno de sus amigos fue elegido.

El temple de Rozas y sus parciales no era para soportar tal desaire con resignación. Aquellos políticos impetuosos no podían conformarse con que todas sus esperanzas se desvaneciesen en un momento. Protestaron, pues, contra todo lo obrado por el congreso, y se pusieron a conspirar. Consiguieron entonces por la fuerza y la audacia lo que no habían logrado por los trámites legales.

El 4 de septiembre de 1811, estalló en la capital un movimiento revolucionario, apoyado por las tropas y una porción del pueblo, que cambió la situación de los negocios.

El 5 del mismo mes, se verificaba, en combinación con el anterior, otro igual en la ciudad de Concepción.

El congreso fue violado, expulsados ocho de sus miembros, entre los cuales se comprendía Infante, introducidos en su seno dos nuevos diputados a designación de los insurrectos, alterada la organización de la junta gubernativa, y variado su personal; es decir, los exaltados se enseñorearon del mando, y abatieron a los de la facción opuesta.




- X -

Su administración se mostró vigorosa, y la política que adoptaron fue franca y progresista.

Resueltos a continuar la revolución que había comenzado el 18 de septiembre, buscaron como procurarse alianzas en el exterior, y como atemorizar o hacer expatriarse a los enemigos del interior. Con esta intención, estrecharon sus relaciones con los revolucionarios argentinos, acreditaron un agente cerca del gobierno de Buenos Aires, remitieron a este gobierno pertrechos de guerra, y le prometieron cuantos auxilios pudiesen. Con el mismo objeto, promulgaron un decreto por el cual ponían a los realistas en la alternativa: o de salir fuera del país, o de decidirse por la causa nacional.

Entre otras reformas que plantaron, dignas de elogio y destinadas a mejorar la condición del pueblo y a favorecer la agricultura o el comercio, se encuentra la muy significativa del establecimiento de un tribunal supremo de justicia. Ante él debían ventilarse y resolverse los recursos extraordinarios que, según las leyes españolas, no podían entablarse sino en los tribunales de la Península. Éste era un paso más dado hacía la proclamación de la independencia, y todos lo entendieron de ese modo.

Como se ve, desde la creación de la junta gubernativa que se instaló el 18 de septiembre, la marcha de la revolución cambia visiblemente. Durante su primera faz, esto es, desde las primeras turbulencias a que dio margen la administración del presidente Carrasco hasta la época indicada, es sólo un negocio de abogados, un pleito entre la audiencia y el cabildo de Santiago. Pero desde entonces la revolución se hace más parlamentaria, discute en nombre de los principios de la razón y de la ciencia, en vez de procurarse apoyo en el texto de las leyes. Sus tendencias son menos encubiertas; su conducta es menos hipócrita; sus propósitos son más confesados. Todavía permanece circunscrita a las altas clases sociales; pero una parte de la aristocracia se ha fanatizado por ella, y se siente dispuesta a hacerla triunfar a toda costa. Entre Chile y la España, hay sangre derramada. La lucha está comprometida.






ArribaAbajoCapítulo III

Don José Miguel Carrera.- Su familia.- Su introducción en los negocios públicos.- Sus desavenencias con los exaltados.- Su popularidad.- Movimiento del 15 de noviembre de 1811 promovido por él.- Disolución del congreso.- Lucha de Rozas y Carrera.- Política marcial seguida por don José Miguel Carrera, e impulso vigoroso que imprime a la revolución.- Resistencias que se le oponen y apoyos que le sostienen.- Campaña de 1813.- Destitución de Carrera y causas que la producen.



- I -

La dominación de Rozas y su partido duró poco.

Necesidades nuevas de la revolución llamaron hombres nuevos al poder. Iba a llegar el tiempo en que la cuestión debía controvertirse, no en los congresos a fuerza de argumentos, sino a balazos en los campos de batalla. Era urgentísimo que las masas la comprendiesen, y se acalorasen por ella, porque pronto iban a necesitarse soldados, que sólo de la turba podían salir.

Rozas y sus amigos comprendían como teóricos la revolución; pero en su calidad de togados y de hombres de gabinete, eran poco aptos para entusiasmar al pueblo, para levantar ejércitos, para defender el país de la invasión que desde el Perú amenazaba a los insurgentes chilenos. Debían ceder el puesto a otros que por su profesión y por su genio fuesen más capaces de llevar a cabo todas esas cosas.

Por el impulso de los acontecimientos, al período parlamentario, había de suceder el período militar; los oficiales habían de reemplazar a los políticos; don José Miguel Carrera a don Juan Martínez de Rozas. Los exaltados no habían descuidado enteramente la defensa del reino; habían principiado a acopiar armas; habían organizado algunos batallones; pero nada de eso habían hecho con la actividad y la dedicación que las circunstancias hacían indispensables. Su gloria era haber contribuido a hacer prosperar la revolución en el interior de Chile; mas, como digo, no eran aparentes para protegerla contra los ataques exteriores.

Apartados los obstáculos que aquí mismo, dentro de la tierra, le oponían las preocupaciones, el espíritu rancio y los intereses existentes que ella iba a perjudicar, quedaban todavía por desbaratar los esfuerzos que para sofocarla había de intentar el virrey de Lima Abascal, o cualquiera otro que estuviese en su lugar. Esa obra difícil exigía, no un literato como Rozas, que sólo conocía la guerra por los libros, sino un militar de audacia y de inteligencia, que supiera continuar el sistema de tan hábil estadista, y conducir las tropas al combate.

Afortunadamente ese hombre no faltó.

Se llamaba José Miguel Carrera.

Sus talentos, su carácter, su educación, sus antecedentes, la posición de su padre y de sus hermanos, todo, calidades personales y relaciones sociales, le destinaban a ocupar un alto puesto entre sus conciudadanos. Una grande ambición de fama y de poder le estimulaba a la acción, y le impedía desperdiciar en la indolencia esas ventajas con que le favoreciera la fortuna. Naturalmente altanero, y exigiendo de los demás una entera deferencia por la mucha estimación que de sí mismo tenía, era al propio tiempo insinuante, afectuoso y cordial. Acariciaba con sus palabras, y se ganaba las voluntades con su cortesanía. Se hacía perdonar su orgullo a fuerza de amabilidad. Esa mezcla graciosa de importancia y de franqueza le granjeaba el cariño de los que se le acercaban.

Su ingenio era pronto y agudo. Su instrucción había sido poco esmerada; y sin embargo, su Diario, escrito día a día en medio de los azares de la campaña, y de las intrigas de la política, deja apreciar cuánta era la rapidez y facilidad de sus concepciones.

Inclinado a la ostentación y al fausto, lujoso en sus vestidos, de bella presencia, de maneras elegantes, de una conversación chistosa y llena de donaire, reunía a los atractivos del alma los atractivos del cuerpo.

Sus defectos estaban compensados por grandes cualidades.

Tenía muchas de las dotes que se exigen en un jefe de partido. Era pródigo de su dinero, arrojado hasta la temeridad, incontrastable en los reveses, generoso con los vencidos.

En cambio, su índole impetuosa le quitaba en ocasiones toda prudencia, y le hacía confiar demasiado en la bondad de su estrella.




- II -

Carrera había pasado en España los primeros años de su juventud, batallando contra los franceses. Había asistido a ocho funciones notables de esa guerra encarnizada. Había recibido una herida; y se había retirado con el grado de sargento mayor en los húsares de Galicia.

No había llegado a Chile de vuelta de sus campañas europeas, sino el 25 de julio de 1811, cuando la revolución estaba ya muy avanzada.

Su familia era una de las más relacionadas, y una de las que gozaban en el reino de mayor consideración. En el momento de su arribo sobre todo, ocupaba una posición brillante.

Su padre, don Ignacio de la Carrera, era un buen caballero, de ideas poco atrevidas, de ánimo poco arrebatado, a quien la suavidad de los modales hacía estimar generalmente. Había sido vocal de la primera junta gubernativa, y candidato del cabildo de Santiago en oposición a don Juan Martínez de Rozas, caso que, como se había dicho, éste hubiera pretendido restablecer la presidencia en su provecho. A pesar de la superioridad incontestable de Rozas, don Ignacio de la Carrera, más popular, más apegado a las opiniones dominantes, habría triunfado, si la lucha se hubiera comprometido, y si se hubiera resuelto en el terreno de la ley. Esto da la medida de su crédito.

Tenía una hija, doña Javiera, señora de salón, que daba el tono en la sociedad de Santiago. Hermana de don José Miguel, no sólo por la sangre, sino también por el genio, aunaba a las gracias de la mujer una arrogancia y una decisión verdaderamente varoniles. Ya desde entonces preludiaba a la influencia que la elevación de sus parientes debía adquirirle poco después.

La familia se componía además de otros dos miembros, don Juan José y don Luis.

Don Juan José era el primogénito por la edad; pero estaba muy distante de ser el primero de sus hermanos por las dotes del espíritu. Parecía que lo que faltaba al desenvolvimiento de su inteligencia se había compensado por el extraordinario desarrollo de sus fuerzas corporales. Tenía la contextura y el vigor de un atleta, y hacía pruebas que los hércules le habrían admirado. Sujetaba un carruaje tirado por una robusta mula, tomándolo de la trasera con la mano, y levantaba en el aire con los dedos una media docena de fusiles, agarrándolos por las puntas de las bayonetas. Pero sus fuerzas y su valor eran las únicas calidades que podían estimarse en él. Era pretencioso sin talento, puntilloso hasta el extremo; tenía vanidad y tenía envidia. Cualquier hombre algo diestro, picándole sus malas pasiones, podía convertirle en instrumento, y hacerle obrar contra su propia conveniencia.

En la época a que me refiero, era sargento mayor del batallón de granaderos, residente en Santiago, y ejercía mucho prestigio sobre aquella tropa, que disciplinaba en persona, y a la cual imponía respeto su arrogante apostura.

Don Luis, el menor de todos, comenzaba apenas a vivir, puede decirse. Era, sin embargo, capitán en la compañía de artillería, y se manifestaba ya tal cual había de ser durante todo el curso de su corta existencia, mozo alegre, bravo militar, camarada leal.

Una parentela, como la que acabo de describir, ofrecía a un joven vivo y audaz muchos de los elementos precisos para satisfacer las aspiraciones de una noble ambición.




- III -

Don José Miguel desembarcó en Chile completamente ignorante de la situación de la política, y sin ningún proyecto fijo.

La noche de su llegada a Santiago, después de haber recibido la bienvenida de su familia, y de haber correspondido a sus cariños, se retiró con don Juan José a descansar en la misma pieza.

Los dos hermanos no durmieron.

Don Juan José se puso a enterar a don José Miguel del estado de las cosas públicas, y le confió que los parciales de Rozas le habían apalabrado a él y a don Luis para intentar un golpe de mano contra el congreso, y que se habían comprometido a ejecutarlo.

Don José Miguel, por la narración truncada de su hermano, alcanzó a adivinar algo de lo que había en efecto; conoció que un gran partido tomaba a los Carrera por instrumentos para la realización de un acto peligroso; y comprendió que las circunstancias, aprovechadas como convenía, podían darle en los asuntos de su patria esa posición que venía con ánimos de conquistarse. Tenía que regresar en el término de tres días a Valparaíso; y no podía, por consiguiente, recoger los datos que necesitaba para arreglar su conducta; pero rogó a don Juan José que difiriese el cumplimiento del proyecto, y le arrancó la promesa de que hasta su vuelta nada haría.

El 10 ó 12 de agosto, regresó a Santiago; y el 4 de septiembre, capitaneaba la asonada que entregaba el reino al imperio de los exaltados.

Plan y ejecución, todo había sido suyo. Le habían bastado veinte días para ponerse al cabo de la política, para ganarse la confianza de los jefes de oposición, para hacérseles necesario, para acaudillar con éxito completo un movimiento revolucionario. En ese corto espacio, que quizá a otros apenas les habría sido suficiente para reponerse de las fatigas de una larga peregrinación, había calado las intenciones de los más encumbrados próceres del país, y penetrado la situación de las cosas; había calculado todas las ventajas que tenía sobre ellos, había puesto en juego los medios de influencia que le ofrecían sus calidades personales y el auge de su familia, y los resultados habían justificado todas sus previsiones.

Esa viveza de concepción, esa energía de voluntad, deberían haber alarmado a los hombres de estado que le habían dado ingerencia en la política militante, tomándole por un joven osado, pero incapaz de hacerles sombra.

Nada de eso sucedió.

Se repartieron los empleos y los cargos de gobierno. Unos fueron miembros del ejecutivo, otros diputados al congreso, éstos vocales del tribunal supremo de justicia, aquéllos recibieron grados y mandos en el ejército que comenzaron a levantar. Mientras tanto, no se acordaron para nada de don José Miguel Carrera, que, el 4 de septiembre, había sido el brazo derecho de ellos.

En vez de ofrecerle alguna colocación en recompensa de sus servicios, hicieron como ostentación de su indiferencia para con él. Dieron oficialmente las gracias a todos los jefes militares que habían intervenido en el movimiento; se las dieron aun a los jefes de la guarnición que lo habían apoyado con su prescindencia; y no hicieron otro tanto con Carrera, que había sido el principal caudillo, sino en último lugar y después de varios días, cuando el agravio había sido bien sentido. Quisieron tratarle como a un agente secundario, que hubieran tenido a su sueldo, y todavía más, como a un subalterno cuyas pretensiones exageradas e injustificables convenía rebajar. Como el joven mayor de húsares no había ocultado su disgusto al ver que se le hacía a un lado como instrumento inservible después de acertado el golpe, los que se creían sus patronos habían tenido muy a mal esa soberbia que reputaban exagerada, y completamente injustificada.




- IV -

Esta apreciación equivocada de la importancia de Carrera fue una falta muy grave en los exaltados; una torpeza de que bien pronto tuvieron que arrepentirse. El triunfo decisivo alcanzado sobre antiguos rivales, a quienes apreciaban tanto más, cuanto habían experimentado durante algunos meses lo que valían, los enorgulleció demasiado, y los sumergió en una seguridad imprudente acerca de la estabilidad de su buena fortuna.

Habían derrocado al venerable Ovalle, al rígido Infante, al cabildo de Santiago, a la mayoría del congreso; se habían enseñoreado de todos los altos puestos del gobierno; Rozas, su caudillo, había insurreccionado en su favor la ciudad de Concepción y las tropas de la frontera; ¿cómo habían de temer a un recién llegado, casi imberbe, todavía sin relaciones personales, que no tenía más títulos que su audacia y una buena hoja de servicios en la guerra de España?

El humo del incienso que siempre rodea a los victoriosos les ofuscaba la vista, y no les permitía ver claro.

El prestigio de Carrera se aumentaba, sin embargo, por horas. Su arrojo desplegado el 4 de septiembre, la colocación en primera línea que había tomado entre los actores de esa jornada, la felicidad que había coronado su intentona, le habían granjeado en un día la reputación y el aura popular que otros se conquistan en años.

Su numerosa parentela le acariciaba como al orgullo de su nombre.

La plebe admiraba en él al oficial de aire marcial, de mirada atrevida, de gallarda apostura, que el día del movimiento había recorrido las calles al galope de su caballo, dirigiéndolo todo, sin atolondrarse por nada.

La tropa, donde sus hermanos dominaban de antemano, le acataba como a un valiente que había combatido en las guerras europeas. Él, por su parte, no se descuidaba en atraerse a los soldados, cuyos cuarteles visitaba con frecuencia.

Los jóvenes le tomaban por modelo.

Los realistas abatidos se lo figuraban en medio de sus aflicciones tal vez como un salvador. ¿Por qué ese mayor de los húsares de Galicia, que había esgrimido en la Península su sable contra los enemigos de Fernando, no se había de hacer una gloria de conservar a ese monarca desgraciado este reino de Chile, que díscolos mal intencionados pretendían arrebatarle?

Ese militar a la moda había llegado a ser la esperanza de los bandos más opuestos, la novedad del momento, el objeto de todas las miradas, el tema de todos los discursos.

Don José Miguel no desperdició la coyuntura dejando pasar con la indecisión el tiempo, y esa boga que, si no la alimentaba con nuevos hechos, podía ser tan rápida en nacer, como en apagarse. Se aprovechó de la situación con talento, y lleno de confianza en sí mismo, obró con esa temeridad que debía llevarle a la cumbre del poder, y más tarde al patíbulo. Supo fomentar contra los exaltados el descontento que siempre acompaña a la elevación improvisada de un partido, sobre todo en las épocas revolucionarias; logró que todas las facciones decaídas se lisonjeasen con que el triunfo de aquel joven recién venido sería suyo, y consiguió que todas ellas lo pidiesen al cielo; se hizo el ídolo de los soldados, y sin tener los despachos, llegó a ser el general en jefe de la guarnición de Santiago.

Cuando se colocó en esa posición, de la noche a la mañana, el 15 de noviembre de 1811, insurreccionó las tropas; bajo el amparo de sus cañones y de sus fusiles, reunió una poblada numerosa de todos los colores políticos, patriotas y realistas, y por su medio comunicó e impuso a los gobernantes sus condiciones. El joven recién venido se encumbró sobre los viejos políticos del país.

Carrera, no obstante sus resentimientos, simpatizaba hasta cierto punto con los exaltados; participaba de sus convicciones; estimaba la alta capacidad de algunos de ellos, y conocía demasiado los muchos recursos con que contaban. Don Juan Martínez de Rozas imperaba en la provincia de Concepción, y tenía bajo sus órdenes un ejército.

Su interés personal y el de su causa aconsejaban a don José Miguel que transigiese con los exaltados más bien que intentar el soterrarlos. La lucha era peligrosa; y cualquiera que fuese el resultado, debía aprovechar a los enemigos de la revolución.

Ensayó, pues, dividir el mando con los mismos a quienes se lo había arrebatado. Dejó intacto el congreso, donde éstos dominaban, y cambió sólo la junta ejecutiva, organizada el 4 de septiembre, por otra de tres individuos. En esa junta, se reservó un puesto, y dio los otros dos al doctor Rozas y a don Gaspar Marín, el primero jefe reconocido, y el segundo una notabilidad de los exaltados.

Como calculaba muy bien que el porvenir de la revolución era la guerra, y que en adelante el ejército daría la supremacía, procuró asegurárselo, entregando a su hermano don Juan José la comandancia del batallón de granaderos, y a su hermano don Luis la brigada de artillería.

Para dar una prueba de su fidelidad a la causa patriótica, mandó salir sin tardanza del país a todos aquellos realistas a quienes su anterior reserva había envalentonado, haciéndoles concebir esperanzas en su protección. Al propio tiempo, hizo que se cumpliesen estrictamente cuantos bandos se habían dictado contra los adversarios del sistema nacional.

Pero todos sus conatos de reconciliación fueron inútiles; todos sus actos de franqueza y de compromiso en favor de la revolución fueron desatendidos.

Los exaltados no podían perdonarle su derrota. Así desecharon con terquedad todas las propuestas que les hizo. Ninguna combinación en que tuviese parte el que los había derribado, les parecía admisible. Estaban arruinados, y todavía no creían en su vencimiento. ¿Cómo había de superarlos un joven, que para ellos era sólo un aventurero? Su elevación no podía ser sino una de esas peripecias políticas que asustan por su repentina e inesperada aparición, y que se concluyen en un momento, tal vez sino dejar recuerdo. Rozas estaba en el sur; Rozas disponía de un ejército y de la provincia de Concepción; él vendría a poner las cosas en orden, y a castigar al insolente que las había desarreglado.

Carrera, por su parte, no era hombre que aguantase negativas, ni que rogase por largo tiempo. Convencido de que toda transacción era imposible, resolvió tratarlos como enemigos, ya que no querían ser tratados como amigos.

El 2 de diciembre de 1811, a la voz de los Carreras, las tropas salieron de sus cuarteles, y fueron a acamparse en la plaza principal. Enseguida, don José Miguel notificó al congreso que estaba disuelto. No podía gobernar con un cuerpo que era el centro de la oposición a su persona. Los diputados principiaron por protestar con sus palabras; pero concluyeron por obedecer.

A los pocos días, la junta ejecutiva fue modificada. Se compuso, como antes, de tres individuos; pero esta vez don José Miguel cuidó de no asociarse colegas que tuvieran un pensamiento propio y una voluntad firme como Rozas y Marín. Aunque en la forma fuese un triunvirato, puede decirse que el gobierno era él solo. Sin embargo, en esa época sólo contaba veintiséis años.




- V -

La mitad del reino se sometió al imperio de Carrera sin resistencia; pero el sur, bajo la influencia de Rozas, tomó las armas, y se declaró vengador de ese congreso que la guarnición de la capital había disuelto.

Comenzó entonces una lucha cuyo resultado era difícil de prever. El caudillo de Santiago y el caudillo de Concepción eran dignos competidores. Ambos eran categorías de primer orden, y ambos disponían de fuerzas que poco más o menos se equilibraban.

Don José Miguel empleó contra su rival la diplomacia y la guerra. Envió a Concepción agentes que procuraran arreglar sus diferencias con Rozas, y tropas que atajasen sus progresos. Todo aquello fue una mezcla de negociaciones y de maniobras militares. Hubo más intrigas, que batallas; más cálculos de gabinete, que combates cuerpo a cuerpo.

En esta contienda de astucias, Carrera, ese joven húsar de que los exaltados no habían querido hacer más que un mero capitán de motines, venció completamente al doctor don Juan Martínez de Rozas, el consumado estadista, el hábil político, que había encanecido en la dirección de los negocios de la colonia.

Después de muchas alternativas, de propuestas desechadas, de réplicas y de contestaciones, obtuvo del jefe de los sublevados del sur que consintiera en una especie de tregua; las hostilidades debían suspenderse; el uno debía retirar sus tropas a Santiago, el otro a Concepción; más tarde decidirían su contienda; en aquel momento era de temer que los realistas se les sobrepusiesen aprovechándose de sus disidencias.

Este convenio fue la pérdida de Rozas. Carrera no remitió a Concepción las cantidades que se enviaban de la capital para el ajuste de la guarnición de la frontera. Rozas no tuvo cómo pagarla. La tropa se disgustó con esto, y prestó oídos a las insinuaciones de don José Miguel. Como era natural, el descontento se convirtió en una insurrección abierta y declarada. Rozas y sus más adictos partidarios fueron aprehendidos, y despachados a Santiago bajo custodia.

Todo el reino, desde las márgenes del Bío-Bío hasta el desierto de Atacama, reconoció la autoridad del audaz y feliz Carrera.




- VI -

El vencedor apreciaba demasiado los talentos y la influencia de su respetable adversario para que estimara prudente su permanencia en el país, aun cuando estuviera aprisionado. Al cabo de algún tiempo, Rozas, recibió orden de pasar a Mendoza. Se creía necesario para la tranquilidad del Estado que las cordilleras estuviesen entre él y Chile.

Cuando se encaminaba al destierro, el ilustre proscrito se detuvo para descansar en la villa de los Andes. Vivía en aquella población un hombre que, como él, había estado empleado en la administración del presidente Carrasco, y cuyo destino era figurar todavía mucho más en la historia de su patria. Don Juan Francisco Meneses (era ése su nombre) fue a saludar a Rozas, de quien era amigo. Los dos se pusieron a hablar sobre la marcha de la revolución, sobre los hombres y las cosas del tiempo. Rozas, como se concibe, estaba despechado. Había servido la causa de la nación; había trabajado por ella como el mejor; tenía ambición, y se sentía con fuerzas para trabajar todavía más; sin embargo, era suplantado y recibía por premio el destierro. En tales circunstancias, su afecto al rival que le había derribado no debía ser muy entrañable. A pesar de eso, juzgando la situación con la frialdad del hombre de Estado, dijo a su amigo que todas las esperanzas de la revolución se cifraban en los Carreras, sobre todo en don José Miguel.

Esas palabras del profundo y perspicaz Rozas expresaban la verdad: don José Miguel Carrera representaba la esperanza del sistema, como entonces se decía. Ese joven militar personificaba al ejército; traía por principal objeto de su política la guerra; tenía por misión armar la revolución.

Era ésa la necesidad que él antes que los otros había sabido estimar en todo su valor.

La gran cuestión de la época era la independencia, condición de todos los progresos futuros. Todos los antecesores de Carrera la habían considerado como jurisconsultos, como políticos, como diplomáticos. Todos ellos habían pensado cómo escudar sus proyectos con las leyes españolas, cómo organizar juntas gubernativas, cómo elegir congresos, cómo promover ciertas reformas políticas y sociales. El armamento del pueblo, los preparativos de guerra contra los defensores de la España, habían sido para ellos cosas secundarias.

La idea de un ataque exterior o de una insurrección interior eran riesgos que les habían parecido remotos.

Apenas sí la intentona de Figueroa había por un momento despertado sus temores sobre este punto.

Carrera, a diferencia de ellos, trató de dirigir la revolución como militar. Vio dónde estaba el peligro, y buscó los medios de evitarlo. La invasión del reino por las tropas realistas del Perú fue su mayor zozobra, el objeto de todas sus previsiones.

Esta actitud marcial le hizo dar un empuje más vigoroso a la marcha de la política. Mientras todo se había reducido a litigios y discusiones, la conducta de los revolucionarios había sido para la mayor parte ambigua, poco decisiva, casi enteramente legal. Si los delegados del monarca los hubieran juzgado por la significación externa de sus actos, y no por sus intenciones, todos habrían sido absueltos.

Pero cuando Carrera principió a armar a la nación y a prepararla para el combate, las reservas, las transacciones, los subterfugios fueron imposibles. Una resistencia a mano armada contra los agentes de la corte era ya un compromiso serio, que dejaba poco lugar a las disculpas.

Ése es el mérito de don José Miguel: haber comprometido la revolución, haberle quitado mucho de la hipocresía con que comenzó, haberla armado, como yo decía arriba. Bajo su gobierno, la decisión reemplazó a la prudencia.

Por su mandato, se reclutaron soldados, se formaron batallones, se activo la disciplina de los que ya estaban organizados, se fabricaron armas, se aprontaron pertrechos y municiones. Con grande escándalo de la gente devota, se convirtieron en cuarteles dos conventos, el de la Recoleta Domínica y el de San Diego; y con mucho horror de los realistas y de las personas timoratas, se cambiaron los colores de la cucarda española por otros que se adoptaron como nacionales, lo que casi equivalía a la proclamación formal de la independencia. Se fundó una imprenta, y se estableció por primera vez en Chile un periódico. Se fomentó de todos modos en las masas el entusiasmo por la Patria, y el odio contra la metrópoli.




- VII -

El sistema de Carrera encontraba, sin embargo, grandes resistencias, y el joven gobernante necesitaba para sostenerse de toda su habilidad.

Su energía exasperaba a los realistas, y asustaba al numeroso bando de los tímidos y pacatos.

Su triunfo importaba la supremacía de la gente de guerra, y el predominio de la familia de los Carreras sobre las otras grandes familias del reino. Ésos eran dos crímenes enormes, que no le perdonaban ni los togados, ni los aristócratas. Para reconquistar su imperio perdido, unos y otros fraguaban con tenacidad la caída del caudillo militar que los había suplantado.

El clero, aun la parte que había abrazado las nuevas ideas, le era hostil. No podía tolerarle la conversión de los conventos en cuarteles, y su estrecha amistad con el cónsul de los Estados Unidos, Mr. Joel Robert Poinsett, que no se manifestaba muy católico. Don José Miguel había promulgado una constitución provisional; y en el artículo relativo a la religión del Estado, se la llamaba sólo «católica y apostólica», suprimiéndose el epíteto de «romana». Esta supresión, atribuida al cónsul, había despertado contra el gobierno todos los escrúpulos religiosos del país.

Para remate, Carrera hallaba obstáculos en su propia familia. Su padre era un anciano débil, a quien espantaba la política impetuosa y demasiado revolucionaria de su hijo. Su hermano don Juan José le tenía envidia. No sobrellevaba con paciencia una superioridad tan abrumadora. En más de una ocasión, fue juguete de los enemigos de su familia, y apoyó las intrigas que se tramaban contra don José Miguel.

A pesar de tantas contrariedades, éste se sostuvo en el mando. Fue tan hábil para conservar el poder, como audaz había sido para escalarlo. Sofocó cuatro o seis conspiraciones, y supo conjurar todos los peligros.

Tenía contra el clero y contra los aristócratas, contra los realistas y contra los prudentes, desde luego su arrojo y su genio, y enseguida dos auxiliares muy poderosos, el ejército y el pueblo; designó con este último nombre la juventud y la plebe.

Los soldados le idolatraban; él atendía a sus necesidades y les daba importancia. Visitaba los cuarteles; velaba por el bienestar de los subalternos; trataba a los oficiales con benevolencia y cordialidad. En aquel momento, no había ninguna fama militar que alcanzara a hacerle sombra, ni a contrabalancear su prestigio. La tropa era decididamente suya.

La turba y la juventud le pertenecían también. Ejercía sobre ambas esa fascinación que es propia de las naturalezas enérgicas y calurosas.

Hasta él, ningún gobernante se había puesto en contacto con la multitud. La agitación había quedado estancada en las altas clases sociales. La revolución no había descendido al pueblo. Fue Carrera quien la popularizó, quien inició a las masas en la cuestión que se debatía, quien las entusiasmó por la causa de la nación, y quien, como era natural, se ganó su afecto.

Esas asonadas que encabezó en provecho de su sistema y de su ambición, trasladaron las discusiones políticas del recinto de la cámara y de la sala capitular a las calles y a la plaza pública. Desde entonces, el pueblo comenzó a ingerirse en los negocios de Estado. Don José Miguel Carrera, el jefe de los movimientos revolucionarios, el hacedor de gobiernos, fue su héroe. La viveza de su genio, la fertilidad de sus recursos, la temeraria arrogancia de su carácter, la prontitud de su elevación, impresionaron las imaginaciones populares. Creyeron que Carrera estaba destinado para el mando, que tal vez nadie podría derribarle, y que, si por acaso llegaba eso a suceder, de la noche a la mañana, tramaría conspiraciones que le restituirían el gobierno. Su reputación de revolucionario llegó a ser colosal, casi fabulosa. Por ese abuso de generalización tan común en las masas, dedujeron que siempre triunfaría, porque había triunfado tres veces. Así pudo contar con la multitud casi tanto como con el ejército.




- VIII -

Si he logrado hacerme comprender, se habrá percibido sin trabajo el aspecto que tomó la revolución bajo la influencia de Carrera.

Como lo he dicho, su primera faz fue un pleito tramitado por abogados, la segunda, una discusión política y parlamentaria; la tercera, la preparación para una guerra inminente, que muchos ponían en duda, pero que la vista penetrante de don José Miguel columbraba en el porvenir.

Durante los dos primeros períodos, la aristocracia sola interviene en el movimiento; durante el tercero, la agitación se generaliza, y la turba se acalora a su vez por la causa de la patria.

Bajo el mando de Carrera, la marcha de los gobernantes es más firme y menos solapada; es él quien decreta el cambio de la escarapela española.




- IX -

Tal era el estado de las cosas, cuando el 31 de marzo de 1813, a las seis de la tarde, llegó apresuradamente de Concepción a Santiago un correo con la noticia de que en la tarde del día 26 había anclado en el puerto de San Vicente una expedición realista, capitaneada por el brigadier don Antonio Pareja.

La alarma de los habitantes de la capital fue grande; mayor todavía su entusiasmo. Todos los patriotas olvidaron sus resentimientos políticos para entregarse sólo a su odio contra la metrópoli. Todos en aquel momento hicieron justicia a Carrera, confesando que sus aprestos militares no habían tenido únicamente por objeto apoyar su ambición. Don José Miguel fue nombrado por unanimidad general en jefe.

Aquella misma noche hizo éste declarar la guerra al son de la retreta, amenazar con la muerte a los que tratasen de estorbarla, plantar en la plaza una horca, como señal de que la amenaza no sería vana, convocar a todas las milicias del país, y formar lista de los realistas más pronunciados para decretar su expatriación.

A las seis de la tarde del siguiente día, partió para el sur con el cónsul de los Estados Unidos, el capitán don Diego José Benavente y una escolta de catorce húsares.

A las 9 de la mañana del 2 de abril, supo en el camino que Pareja había desembarcado, y se había apoderado de Concepción. Carrera continuó su marcha.

Por donde quiera que pasaba, organizaba tropas, buscaba pertrechos y víveres; y por medio de confinaciones, limpiaba la tierra de sarracenos, como entonces se denominaba a los partidarios de España.

A las 8 de la noche del 5, estaba en Talca, y establecía allí su cuartel general.

El 24, el ejército enemigo avanzó hasta Linares.

El 29, estaba acampado en Yerbas Buenas, a siete leguas del río Maule; pero al amanecer de ese mismo día, fue sorprendido en ese sitio por una corta división patriota, y habría sido completamente destrozado, si la luz del alba no hubiera venido en su auxilio. La campaña se abría con una victoria; era un buen agüero.

No obstante este descalabro, Pareja, el 30 de abril, estaba a las orillas del Maule, e intentaba atravesarlo; pero su tropa desalentada rehusó seguirle.

El 10 de mayo, tuvo que emprender la retirada.

El 15, Carrera alcanzó su retaguardia en la villa de San Carlos, y se batió con ella.

Los realistas continuaron con trabajo la retirada, y fueron a encerrarse en Chillán, bajo el mando de don Juan Francisco Sánchez, que los capitaneaba en reemplazo de Pareja, a quien la fiebre y el pesar tenían moribundo.

El 25, los insurgentes recobraron a Concepción, y el 29, a Talcahuano.

Los realistas que por un instante se habían posesionado de la mitad del reino, quedaban reducidos al estrecho recinto de una ciudad. Carrera, primero por su previsión, y luego por su actividad, había salvado el estado. Si él no lo hubiera estorbado con sus acertadas providencias, los españoles podían haber llegado sin disparar un tiro hasta la plaza de Santiago.

Impaciente por exterminar las reliquias del ejército real, antes que le enviasen socorros del Perú, sitió el 8 de julio a Chillán, último asilo de ellas, y único punto de la provincia de Concepción donde tremolaba la bandera de Castilla. Pero todo su empeño y todo su coraje se estrellaron en vano contra aquellas murallas. Sus soldados sabían combatir contra hombres; más no contra los elementos.

Los realistas se defendieron heroicamente; eran chilenos; pero tarde o temprano habrían sucumbido, si no hubiera venido en su ayuda ese terrible invierno de 1813, que sepultó en las estepas de la Rusia el mayor ejército de Napoleón el grande. Mientras ellos peleaban sobre un suelo enjuto, mientras tenían techos donde guarecerse, abrigos contra el viento, amparo contra la lluvia, los patriotas marchaban con el barro hasta las rodillas, el huracán arrebataba sus tiendas, la tempestad los hostigaba sin tregua ni descanso. La putrefacción de los cadáveres de amigos y enemigos, enterrados por rimeros en su campo, infestaba el aire, y envenenaba sus pulmones. La falta de forraje y el rigor del tiempo habían aniquilado hasta tal extremo las cabalgaduras, que era más cómodo caminar a pie antes que sobre aquellas bestias extenuadas.

Para colmo de desgracia, una bala lanzada por las baterías de Chillán cayó sobre el principal depósito de municiones, y las incendió todas, causando entre los soldados de la patria estragos espantosos.

Sin víveres para alimentarse, sin cartuchos para combatir, sin medios de movilidad, la continuación del sitio era humanamente imposible. El 7 de agosto, don José Miguel Carrera dio la señal de la partida a los restos gloriosos de su brillante ejército que la muerte y la deserción habían dejado a su lado.

Los realistas se movieron para perseguirlos, e intimaron la rendición a esa tropa en retirada, que apenas llevaba tiros en las cartucheras. La contestación de Carrera fue una bravata dictada por la desesperación, y una salva de 21 cañonazos con que saludó a la bandera de Chile en torno de la cual se agrupaban sus compañeros resueltos a vender caras las vidas, aunque fuese resistiendo cuerpo a cuerpo, ya que las balas les faltaban.

Los españoles los dejaron partir.




- X -

Este descalabro importaba la ruina del general Carrera. Durante su ausencia, sus adversarios políticos se habían rehecho en la capital, y ejercían grande influencia en el gobierno. Si algo difería la caída de don José Miguel, era el prestigio de la victoria. Un revés como aquél iba a precipitarla, y a suministrar a sus émulos la coyuntura que atisbaban.

La gran popularidad de Carrera se había momentáneamente menoscabado. En Chile, puede decirse, no se conocía la guerra sino de oídas. Por primera vez, experimentaban sus habitantes los males que ocasiona. Las familias tenían muchas desgracias que llorar. Habían ocurrido enemistades, destierros, muertes. Las propiedades habían sido taladas por uno y otro ejército. Se habían cobrado contribuciones forzosas para subvenir a los gastos ordinarios del tesoro. Todo esto se miraba, no como una consecuencia precisa de la guerra, sino como una culpa del general que la había declarado, y que la dirigía.

Los hombres pacatos de la época se asustaban de la magnitud de los desembolsos que ella originaba, ponían el grito en los cielos por el destrozo de sus haciendas, se horrorizaban por el número de vidas que costaba la lucha. Para muchos, don José Miguel era el responsable de todos estos desastres.

Parece que aquellos inexpertos vecinos se figuraban que las montoneras, las marchas y contramarchas, las batallas no son más que simples paseos y correrías que no dejan rastros. Pretendían que la guerra se hiciera sin persecuciones, sin gastos, sin muertes. Querían que se pelease sin que nadie derramase lágrimas; que las mieses crecieran bajo las patas de los caballos. Como esa bella ilusión de niños era irrealizable, Carrera cargaba con la odiosidad de todos aquéllos que la veían desvanecida.

Bajo el predominio de este sentimiento, se renovaban todas las viejas acusaciones que se habían levantado contra él. Se gritaba contra su ambición, contra su encumbramiento debido a las bayonetas, contra su fanatismo revolucionario que comprometía las cosas demasiado, contra la preponderancia de su familia sobre todas las demás, contra su indulgencia interesada para con los soldados, de quienes, según se vociferaba, lo sufría todo a fin de que le sostuvieran.

Estos murmullos impresionaron hasta a los miembros de la junta que gobernaba el país. El reemplazo de Carrera habría sido el cumplimiento de su voto más querido; pero les parecía demasiado arriesgado el intento de arrebatar un general victorioso a un ejército que había formado, y que le adoraba.

El mal éxito del sitio de Chillán fue lo que envalentonó a todos los adversarios de don José Miguel. Los exaltados, que nunca le habían perdonado su derrota, se aprovecharon de esta circunstancia para acabar de perderle, y para infundir a la junta gubernativa alientos en contra de él. En virtud de sus cabalas, la destitución de Carrera fue convenida y definitivamente acordada. Pero, ¿por quién reemplazarle? Si resistía, ¿cómo forzarle a obedecer, cuando él se encontraba al frente de tropas adictas, y ellos no las tenían?

Resolvieron entonces debilitar disimuladamente el ejército de Carrera, y comenzar a organizar otro distinto en Santiago. Con este objeto, fomentaron por lo bajo la deserción, suspendieron la remisión de recursos a las tropas del sur, y se pusieron a reclutar gente so pretexto de formar una nueva división.

En vano, don José Miguel les pidió una y otra vez los socorros que necesitaba; le entretuvieron con dilaciones, y abandonaron las reliquias del sitio de Chillán a la providencia de Dios y a los desvelos de su general.

Hacía este tiempo, vino a Santiago, de allende la cordillera, un cuerpo de ciento cincuenta cordobeses enviados en nuestro auxilio por el gobierno de Buenos Aires. Con este refuerzo, los exaltados cobraron todavía más ánimos para derribar a su enemigo.

Creyeron aun haber encontrado un sucesor idóneo para don José Miguel en el coronel don Marcos Balcarce, jefe de los auxiliares, y no ocultaron que era su candidato para aquel destino.

Considerándolo todo preparado para dar el golpe, la junta gubernativa se trasladó a Talca con el motivo aparente de activar las operaciones de la campaña; pero en realidad para proceder desde más cerca al cambio de general.

Carrera tuvo conocimiento de todos estos manejos. Si hubiera querido resistir, lo habría podido. Estaba seguro de sus soldados; sabía que le sostendrían hasta lo último; pero repugnó a su patriotismo hacer de su nombre en tan crítico momento un grito de guerra civil.

Por otra parte, el cansancio se había apoderado de su ánimo. Las intrigas y el encarnizamiento de sus rivales le tenían fastidiado. No se sentía dispuesto a disputarles por más largo tiempo un mando que era menos liviano de lo que ellos se imaginaban.

A estos motivos, se agregaba quizá la presunción secreta de que no tardarían mucho en rogarle, y en volverle a buscar. Como tenía la conciencia de su superioridad, el orgullo le impedía descubrir entre los que le rodeaban un competidor. Mas si estaba decidido a admitir un reemplazante, ese reemplazante debía ser chileno, y no extranjero. Éste es un rasgo que caracteriza a Carrera. Su espíritu de nacionalismo era muy pronunciado y puntilloso; no transigía por nada. Era altanero en lo que se refería a su persona, y altanero en lo que tocaba a su patria.

Hizo entender a los gobernantes que entregaría el ejército a uno de sus camaradas, pero no a un argentino.

La junta, que debía participar hasta cierto punto de la misma repugnancia, desistió de su primer pensamiento, y buscó entre los oficiales chilenos el individuo que necesitaba. La elección no era difícil. El coronel O’Higgins sobresalía entre sus camaradas, y era el que se había conquistado mayor prestigio. Si Carrera no mandaba, la dirección de la guerra no podía corresponder a otro. La facción dominante se fijó, pues, definitivamente en este jefe, y su nombramiento quedó acordado.






ArribaAbajoCapítulo IV

Actitud de don Bernardo O’Higgins en la revolución.- Su gran reputación militar.- Es nombrado sucesor de Carrera.- Campaña de 1814.- Convención de Lircay.- Descontento general que este convenio produce en el pueblo.- Entrevista de O’Higgins y Carrera en Talca.- Proscripción de don José Miguel Carrera.- Movimiento de 23 de julio de 1814 capitaneado por éste.- Lucha de O’Higgins y de Carrera.- Nueva invasión de Ossorio.- Reconciliación de O’Higgins y de Carrera.- Batalla de Rancagua.- Emigración a Mendoza.



- I -

Don Bernardo O’Higgins, el sucesor que se iba a dar a Carrera, gozaba en aquel momento de una gran reputación de buen militar. Su arrojo y su impetuosidad en el combate le habían hecho conocido en todo el país. Se le hacían muchos elogios; no se le dirigía ninguna crítica. Había llegado a ese período, que no se repite nunca en la vida de los hombres públicos, en que son bastante grandes para tener aplaudidores, y no lo son demasiado para tener enemigos.

Don Bernardo había abrazado con calor la revolución desde el principio. Había seguido a Rozas como fiel discípulo, y apoyado todas sus ideas. Había representado el partido de la Laja en el congreso de 1811, y había pertenecido a la minoría de los trece diputados exaltados.

Después del movimiento operado por Carrera el 15 de noviembre, se erigió, como lo he dicho en otra parte, una junta compuesta del mimo don José Miguel, del doctor Martín y del doctor Rozas. Como este último se hallase ausente en Concepción, Carrera llamó a O’Higgins para que integrase la junta en calidad de suplente.

Don Bernardo se resistió, y costó trabajo que admitiera; pero al fin consintió. Sin embargo, permaneció en el mando con disgusto. Su maestro Rozas y sus antiguos amigos hacían oposición, y él no podía estar contento al lado del hombre que les había arrebatado el poder. Tomó por pretexto una enfermedad y elevó su renuncia. Se le concedió, en vez de lo que solicitaba, una licencia de trece meses.

Se daba entonces en Santiago por muy próxima la insurrección de la provincia de Concepción, insurrección atizada por don Juan Martínez de Rozas, que reprobaba la marcha del gobierno central. Con la esperanza de evitarla, Carrera, aprovechándose de la separación de O’Higgins, le nombró su agente al lado de Rozas, a fin de que se explicara y arreglara con él. Don Bernardo aceptó el encargo, llegó aún a celebrar una especie de convenio con los opositores de Concepción; mas incidencias que no es del caso referir aquí, anularon las negociaciones, e hicieron estallar el alzamiento del sur, que ocasionó por resultado final el destierro de Rozas que lo había promovido.

La intervención de O’Higgins en todos estos sucesos fue modesta, su papel secundario, su actitud por lo general no muy decidida. No tuvo iniciativa en nada, ni dirigió cosa alguna. Adicto de corazón a Rozas, fue colega de Carrera en la junta, y su plenipotenciario en Concepción. En toda esa época, ocupó una posición de segunda línea. Tenía un nombre demasiado ilustre y una fortuna demasiado cuantiosa para permanecer ignorado; pero sea cual fuere la causa, durante esa temporada, sólo sirvió de satélite a otros astros más brillantes.

Fue la guerra la que le dio fama e importancia.

Abrió la campaña de 1813 con una guerrilla. Con ella, salió el primero al encuentro de los realistas, y les sorprendió en Linares una avanzada, que hizo prisionera sin que se le escapase un solo hombre. Durante toda esa campaña, siguió comportándose como bravo, y se conquistó la reputación de intrépido oficial.

Cuando hubo dado sus pruebas, nadie puso en duda su coraje, lo que es raro en un campamento, donde frecuentemente la emulación trata de cobarde al valiente. Siempre se le había visto arremeter con arrojo al enemigo; siempre los suyos le habían visto por delante y a su frente.

En los vivac, los soldados hacían conversación de las proezas del coronel O’Higgins.

Con nueve veteranos, diecinueve milicianos, seis oficiales, un pito y un tambor, se había precipitado en la plaza de los Ángeles, había penetrado en el fuerte sable en mano, y aprisionado en medio del espanto causado por su repentina aparición al comandante, una compañía de artillería, cuarenta dragones y un batallón de milicias.

El 17 de octubre de 1813, había combatido como un héroe en la sorpresa del Roble. Al amanecer de ese día, una división realista había caído de repente sobre el campamento de los patriotas, que no aguardaban el ataque. La confusión había sido espantosa, la tropa no atinaba a defenderse. O’Higgins había conservado una sangre fría admirable; había desplegado un denuedo extraordinario; y había logrado que sus compañeros volviesen en sí hasta rechazar y escarmentar a los acometedores.

Carrera, en el parte de esta función de armas, entusiasmado con la valiente comportación de don Bernardo, no había podido menos de llamarle «el digno», «el intrépido», «el benemérito», «el invicto O’Higgins», «el primer soldado de Chile», capaz de resumir en sí sólo el mérito de todas las glorias y triunfos del Estado.

Tal era el jefe que se daba por sucesor a don José Miguel. Sólo era conocido, puede decirse, por sus hazañas guerreras. No era objeto de ningún odio encarnizado, y era de suponer que él tampoco lo abrigase contra nadie. Su elevación no inspiraba ni sobresaltos ni temores. Así, los adversarios de Carrera se dieron prisa para poner a O’Higgins al frente del ejército.




- II -

El 27 de noviembre de 1813, se firmó en Talca la separación de don José Miguel Carrera y las de sus hermanos don Luis y don Juan José.

El 1.º de febrero de 1814, Carrera, según las órdenes de la junta, dio a reconocer por general en jefe a don Bernardo O’Higgins; y a los dos días, le entregó el mando del ejército.

Desde entonces, data la enemistad de esos dos grandes hombres. Carrera estaba resentido por el pago que recibían sus servicios. Naturalmente se hallaba dispuesto a mirar como un insulto personal todas las providencias que tomase su sucesor para variar el régimen establecido. El caído no aplaude nunca en el primer momento al que se le ha sobrepuesto. El hombre público en desgracia lo ve todo de color sombrío, y se siente agraviado por pequeñeces, por actos tal vez inocentes, a los cuales atribuye una significación hostil que no tienen.

O’Higgins, cuya alma era seca y poco expansible, no comprendió la situación de ánimo en que debía encontrarse su antiguo general, y no supo guardarle las consideraciones delicadas que las circunstancias reclamaban. En vez de tratarle afectuosamente, como a camarada, se mostró frío, terco quizá. Fue hasta manifestarle desconfianza, impaciencia por que se alejara del campamento, como si temiera que amotinase la tropa. Parecía que miraba con emulación y recelo el que los soldados se despidiesen llorando de su primer general. Dejó que los enemigos de Carrera ostentasen su odio a la luz del sol, y no puso obstáculo a sus manifestaciones ofensivas. Al contrario; se rodeó de ellos. Eso era natural, lógico. El subalterno que de repente se veía encumbrado sobre su general, debía sentirse inclinado a tomar por amigos a los enemigos del otro, y a hacer precisamente lo opuesto de lo que su antecesor había practicado.

Carrera y O’Higgins comenzaron a odiarse.

Su enemistad se hizo trascendental al ejército. Los oficiales, según sus simpatías, se decidieron por don Bernardo o por don José Miguel; y desde entonces, desgraciadamente, las fuerzas patriotas se dividieron en dos bandos rivales, origen en el porvenir de las más fatales consecuencias.

El 4 de marzo de 1814, una guerrilla realista aprisionó en Penco Viejo a don José Miguel y don Luis Carrera, que iban de camino para la capital. Esos dos guerreros de la independencia fueron a sufrir el castigo de su patriotismo en los calabozos de Chillán, donde se les mandó formar causa como traidores al rey.

El 7 del mismo mes, una poblada destituyó en la capital a la junta compuesta de Infante, Eyzaguirre y Cienfuegos, que había decretado la separación de los Carreras, y concentró el mando en un solo individuo con el título de director supremo. Para este cargo, fue nombrado el coronel don Francisco de la Lastra.




- III -

Entre tanto, el aspecto de la guerra era poco lisonjero para los insurgentes.

A fines de enero, había desembarcado en la costa de Arauco el brigadier español don Gabino Gaínza, que, con refuerzos de tropa y de dinero, venía de Lima a reemplazar a don Juan Francisco Sánchez, y a dirigir las operaciones de la campaña.

El nuevo general tomó la ofensiva con actividad y empeño; y aunque el 20 de marzo fue rechazado en el Membrillar, donde se hallaba atrincherado con una división el coronel don Juan Mackenna, sin embargo, este descalabro estaba superabundantemente compensado con la toma de Talca, que había verificado el 5 del mismo mes el realista Elorreaga.

La posesión de esta ciudad permitía a los españoles cortar toda comunicación entre la capital y las tropas patriotas. De este modo, O’Higgins quedaba aislado del centro de sus recursos. El gobierno de Santiago comprendió toda la importancia del punto que acababa de perder, y destacó un cuerpo de tropas para que lo recobrase; pero éste, en vez de lograrlo, sufrió una completa derrota en los campos de Cancha Rayada, que no sólo en aquella ocasión habían de ser infaustos para la república.

Con esto, la situación se empeoró. Talca permaneció en poder del enemigo, y Santiago quedó desguarnecido.

Gaínza concibió entonces el proyecto de interponerse entre el ejército de O’Higgins y la capital, para marchar sobre ésta sin resistencia. O’Higgins presumió el plan de su adversario, y determinó estorbarlo a toda costa, porque su cumplimiento era la ruina de Chile.

Para conseguir su intento, uno y otro se encaminaron hacía el Maule. La victoria debía ser de aquél que lo atravesase primero.

Ambos ejércitos llegaron a la ribera meridional del río casi a la misma hora el 3 de abril. Con corta diferencia, lo pasaron al mismo tiempo; pero Gaínza lo cruzó en barcas, con toda comodidad, protegido por la fuerza enemiga que ocupaba a Talca; y O’Higgins, a nado, puede decirse, cortando la corriente de aquellas caudalosas aguas con los pechos de sus caballos, y temiendo a cada instante que la guarnición de esa ciudad viniese durante el tránsito a fusilar sin piedad a sus soldados.

Los dos ejércitos se encontraron a este lado del río, siempre inmediatos; y de cuando en cuando, se saludaban disparándose con sus cañones balas y metralla. Uno y otro continuaron empeñándose por ganarse la delantera. Veían demasiado bien que de eso dependía el triunfo.

Gaínza logró que una división suya se adelantase al ejército patriota, y le cerrase el paso; pero un cañoneo bien dirigido por don José Manuel Borgoño, y una valiente carga de caballería mandada por don José María Benavente despejaron el camino y lo limpiaron de realistas. Con esto, O’Higgins consiguió lo que quería y dejó, atrás al enemigo. Santiago, y por consiguiente, Chile, estaban salvados por entonces. Para apoderarse de la capital, como lo había deseado, el general español tenía que atravesar por sobre el ejército nacional; lo que ciertamente le habría sido más costoso que atravesar el Maule.

Furioso por el malogro de su plan, intentó, sin embargo, obtener por la violencia lo que no había podido alcanzar por el apresuramiento de las marchas. Se precipitó como un desesperado sobre los acantonamientos de los patriotas en la hacienda de Quechereguas. Durante dos días, renovó el ataque y volvió a la carga; pero todas sus maniobras fueron desbaratadas, todos sus ímpetus impotentes. Los insurgentes permanecieron firmes, y no cejaron por un solo instante.

El 10 de abril, desistió, en fin, y se retiró a Talca.

Su ejército estaba aniquilado, y era materialmente imposible que continuara la campaña. La marcha que había emprendido desde Chillán lo había destruido más que una derrota. A proporción que se había ido alejando de las provincias del sur, una deserción incontenible y numerosísima había enrarecido sus filas. Después del pasaje del Maule, sobre todo, sus batallones estaban en esqueleto. Los campesinos chilenos de que se componían sus tropas, como los de todo el mundo, aman sus hogares, y no es cosa fácil retenerlos lejos de la tierra natal.

El largo viaje por aquellos ásperos caminos, y el pasaje de los ríos que los cortan, habían destruido su caballería y las bestias de carga. El ejército realista estaba verdaderamente a pie. Gaínza habría deseado replegarse a Chillán para reorganizar su gente; pero una falta absoluta de medios de movilidad le encadenaba al suelo de Talca.

La condición de las tropas de O’Higgins era enteramente distinta. Su proximidad a Santiago, centro de todos los recursos, y su establecimiento en las provincias que menos habían sufrido por la guerra, les habían permitido completar sus cuadros, y aperarse de cuanto necesitaban. Les bastaba moverse para terminar la ruina de Gaínza.




- IV -

Todos aguardaban la destrucción completa de las fuerzas españolas. Los sucesos no correspondieron a esas expectativas. Lo que se verificó fue, no la derrota de Gaínza, sino un convenio que el 3 de mayo firmaron los beligerantes a las márgenes del Lircay bajo la mediación del comodoro inglés Mr. James Hillyar.

Los principales artículos de este ajuste comprendían el reconocimiento de Fernando VII y del consejo de regencia durante el cautiverio de aquél, la conservación de las autoridades nacionales a la sazón existentes hasta que las cortes españolas decidiesen lo que debía hacerse, y la evacuación del territorio chileno por el ejército de Lima en el plazo de treinta días contados desde la ratificación del tratado por el gobierno patrio.

Ni el general Gaínza, ni los mandatarios chilenos habían estipulado estas condiciones de buena fe. Ni una ni otra de las partes contratantes estaba dispuesta a darles cumplimiento.

Para Gaínza, aquel convenio era sólo un pretexto mentiroso, un ardid fraguado para retirar con descanso las aniquiladas reliquias de su ejército a Chillán, donde pensaba rehacerse para comenzar la campaña. Sin este embuste, no podía dar un paso, y era exterminado dentro de la ciudad de Talca.

Para los caudillos insurgentes, era una hipocresía, una simple suspensión de armas con el objeto de orientarse de la situación de la metrópoli, y tomar consejo.

Les habían venido malas, muy malas noticias del exterior.

La alianza de la Inglaterra con España estaba sólidamente afianzada. No había ya esperanza de que esa gran potencia favoreciese la insurrección de las colonias, como lo habían aguardado de su egoísmo comercial. Por lo contrario, quizá iba a prestar ayuda para que fuesen sometidas. Los defensores de Fernando, unidos con los ingleses, habían alcanzado en Vitoria y los Pirineos dos triunfos importantes. Todo presagiaba que los franceses serían expulsados de la Península. ¡Cuántos ejércitos lanzaría la España contra la América el día que se viese libre de su guerra interior!

Había más aún. Los patriotas argentinos habían sufrido dos grandes desastres en Vilcapugio y Ayohuma. Gracias a esas dos victorias, el virrey Abascal iba a encontrarse más expedito para contraer su atención a los negocios de Chile.

Los gobernantes divisaron el horizonte cargado de negros nubarrones. Esos signos de una próxima tempestad los acobardaron. Les faltó la fe en la justicia de su causa, en la protección del cielo, y quisieron una tregua para reflexionar con despacio sobre su conducta delante de tantos riesgos como les amenazaban. ¿Continuarían la revolución? ¿Volverían atrás? El honor y la conciencia les aconsejaban lo primero; mas era necesario pensarlo.

El tratado de Lircay no era para ellos sino un descanso de que habían menester para observar bien lo que había en realidad.




- V -

Los motivos justificativos de la conducta del gobierno, eran un secreto de gabinete, que sólo poseían unos cuantos magnates.

La mayoría de los habitantes no atendía para nada a los sucesos de Europa o del Alto Perú, y sólo consideraba lo que acaecía a su vista en Chile. Ésa ni leía periódicos extranjeros, ni tenía corresponsales en las naciones extrañas. ¿Qué sabía ella ni de los reveses de Vilcapugio y Ayohuma, ni de las batallas que se habían empeñado en Vitoria y los Pirineos?

De lo que sí tenía noticia, era de que Gaínza había estado casi destrozado, y de que se le había dejado escapar; de que se había tratado con los godos, y de que se había reconocido por soberano a Fernando. Eso no podían tolerarlo ni el ejército, ni la juventud, ni el pueblo. La sangre derramada en los combates había enardecido los ánimos, y no aguantaban transacciones de ningún género con la metrópoli, esa madrastra desnaturalizada, que, por tantos años, se había estado alimentando sin compasión con el sudor y la sustancia de sus colonias.

La indignación pública se manifestó sin embozo. El convenio fue reprobado con franqueza y exaltación. El gobierno, que lo había autorizado, recibió toda especie de críticas, y aun de escarnios.

En medio de la agitación causada por este acontecimiento, comenzó a pronunciarse con entusiasmo el nombre de don José Miguel Carrera. Si él hubiera estado en el mando, no se habría cometido aquella infamia. Si no se encontrara padeciendo en un calabozo, ya estaría castigada y reparada.

Ese nombre sólo repetido de boca en boca, como una voz de reunión para los protestantes del tratado, llenó de zozobras y de cuidados a los gobernantes, y a los émulos de don José Miguel que formaban su círculo. Ya se les figuraba que se les aparecía de repente, y que con sólo presentarse, les arrebataba el mando. Habían como olvidado que él y su hermano Luis se hallaban prisioneros de los españoles, y bien guardados en la ciudad de Chillán.

Nada contribuye más a elevar a ciertos hombres que el temor de sus enemigos. A fuerza de llevarse a toda hora manifestando sobresalto por lo que pueden intentar, llegan a circundarlos de cierto prestigio misterioso, que allana delante de ellos todos los obstáculos. El miedo que les muestran les presta un poder inmenso que de otro modo no tendrían.

Nadie negará por cierto que Carrera poseía un ingenio vivo, una voluntad varonil, una prontitud admirable de concepción y de ejecución, que le hacían triunfar a menudo en sus empresas; pero nadie negará tampoco que le ayudaba mucho para ello esa fama de revolucionario irresistible con que le habían favorecido.

El desasosiego muchas veces injustificable que inspiraba a sus contrarios su sombra, su recuerdo, su solo nombre, era causa de que toda maquinación tramada por él, se estimara, apenas se anunciaba, como si ya estuviera felizmente terminada. No se necesita explicar lo que para un hombre público vale tal concepto en una época revolucionaria.




- VI -

La multitud, después de haberse limitado en un principio a invocar el nombre de don José Miguel y a desear su presencia, se puso a repetir con toda seguridad, como si lo supiera muy de cierto, que no tardaría en venirse a Santiago para arrojar del gobierno a los autores de las capitulaciones de Lircay.

Estaba tan convencida de que este rumor vago tenía un fundamento razonable y serio, que aguardaba de día en día su llegada.

Por una rara casualidad, los hechos confirmaron estas locas hablillas del vulgo.

Un artículo del convenio estipulaba la libertad de todos los prisioneros; más una cláusula secreta establecía una excepción en contra de don Luis y de don José Miguel. Según toda probabilidad, el gobierno se proponía alejarlos del país, enviándolos al Janeiro o a los Estados Unidos. Mas Carrera y su hermano burlaron este plan, y se escaparon de Chillán a favor del bullicio de un baile.

La noche era oscura y lluviosa. El guía que habían tomado tuvo miedo, y los dejó abandonados en medio del campo y de las tinieblas.

No sabían absolutamente qué rumbo habían de seguir para continuar su ruta y evitar la persecución. Una vieja los sacó de su perplejidad, y les ayudó a orientarse. Un salteador de caminos, mediante una buena recompensa, los condujo enseguida hasta Talca por bosques y sendas extraviadas.

El 14 de mayo, después del toque de oraciones, se presentaron O’Higgins, que estaba acampado con su ejército en esta ciudad. Don Bernardo extendió sus brazos a don José Miguel, y le estrechó fuertemente contra su pecho con un cariño de hermano. Pero una cosa eran las apariencias, y otra lo que sentía en el fondo del alma.

A aquella hora, estaba ya informado, por mensaje que le había enviado Gaínza, de la fuga de los dos Carreras, y este suceso le tenía sumergido en la mayor ansiedad. Nadie mejor que él conocía la influencia de don José Miguel sobre la tropa. Estaba persuadido de que aquel joven ambicioso y emprendedor no se avendría nunca a vivir como simple particular; que jamás preferiría voluntariamente las dulzuras de la vida privada a los azares de la vida pública, ni una condición humilde y retirada al primer puesto del estado de que había descendido. No tenía ningún dato sobre que apoyar sus sospechas; pero tal era el juicio que se había formado de su rival, que la sola escapada de éste le parecía, no un acto natural de todo prisionero, sino un principio de maquinación contra él mismo y sus amigos.

Sus recelos se aumentaron con el arribo de los fugitivos. ¿A qué se introducían en su campamento?

La respuesta a semejante pregunta era sencillísima. Pasaban para Santiago, y aquél era camino. El proceder de los Carreras no tenía nada de alarmante con esta observación que se ocurría por sí misma.

Pero O’Higgins, en su suspicacia y en sus cuidados, se figuró que venían a corromperle el ejército, y a tramar conspiraciones con sus soldados.

Imbuido de esta idea, adoptó toda especie de precauciones para vigilarlos y para impedirles todo contacto con la tropa. Intentó nada menos que vigilarlos de vista, y mantenerlos encerrados en sus cuartos.

A pretexto de que algunos oficiales que estaban resentidos con ellos podían insultarlos si salían a la calle, les pidió, les rogó aun en nombre de la amistad, que no se moviesen de su casa, donde les había dado alojamiento. Estas desconfianzas hirieron a don José Miguel en lo más vivo. El tratamiento que con él usaba O’Higgins, su camarada, su subalterno poco había, removido todo su orgullo:

-Si usted quiere impedir que me mueva -contestó a sus importunidades-, póngame en arresto. Mientras un centinela no esté a mi puerta, nada me impedirá salir. Pierda usted cuidado por las injurias que puedan hacerme mis enemigos, que yo sabré estorbarlas.

Delante de esta firmeza, O’Higgins quedó cortado, sin hallar que replicar.

Los dos hermanos fueron entonces a hacer visitas a las personas que conocían en la ciudad.

A poco andar, observaron que ocurría algo de extraordinario. La población estaba alarmada. Ningún soldado, ningún oficial andaba por las calles. Toda la guarnición estaba acuartelada y sobre las armas, como si se acercaran los realistas.

Los motivos de este redoble de prudencia no se ocultaron a los Carreras. Su sola presencia se consideraba como un amago a la tranquilidad pública.

Don Luis, cuyo genio era pronto y travieso, corrió, luego que se cercioró del temor ridículo que se les manifestaba, a preguntar al general si por ventura temía algún asalto traicionero de Gaínza, y a ofrecerle sus servicios, caso que el aparato militar del campamento no le hubiera engañado. O’Higgins, viendo descubiertas sus intenciones, se turbó todo, no encontró que responder a la burla del joven, y devoró su rabia.

Al día siguiente por la tarde, los Carreras continuaron su viaje para Santiago.

En Concepción, don José Miguel y O’Higgins se habían separado resentidos; en Talca, se despidieron con el odio en el corazón.




- VII -

El general comunicó al director Lastra por un correo extraordinario, y antes de que partiesen, la libertad de los Carrera y su marcha para la capital.

El gobierno se sobresaltó casi tanto como si se le avisara que un ejército invasor estaba a las puertas de la ciudad. Aquellos mozos revoltosos no podían venir sino a tramar conspiraciones, y a aprovecharse del descontento producido por las capitulaciones de Lircay. Había que desbaratar sus designios luego al punto, pues demasiadas pruebas tenían dadas de que apenas proyectaban algo, cuando sin demora lo ejecutaban. Tardarse en perseguirlos era dejarse vencer.

Entre tanto, los dos terribles conspiradores se detenían pacíficamente en la hacienda de San Miguel, distante doce leguas de Santiago, para abrazar a su anciano padre, y saludar a su familia.

Desde allí, don José Miguel escribió al director poniéndose a sus órdenes, y disculpándose de no ir en persona por falta de ropa. El general Gaínza había mandado vender en almoneda sus equipajes durante su prisión.

En pos de la contestación a su carta, vino un piquete de soldados a prenderle a él y a su hermano. Ambos alcanzaron a ocultarse en un bosquecillo. Los agentes del gobierno gastaron cuatro días en buscarlos por ranchos y quebradas. Después de inútiles pesquisas, aparentaron que se iban, y volvieron de repente para sorprenderlos. ¡Nada!, ¡trabajo perdido!, los Carrera no pudieron ser habidos.

Con su desaparición, las zozobras de los gobernantes subieron de punto. Sin duda estaban tramando algún complot infernal. Cada día que amanecía, esperaban que estallase el movimiento. Los declararon traidores a la patria; ofrecieron por bando grandes premios al que los entregase o descubriera su paradero; esparcieron que el proyecto que estaban fraguando era tan diabólico, que era su padre mismo quien horrorizado los había delatado.

Sin embargo, todo aquello era puro susto. Hasta la fecha los Carreras no habían proyectado cosa alguna contra las autoridades existentes.

Apenas se habían libertado de los españoles, sus correligionarios se habían puesto a perseguirlos. No les habían dejado siquiera tiempo para respirar. En el momento mismo en que tantos horrores se propalaban contra ellos, en que se les daba caza como a bestias feroces, acompañados sólo por unos cuantos sirvientes fieles, y empapados por la lluvia de un deshecho temporal, iban camino de Mendoza para buscar amparo al otro lado de la cordillera contra la saña de sus implacables enemigos. Mientras se les suponía conspirando, marchaban para una tierra extranjera, casi desnudos, sin provisiones, sin equipajes. Estaban resueltos a asegurarse la tranquilidad con un destierro voluntario.

La naturaleza, no obstante, fue más poderosa que su voluntad. Una gran nevada cubrió los senderos de los Andes, y los puso intransitables para muchos meses. Los fugitivos tuvieron que renunciar a su pensamiento de huida.

Se volvieron a la hacienda de San Miguel todavía sin ideas muy fijas sobre que conducta adoptarían.

En este escondite, los visitaron varios de sus amigos, que incitaron a don José Miguel a trabajar en una revolución. El director estaba desprestigiado. Lo mismo sucedía con sus allegados. Poniendo sus firmas al pie del convenio de Lircay, habían firmado todos ellos su propia destitución. El pueblo murmuraba; el ejército estaba furioso. Ni el uno ni el otro podían contemplar, sin que la sangre le ardiese en las venas, que la bandera española hubiese vuelto a ser enarbolada en vez de la bandera nacional. Carrera no necesitaba decir sino yo quiero para salvar a la patria, a sus hermanos, a sus amigos.

Don José Miguel se dejó persuadir, y comenzó a tramar la caída de la facción que le era opuesta.

Sus incitadores, a pesar de lo halagüeño de las noticias, no le habían engañado. En pocos días, todo estuvo preparado para un golpe de mano. Se ganó la guarnición; todos los aprestos quedaron expeditos; todos los papeles fueron repartidos entre los que se habían comprometido.

Sin embargo, principiaron mal. Don Luis fue sorprendido, encarcelado, y sometido para ser juzgado a una comisión extraordinaria. Don José Miguel fue emplazado por edictos para el 23 de julio a fin de que viniese a responder a los cargos que aparecían contra él.

La noche que precedió a ese día, ejecutó felizmente el movimiento, se apoderó del gobierno y de los gobernantes, y pudo decir al director Lastra, a tiempo que éste era conducido preso a su presencia:

-Aquí estoy. Dispense usted que no haya respondido más pronto a su llamado.

Después de estas palabras alusivas a los edictos y bandos que contra él se habían dictado, ordenó al ex director se retirase en libertad.

Por lo que toca a los demás prohombres de la facción que derrocaba, desterró los unos a Mendoza, y los otros a sus haciendas.

Para regir el país, hizo reconocer una junta que debía constar de él mismo, del presbítero don Julián Uribe y de don Manuel Muñoz Urzúa.




- VIII -

El triunfo alcanzado por Carrera en la capital no bastaba para terminar la cuestión en su favor. Quedaba todavía por saber cuál sería la actitud que tomaría el ejército de Talca. Había en él numerosos partidarios de Carrera; pero estaba bajo las órdenes de O’Higgins, y era hasta cierto punto arrastrado por el influjo que un general ejerce necesariamente sobre su tropa.

Carrera intentó negociar con su rival, y envió con este objeto cerca de él varios comisionados; pero don Bernardo desechó todas las propuestas con terquedad, y declaró que marchaba sobre Santiago para restablecer el directorio que había sido derribado.

A este anuncio, la junta se dispuso a defenderse. Carrera se superó a sí mismo en actividad. En pocos días, formó, organizó y medio disciplinó un ejército.

El 26 de agosto de 1814, las dos divisiones se batían en los llanos de Maipo, y los reclutas de don José Miguel rechazaban a los veteranos de su adversario.

O’Higgins, sin embargo, no salió del todo deshecho. Estaba preparándose para tentar de nuevo la fortuna, y las tropas de Carrera, que habían quedado dueñas del campo, sepultaban los muertos y recogían los heridos, cuando el sonido de una corneta, instrumento que no se usaba entre nosotros, anunció la llegada de un parlamentario español.

Era éste el oficial don Antonio Pasquel, que había venido a alguna distancia de la división de Talca, calculando su marcha para no presentarse sino cuando los patriotas se hubieran destrozado entre sí.

El virrey Abascal había desaprobado el convenio de Lircay, y había ordenado que la guerra continuara.

Haré aquí de paso una observación que exige la imparcialidad de la historia. Ese potentado ha sido calumniado por su proceder en esta ocasión. Se le ha atribuido injustamente una doblez más que púnica, por no haber ratificado las capitulaciones. Abascal estaba, sin embargo, en su derecho. Sus agentes no sólo habían obrado sin la autorización competente, sino contra las instrucciones expresas que les había dado.

Toda la culpa fue de los gobernantes chilenos. El auditor don José Antonio Rodríguez, que asistía con sus consejos a Gaínza en la negociación, advirtió al doctor don Jaime Zudáñez, quien desempeñaba igual oficio con los revolucionarios, que el general español no estaba autorizado para tratar con aquellas condiciones. Los patriotas se desentendieron de la observación, porque no queriendo ajustar una paz definitiva, sino ganar tiempo, poco les importaba el alcance de los poderes de Gaínza.

El virrey obraba, pues, en buena ley desaprobando el convenio.

El general Gaínza había sido reemplazado por don Mariano Ossorio, que, el 13 de agosto de 1814, acababa de desembarcar en Talcahuano con un cuadro de oficiales, quinientos cincuenta hombres del regimiento español de Talavera, cincuenta artilleros y una buena provisión de municiones, efectos y dinero.

Pasquel traía pliegos del último, en los cuales intimaba a los que mandaban en Chile (era el sobre del oficio) que no les quedaba otro medio de salvarse que rendirse a discreción, porque sino «venían con la espada y el fuego, a no dejar piedra sobre piedra en los pueblos que, sordos a su voz, rehusasen someterse». Este insolente mensaje hizo enmudecer todas las facciones; acalló todos los resentimientos personales; todos olvidaron sus injurias para pensar únicamente en la defensa de la patria amenazada.

Delante del peligro común, Carrera, aunque vencedor, propuso un avenimiento a O’Higgins. Don Bernardo aceptó la reconciliación.

Las dos divisiones que acababan de medir sus fuerzas en los llanos de Maipo, se unieron para rechazar la invasión de los realistas.

O’Higgins y Carrera, para dar ejemplo de concordia a sus subalternos, se pasearon juntos del brazo por la ciudad, vivieron como hermanos en una misma casa, y dirigieron a sus tropas proclamas firmadas por uno y otro.

Pero tal armonía era más de aparato, que real. Al siguiente día de una batalla, es difícil que se estrechen cordialmente la mano soldados que acababan de combatir entre sí. Aunque en la superficie apareciese lo contrario, las heridas del amor propio no se habían cicatrizado en todos; bajo la máscara de la cortesía, el rencor se escondía en más de un corazón. La desmoralización de la discordia tenía vencidos a los patriotas antes de la derrota del 2 de octubre.




- IX -

Entre tanto, el ejército del rey distaba sólo sesenta leguas de la capital. Ascendía a cinco mil veteranos bien armados, bien disciplinados, para quienes hasta aquel momento la campaña no había sido más que un paseo, y que venían enorgullecidos con sus ventajas y las expectativas de una victoria segura.

Según el arreglo ajustado entre O’Higgins y Carrera, el segundo debía ser el general en jefe y tomar a su cargo la dirección suprema de la guerra. Hizo éste los mayores esfuerzos para organizar la resistencia; pero le faltaron elementos, y, sobre todo, tiempo. No tuvo más plazo para todos los preparativos que treinta días escasos.

En ese término, alcanzó a reunir una división de tres mil novecientos veintinueve hombres, pero no soldados. Había batallones que se componían de criados, recién sacados del servicio doméstico, que nunca habían hecho fuego ni aun con pólvora. Casi todos ellos sólo tenían de militares las gorras, y no habían aprendido otra disciplina que marchar mal y por mal cabo. El armamento era digno de lo demás; muchos no llevaban ni aún fornituras.

Para colmo de desgracia, no había unión ni acuerdo. Cuando estuvo empeñada la pelea con los españoles, algunos de los oficiales de O’Higgins se repetían por lo bajo en medio de las balas que, después de vencer a las tropas de Ossorio, tenían que precipitarse sobre los partidarios de Carrera para destrozarlos.

Sin embargo, la comportación de este ejército, así mal equipado, y cuyos individuos se miraban de reojo los unos a los otros, fue heroica.

Tan sólo la mitad de él, atrincherada en la plaza de la villa de Rancagua, sostuvo el 1.º y el 2.º de octubre de 1814 un combate de treinta y seis horas sin descanso. El choque fue furioso. Los realistas y los patriotas habían enarbolado banderas negras, y no se daban cuartel.

A los insurgentes, les acosaban, no sólo los hombres y las balas, sino también el fuego y la sed. Los españoles habían incendiado los edificios detrás de los cuales se habían guarecido sus contrarios, y habían cortado las acequias que proveían de agua a la población. Los batallones de Ossorio avanzaban por el camino que les iban abriendo las llamas. El incendio ahogaba a los sitiados. Se veían obligados a mojar sus cañones con orines, porque hasta para eso les faltaba el agua.

No obstante, se defendían como leones. El que moría caía en su puesto. Por un momento aún hicieron desesperar a los realistas de vencer a valientes como aquéllos, y el general español estuvo tentado a desistir del empeño. Pero al fin triunfaron la superioridad en las armas y pertrechos, el número, la disciplina.

Los patriotas dispararon hasta sus últimos cartuchos. Al terminar la batalla, a falta de balas, cargaron con pesos fuertes los cañones. Hicieron para sostenerse cuanto podía exigirse a hombres.

Entonces don Bernardo O’Higgins, general de la vanguardia, y don Juan José Carrera, general del centro, que habían capitaneado a estos bravos, viéndolo todo perdido, a punta de lanza y a sablazos, se abrieron paso con algunos de los suyos por entre las filas de los vencedores, y fueron a juntarse con la retaguardia que, al mando del general en jefe, había quedado fuera y a alguna distancia de la plaza.

Don José Miguel venía el 1.º de octubre de Santiago con la tercera división.

El estampido del cañón era el primer anuncio que había recibido de que las otras dos divisiones habían trabado la pelea.

Había volado entonces en su ayuda; había llegado hasta la línea que los sitiadores habían formado en torno de Rancagua; los había acometido con su gente; pero no había conseguido desbaratar sus filas.

Volvía precisamente a la carga, cuando la presencia de los fugitivos y la noticia del desastre introdujeron el pavor en la tropa que mandaba. Con esto, se concluyó la subordinación, se apoderó de los soldados un desaliento contagioso, y la mayor parte sólo pensó en salvarse.

La victoria de los realistas era completa, y Chile estaba perdido.

Todos los militares, todos los que tenían compromisos serios y presentimiento de las venganzas que iban a ejercer los agentes de la metrópoli, buscaron cómo interponer entre ellos y sus perseguidores la barrera de los Andes. Más de dos mil personas corrieron a Mendoza por entre las breñas de la cordillera, como Dios les ayudó, y sin saber qué suerte les estaba deparada al término del viaje.

Carrera protegió la retirada de los fugitivos con las reliquias de su ejército; el 11 de octubre se batió todavía con los realistas en la ladera de los Papeles; y al siguiente día, pasó el último de todos la cumbre de los Andes, de donde arrojó también la última mirada sobre los hermosos campos de su patria, que nunca había de volver a ver.





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